13:22 HAEROPUERTO DE LOS ÁNGELES
HANGAR DE MANTENIMIENTO

—¿Qué? —gritó Kenny Burne desde la cabina de vuelo del TransPacific—. ¿Que ha dicho que fue qué?

—Una extensión incontrolada de slats —respondió Richman.

—Y una mierda —espetó Burne. Empezó a bajarse del asiento—. ¡Una puta mierda! ¡Eh, Clarence, ven aquí! ¿Ves ese sillón? Es el asiento del primer oficial. Siéntate ahí. —Richman titubeó—. Venga, Clarence, siéntate ahí.

Richman se abrió paso entre los demás hombres de la cabina y se sentó en el asiento del primer oficial.

—Muy bien —dijo Burne—. ¿Estás cómodo, Clarence? ¿No serás piloto, por casualidad?

—No —respondió Richman.

—Bien. Estupendo. De modo que aquí estás, preparado para levantar vuelo. Miras al frente —señaló el panel de mandos, directamente delante de Richman, que tenía tres pantallas de vídeo cuadrangulares de unos ocho centímetros de lado—, tienes tres tubos de rayos catódicos en color que te muestran los datos fundamentales del vuelo, el indicador principal de vuelo, el indicador de navegación y el indicador de sistemas. Cada uno de estos pequeños semicírculos representa un sistema diferente. Si todos están en verde, todo va sobre ruedas. Ahora bien, por encima de tu cabeza, tienes el panel de interruptores del techo. Todas las luces están apagadas, lo que significa que todo va bien. Estará oscuro a menos que haya un problema. A tu izquierda está lo que llamamos el pedestal.

Burne señaló una estructura con forma de caja que sobresalía entre los dos asientos.

—De derecha a izquierda tenemos flaps, slats, dos reguladores de motores, spoilers, frenos, inversores de empuje. Los flaps y los slats se controlan mediante la palanca que tienes más cerca, la que lleva una pequeña cubierta metálica encima. ¿La ves?

—Sí —respondió Richman.

—Bien. Levanta la cubierta y extiende los slats.

—Que extienda los slats

—Que bajes la palanca —aclaró Burne.

Richman levantó la cubierta y luchó por unos instantes con la palanca.

—No, no. Cógela con firmeza, tira hacia arriba, luego a la derecha y finalmente hacia abajo —explicó Burne—. Como la palanca de cambios de un coche.

Richman cerró la mano sobre la palanca. Tiró hacia arriba, al lado y abajo. Se oyó un zumbido lejano.

—Bien —dijo Burne—. Ahora mira el indicador. ¿Ves esa señal amarilla, donde pone SLATS EXTEND? Indica que los slats están saliendo por el borde de ataque. ¿De acuerdo? Tardan doce segundos en extenderse por completo. Ahora están fuera, la señal es blanca y dice SLATS.

—Comprendo —dijo Richman.

—De acuerdo. Ahora retrae los slats.

Richman repitió el proceso en sentido inverso, llevando la palanca hacia arriba, girándola a la izquierda y trabándola en posición para finalmente taparla con la cubierta.

—Eso —dijo Burne— es una extensión controlada de slats.

—De acuerdo —respondió Richman.

—Ahora simulemos una extensión incontrolada de slats.

—¿Y cómo lo hago?

—Como puedas, colega. Para empezar, golpea la palanca con el dorso de la mano.

Richman extendió el brazo hacia el pedestal y rozó la palanca con la mano izquierda. Pero la cubierta la protegía. No ocurrió nada.

—Venga, golpea a esa hija de puta.

Richman asestó un par de golpes con la mano sobre el metal. Golpeó más y más fuerte en cada nueva intentona, pero no pasó nada. La cubierta protegía el mando, y la palanca de slats seguía arriba y trabada.

—Quizá puedas destrabarla con el codo. O si no, ¿sabes qué? Coge esta tablilla de aquí —sugirió Burne, sacando una tablilla de entre los asientos y entregándosela a Richman—. Venga, dale un buen golpe. Estamos simulando un accidente.

Richman golpeó la palanca con la tablilla, que produjo un tañido al chocar contra el metal. Luego giró la tablilla y empujó la palanca con uno de los bordes, pero no pasó nada.

—¿Quieres seguir intentándolo? —dijo Burne—. ¿O empiezas a entender? Es imposible, Clarence. Al menos mientras la cubierta esté en su sitio.

