Capítulo 17

Cannae, Apulia

Urceus carraspeó y lanzó un escupitajo. Mientras se secaba el sudor de la frente con la mano, el húmedo pegote se evaporó del suelo ante sus ojos.

—Por todos los dioses, qué calor hace y qué seco está todo. No queda ni una brizna de verde en los prados.

—No es de extrañar si se tiene en cuenta que hace semanas que no llueve. Y tampoco ayuda que sesenta mil soldados pateen la zona cada día —dijo Quintus con un guiño.

Urceus lo fulminó con la mirada.

—¡Qué gracioso eres! Pediría a los dioses que nos dieran un poco de viento, pero entonces tendríamos una tormenta de polvo. Jamás pensé que lo diría, pero cuanto antes llegue el otoño, mejor.

—Todavía falta mucho.

—Con suerte tendremos que esperar menos para que la situación llegue a un punto crítico.

—Aunque no ha sido hoy —comentó Quintus.

Su campamento se hallaba a poco más de un kilómetro y medio del de Aníbal, y Urceus y él acababan de regresar, junto con diez mil soldados más, de pasar varias horas al sol plantados ante sus propias murallas. Esa había sido la respuesta del cónsul a Aníbal, que había ofrecido batalla apostando a todo su ejército frente al campamento enemigo presto para luchar. La tensión inicial había resultado insoportable. Se oyeron plegarias y bromas nerviosas en todas las filas y los soldados arguyeron excusas poco plausibles para orinar en su sitio. En cuanto tuvieron claro que el enemigo no iba a atacar y que Paulo no iba a movilizar a toda las legiones, una sensación próxima a la euforia se apoderó de las tropas, cuya prioridad pasó a ser saciar su sed y evitar el calor asfixiante. La orden de retirada fue acogida con júbilo generalizado.

—¿Por qué no habrá querido Paulo entrar en batalla contra Aníbal? —musitó Urceus antes de succionar el contenido de su odre de agua como un bebé que no ha sido amamantado durante días.

—A nadie le gusta que sea la otra parte quien elija el terreno —contestó Quintus—. Antes de una batalla, ambas partes juegan a provocarse mutuamente aparentando el traslado de campamentos, marchando delante del enemigo o tendiendo emboscadas.

—Eres todo un experto, ¿eh? —comentó Urceus con cierto sarcasmo. Quintus deseaba haber mantenido la boca cerrada. Hablar de tácticas bélicas de esa manera —tema que había estudiado con su padre— podía suscitar sospechas acerca de su verdadera identidad, pero suspiró aliviado cuando Urceus siguió hablando—. Has estado escuchando a Corax, ¿eh?

—Sí —respondió Quintus con una sonrisa forzada.

—Seguramente Corax tiene razón. No podemos largarnos sin más después de haber pasado tanto tiempo tan cerca de los guggas. Sería desastroso para la moral de las tropas y seríamos el hazmerreír de toda Italia, y los cónsules lo saben. Las tácticas dilatorias de Fabio han funcionado durante un tiempo, pero ahora disponemos de más tropas y ha pasado el tiempo suficiente para que nuestras derrotas se hayan olvidado un poco. Ahora la República necesita una victoria aplastante, pero Aníbal tiene tantas ganas de luchar como nosotros, y no tiene miedo.

Quintus pensó en Hanno, cuya pasión por luchar contra Roma había sido palpable desde el momento en que se sintió lo bastante seguro como para confiar en Quintus. Por consiguiente, el deseo de Aníbal, un general que había llevado sus tropas hasta Italia en un viaje épico, debía de ser muchísimo mayor.

«Me imagino que yo sentiría lo mismo si Roma hubiera sido derrotada en aquella guerra y se la hubiese obligado a pagar una compensación tan elevada y a ceder buena parte de su territorio a Cartago», pensó.

—Aníbal lleva esperando este momento desde Trasimene —sentenció Quintus, ignorando el escalofrío de miedo que le recorrió la espalda—. Su ejército lleva dos meses esperándonos. Por eso trasladó el campamento de Cannae a este lado del río Aufidius y esta mañana ha lanzado el guante. Al rechazar su oferta le hemos demostrado que no siempre puede salirse con la suya.

—Supongo que tienes razón —convino Urceus—, pero las cosas pueden cambiar mañana cuando Varrón asuma el mando.

La tradición de que los cónsules dirigieran el ejército en días alternos se remontaba a los orígenes de Roma, pero si tenían personalidades muy distintas, podían surgir problemas. Quintus esperó que no sucediera eso.

—Varrón parece más dispuesto a luchar que Paulo —reconoció Quintus.

—Buena prueba de ello es el enfrentamiento que se produjo entre la caballería gugga y la infantería cuando marchamos hacia el sur. El único motivo por el cual Varrón ordenó la retirada fue porque estaba a punto de ponerse el sol, pero no me imagino a Paulo actuando así.

Quintus sonrió al recordarlo. La emboscada enemiga había sido respondida con fiereza y, pese a no ser concluyente, había despertado la sed de victoria entre los hombres del manípulo de Corax y Pullo y en el ejército en general.

—Paulo es más precavido que Varrón, pero tras lo sucedido en el Trebia y Trasimene, es normal. He oído que Aníbal se quedará sin comida en un par de días. Si no hacemos nada, tendrá que desmontar el campamento, lo cual nos brindará una oportunidad de atacar. Es probable que sea eso lo que Paulo espera.

—¡Pero no hace falta esperar! Nuestro ejército casi dobla el de Aníbal. Con más de cincuenta mil legionarios, las cosas no nos pueden ir mal. Nuestros hombres ya consiguieron atravesar las filas enemigas en el Trebia y Trasimene, así que si los cónsules no cometen ninguna estupidez, aplastaremos a los guggas.

Quintus se relajó un poco. Era imposible no estar de acuerdo con Urceus. Además, todo el mundo opinaba lo mismo. Tal y como le explicó Calatinus, aunque la caballería romana fuera ligeramente inferior a la cartaginesa, su labor era muy simple, pues solo tenían que contener a la caballería enemiga mientras la infantería abría una brecha en el frente principal de Aníbal. Si se lograba ese objetivo, el enfrentamiento entre ambas caballerías sería superfluo.

—Vamos, que nosotros estaremos relajados al sol mientras vosotros sudáis la gota gorda —bromeó Calatinus.

A Quintus no le costó imaginárselos rematando a la infantería cartaginesa y, aunque Aníbal venciera a la caballería romana, a sus jinetes no les quedaría mucho que hacer, aparte de importunar a los legionarios.

—¡La victoria será nuestra! —gritó Quintus con confianza renovada.

—¡La victoria será nuestra! —repitió Urceus—. Y la victoria bien podría llegar mañana.

Hanno se notó los músculos doloridos mientras seguía al mensajero hasta la tienda de Aníbal. A pesar de no haber luchado contra el enemigo, habían necesitado casi un día entero para movilizarse y apostarse delante del campamento romano a fin de retarle en vano para luego dar media vuelta y desandar lo andado. Hanno interrogó al mensajero, uno de los scutarii de Aníbal, pero el hombre dijo desconocer el motivo por el que había sido llamado. Hanno se olvidó del cansancio en cuando se aproximaron al gran pabellón de Aníbal situado en el centro del campamento. Había unos treinta y cinco hombres reunidos allí procedentes de todas las secciones del ejército: oficiales númidas, galos, baleáricos e íberos. Hanno reconoció también al hermano de Aníbal, Mago, y a los comandantes de su caballería, Maharbal y Asdrúbal. También estaba allí su padre con Bostar, Sapho y el resto de los comandantes de las falanges.

«Por todos los dioses, espero no ser el último», pensó Hanno sonrojándose, aunque todavía se sintió más turbado cuando Aníbal, que iba vestido con una sencilla túnica morada, lo vio entre la multitud.

—Bienvenido, hijo de Malchus, uno de los hombres que ha alimentado últimamente a nuestro ejército.

Las palabras del general fueron recibidas con murmullos de aprobación.

Cohibido a la vez que feliz por ese reconocimiento público, Hanno sonrió como un idiota e incluso devolvió sin esfuerzo un guiño de Sapho.

—Vamos al grano —dijo Aníbal, señalando la mesa que tenía ante sí y sobre la que había dispuesto varios montoncitos de piedras negras y blancas—. Esta mañana hemos ofrecido batalla a los romanos, pero se han negado al enfrentamiento.

—¡Lástima, señor! —gritó Sapho.

—¡Sí! —añadió un galo—. ¡Mis hombres no dejan de quejarse!

Aníbal sonrió ante la carcajada general.

—Pronto lucharemos, no temáis. Quizá mañana mismo. —El ambiente cambió al instante y la tensión se reflejó en los rostros de todos los presentes—. La mayoría de nosotros nos hemos pasado la mañana plantados delante del campamento romano, pero no todos. Zamar y un puñado de sus mejores hombres han estado apostados en la cima de una colina en Cannae. ¿Queréis saber lo que han visto?

