—Bob Richman —dijo, estrechándole la mano con una mezcla de cordialidad y reserva—. Soy tu nuevo ayudante.
Casey no recordaba de qué rama de la familia Norton provenía, pero lo catalogó nada más verlo: dinero en abundancia, padres divorciados, un expediente anodino en colegios caros y un inquebrantable sentido de la jerarquía.
—Casey Singleton —respondió ella—. Entra. Llegamos tarde.
—¿Tarde? —preguntó Richman mientras se subía al coche—. Todavía no son las siete.
—El primer turno empieza a las seis —explicó Casey—. Casi todos los miembros de CC nos ajustamos al horario de la fábrica. ¿No hacíais lo mismo en General Motors?
—No lo sé —respondió él—. Yo estaba en el departamento jurídico.
—¿No ibas a la planta?
—Lo menos posible.
Casey suspiró. Pensó que las seis semanas con aquel crío se le harían interminables.
—¿Así que has trabajado en marketing?
—Sí; unos meses. —Se encogió de hombros—. Pero vender no es lo mío.
Casey condujo hacia el sur, en dirección al edificio 64, la enorme estructura donde se había construido el avión de fuselaje ancho.
—A propósito, ¿qué coche tienes?
—Un BMW —respondió Richman.
—Quizá te convendría cambiarlo —sugirió ella—. Por un coche americano.
—¿Por qué? ¿Se fabrica aquí?
—No se fabrica aquí —corrigió ella—; se monta aquí. Las piezas vienen del extranjero. Los mecánicos de la planta conocen la diferencia. Todos pertenecen al sindicato. A la United Automobile, Aerospace and Agricultural Implements Workers of America. Ya sabes, la UAW.
Richman miró por la ventanilla.
—¿Insinúas que podría pasarle algo a mi coche?
—No lo insinúo; te lo garantizo —afirmó Casey—. Los muchachos no se andan con chiquitas.
—Lo pensaré —dijo Richman. Contuvo un bostezo—. ¡Dios mío, es muy temprano! ¿Adónde vamos?
—A la CEI. La reunión está convocada para las siete.
—¿La CEI?
—La Comisión de Estudio de Incidentes. Cada vez que hay un problema con uno de nuestros aviones, la CEI se reúne para averiguar qué ha ocurrido y qué puede hacerse al respecto.
—¿Con cuánta frecuencia se reúnen?
—Aproximadamente cada dos meses.
—Muy a menudo —dijo el chico.
Tendrás que enseñárselo todo.
—En realidad —aclaró Casey—, una reunión cada dos meses no es mucho. Tenemos tres mil aviones en servicio activo en todo el mundo. Con tantos pájaros en el aire, siempre pasa algo. Y nos tomamos muy en serio el asesoramiento a los clientes. De modo que cada mañana ponemos una conferencia con los representantes del servicio en todo el mundo. Ellos nos informan de cualquier problema que haya causado demoras en los vuelos del día anterior. Casi siempre son asuntos sin importancia: una puerta de lavabo atascada, un fallo en una luz de la cabina de mando. Pero en CC tomamos nota, hacemos un diagnóstico de averías y lo pasamos al Departamento de Apoyo al Producto.
—Ajá… —Parecía aburrido.
—Y de vez en cuando —prosiguió Casey— nos encontramos con un problema que merece una reunión de la CEI. Tiene que ser algo serio, que afecte a la seguridad del vuelo. Al parecer, hoy ha surgido uno de esos problemas. Si Marder ha convocado la reunión para las siete de la mañana, puedes tener la seguridad de que nadie ha chocado con un pajarillo.
—¿Marder?
—John Marder supervisó el proyecto del avión de fuselaje ancho antes de que lo nombraran jefe de operaciones. Así que probablemente se trata de un incidente con el N-22.
Redujo la velocidad y aparcó a la sombra del edificio 64. El hangar gris se alzaba ante ellos, con ocho plantas de altura y más de un kilómetro de longitud. Frente al edificio, el asfalto estaba salpicado de tapones desechables para los oídos. Los mecánicos los usaban para que las remachadoras no los dejaran sordos. Cruzaron la puerta lateral y entraron en un pasillo que bordeaba el perímetro del edificio. El pasillo estaba jalonado de máquinas expendedoras de alimentos, reunidas en pequeños grupos cada trescientos o cuatrocientos metros.
—¿Tenemos tiempo para un café? —preguntó Richman. Casey negó con la cabeza.
—No está permitido tomar café en la planta.
—¿No se puede beber café? —gruñó Richman—. ¿Por qué no? ¿Porque se produce en el extranjero?
—Porque es corrosivo. No es bueno para el aluminio.
Casey guió a Richman por otra puerta, hasta la línea de montaje.
—¡Caray! —exclamó Richman.
