Norte de Capua, dos meses después…
—No estoy convencido de que sea una buena idea. —Sonó la voz de Lucius en el exterior de la litera.
A Aurelia se le hizo un nudo en el estómago, pero al levantar la cortina obsequió a su marido con la más amplia de sus sonrisas.
—¡Me lo prometiste!
—En un momento de debilidad, pero ahora estamos a mediados de verano y siempre te quejas del calor que hace al mediodía.
—Por eso estamos saliendo de madrugada —respondió ella con dulzura—. Llegaremos a Capua justo antes del mediodía y entonces podré descansar.
—En la ciudad hay alcantarillas, enfermedades, ratas y vapores extraños. Es el último lugar donde debería estar una mujer en tu estado —protestó Lucius.
—Me mantendré bien alejada de todo eso, pero no soy ninguna inválida. Puedo ir caminando a todas partes y necesito comprar muchas cosas para el bebé.
—Podrías enviar a un esclavo.
—Pero se olvidaría de la mitad de las cosas o las compraría mal. Es más fácil si puedo hacerlo yo misma. Además, mi madre habrá ido allí para encontrarse conmigo y es posible que sea la última vez que nos veamos antes del nacimiento del bebé.
—Sigo sin verlo claro. ¿Por qué no te quedas en casa y ella viene a visitarte aquí? ¿Qué pasa si el bebé llega antes?
—Eso no sucederá —sentenció Aurelia con una seguridad que no sentía—. Y si sucediera, en Capua hay multitud de médicos y comadronas en cada esquina. ¿Se te ocurre un lugar mejor para dar a luz?
—No bromees con estas cosas. ¿Sabes cuántos bebés y mujeres mueren en el parto? —preguntó irritado, volviéndose hacia atrás sobre la silla del caballo.
«Ya vuelve a mencionar al bebé. No puede evitarlo», pensó Aurelia con amargura. Desde que le había explicado lo de su embarazo, la actitud de Lucius para con ella había cambiado por completo. Era cierto que ya no le exigía tener relaciones —su madre había tenido razón al respecto—, pero a veces le daba la impresión de que solo la veía como un mero receptáculo de su hijo. En cualquier caso, sería inútil decir nada, sobre todo si no quería arriesgarse a salir perdiendo.
—Tienes razón, esposo. No era mi intención ser irrespetuosa —respondió Aurelia con docilidad—, pero ayer le ofrecí un cordero a Ceres y el adivino no encontró ningún motivo en sus entrañas que desaconsejara mi visita a Capua.
Derrotado por lo divino, Lucius asintió reticente.
—De acuerdo, pero será mejor que nos pongamos en marcha ya. Quiero recorrer el máximo camino posible antes de que salga el sol.
—Sí, esposo. —Aurelia ocultó su expresión de satisfacción hasta que volvió a caer la cortina.
Con toda seguridad esa iba a ser su última oportunidad de disfrutar de Capua antes de dar a luz y, después de una larga temporada en la finca de la familia de Lucius, la ciudad le resultaba más atractiva que nunca con sus termas, teatros y buenos comercios. Además, podría ver a su madre lejos de su nuevo hogar y visitar a Martialis, e incluso existía la remota posibilidad de que viera a Gaius. La lista de cosas que quería hacer era interminable y, en cuanto naciera el bebé, pasaría meses sin poder hacer nada. A punto había estado de perder esta última oportunidad, por lo que Aurelia dio gracias a Fides por hacer que Lucius cumpliera su palabra.
Cuatro esclavos más fuertes que Lucius levantaron la litera y Aurelia se acomodó en los cojines lo mejor posible. Levantarse tan temprano no le sentaba bien. Últimamente se había acostumbrado a dormitar hasta media mañana, pero si lograba dar una cabezada en la litera, no se sentiría tan cansada después. Entre el balanceo de la litera y el murmullo de las voces de Lucius y Statilius, no tardaron en cerrársele los párpados. La imagen de Phanes cruzó su mente por un instante, pero la ahuyentó sin más. La táctica de Lucius había funcionado. En su última carta su madre le había dicho que el prestamista había reducido de forma inesperada las cuotas mensuales. Atia desconocía el motivo de tal cambio, pero le había facilitado mucho las cosas. Contenta con el resultado, Aurelia cayó en un profundo sopor que no fue interrumpido por ningún sueño.