—¡Sí, señor! —corearon todos.

—A primera vista no parecía gran cosa, nada más que un grupo de oficiales enemigos al otro lado del río, pero Zamar los ha estado vigilando el tiempo suficiente como para darse cuenta de que estaban explorando el terreno —expuso Aníbal, y esperó a que sus oficiales digirieran la información.

La voz seria de Malchus rompió el silencio.

—¿Significa eso que tal vez el cónsul que mañana estará al mando del ejército romano hará marchar sus legiones por allí, señor?

—Eso creo. Acercaos a ver el plan que he trazado por si acaso estoy en lo cierto —sonrió Aníbal, revelando sus blancos dientes entre su barba oscura al tiempo que daba golpecitos a la mesa.

Todos se arremolinaron alrededor de la mesa. Hanno no se atrevió a ponerse delante, pero gracias a su altura veía bien por encima del hombro de su padre.

—Aquí están las colinas de Cannae —explicó Aníbal señalando una hilera de grandes piedras— y esto es el río Aufidius —añadió, apuntando a una delgada tira de piel que discurría paralela a las piedras—. ¿Me seguís?

—¡Sí, señor!

A continuación, Aníbal formó un gran rectángulo de piedras negras, cuyos lados más largos quedaban paralelos a las colinas y al extremo del río.

—Estas tres filas son las legiones —continuó poniendo a ambos lados una fina línea de piedras negras—. Esto es la caballería enemiga —añadió antes de colocar unas piedrecillas desordenadas delante del rectángulo— y estos son los escaramuzadores enemigos. —Aníbal volvió a guardar silencio para dar tiempo a sus oficiales a deducir lo que acababa de hacer. Al cabo de un momento, continuó hablando—: Si los romanos pretenden luchar en este terreno, tendrán que hacerlo así, con un frente estrecho y una formación mucho más profunda de lo normal. Es lo más lógico. La mitad de sus hombres son nuevos reclutas y de esta manera los mantiene en posición y evita que cunda el pánico. Además, gracias a las colinas y al río también restringen el espacio de maniobra para un combate de caballería, puesto que saben que es probable que lo ganemos nosotros.

Volvió a mover las manos, esta vez para colocar las piedras blancas frente a las negras.

Hanno observó con atención, pero no entendía nada. Miró a su alrededor y comprobó que el resto de las caras reflejaban la misma incomprensión.

—¡Ja! —rio Aníbal—. ¿Sabe alguien que es esto?

—Nuestra caballería —respondió Asdrúbal sonriente, señalando las líneas de piedras a ambos lados de la figura central.

—¡Qué listo eres! —exclamó Aníbal dándole una colleja amistosa—. Así es. Quiero que tú te coloques a la izquierda, cerca del río, con los caballos íberos y galos. Maharbal, tú te pondrás en el flanco derecho con los númidas. Cuando empiece el combate, quiero que ambos avancéis. Asdrúbal, tú debes contener a la caballería de los ciudadanos, mientras que Maharbal se encargará de los socii, pero no quiero que entréis en combate. Asdrúbal, mantén a tus hombres a raya. En cuanto hayas conseguido el objetivo, debes dar media vuelta y acudir en ayuda de Maharbal.

—Sí, señor —respondió el comandante de caballería.

—Esto parece una casa tumbada, ¿no os parece? —sugirió Aníbal siguiendo con el dedo el perfil de las piedras situadas entre las unidades de caballería—. Son dos paredes y un tejado un poco abovedado con gotas de lluvia que le caen encima.

—No nos hagas esperar más, señor, explícanos lo que pretendes hacer —suplicó Malchus.

Hanno se unió a la petición de su padre, al igual que muchos comandantes. ¿Qué idea ingeniosa se le habría ocurrido a su general?

—Muy bien. Estas «gotas de lluvia» son los escaramuzadores, mientras que la casa es nuestro centro, que estará formado por galos e íberos que yo dirigiré contigo, Mago —explicó Aníbal, dirigiéndose a su hermano, que parecía satisfecho.

El galo que antes había hablado se inclinó sobre la mesa y apoyó su grueso índice sobre las piedras.

—Es un gran honor estar en el centro contigo como líder —dijo en su pobre cartaginés—, pero ¿por qué está curvada esta línea? ¡Es estúpido!

Algunos oficiales se escandalizaron ante el exabrupto del galo, pero Aníbal se limitó a sonreír.

—Piensa —dijo dando golpecitos al rectángulo negro—. Es imposible detener a ochenta mil legionarios, aunque la mitad sean novatos. Nadie puede, ni siquiera vosotros con vuestros magníficos guerreros —dijo, dedicando una mirada de gran respeto a los comandantes galos e íberos, que asintieron de mala gana.

—Entonces, ¿los romanos nos empujarán hacia atrás? —preguntó el galo.

—Así es. —Aníbal movió el «tejado» hasta aplanarlo y convertirlo en una línea recta—. Nos embestirán hasta aquí. Llegados a este punto, los romanos no se detendrán —explicó mientras empujaba unas piedras blancas hasta formar un arco y separar algunas entre sí—, y es posible que rompan nuestras filas.

Los galos y los íberos no parecían nada contentos con la explicación, pero no protestaron.

—¿A qué puñetas está jugando? —preguntó Hanno impaciente alternando el peso de un pie a otro.

—Confía en Aníbal —susurró su padre echando la cabeza hacia atrás—. Sabe lo que se hace.

«Espero que así sea», pensó Hanno. Respiró hondo y soltó el aire poco a poco. Aníbal siempre tenía un plan.

—Cuando suceda eso, tú —dijo Aníbal mirando a Hanno— y el resto de los comandantes de las falanges llegaréis y…

Al igual que la mayoría de los soldados de infantería, Quintus se había acostumbrado a dormir al raso sobre las mantas. El calor de las últimas semanas hacía imposible dormir en las tiendas de ocho hombres. Ni siquiera a la intemperie era posible conciliar el sueño durante varias horas después de la puesta de sol. A todos les costaba dormir.

A causa de las elevadas temperaturas del día anterior, de las más altas desde el inicio del verano, Quintus no solo estaba despierto en el segundo cambio de guardia, sino también en el tercero. Por consiguiente, cuando las trompetas sonaron antes del amanecer no estaba de muy buen humor.

—Parece que Varrón ha tomado su decisión.

—Eso parece. Que los dioses nos acompañen —dijo Urceus al tiempo que se incorporaba y se frotaba los ojos.

Quintus murmuró su acuerdo y varios hombres se tocaron el amuleto de la suerte que llevaban al cuello.

—Hoy seguro que no se me pone la lengua como un estropajo —declaró Urceus, dando una patada a los dos grandes odres de agua que tenía a sus pies.

—A mí tampoco —dijo Quintus.

Corax había aconsejado a todos los manípulos que se llevaran mucha agua consigo. Según el centurión, morir de sed era una de las maneras más tontas de morir.

—¡Arriba! ¡Arriba holgazanes! —gritó Corax, paseándose arriba y abajo por las tiendas vestido de uniforme y arreando con la caña a los que todavía no se habían levantado. Quintus y Urceus se pusieron de pie al instante.

»¡Hoy es el día, chicos! ¡Hoy es el día! Mead y cagad si tenéis ganas y, si no tenéis, también, porque dudo que se os presente otra oportunidad más tarde. —Corax sonrió ante las risas nerviosas que había provocado su comentario—. No quiero ninguna tachuela suelta en las suelas de las sandalias, así que revisadlas bien antes de ponéroslas. Colocaos la armadura y aseguraos de que el cinturón soporta el peso de la cota de malla, si es que la lleváis. Caminad un poco con la armadura para comprobar que os la habéis puesto bien. Pedid a los compañeros que os revisen las cintas de todo, desde las cintas de las caligae y la coraza hasta las del casco y el escudo. Verificad que podéis desenvainar bien la espada y que no haya astillas en el palo de la jabalina. Haced vuestras ofrendas a los dioses, si así lo deseáis. Revisad que lleváis los odres llenos de agua y entonces, solo entonces, coged pan y un trozo de queso, si tenéis la buena fortuna de que todavía os quede un poco. Este puede ser un día muy largo y poder dar un bocado cuando se está famélico ayuda a recuperar las energías que se necesitan para seguir luchando.

Corax continuó andando de un lado a otro repitiendo el mismo mensaje a intervalos regulares y repartiendo palabras de aliento y golpes con la caña a partes iguales.

Quintus contempló con admiración al centurión antes de seguir sus instrucciones. Nadie tuvo tiempo de pensar en lo que les traería el nuevo día porque estaban demasiado ocupados preparándose y formando, al igual que los legionarios del resto de los manípulos. Quintus deseó poder contemplar a vista de pájaro el gran campamento. Debía de ser impresionante ver a decenas de miles de soldados saliendo de las tiendas, agrupándose en las avenidas principales del campamento precedidos por sus estandartes y trompeteros y salir por las cuatro puertas para iniciar la marcha en formación.

