16:30 HEDIFICIO 64

Casey cruzaba la esquina noroeste del edificio 64, más allá de los enormes montantes empleados para construir el ala. Los montantes, un andamiaje enrejado de acero azul, se alzaban a más de seis metros de altura. Aunque tenían el tamaño de un pequeño edificio de apartamentos, estaban calibrados con una precisión de milésimas de pulgada. Encima de la plataforma formada por los montantes, ochenta personas caminaban de un lado a otro, ensamblando el ala.

A la derecha, vio grupos de hombres guardando herramientas en grandes cajones de madera.

—¿Qué es eso? —preguntó Richman.

—Parecen herramientas rotatorias —dijo Casey.

—¿Rotatorias?

—Herramientas de recambio que rotamos en la línea por si algo va mal con el primer juego. Las compramos para prepararnos para la venta a China. El ala es la pieza que más tarda en construirse; de modo que se ha previsto construir las alas en nuestras instalaciones de Atlanta y luego transportarlas de nuevo aquí.

Observó a un individuo vestido con camisa y corbata, arremangado, entre los hombres que trabajaban en los cajones. Era Don Brull, el presidente de la UAW local. Brull vio a Casey, la llamó y salió a su encuentro, chascando los dedos. Casey sabía qué quería.

—Dame un minuto —dijo a Richman—. Te veré en mi despacho.

—¿Quién es ése? —preguntó Richman.

—Te veré en el despacho.

Richman siguió clavado en su sitio mientras Brull se acercaba.

—Tal vez sea mejor que me quede y…

—Bob, piérdete, ¿quieres? —ordenó Casey.

Richman retrocedió de mala gana hacia el despacho. Mientras se alejaba, se volvió varias veces para mirar por encima del hombro.

Brull le estrechó la mano. El presidente de la UAW era un hombre bajo, de constitución fuerte, un ex boxeador con la nariz rota. Hablaba en voz baja.

—Ya sabes que siempre me has caído bien, Casey.

—Gracias, Don —respondió ella—. La simpatía es mutua.

—Durante todos los años que trabajaste en la fábrica, siempre te vigilé. Te evité problemas.

—Ya lo sé, Don. —Casey esperó. Brull era famoso por sus largos rodeos.

—Siempre pensé: «Casey no es como los demás».

—¿Qué pasa, Don? —preguntó ella.

—Tenemos problemas con la venta a China —contestó Brull.

—¿Qué clase de problemas?

—Problemas con las contraprestaciones.

—¿Qué pasa? —dijo ella, encogiéndose de hombros—. Ya sabes que en una venta importante hay siempre contraprestaciones. En los últimos años los constructores de aviones se han visto obligados a fabricar parte de las máquinas en el extranjero, en los países que encargan los aviones. Es natural que un país que encarga cincuenta aviones espere quedarse con una ración del pastel. Es el procedimiento habitual.

—Lo sé —dijo Brull—. En el pasado habéis enviado afuera parte de la cola, del morro o de algún artilugio del interior. Sólo piezas.

—Así es.

—Pero estas herramientas que estamos embalando son para el ala. Y los transportistas que las llevan al muelle dicen que los contenedores no van a Atlanta sino a Shanghai. La compañía va a enviar el ala a China.

—No conozco los detalles del acuerdo —admitió Casey—. Pero dudo mucho que…

—El ala, Casey —repitió Brull—. Eso es alta tecnología. Nadie entrega el ala. Ni Boeing ni nadie. Si les dan el ala a los chinos, les están regalando el negocio. Ya no nos necesitarán más. Podrán fabricar ellos solos la próxima partida de aviones. Dentro de diez años, no tendremos trabajo.

—Don, haré averiguaciones —prometió Casey—, pero me cuesta creer que el ala forme parte de las contraprestaciones.

Brull abrió las manos.

—Te digo que es así.

—Don, investigaré. Pero ahora mismo estoy muy ocupada con el incidente del 545 y…

—No me escuchas, Casey. El sindicato tiene un problema con la venta a China.

—Lo entiendo, pero…

—Un gran problema. —Hizo una pausa y la miró fijamente—. ¿De verdad lo entiendes?

De verdad lo entendía. Los miembros de la UAW tenían control absoluto sobre la producción. Podían frenarla y tomar bajas por enfermedad, romper las herramientas y crear muchos inconvenientes.

—Hablaré con Marder —dijo—. Estoy segura de que no quiere problemas en la línea de producción.

—Marder es el problema.

Casey suspiró. El típico malentendido gremial, pensó. La venta a China había sido organizada por Hal Edgarton y el equipo de marketing. Marder no era más que el jefe de operaciones. No tenía nada que ver con ventas.

—Te diré algo mañana, Don.

—De acuerdo —dijo Brull—, pero te advierto, Casey, que a mí personalmente no me gustaría que te pasara nada.

—¿Me estás amenazando, Don? —preguntó ella.

—No, no —respondió Brull con cara de ofendido—. No me malinterpretes. Pero he oído que si el incidente del 545 no se aclara pronto, podría estropear la venta a China.

—Eso es cierto.

—Y tú hablas en representación de la CEI.

—También es cierto.

Brull se encogió de hombros.

—Por eso te aviso que el asunto de la venta ha caldeado los ánimos. Algunos de los muchachos están realmente furiosos. Yo en tu lugar me tomaría una semana de vacaciones.

—No puedo. Estoy en medio de una investigación —dijo Casey, y Brull se quedó mirándola. Ella añadió—: Don, hablaré con John acerca del ala, pero tengo que hacer mi trabajo.

—En ese caso —replicó Brull, dándole una palmada en el brazo— ándate con pies de plomo, encanto.