El tráiler

Sarah Harding envolvió con papel de aluminio la pata herida de la cría, que seguía inconsciente, respirando con normalidad. Estaba relajada e inmóvil. El oxígeno fluía con un suave silbido.

Terminó de darle forma a la abrazadera de quince centímetros de longitud y, con la ayuda de un pincel, recubrió de resina el papel de aluminio.

—¿Cuántos raptores hay? —preguntó Sarah—. Yo no estoy muy segura de cuántos vi. Creo que eran nueve.

—Me parece que son más —rectificó Malcolm—. Yo conté once o doce.

—¿Doce? —repitió ella, levantando la vista—. ¿En una isla tan pequeña?

—Sí.

La resina desprendía un olor penetrante, como de pegamento. La extendió de manera regular sobre el papel de aluminio.

—Ya sabes qué pienso, ¿no? —dijo Sarah.

—Sí —respondió Malcolm—. Son demasiados.

—Sí, es una cantidad excesiva, Ian. —Sarah trabajaba sin pausa—. Eso no tiene sentido. En África los depredadores activos como los leones están muy dispersos. Hay un león cada diez kilómetros cuadrados, a veces cada quince. El ecosistema no admite más. En una isla de esta superficie no debería haber más de cinco raptores. Sujeta esto.

—Sí. Pero no te olvides de una cosa: aquí la presa es enorme. Algunos de estos animales pesan veinte o treinta toneladas.

—Dudo de que ése sea un factor decisivo —objetó Sarah—, pero suponiendo que lo sea, debería haber como mucho diez raptores, y tú afirmas que hay doce. Además viven en la isla otros grandes depredadores, como los tiranosaurios.

—Sí, así es.

—Son demasiados —insistió Sarah, moviendo la cabeza en un gesto de negación.

—La densidad de población animal es bastante alta —adujo Malcolm.

—En todo caso, no lo suficiente para tantos depredadores. En general los estudios sobre depredadores, ya sean los tigres de la India, ya sean los leones africanos, indican que la proporción debe ser de un depredador por cada doscientas presas como mínimo. Eso significa que aquí, para mantener veinticinco depredadores, debería haber al menos cinco mil presas. ¿Existe esa cantidad de animales?

—No —contestó Malcolm.

—¿Cuántos crees que hay en conjunto?

—Unos doscientos —calculó Malcolm, encogiéndose de hombros—. Como mucho quinientos.

—Es una proporción muy desequilibrada, Ian. Sujeta esto. Voy a acercar la lámpara.

Enfocó la lámpara de calor hacia la cría para endurecer la resina y le ajustó la mascarilla de oxígeno.

—La isla no admite esa cantidad de depredadores —comentó Sarah—, y sin embargo, aquí están.

—¿Qué explicación podría haber? —preguntó Malcolm.

—Debe de existir alguna fuente de alimentos que desconocemos.

—¿Una fuente artificial, quieres decir? Dudo de que la haya.

—No —corrigió Sarah—. Las fuentes de alimentación artificiales amansan a los animales. Y estos depredadores no son para nada dóciles. La única posibilidad que se me ocurre es que se dé un índice de mortalidad diferencial entre las presas. Si crecen muy deprisa o mueren jóvenes, eso podría representar una mayor cantidad de alimento del previsto.

—He notado que los animales más grandes tienen un tamaño menor del que les correspondería, como si no hubiesen alcanzado la madurez. Quizá mueren prematuramente.

—Puede ser —admitió Sarah—, pero si existiese un índice de mortalidad diferencial suficientemente alto para mantener esta población de depredadores, tendrían que verse muchos restos de cadáveres y esqueletos por la isla. ¿Has visto alguno?

—No. Ahora que lo mencionas, no he visto un solo esqueleto.

—Yo tampoco. —Sarah apartó la lámpara—. Hay algo extraño en esta isla, Ian.

—Lo sé —convino Malcolm.

—¿Sí?

—Sí —repuso Malcolm—. Lo he sospechado desde el primer momento.

Retumbó un trueno. En el valle ya había anochecido y desde la plataforma de observación no se oía nada salvo los gruñidos lejanos de los raptores.

—Quizá deberíamos volver —sugirió Eddie, impaciente.

—¿Por qué? —preguntó Levine, que se había puesto los anteojos de visión nocturna, contento de tenerlos a mano. A través de los anteojos, el mundo se mostraba en toda una gama de tonos verde claro. Veía claramente a los raptores en el lugar donde habían abatido a su presa, donde la alta hierba aparecía pisoteada y salpicada de sangre. Aunque ya habían devorado el cadáver, se oían aún los crujidos de los huesos mientras los animales los roían.

—Como ya es de noche —insistió Eddie—, pienso que estaríamos más seguros en el tráiler.

—¿Por qué? —repitió Levine.

—Bueno, está reforzado, es resistente y muy fiable. Además, allí tenemos todo lo que necesitamos. Simplemente creo que sería mejor estar allí. Porque, ¿no estará pensando quedarse aquí toda la noche?

—No —replicó Levine—. ¿Qué te crees que soy? ¿Un fanático?

Eddie dejó escapar un gruñido.

—En todo caso, quedémonos un rato más —dijo Levine. Eddie se volvió hacia Thorne.

—¿Doc? ¿Usted qué dice? Va a ponerse a llover de un momento a otro.

—Sólo un poco más —respondió Thorne—. Luego regresaremos todos juntos.

—Habitan dinosaurios en esta isla desde hace cinco años, quizá más —explicó Malcolm—, y no habían aparecido en ninguna otra parte. De pronto, el año pasado, empezaron a encontrarse cuerpos de animales muertos en las playas de Costa Rica y también, según los informes, en algunas islas del Pacífico.