Ya había amanecido cuando ocuparon sus puestos en la columna bajo grandes nubes de polvo que les cubrieron con una fina capa marrón que provocaba toses y maldiciones. El calor iba en aumento y los soldados se asaban bajo las armaduras. Quintus sudaba con profusión. Cuando llegó la orden del tribuno de ponerse en marcha, suspiró aliviado, agradecido por el movimiento de aire en la cara.

—Demos gracias a los dioses de que estamos bastante cerca del frente —comentó Urceus mientras señalaba con el pulgar las filas de atrás—. Siento pena por los pobres desgraciados que se tragarán nuestro polvo hasta que lleguemos a nuestro destino, sea donde sea.

—Para la caballería es más fácil porque no levantan tanto polvo como la infantería —comentó Quintus, escudriñando a un grupo de jinetes que cabalgaba junto a su manípulo en busca de Calatinus.

—También su trabajo es más fácil —se quejó un hombre en la fila de atrás—. Malditos niños bonitos. —Urceus rio divertido—. Se pasarán el rato descansando y abanicándose mientras nosotros atravesamos las filas de los guggas como una cuchilla.

Quintus tuvo que morderse la lengua para no salir en defensa de los hombres con los que había luchado antes, aunque debía reconocer que a sus camaradas no les faltaba algo de razón. Hasta ese momento la caballería no había hecho muy buen papel contra Aníbal.

—Está claro que va a ser más duro para nosotros, pero tampoco creo que lo tengan tan fácil —replicó Quintus pensando en su padre y Calatinus, y rogó a Marte, dios de la guerra, que los protegiera a ambos.

Acto seguido, Quintus añadió una plegaria para sí y los hombres que le rodeaban, excepto Macerio. «¡Maldito sea!». Su rubio enemigo se hallaba dos filas más atrás y unos pasos a la izquierda. Quintus rogó que, pasara lo que pasara, Macerio no acabara justo detrás de él ya que, en el fragor de la batalla, nadie se daría cuenta de la dirección desde la cual era atacado un hombre.

Morir de esa manera sería incluso menos atractivo que morir de sed o atravesado por la espada de un cartaginés.

Por otro lado, los vaivenes incontrolables de los hombres durante la batalla podían ponerle a tiro la espalda de Macerio y, aunque preferiría acabar con su rival cara a cara, la muerte de Rutilus llevaba demasiado tiempo sin ser vengada y, de presentarse la oportunidad, Quintus la aprovecharía.

—¿Por qué demonios estamos formando un frente tan estrecho? —protestó Quintus, que estaba en séptima fila con Urceus, Severus y tres compañeros más de su tienda—. ¿Seis hombres a lo ancho por manípulo? No tiene sentido. A este paso, no lucharemos nunca.

Urceus se encogió de hombros.

—También tendremos más posibilidades de seguir vivos al atardecer —susurró.

Corax estaba en la primera fila, pero debía de tener un oído prodigioso porque les oyó.

—¿Quién se está quejando? —inquirió el centurión echando la vista atrás. Quintus cerró la boca y clavó la mirada en el casco del hombre que tenía enfrente—. ¡Formaremos como se nos ordene! ¿Me habéis oído, canallas?

—Sí, señor —contestaron a coro.

Corax suavizó el tono antes de continuar.

—Sé que es muy incómodo estar aquí esperando. Además, hace un calor terrible y el polvo se mete en todas partes, los ojos, la boca y hasta la raja del culo. Todos tenemos unas ganas tremendas de salir de aquí, de que todo esto se acabe, pero Varrón sabe lo que se hace, y Paulo y Servilio también. Los tribunos solo obedecen órdenes. Vamos a luchar aquí porque tenemos los flancos protegidos.

Quintus miró a la izquierda y, a través de la nube de polvo, vislumbró unas colinas bajas y las murallas fortificadas de Cannae, donde Aníbal tenía su campamento hasta unos días antes. Varrón estaba apostado al pie de la colina con la caballería aliada. A la derecha, fuera de la vista, se encontraba el río Aufidius, que habían vadeado al llegar y donde se hallarían Calatinus y su padre bajo las órdenes de Paulo. Quintus rogó que luchasen bien y sobrevivieran para ver la victoria.

Quintus se centró de nuevo en las palabras de Corax.

—¡Nos moveremos cuando Servilio lo ordene, ni un puñetero instante antes! —bramó el centurión—. No todos los soldados que han venido aquí hoy están tan bien entrenados como vosotros. Las cuatro legiones nuevas están formadas en su mayoría por novatos barbilampiños que jamás han visto a un gugga. Se necesita mucho tiempo para crear una formación tan profunda, pero de esta manera es más fácil para los oficiales controlar la formación. Y, por si acaso no lo han entendido vuestras duras molleras, ¡hoy es básico y esencial mantener la formación! Tenemos que machacar a esos cabrones cartagineses y que no puedan recuperarse. Yo creo que veinticuatro filas de legionarios nos bastarán para ello, ¿no?

Todos vitorearon su asentimiento.

Satisfecho, Corax volvió la mirada al frente. A pesar de que no sabía que fue él quien se había quejado, Quintus suspiró aliviado.

—Al menos nosotros podremos lanzar las jabalinas, porque los que se encuentran tres filas más atrás ni eso —susurró Quintus a Urceus—. Si los cartagineses caen pronto, quizá no tengamos ni que desenvainar la espada.

—No te hagas ilusiones —respondió Urceus con seriedad—. Cuando la maquinaria de guerra se pone en marcha es implacable. Seguramente aplastará a tantos hombres que al final nuestras espadas se teñirán de sangre.

El comentario de su amigo desanimó un poco a Quintus, pero debía pensar que se encontraba allí donde quería estar. Su deseo había sido convertirse en soldado de infantería y lo había conseguido. El mundo de la infantería era muy distinto al de la caballería y las habilidades requeridas diferían de las de los velites. Esta vez Quintus no podría cargar al galope contra las líneas cartaginesas y luego cabalgar en dirección contraria ni intercambiar lanzas con los escaramuzadores para después retirarse a la relativa seguridad de sus tropas. En lugar de ello, marcharía contra los hombres de Aníbal rodeado de miles de compañeros. A unos centenares de pasos al frente, el enemigo se estaba colocando en posición. Quintus escuchó el sonido inconfundible del carnyx galo. No le gustó oírlo de nuevo porque anunciaba un terrible y violento baño de sangre como el de Trasimene. A diferencia del día anterior, esta vez no había escapatoria, no existía la opción de retirarse a la seguridad del campamento. En el terreno confinado entre las colinas y el río estaba a punto de empezar un combate a gran escala. El bando cuya infantería ganara sería el bando vencedor, de eso no cabía la menor duda. La lucha sería dura hasta el final e innumerables hombres perderían la vida. Las puertas del infierno ya se habían abierto a su espera.

Quintus tragó saliva e intentó ignorar las ganas de orinar. ¿Cómo era posible que tuviera la vejiga llena otra vez? La había vaciado del todo antes de salir. Al cabo de un momento vio a Urceus apoyar el escudo sobre una cadena y maniobrar la prenda interior con la otra mano. Quintus lo imitó al acto y le siguieron varios soldados más.

—¡No me mees en las piernas! —protestaron varios hombres.

Una risa nerviosa a la vez que liberadora se apoderó del manípulo.

«Por lo menos no soy el único que tiene miedo», pensó Quintus. La idea le reconfortó. Macerio tampoco parecía estar muy contento y eso le alegró.

A pesar de la distancia, el sonido sobrenatural del carnyx competía con las trompetas romanas y con los gritos de los oficiales.

Corax se había dado cuenta de lo que estaba pasando en la unidad y empezó a vociferar.

—¡Serán salvajes! ¡Este es el grito de apareamiento de los galos! ¿Alguien ha visto a alguna mujer con cara de perro por aquí? —preguntó. El centurión se salió de la fila y se colocó en un lugar desde donde veía mejor a los hombres. Puso las manos en forma de bocina y se las acercó a la boca—. ¡Las mujeres galas tienen más barba que el mismísimo Hércules! Lo sé porque las he visto. Y tienen unas caderas enormes, como las vacas. Si veis a una, no os acerquéis o pillaréis una sífilis de caballo. —Los hombres comenzaron a hacerse guiños y a reír—. No hay nada como una batalla inminente para que te entren ganas de mear. A mí también me pasa —explicó Corax subiendo la voz—. También os pueden entrar ganas de cagar. No pasa nada. Cagad mientras podáis. Es mejor soportar las burlas de los compañeros que cagarse patas abajo mientras un gugga intenta matarte. Si estáis mareados, también podéis vomitar, que no os dé vergüenza. Vaciad ahora los intestinos y no tendréis que hacerlo en un momento en que hacerlo puede suponeros la muerte. —Silencio. Algunos soldados se miraron cohibidos y otros soltaron risitas ahogadas—. ¡Hablo en serio, muchachos! —bramó Corax—. Si vuestro cuerpo necesita liberarse de algo, adelante. De lo contrario, os arrepentiréis.

