El combate se prolongó un tiempo antes de que resultara evidente que la línea cartaginesa iba a desmoronarse. El trabajo de los galos y los íberos merecía reconocimiento, pensó Hanno. Varios centenares habían muerto desde el inicio de la batalla, pero seguían aguantando. Seguro que tener a Aníbal y Mago entre sus filas les ayudaba a continuar, pero de todos modos su actuación requería una buena dosis de valentía. Al final la presión de tantos legionarios empezó a hacer mella en sus filas. Hanno siguió atento el proceso y observó que algunos soldados de las últimas filas empezaban a flaquear. Los hombres que tenía más próximos permanecieron en su sitio, cantando y golpeando los escudos con las armas, mientras que los del centro estaban preparados para el inminente ataque enemigo que se produciría cuando sus compañeros del frente cedieran por completo. Mientras los contemplaba, observó a un puñado de galos que retrocedía una decena de pasos con expresión de incertidumbre y cierta vergüenza, pero pronto se les unieron varios hombres más. Al poco rato duplicaron su número con un grupo de mayor tamaño que había abandonado las últimas filas.
—¡Mira! —indicó Hanno a Mutt.
—Ya lo veo, señor.
«Es como ver a un grupo de ovejas que trata de escapar del pastor —pensó Hanno—. Ninguna se mueve si no ve a otra hacer lo mismo, hasta que al final se forma un grupo que busca el mejor camino de salida. Primero titubean un poco y después arrancan a correr. En cuanto eso sucede, el resto del rebaño las sigue en estampida». En el tiempo que Hanno y Mutt intercambiaron dos frases, se habían unido al grupo varios soldados más. El temor de Hanno de que los romanos consiguieran romper sus filas iba acompañado de la sensación exultante de que, por loco que sonara el plan de Aníbal, estaba funcionando.
—No están corriendo, pero será mejor que nos preparemos. Cuttinus nos ordenará que avancemos en cualquier momento. Haz que los hombres se vuelvan hacia la derecha, mirando hacia dentro.
—Muy bien, señor. —Mutt se volvió hacia los soldados y se llevó una mano a la boca a modo de bocina—. ¡En cuanto os lo ordene, dad media vuelta a la derecha!
El segundo al mando recorrió rápido el lateral de la falange repitiendo las instrucciones. En cuanto regresó a la primera fila, centenares de galos e íberos se retiraban con paso rápido del centro de la línea. Mutt miró a Hanno, que dio la señal con una inclinación de cabeza.
—¡MEDIA VUELTA! —rugió Mutt—. ¡MEDIA VUELTA!
Era como si Hanno hubiera leído la mente de Cuttinus, ya que en ese momento sus músicos tocaron varias notas seguidas para que las falanges dieran media vuelta siguiendo las instrucciones de Aníbal. Ansiosos por luchar, algunos hombres de Hanno dieron un paso adelante en cuanto vieron retirarse a los soldados. Hanno les gritó furioso que regresaran a su sitio. Una tensión insoportable reinaba en el ambiente. Los íberos y los galos que se encontraban más próximos a ellos, situados en el extremo izquierdo de la línea, empezaron a retirarse de forma lenta y ordenada, mirando al frente con las espadas y los escudos en alto. Si llegaba la orden, podrían detenerse y empezar a luchar de inmediato. Hanno se corrigió. Cuando llegara la orden. El único motivo por el cual se estaban retirando tantos soldados era porque los de las primeras filas ya no podían resistir más el ataque de los romanos. En cualquier momento aparecería una oleada de legionarios por lo que había sido el centro de la línea cartaginesa.
Sonaron de nuevo los instrumentos de Cuttinus.
—¡FORMACIÓN CERRADA! —gritó Hanno, que abandonó su puesto para controlar la maniobra. Sus hombres se movieron hombro con hombro, escudo con escudo, tal y como habían aprendido en los últimos meses. Hanno se enorgulleció de lo rápido que se movían. Su unidad contaba con unos cuarenta hombres menos que cuando asumió el mando justo antes del Trebia y, aunque no los hubiera dirigido desde Iberia, Hanno se sentía unido a ellos. De pronto se le ocurrió una idea descabellada. Si iba rápido, tendría tiempo. Desenvainó la espada y se acercó al soldado situado en el extremo izquierdo de la falange. Le complació ver que era el veterano que había estado con él la noche que le capturaron en Victumulae, un hombre de fiar. Hanno lo saludó con una inclinación de cabeza y, cuando le devolvió el saludo, notó una agradable sensación de calidez en el estómago.
»Han pasado muchas cosas desde que embarcasteis en Cartago para uniros a Aníbal en Iberia y marchar hasta Italia. —Los libios aclamaron sus palabras y Hanno empezó a caminar lentamente por la primera fila, rozando con la punta de la espada los bordes metálicos de los scuta—. ¡Habéis marchado desde Cartago hasta Iberia, la Galia e Italia y jamás habéis sido vencidos! Debéis sentiros orgullosos de vosotros mismos. —Los rugidos de aprobación, las amplias sonrisas y el brillo de determinación en los ojos de sus hombres le impulsaron a continuar—. Hoy Aníbal os necesita más que nunca, ¡como nunca os ha necesitado antes!
Hanno estaba en el centro de la primera fila para que toda la falange pudiera oírle. Se volvió para señalar con la espada y con gesto dramático el campo de batalla. De pronto se le hizo un nudo en el estómago. Los galos y los íberos habían empezado a correr. Se habían roto sus filas.
—Esos cabrones romanos van a empezar a aparecer por aquí en cualquier momento. ¿Qué pensáis hacer? —preguntó Hanno.
—¡Matar a esos cabrones! —exclamó Mutt con más energía de la que Hanno jamás le había visto. Su segundo al mando estaba en el extremo derecho de la primera fila, en el punto de unión con la siguiente unidad.
—¡MUERTE! ¡MUERTE! ¡MUERTE! —gritaron sus hombres golpeando los escudos con los gladii.
Los libios de la siguiente falange se unieron a su cántico.
—¡MUERTE! ¡MUERTE! ¡MUERTE!
Al poco rato toda la línea repetía lo mismo y ahogaba con su voz los gritos consternados de los soldados en retirada.
Satisfecho, Hanno regresó a la primera fila.
Cuttinus dio la orden de avanzar.
Con el corazón latiéndole con fuerza, Hanno sujetó la espada con la axila izquierda para secarse la mano derecha con el borde de la túnica y repitió la operación con la otra mano.
—¡ADELANTE! ¡AL PASO! ¡MANTENED LA LÍNEA! ¡PÁSALO!
Mutt era el responsable de mantener a su falange pegada a la de la derecha.
Avanzaron unos veinte pasos y Hanno vio al primer legionario, que perseguía a una cincuentena de pasos a un íbero que había soltado el escudo en el suelo. La espada del legionario laceró la carne de su presa del hombro a la cintura. Brotó la sangre y el íbero cayó al suelo con un alarido. El legionario apenas se detuvo. Pasó por encima del cadáver y siguió corriendo sin ver las falanges de los libios. Tampoco los vieron la docena de hombres que le seguían. Hanno los contempló exaltado. «Tenemos el mismo aspecto —pensó—. Seguro que Aníbal ha tenido en cuenta este pequeño detalle».
Hanno recibió con sorpresa la orden de alto, pero obedeció.
—¡ALTO! ¡No os mováis! —rugió.
—¿Por qué, señor? ¡Si están aquí! —preguntó el hombre de su izquierda.
Hanno respondió sin pensar.
—Vamos a dejar que pase el máximo número posible para que queden atrapados aquí.
El soldado sonrió.
—Ya veo, señor. Es un buen plan.
—Guardad silencio. No quiero oír ni un grito. Quietos. Pásalo.
El soldado obedeció la orden con una sonrisa y Hanno la repitió al hombre que tenía a su derecha. Esperaron con las manos puestas en la empuñadura de las espadas, los nudillos blancos. Ocultos a plena vista de los romanos. El número de cartagineses que se batía en retirada fue disminuyendo hasta convertirse en un goteo de hombres, pero cada vez llegaban más legionarios. Al poco rato, los legionarios eran ya varios centenares. Más de los que alcanzaba a contar. Lanzaban gritos de alegría y vociferaban insultos. Estaban tan ansiosos por matar que habían perdido todo sentido del orden y la formación. No vieron a los libios que les aguardaban a su derecha, ni la jabalina lanzada en su dirección, que provocó algunas miradas recriminatorias, pero nadie se dio cuenta de que no eran romanos. ¡No podían serlo porque el enemigo había sido abatido!
