Capua, dos días después…
Los lamentos comenzaron justo al amanecer. Empezaron siendo unos pocos gritos de consternación aislados, como los de una familia que descubre la muerte de un ser querido. Sin embargo, pronto se sumaron otras voces, decenas, cientos de ellas. Aurelia ya estaba despierta, dando el pecho a Publius. Inquieta, salió al patio con el niño agarrado al pecho. Las voces se oían más fuertes allí y Publius rompió a llorar. Mientras intentaba calmarlo, Lucius apareció medio desnudo con aspecto enfadado a la vez que alarmado. Casi todos los esclavos merodeaban por la puerta de la cocina susurrando, señalando y murmurando plegarias. Más voces se unieron al clamor inicial y a Aurelia se le formó un nudo en el estómago.
—¿Qué sucede?
—No estoy seguro —respondió Lucius con sequedad.
Su marido estaba siendo evasivo. Aurelia intuía lo que podía ser, pero al igual que él, no deseaba verbalizar su temor.
Sonó un estruendo encima de sus cabezas. Levantaron la vista al cielo. Varios nubarrones llegaban del oeste, arrastrados por un viento que se había levantado de repente. Varias luces parpadearon entre las nubes anunciando tormenta. Otro trueno. Se miraron preocupados. Era un mal presagio que, combinado con el ruido de todas esas voces, parecía incluso más amenazador. Varios esclavos empezaron a gimotear.
—¡Silencio! —rugió Lucius—. ¡Fuera de mi vista! ¡Volved al trabajo! —Los esclavos corrieron a ocultarse instados por Statilius—. Voy a averiguar a qué se debe este alboroto —dijo Lucius con el semblante serio.
Aurelia tembló de pánico.
—¿Por qué no envías a Statilius?
Lucius no respondió.
—Atranca las puertas en cuanto me vaya y no dejes entrar a nadie hasta que yo regrese.
Aurelia no puso ninguna objeción. Pocas veces había visto a Lucius tan resuelto.
—Ten cuidado, esposo —susurró.
Lucius le dedicó una breve sonrisa y desapareció en dirección al tablinum mientras solicitaba su espada a gritos. Aurelia lo observó mientras se marchaba, preocupada por lo que fuera a descubrir.
La espera se hizo insoportable. El griterío de la calle iba en aumento, audible incluso a pesar del retumbo de los truenos. Aurelia distinguió el sonido de mujeres lamentándose, hombres bramando, niños lloriqueando y mulas relinchando. El alboroto ni siquiera cesó cuando empezó a llover. Aurelia imaginó que así debía de ser el sonido en el Hades. Sintió un escalofrío en todo el cuerpo. No conseguía calmar a Publius, por mucho que lo intentara. No quería comer y las nanas no surtían ningún efecto. No hacía más que llorar. Al final, decidió pasear con él por la galería de columnas que cercaba el patio. Eso ayudó un poco.
Dio un salto cuando oyó los porrazos en la puerta, pero se tranquilizó al oír la voz de Lucius. No se trataba de ningún demonio que viniera en su busca. Con el estómago encogido, observó a Statilius abriendo las puertas. Lucius entró en la casa con aspecto demacrado y empapado hasta la médula, como si hubiera estado todo el día a la intemperie.
Aurelia acudió a recibirle con Publius en los brazos, que por fin se había serenado. Sentía náuseas en la garganta, pero hizo caso omiso de ellas. Los esposos se acercaron sin decir nada. Al contemplar el rostro de su marido, se percató de que había llorado. Tenía el rostro consternado.
—Hemos perdido, ¿no? —preguntó Aurelia verbalizando lo inimaginable, el temor que albergaba desde el inicio del alboroto—. Aníbal ha vencido.
Lucius asintió de forma mecánica, como si alguien le hubiera dado una colleja.
Si Aurelia no hubiera sostenido a Publius en los brazos, se habría dejado caer.
«Tranquila. Debes guardar la calma», pensó.
—Cuéntamelo todo.