Quintus se alegró de haber utilizado la letrina antes de salir y miró de reojo a Urceus, que le obsequió con una sonrisa.

—No te preocupes, yo he cagado antes de salir del campamento.

Uno de sus compañeros de tienda no tuvo tanta suerte y tuvo que aguantar las bromas y quejas sobre la peste de sus heces mientras se acuclillaba avergonzado, rojo como un tomate. En otros puntos del manípulo se oyeron gritos e insultos similares.

Con los brazos en jarras, Corax esperó paciente a que acabaran todos.

—¿Ya estáis?

—Sí, señor —respondieron varias voces en tono quedo.

—Muy bien. Os sentiréis mejor ahora que habéis descargado.

Se oyeron varias risas.

—Ahora bebed algo. Un sorbo o dos. Dejad el resto para después. —Los soldados empezaron a beber de los odres de agua. Quintus también anhelaba comer algo, pero hizo caso al centurión. Tenía los nervios a flor de piel y no quería vomitarlo todo—. ¿Qué tal esa peste, chicos? ¿Huele muy mal? —inquirió Corax.

—¡Fatal, señor! —gritó una voz.

Corax sonrió.

—Eso es lo que quería oír. Así no os quedaréis dormidos mientras esperamos. ¿Por qué no mojáis las puntas de los pila en el vómito y la mierda? No hay nada mejor para infectar una herida. ¡Pensad en el efecto que tendrán vuestras jabalinas cuando atraviesen la carne de los apestosos galos! —A los legionarios les entusiasmó la idea y todos siguieron la sugerencia de Corax—. Pronto recibiremos la orden de avanzar —anunció el centurión al tiempo que señalaba a derecha e izquierda—. Los velites están listos. La caballería está en posición. Casi toda nuestra primera fila está en posición. Los principes y triarii están justo detrás de nosotros. Los velites iniciarán las hostilidades y nosotros no tardaremos en disfrutar de nuestro momento de gloria. ¡Ha llegado el momento de ajustar cuentas por lo del Trebia y Trasimene! ¡Quiero ver el suelo cubierto de sangre gala! ¡De sangre gugga! ¡De la sangre de todos los hijos de puta que siguen a Aníbal!

Los hombres asintieron con un rugido. Aunque todavía se palpaba cierto nerviosismo en el ambiente, reinaba un clima de tranquilidad y determinación. El carnyx había quedado olvidado por un instante y las bromas escatológicas de Corax habían levantado los ánimos, constató Quintus con admiración. Con gran habilidad, el centurión había permitido a los soldados dar rienda suelta a su miedo sin asustarlos.

—¿Estáis preparados para dar a Aníbal y sus compinches la paliza del siglo, chicos? —preguntó Corax.

Ante la pregunta, Quintus se mojó los labios, agarró el pilum con fuerza, miró a Urceus e hizo una breve inclinación de cabeza.

—¡SÍ, SEÑOR! —rugieron ambos.

Y todos los hombres del manípulo contestaron lo mismo.

Hanno volvió a rascarse la base del cuello. Tenía calor y estaba frustrado e irritado. No alcanzaba a ver al grupo de escaramuzadores formado por los honderos baleáricos, los lanzadores de jabalina libios y los caetrati íberos, pero sus gritos y alaridos resonaban por doquier, sonido que competía con el silbido de las miles de piedras lanzadas al enemigo y con el graznar incesante de los carnyxes galos. Hanno detestaba ese sonido, le producía dolor de cabeza. De pronto sonrió para sí. Si él lo odiaba tanto, los romanos todavía más. Seguro que muchos lo recordarían del Trebia y Trasimene. «¡Que tiemblen de miedo esos cerdos miserables. Vamos a machacarlos!». Anhelaba que empezara el combate. Era una tortura estar esperando bajo el implacable sol estival. «No es una tortura —rectificó tocándose la cicatriz—. Simplemente hace un calor insoportable y me duele la cabeza». Hanno intentó controlar su impaciencia. La infantería y la caballería tardarían en entrar en combate y las falanges no entrarían en juego hasta después.

Los libios estaban diseminados entre los flancos del ejército. La unidad de Hanno seguía una formación estrecha y profunda detrás del extremo izquierdo de los galos y los íberos, mirando al frente. Formaba parte de una línea de falanges que constaba de unos cinco mil hombres y que tenía su réplica en el flanco opuesto. Ambos grupos estaban fuera de la vista de los romanos, lo cual implicaba que Hanno y sus hombres no podían ver el campo de batalla, y hacía que la tensión alcanzara niveles insoportables. «No podemos movernos —se dijo—. Debemos seguir al pie de la letra las órdenes de Aníbal. Todo depende de nosotros». Hanno volvió a sentir un picor. Levantó un poco la coraza, pero no sirvió de nada. En cuanto la soltó, volvió el picor.

—¿Te pasa algo, señor? —inquirió Mutt.

—No es nada. Hay un punto en el borde superior de la coraza que me roza el cuello. Debería haberlo lijado anoche.

—Al final del día tendrás una herida en la zona, señor —observó Mutt.

—Sí, ya lo sé —espetó Hanno.

—Quítatela, señor —sugirió Mutt mientras hurgaba en una bolsa que llevaba al cuello y sacaba una lima de su interior con una sonrisa satisfecha—. Ya te lo arreglo yo en un momento.

—No puedo sacármela —protestó Hanno señalando las filas de soldados que se extendían a su derecha e izquierda y los escuadrones de caballería que esperaban al otro lado la orden de avanzar—. Podría pasar algo.

—Falta bastante rato para que nos movamos —replicó Mutt con paciencia—. Hazlo ahora que puedes.

Mutt tenía razón, pensó Hanno. Hacía poco que habían salido los escaramuzadores y el combate no empezaría hasta dentro de unas horas. Sin embargo, si no arreglaba la coraza, acabaría teniendo una herida supurante en el cuello al final de la jornada. «Eso si sobrevivo hasta el final…».

—De acuerdo. —Hanno abandonó la formación y soltó el escudo sobre el suelo caliente, al que siguió el casco y la espada. Mutt le desató las cintas que unían la parte frontal y posterior de la coraza y Hanno se quitó el pesado metal de encima con un suspiro de placer al notar el aire caliente sobre la túnica empapada de sudor—. Por todos los dioses, qué sensación tan agradable.

Hanno entregó la coraza a Mutt, que localizó con el dedo el saliente y se puso manos a la obra.

Hanno aprovechó la oportunidad para pasearse entre los soldados conversando y haciendo bromas.

—¿Podemos quitarnos la cota de malla nosotros también, señor? —preguntó un soldado de sonrisa descarada.

Las risas sacudieron la falange.

—Ojalá —respondió Hanno—, pero creo que a Aníbal no le haría mucha gracia. Lo máximo que os puedo permitir es que os quitéis los cascos. —El hombre hizo una mueca de descontento—. Bebed un poco de agua o tomad un bocado, si todavía os queda comida —aconsejó Hanno antes de seguir adelante.

—¿Descansando un poco, hermano? —preguntó Sapho en su tono burlón habitual.

Hanno apretó los dientes y se volvió. Bostar y su padre —que estaba al mando— se encontraban en el otro flanco, mientras que Cuttinus lideraba el suyo. La falange de Hanno se encontraba a la izquierda, la más próxima al enemigo seguida de la de Sapho, por lo que no era de extrañar que su hermano se dejara caer por allí.

—Lo mismo podría decir yo de ti considerando que no estás en tu puesto.

Sapho no hizo caso de su comentario.

—Cualquiera diría que estás a punto de darte un paseo por el Choma. ¿Dónde has dejado la coraza? ¿Y la espada?

—No es asunto tuyo —gruñó Hanno.

—¡Qué susceptible estás! ¿Te ha afectado el calor?

Hanno se mordió la lengua para no soltar una maldición.

—¿Me acompañas un momento? Necesito hablar contigo. —Sapho enarcó las cejas y siguió a Hanno—. ¡Que sepas que no estoy dispuesto a aguantar más tus mierdas! —gritó Hanno—. Te guste o no, seas amigo de Mago o no, tú y yo tenemos el mismo rango y no es la primera vez que tenemos esta conversación. Ya no soy un niño, así que deja de actuar de esa manera tan paternalista conmigo. Y te agradecería que no soltaras tus comentarios sarcásticos delante de mis hombres.

Un breve silencio.

—Tienes razón. Lo siento —se disculpó Sapho.

Sorprendido ante la reacción de su hermano, Hanno no pudo evitar sospechar de él y escudriñó su rostro en busca de alguna doblez en sus palabras. No la encontró.

—Vale. —Hanno le tendió la mano a su hermano. Sapho la aceptó y Hanno sintió entonces la necesidad de explicarle lo que le ocurría—. Hay un borde rugoso en la coraza que me rasca la base del cuello y Mutt me lo está limando.