—¿Arrastrados por las corrientes?

—Se supone. Pero la cuestión es: ¿Por qué ahora? ¿Por qué de repente después de cinco años? Algo ha cambiado, pero no sabemos… Un momento. —Se acercó a la consola de la computadora y miró la pantalla.

—¿Qué haces? —preguntó Sarah.

—Arby logró entrar en la antigua red —informó Malcolm— y todavía se conservan algunos archivos de los años 80. —Agarró el mouse y se desplazó por la pantalla—. No los hemos examinado… —Vio aparecer el menú, que incluía archivos de trabajo y archivos de datos. Comenzó a pasar páginas de texto—. Hace unos años tuvieron problemas con alguna enfermedad. En el laboratorio quedan muchos documentos.

—¿Qué clase de enfermedad?

—No lo sabían.

—Entre los animales hay muchas enfermedades de evolución lenta —dijo Sarah—. Una vez contraídas pueden tardar cinco o diez años en manifestarse. Son provocadas por virus o priones. Ya sabes, fragmentos proteínicos, como el carbunco o la actinomicosis en el ganado.

—Pero en esas enfermedades el agente patógeno es siempre la comida contaminada.

—¿Con qué alimentaban a los animales? —inquirió Sarah—. Porque si yo criase dinosaurios, tendría mis dudas. ¿Qué comen? Leche, supongo, pero…

—Leche, sí —respondió Malcolm sin apartar la vista de la pantalla—. Las primeras seis semanas leche de cabra.

—Ésa es la elección lógica —convino Sarah—. En los zoológicos siempre dan a las crías leche de cabra, porque es hipoalergénica. Pero ¿y después?

—Un momento —pidió Malcolm.

Harding sostenía la pata de la cría con la mano en espera de que la resina se endureciese. Observó el yeso y lo olfateó. Despedía aún un olor intenso.

—Espero que no haya problemas —comentó—. A veces si los padres perciben un olor extraño, no aceptan a las crías. Pero quizá se disipe cuando la resina esté seca. ¿Cuánto tiempo ha pasado?

Malcolm consultó el reloj.

—Unos diez minutos. Estará totalmente seca en otros diez.

—Me gustaría devolver la cría al nido cuanto antes —dijo Sarah. Volvió a tronar. Miraron por la ventana y advirtieron que ya era noche cerrada.

—Probablemente ya es demasiado tarde para llevarla —observó Malcolm, que seguía tecleando y leyendo el texto de la pantalla—. ¿Con qué los alimentaban? En el período comprendido entre 1988 y 1989… los herbívoros recibían una sustancia vegetal macerada tres veces al día… y los carnívoros… —Se interrumpió.

—¿Qué daban a los carnívoros?

—Parece que un extracto de proteínas animales…

—¿De qué animales? —preguntó Sarah—. Por lo general se utiliza pavo o pollo y se añaden antibióticos.

—Sarah, usaban extracto de cordero.

—¡No es posible! —exclamó Sarah.

—Sí, aquí consta. Lo recibían de su proveedor, que usaba carne de cordero picada.

—No puedo creerlo.

—Me temo que así es —afirmó Malcolm—. Veamos ahora si podemos averiguar…

De pronto sonó una suave alarma. En el panel de la pared, sobre la pantalla de la computadora, destelló una luz roja. Un instante después se encendieron los focos instalados en el techo del tráiler, bañando el área circundante en un vivo resplandor halógeno.

—¿Qué es eso? —preguntó Sarah.

—Los sensores. Algo los ha activado. —Malcolm se apartó de la computadora y escudriñó el claro a través de la ventana. Sólo vio la alta hierba y, más allá, los oscuros árboles del perímetro. Todo estaba en calma.

—¿Qué ha pasado? —inquirió Sarah, pendiente aún de la cría.

—No lo sé. No veo nada.

—Pero algo deben de haber detectado los sensores.

—Supongo —dijo Malcolm.

—¿El viento?

—No hay viento.

En la plataforma de observación Kelly advirtió:

—¡Eh, fíjense!

Thorne volvió la cabeza. Desde su elevada posición en el valle veían la cresta de la montaña que se alzaba tras ellos y los dos tráilers estacionados en lo alto.

Los focos exteriores se habían encendido.

Thorne agarró el transmisor que llevaba prendido en el cinturón.

—¿Ian? ¿Estás ahí?

Tras una breve crepitación Malcolm contestó:

—Aquí estoy, Doc.

—¿Qué ha pasado?

—No lo sé —respondió Malcolm—. Se encendieron los focos del techo. Por lo visto se han activado los sensores. Pero afuera no vemos nada.

—La temperatura del aire baja muy deprisa —observó Eddie—. Quizá la alarma se haya disparado a causa de las corrientes de convección.

—¿Todo en orden, Ian? —preguntó Thorne.

—Sí. No te preocupes.

—Ya me temía yo que nos habíamos excedido con el grado de sensibilidad —comentó Eddie—. Debe de ser eso.

Levine frunció el entrecejo pero guardó silencio.

Sarah dio por terminada la cura de la cría, la envolvió en una manta y la sujetó a la mesa mediante correas de tela. A continuación se acercó a Malcolm y miró por la ventana.

—¿Qué crees que puede haber sido?

—Según Eddie, el sistema es demasiado sensible —dijo Malcolm con un gesto de duda.

—¿Y lo es?

—No lo sé. No se había probado antes. —Malcolm observó la línea de árboles que delimitaban el claro, atento a cualquier movimiento. Le pareció oír un resoplido, casi un gruñido. Al instante tuvo la impresión de que, en respuesta, llegaba un sonido semejante del otro lado del tráiler. Fue a mirar por la ventana del costado opuesto.