«Por todos los dioses —pensó Hanno—. Esto no puede seguir así. Nos tienen que ver».
El corazón le latía con fuerza. Pasaron más romanos junto a ellos, algunos tan solo a un paso de las líneas libias.
—¡Esperad! —susurró Hanno—. ¡Esperad!
«Vamos, Cuttinus —instó en silencio—. ¡Danos la puñetera orden!».
Entonces llegó. Estridente. Penetrante. Definitiva.
—¡ADELANTE! —ordenó Hanno—. ¡MUERTE!
—¡MUERTE! ¡MUERTE! ¡MUERTE! —gritaron sus hombres.
Avanzaron diez pasos antes de que los primeros romanos se volvieran, pero ni siquiera entonces, con la muerte a un palmo de sus narices, captaron lo que estaba sucediendo. Hanno no detectó las primeras señales de miedo hasta que estuvo tan cerca del primer legionario que le vio las marcas de viruela en el rostro. Boquiabiertos, el pánico en los ojos, los primeros romanos empezaron a chillar.
—¡Parad! ¡Parad! ¡No son de los nuestros! ¡Media vuelta!
Era demasiado tarde. Los libios atacaron el flanco indefenso de los romanos como demonios vengadores y el miedo de Hanno se transformó en una rabia infinita. Veía el rostro de Pera en todos los romanos. Iba a matarlos a todos.
—¡MUERTE! ¡MUERTE! ¡MUERTE!
—A este paso, vamos a empujarles directos a la costa oeste —comentó Urceus aminorando el paso. Se secó la frente con el dorso de la mano y se manchó la cara de sangre. Tenía cara de loco.
«Supongo que yo tengo el mismo aspecto», pensó Quintus. No le importaba. Lo único que importaba era seguir hacia delante y no morir en el intento. Clavó la vista en los galos y los íberos que se batían en retirada. No daba crédito a sus ojos. El ataque dirigido por Servilio había ido como la seda. Habían aplastado al enemigo. Servilio había colocado en la punta del ataque a los triarii con sus largas lanzas. Sorprendidos por la ferocidad de la carga, el enemigo había reculado y los hastati aprovecharon el momento para abalanzarse sobre ellos. El combate había sido más encarnizado que antes. Los galos no se dieron por vencidos fácilmente. Incluso durante la retirada habían seguido mirando al frente y luchado contra los romanos, pero los legionarios habían seguido empujando, paso a paso, inexorables. La sección de Quintus les había obligado a retroceder un par de centenares de pasos. De pronto, la situación cambió. No sabía cuál había sido la gota que había colmado el vaso, pero el enemigo dio media vuelta y empezó a huir. Es curioso lo rápido que puede llegar a cundir el pánico, es como una chispa que prende unas ramas secas y las devora con rapidez hasta tornarse en una flamante hoguera.
—¿Crespo? ¿Estás herido? —preguntó Urceus.
Quintus regresó al presente.
—¿Eh? No.
—¡Me alegro!
Urceus le lanzó un odre de agua a la cara.
Quintus bebió con avidez. El agua sabía a piel encerada y estaba caliente como la sangre, pero tenía tanta sed que le dio igual.
—¡Vamos, chicos! Mantened la formación. Los principes y los triarii nos están pisando los talones.
Corax se estaba dirigiendo a otros soldados, pero el efecto fue el mismo. Quintus devolvió el odre a Urceus, que se lo colgó de nuevo al hombro. Intercambiaron una mirada llena de determinación antes de seguir avanzando.
Los tres manípulos liderados por Servilio y Corax continuaron avanzando en bloque, pero era inevitable que la formación cerrada se rompiera en cuanto a los legionarios les invadió su instinto de caza y su sed de sangre. Pocos comandantes en el mundo son capaces de mantener a sus hombres en formación en tal situación. Ese era el momento en que resultaba más fácil diezmar al enemigo, el momento en que el ejército vencido sufría la mayoría de las bajas. Cuando un soldado se da a la fuga, no se defiende, a menudo ni siquiera va armado porque suelta el escudo y las armas para correr más rápido. Los romanos se lanzaron en pos del enemigo lanzando alaridos espeluznantes.
El miedo de Quintus se transformó en euforia exultante, en ansias de matar. Deseaba vengar a los compañeros caídos en el Trebia y en el lago Trasimene, a la inocente población civil de Campania, a todos los que habían muerto en manos de los cartagineses. Dio rienda suelta a su rabia asestando golpes a diestro y siniestro, dando estocadas en las espaldas, costillas y barrigas del enemigo. Decapitó a un soldado y cortó el brazo a otros dos. Tenía manchas de sangre en el escudo, la cara y el brazo derecho, pero le daba igual. Caminaba entre sangre, orina y excrementos, pero no le importaba. Matar al enemigo por la espalda no era emocionante ni requería ninguna habilidad especial, pero tampoco le importaba. Continuó matando hasta desafilar la espada y notar el brazo dolorido.
Poco a poco, el ataque de los romanos fue perdiendo impulso. Estaban exhaustos. Llevaban en pie desde el amanecer. Marchando. Vadeando ríos. Avanzando. Lanzando jabalinas. Combatiendo cuerpo a cuerpo. Matar a hombres indefensos también requería energía. Al final, los galos y los íberos que se habían dado a la fuga fueron ganando terreno a los hastati. El miedo les daba alas. Sin víctimas a las que aniquilar, sin fuerzas para correr, los legionarios de Corax aminoraron la marcha hasta el paso.
El centurión asumió el mando.
—Lo estáis haciendo muy bien, muchachos. Ahora, descansad. Bebed algo. Recuperad el aliento.
A Quintus le llegaban las palabras de Corax como en un sueño, como si el centurión estuviera en medio de una densa niebla. Tenía la sensación de haber abandonado su cuerpo, de estar viéndose desde fuera mientras conversaba con Urceus, bebía agua, limpiaba la espada o miraba sin ver el cadáver mutilado a sus pies. Dirigió la vista a la izquierda y vio algo que no tenía sentido. Parpadeó. Miró de nuevo. Regresó a la realidad.
—Esos galos no se están replegando.
—¿Qué? Yo solo veo a folla-ovejas corriendo lo más rápido posible —rio Urceus.
—Esos no, los que están allí —señaló Quintus.
Urceus miró adonde le indicaba e hizo una mueca.
—¡Ja! Pronto cundirá el pánico entre ellos y saldrán corriendo. Somos imparables —dijo, señalando hacia atrás con el pulgar a la gran masa de soldados romanos.
Avanzaban sin orden ni concierto, pero su ímpetu era innegable. El suelo tembló bajo los millares de pies romanos.
Quintus se encogió de hombros. Urceus tenía razón. ¿Quién podía resistir una fuerza semejante?
La primera línea del ejército constaba de veinte mil hastati y la segunda de veinte mil principes, mientras que la tercera estaba formada por unos diez mil triarii. Si a ello se le añadían varios miles de velites, el resultado era un ejército imbatible. Las tropas de Aníbal distaban mucho de tener ese tamaño.
—La victoria será nuestra —murmuró convencido.
—Claro que sí —corroboró Urceus—. Vamos, en marcha.
Al poco rato oyeron vítores a su izquierda y, acto seguido, a su derecha. En esos momentos Quintus se enfrentaba a un galo que todavía resistía e hizo caso omiso de los gritos. Urceus acudió en su ayuda y su oponente no tardó en acabar en el suelo, en medio de un charco de sangre. Sin resuello, Quintus dio las gracias a su amigo con una inclinación de cabeza. El ruido era cada vez más audible, entre los vítores creyó distinguir gritos de consternación. De miedo. De pánico. Un escalofrío le recorrió la espalda.
—¿Qué pasa?
—No tengo ni la más puñetera idea —respondió Urceus un tanto nervioso.