—Bien hecho. Una cosa así te puede distraer fácilmente en el fragor de la batalla y sería una manera muy tonta de morir, ¿no crees? Imagina que un legionario te da una estocada porque te estás rascando.

Ambos se rieron y el ambiente entre ellos se distendió todavía más.

—¿Están preparados tus hombres? —preguntó Hanno.

—Sí. Están todos impacientes y hambrientos como yo, pero la espera valdrá la pena.

Sapho sonaba muy seguro de sí mismo.

—¿Crees que ganaremos? —preguntó Hanno en un murmullo acercándose a él.

—¡Claro!

—Yo no lo tengo tan claro, hermano. Aunque muchos de los soldados romanos sean novatos, casi nos doblan en número. Nuestra caballería es mejor, ya lo sé, pero los caballos apenas tienen sitio para maniobrar. Si los legionarios atraviesan el centro de nuestras líneas, lo que hagamos nosotros quizá no sirva de nada.

—Escúchame —lo interrumpió Sapho con un tono firme y más amable de lo habitual—, llevo mucho más tiempo que tú siguiendo a Aníbal. Saguntum parecía imposible de tomar y la tomamos. Solo un loco se hubiera imaginado que era posible llevar a decenas de miles de soldados de Iberia a la Galia y después cruzar con ellos los Alpes hasta Italia, pero Aníbal lo hizo. El ejército acabó destrozado después de cruzar las montañas, pero aun así derrotamos a los romanos en Ticinus y en el Trebia —ya viste de lo que es capaz allí— y después en Trasimene. Nuestro general es un hombre inteligente y decidido, además de un gran estratega. Para mí es un genio.

—Tienes razón. Siempre sabe lo que hay que hacer.

—Al final del día de hoy Aníbal habrá conseguido una nueva victoria y sus hazañas pasarán a la historia como las de Alejandro. Y tú, nuestro padre, Bostar y yo estaremos aquí para celebrarlo.

—¿Como en el Trebia? —sonrió Hanno ante el recuerdo.

—Exacto. Roma debe pagar con sangre todo lo que ha hecho sufrir a Cartago. ¡Con sangre! —gritó Sapho alzando el puño.

—¡Con sangre! —repitió Hanno.

El sol no había alcanzado todavía su cenit, pero el calor ya era insoportable. Hanno se controló para no acabar con el contenido de su odre de agua, que ya estaba casi vacío. Él no estaba acostumbrado a beber poco como sus hombres. Solo había visto a un puñado beber del pellejo. ¿Cuánto tiempo había pasado ya desde que Asdrúbal había salido a la carga con los íberos y los galos? Hanno lo ignoraba, pero tenía el corazón en un puño desde que habían salido y no hacía más que pasar el tiempo tratando de ver lo que pasaba por delante de la primera fila. Aunque hubiera podido avistar lo que sucedía, las grandes nubes de polvo que levantaban los caballos se lo habrían impedido, pero no por ello dejó de intentarlo. Al menos se entretenía haciendo algo y le ayudaba a pasar las horas, que avanzaban a paso de tortuga.

Hanno se volvió hacia Mutt.

—¿Qué crees que está pasando?

—¿Quién sabe, señor? —respondió su segundo al mando encogiéndose de hombros.

Frenético, Hanno lo hubiera zarandeado para obtener alguna reacción, pero era inútil.

—¿Acaso no te importa?

—Claro que me importa, señor, pero aparte de rezar —que ya lo he hecho— no puedo hacer nada más por ayudar a Asdrúbal o a los escaramuzadores. No tenemos más remedio que esperar y tratar de no ponernos nerviosos. Cuando nos llegue el turno de luchar, ya te demostraré lo mucho que me importa.

—Sé que lo harás —convino Hanno un poco avergonzado. Volvió a sacar el cuello para ver lo que hacía la caballería—. Los hombres de Asdrúbal deben de estar conteniendo bien a los caballos romanos porque no los veo por ningún sitio.

—Seguro, señor.

—Que Baal Hammón les permita contener a los romanos como decía Aníbal.

Hanno volvió la cabeza al oír gritos de alegría y vítores a su derecha. Eran los honderos baleáricos y los lanzadores de jabalina que regresaban por las filas de los galos y los íberos.

Los hombres de su falange empezaron a susurrar nerviosos entre sí.

—¡Los escaramuzadores han vuelto! —exclamó Hanno.

—Así es, señor —dijo Mutt mostrando mayor emoción—. Ahora es el turno de la infantería.

Mutt tenía razón. Pasó un rato hasta que regresaron todos los soldados de munición ligera gritando que habían abatido a un gran número de velites romanos. Pasó un poco más de tiempo sin que sucediera nada. La tensión aumentó como la temperatura, hasta casi llegar al punto de ebullición. Hanno percibió un suspiro de alivio generalizado cuando las trompetas enemigas tocaron varias notas de forma repetitiva, una y otra vez. Era la señal para avanzar. Se había acabado la espera.

Hanno también se sintió aliviado.

El sonido de más de ochenta mil legionarios caminando al unísono era impresionante. El suelo bajo los pies de Hanno reverberaba del impacto. Se le encogió el estómago de miedo. Jamás había oído nada igual. En el Trebia el ruido había sido increíble, pero había quedado amortiguado por el viento feroz. En Trasimene, los romanos jamás tuvieron la oportunidad de avanzar en masa. Por un momento deseó estar en primera línea para verlo. «Quizá me cagaría encima —pensó con un toque de humor negro—, pero sería una imagen para recordar. También debe de ser increíble ver a los guerreros galos e íberos tratando de impresionar a sus compañeros y a Aníbal. ¿Y la colisión entre ambos bandos? Por todos los dioses, ¿cómo será eso?». Hanno respiró hondo y soltó el aire poco a poco. «Mantén la calma. Pronto nos llegará el turno. Llegará nuestro momento de gloria. Aníbal se sentirá orgulloso de nosotros. Cartago estará orgullosa de nosotros. Y yo podré vengarme de lo que me hicieron en Victumulae, si no contra Pera, contra cada romano que se plante delante de mi espada».

Después de una hora de escaramuzas contra los cartagineses, los veinte mil velites regresaron por los pasillos estrechos entre los manípulos gritando palabras de aliento a los hastati y alardeando de las bajas causadas en el otro bando. Por fortuna habían perdido a pocos hombres. El nerviosismo y la expectativa se hicieron presa de los legionarios. Se oyeron plegarias, tratos con los dioses y carraspeos. Varios hombres orinaron y unos cuantos vomitaron el agua que habían bebido, esta vez con menos bromas y sonrisas. La cosa iba en serio.

La orden de avanzar llegó en cuanto se retiraron los últimos velites. Sonó un grito de alegría espontáneo. Nadie tuvo que decir a los legionarios que empezaran a golpear el escudo con el pilum. El ruido era atronador y duró bastante. Corax y el resto de los oficiales tuvieron que emplear las manos para indicar a los soldados que cerraran las brechas entre las filas y empezaran a moverse. Sin embargo, la distancia hasta el enemigo era considerable y el ruido se fue atenuando. Los hombres necesitaban ahorrar energías para la caminata bajo el ardiente sol del mediodía. Estar tan juntos durante dos horas había sido como estar en un caldarium repleto de gente. La temperatura era tal que las suelas de las sandalias de Quintus estaban calientes al tacto y las porciones visibles de su túnica oscurecidas por la transpiración. El forro de fieltro del casco estaba saturado del sudor que le corría por la frente hasta las cejas. Con las manos ocupadas por el escudo y las jabalinas, Quintus parpadeó para evitar que la sal le irritara los ojos.

—¿Cuánto hemos avanzado, señor? —preguntó Urceus.

Corax ni siquiera tuvo que volver la cabeza.

—Yo diría que unos seiscientos pasos. Nos deben de quedar unos doscientos hasta los guggas. ¿Me seguís todos, chicos?

—SÍ, SEÑOR —rugieron los hombres con la garganta seca.

—¡Adelante! —Corax apuntó al enemigo con el pilum.

Otra vez el sonido de ochenta mil soldados avanzando hizo temblar el suelo.

Quintus miró por encima de las cabezas de los hombres que tenía delante. El aire formaba nubes de polvo entre los ejércitos, pero las líneas cartaginesas resultaban claramente visibles.

—Qué extraño.

—¿Qué pasa? —inquirió Urceus estirando el cuello.

—El centro de las líneas enemigas está más adelantado que los lados, está curvado hacia delante como un arco tensado.

—Eso es la falta de disciplina. Los galos del centro están tan locos que quieren empezar a luchar primero —comentó Urceus sin darle mayor importancia.

—Seguro que pronto cambian de opinión. —Rio Severus.

Seguramente tenían razón sus compañeros, pensó Quintus. Los galos eran famosos por su falta de disciplina.