Malcolm y Sarah aguzaron la vista intentado detectar algo en la oscuridad. De pronto Malcolm, tenso, contuvo la respiración. Al cabo de un momento Sarah lanzó un suspiro.

—No veo nada —anunció.

—No. Yo tampoco —dijo Malcolm—. Habrá sido una falsa alarma.

Entonces Malcolm sintió la vibración, un golpe resonante en el suelo. Miró a Sarah, que tenía los ojos muy abiertos.

Malcolm sabía qué era aquello. La vibración se repitió, esta vez de manera inconfundible.

Sarah se asomó a la ventana.

—Ian —susurró—. Lo veo.

Malcolm se dio vuelta y se acercó a ella, que señalaba hacia los árboles cercanos.

—¿Qué? —preguntó Malcolm.

En ese momento vio aparecer la enorme cabeza entre el follaje a la altura de la sección central de un árbol. La cabeza giró lentamente de un lado a otro, como si escuchase. Era un Tyrannosaurus rex adulto.

—Mira, Ian, hay dos.

A la derecha un segundo animal surgió entre los árboles. Era de mayor tamaño: la hembra de la pareja. Los animales gruñeron, un profundo rugido en la noche. Salieron lentamente al claro. Parpadearon ante la intensa luz.

—¿Son los padres? —quiso saber Sarah.

—No lo sé. Supongo.

Malcolm echó un vistazo a la cría. Seguía inconsciente y respiraba con normalidad; la manta subía y bajaba a un ritmo regular.

—¿Qué han venido a hacer aquí? —dijo Sarah.

—No lo sé.

Los animales permanecían inmóviles al borde del claro. Parecían indecisos, expectantes.

—Quizá buscan la cría.

—Sarah, por favor —desdeñó Malcolm.

—Hablo en serio.

—Eso es absurdo.

—¿Por qué? Deben de haberle seguido el rastro hasta aquí —afirmó Sarah.

Los tiranosaurios levantaron la cabeza con el hocico en alto y la movieron a izquierda y derecha trazando lentos arcos. Después de repetir varias veces el mismo movimiento avanzaron un paso hacia el tráiler.

—Sarah —dijo Malcolm—. Estamos a kilómetros del nido. Es imposible que nos hayan seguido el rastro.

—¿Cómo lo sabes?

—Sarah…

—Tú mismo lo has dicho —recordó Sarah—: no sabemos nada de estos animales. Desconocemos por completo su fisiología, su bioquímica, su sistema nervioso, su comportamiento. Y tampoco sabemos nada de su dotación sensorial.

—Sí, pero…

—Son depredadores, Ian. Poseen un buen sentido de la vista, un buen sentido del oído y un buen sentido del olfato.

—Supongo que sí —admitió Malcolm.

—Pero ignoramos qué más poseen.

—¿Qué más?

—Ian, existen otras modalidades sensoriales —afirmó Sarah—. Las serpientes tienen percepción infrarroja; los murciélagos ecolocación; las aves y las tortugas magnetosensores, es decir, son capaces de detectar el campo magnético de la Tierra, y así es como se orientan en sus migraciones. Los dinosaurios pueden disponer de modalidades sensoriales que ni siquiera imaginamos.

—Sarah, eso no tiene sentido.

—¿Ah, no? Entonces dime, ¿qué hacen ahí?

Afuera, cerca de los árboles, los tiranosaurios permanecían en silencio. Ya no gruñían, pero continuaban trazando lentos arcos con la cabeza.

Malcolm arrugó la frente.

—Parece como si… mirasen…

—¿Hacia los focos? No, Ian. Están cegados.

Malcolm comprendió de inmediato que Sarah tenía razón. Sin embargo, movían la cabeza a un ritmo regular.

—Entonces, ¿qué hacen? —preguntó Malcolm—: ¿Olfatear?

—No —descartó Sarah—. Mantienen la cabeza en alto y no dilatan las aletas nasales.

—Quizás estén escuchando —aventuró Malcolm.

—Posiblemente.

—Pero escuchando ¿qué?

—Quizás a la cría.

Malcolm echó un vistazo a la mesa.

—Sarah, la cría sigue inconsciente.

—Lo sé.

—No hace ningún ruido —aseguró Malcolm.

—Ningún ruido que nosotros podamos oír. —Sarah observaba atentamente los tiranosaurios—. Pero están haciendo algo, Ian. Ese comportamiento que vemos tiene algún significado, y nosotros simplemente lo desconocemos.

Desde la plataforma de observación Levine oteó el claro con los anteojos de visión nocturna y avistó a los dos tiranosaurios en el límite del bosque. Movían la cabeza de un modo extraño y sincronizado.

Avanzaron con paso vacilante hacia el tráiler, levantaron la cabeza, la giraron de un lado a otro y finalmente parecieron decidirse. Empezaron a cruzar el claro con paso rápido, casi agresivo.

Por la radio oyeron decir a Malcolm:

—¡Son las luces! ¡Los atraen las luces!

Al cabo de un instante los focos exteriores se apagaron y el claro quedó sumido en la mayor oscuridad.

—Era eso —confirmó Malcolm.

—¿Qué ves? —preguntó Thorne a Levine.

—Nada.

—¿Qué hacen?

—Se han parado.

Con los anteojos de visión nocturna Levine vio que los tiranosaurios se habían detenido, como desconcertados por el cambio de luz. Pese a la distancia oyó sus gruñidos; estaban inquietos. Balanceaban las enormes cabezas y lanzaban dentelladas al aire. Pero no se acercaban al tráiler.

—¿Qué pasa? —quiso saber Kelly.

—Aguardan —contestó Levine—. Al menos por el momento.