Silencio. El estruendo se repitió. Esta vez provenía de la derecha. Quintus sintió náuseas. La fuerza de los impactos solo podía significar una cosa.
—Una parte del ejército de Aníbal ha reculado y está atacando nuestros flancos.
—¿Cómo puede ser? —preguntó Urceus incrédulo.
—Por Júpiter, ¡no lo sé!
—Es imposible. ¡Hemos aplastado el centro de su ejército y podemos atravesarlo! ¡Nada nos detendrá!
—Tienes razón —afirmó Quintus envalentonado.
Corax frunció el ceño, pero aun así ordenó a sus hombres que reanudaran la marcha. Fueron avanzando al paso, con la seguridad de que, si tenían a tantos hombres detrás, nada podría detenerlos. Al igual que en el Trebia y Trasimene, el poder de la infantería prevalecería, aunque en esta ocasión esperaba que la caballería fuera capaz, con la ayuda de los dioses, de detener a los jinetes enemigos. En cuanto atravesaran las líneas cartaginesas, darían media vuelta y atacarían desde la retaguardia. O al menos eso había dicho Corax, y Quintus estaba tan agotado que no le quedaban energías para cuestionar sus acciones.
—¡Mierda! ¡Mira!
El apremio en la voz de Urceus hizo que Quintus se olvidara de su cansancio. Recorrió el frente con la mirada.
—No puede ser.
«Esto es una pesadilla».
No daba crédito a sus ojos. Cuando un ejército rompía filas, jamás daba media vuelta y contraatacaba. Sin embargo, algunos galos e íberos que se habían batido en retirada se habían detenido a unos centenares de pasos y algunos incluso se habían vuelto sobre sus talones e increpaban a sus compañeros para que dejaran de correr.
La realidad de la situación sacudió a Quintus.
—¡Por eso el centro de la línea estaba tan curvada hacia fuera! ¡Para atraernos hacia dentro! ¡Era una trampa! ¡Ha sido todo una trampa! —exclamó con un nudo en el estómago—. ¡Señor! ¿Has visto eso?
—Sí —gruñó Corax—. Aníbal es más listo de lo que pensaba. ¡A formar! La batalla no ha acabado todavía. Vamos a dar una lección a esos cerdos guggas. ¡A ver si se largan con el rabo entre las piernas! Lo conseguiremos. ¡Roma victrix!
Los hastati respondieron al unísono, pero tenían la garganta tan seca que fue un grito breve. Acto seguido, como si desearan contradecir las palabras del centurión, varios carnyxes emitieron su sonido aterrador. Quintus apretó los dientes. Odiaba —y temía— esos instrumentos con toda su alma. Al son de los carnyxes, un puñado de galos totalmente desnudos surgió de entre las filas enemigas y repitió el mismo espectáculo amenazador del inicio de la batalla: se golpearon el pecho con los puños, blandieron las espadas y se tocaron los genitales mirando a los legionarios. Los insultos eran ininteligibles, pero muy claros. Los mismos galos que unos instantes antes se habían batido en retirada ahora volvían a plantar cara. Quintus vio que otro grupo enemigo se detenía, miraba atrás y giraba sobre sus talones. Al principio eran solo un puñado, pero poco a poco fueron sumándose a ellos más guerreros. Quintus entrecerró los ojos tratando de entender lo que veía.
Los galos no solo habían puesto fin a la retirada, sino que habían dado media vuelta y volvían al ataque.
Quintus estaba harto de aquella situación. Deseó que los galos se esfumaran de su vista por arte de magia. Anhelaba tumbarse, descansar los pies doloridos, ponerse a resguardo del sol matador y dormir. Pero era imposible. Supo por instinto que el combate anterior no había sido nada en comparación con el que estaba a punto de empezar. Las tropas que atacaban sus flancos —seguramente libios, ¿Hanno entre ellos?— estarían descansados, frescos y ansiosos por luchar. A Quintus le asaltaron las dudas de nuevo. Miró el sol con odio. Deseaba que estuviera más cerca del horizonte. ¿Cuántos miles de romanos morirían antes del atardecer? ¿Estarían entre los muertos él y sus camaradas? ¿Su padre? ¿Gaius? ¿Calatinus? Y lo que era más importante, ¿estaba la victoria asegurada como había pensado por la mañana?
Quintus no estaba seguro. Ya no estaba seguro de nada.
Hanno no había pensado que el plan de Aníbal pudiera funcionar tan bien. Su admiración por el general se acrecentó. Los romanos habían tragado el anzuelo hasta el fondo y su avance se había detenido por completo.
Los legionarios con los que se encontró Hanno estaban aterrorizados, exhaustos y desmoralizados y era muy probable que también lo estuvieran los romanos a los que se enfrentaba su padre en el otro flanco. A su derecha, los galos y los íberos habían recuperado las fuerzas y luchaban sin tregua. La retaguardia enemiga debía de haber quedado atrapada o de lo contrario los romanos correrían en esa dirección. Eso significaba que Asdrúbal y Maharbal habían salido victoriosos y ahora se dedicaban a hostigar las últimas filas romanas. La idea le gustó. No había nada que aterrorizara más a la infantería que una descarga organizada de caballería. Con el rabillo del ojo vio que sus hombres aguardaban impacientes y eso le complació. Los había obligado a descansar y beber agua, pero tenían ganas de volver a la lucha. Buena señal.
Los legionarios contra los que combatían no tenían jabalinas y la disciplina brillaba por su ausencia. Cada vez que Hanno lanzaba un ataque, la mayoría se asustaba y huía. Aquello ya no era una batalla: abatir a soldados por la espalda era una matanza, pero debía hacerse. Roma no entendía de diplomacia. La fuerza bruta era el único idioma que comprendía. El combate continuaba en varios puntos y, si dejaban escapar a los romanos que huían, podían sumarse a sus compañeros y constituir una amenaza futura. Por ello debían ser aplastados. Por completo.
—¿Estáis listos para enviar a unos cuantos romanos al infierno, chicos? —preguntó Hanno.
Los hombres rugieron entusiasmados. Anhelaban sangre.
Avanzaron con los escudos en alto, solo los cascos y los ojos visibles, los gladii rojos de sangre sobresaliendo por encima de la pared de escudos, tan peligrosos como las espinas de un pez piedra. En cuanto los vieron, muchos romanos chillaron asustados. Los hombres de Hanno echaron a correr.
—¡No corráis! —ordenó Hanno—. Reservad las fuerzas para el combate. Tenemos todo el día por delante para luchar.
Los libios soltaron una carcajada y el pavor de los legionarios fue en aumento. Muchos de los que estaban en primera fila empujaron hacia delante a los que tenían detrás para que se interpusieran entre ellos y el enemigo. Los legionarios retrocedieron en masa varios pasos.
Hanno notó que la rabia se apoderaba de él y la cicatriz del cuello empezó a picarle.
—¿Dónde estás, Pera? —rugió—. ¡Ven aquí, cobarde, para que acabe contigo!
Nadie contestó, pero un legionario solitario se lanzó a la carga. Sin escudo, herido y escupiendo saliva, estaba claro que había perdido la cabeza. No se parecía a Pera, pero aun así Hanno deseó que le atacara. En lugar de ello, chocó contra el escudo de un libio que se hallaba a una decena de pasos. Un par de gladii atravesó el abdomen desprotegido del romano antes de que pudiera alzar la espada.
—Cabrón de mierda. —Uno de los libios apartó el cuerpo agonizante del romano con el scutum.
La falange se aproximó a unos seis pasos de los legionarios. Un puñado de ellos se aprestó a luchar, pero muchos solo lloraban como niños. Otros soltaron los escudos y las espadas, dieron media vuelta e intentaron abrirse paso entre los compañeros para darse a la fuga. Cuatro pasos. Dos.
—¿Pera? ¡Voy a por ti maricón, hijo de puta! —exclamó Hanno, y eligió a su contrincante, un legionario de constitución similar a la de Pera.