Avanzaron veinte pasos más en silencio, ahorrando energías. Treinta pasos. Cuarenta. Sesenta. Ochenta. Quintus oyó de nuevo la lenta y horrenda cacofonía del carnyx. Los galos que tocaban ese instrumento debían de tener unos pulmones poderosos, pensó Quintus, y deseó que guardaran silencio de una puñetera vez. Un movimiento fugaz al frente le llamó la atención. Como impulsados por la extraña melodía del carnyx, docenas de guerreros habían roto filas y bailaban delante de sus camaradas con el pecho descubierto, blandiendo las armas e insultando a los romanos. Unos cuantos parecían estar totalmente desnudos. Quintus no pudo evitar sentir miedo. «Están totalmente locos». Sacudió la cabeza. Sin armadura, serían presa fácil. Las jabalinas acabarían con la mayoría de ellos. En cuanto al resto, lo único que debían hacer los hastati del frente era mantener la posición, permanecer con los escudos juntos y dar estocadas con las espadas, no tajos.

—Sin prisas —susurró—. Sin prisas.

Urceus tenía la mandíbula blanca de la tensión, pero rio al oír a Quintus.

—Por la verga de Júpiter que lo conseguiremos. Somos demasiados para que esas ratas de alcantarilla puedan resistir.

Quintus mostró su acuerdo con una sonrisa y rezó por que pudieran ver la inevitable victoria. Volvió la cabeza y buscó a Macerio entre las filas de atrás. El rubio legionario parecía muy asustado. «Bien. Espero que ese cabrón se cague encima cuando esto empiece».

—Cien pasos, muchachos —gritó Corax—. Bebed un poco de agua si lo necesitáis. Mirad a vuestros compañeros a derecha e izquierda. Recordad que estáis luchando por ellos.

Quintus miró primero a Severus y luego a Urceus con una mirada que quería decir «pase lo que pase, estaré pendiente de vosotros», y se le hinchó el corazón cuando vio que ellos hacían lo mismo. No podía estar mejor acompañado.

—Cuando lleguemos a sesenta, quiero que empecéis a hacer mucho ruido —gritó Corax—. ¿Entendido?

—Sí, señor —respondieron los hastati.

—¡Más fuerte! —bramó Corax—. Esos cabrones no están aquí para jugar.

—¡SÍ, SEÑOR! —sonó de nuevo la respuesta con mayor furor.

—Vale. Setenta y cinco pasos.

Quintus empezó a contar los pasos moviendo los labios y, sin mirar, supo que todos los hombres del manípulo estaban haciendo lo mismo. «Marte, por favor, no me abandones. Concédenos la victoria. Protege a mis camaradas».

El resto de los legionarios también empezó a hacer un ruido ensordecedor.

—¡Sesenta pasos, chicos!

Quintus golpeó el borde metálico del scutum con el asta de hierro del pilum.

Al acto, los ciento cincuenta hombres del manípulo empezaron a hacer el mismo ruido junto con veinte mil hastati más.

A Quintus le reverberaba el sonido en la cabeza.

Corax los hizo andar a paso lento. Ya podían ver las caras de los guerreros enemigos. Los galos lucían poblados bigotes y el cabello trenzado, y llevaban cascos puntiagudos parecidos a los suyos. La mayoría eran hombres fornidos con el pecho desnudo o bien con coloridas túnicas y alguna coraza. Estaban armados con enormes escudos pintados y con tachuelas de hierro, largas lanzas y espadas rectas. Era fácil distinguir a los jefes por sus torques de oro al cuello, cotas de malla y diseños ornamentados de los escudos. También había varios grupos de íberos. De menor estatura que los galos, llevaban cascos con penacho y plumas y túnicas de color crema con los ribetes rojos. Sus escudos eran redondos y pequeños o bien planos y rectangulares. Iban armados con largas jabalinas de hierro y espadas, tanto curvas como rectas.

Todos parecían burlarse de los romanos.

Quintus sintió que la rabia se apoderaba de su ser.

—¡Vamos a por vosotros, cabrones! —vociferó.

—¡Preparaos para morir! —añadió Urceus.

A su alrededor, sus camaradas lanzaban sus propios insultos.

Muchos soldados enemigos empezaron a lanzar las jabalinas, que surcaron el cielo azul en grupos de tres o cuatro. Los hastati se burlaron y uno de los compañeros de tienda de Quintus lanzó una de sus pila, al igual que otros hombres a su alrededor.

—¡ESPERAD, IDIOTAS! —ordenó Corax.

—¡ESPERAD! —rugieron otros oficiales.

—¡Cincuenta pasos! —gritó Corax.

Pocos proyectiles enemigos podían alcanzar a los legionarios, pero la distancia no detuvo a los cartagineses. Cada vez eran más los que lanzaban jabalinas. «Ellos también están asustados —pensó Quintus—. Lanzando las jabalinas combaten el miedo y demuestran a sus compañeros que están preparados para luchar». Quintus quería hacer lo mismo. Cualquier cosa era mejor que limitarse a caminar hacia la boca del lobo.

—¡Cuarenta pasos! Alto. Las ocho filas del frente, apuntad. ¡LANZAD JABALINAS! —ordenó Corax, apuntando con la espada al enemigo.

La misma orden se repitió a lo largo de toda la formación romana.

—¡LANZAD JABALINAS!

Quintus jamás había visto tantas pila surcar el aire al mismo tiempo. Decenas de miles de ellas volaron trazando un arco. Era una imagen inolvidable. Levantó la vista y divisó un águila en el cielo, indiferente a todo, con porte real. En circunstancias normales, la visión de esa ave hubiera sido un buen presagio, pero Quintus también avistó varios grupos de buitres que esperaban con paciencia a que empezara el festín. Su presencia resultaba inquietante. Parpadeó. A la derecha una enorme nube de polvo se dirigía hacia el campo de batalla. La caballería del flanco izquierdo de Aníbal se había lanzado a la carga contra los caballos romanos de la derecha. Volvió la cabeza y divisó una nube de polvo similar a la izquierda. Quintus sintió náuseas. A continuación vio los cientos y cientos de jabalinas enemigas que respondían a sus ráfagas. «Ya está —pensó con el corazón latiéndole con fuerza—. Ahora empieza todo».

—¡SEGUNDO PILUM! ¡APUNTAD! ¡LANZAD JABALINAS!

Quintus dobló el brazo derecho de forma instintiva y lanzó la jabalina con todas sus fuerzas. Con tantas filas por delante, era imposible apuntar bien, así que la lanzó lo más alto posible para asegurarse de que aterrizaba sobre el enemigo.

—¡ARRIBA ESCUDOS!

Los misiles enemigos empezaron a descender sobre ellos. Un hastatus cayó dos filas más adelante con un grito ahogado, una jabalina le había atravesado el cuello. Quintus oyó lamentos de dolor a la izquierda, derecha, delante y detrás. Se agachó con el scutum sobre la cabeza. Respirando fuerte, sudando y aterrorizado, esperó a que se produjera el impacto. Las jabalinas golpeaban los escudos con un ruido sordo que contrastaba con los gritos que provocaban al atravesar la carne. Miró a Urceus, que apretaba la mandíbula con fuerza. No se dijeron nada. ¿Qué había que decir?

—¡ESCUDOS ABAJO! ¡DESENVAINAD ESPADAS! —Corax estaba a una veintena de pasos, pero el ruido era tan ensordecedor que sus palabras apenas eran audibles—. ¡ADELANTE!

Quintus miró a ambos lados. Los oficiales del resto de los manípulos también ordenaron avanzar a sus hombres, pero los proyectiles enemigos habían abierto brechas en sus filas, por lo que algunos hombres estaban más avanzados de lo previsto y otros una decena de pasos por detrás. La línea recta que habían mantenido al iniciar su avance hacia el enemigo se había desvanecido.

Los hastati empezaron a golpear sus scuta con las espadas. Quintus hizo lo mismo y acabó recorriendo el resto del camino hasta el frente enemigo como en un sueño. Los hombres a su alrededor rezaban, maldecían o murmuraban para sí. El olor a orina era cada vez más perceptible, al igual que el miedo de Quintus, pero ya no había vuelta atrás. Estaba rodeado por todos lados, empujado hacia delante por una masa inexorable de decenas de miles de legionarios. Respiró hondo y agarró el gladius con tanta fuerza que se le pusieron los nudillos blancos. «Júpiter, el mayor y mejor, protégeme —rogó—. Marte, dios de la guerra, mantén tu escudo sobre mí». Las plegarias le ayudaron. Un poco.

—¡VEINTE PASOS, CHICOS! —gritó Corax—. ¡QUINCE! ¡ALTO!

«Ni siquiera han ordenado que corramos este último trecho. Seguramente porque hay demasiados reclutas nuevos», pensó Quintus. Si corrían, muchos podían perder el equilibrio y caer al producirse el choque entre los dos bandos. A Quintus se le formó un nudo en el estómago solo de pensarlo. Catorce pasos. Trece. Doce. Once. Se detuvieron y todos se prepararon para luchar, los hombres de ambos bandos insultándose sin parar.