—Puede que la cubierta no estuviera en su sitio —sugirió Richman.

—Vaya —dijo Burne—, brillante idea. Tal vez consigas levantar la cubierta accidentalmente. Inténtalo con la tablilla, Clarence.

Richman deslizó la tablilla sobre la cubierta, pero la superficie estaba ligeramente curvada y la tablilla resbaló. La cubierta siguió cerrada.

—No hay forma de conseguirlo —dijo Burne—. Por accidente, no. ¿Se te ocurre alguna otra idea?

—Puede que la cubierta ya estuviera levantada.

—Buena idea —dijo Burne—. Se supone que no deberían volar con la cubierta levantada, pero vete a saber qué coño hacían. Venga, levanta la cubierta.

Richman levantó la cubierta sobre sus bisagras. La palanca quedó expuesta.

—Muy bien, Clarence. Adelante.

Richman balanceó la tablilla junto a la palanca y la golpeó con fuerza, pero puesto que la mayoría de los movimientos eran laterales, la cubierta seguía protegiendo el mando. La tablilla tocaba la cubierta antes que la palanca. En varios intentos, la cubierta volvió a bajarse. Richman tenía que detenerse para levantar la cubierta antes de poder seguir.

—Puede que si usaras la mano… —sugirió Burne.

Richman comenzó a golpear la palanca con la palma de la mano. Un instante después, su mano estaba roja y la palanca seguía levantada y trabada.

—Muy bien —dijo, sentándose otra vez—. Ya me hago una idea.

—Es imposible —aseguró Burne—. Sencillamente imposible. Una extensión incontrolada de slats es imposible en este avión. Punto final.

Desde el exterior de la cabina de vuelo, Doherty preguntó:

—¿Habéis terminado de jugar? Porque quiero sacar los registradores y volver a casa.

Cuando salían de la cabina de vuelo, Burne tocó a Casey en el hombro y dijo:

—¿Puedo hablar un minuto contigo?

—Claro —respondió ella.

La guió hacia el interior del avión, donde los demás no pudieran oírlos. Burne se inclinó hacia Casey y preguntó:

—¿Qué sabes de ese crío?

Casey se encogió de hombros.

—Es pariente de algún Norton.

—¿Qué más?

—Marder me lo ha asignado a mí.

—¿Has comprobado su expediente?

—No —contestó Casey—. Si Marder me lo ha enviado, doy por sentado que no tiene nada de malo.

—Pues yo he hablado con mis amigos de marketing —dijo Burne—. Dicen que es un zorro. Te aconsejan que no le des la espalda.

—Kenny…

—Te digo que ese chico tiene algo raro, Casey. Investígalo.

Se oyó el zumbido metálico de los destornilladores eléctricos y los paneles del suelo se abrieron, revelando una masa de cables y cajas debajo de la cabina de mando.

—¡Cielos! —exclamó Richman, contemplando el espectáculo. Ron Smith, que dirigía la operación, se rascó la calva con nerviosismo.

—Está bien —dijo—. Ahora el panel de la izquierda.

—¿Cuántas cajas tenemos en este pájaro, Ron? —preguntó Doherty.

—Ciento cincuenta y dos —respondió Smith.

Casey sabía que cualquier otra persona habría tenido que consultar un montón de diagramas antes de responder. Smith, en cambio, conocía el sistema eléctrico como la palma de su mano.

—¿Qué sacamos? —preguntó Doherty.

—El CVR, el DFDR y el QAR, si lo tiene —dijo Smith.

—¿No sabes si tiene un QAR? —preguntó Doherty, provocándolo.

—Es optativo —dijo Smith—. Lo instala el cliente. No creo que se hayan hecho poner uno. Por lo general, en el N-22, va en la cola, pero lo he buscado y no lo he encontrado.

Richman se volvió hacia Casey; nuevamente parecía perplejo.

—Creía que buscaban las cajas negras.

—Y eso hacemos —confirmó Smith.

—¿Quiere decir que hay ciento cincuenta y dos cajas negras?

—Están repartidas por todo el avión —respondió Smith—, pero ahora sólo buscamos las principales, los diez o doce NVM que realmente importan.

—NVM —repitió Richman.

—Eso mismo —dijo Smith y se volvió de espaldas, inclinándose sobre los paneles.