Levine tenía la clara impresión de que los tiranosaurios estaban nerviosos. El tráiler debía de representar una gran y temible alteración en su entorno. Quizá, pensó, darían media vuelta y se marcharían. A pesar de su extraordinario tamaño actuaban con cautela, casi con timidez.

Volvieron a gruñir. Levine vio entonces que avanzaban hacia el tráiler a oscuras.

—Ian, ¿qué hacemos?

—Y yo qué sé —susurró Malcolm.

Se hallaban agazapados en el fuelle que comunicaba los dos tráilers, para no ser vistos desde afuera. Los tiranosaurios avanzaban implacablemente. Notaban cada paso como una clara vibración: dos animales de diez toneladas cada uno dirigiéndose hacia ellos.

—¡Vienen derecho hacia aquí! —exclamó Sarah.

—Ya lo he notado.

El primero de los animales llegó al tráiler y se acercó tanto que obstruyó totalmente la visibilidad a través de la ventana. Malcolm sólo veía el vientre y las musculosas patas del tiranosaurio. La cabeza quedaba muy por encima del tráiler.

A continuación el segundo tiranosaurio se acercó por el otro lado. Los dos animales comenzaron a girar en torno del tráiler, gruñendo y resoplando. Sarah y Malcolm percibían el penetrante olor de los depredadores. Uno de los tiranosaurios rozó el costado del tráiler, produciendo un áspero sonido de piel escamosa contra metal.

Una repentina sensación de pánico asaltó a Malcolm. Se debía a aquel olor, que volvió de pronto a su memoria después de varios años. Empezó a sudar. Miró a Sarah y vio que observaba atentamente los movimientos de los animales.

—Éste no es comportamiento de caza —susurró.

—No sé —dijo Malcolm—. Quizá sí. Al fin y al cabo no son leones.

Uno de los tiranosaurios lanzó un temible y ensordecedor bramido en la noche.

—No han venido a cazar —repitió Sarah—. Están buscando, Ian.

Instantes después el segundo tiranosaurio bramó también en respuesta. Súbitamente la enorme cabeza apareció en la ventana, escudriñando el interior. Malcolm se echó al suelo, y Sarah cayó sobre él, pisándole la oreja.

—Todo saldrá bien, Sarah, no te preocupes. —Afuera se oían los gruñidos de los tiranosaurios—. ¿Te importaría salir de encima? —masculló Malcolm.

Sarah se apartó a un lado, y Malcolm se incorporó lentamente, asomándose con cuidado por encima de los almohadones de los asientos. El gigantesco ojo del rex lo miraba a través de la ventana, girando en la órbita. Vio que abría y cerraba las mandíbulas. El aliento cálido del animal empañó el vidrio.

El tiranosaurio retiró la cabeza, y por un momento Malcolm respiró aliviado. Pero al cabo de un instante la cabeza volvió a acercarse y golpeó con fuerza el tráiler, que se balanceó notablemente.

—No te preocupes, Sarah —repitió Malcolm—. El tráiler es muy resistente.

—No sabes cuánto me tranquiliza —susurró Sarah.

En el lado opuesto, el otro rex bramó también y asestó un tremendo golpe con el hocico. La suspensión chirrió con el impacto. Los dos tiranosaurios arremetieron alternada y rítmicamente contra el tráiler desde ambos lados. Malcolm y Sarah se tambalearon en el interior. Sarah intentó sujetarse, pero la siguiente sacudida la derribó. El suelo se ladeaba alarmantemente con cada golpe. El material de laboratorio salió despedido de las mesas. El suelo quedó cubierto de vidrios rotos.

De repente cesó el traqueteo y reinó el silencio.

Malcolm, gruñendo, se irguió sobre una rodilla y miró por la ventana. Vio alejarse los cuartos traseros de un tiranosaurio.

—¿Qué hacemos? —preguntó en un murmullo.

Se oyó el chasquido de la radio, y Thorne dijo:

—¿Ian, estás ahí? ¿Ian?

—¡Por Dios, apaga eso! —susurró Sarah.

Malcolm tomó el transmisor que llevaba prendido del cinturón.

—Estamos bien comunicó en voz baja, y desconectó la radio.

Sarah se dirigió a gatas hacia el laboratorio biológico. Malcolm la siguió y vio que el más voluminoso de los tiranosaurios contemplaba por la ventana a la cría atada. El tiranosaurio emitió un suave ronroneo. A continuación, sin apartar la vista de la ventana, calló durante un momento y volvió a ronronear.

—Quiere su cría, Ian —susurró Sarah.

—Yo no tengo inconveniente en que se la lleve —afirmó Malcolm. Se hallaban los dos acurrucados en el suelo, ocultos a la mirada del tiranosaurio.

—¿Cómo vamos a devolvérsela?

—No lo sé —respondió Malcolm—. Quizá podríamos sacarla por la puerta.

—No quiero que la pisen —objetó Sarah.

—¿Y qué importa eso ahora? —protestó Malcolm.

El tiranosaurio emitió una serie de suaves gruñidos seguidos de un rugido largo y amenazador. Era la hembra.

—¡Sarah…! —exclamó Malcolm.

Pero Sarah estaba ya de pie, frente al tiranosaurio. De inmediato empezó a hablar con voz tranquilizadora:

—De acuerdo… No hay problema… La cría está bien… Ahora voy a desatarla… Mira cómo lo hago…

La cabeza del tiranosaurio era tan grande que abarcaba toda la ventana. Sarah advirtió cómo se ondulaban los poderosos músculos del animal bajo la piel del cuello. Las mandíbulas se separaron ligeramente. A Sarah le temblaban las manos mientras soltaba las correas.