La espada penetró en el romano justo por debajo de la pequeña coraza posterior. Tras cierta resistencia, la clavó con fuerza y atravesó la barriga del soldado, que profirió un grito de dolor aterrador. Hanno retorció la espada para asegurarse de que estaba bien muerto y la arrancó de un tirón. Observó fascinado la sangre que salía a borbotones del cuerpo de su víctima. El hombre cayó de rodillas y Hanno lo empujó al suelo con un golpe de escudo. Acto seguido, se abalanzó sobre la masa de soldados. Por mucho que sus víctimas estuvieran aterrorizadas, fue una maniobra imprudente porque no tenía a nadie cubriéndole los flancos. Hanno había dejado de lado toda cautela. En su mente se hallaba de nuevo en la celda de Victumulae, colgado de las muñecas y con Pera acercándole un hierro candente a la cara.
El siguiente romano que se cruzó en su camino era un joven legionario que alzó las manos en señal de rendición.
—¡Me rindo! ¡Me rindo!
—¡Que te den!
Hanno le clavó la espada en la barriga, la manera más fácil de poner fin a la vida de un hombre y, en cuanto la sacó de su cuerpo, abatió de un tajo al soldado de al lado. De pronto notó que alguien se le acercaba por detrás. Se dio la vuelta para acabar con quienquiera que fuera, pero su rabia amainó lo bastante como para reconocer a Mutt y detener el brazo en alto. Lucharon codo a codo durante un rato, implacables, eficientes, matando o hiriendo a más de una docena de romanos. Ninguno opuso resistencia. Era como matar corderos. Solo pararon cuando los legionarios se dieron a la fuga. Hanno quiso perseguirlos, pero Mutt se lo impidió.
—¡Apártate! —gruñó Hanno.
Mutt no se movió.
—Vas a conseguir que te maten, señor. —La voz de Mutt por fin consiguió penetrar en la mente del cartaginés. Hanno parpadeó—. ¿Acaso no es tu deseo derrotar a los romanos, señor?
—¡Claro que quiero derrotarlos! ¡Ya lo sabes!
—Entonces, no les regales tu vida sin más. Mantén la calma, señor. Dirige a los hombres. Lanza un ataque, retírate y vuelve a atacar como hemos hecho hasta ahora. Es sencillo y funciona.
—Tienes razón. —Hanno respiró hondo y recuperó el control. Le temblaban los músculos del esfuerzo—. Di a los hombres que paren. Necesitan beber y descansar.
—Sí, señor —respondió Mutt con gesto de aprobación.
El combate se alargó durante varias horas y se convirtió en una rutina curiosa. Hanno no podía ver lo que hacían el resto de las tropas, con excepción de las falanges que tenía a cada lado, pero supuso que lo mismo. Atacar, replegarse, reagruparse, atender a los heridos. Compartir el agua y el vino. Descansar. Devorar la comida que algunos guardaban en sus túnicas. Y afilar las espadas, romas por el contacto continuo con la carne.
En un momento de tregua, un oficial romano, quizás un tribuno, trató de atacar a Hanno y sus hombres, pero fue un asalto tibio que Mutt atajó abatiendo al romano al instante. El resto de los romanos parecía contento de emular a los libios. No era de extrañar, pensó Hanno mientras los observaba durante un respiro, eran los únicos momentos en que no moría nadie. Algunos legionarios se defendían de sus atacantes y en un par de ocasiones obligaron a los cartagineses a retroceder un poco, pero en general los romanos ya no se resistían. Exhaustos, catatónicos y achicharrados por el sol, aguardaban la muerte como el ganado en el matadero. Hanno se preguntó si tendrían tiempo de aniquilar a todos los romanos antes de que cayera la noche o cayesen rendidos.
Después de la incertidumbre con la que había empezado el día, parecía imposible que se estuviera planteando la aniquilación de un ejército romano de tales dimensiones. Hanno dio gracias a sus dioses favoritos, pero no quiso cantar victoria antes de tiempo. Muchos romanos seguían luchando. La batalla no se había acabado y no terminaría hasta que se pusiera el sol. No celebraría el triunfo hasta entonces. Mientras tanto, él y sus hombres tenían una misión que cumplir.
Matar a más romanos.
Era como si los galos y los íberos que tenían ante ellos fueran distintos de los que se habían batido en retirada momentos antes, pensó Quintus. A pesar del calor, el polvo, y el sol, lucharon con entusiasmo renovado a partir del momento en que los cartagineses empezaron a atacar los flancos romanos. El avance romano se había detenido por completo y los contraataques eran breves, pero mortales. A pesar de los esfuerzos de Servilio y Corax, murieron muchos hastati. La moral de los romanos fue decayendo con cada asalto y los gritos de los heridos a los que habían dejado de arrastrar hacia sus líneas no ayudaban. Un hastatus llamaba desesperado a su madre y el propio Quintus habría puesto fin a su sufrimiento si no hubiera estado tan cerca del enemigo.
Quintus agradeció que el enemigo se retirara regularmente para descansar. Los galos también estaban exhaustos, y eso les impedía aprovechar la ventaja que tenían para ganar más terreno, pero ello no servía de gran consuelo a Quintus o sus camaradas, de los cuales quedaban unos noventa en pie, entre los que se hallaba, evidentemente, Macerio. Por muy agotado que estuviera el enemigo, la cuestión era que los romanos estaban rodeados, como un gran banco de peces en una red, una red que se iba estrechando y estaba a punto de sacarles del agua. Quintus había perdido toda noción del tiempo, pero debía de ser media tarde. El maléfico círculo amarillo del sol seguía apostado arriba en el cielo, lo cual significaba que llevaban unas seis horas de combate o más. Estaba claro que la caballería de Aníbal había vencido a los jinetes romanos. De lo contrario, la retaguardia cartaginesa estaría bajo su ataque en esos momentos. No había escapatoria. Debían cruzar las líneas enemigas o morir. Quintus miró a sus compañeros, consciente de que muchos morirían. Y si las cosas no cambiaban, Urceus y él correrían la misma suerte. Se preguntó dónde estaría Hanno y si sobreviviría hasta el final del día. Era más probable que lo consiguiera él que Quintus.
—Ya están aquí otra vez —gimió Urceus.
Sus compañeros soltaron varias maldiciones. Más de uno comenzó a rezar y un hastatus se detuvo a orinar, a pesar de que pareciera imposible después de todo lo que habían sudado.
—¿Dónde está Corax? —preguntó una voz.
Nadie contestó y se hizo un silencio triste.
Quintus hizo una mueca, levantó su maltrecho scutum e intentó ignorar el temblor del brazo derecho.
—¿Tú has visto a Corax? —susurró Quintus a Urceus.
—Hace rato que no lo veo, pero seguro que regresa.
—Ojalá.
Alguien debía asumir el mando y rápido, pensó Quintus con determinación.
—¡Formación cerrada! —gritó—. Los que tengan jabalinas, que las lancen cuando dé la orden.
Fue un consuelo que nadie cuestionara sus instrucciones. Todos hicieron lo que les pedía, contentos de recibir órdenes.
Los galos ya no corrían hacia los hastati, sino que caminaban. Profirieron algunos gritos de guerra, pero la mayoría guardó silencio. Tenían las gargantas tan secas como las de los romanos. Hasta los que tocaban el carnyx habían desistido. El fragor de la batalla proseguía a su alrededor, pero el ruido era mínimo en su extraño oasis. Quintus pensó que era peor enfrentarse a un enemigo silencioso. Los galos siempre atacaban lanzando alaridos. El silencio era un mal presagio.
—¿A qué distancia crees que se encuentran? —preguntó Quintus a Urceus.
—A unos cincuenta pasos.
Conforme con el cálculo de su amigo, Quintus empezó a contar mentalmente. El enemigo se acercó a treinta pasos y Quintus miró a ambos lados. Siguiendo las instrucciones de Corax, habían recogido los pila abandonados en el suelo, pero a medida que pasaba la jornada, cada vez había menos que pudieran reutilizarse. Solo una docena de hastati tenía jabalinas, pero aun así valía la pena lanzar una ráfaga. Si inutilizaban los escudos de los galos, serían más fáciles de matar.
—¡Preparados! ¡Dejad que se acerquen más esos hijos de puta! No las lancéis todavía.
En contra de todo pronóstico, de repente los galos echaron a correr. Quintus distinguió entre sus filas a un nuevo grupo de soldados. No eran miembros de ningún clan. Lucían cota de malla y capa negra e iban armados con espadas y scuta. Algunos llevaban corazas y cascos helenos. ¿Acaso eran oficiales cartagineses?