De pronto sucedió algo inaudito. Quintus observó boquiabierto a tres guerreros galos que, aullando como locos, corrieron a atacar las líneas romanas en solitario. Se oyeron varias maldiciones y el choque del metal sobre el metal. Alaridos. Un grito ahogado. Otro.

—¿Qué demonios está pasando? —inquirió Urceus, que al ser más bajo que Quintus no veía más allá de la fila que tenía delante.

Dos hombres salieron a todo correr blandiendo sus espadas ensangrentadas hacia el frente cartaginés, donde fueron recibidos con un inmenso grito triunfante.

—Se han derramado las primeras gotas de sangre. Han caído dos de los nuestros y un galo.

Urceus escupió en el suelo con desprecio.

—¡Que vengan el resto de esos hijos de puta y les daremos una lección!

Quintus deseó que fuera cierto, pero la osadía de esos galos y el hecho de que dos de ellos hubieran matado a sendos legionarios dejaban claro que la lucha no sería sencilla. «Que los dioses nos acompañen».

—¡ADELANTE! —rugió Corax.

Por su posición cercana al grueso del ejército enemigo, el manípulo de Corax fue uno de los primeros en atacar. A pesar de que uno de los flancos estaba estático y el otro simplemente caminaba, el choque entre ambos bandos fue considerable. «Era de prever», pensó Quintus mientras frenaba con el scutum al soldado que tenía delante y notaba que el soldado de atrás hacía lo mismo con él. El frente romano se extendía más de mil pasos, así que pasaron unos instantes hasta que todos los legionarios chocaron contra el enemigo. Innumerables escudos colisionaron entre sí. Los legionarios trataron de desequilibrar al oponente tal y como les habían enseñado.

Voces de aliento de los oficiales. Alaridos de guerra de los galos. Trompetas sonando a sus espaldas y el sonido incesante de los carnyxes. Expresiones de dolor, rabia y desesperación. Y empezaron los gritos. El primer grito provino de un hastatus que se hallaba en primera fila, a la derecha de Quintus, al que le siguió otro al poco rato, y otro. Pronto los gritos surgían de todas partes. Quintus tenía la impresión de estar rodeado de gemidos agónicos, de la cacofonía de los instrumentos de ambos bandos y del fragor de las armas. Tenía la boca tan seca como el polvo a sus pies. La temperatura había ido en aumento durante la mañana hasta volverse insoportable. Quintus se sentía como un pedazo de carne en la sartén a punto de freírse. ¿Cómo demonios se le había ocurrido hacerse soldado de infantería?

—¡Esto es una tortura! —gritó Urceus al oído de Quintus—. ¿Qué hacemos?

—Esperar. Pronto habrán caído muchos de los nuestros y nos llegará el turno.

Urceus lo miró fijamente y después apartó la mirada.

«¡Dame fuerzas, gran Marte! —rogó Quintus—. Hoy voy a necesitarlas».

El ataque repetido contra las líneas enemigas horadó todavía más la formación romana, que en algunos puntos había sido empujada hacia atrás y en otros había avanzado un poco. Con el sol a punto de alcanzar su punto álgido, Quintus se orientaba por las colinas que de vez en cuando se vislumbraban a través de las nubes de polvo. Las cosas no estaban yendo como había previsto. En el campo de batalla reinaba la mayor de las confusiones. Era un caos. La línea uniforme con la que habían iniciado el avance se había desvanecido por completo. El flujo del combate era variable. El enfrentamiento entre los soldados continuaba sin cesar. Los hombres iban cayendo muertos o heridos o bien luchaban durante unos breves instantes y después se separaban. Las unidades perdieron el contacto entre sí, incapaces de mantener las filas. Era imposible saber lo que estaba sucediendo a una veintena de pasos de distancia. Los legionarios tendían a agruparse alrededor de sus oficiales o de los compañeros más valientes, al igual que los cartagineses, de modo que la batalla se convirtió en una enorme masa informe de combates individuales.

No era de extrañar que los hastati de la unidad de Quintus se hubieran agolpado alrededor del único centurión que había. Pullo hacía tiempo que había caído y Corax era el único oficial que restaba en pie. En ese caos, Corax era como un faro en medio de la tormenta. Quintus jamás se había alegrado tanto de tener un líder tan valiente y carismático. Al principio, su unidad no sufrió demasiadas bajas, pero, conforme pasaba el tiempo, los hombres empezaron a cansarse y a cometer errores, errores que acababan con ellos muertos o heridos. El manípulo de su derecha había perdido a sus dos centuriones y muchos de sus hastati habían sido aniquilados. Sin Corax, lo mismo les habría sucedido a Quintus y sus camaradas, pero no había sido así, por el momento. Quintus tenía la preocupación adicional de vigilar a Macerio por si al hijo de puta se le ocurría apuñalarle por la espalda. Por suerte Urceus también estaba en guardia. Por ahora, no había pasado nada.

Al cabo de un rato, ambos bandos se separaron. Estos descansos eran cada vez más habituales, dado que los soldados estaban demasiado cansados para luchar sin respiro. La fila de Quintus fue llamada por Corax de entre los hastati que todavía no habían combatido. Quintus, Urceus, Severus y el resto se acercaron al centurión, que sangraba de un corte en la mejilla, pero por lo demás estaba ileso.

—¿Estáis preparados para luchar? —preguntó con un brillo temible en los ojos.

—Sí, señor —respondieron todos sin dejar de mirar con una mezcla de horror y fascinación los cuerpos de los cartagineses que yacían en el suelo. Quintus había estado antes en un campo de batalla, pero como jinete jamás había presenciado una masacre de tales dimensiones. Era escalofriante. Grandes zonas del suelo se habían vuelto de color escarlata, literalmente cubiertas por los cuerpos ensangrentados de los muertos y los heridos. Había extremidades, cascos, escudos y espadas diseminados por doquier. Avanzar por el campo de batalla requería la habilidad adicional de no tropezar antes de atacar al enemigo. Semejante imagen iba acompañada de una letanía de perpetuos gemidos y alaridos. Muchos de los heridos habían sido arrastrados por sus compañeros hasta la seguridad de su campo, pero otros permanecían en tierra de nadie, donde gritaban en su agonía mientras les quedaba fuerza en los pulmones.

—No es una imagen agradable y será mucho peor —declaró Corax con sequedad—. Hay que reconocer que estos malditos galos son duros de pelar.

—¿Que hacemos ahora, señor? —preguntó Urceus.

—Vamos a beber un poco de agua y a orinar de nuevo. Descansaremos y volveremos al ataque —respondió Corax mirándoles a los ojos—. Y lo seguiremos haciendo hasta que logremos machacarlos. ¿Entendido? —Los hastati que habían luchado hasta ese momento contestaron a coro y Quintus y los demás se unieron para no parecer menos. Satisfecho, Corax inclinó la cabeza en señal de sentimiento—. Descansad ahora, chicos —ordenó—. Vais a necesitar todas vuestras fuerzas.

Quintus revisó las cintas de las sandalias y el casco. Tras verificar que estaban bien abrochadas, se secó las manos de sudor y agarró la empuñadura de la espada con fuerza.

—¿Listo? —preguntó a Urceus, que tragaba agua con fruición.

Urceus dejó el odre.

—Más listo que nunca. ¿Y tú? —gruñó.

—La victoria se encuentra al otro lado de esos malditos galos y no voy a detenerme hasta que la consiga —respondió Quintus con mayor convencimiento del que sentía.

—¡Así se habla! —exclamó Corax dándole una palmada en la espalda—. A este paso quizá te conviertas en princeps algún día. —Quintus sonrió, pero su confianza se esfumó al oír los gritos de guerra renovados de los galos. Corax reaccionó al instante—. ¡Cerrad filas! ¡Vuelven al ataque!

Los soldados obedecieron y formaron, quince hombres a lo largo y tres a lo ancho. Quintus acabó en la primera fila junto a Urceus y Corax. Acababa de beber agua, pero volvía a tener la boca seca. «Olvida la sed —se dijo—. Olvida el miedo. Concéntrate. Mira por dónde vas. Mantén el escudo alto y la cara protegida».

—¡Adelante, chicos! —ordenó Corax—. No corráis. ¡Tenemos todo el día para vencer a esos guggas hijos de puta!

Todos rieron. Si los hombres eran capaces de conservar el sentido del humor en esa situación, significaba que la moral seguía alta.

El sonido de los carnyxes animó a los galos. Avanzaron los primeros guerreros, una cincuentena de ellos, liderados por un hombre corpulento de mediana edad que lucía una cota de malla y un casco ornamentado. Los dos torques de oro en el cuello evidenciaban su estatus. «Son un clan, si conseguimos aniquilar al jefe, huirán», pensó Quintus. Sin embargo, no sería tarea fácil. El líder iba flanqueado por dos hombres fornidos cuyas pulidas armas daban fe de sus habilidades.

Corax había llegado a la misma conclusión. Debían acabar con el jefe.

