—En serio, no es nada —aseguró Levine, malhumorado. Sudaba copiosamente a causa del agobiante calor que se concentraba bajo el techo del refugio—. Fíjate, ni siquiera ha traspasado la piel. —Tendió la mano. Se veía un semicírculo rojo donde el compi le había hincado los dientes, pero eso era todo.
—Sí, bueno, pero la oreja le sangra un poco —dijo Eddie, junto a él.
—No siento nada. No puede ser grave.
—No, no es grave —confirmó Eddie, abriendo el botiquín—. Pero será mejor que desinfectemos la herida.
—Prefiero seguir con mis observaciones —insistió Levine.
Los dinosaurios se hallaban a menos de quinientos metros de la plataforma. Desde allí los veía bien. En el aire quieto del mediodía incluso los oía respirar.
Los oía respirar.
O mejor dicho, los oiría si aquel joven lo dejara en paz.
—Oye —protestó Levine—, sé lo que hago. Interrumpiste el final de un experimento muy interesante y provechoso. Había convocado a los dinosaurios imitando su llamado y habían venido hacia mí.
—¿De verdad? —dijo Eddie.
—Sí —afirmó Levine—. Eso los atrajo hacia el bosque. Así que considero que tu ayuda es innecesaria.
—La cuestión es —explicó Eddie— que tiene mierda de dinosaurio en la oreja y un par de pequeñas punzadas. Y ahora déjeme que se lo limpie. —Empapó una gasa en desinfectante—. Es posible que le arda un poco.
—No me importa, tengo… ¡Ay!
—No se mueva —le pidió Eddie—. Enseguida termino.
—Esto está de más.
—Si se queda quieto un segundo, terminaremos antes. Ya está, muy bien.
Eddie apartó la gasa. Estaba manchada de marrón con un ligero rastro de sangre. Era una herida insignificante, como Levine imaginaba. Se llevó la mano a la oreja y se tocó. No le dolía.
Levine contempló la llanura con los ojos entornados mientras Eddie cerraba el botiquín.
—¡Dios, qué calor hace aquí! —comentó Eddie.
—Sí —asintió Levine con un gesto de indiferencia.
—Llegó Sarah Harding, y creo que la llevaron al tráiler. ¿Quiere volver conmigo?
—No veo por qué —contestó Levine.
—Pensaba que quizá le agradaría saludarla.
—Mi trabajo está aquí —afirmó Levine. Se volvió y levantó los prismáticos.
—Por lo tanto, ¿no quiere volver?
—Ni lo sueñes —repuso Levine, mirando por los prismáticos—. No me marcharé de aquí ni en un millón de años. Ni en sesenta y cinco millones de años.