Los inmensos reactores de fuselaje ancho, parcialmente montados, resplandecían bajo luces halógenas. Quince aviones en diversos estadios de construcción estaban dispuestos en dos largas filas bajo el techo abovedado. Directamente encima de ellos, Casey vio a los mecánicos que instalaban las puertas de las bodegas. Los cilindros del fuselaje estaban rodeados de andamios. Detrás del fuselaje se alzaba una selva de grúas gigantescas pintadas de color azul oscuro. Richman pasó por debajo de una de ellas y miró hacia arriba, boquiabierto. Era ancha como una casa y alta como un edificio de seis plantas.
—Increíble —dijo. Señaló hacia una superficie ancha y plana en la parte superior—. ¿Eso es el ala?
—El estabilizador vertical —respondió Casey.
—¿El qué?
—La cola, Bob.
—¿Eso es la cola? —preguntó Richman. Casey asintió con un gesto.
—El ala está allí —dijo, señalando hacia el otro extremo de la planta—. Tiene setenta metros de largo, casi tantos como un campo de fútbol.
Sonó un claxon. Una de las grúas comenzó a moverse. Richman se volvió para mirar.
—¿Es la primera vez que visitas la planta?
—Sí… —Richman giró sobre los talones, mirando hacia todas partes—. Impresionante.
—Son aparatos muy grandes —asintió Casey.
—¿Por qué son de color verde lima?
—Pintamos los elementos estructurales con una capa de resina para evitar la corrosión. Y también los paneles de aluminio, por si se golpean durante el montaje. Están muy pulidos y son muy caros. De modo que dejamos la capa de resina hasta que llega el momento de meterlos en la cámara de pintura.
—No se parece en nada a General Motors —dijo Richman, todavía girándose para mirar alrededor.
—Claro que no —dijo Casey—. Comparados con estos aviones, los coches parecen juguetes.
Richman se volvió, asombrado.
—¿Juguetes?
—Piénsalo —dijo ella—. Un Pontiac tiene cinco mil piezas, y puede montarse en dos turnos de trabajo. Dieciocho horas. Eso no es nada. Estos cacharros —señaló los aviones que se alzaban sobre ellos— son criaturas completamente distintas. El reactor de fuselaje ancho tiene un millón de piezas y tarda setenta y cinco días en montarse. Ningún otro producto manufacturado en el mundo presenta la complejidad de un avión comercial. No hay nada que se le acerque siquiera. Y no se fabrica ninguna máquina que dure tanto tiempo. Coge un Pontiac, úsalo todo el día, todos los días, y verás lo que pasa. Se desmontará en unos pocos meses. Pero nosotros diseñamos nuestros reactores para que vuelen sin problemas durante veinte años y para que duren el doble del período de servicio activo.
—¿Cuarenta años? —preguntó Richman con incredulidad—. ¿Los construyen para que duren cuarenta años?
Casey asintió.
—Todavía hay muchos N-5 en servicio en el mundo, y dejamos de fabricarlos en 1946. Tenemos aviones que han cuadruplicado el tiempo programado, y eso equivale a ochenta años en activo. Los aviones de Norton pueden hacerlo. Los Douglas también. Pero nadie más construye aviones así. ¿Entiendes?
—¡Guau! —exclamó Richman, y tragó saliva.
—A esta sección la llamamos el aviario —dijo Casey—. Los aviones son tan grandes que es difícil tomar conciencia de las proporciones. —Señaló un avión a la derecha, donde pequeñas cuadrillas de obreros trabajaban en diversas posiciones. Las luces de las lámparas portátiles destellaban en el metal—. No parece que haya muchos trabajadores, ¿verdad?
—No; no lo parece.
—Pues probablemente hay doscientos mecánicos trabajando en ese avión, los suficientes para llevar una línea entera de montaje de automóviles. Pero ésta es sólo una sección de una línea, y tenemos quince en total. Ahora mismo hay quince mil personas en este edificio.
El muchacho cabeceaba, asombrado.
—Parece casi vacío.
—Por desgracia —dijo Casey—, está casi vacío. La línea de montaje del fuselaje ancho está trabajando al sesenta por ciento de su capacidad, y tres de esos pájaros son «colas blancas».
—¿Colas blancas?
—Aviones que construimos sin que los encargue un cliente. Fabricamos a un ritmo mínimo para mantener la línea abierta, y no tenemos todos los pedidos que necesitamos. La zona del Pacífico es el sector de mayor crecimiento, pero ahora que Japón atraviesa una etapa de recesión, tampoco nos llegan pedidos de allí. Y las compañías aéreas mantienen sus aviones en servicio durante el máximo tiempo posible. De modo que hay mucha competencia. Por aquí. —Casey comenzó a subir rápidamente por una escalera. Richman la siguió con pasos sonoros. Llegaron a un rellano, y subieron otro tramo de escalera—. Te explico todo esto para que entiendas el motivo de esta reunión. Construimos aviones fantásticos. Nuestros empleados están orgullosos de lo que hacen. Y no les gusta que las cosas salgan mal.
Llegaron a un pasadizo estrecho situado encima de la planta de montaje y se dirigieron hacia una sala con paredes de cristal que parecía suspendida en el aire, debajo mismo del techo. Al llegar a la puerta, Casey abrió.
—Aquí la tienes —dijo—. La sala de batalla.