—Dos mensajeros se han presentado al amanecer en las puertas de la ciudad para solicitar audiencia con los magistrados. La noticia se ha proclamado en el foro esta mañana. En la calle se oye todo tipo de rumores, pero he logrado hablar con un oficial que conozco, una persona muy cabal. Su relato de los hechos es muy fiable. Hace dos días le tocó a Varrón dirigir el ejército y estaba resuelto a librar una batalla, pese a que Paulo deseaba esperar a encontrar una mejor ubicación —explicó Lucius con voz queda—. Varrón cruzó el río Aufidius y formó a todas las legiones en un gran bloque. El ejército de Aníbal formó enfrente. Nuestros soldados atravesaron el centro de la línea enemiga, con la caballería en los flancos. El objetivo de Varrón era partir el ejército gugga por el centro y aplastar a las fuerzas restantes con la caballería controlando los flancos, pero todo salió mal. Los jinetes de Aníbal atacaron por ambos lados y la caballería de los ciudadanos cayó casi al instante, mientras que los socii fueron aniquilados por los terribles númidas. En teoría, eso no debería haber importado mucho porque el tamaño de nuestra infantería era muy superior. El problema es que Aníbal tenía un plan maestro que Varrón no supo ver. Colocó a las tropas más débiles en el centro, en una formación ligeramente curvada hacia fuera y, cuando comenzó la batalla, los legionarios fueron obligándolos a retroceder, pero Aníbal había colocado en los flancos a sus libios veteranos, que se volvieron hacia las legiones y las atacaron en cuanto llegaron a su altura. Mientras tanto, la caballería de Aníbal empezó a atacar por la retaguardia.
Aurelia notó un terrible escalofrío por todo el cuerpo.
—¿Y dónde estaba nuestra caballería? ¿Dónde estaban los ciudadanos?
—Muertos o huidos. Lo siento, Aurelia.
«¡Padre! ¡Gaius!». Tuvo que apoyarse en una columna para no caer. Lucius no se apartó de ella y Aurelia recuperó el control.
—Continúa. Quiero saberlo todo. ¿Cuántos muertos?
—Nadie lo sabe con seguridad. Uno de los tribunos envió a un grupo de jinetes para informar al Senado en cuanto se hizo de noche. Al parecer, Varrón ha escapado a Venusia con unos cuantos millares de hombres. Y muchos más han huido a Canusium. Hay rezagados por toda la zona. Se necesitarán días para calcular las bajas.
—¿Cuántos? —repitió Aurelia.
—Treinta mil, quizá más —respondió Lucius—. Eso es lo que creen los mensajeros.
Aurelia retrocedió un paso, como si alguien le hubiera dado un puñetazo en el estómago.
—Quintus también ha muerto, entonces. —Aurelia ya no pudo controlar el llanto. Aferrándose a Publius como si temiera que también le fuera arrebatado, rompió a llorar. Asustado, el niño empezó a gemir. Lucius se aproximó unos pasos, pero ella lo apartó con un gesto de la mano—. ¿Cómo pueden hacerme esto los dioses? —chilló—. ¿Cómo pueden llevarse de un plumazo a tres de los hombres más importantes de mi vida? ¡Malditos sean por su deslealtad! ¡Malditos sean por no escuchar nuestras plegarias!
—¡Aurelia! ¡No hables así! Traerás el infortunio a esta casa —la amonestó Lucius, horrorizado por sus palabras.
—¿Infortunio? ¿Qué puede ser peor de lo que me acabas de decir? ¡Malditos sean los dioses! —Aurelia escupió en el suelo y se arrepintió al acto. Pero era demasiado tarde.
—¡Silencio, mujer! Contrólate o me obligarás a que lo haga yo —gritó Lucius con las venas del cuello hinchadas—. ¿Está claro?
—Sí —susurró Aurelia, sorprendida ante el grado de su cólera.
—¡A tu dormitorio! ¡Ocúpate de mi hijo! ¡Ese es tu maldito trabajo, no atraer la ira de los dioses sobre esta familia, sobre esta casa!
Aurelia huyó de la furia de Lucius. ¿Cómo era posible que semejante locura se hubiera apoderado de ella? ¿Por qué había reaccionado de esa forma? No era más que una humana condenada a aceptar los designios de los dioses, ya fueran buenos o malos. Desafiarlos carecía de todo sentido y solo podía empeorar la situación. A pesar de ello, una parte de ella seguía pensando que las cosas no podían ser peor. Su padre muerto. Quintus muerto. Gaius muerto. El ejército destrozado. Nunca lo sabría, pero seguro que Hanno también había caído. Aníbal y su ejército podían marcar el destino de la República.