De pronto vislumbró a un hombre con una túnica púrpura y un parche en el ojo del mismo color, y notó un sudor frío.
—¡Es el cabrón de Aníbal en persona!
—¿Qué hace aquí? —gruñó Urceus, el miedo palpable en su voz.
Severus gimió consternado.
—¡Vamos a morir todos! —lamentó una voz que sonaba a la de Macerio.
—¡Callad la boca! —rugió Quintus, pero era demasiado tarde. El miedo había hecho presa en los hastati y les había arrebatado la última pizca de valor que les quedaba. Casi podía verlo, palparlo—. ¡Apuntad! ¡LANZAD LAS JABALINAS! —ordenó.
Las jabalinas surcaron el aire en una ráfaga desigual. Paralizados por el miedo, algunos hastati se quedaron con las jabalinas en la mano. El enemigo estaba cada vez más cerca. La formación romana se tambaleó un instante, pero volvió a estabilizarse.
—¡Lanzad las putas jabalinas o soltadlas! —bramó Quintus—. ¡Desenvainad!
Quintus no pudo ver si las lanzaban. El enemigo estaba demasiado cerca.
Ansiosos por impresionar a su general, los galos lucharon como posesos asestando golpes salvajes, destrozando scuta y clavando la espada en el cuello de los romanos. Aprovecharon todas las brechas existentes hasta desintegrar el manípulo. Quintus y Urceus resistieron, luchando como siameses, pero Severus cayó bajo la espada de uno de los hombres de capa negra, uno de los guardaespaldas de Aníbal. El hastatus a la izquierda de Severus había perdido el brazo derecho y la cabeza y dos fuentes de sangre escarlata borboteaban de su cuerpo, que cayó sobre el cadáver de Severus. Los pocos legionarios que quedaban fueron rodeados al instante. Con el flanco izquierdo expuesto, Quintus y Urceus retrocedieron sin dejar de luchar, y los hastati a sus espaldas hicieron lo mismo.
Aníbal se encontraba a seis pasos de ellos como mucho, pero se interponían tres fornidos guardaespaldas de aspecto peligroso. Era extraño estar tan cerca del responsable de los tumultos de los últimos veinte meses y no poder hacer nada al respecto. Fascinado, Quintus iba mirando de reojo al general cartaginés que, pese a los rumores, no era ningún gigante ni ningún monstruo, sino un hombre de mediana estatura y tez morena, tuerto y con barba. Un hombre de aspecto normal y corriente. «Por todos los dioses, debe de tener un gran carisma», pensó Quintus.
De pronto, al igual que el viento de otoño que se lleva la hojarasca en un remolino, el vaivén del combate alejó al general. Quintus y Urceus fueron empujados una veintena de pasos atrás. Notaron —más que vieron— que los hastati detrás de ellos se volvían y huían. Los maldijeron por cobardes. Quedaban unos cuarenta y cinco romanos —entre ellos Macerio— plantando cara al enemigo. El otro bando hizo una pausa y Quintus vio a Aníbal hablando con sus hombres y señalando a los hastati.
«Aquí acaba todo, entonces», pensó Quintus exhalando un largo suspiro.
—Supongo que es un orgullo morir luchando contra el mismísimo Aníbal —comentó Urceus en tono sarcástico.
Quintus rio un poco, pero la situación distaba mucho de ser divertida.
—¿Quién sabe? Si la diosa Fortuna nos sonríe, quizá podamos matarlo antes de morir.
—Soñar es gratis —replicó Urceus. Miró a Quintus de soslayo—. Ha sido un placer conocerte, Crespo.
Quintus notó un nudo en la garganta. Deseaba contarle que no se llamaba Crespo, pero no lo hizo.
—Lo mismo digo, amigo.
Los galos y los soldados de capa negra empezaron a golpear los escudos con las armas.
—¡A-NÍ-BAL! ¡A-NÍ-BAL!
Un escalofrío de terror recorrió las filas de los hastati. Después de todo lo que habían pasado, eso era la gota que colmaba el vaso.
—¡Tranquilos, chicos! —dijo Quintus, tratando de controlar su propio miedo—. ¡TRANQUILOS!
—¿Qué demonios está pasando aquí? —rugió una voz.
Quintus identificó la voz de Corax y a punto estuvo de saltar de alegría.
—Es Aníbal, señor. Está aquí con algunos de sus guardaespaldas y los galos, ellos… Nuestros chicos están tan cansados, señor. No pueden…
Corax lo miró de hito en hito y Quintus vislumbró el agotamiento en sus ojos.
El centurión escudriñó las filas enemigas, lanzó una maldición contra Aníbal y evaluó la situación.
—¡Mierda! Si nos quedamos, estamos jodidos. ¡Replegaos!
—¿Señor? —parpadeó Quintus.
—Ya me has oído, hastatus —rugió la voz de Corax como un látigo—. ¡Atrás, chicos! Mantened la formación. Replegaos lentamente, paso a paso. ¡Ahora!
No hizo falta decírselo dos veces. Con ojos temerosos y con la vista clavada en el enemigo, anduvieron cinco, diez, quince pasos atrás, pisando a sus propios heridos. Era una imagen desgarradora y nauseabunda a la vez. Manos ensangrentadas se levantaban a su paso acompañadas de voces suplicantes.
—¡No me dejeis aquí, por favor!
—Madre. ¿Dónde estás madre? ¡Madre!
—Me duele. Me duele mucho, haz algo por favor.
Quintus vio a más de un compañero utilizar el gladius e hizo lo mismo, pero fue incapaz de mirar a los ojos al hastatus a cuya vida había puesto fin. En cuanto se hubieron alejado unos cuarenta pasos, Corax dio el alto.
—No nos siguen —dijo Quintus esperanzado, sin apartar la vista del enemigo.
—No. Aníbal se ha marchado, mira. Va paseándose entre sus hombres para mantener la moral alta.
Quintus percibió por primera vez el cansancio en la voz de Corax y sintió miedo, pero al echar la vista atrás le tranquilizó la determinación de su rostro.
—Lo has hecho muy bien.
—¿Señor?
—Iba en vuestra busca cuando he visto que el enemigo estaba a punto de atacar. Nuestras filas flaquearon, pero tú asumiste el control. Bien hecho.
Las mejillas de Quintus, rojas por el sol y el agotamiento físico, se enrojecieron todavía más.
—Gracias, señor.
El centurión le dedicó una breve inclinación de cabeza.
—Fui a hablar con Servilio para organizar un contraataque, pero cuando llegué estaba moribundo. Sus líneas han caído por completo. Tuve suerte de escapar con vida —explicó Corax con voz queda.
Quintus se obligó a sí mismo a hacer la pregunta.
—La batalla está perdida, ¿no?
Se hizo un silencio atronador.
—Sí —respondió Corax al final—. Aníbal es un genio por haber logrado hoy lo que ha hecho. ¡Maldito sea! Solo los dioses saben cuántos hombres yacerán aquí al caer la noche.
Quintus miró a Urceus e identificó en su rostro la misma desesperación que él sentía. Haber escapado de los galos no significaba nada si continuaban rodeados.
—¿Qué debemos hacer, señor?
—Por ahora, evitar luchar contra el enemigo. Agrupar a más hombres y localizar un punto débil en la formación del enemigo para cruzarlo y dirigirnos al río, al campamento. Y si no es seguro, retirarnos al norte.
Lo que acababa de describir Corax sonaba más duro que escalar el pico más alto de los Alpes en mitad del invierno, pero Quintus se oyó a sí mismo y a Urceus expresar su acuerdo. Cuando Corax explicó el plan al resto de los hastati, nadie se lo discutió, ni siquiera Macerio. A Quintus no le sorprendió. Hacía mucho tiempo que el centurión se había ganado la confianza de todos, no solo en el lago Trasimene cuando atravesaron las falanges libias bajo su mando, sino también en duras situaciones posteriores. De todos modos, no les quedaba otra alternativa, salvo esperar a ser aniquilados por los cartagineses. A juzgar por la expresión aturdida de muchos legionarios, ese sería el destino de un buen número de ellos.
«Estoy cansado, agotado, pero no soy una puta oveja que espera a que le corten el cuello».