—Así… Tu cría está bien… ¿Ves? Está bien…

—¿Qué haces? —preguntó Malcolm en voz baja, agachado a los pies de Sarah.

Ella contestó sin variar de tono:

—Ya sé que parece un disparate… Pero a veces da resultado con los leones… Listo… Tu cría ya está libre… —Sarah retiró la manta y la mascarilla de oxígeno. Levantando a la cría con las manos, añadió—: Ahora… lo único que tenemos que hacer… es devolvértela…

De pronto la hembra apartó la cabeza, tomó impulso y golpeó el vidrio, que quedó reducido a una telaraña blanca. Sarah vio una sombra al otro lado y sintió el segundo impacto, que desprendió el vidrio. Dejó la cría en la bandeja y retrocedió de un salto mientras la cabeza penetraba en el tráiler. Por el hocico del animal adulto corrían hilos de sangre como consecuencia de los cortes producidos por los fragmentos de vidrio. Pero una vez que cesó la violencia inicial sus movimientos se tornaron delicados. Olfateó lentamente a la cría de la cabeza a los pies. Se detuvo un instante en el yeso y lo lamió. Por último apoyó la mandíbula inferior en el pecho de la cría y permaneció inmóvil en esa posición durante un largo rato. Se limitaba a parpadear, mirando a Sarah.

Malcolm, tendido en el suelo, vio la sangre que goteaba por el borde de la mesa. Levantó la vista, pero Sarah lo obligó a agachar la cabeza con la mano y le indicó que se callara.

—¿Qué pasa? —preguntó Malcolm.

—Le palpa el pecho buscando el latido del corazón.

El tiranosaurio gruñó, abrió la boca y levantó suavemente a la cría con las fauces. A continuación retrocedió despacio a través del vidrio roto, llevándose a la cría.

La dejó en el suelo, fuera del ángulo de visión de Sarah, y agachó la cabeza.

—¿Se despertó? —susurró Malcolm—. ¿Está despierta la cría?

—¡Chist!

Se oyeron repetidos lengüetazos intercalados con blandos gruñidos guturales. Malcolm vio que Sarah se inclinaba para asomarse por la ventana.

—¿Qué ocurre? —murmuró Malcolm.

—Lame a la cría y la empuja con el hocico —explicó Sarah.

—¿Y?

—Eso es todo. No hace nada más que eso una y otra vez.

—¿Y la cría? —inquirió Malcolm.

—Nada. Rueda por la hierba como si estuviese muerta. ¿Cuánta morfina le administraste en la última inyección?

—No lo sé —contestó Malcolm—. ¿Cómo quieres que lo sepa?

Malcolm siguió en el suelo escuchando los lametones y gruñidos. Y finalmente, después de lo que le pareció una eternidad, oyó un agudo chillido.

—¡Está despertándose, Ian! —anunció Sarah—. ¡La cría está despertándose!

Malcolm se incorporó y, de rodillas, miró por la ventana. El tiranosaurio adulto sujetaba a la cría entre las fauces y se dirigía hacia el límite del bosque.

—¿Qué hace?

—Supongo que se la lleva respondió Sarah.

Entonces apareció el segundo adulto, que siguió tras los pasos del primero. Malcolm y Sarah vieron alejarse a los dos tiranosaurios por el claro.

Malcolm se relajó, encorvando los hombros.

—Estuvimos cerca.

—Sí, estuvimos cerca —dijo Sarah con un suspiro a la vez que se enjugaba la sangre del antebrazo.

En la plataforma de observación Thorne pulsó el botón de la radio.

—¡Ian! ¿Estás ahí? ¡Ian!

—Quizá desconectaron la radio —apuntó Kelly.

Empezó a lloviznar y las gotas tamborilearon en el techo del refugio. Levine miraba hacia el claro de lo alto de la montaña con los anteojos de visión nocturna. Cayó un rayo, y Thorne preguntó:

—¿Ves qué hacen los animales?

—Yo sí —se apresuró a responder Eddie—. Parece… parece que se marchan. Todos lanzaron gritos de alegría.

Sólo Levine guardó silencio y siguió observando. Thorne se volvió hacia él.

—¿Es así, Richard? ¿Todo en orden?

—Creo que no, la verdad —contestó Levine—. Me temo que hemos cometido un grave error.

Malcolm, asomado a la ventana rota, observó cómo se alejaban los tiranosaurios. Junto a él, Sarah permanecía callada sin apartar la vista de los animales.

Había empezado a llover; el agua goteaba de los fragmentos de vidrio que seguían aún unidos al marco de la ventana. Un trueno retumbó a lo lejos y el violento destello de un rayo iluminó a los gigantescos animales. Se detuvieron junto a los árboles y dejaron a la cría en el suelo.

—¿Por qué hacen eso? —preguntó Sarah—. Deberían volver al nido.

—No lo sé, quizá…

—Quizá la cría está muerta —aventuró Sarah.

Pero no. A la luz del siguiente rayo vieron que la cría se movía. Aún vivía. Oyeron sus agudos chillidos cuando uno de los adultos la recogió entre sus fauces y la colocó delicadamente en la horcadura formada por dos ramas altas.

—¡Oh, no! —exclamó Sarah—. Algo no anda bien, Ian. Algo no anda bien.

El tiranosaurio hembra permaneció con la cría durante unos minutos, moviéndola, acomodándola. A continuación se dio media vuelta, abrió las fauces y rugió.

El tiranosaurio macho rugió en respuesta.

Entonces los dos animales arremetieron a toda velocidad contra ellos.

—¡Dios mío! —imploró Sarah.

—¡Agárrate, Sarah! —instó Malcolm—. El golpe va a ser fuerte.