Aparte de realizar una breve pausa para comer algo, el grupo formado por Lucius, Aurelia, Elira, Statilius y una docena de esclavos más avanzó sin parar y logró llegar a Capua poco después de que el sol alcanzara su cenit. El canto ininterrumpido de las cigarras que les había acompañado durante todo el viaje se disipó en cuanto cruzaron una de las seis puertas de piedra que daban acceso a la ciudad, donde circulaba un aire caliente y estático. El sol se concentraba sobre todo en los estrechos callejones que flanqueaban los edificios de varias plantas. La temperatura de la litera se había ido incrementando poco a poco hasta devenir insoportable. Aurelia se alegró cuando por fin llegaron a la casa que Lucius tenía en la ciudad, un edificio espacioso con un gran patio sombreado que contenía varias fuentes de las que borbotaba el agua. Mientras Lucius se pasó la tarde reunido con clientes, Aurelia estuvo tumbada, abanicada por dos esclavos que sostenían sendas hojas de palmera y bebiendo los zumos fríos que le llevaba Elira.
A última hora de la tarde, Aurelia decidió salir. El calor ya no era tan terrible y podría iniciar las compras para el bebé de la larga lista que le había facilitado la comadrona. Lucius seguía ocupado y, aparte de recomendarle que se llevara a un esclavo como protección y de autorizar a Statilius para que le entregara un monedero, apenas levantó la vista de los papeles cuando Aurelia asomó la cabeza por la puerta de su despacho. Su falta de atención no sorprendió a su mujer. Algo muy grave tenía que pasar para que Lucius dejara de lado las cuentas de sus propiedades, pero no le importó. A la vista de la conversación de la mañana, deseaba escapar rápido antes de que su marido cambiara de opinión.
Después de disfrutar del ambiente fresco de la casa, el calor sofocante de la calle fue como un bofetón en pleno rostro. A pesar de que Elira llevaba una sombrilla para protegerse del sol implacable, Aurelia notó que le brotaban gotas de sudor en la cabeza, la frente y la barriga hinchada. El vestido se le pegó en la espalda y sus muslos rozaban entre sí por la parte interior. ¿Se había precipitado en su deseo de visitar la ciudad? Aurelia no lo pensó más y dedicó su atención a los artículos de la lista: una cuna, sábanas, paños para lavar y secar al bebé y aceites perfumados para el baño. Si podía, Aurelia también quería darse el capricho de comprarse un perfume caro. También quería ir al puesto del foro donde vendían esas salchichas especiadas que antojaba desde hacía meses. El cocinero de Lucius había seguido sus instrucciones e intentado reproducirlas, pero su versión no se parecía en nada al producto original. Quizás el charcutero estuviera dispuesto a cederle la receta a cambio de unas cuantas monedas. La feliz ocurrencia le hizo más llevadero el trayecto desde la casa, situada en una tranquila calle residencial, hasta la avenida principal que conducía al foro.
Un esclavo corpulento armado con una porra seguía sus pasos, pero Aurelia pronto se dio cuenta de que solo tenía ojos para el contorneado trasero de Elira. Después de la reprimenda pertinente, el esclavo volvió a prestar atención a su alrededor. Eliminada la amenaza de Phanes, podía salir a la calle sin preocupación, pero eso no significaba que no tuviera que estar alerta para evitar que le robaran el pesado monedero que le había entregado Statilius y que llevaba al cuello. Un chal lo hubiera ocultado de la vista de todos, pero Aurelia se veía incapaz de llevar una capa adicional de ropa cuando todo lo que deseaba era despojarse del vestido de lana en cuanto regresara a la casa.
La muchedumbre en las calles y en el foro le producía sensación de calor y claustrofobia, pero la expedición empezó bien. Primero estuvo en la tienda de un comerciante de telas admirando el amplio surtido y los colores disponibles. Aurelia tocó por primera vez la seda y se maravilló ante su aspecto brillante y el modo en que se deslizaba por sus dedos, pero el precio también era extraordinario: cien didracmas por un pequeño retal que solo podía utilizarse como pañuelo de mujer.
—Entiéndelo, señora —explicó el tendero sudoroso—. Esta tela ha viajado miles de kilómetros hasta llegar aquí desde un lugar más al este de Grecia y Asia Menor, más allá de Judea y Siria; ha viajado durante meses desde más allá de Persia, desde el pueblo de los seres, una gente de tez amarilla, cabello negro y ojos rasgados.