Publius se movió en sus brazos y Aurelia regresó a la realidad. Allí estaba su hijo, más valioso para ella que cualquier otra persona o cosa en el mundo. Empezó a suplicar en silencio el perdón de los dioses. «Por favor, no os llevéis a mi hijo. Perdonad mi exabrupto, fruto de la desesperación. Jamás volverán a salir semejantes palabras de mi boca. Haré sacrificios generosos para expiar mi falta». Aurelia rezó y rogó a los dioses con todas sus fuerzas, como jamás lo había hecho antes.
Hasta que no acabó sus plegarias y acostó a Publius en la cuna, Aurelia no se permitió volver a dar rienda suelta a su dolor. Se tumbó en la cama y lloró con la cara hundida en la almohada. Deseaba que Lucius acudiera a consolarla, pero esperó en vano. Elira fue a verla, pero Aurelia estaba tan enfadada de que no fuera Lucius, que le gritó que se fuera y no volviera. El recuerdo de Hanno tampoco ayudaba. Era una fantasía, alguien a quien jamás volvería a ver y que mucho menos podía aparecer a su lado en esos momentos.
Aurelia por fin dejó de llorar. No porque se sintiera mejor, sino porque ya no le quedaban lágrimas. Cuando salió de su dormitorio exhausta y con los ojos enrojecidos, Statilius le informó de que Lucius había salido en busca de más noticias. El griterío en la calle había amainado ligeramente. Aurelia expresó su deseo de ir al foro, pero el mayordomo le comunicó que el señor había dado órdenes estrictas de que nadie debía abandonar la casa hasta su regreso.
A Aurelia no le quedaban energías para desafiar a Lucius ni fuerzas para pedir a Elira o a un mensajero que fueran a buscar a su madre. No le quedaba otra alternativa que regresar a su dormitorio, donde, para su gran desesperación, Publius había empezado a llorar de nuevo. Aurelia atendió a su hijo lo mejor que pudo. Sabía que cuidarlo le ayudaría a superar el dolor, pero en esos momentos le servía de poco consuelo. Agotada, se quedó dormida en la cama con la ropa puesta.
Al anochecer, la llegada de Lucius la sacó de su sopor, pero no se atrevió a salir de su dormitorio. Empezó a dar de comer al niño y aguzó el oído. Tenía la esperanza de que su marido fuera a visitarla, pero fue en balde. Su desaire no debería afectarla, pensó Aurelia. Al fin y al cabo, no lo amaba. Sin embargo, le dolió en el alma. Era su marido. Un aliado en un momento en que tenía muy pocas personas de confianza. Volvió a llorar. La última cosa que pensó Aurelia antes de quedarse dormida fue que sería un alivio no despertarse nunca.
El alivio no llegó. Publius se despertó al poco rato de un cólico. Aurelia pasó el resto de la noche en un duermevela, dando de comer y paseando al niño y tratando de descansar cuando él dormía.
Aurelia nunca había dejado el bebé al cuidado de Elira durante mucho tiempo, pero ese día lo hizo.
—Despiértame solo cuando necesite mamar —ordenó.
Sin embargo, para su gran frustración, a pesar de no tener a Publius llorando cerca, no lograba dormir. Aurelia no hacía más que pensar en la matanza que había tenido lugar y en que jamás volvería a ver a su padre, Quintus o Gaius.
Los días siguientes se sucedieron sin variación. La llegada de su madre significaba que tenía más ayuda con Publius, pero cuando Atia intentaba hablar con su hija de la batalla, Aurelia se negaba a ello. Estaba tan consternada que era incapaz de abrirse a nadie. Lucius iba y venía, se informaba sobre el bebé durante el día, pero apenas prestaba atención a su mujer. Seguía enfadado con ella por haber desafiado a los dioses. Aurelia oyó decir a Statilius que en la ciudad se respiraba un ambiente de miedo constante, lo cual no ayudó a tranquilizarla. Al final, Aurelia pidió a Statilius que enviara a un esclavo al apotecario para comprar un frasco de papaverum. Después de varios tragos del amargo líquido, Aurelia sucumbió aliviada en un estado de inconsciencia. Durante los días siguientes buscó en él consuelo constante, hasta llegar al punto de que era incapaz de dormir o de sobrevivir sin tomar unos cuantos sorbos al día. Atia no pareció darse cuenta, pero Elira la observaba con preocupación, aunque Aurelia era ajena a todo. El líquido amortiguaba sus sentimientos y su agonía. Era una bendición. Hacía que su vida fuera soportable. Un poco más soportable.