Casey quedó a cargo de las explicaciones. La gente pensaba que un avión era un gran artilugio mecánico con poleas y palancas que subían y bajaban los mandos. En medio de esta maquinaria, creían, había dos cajas negras mágicas que grababan los acontecimientos durante el vuelo. Eran las famosas cajas negras de las que siempre se hablaba en televisión. El CVR, el registrador de voces de la cabina de mando, era básicamente un magnetófono muy resistente; grababa la última media hora de conversación en la cabina de vuelo sobre una espiral continua de cinta magnética. Luego estaba el DFDR, el registrador de datos de vuelo, que almacenaba detalles sobre la conducta del avión, de modo que, después de un accidente, los investigadores pudieran averiguar lo sucedido.

Pero esa imagen de un avión, según explicó Casey, era inexacta cuando se trataba de un avión de transporte grande. Los reactores comerciales tenían pocas poleas y palancas; de hecho, pocos sistemas mecánicos de cualquier clase. Casi todo era hidráulico o eléctrico. En la cabina de vuelo, el piloto no movía los alerones o las aletas mediante fuerza muscular. El mecanismo era similar al del sistema de transmisión de un automóvil: cuando el piloto movía la palanca de mandos y los pedales, enviaba impulsos eléctricos para activar sistemas hidráulicos, que a su vez ponían en movimiento las superficies de control o mandos de vuelo.

Lo cierto era que un avión de pasajeros estaba controlado por una extraordinaria y sofisticada red electrónica: docenas de sistemas informáticos conectados entre sí por centenares de kilómetros de cables. Había ordenadores para el control del vuelo, para la navegación, para la comunicación. Los ordenadores regulaban los motores, los mandos, las condiciones atmosféricas de la cabina.

Cada uno de los principales sistemas informáticos estaba controlado por un conjunto de subsistemas. Así, el sistema de navegación controlaba el ILS, para aterrizaje por instrumentos; el DME, para la medición de distancias; el ATC, para el control de tráfico aéreo; el TCAS, para prevención de colisiones, y el GPWS, o aviso de proximidad al suelo.

En este complejo entorno electrónico era relativamente sencillo instalar un registrador digital de datos de vuelo. Puesto que todos los mandos eran ya electrónicos, simplemente se los dirigía mediante el DFDR y se los almacenaba con medios magnéticos.

—Un registrador de datos de vuelo moderno registra ochenta parámetros de vuelo distintos durante cada segundo de vuelo.

—¿Durante cada segundo? ¿Cómo es de grande? —preguntó Richman.

—Ahí lo tienes —dijo Casey, señalando una caja con rayas negras y anaranjadas que Ron sacaba del bastidor del equipo de radio. Era del tamaño de una caja de zapatos grande. La dejó en el suelo y la reemplazó por una caja nueva, para el viaje hasta Burbank.

Richman se agachó y levantó el registrador de datos de vuelo, cogiéndolo del asa de acero inoxidable.

—Es pesado.

—Es por la cubierta antichoques —dijo Ron—. El chisme en sí pesa poco más de ciento cincuenta gramos.

—¿Y las demás cajas? ¿Para qué sirven?

Casey explicó que la misión de las demás cajas consistía en facilitar las tareas de mantenimiento. Dada la complejidad de los sistemas electrónicos del avión, era preciso monitorizar el comportamiento de cada sistema por si se producían errores o fallos durante el vuelo. Cada sistema controlaba su propio funcionamiento, en lo que se llamaba «memoria no volátil».

—Eso es NVM.

Ese día transferirían los datos de ocho sistemas NVM: el ordenador de control de vuelo, que almacenaba los datos del plan de vuelo y las variaciones de ruta introducidas por el piloto; el controlador digital del motor, que registraba la combustión y el grupo motor; el computador digital de datos de aire, que grababa la velocidad relativa del aire, la altitud y los indicadores de exceso de velocidad…

—De acuerdo —dijo Richman—. Creo que ya me hago una idea.

—Nada de esto sería necesario —explicó Ron Smith— si tuviéramos el QAR.

—¿El QAR?

—Es otro dispositivo de mantenimiento —explicó Casey—. El personal de mantenimiento debe subir a bordo cuando aterriza el avión y leer rápidamente cualquier cosa que haya salido mal en el último tramo del recorrido.

—¿No se lo preguntan al piloto?