—¡Ven aquí, apestoso cabrón hijo de puta! —rugió apuntando con la espada al jefe de la tribu—. ¡Ven aquí!

El galo vio el casco con penacho de Corax y las phalerae en el pecho y lo marcó como su objetivo. Con un alarido inquietante, echó a correr en dirección al centurión mientras todos sus hombres le pisaban los talones. Quintus trató de contener el pánico.

—¿Listos, chicos? —gritó Corax—. ¡Vamos allá!

El jefe del clan tenía puesta la mira en Corax, por lo que Quintus debía lidiar con uno de los guardaespaldas, un galo enorme que llevaba una espada de aspecto peligroso y un largo escudo ovalado adornado con una serpiente cimbreante. Era un adversario temible, pero no podía decepcionar a su centurión. Quintus adelantó la pierna izquierda, se aseguró de que estaba estable y dobló la rodilla para aguantar el escudo. Se inclinó sobre el borde del scutum y se agazapó detrás de él de manera que solo le quedaran visibles los ojos y la parte superior del casco. Ya tenían a los guerreros encima lanzando alaridos. Su oponente estaba preparándose para golpearle desde arriba.

Quintus agachó la cabeza y dejó que el borde metálico del escudo absorbiera el impacto. El golpe casi le arrancó el scutum de la mano. Quintus se abalanzó hacia delante con el gladius, pero se clavó en el escudo del galo. «¡Maldita sea!». Recuperó el gladius, se arriesgó a mirar por encima del scutum y se agazapó de nuevo para evitar otro golpe potente que casi volvió a arrancarle el brazo izquierdo. El pánico se apoderó de él. No sería capaz de resistir más golpes como ese. Quintus miró por el lateral del escudo y trató de clavar la espada en el pie izquierdo del guerrero. El extremo atravesó la carne.

Con un alarido de dolor, el galo se tambaleó hacia atrás. Quintus volvió a mirar por encima del escudo. La sangre borboteaba del pie de su contrincante. No era una herida mortal, pero al menos le daba un respiro. A su izquierda Urceus intercambiaba golpes con un galo pelirrojo, mientras Corax luchaba contra el jefe del clan. Ninguno había ganado la partida todavía. Quintus tenía el corazón en un puño. ¿Debía acudir en ayuda de Corax? Le quedaba un instante de respiro antes de que su contrincante se lanzara de nuevo al ataque. Quintus tomó una decisión. Cuando el jefe galo se abalanzó sobre Corax, aprovechó el momento para atravesarle la axila con el gladius. «¡Marte, guía mi espada!». Las cintas de la cota de malla del galo cedieron bajo la espada, que se deslizó hasta el pecho. Sorprendido ante el ataque, el galo abrió unos ojos como platos y soltó un grito ahogado. Acto seguido, Corax le clavó la espada en el ojo derecho, del cual salió un líquido acuoso que lo salpicó todo y al que se añadieron los grandes borbotones de sangre que provocó Quintus al arrancarle la espada del cuerpo. El galo cayó al suelo como un saco de trigo.

—Bien hecho —murmuró Corax—. Ahora, grita lo más alto que puedas y avanza conmigo. —Quintus lanzó un alarido feroz y prosiguió adelante. Corax pisó el cadáver del jefe galo—. ¡Vuestro líder ha muerto y lo mismo os va a pasar a vosotros! —bramó Corax.

El galo al que antes se había enfrentado Quintus los miró consternado. Alentado, Quintus golpeó la espada contra el escudo y comenzó a insultarle. El hombre miró a sus compañeros sin saber qué hacer. Entonces dio un paso atrás. Y otro.

—¡A LA CARGA! —Corax se abalanzó hacia delante como un perro al que acaban de dejar suelto.

Quintus lo siguió por instinto. Con el rabillo del ojo vio a Urceus que se les unía. «Alabados sean los dioses».

Los galos que se hallaban más cerca huyeron a la carrera. A partir de ese momento, fue como observar una ola que se repliega hacia atrás. Cuando vieron a sus amigos dar media vuelta, el resto del grupo también huyó del cuerpo central de las tropas cartaginesas. Ansiosos por aprovechar la ventaja, los hastati los persiguieron y consiguieron abatir a un buen número de estos antes de que se pusieran a salvo. Quintus atacó por la espalda a un galo y le rasgó la espina dorsal. El soldado cayó al suelo como una marioneta a la que le hubieran cortado las cuerdas. Sus gritos desgarradores le hicieron aminorar la marcha para concederle una estocada final.

—¡Atrás! ¡Atrás! —bramó Corax. Quintus levantó el brazo. Tenía tiempo—. ¡He dicho atrás! —repitió Corax agarrándole el brazo derecho y mirándole a los ojos.

—Iba a rematar a este, señor.

—Déjalo.

—Pero…

—Él no haría lo mismo por ti. Además, sus gritos disuadirán a sus camaradas. Vamos.

Quintus no podía contrariar a su centurión. Rogó a Plutón que se llevara rápido al hombre a su seno y trotó de regreso a su posición inicial. Corax fue de un lado a otro gritando a los hombres que se retiraran y dándoles golpes con la hoja plana de la espada si no le oían u obedecían de inmediato.

—¡Volved a formar! —gritó una y otra vez.

Los hastati no tardaron en reagruparse. Habían perdido a tres hombres, pero más de una docena de galos yacía en el suelo, muertos o bien con heridas mortales. Exultantes por el éxito conseguido, los legionarios se miraron sonrientes, alardearon sobre su hazaña y dieron gracias a sus dioses favoritos. Quintus se sentía orgulloso de lo que había hecho. Buscó con la mirada al galo que había herido en la espalda y comprobó aliviado que había dejado de moverse. También distinguió en el suelo al galo corpulento con el corte en el pie. Al verlo, Quintus hizo un gesto obsceno que le fue devuelto, pero con menos entusiasmo que el suyo.

—La próxima vez, lo mato —sentenció envalentonado.

—¿A quién? —preguntó Urceus.

—Al grandullón ese que iba con el jefe galo al que solo he herido por ahora.

—Te veo entusiasmado —comentó Urceus, y golpeó su scutum contra el de Quintus.

—Me gusta que les hayamos obligado a replegarse.

—Y volveremos a hacerlo —interrumpió Corax—. Por cierto, muchas gracias por atacar al jefe, eso acabó con él —dijo dirigiéndose a Quintus con un gesto de aprobación.

—Hice lo que pude, señor —respondió Quintus con una sonrisa satisfecha.

—Sigue así. —Corax estaba a punto de añadir algo más cuando vio algo detrás de Quintus y se cuadró—. ¡Señor!

—Descansa, centurión —dijo una voz—. No me saludes. No quiero que el enemigo me reconozca todavía.

Quintus se volvió a tiempo para descubrir una mirada repleta de odio de Macerio, pero la ignoró al ver a un oficial vestido con la capa roja de un general que se acercaba por sus filas. Era el procónsul Servilio Gémino, el comandante de todo el centro de su ejército. Varios triarii con cara de pocos amigos —su guardia— se mantuvieron a cierta distancia.

—¡Señor! —dijo Quintus en voz baja. Urceus y sus compañeros hicieron lo mismo.

Servilio sonrió al pasar junto a ellos.

—¿Cómo te llamas, centurión?

—Corax, señor, centurión de los hastati en lo que era la primera legión de Longo.

—¿Cuál es la situación?

Corax le puso al día. Servilio parecía satisfecho.

—Estoy buscando un lugar para realizar un ataque frontal. Los dos manípulos a tu izquierda también han luchado bien. Si nos unimos, el resto del frente nos seguirá. Creo que si damos a los galos un buen empujón, romperemos sus filas. ¿Crees que tus hombres están preparados para ello?

—¡Sí, señor! —afirmó Corax.

—Bien. Preparaos. Regresaré a lo que será nuestro centro, donde se encuentra el manípulo de tu izquierda. Cuando esté en posición, te daré la señal.

—Muy bien, señor —respondió Corax con una sonrisa hambrienta. En cuanto Servilio se marchó, se dirigió a los hastati—: Ya habéis oído al general. Habéis luchado con valentía hasta este momento, y ahora es nuestra oportunidad. Nadie olvidará a los soldados que obligaron a los guggas a retirarse de Cannae, los soldados que iniciaron el proceso de derrota de Aníbal.

—¡Cuenta con nosotros, señor! —exclamó Quintus con entusiasmo.

—¡Todos nosotros! —añadió Urceus.

El resto de los soldados respondieron igual y Corax inclinó la cabeza satisfecho.

—En tal caso, estad atentos a Servilio. En cuanto dé la señal, ¡id a por todas!

Conseguirían aplastar a los galos, pensó Quintus. Después de lo que acababan de lograr, estaba seguro de ello. Rogó porque su padre y Calatinus estuvieran bien en el flanco derecho y, si Gaius estaba allí, que hiciera lo propio en el flanco izquierdo. Tenían que contener a la caballería enemiga. Si lo conseguían, la infantería se encargaría del resto.