Aurelia percibió que se abría la puerta y que alguien entraba. Acababa de tomarse el papaverum y estaba empezando a hacer efecto, a envolverla en su cálido abrazo. Abrir los ojos le suponía un esfuerzo colosal. Quienquiera que fuese —seguramente Elira— vería que estaba dormida y la dejaría en paz. Y si el bebé necesitaba comer, podía esperar.
—No puedes seguir así, esposa. —Lucius. Era Lucius, pensó Aurelia, obligándose a abrir los ojos. Su marido la miraba con desaprobación—. Tu madre me dice que has estado bebiendo esto —señaló el frasco junto a la cama.
«Así que mi madre se ha dado cuenta», pensó Aurelia.
—Me ayuda a dormir.
—Según Elira, lo tomas de día y de noche, y Atia piensa que por eso el bebé está amodorrado.
Lucius sonaba enfadado. Aurelia lanzó una mirada asesina a la iliria, de pie detrás de él, y Elira bajó la mirada.
—¡No es verdad! —protestó Aurelia aun a sabiendas de que era cierto.
—¿Qué parte no es verdad?
—Publius está bien —mintió en un murmullo—. Ha estado resfriado y se despierta a causa de la tos, por eso lleva unos días más dormido.
Lucius le clavó la mirada.
—¿Y tú? ¿Es cierto que lo tomas continuamente? —Aurelia estaba avergonzada. No quería contar otra mentira, pero tampoco quería reconocer lo que estaba haciendo—. Quien calla otorga, pero ya se acabó. No vas a tomarlo más. Tienes que aprender a dormir como el resto del mundo, sin ayuda.
La vergüenza se tornó en rabia y Aurelia echó a Elira de malos modos.
—¡Fuera! ¡Y cierra la puerta detrás de ti! —En cuanto estuvieron solos, Aurelia se dirigió a Lucius—: ¡Si hubieras perdido a un padre y un hermano como yo sabrías cómo me siento!
Por fin Lucius suavizó la expresión de su rostro.
—La pena no me es desconocida. Recuerda que mi madre falleció cuando yo solo tenía diez años.
Aurelia sintió remordimientos al instante.
—Lo recuerdo.
—Eso no significa que tu pérdida sea menos dolorosa —titubeó Lucius antes de continuar—, y yo tampoco me he comportado como un buen marido desde la noticia de la derrota. —Sorprendida por sus palabras, Aurelia lo miró—. Estaba muy enfadado por tu exabrupto, pero eso no significa que no debiera haberte ofrecido consuelo cuando estabas sufriendo tanto —comentó Lucius. Le tendió la mano.
Aurelia se dio cuenta de que era lo más parecido a una disculpa que Lucius era capaz de ofrecerle.
—Gracias —susurró, y agarró su mano como lo haría si se estuviera ahogando.
Las lágrimas regresaron a los ojos de Aurelia. Cuando Lucius se sentó a su lado y le rodeó los hombros con el brazo, ella se apoyó en él y dejó salir todo su dolor, más contenta que nunca del contacto humano. Agradeció que Lucius no dijera nada, que simplemente la agarrara con fuerza, que le comunicara con su presencia física que le importaba.
Lucius estuvo pendiente de ella y del niño durante los días subsiguientes y su presencia ayudó a Aurelia a sobrellevar mejor su tristeza y a soportar mejor la falta del papaverum. Se alegraba de que le hubieran obligado a dejarlo. Cada vez lo necesitaba menos. Aurelia no quería ni pensar lo que hubiera pasado si lo hubiera consumido durante semanas en lugar de días. Para su sorpresa, Lucius era muy bueno con Publius. Lo abrazaba y calmaba, lo sacaba a pasear por el patio y hablaba con él. Aurelia comenzó a reevaluar sus sentimientos hacia su marido. El hecho de que no estuviesen hechos el uno para el otro no significaba que no pudieran llevarse bien. Quizás era ese el tipo de matrimonio al que se había referido su madre. No era lo que Aurelia había soñado —con Hanno—, pero funcionaba. Y era mucho mejor que vivir amargada.