Hanno había acertado al intuir que los hombres estarían demasiado cansados para matar a todos los romanos. En cuanto el cielo adquirió todas las tonalidades de rojo y rosa posibles antes del anochecer, los libios parecían ebrios: se tambaleaban al caminar y apenas podían con el peso de los escudos y las espadas, y eran incapaces de matar a más romanos. En uno de los últimos asaltos, Hanno había perdido a varios soldados porque unos legionarios advirtieron su agotamiento. No tenía sentido perder a hombres tan valiosos de esa manera y decidió replegar a más de la mitad de la falange del combate, lo cual provocó una enorme brecha en su sección porque los legionarios aprovecharon para escaparse. Huían de uno en uno o de dos en dos, en pequeños grupos o en grupos más numerosos. Sin armas, sin escudos, quebrados y humillados. Huían como perros con el rabo entre las piernas. Los libios los vieron, pero eran incapaces de detenerlos. Su número aumentó y Hanno escupió en el suelo frustrado. Pensó en perseguirlos, pero sabía que eso sería demasiado para sus hombres exhaustos. Además, tenían otros objetivos más fáciles: los legionarios que todavía no habían huido.
No obstante, la oscuridad inminente representaba un problema. Las aves carroñeras que habían sobrevolado el campo de batalla durante todo el día habían desaparecido. El viento había amainado y las nubes de polvo se habían aposentado. Pronto sería demasiado oscuro y tendrían que marcharse. El fragor del combate había disminuido. Los alaridos de los heridos y los moribundos eran el sonido predominante. Hanno jamás se había sentido tan exhausto. Solo era capaz de luchar durante breves intervalos, pero no había saciado su sed de sangre. Quizá podían matar a unos cuantos romanos más. Quizá Pera fuera uno de ellos.
Hanno se paseó entre los soldados y los exhortó a hacer un último esfuerzo. Sonaron protestas y lamentos, incluso alguna maldición, pero volvieron a ponerse en pie para formar una línea desigual. Sumaron unos setenta hombres en total, el resto se quedó en el suelo cubierto de sangre, incapaz de moverse. Hanno observó que el brazo derecho de todos los hombres estaba rojo hasta el codo, rebozado en una mezcla de sangre fresca y coagulada. Era como si hubieran sumergido los escudos en un barril de tinte escarlata. Tenían las caras y los cascos salpicados de sangre, al igual que los pies y las sandalias. Estaban literalmente bañados en sangre, de pies a cabeza. Parecían demonios escarlata, criaturas del infierno.
«Me imagino que yo tengo el mismo aspecto», pensó con cierta repulsión. No era de extrañar que los romanos gritaran tanto cuando se acercaban a ellos.
—¿Será este el último asalto, señor? —preguntó Mutt con voz queda.
Hanno lo miró irritado.
—No era esa mi intención, no.
—No creo que los hombres puedan aguantar mucho más, señor. Míralos.
Hanno se volvió de mala gana hacia sus soldados. Algunos estaban apoyados en los scuta para mantenerse en pie y muchos tenían la cabeza sobre el antebrazo, que a su vez descansaba sobre el borde del escudo. ¿Era posible que hubiera un hombre roncando? Hanno miró el grupo de romanos más cercano, un centenar de legionarios a las órdenes de un centurión herido.
—No voy a dejar que esos se escapen, de ninguna de las maneras —insistió con tozudez.
—Un último ataque, señor. Si pretendes seguir después de eso, nos vas a acabar matando a todos.
Hanno no quería reconocerlo, pero Mutt tenía razón. Hasta su segundo al mando, que era capaz de marchar todo el día sin sudar, parecía exhausto. En vista de la situación, seguro que Aníbal no pensaría mal de él si decidía parar.
—Muy bien, pero quiero a ese centurión muerto antes de retirarnos. Si acabamos con él, el resto caerá.
—Sí, señor. Creo que podemos hacerlo —sonrió Mutt, dejando entrever sus blancos dientes en medio de la cara roja—. Después de eso, me parece que podremos decir que hemos ganado, ¿no?
—Yo diría que sí, Mutt. Los puñeteros romanos deberán reconocer su derrota después de esto. Casi hemos aniquilado a su ejército.
—Suena muy bien lo que dices, señor.
—Suena bien, sí.
Hanno se permitió saborear las mieles del triunfo por primera vez. Lo único que necesitaba para que el día fuera completo era que su padre y sus hermanos —incluido Sapho— sobrevivieran. No era probable que pudiera localizarlos esa misma noche, pero los buscaría al día siguiente. Con la gracia de los dioses, podrían celebrar juntos la victoria de Aníbal.
—¿Listo, señor? —preguntó Mutt.
—Sí.
Mutt llamó a los libios a formación.
—Un último asalto y habremos acabado —prometió con voz ronca—. Hay una moneda de oro para el que me entregue el casco de ese centurión.
A pesar de tener la garganta seca, los soldados asintieron con un rugido. Uno incluso tuvo fuerzas suficientes para golpear el escudo con la espada. El ritmo era contagioso y varios más se sumaron a él. Hanno se rio al ver que los romanos retrocedían y el centurión increpó a los que huían.
—¡Están retrocediendo! ¡Ataquemos con fuerza y los hundiremos! ¿Me habéis oído?
A pesar del cansancio, sonaron varios vítores.
—¡A-NÍ-BAL! —bramó Mutt.
—¡A-NÍ-BAL! —gritaron varios hombres.
Los romanos volvieron a retroceder.
—Repítelo —susurró Hanno.
Mutt volvió a gritar.
—¡A-NÍ-BAL!
Esta vez el centurión no pudo retener a los legionarios, que dieron media vuelta y huyeron.
Hanno y sus hombres los persiguieron en la oscuridad como una jauría de lobos.
Corax echó un vistazo al campamento y obligó a sus hombres a continuar. Algunos protestaron. Era casi de noche. Tras un asalto breve pero encarnizado, habían cruzado el cerco de los cartagineses, que seguían matando a los romanos. A continuación, vadearon el río y regresaron al campamento en la oscuridad.
—Ya hemos hecho suficiente, señor —dijo un soldado.
—Estamos muertos, señor —agregó otro.
—Los guggas no nos perseguirán esta noche, señor —añadió Urceus.
Quintus, agotado, estaba a punto de decir lo mismo cuando la respuesta de Corax lo silenció.
—Quedaos aquí si queréis, gusanos, pero no os sorprendáis si la caballería gugga aparece por la mañana. ¡Porque aparecerá! Aníbal querrá dominar toda la zona. Si seguimos andando, estaremos a kilómetros de distancia cuando amanezca, más allá del alcance del enemigo. Entonces podréis descansar y dormir sabiendo que no os despertaréis con una lanza enemiga clavada en el vientre.
El centurión se había hecho con algunas provisiones y se puso en marcha, sin mirar atrás para ver si le seguían. Quintus y Urceus se miraron y le siguieron resignados. Las palabras de Corax eran muy creíbles. ¿Qué significaban unas horas de marcha en comparación con la muerte? Excepto seis hombres, todos se sumaron a ellos. En total eran poco más de una treintena. Para gran frustración de Quintus, Macerio no fue uno de los que se quedaron. El rubio hastatus había sobrevivido a la batalla ileso y no había manera de librarse de él.
Sin la presencia de Macerio y el enemigo, la marcha hubiera sido un bonito paseo bajo la luz de la luna. La visibilidad era buena y la temperatura agradable. Los romanos se imaginaban al enemigo agazapado detrás de cada arbusto y el miedo les hacía saltar cada vez que oían un ruido nocturno. Estaban agotados. Quemados por el sol. Famélicos. En los pocos momentos de descanso que les concedía Corax, apenas podían probar bocado. Ante todo, estaban conmocionados por lo sucedido. Había pasado lo imposible. Aníbal y sus soldados habían derrotado —por no decir masacrado— a ocho legiones, con su caballería y socii auxiliares. Casi toda la fuerza militar de la República había sido eliminada de la faz de la tierra en un día por unas huestes de tamaño muy inferior.