—Los pilotos informan de cualquier problema, pero en una aeronave compleja algunos fallos podrían pasar inadvertidos, sobre todo porque estos aparatos están construidos con sistemas redundantes. Cualquier sistema importante, como el hidráulico, está provisto de un segundo sistema auxiliar… y a veces incluso de un tercero. Un fallo en el segundo o tercer sistema auxiliares, no se nota en la cabina de mando. De modo que el personal de mantenimiento sube a bordo y va directamente al registrador de acceso rápido, que reproduce los datos del último vuelo. Así comprueban si ha habido averías y las reparan de inmediato.

—Pero, ¿este avión no tiene QAR?

—Al parecer, no —dijo Casey—. No es obligatorio. La normativa de la FAA exige un CVR y un DFDR. El registrador de acceso rápido es opcional. Por lo visto, la línea aérea no lo instaló en este avión.

—O yo no puedo encontrarlo —matizó Ron—. Aunque podría estar en cualquier parte.

Estaba arrodillado, con las manos en el suelo, ante un ordenador portátil conectado a los paneles eléctricos. La pantalla se llenó de datos:

A/S PWR TEST 0 0 0 0 0 0 1 0 0 0 0
AIL SERVO COM 0 0 0 0 1 0 0 1 0 0 0
AOA INV 1 0 2 0 0 0 1 0 0 0 1
CFDS SENS FAIL 0 0 0 0 0 0 1 0 0 0 0
CRZ CMD MON INV 1 0 0 0 0 0 2 0 1 0 0
EL SERVO COM 0 0 0 0 0 0 0 0 0 1 0
EPR/N1 TRA-1 0 0 0 0 0 0 1 0 0 0 0
FMS SPEED INV 0 0 0 0 0 0 4 0 0 0 0
PRESS ALT INV 0 0 0 0 0 0 3 0 0 0 0
G/S SPEED ANG 0 0 0 0 0 0 1 0 0 0 0
SLAT XSIT T/O 0 0 0 0 0 0 0 0 0 0 0
G/S DEV INV 0 0 0 0 0 0 5 0 0 0 1
GND SPD INV 0 0 0 0 0 0 2 1 0 0 0
TAS INV 0 0 0 0 1 0 1 0 0 0 0

—Éstos parecen los datos del ordenador de control de vuelo —dijo Casey—. La mayoría de fallos se ha producido en el mismo tramo, cuando ha ocurrido el incidente.

—Pero, ¿cómo se interpreta esto? —preguntó Richman.

—Eso no es asunto nuestro —respondió Ron Smith—. Nosotros sólo transferimos los datos y los llevamos de vuelta a la Norton. Los muchachos del Departamento Digital los introducen en la unidad central y los convierten en un vídeo del vuelo.

—Esperemos —dijo Casey, y se enderezó—. ¿Cuánto nos queda, Ron?

—Diez minutos como máximo —contestó Smith.

—Seguro —dijo Doherty desde el interior de la cabina de vuelo—. Diez minutos como máximo; claro. No es que me importe. Pretendía evitar el atasco de la hora punta, pero supongo que ya no podré. Hoy es el cumpleaños de mi hijo y no estaré en casa a tiempo para la fiesta. Mi mujer se pondrá furiosa.

Ron Smith se echó a reír.

—¿Se te ocurre alguna otra cosa que pueda salir mal, Doug?

—Sí, claro. Salmonella en el pastel. Todos los críos intoxicados —bromeó Doherty.

Casey miró hacia el exterior a través de la abertura de la puerta. El personal de mantenimiento había subido al ala. Burne estaba terminando la inspección de los motores. Trung cargaba el registrador de datos de vuelo en la furgoneta.

Era hora de volver a casa.

Cuando comenzó a bajar por la escalera, reparó en tres furgonetas de seguridad de la Norton aparcadas en un extremo del hangar. Había al menos veinte guardias de seguridad alrededor del avión y en diversos sitios del hangar.

Richman también lo notó.

—¿Qué ocurre? —preguntó, señalando a los guardias.

—Siempre tomamos medidas de seguridad para proteger el avión hasta que se traslada a la planta.

—¿No es demasiada seguridad?

—Sí. —Casey se encogió de hombros—. Es un avión importante.

Pero notó que todos los guardias llevaban armas. Casey no recordaba haber visto guardias armados antes. Un hangar del aeropuerto de Los Ángeles era un sitio seguro. No había necesidad de guardias armados.

¿O sí?