Ya había pasado una semana desde la noticia de la derrota y Capua seguía sumida en un estado de pánico constante. La población veía malos presagios por todas partes: al sur de la ciudad había habido una tormenta de granizo; las tablas de adivinación de Caere habían disminuido de tamaño y varias figuras amenazadoras vestidas de blanco habían aparecido en diversos puntos del campo. Los sacerdotes en los templos trataban de dar una explicación a estos hechos para tranquilizar a los ciudadanos, que pensaban que el mundo estaba a punto de acabarse. Según Lucius, los adivinadores de cien kilómetros a la redonda habían aterrizado en Capua para aprovechar el creciente deseo de la población de conocer el futuro.
Cada día se oían nuevos rumores, como que los romanos muertos en Cannae habían sido mutilados hasta quedar irreconocibles; que Aníbal había ordenado la tortura y ejecución de todos los prisioneros; que había construido un puente sobre el río Aufidius con cadáveres romanos; que Aníbal marchaba hacia Roma o Capua, o ambas, arrasando las poblaciones que encontraba a su paso; que una flota cartaginesa había desembarcado con miles de soldados y elefantes en Sicilia o en la costa italiana o que el rey Felipe de Macedonia estaba a punto de entrar en la guerra del lado de Cartago. Aurelia sabía que esas historias no eran creíbles, pero cuanto menos resultaban inquietantes. La inestabilidad de la situación había hecho aumentar de forma considerable la delincuencia en la ciudad. Una mujer sola en la calle podía ser violada a plena luz del día y los extranjeros, como los egipcios o los fenicios, también sufrían agresiones. Los disturbios eran algo habitual y los magistrados se habían visto obligados a desplegar las tropas para evitar que se volvieran incontrolables. En consecuencia, Lucius había prohibido que nadie saliera de la casa sin su aprobación y, cuando él se aventuraba al exterior, siempre iba acompañado de seis esclavos armados con palos y, haciendo caso omiso de la ley que prohibía llevar armas blancas dentro de la ciudad, siempre llevaba la espada encima. Aurelia empezaba a sentir claustrofobia por estar siempre encerrada en la casa, pero no deseaba discutir con su marido.
De todos modos, a pesar de los disturbios y su confinamiento, su estado de ánimo había mejorado. La tristeza todavía la acompañaba cada minuto del día, pero la rutina de cuidar del bebé y el apoyo de Lucius le ayudaban a sobrellevar mejor la situación. La insistencia amable de Atia de que hablaran del tema también le había ayudado. Sus conversaciones, en las que compartieron lágrimas, fortalecieron la relación entre ambas, una relación que ya había mejorado con el embarazo de Aurelia y la llegada del bebé. Para Aurelia era como regresar a la infancia, cuando siempre lo había compartido todo con su madre.
Un día Aurelia recibió la inesperada —y agradable— visita de Martialis. El anciano había envejecido bastante. Nuevas arrugas surcaban su rostro y tenía el cabello totalmente blanco. Cuando se vieron, se abrazaron como padre e hija y a ambos se les llenaron los ojos de lágrimas. Martialis no había recibido noticias de Gaius, pero al igual que Aurelia, asumía que había caído en Cannae. Todas las noticias recibidas hasta la fecha de la caballería romana y aliada habían sido desesperanzadoras. Unidos por el dolor, recordaron brevemente a los que habían perdido, pero la tristeza pronto mató la conversación. En ese momento fue el bebé quien alegró el ambiente, gorjeando feliz en la rodilla de Martialis. Cuando llegó el momento de poner fin a la visita, Martialis se mostró apesadumbrado y Aurelia se dio cuenta de lo solo que debía de sentirse, por lo que le hizo prometer que volvería a visitarla pronto.
Ese mismo día, unas horas más tarde, Aurelia estaba dormitando en una cómoda silla del patio mientras Publius dormía, su madre organizaba la cena en la cocina y Lucius escribía cartas en el despacho a sus socios en otras ciudades. De pronto la despertaron unos golpes fuertes en la puerta. Asustada, escuchó atenta, pero no había ningún jaleo en la calle. Volvieron a llamar a la puerta, esta vez más fuerte. A Aurelia se le aceleró el pulso. ¿Sería Phanes? Últimamente no habían tenido noticias de él, pero eso no significaba que no fuera a causarles más problemas. «Tranquila», pensó. Ni una docena de hombres juntos podía tirar esa puerta abajo. Además, siempre había dos esclavos armados de guardia en la puerta. Al parecer, Lucius no había oído la llamada, por lo que Aurelia le pidió a Statilius que fuera a ver de quién se trataba.