Nadie hablaba. Los hombres lloraban a sus compañeros muertos. Quintus sentía que Severus y tantos otros de su unidad hubieran caído, pero sus plegarias por ellos fueron breves. Sobre todo rogó a los dioses que su padre, Calatinus, y Gaius —si había estado allí— hubieran sobrevivido. Sabía que era demasiado pedir, pero no podía dar preferencia a uno sobre los otros. El día había sido lo bastante cruel como para tener que tomar decisiones de ese tipo.
Pasaron varias horas hasta que Corax se contentó con la distancia recorrida. Guiándose por las estrellas, les había llevado al noroeste, hacia las colinas de Canusium. No llegaron hasta la ciudad, pero no quedaba demasiado lejos. El grupo podría refugiarse tras la relativa seguridad de sus murallas a la mañana siguiente.
—Ahora, dormid. Os lo merecéis —dijo Corax con solemnidad—. Estoy orgulloso de cómo habéis luchado hoy.
Quintus enarcó una ceja y miró a Urceus, que sonrió. Las palabras del centurión les levantaron el ánimo. Nunca se prodigaban en elogios, así que saborearon el momento.
Corax se asignó a sí mismo la primera guardia y se apostó junto a una roca próxima con la espada y el escudo cerca. Los hastati cayeron dormidos donde estaban, indiferentes al suelo duro y al hecho de no tener mantas. Quintus y Urceus se tumbaron uno junto al otro bajo las ramas de un gran roble. Se quedaron dormidos en cuanto la cabeza tocó el suelo caliente.
Quintus soñó con sangre, con un prado empapado en sangre con colinas a un lado similares a las del lugar donde habían luchado. Miles de pequeños islotes estaban dispersos por el terrible mar rojo. Para su gran disgusto y horror, no eran islotes, sino cadáveres. Algunos eran galos, íberos y númidas, pero la mayoría eran legionarios. Hombres muertos de forma violenta. Mutilados y con los intestinos colgando. Con grandes cortes profundos de la cabeza a los pies. Con heridas mortales que provocaban muertes agónicas. Con enormes lenguas hinchadas de color violeta que sobresalían de las bocas entreabiertas. Había gusanos en todas las cavidades del cuerpo, en los ojos, la boca y las heridas, pero la expresión de su rostro era muy nítida, eran rostros desdeñosos y acusadores cargados de odio que parecían preguntar: ¿por qué has sobrevivido tú y yo no? «¡No lo sé! —gritó Quintus a modo de respuesta—. ¡Debería haber muerto más de una docena de veces!».
Quintus se despertó de golpe. Sudaba y el corazón le latía con fuerza.
El movimiento le salvó la vida. Una mano le tapaba la boca, pero el puñal dirigido a su garganta le pasó junto a la oreja y se clavó en el suelo. Miró hacia arriba, a su atacante. Macerio estaba en cuclillas a su lado, con una mueca de odio en la cara. ¿Quién si no?, pensó Quintus con amargura. El rubio hastatus arrancó el arma del suelo y volvió a alzar el brazo. Totalmente despierto de repente, Quintus agarró el brazo de Macerio. Forcejearon para hacerse con el control del puñal, uno intentando mantenerlo donde estaba y el otro tratando de clavarlo en la carne de su contrincante. Por un momento, la situación se mantuvo en tablas. Quintus quiso morder la otra mano de Macerio, pero no conseguía clavar los dientes. Movió las piernas, tratando de escabullirse, pero Macerio estaba inclinado sobre él con todo el peso sobre los brazos y tenía a Quintus inmovilizado.
—¡Tendría que haber acabado contigo hace mucho tiempo! Pensé que hoy morirías —susurró—. Más vale tarde que nunca.
A pesar de todos sus esfuerzos, Quintus no lograba detener el descenso lento del brazo de Macerio hacia su cara.
«¿Cómo puede ser que esto acabe así? —Deseaba gritar Quintus—. ¿He sobrevivido a la batalla para morir como un perro?». Sacudió las piernas de nuevo y tocó algo, a alguien. ¡Urceus! Empezó a darle patadas sin cesar. Un gruñido enfadado. Una pregunta murmurada. Quintus le propinó una última patada antes de concentrar toda su energía en evitar que Macerio le clavara el puñal, que estaba a menos de dos palmos de su garganta y se acercaba por momentos. Quintus notó que le cedía el brazo. Nunca había recobrado toda la fuerza después de la herida de flecha. «¡Que te jodan, Macerio! —pensó—. Nos veremos en el Hades».
Sonó un fuerte golpe. Macerio abrió unos ojos como platos. Se puso rígido y el puñal le tembló en la mano. Quintus recobró el control del brazo de su enemigo. La otra mano de Macerio le soltó la boca. Un sonido de succión, como el de una espada al ser arrancada de la carne. Otro impacto. Con un grito ahogado, Macerio se desplomó a su lado boca abajo. Quintus no daba crédito a sus ojos. Urceus estaba allí de pie con la mano en la empuñadura del gladius que estaba clavado en la espalda de Macerio. Recuperó la espada y volvió a clavarla en su cuerpo para asegurarse de que estaba bien muerto.
—¡Vete al infierno pedazo de mierda! —Urceus escupió sobre el cuerpo de Macerio.
Quintus se incorporó temblando de alivio.
—Gracias, me has salvado la vida.
—Solo quería que dejaras de darme patadas —respondió Urceus con una sonrisa, pero se puso serio en el acto—. Eres mi amigo. ¿Qué iba a hacer si no?
Quintus le dio un golpe amistoso en el hombro. Despiertos por el ruido, varios hombres empezaron a preguntar qué sucedía. Corax se acercó a grandes zancadas. Quería saber lo que estaba pasando y amenazó con castrar a cualquiera que pillara peleándose. No importaba, nada importaba. Estaba vivo. Y Urceus también. Macerio nunca volvería a molestarle. Quintus hubiera preferido matarlo con sus propias manos, pero Urceus también había sido amigo de Rutilus. «Descansa en paz —pensó—, tu muerte ha sido vengada».
Finalmente un pequeño consuelo al final del día más horrible de su vida.
Hanno se despertó bajo el sol abrasador. Dejó escapar un gemido e intentó dormirse de nuevo, pero no pudo. Entre el zumbido del millón de moscas que volaban a su alrededor, oyó un lamento quedo. «Por todos los dioses, son los heridos», pensó. Se despertó al acto. Tenía la boca seca, deshidratada, y los párpados hinchados por el sueño. Le dolía todo el cuerpo, pero estaba vivo, y eso era mucho más de lo que podían decir los miles de guerreros que habían caído durante la batalla o los que habían muerto durante la noche. Hanno abrió los ojos. Lo primero que vio fue el contorno de las alas. Cientos de alas en el cielo. «Mierda». El cielo estaba repleto de buitres, más de los que jamás había visto en su vida. Se obligó a levantarse. Sus soldados seguían durmiendo en medio del campo de batalla. Tras el último ataque del día anterior contra los romanos, Hanno había decidido que no merecía la pena tratar de encontrar el camino al campamento en medio de semejante caos cuando solo quedaban seis horas para que saliera el sol. Había ordenado a sus hombres que despejaran de cadáveres y armas un espacio suficiente en el suelo para dormir, designó a un par de centinelas y dejó que el resto cayera rendido. Hanno contempló la matanza. Aunque sabía lo que cabía esperar tras el fragor de la batalla, la visión era indescriptible. La evidencia de su extraordinaria victoria —y del increíble triunfo de Aníbal— no podía ser más clara.
Cadáveres, miles y miles de cadáveres, yacían en el suelo por doquier. Cuerpos solitarios, juntos o apilados de todas las razas y todos los colores imaginables, todos unidos en el frío abrazo de la muerte. Libios. Galos. Íberos. Baleáricos y ligures. Romanos y socii, unidos como en vida. Todos, absolutamente todos, cubiertos de sangre. La sangre lo cubría todo: los hombres, las armas, los cascos, los estandartes. Hasta el suelo estaba ensangrentado, como si los dioses hubieran descendido por la noche para pintarlo todo de escarlata. Hanno contempló con morbosa fascinación los cadáveres más cercanos. Mutilados, cortados, destripados. Sin brazos. Sin piernas. Algunos decapitados. Boca abajo, de lado, boca arriba, bocas abiertas y enjambres de moscas por todas partes. El hedor de la orina y la mierda llenaban el ambiente mezclado con el olor cobrizo de la sangre y los gases de los cuerpos que empezaban a descomponerse. No quería ni imaginar cómo sería el hedor al final del día.
