Thorne estaba inquieto. Empezaba a comprender el malestar de Eddie. Aquellos vehículos eran obra suya, y experimentaba una desagradable sensación de aislamiento, de hallarse en un lugar remoto con equipo que no había probado. El camino siguió su empinado ascenso a través de la lóbrega selva durante otros quince minutos. Dentro del tráiler aumentó la temperatura; el calor resultaba ya agobiante. Sentado junto a él, Malcolm preguntó:
—¿Y el aire acondicionado?
—No quiero consumir más batería de la necesaria.
—¿Te importa si abro la ventanilla?
—Si te parece seguro… —respondió Thorne.
—¿Por qué no? —dijo Malcolm con un gesto de indiferencia. Apretó el botón y el vidrio de la ventanilla eléctrica bajó. Un aire tibio penetró en la cabina. Miró a Thorne de reojo y añadió—: ¿Nervioso, Doc?
—Claro —admitió Thorne, que incluso con la ventanilla abierta notaba cómo le corría el sudor por el pecho—. ¿Cómo quieres que esté?
—Insisto, Doc —intervino Eddie por la radio—, deberíamos haberlos probado antes. Deberíamos haber seguido el procedimiento de costumbre. Uno no viene a un sitio lleno de pollos venenosos si no está seguro de que los vehículos responderán.
—Los vehículos funcionan a la perfección —replicó Thorne—. ¿Cómo están los niveles según tus indicadores?
—Todo normal en la franja alta —informó Eddie—. Hasta ahora no nos podemos quejar. Pero sólo hemos recorrido ocho kilómetros. Son las nueve de la mañana, Doc.
En el camino apareció una sucesión de cerradas curvas a izquierda y derecha a medida que la pendiente aumentaba. Como arrastraba los dos grandes tráilers, Thorne debía permanecer atento al camino; era una suerte tener algo en qué concentrar la atención. Ante ellos el Explorer giró a la izquierda y siguió subiendo.
—No veo más animales —comentó Eddie, notablemente aliviado.
Por fin, tras un recodo, llegaron a terreno llano. Durante un trecho el camino seguía por la cresta de la montaña. Según la imagen del GPS avanzaban en dirección noroeste hacia el interior de la isla. Sin embargo, encerrados aún entre las dos densas paredes de vegetación, apenas disponían de visibilidad.
Un poco más adelante se encontraron con una bifurcación, y Eddie se arrimó a un lado del camino. Thorne advirtió que en la confluencia se alzaba un desgastado cartel de madera con una flecha en cada dirección. Hacia la izquierda indicaba «Pantano»; hacia la derecha, «Enclave B».
—¿Hacia dónde? —preguntó Eddie.
—Continúa hacia el Enclave B —señaló Malcolm.
—Como usted diga.
El Explorer se desvió por el ramal derecho. Thorne lo siguió. A la derecha del camino brotaba de la tierra un vapor sulfúreo amarillento, que blanqueaba las hojas de las plantas cercanas. El olor era muy intenso.
—Emanaciones volcánicas —observó Thorne—, como habías predicho.
Cuando pasaron, vieron un charco burbujeante con una gruesa costra amarilla incrustada alrededor.
—Sí —afirmó Eddie—, pero eso está activo. De hecho, diría… ¡Mierda!
Las luces de freno del Explorer se encendieron y el vehículo se detuvo bruscamente. Para esquivarlo, Thorne tuvo que dar un golpe de volante y los helechos arañaron el costado del tráiler. Se detuvo junto al Explorer y lanzó a Eddie una mirada de furia.
—¡Por amor de Dios, Eddie, podrías…!
Pero Eddie no lo escuchaba.
Tenía la vista fija al frente y la boca abierta. Thorne giró la cabeza.
Delante, en una curva, los árboles que flanqueaban el camino habían sido derribados, dejando una abertura en el follaje. A través de aquel hueco se divisaba toda la parte oeste de la isla. Sin embargo, Thorne apenas reparó en la vista panorámica. Porque toda su atención se centró en un enorme animal, del tamaño de un hipopótamo, que cruzaba el camino. Pero obviamente no se trataba de un hipopótamo. Era un animal de color marrón claro, con la piel cubierta de escamas planas. Alrededor de la cabeza tenía una cresta ósea semicircular y de la base de esa cresta nacían dos cuernos de punta roma. De la nariz le salía un tercer cuerno.
Por la radio oyeron la respiración entrecortada de Eddie.
—¿Saben qué es eso?
—Un triceratops —contestó Malcolm—. Y un ejemplar joven, a juzgar por su aspecto.
—Debe de serlo —comentó Eddie. Ante ellos atravesó el camino un animal mucho mayor. Como mínimo doblaba en tamaño al anterior, y poseía unos cuernos largos, curvos y afilados—. Porque ahí está la mamá.
A continuación apareció un tercer triceratops y luego un cuarto. Era toda una manada, y uno por uno cruzaron parsimoniosamente el camino sin fijarse siquiera en los vehículos. Penetraron por la abertura del follaje y descendieron por la ladera perdiéndose de vista.
Sólo entonces vieron el paisaje que se desplegaba ante ellos: una extensa llanura pantanosa surcada por un ancho río. En ambas márgenes del río pacían animales. Al sur había unos veinte dinosaurios de color verde oscuro y tamaño mediano que asomaban intermitentemente sus enormes cabezas por encima de la hierba. A corta distancia de este grupo, Thorne vio ocho dinosaurios de pico de pato con grandes crestas de forma tubular; bebían y levantaban la cabeza, graznando lastimeramente. Justo delante de ellos advirtió la presencia de un estegosaurio solitario con su lomo curvo y sus hileras de placas verticales. La manada de triceratops pasó lentamente ante el estegosaurio, que permaneció indiferente. Y al oeste, elevándose sobre una arboleda, avistaron los cuellos largos y elegantes de una docena de apatosaurios, cuyos cuerpos se hallaban ocultos entre la vegetación que comían perezosamente. Era una escena apacible, pero aun así una escena de otro mundo.
—¿Doc? —dijo Eddie—. ¿Dónde estamos?