El asombroso impacto los lanzó a los dos por el aire. Sarah gritó y se desplomó. Malcolm se golpeó la cabeza y cayó al suelo. El tráiler se balanceó con un chirrido metálico sobre los amortiguadores. Los tiranosaurios rugieron y embistieron de nuevo.

Malcolm oyó que Sarah lo llamaba y de repente el tráiler volcó. Malcolm rodó; alrededor, los objetos de vidrio y el material de laboratorio quedaron hechos añicos. Cuando levantó la vista, todo estaba de costado. Ante sí tenía la ventana que el tiranosaurio había destrozado. La lluvia le azotó en la cara. Cayó un rayo, y vio una gran cabeza que gruñía y lo miraba por el hueco. Oyó rechinar las garras del tiranosaurio contra el flanco metálico del tráiler. De pronto la cabeza desapareció, y un momento después los oyó bramar mientras empujaban el tráiler por la hierba.

Llamó a Sarah y la vio detrás de él justo cuando todo alrededor volvía a girar descabelladamente. El tráiler había quedado ahora del revés. Malcolm empezó a arrastrarse por el techo hacia Sarah. Sobre su cabeza veía el equipo de laboratorio, sujeto a las repisas. Sobre él, cayó el líquido de una docena de frascos. Algo le quemó el hombro. Oyó un siseo y comprendió que debía de ser ácido.

Sarah gemía en la oscuridad ante él. Otro rayo iluminó el tráiler, y Malcolm la vio enroscada en el techo junto al fuelle, que estaba totalmente retorcido, lo cual significaba que el otro tráiler seguía derecho. Era demencial. Todo aquello era demencial.

Afuera los tiranosaurios rugieron, y Malcolm oyó una explosión sorda. Habían mordido un neumático. «Lástima que no muerdan el cable de la batería. Se llevarían una buena sorpresa», pensó.

De pronto los tiranosaurios embistieron otra vez, y el tráiler avanzó lateralmente por el claro. En cuanto se detuvo lo golpearon de nuevo y siguió desplazándose de costado.

Por fin Malcolm llegó hasta donde se hallaba Sarah, que se abrazó a él.

—Ian —dijo.

Tenía una mancha oscura en la mitad izquierda de la cara. A la luz del siguiente rayo Malcolm advirtió que era sangre.

—¿Te encuentras bien?

—Sí, estoy bien —contestó ella. Con el dorso de la mano se limpió la sangre que le corría sobre el ojo—. ¿Ves dónde está la herida?

Al caer otro rayo Malcolm vio brillar un grueso fragmento de vidrio incrustado cerca del límite del pelo. Lo extrajo e intentó detener con la mano la súbita efusión de sangre. Estaban en la cocina; alargó el brazo y tiró de un paño. Lo sostuvo contra la frente de Sarah y observó que se oscurecía rápidamente.

—¿Te duele?

—Estoy bien.

—No creo que sea grave —dijo Malcolm.

Afuera los tiranosaurios rugieron.

—¿Qué hacen? —preguntó Sarah con voz apagada.

Los tiranosaurios arremetieron nuevamente. Con el impacto el tráiler pareció desplazarse un tramo mucho mayor, deslizándose lateralmente y hacia abajo.

Deslizándose hacia abajo.

—Nos están empujando —respondió Malcolm.

—¿Hacia dónde?

—Hacia el borde del claro. —Los tiranosaurios volvieron a embestir—. Nos están empujando hacia el precipicio. —El precipicio eran ciento cincuenta metros de roca sobre el valle.

No sobrevivirían a la caída.

Sarah sostuvo ella misma el paño y le apartó la mano.

—Haz algo.

—Sí, de acuerdo —repuso Malcolm.

Se separó de Sarah, agarrándose firmemente en espera del siguiente impacto. No sabía qué hacer. No se le ocurría nada. El tráiler estaba dado vuelta y todo era absurdo. Le ardía el hombro y percibía el olor del ácido que corroía la camisa. O quizá la carne. Le ardía mucho. El tráiler se hallaba sumido en la mayor oscuridad, la electricidad estaba cortada, había vidrios por todas partes y…

La electricidad estaba cortada.

Malcolm empezó a levantarse, pero el siguiente impacto lo lanzó de costado. Al caer se golpeó la cabeza contra la heladera. La puerta se abrió, y una avalancha de cartones de leche y botellas de vidrio se precipitó sobre él. Pero no había luz en la heladera.

Porque la electricidad estaba cortada.

Tendido de espaldas Malcolm miró por la ventana y vio el enorme pie de un tiranosaurio en la hierba. En el preciso momento en que destellaba otro rayo el pie se alzó para golpear de nuevo. Inmediatamente el tráiler volvió a moverse, esta vez deslizándose con más facilidad, rechinando e inclinándose hacia abajo.

—¡Mierda! —exclamó Malcolm.

—Ian… —llamó Sarah.

Pero ya era demasiado tarde. Todo el tráiler chirriaba y gemía en una metálica protesta. Malcolm vio entonces que la parte delantera se hundía al llegar al borde del precipicio. Comenzó a decantarse lentamente, pero enseguida cobró velocidad. El techo en el que yacían se precipitó, todo se precipitó, Sarah se precipitó agarrándose a él al sentirse arrastrada al vacío, y los tiranosaurios lanzaron un bramido triunfal.

«Nos caemos por el precipicio», pensó Malcolm.

Sin saber qué más hacer, se aferró firmemente a la puerta de la heladera. Estaba fría y resbaladiza a causa de la humedad. El tráiler se ladeó y cayó rechinando ruidosamente. Malcolm notó que le resbalaban las manos en el esmalte blanco, le resbalaban… le resbalaban… Al final no pudo sostenerse más y cayó irremediablemente hacia la cabina del tráiler. Vio acercarse rápidamente el asiento del conductor, pero antes de llegar allí se golpeó con algo, sintió un penetrante dolor y se dobló.