Vislumbró en la distancia los cuerpos inertes de algunos caballos en el lugar donde debió de producirse el choque de las caballerías. Si aguzaba el oído, era capaz de oír los gemidos de algunos animales que seguían vivos. Tendrían que sacrificarlos, pensó consternado. Dedicarían el día a peinar la zona en busca de sus heridos y a rematar a los enemigos que no hubieran entrado todavía en el Hades.
Un grito cercano le sacó de su ensimismamiento. Vio a varias figuras a su izquierda que se movían entre los cuerpos. Eran mujeres galas que iban matando a los romanos heridos mientras buscaban los cuerpos de sus maridos. «¡Padre!», pensó. Bostar. Sapho.
Hanno despertó a Mutt y ordenó que los hombres fueran a buscar agua al río y comida.
—Después, empezad a buscar a nuestros heridos y traedlos aquí. A ver qué podemos hacer por ellos. Los llevaremos al campamento más tarde.
—¿Y si encontramos a romanos que todavía respiran? —preguntó Mutt.
—Ya sabes qué hacer con ellos.
—Sí, señor. —Mutt lo miró con suspicacia—. ¿Vas a buscar a tu familia?
—Sí.
—Espero que los dioses les hayan permitido salir de esta.
Hanno miró a Mutt agradecido y se marchó. Sapho era quien había estado más próximo a él durante la batalla, así que fue en su busca primero. Lo encontró sentado, apoyado contra una pila de cadáveres romanos dando órdenes a los hombres muy similares a las que Hanno acababa de dar. Una venda manchada de sangre en el muslo derecho explicaba por qué estaba sentado.
—¡Hanno! —exclamó Sapho con una amplia sonrisa—. ¡Estás vivo!
—¡Qué alegría verte, hermano! —A pesar de todo lo sucedido entre ellos, a Hanno se le llenó el corazón de alegría. Se arrodilló junto a Sapho y se abrazaron—. Estás herido. ¿Es grave?
—No está mal —respondió Sapho con una mueca—. El último puto romano que maté anoche me hirió la pierna al caer. No debería haber ocurrido, pero estaba cansado.
—Al final, todos estábamos exhaustos. Menudo día, ¿eh?
—Después de esto, el nombre de Aníbal pasará a los anales de la historia.
—Sin duda —convino Hanno, que en esos momentos sentía una admiración ciega por su general. Disfrutaron de la imagen un breve instante—. ¿Has visto a nuestro padre o a Bostar? —preguntó Hanno.
—Todavía no, pero he mandado un soldado a buscarlos.
—Yo voy ahora.
—Que Eshmún te lleve rápido a su lado. Mantenme informado.
—De acuerdo.
Hanno utilizó las colinas como punto de referencia para orientarse por el campo de batalla. La zona que atravesaba era donde había luchado —y muerto— el grueso del ejército romano. Por cada cartaginés en el suelo, había al menos seis romanos. Todavía quedaban muchos soldados vivos de ambos bandos. Muchos levantaron las manos suplicantes, algunos romanos incluso pidiéndole agua o el fin a su tormento. Hanno endureció el corazón y siguió su camino sin volver la vista atrás. La visión de los romanos muertos le hizo pensar en Quintus y Fabricius. Por Aurelia y por la amistad que le había unido a Quintus, esperaba que ambos hubieran sobrevivido. Vio a íberos y galos por todas partes, hombres que habían pasado la noche en el campo de batalla y que ahora se dedicaban a saquear a los muertos y, a juzgar por los constantes aullidos de dolor, también aprovechaban la ocasión para rematar a los enemigos que se hallaban en su camino. A Hanno no le parecía bien, pero era la práctica habitual. Cerró los oídos y miró hacia otro lado.
Al cabo de un rato localizó el lugar donde habían luchado los libios del otro flanco. Distinguió a varios soldados bebiendo agua y conversando en voz queda y casi corrió hacia el primer grupo.
—Busco a Malchus —interrumpió— y a Bostar, que estaba al mando de una falange.
—Supongo que eres uno de los hijos de Malchus, ¿no? —preguntó un libio con barba y nariz ganchuda.
—Sí, soy Hanno. ¿Los has visto?
—No he visto a Malchus desde ayer, pero Bostar ha estado aquí hablando con nuestro comandante.
El corazón le dio un vuelco de alegría.
—¿Adónde ha ido?
—La última vez que lo vi, señor, iba en esa dirección —respondió el soldado, señalando a la izquierda—. Allí es donde estaba la falange de Malchus, a unos cien pasos de aquí.
—Muchas gracias —sonrió Hanno. Pronto se reuniría con su padre y su hermano.
Hanno fue todo lo rápido que aguantaban sus cansadas piernas. Anhelaba emborracharse con Bostar esa noche. Con Sapho también. Sonrió. Y, después de un día tan glorioso, quizá su padre abandonara su habitual porte adusto y se sumara a la celebración.
La feliz imagen se disipó de su mente cuando vio a Bostar arrodillado de espaldas a él, con un cuerpo a sus pies. Los hombros caídos de su hermano lo decían todo.
—¡No! Por favor. ¡Padre!
Hanno corrió hasta ellos. Vio el cuerpo ensangrentado de su padre y se le encogió el estómago. Era evidente que estaba muerto. La tristeza paralizó a Hanno.
Bostar volvió la cabeza. Tenía surcos de lágrimas en la cara ensangrentada, pero sonrió al ver a Hanno.
—¡Hermano!
Hanno apartó la mirada del cuerpo de su padre y miró a Bostar con lágrimas en los ojos. Los hermanos se fundieron en un abrazo y dieron rienda suelta a su llanto.
—Sapho está vivo —murmuró Hanno al cabo de un rato.
Bostar se puso rígido antes de responder.
—Bien.
No había nada más que decir.
Pasaron un buen rato abrazados. Cuando se separaron, ambos se volvieron instintivamente hacia su padre. A pesar de las terribles heridas, todas en el torso, presentaba una expresión serena. Parecía diez años más joven.
—No hubiera querido morir de ninguna otra manera —dijo Hanno de su padre, orgulloso a la vez que triste.
—Es cierto. Sus hombres me han contado que los romanos de esta sección ya habían roto filas cuando recibió la estocada mortal. Por lo menos murió sabiendo que habíamos ganado.
—Por eso tiene una expresión tan tranquila.
—Seguro. En cuanto supo que el plan de Aníbal había funcionado, la muerte fue una liberación para él. Nunca lo reconoció, pero desde que murió nuestra madre lo único que deseaba era reunirse con ella. ¿Recuerdas lo mucho que cambió cuando ella murió?
—Sí —murmuró Hanno. Arishat, su madre, había sido la luz de la vida de su padre—. Siempre pensé que había muerto algo en él cuando ella se fue.
—Ahora volverán a estar juntos.
—Es agradable pensar en ellos así.
Hanno sintió que el dolor se amortiguaba un poco. «Adiós, Padre. Saludos, Madre. Cuidaos mucho».
—Nos contemplarán desde el cielo cuando entremos en Roma victoriosos —añadió Bostar, rodeando a Hanno con un brazo por encima de los hombros.
A Hanno le gustó la idea. Parecía muy apropiada.
—¿Crees que ese será el siguiente objetivo de Aníbal?
—No estoy seguro. Para serte sincero, tampoco me importa demasiado ahora mismo. Después de lo que hicimos ayer, todos los romanos estarán cagados de miedo pensando en lo que vamos a hacer a continuación. Por ahora, recordemos a nuestro padre y al resto de los muertos y celebremos la victoria.
—Creo que a padre le habría gustado que celebrásemos el triunfo —dijo Hanno—. Cuando venía hacia aquí pensaba que quizás incluso se aprestara a beber con nosotros esta noche.
Bostar rio.
—Seguro que esta noche habría hecho una excepción, pero brindaremos a su salud, ¿eh?
Hanno notó un nudo en la garganta y asintió con la cabeza. Su padre jamás sería olvidado, ni tampoco la victoria en esos campos de sangre.