Incrédula, Aurelia se rio y eligió en su lugar una pieza de lino y unas sábanas para la cuna. A continuación, atraída por sus seductores aromas, visitó la perfumería. El propietario, un hombre de ojos brillantes natural de Judea, insistió en ofrecerle una visita de la tienda y Aurelia no pudo resistirse. Ser una matrona romana tenía sus ventajas, ya que le abría puertas que antes habían estado vedadas para ella. El hombre parecía de confianza y Aurelia no tuvo reparos en dejar al esclavo en la calle mientras Elira la acompañaba. En cuanto se le acostumbraron los ojos a la tenue iluminación de la tienda, contempló fascinada los bancos cubiertos de pequeños frascos, los cuencos para mezclar los ingredientes y los alambiques de cobre donde se preparaban los perfumes. Una mezcla de aromas embriagadores, entre ellos el mirto y el cilantro, acariciaron las fosas nasales de Aurelia. A instancias del judío, probó la esencia de almendras y la de lirios en las muñecas y el cuello, entre otras muchas hasta perder la cuenta.
—Me encantan todos —declaró Aurelia tras rechazar probar un nuevo aroma—. Es muy difícil elegir.
—Seguro que tienes un favorito, señora —sonrió el judío mostrando sus dientes marrones y encías enrojecidas—. ¿Quizás el agua de rosas? ¿O los lirios? Elige uno. Tengo el mejor precio de Capua y, como eres tan hermosa, te ofrezco un segundo frasquito a mitad de precio.
Aurelia rio. El judío era un granuja, pero era encantador y muy amable y deseaba comprarle su mercancía.
—Los lirios.
—¡Lo sabía! —El judío dio unas palmadas y uno de los esclavos que trabajaba en los bancos acudió presto a su lado—. Prepara dos frascos de esencia de lirios del último lote. ¡Rápido! —El esclavo se marchó y el perfumista hizo una reverencia a Aurelia—. ¿Puedo ofrecerte una copa de vino? Tengo una excelente cosecha de Sicilia y otra de la Campania.
Aurelia fingió fruncir el ceño.
—Todavía no me has dicho el precio.
—Será un precio justo, te lo juro por el honor de mi padre.
—¿Y cuál es? —preguntó suspicaz.
El judío sonrió adulador.
—Diez didracmas el primer frasco y cinco por el segundo.
Incluso sin el grito ahogado de Elira, Aurelia sabía que era un precio desorbitado.
—¿A eso le llamas un precio justo? ¡Ja!
Hizo ademán de marcharse.
—¡Señora, espera! Negociemos.
—Tus perfumes son increíbles —concedió Aurelia ignorando la expresión satisfecha del judío—, pero no estoy dispuesta a pagar más de un didracma por un frasco de lirios.
El judío se retorció las manos.
—Con eso ni siquiera cubro los costes. ¿Sabes cuántas flores se necesitan para hacer un frasquito? ¡Más de doscientas! Después está la mano de obra necesaria para la fase de preparación.
—Todo el trabajo lo realizan tus esclavos, a los que no pagas —replicó Aurelia.
El judío no se inmutó.
—Las flores deben comprarse y están los gastos del taller. No aceptaré menos de ocho didracmas por un frasco. Doce por los dos. —Aurelia dio media vuelta sin mediar palabra. Apenas había avanzado tres pasos cuando el judío volvió a hablar—. ¡Diez didracmas!
—Te daré tres —propuso Aurelia antes de seguir caminando.
—¡Señora, me vas arruinar! —se lamentó el perfumista. Aurelia se detuvo—. Ocho —tanteó el judío.
Aurelia giró sobre sus talones y lo miró a la cara.
—Cinco.
—Dividamos la diferencia como buenos amigos. Seis didracmas y medio.
—Seis —declaró Aurelia feliz. Ya era suyo.
El hombre exhaló un profundo suspiro.
—Muy bien, señora. No soy más que un pobre comerciante ignorante, pero te hago este precio por tu belleza y encanto extraordinarios.
Aurelia no pudo evitar sonreír.
—Aquí tienes.
Las monedas se esfumaron de la mano de Aurelia en un abrir y cerrar de ojos. El judío hizo varias reverencias y el perfume no tardó en llegar.
Aurelia hizo un gesto a Elira para que cogiera los frasquitos de cuello alargado.
—¿Un poco de vino? —ofreció de nuevo el perfumista.
—Gracias, pero no —contestó Aurelia, a la que empezaba a agobiar el intenso calor que irradiaba el techo bajo del taller.
El judío no insistió, lo cual complació a Aurelia porque era señal de que le había sacado un buen precio.
—Vuelve cuando haya nacido el bebé y prueba otros productos. Tengo perfumes que vuelven locos de deseo a los maridos —dijo el judío.
—Así lo haré —prometió Aurelia, y se dirigió a la puerta.
Estaba tan ansiosa por salir fuera, que no vio la figura enmascarada que se deslizó por detrás de las estanterías. Lo primero que notó fue la punta de una navaja clavada en las lumbares. A continuación, el agresor le retorció el brazo derecho detrás de la espalda.