Lenta y suavemente lo envolvió la oscuridad.

La lluvia golpeaba ruidosamente el techo del cobertizo y caía por los costados formando una cortina homogénea. Levine enjugó las lentes de los anteojos y volvió a llevárselos a los ojos. Miró hacia el precipicio en la oscuridad.

—¿Qué pasó? —preguntó Arby.

—No lo sé —respondió Levine. Con aquel aguacero apenas se veía. Unos momentos antes habían presenciado con horror cómo los dos tiranosaurios empujaban el tráiler hacia el precipicio. Los enormes animales habían conseguido llevar a cabo su objetivo con relativa facilidad; Levine calculó que los dos tiranosaurios constituían una masa conjunta de veinte toneladas mientras que el tráiler pesaba sólo dos. Una vez que lograron ponerlo del revés lo deslizaron sin problemas, impulsándolo con el vientre y las poderosas patas.

—¿Por qué hicieron una cosa así? —preguntó Thorne, de pie junto a Levine.

—Sospecho que hemos invadido su territorio.

—¿Otra vez lo mismo?

—Recuerda con qué nos enfrentamos —dijo Levine—. Aunque el comportamiento de los tiranosaurios parezca complejo, es básicamente instintivo. Es un comportamiento irreflexivo, maquinal. Y la territorialidad forma parte de ese instinto. Los tiranosaurios marcan y defienden su territorio. No es un comportamiento reflexivo (no poseen cerebros muy grandes), sino que actúan así por instinto. Todo comportamiento instintivo obedece a unos factores desencadenantes, a unos activadores. Y me temo que, al desplazar a la cría, hemos redefinido su territorio, incorporando en él el claro donde han encontrado a la cría. Así que ahora expulsando el tráiler simplemente defienden su territorio.

Un rayo iluminó la isla y todos vieron simultáneamente la aterradora escena. El primer tráiler había rebasado el borde del precipicio y colgaba en el vacío, sujeto aún por el fuelle de conexión al segundo tráiler, que permanecía en el límite del claro.

—¡El fuelle no aguantará mucho más! —presagió Eddie.

A la luz del rayo vieron a los tiranosaurios en el claro, empujando metódicamente el segundo tráiler.

Thorne se volvió hacia Eddie.

—¡Voy por ellos! —anunció.

—Lo acompaño —se ofreció Eddie.

—¡No! ¡Quédate con los niños!

—Pero necesitará…

—¡Quédate con los niños! ¡No podemos dejarlos solos!

—Pero Levine puede…

—¡No, quédate! —ordenó Thorne. Descendía ya por el andamiaje, resbaladizo a causa de la lluvia. Vio que Kelly y Arby lo observaban desde arriba. Subió rápidamente al Explorer y puso el motor en marcha, calculando ya la distancia que lo separaba del claro, unos cinco kilómetros, quizás un poco más. Aun conduciendo a toda velocidad tardaría en llegar siete u ocho minutos.

Para entonces sería ya demasiado tarde. No conseguiría llegar a tiempo.

Pero iba a intentarlo.

Sarah Harding oyó un rítmico chirrido y abrió los ojos.

La rodeaba una oscuridad absoluta; estaba desorientada. De pronto cayó un rayo y ante sus ojos apareció el valle, ciento cincuenta metros más abajo. La vista se mecía suavemente.

Estaba mirando a través del parabrisas del tráiler, que colgaba al borde del precipicio. Ya no caían. Pero pendían precariamente en el vacío.

Ella se hallaba tendida en el asiento delantero, que se había desprendido de su anclaje y había destrozado el panel de control de la pared; asomaban cables sueltos y parpadeaban los indicadores.

La sangre que le corría sobre el ojo le impedía ver con claridad. Tiró del borde de su camisa y arrancó dos tiras de tela. Plegando una, formó una compresa y se la apretó contra la herida de la frente; la segunda tira de tela se la ató alrededor de la cabeza para sujetar la compresa. Por un instante sintió un dolor intenso; apretó los dientes hasta que disminuyó.

Percibió una vibración procedente de arriba. Al volverse vio el tráiler en toda su longitud, suspendido verticalmente. Malcolm se encontraba a tres metros por encima de ella, inmóvil y doblado contra una mesa de laboratorio.

—Ian —dijo.

Malcolm no respondió. No se movió.

El tráiler se estremeció de nuevo, chirriando a causa de un golpe sordo. De pronto Sarah comprendió qué ocurría. El primer tráiler colgaba totalmente al borde del precipicio, balanceándose en el aire. Sin embargo, seguía unido al segundo tráiler, que permanecía en el claro. El primer tráiler pendía del fuelle de conexión. Y los tiranosaurios, arriba, empujaban el segundo tráiler hacia el precipicio.

—Ian —repitió—. Ian.

Pasando por alto el dolor que sentía en todo el cuerpo, se puso de pie. Al notar que le daba vueltas la cabeza, se preguntó cuánta sangre habría perdido. Empezó a trepar irguiéndose primero sobre el respaldo del asiento y aferrándose a la mesa más cercana del laboratorio biológico. Se incorporó hasta alcanzar una manija montada en la pared. El tráiler se meció.

Desde la manija consiguió llegar a la puerta de la heladera y meter los dedos entre los alambres de un estante. Tiró con fuerza para asegurarse de que resistiría su peso y se dejó ir. Levantó una pierna y colocó el pie en el interior de la heladera. Balanceó el cuerpo hasta poder erguirse y alcanzar la manija de la puerta del horno.