El mayordomo regresó al cabo de un instante con una expresión extraña en el rostro. Aurelia se puso en pie al verlo.
—¿Statilius?
—Es un soldado y quiere hablar contigo.
—¿Acerca de qué?
—No me lo ha dicho.
Aurelia sintió un pequeño rayo de esperanza.
—¿Es de la caballería? ¿Un soldado de la infantería aliada?
—No, es un legionario normal y corriente. Un hastatus, creo.
El rayo de esperanza se desvaneció. Aurelia no conocía a ningún hastatus. ¿Qué motivo podía tener para visitarla aparte de contarle algo terrible sobre las muertes de su padre o su hermano? El terror se apoderó de ella, pero trató de apartarlo de su mente. Tenía la necesidad imperiosa de oír lo que tenía que decirle el hastatus.
—Que entre.
—¡No! —gritó Lucius entrando en el patio—. No tenemos ni idea de quién es.
—Pero quizá traiga noticias para mí —replicó Aurelia de camino al tablinum—. Al menos quiero verle la cara, y eso es algo que puedo hacer sin dejarlo entrar.
Lucius protestó, pero no intentó detenerla. Statilius les pisaba los talones con expresión muy preocupada.
Los esclavos apostados en la puerta tenían preparadas las porras en la mano.
—Abrid la mirilla —ordenó Aurelia.
Los esclavos la miraron preocupados, pero no se movieron hasta que Lucius confirmó la orden con una inclinación de cabeza. Aurelia se tragó la rabia de que no le hubieran hecho caso y se acercó a la mirilla, un elemento curioso pero muy práctico que permitía a los habitantes de la casa comprobar la identidad de una visita. Aurelia necesitó un tiempo para acostumbrarse a la luz del sol. Un hombre corpulento con una túnica mugrienta y ensangrentada esperaba en la calle de espaldas a la puerta. Un casco abollado y sin plumas le cubría la cabeza y una coraza cuadrada le protegía el torso y la espalda. Llevaba espada y, a juzgar por los hombros caídos, estaba exhausto.
—¿Y bien? —susurró Lucius.
—Está de espaldas.
Aurelia tosió para atraer la atención del soldado.
El hombre se volvió y se quedó boquiabierta. El extraño uniforme, las costras de sangre en la mandíbula, las grandes ojeras bajo los ojos grises y la capa de mugre en todo el cuerpo no podían ocultar su identidad.
—¡Quintus!
—¿Aurelia? —Quintus se acercó a la puerta de un salto—. ¿Eres tú?
—Sí, sí, ¡soy yo!
Dando un salto de alegría, Aurelia comenzó a desatrancar la puerta.
—¿Es tu hermano? —preguntó Lucius, que se había acercado presto a ayudarla.
—Sí. ¡Demos gracias a los dioses porque está vivo!
Aurelia se echó en los brazos de su hermano en cuanto se abrió la puerta. Se abrazaron con una fuerza y alegría inusitadas, indiferentes a todo, a quienes les vieran, a si Quintus apestaba a sudor y sangre, a si Lucius no lo aprobaba. Aurelia estaba hecha un mar de lágrimas. Quintus no lloró, pero temblaba de emoción mientras estrechaba con fuerza a su hermana en sus brazos.
—Pensaba que estabas en la infantería de socii —comentó Aurelia al recordar la carta.
—Lo dije por si acaso papá intentaba buscarme.
Aurelia rio.
—¿Qué importa dónde estuvieras? No me puedo creer que estés aquí. Las noticias eran terribles. Me parece imposible que hayas sobrevivido.
—Solo por los pelos —respondió Quintus con una sonrisa triste.
Aurelia rio de nuevo, pero esta vez nerviosa, y Quintus se puso más serio todavía.
—Corax, mi centurión, nos salvó la vida. Mantuvo el manípulo unido mientras el resto de las unidades se desintegraba y huía. Reunió a varios hombres, localizó un punto débil en la línea enemiga y creó una brecha lo bastante grande para que pudiéramos huir. Si no lo hubiera hecho, no estaría aquí.
—¡Demos gracias a los dioses! ¿Has visto a nuestro padre o tienes noticias de él? ¿Y de Gaius?
«¿Y de Hanno?», quiso añadir Aurelia, pero Quintus no tenía manera de saberlo.