Pensó que era como practicar alpinismo en una maldita cocina. Se hallaba ya junto a Malcolm. A la luz de otro rayo vio que tenía la cara magullada. Malcolm gimió. Se acercó más a él para ver si estaba mal herido.

—Ian.

—Lo siento, yo te metí en esto —dijo Malcolm con los ojos cerrados.

—No te preocupes por eso ahora. ¿Puedes moverte? ¿Estás bien?

—La pierna… —se quejó Malcolm.

—Ian. Tenemos que hacer algo.

Sarah oyó los rugidos de los tiranosaurios en el claro. Tenía la impresión de llevar toda una vida oyendo aquel sonido. El tráiler avanzó ligeramente y se balanceó. Perdió pie y quedó colgando de la puerta del horno. El otro extremo del tráiler se hallaba seis metros más abajo.

La manija del horno no soportaría su peso mucho rato, lo sabía. Agitó las piernas desesperadamente y por fin tocó algo sólido. Tanteó con el pie y encontró apoyo. Bajando la vista advirtió que se sostenía sobre la pileta de acero inoxidable. Movió el pie y accionó la canilla. Se empapó las botas.

Los tiranosaurios rugieron y golpearon con fuerza el metal. El tráiler se separó aún más de la pared del precipicio y se balanceó.

—Ian, no nos queda mucho tiempo. Tenemos que hacer algo.

Malcolm levantó la cabeza y le dirigió una mirada inexpresiva. Volvió a caer un rayo. Malcolm movió los labios.

—La corriente eléctrica.

—¿Qué?

—Está cortada.

Sarah no captó la idea en un primer momento. Claro que estaba cortada. De pronto cayó en la cuenta: la había cortado él poco antes, cuando se acercaban los tiranosaurios. Inicialmente la luz los había mantenido a distancia; quizá los ahuyentaría.

—¿Quieres que dé la corriente? —preguntó Sarah. Malcolm asintió ligeramente con la cabeza.

—Sí.

—¿Cómo, Ian?

—Hay un panel —dijo Malcolm.

—¿Dónde?

Malcolm no contestó. Sarah le sacudió el hombro.

—¿Dónde está el panel, Ian?

Malcolm señaló hacia abajo.

Sarah miró en la dirección que le indicaba y vio los cables sueltos del panel.

—No puedo. Está roto.

—Arriba… —sugirió Malcolm.

Sarah apenas lo oía. Vagamente recordó que había otro panel a la entrada del segundo tráiler. Si llegaba hasta allí, conseguiría dar la corriente.

—De acuerdo, Ian. Voy a intentarlo.

Sarah trepó aún más alto. La parte delantera del tráiler se hallaba ahora a nueve metros por debajo de ella. Los tiranosaurios rugieron y embistieron de nuevo. Sarah se balanceó en el aire pero de inmediato continuó el ascenso.

Cuando llegó a lo alto del primer tráiler, la luz áspera de un rayo iluminó el interior, y Sarah vio que era imposible acceder al otro vehículo. El fuelle estaba retorcido y el paso quedaba totalmente cerrado.

Se encontraban atrapados en el primer tráiler.

Oyó los rugidos de los tiranosaurios y un nuevo golpe.

—¡Ian!

Sarah bajó la vista. Malcolm no se movía.

Allí colgada, comprendió con una sensación de vértigo que estaba derrotada. Otra embestida, otras dos tal vez, y todo habría terminado. Caerían al abismo. No había nada que hacer. Ya no quedaba tiempo. Se hallaba suspendida en la oscuridad, con la corriente eléctrica cortada, y no había nada…

¿O sí había una última posibilidad? Oyó un zumbido eléctrico a corta distancia. ¿Acaso había otro panel en aquel extremo del tráiler? ¿Habían instalado un panel en cada punta?

Colgada casi en el extremo del tráiler, con los brazos y hombros al límite de su resistencia, buscó a su alrededor un segundo panel. Si existía, no podía estar lejos. Pero, ¿dónde? Al iluminarse el tráiler con el resplandor de otro rayo, miró rápidamente a uno y otro lado. No vio ningún panel.

Le dolían los brazos.

—Ian, por favor.

No había panel.

No era posible. Seguía oyendo el zumbido eléctrico. Sin duda tenía que haber un panel. Se volvió a izquierda y derecha, y de pronto, gracias al destello de otro rayo, lo vio.

Se hallaba a quince centímetros por encima de su cabeza. Estaba del revés, pero Sarah veía todos los botones e interruptores. Si lograba descifrar en la oscuridad cuál…

«¡Al diablo!», pensó.

Soltó la mano derecha y, colgada de la izquierda, empezó a pulsar uno por uno todos los botones que encontraba. Al instante comenzaron a encenderse las luces interiores del tráiler.

Siguió apretando botones, uno tras otro. Algunos provocaron cortocircuitos; saltaron chispas y se formó una nube de humo. Siguió apretando botones.

De pronto el monitor lateral se encendió, a unos centímetros de su cara. Vio una mancha azul veteada, pero de inmediato apareció una nítida imagen de los tiranosaurios en el claro, junto al segundo tráiler, tocándolo con los miembros delanteros y golpeándolo con las poderosas patas. Pulsó más botones. El último tenía un protector plateado; levantó la cubierta y también lo pulsó.

En el monitor vio desaparecer a los tiranosaurios en medio de un estallido de chispas incandescentes y los oyó rugir enfurecidos. A continuación se desvaneció la imagen y se produjo una explosión de chispas en torno de Sarah, que le quemaron la cara y las manos. De pronto todas las luces se apagaron y quedaron sumidos nuevamente en una total oscuridad.

Por un momento reinó el silencio.

Luego, inexorablemente, se reanudaron los golpes.