—He visto a Gaius, pero no a nuestro padre… —Quintus sacudió la cabeza apesadumbrado—. No estaba entre los pocos jinetes que se sumaron a nosotros en Canusium tras la retirada, ni entre los rezagados que fueron llegando en los dos días siguientes. Se decía que una cincuentena de jinetes había escapado a Venusia con el cónsul Varrón, así que fui para allí, pero sin resultado. —Quintus exhaló un profundo suspiro—. Hubiera ido a buscarlo al campo de batalla, por enorme que sea, pero el campamento enemigo está próximo y acercarse es un suicidio.
A Aurelia se le cayó el alma a los pies al escuchar sus palabras.
—Has hecho lo que has podido. Rogaremos a los dioses para que aparezca un día de la nada como tú y Gaius —dijo Aurelia, que deseaba mantener el optimismo—. Si ya se ha producido un milagro, ¿por qué no dos?
Quintus asintió.
—Ojalá.
Hasta era posible que Hanno no hubiera muerto, pensó Aurelia. No se sintió traidora por incluirlo en sus plegarias.
—Vamos, entra. Nuestra madre estará muy feliz de verte.
A Quintus se le iluminó la cara.
—Martialis me ha dicho que también la encontraría aquí. —Quintus entró en la casa y ofreció la mano a Lucius—. Mis disculpas por no haberme presentado. Soy Quintus Fabricius, el hermano de Aurelia. Supongo que eres su esposo.
—Lucius Vibius Melito —respondió Lucius estrechando la mano de Quintus—. Es un honor conocerte.
—Lo mismo digo. Felicidades por vuestro matrimonio —respondió Quintus, y se percató de que Lucius miraba extrañado sus ropas—. Me imagino que te preguntas por qué voy vestido como un simple hastatus, ¿no?
—No es… muy habitual —respondió Lucius un poco incómodo.
—Nunca imaginé que te harías soldado de infantería —comentó Aurelia sonriente.
—Es una larga historia. Después os la cuento.
—Por aquí. —Aurelia le enseñó el camino—. ¿Estás de permiso?
Quintus soltó un bufido.
—No se ha concedido ningún permiso a nadie. Varrón está reagrupando al ejército, pero pasarán semanas antes de que se restaure el orden. Han muerto muchos oficiales y la mayoría de los hombres han sido separados de sus unidades, si es que todavía existen. Básicamente, es un caos total. Corax nos dijo que «no se daría cuenta» si sus hombres decidían marcharse a visitar a sus familias, siempre y cuando le juraran regresar en un par de semanas. Dijo que los cónsules… —Quintus se interrumpió para mirar a Lucius— la habían jodido tanto que nos lo merecíamos. Gaius no ha tenido tanta suerte. Su comandante es un tirano. Por eso he ido a comunicar a Martialis la buena noticia en su nombre.
—Tu centurión parece ser todo un personaje —comentó Lucius pensativo.
Se oyó un gorjeo de Publius. Quintus rio.
—Este debe de ser vuestro hijo. Martialis me ha hablado con mucho cariño de él.
Aurelia esbozó una amplia sonrisa.
—Es nuestro hijo, Publius. Nació hace unas semanas.
—Es agradable saber que sigue llegando vida al mundo —comentó Quintus. Su expresión se ensombreció un segundo, pero se recuperó en el acto—. ¡Un motivo más para brindar!
—La vida sigue. Publius forma parte de la nueva generación —convino Aurelia, que recordó su desafío a los dioses y rogó que no tuviera repercusiones—. Según nuestra madre, se parece un poco a ti de pequeño.
—¡Qué bien! Tengo ganas de conocerlo —sonrió Quintus.
Fue en ese instante cuando Aurelia realmente vio por primera vez a su hermano bajo toda la mugre y le cogió del brazo.
—¡Cuánto me alegro de volver a verte!
—Lo mismo digo, hermana. Después de todo lo sucedido, jamás pensé que volvería a vivir un día tan feliz como este.
Caminando junto a Quintus y Lucius en busca de su hijo y Atia, Aurelia se sintió más feliz que nunca. La tristeza por su padre no había desaparecido, pero volvería a ella en otra ocasión. Por ahora deseaba disfrutar del momento, de la reunión familiar y de que Gaius también hubiera sobrevivido al infierno de Cannae. Albergaba en su corazón la esperanza de que en algún lugar del sur Hanno también siguiera vivo.
Después del horror de los últimos días, le bastaba con eso.