—Ven aquí, zorra —le susurró al oído. La empujó contra la pared del otro lado. Elira gritó y el judío contempló la escena horrorizado—. ¡Que nadie se mueva o le corto el cuello! —rugió el hombre.
—¿Quién eres? ¿Qué quieres? —preguntó Aurelia buscando el monedero con la mano que tenía libre—. ¡Toma esto!
El atacante agarró el monedero, pero el alivio momentáneo de Aurelia se tornó en terror cuando notó que le subía el vestido por detrás. Abrió la boca para gritar, pero una punzada de la navaja convirtió su grito en un lamento.
—¡Estate quieta si no quieres que te abra en canal!
—¡Estoy embarazada! —empezó a llorar Aurelia mientras trataba de volverse para ver a su agresor, pero este le propinó una bofetada—. ¡No lo hagas, por favor! ¡Perderé al niño!
Una risa cruel.
—No es mi problema. La próxima vez te lo pensarás dos veces antes de amenazar a un hombre de negocios honrado.
Aurelia estaba tan desesperada que no captó el significado de sus palabras. Sintió náuseas cuando el hombre le soltó el brazo para arrancarle la ropa interior. Sintiéndose desfallecer, se agarró al banco que tenía delante. «Gran Ceres —rogó—, no dejes que mi bebé sufra ningún daño. Por favor».
El hombre soltó un grito complacido cuando logró descubrirla por detrás y se dispuso a levantar su propia vestimenta.
—¡Cómo voy a disfrutar!
Aurelia clavó la vista en una botella llena de líquido. Si conseguía agarrarla, volverse y golpear a su agresor con ella, quizá pudiera escapar. Fue deslizando los dedos poco a poco sobre el banco. El hombre no pareció darse cuenta de sus intenciones y Aurelia notó algo rígido que le aplastaba la parte superior de las nalgas. Aterrorizada, perdió el control y se abalanzó hacia la botella. El agresor soltó una maldición y Aurelia notó un dolor desgarrador en las lumbares. El recipiente cayó al suelo de golpe y se rompió en mil añicos. Aurelia notó un líquido caliente que le bajaba por las nalgas y supo que era sangre. Un dolor agonizante le irradiaba de la herida en la espalda. ¿Por qué no la había apuñalado?, se preguntó aturdida.
El hombre le asestó un golpe en la cabeza y Aurelia estiró los brazos para no golpearse la cara contra el banco.
—Vuelve a probar otro truco así, zorra, y será el último.
El agresor recuperó su erección con rapidez e intentó penetrarla.
Aurelia buscó otro objeto con el que agredirle, pero no tenía nada al alcance. Fue levantando las piernas y retorciéndose para zafarse de su agresor, pero este la agarró con fuerza y se rio.
—¡Me encanta cuando una mujer se resiste!
Aurelia estaba cada vez más desesperada, pero se sentía incapaz de resistir mucho más con la sangre que le descendía por las piernas. «Deja que lo haga —pensó para sí—. Si copular con Lucius no daña al bebé, esto tampoco. Es mejor sobrevivir, que mi hijo pueda vivir».
De pronto oyó el correteo de unos pies seguido de un estruendo. Aurelia no entendía nada, pero una mano agarró la suya.
—¡Vamos, señora! ¡Corre!
Aurelia se incorporó y vio que su asaltante se tambaleaba agarrándose la cabeza. Vio un alambique en el suelo con una gran abolladura que evidenciaba lo que Elira acababa de hacer. Aurelia sintió que le invadía el pánico al darse cuenta que el hombre seguía consciente y armado. Elira le tiró del brazo y Aurelia corrió detrás de la esclava. La rabia le dio fuerzas para acelerar, pero no lo suficiente. Era imposible que pudiera zafarse de su agresor en el estado en que se encontraba.
De pronto el judío apareció de la nada y vació una garrafa de aceite perfumado entre ellos. Se oyó un grito ahogado y el hombre resbaló y cayó al suelo. Aurelia sintió un primer rayo de esperanza. Pocas personas estarían dispuestas a ayudarlas en la calle, pero si lograban salir de la tienda podían mezclarse entre la multitud mientras su esclavo trataba de detener al asaltante.
—¡No te escaparás, zorra!
Cuando estuvieron cerca de la puerta, Aurelia se atrevió a mirar atrás y, para su gran horror, vio que su agresor había logrado ponerse en pie. El judío se le acercó, pero se retiró cuando el hombre empezó a blandir la navaja amenazante.
—¡Apártate de mi camino, viejo, o te arranco los intestinos!
—¡Señora! —gritó Elira con urgencia.
Aurelia obligó a sus cansadas piernas a seguir adelante y por fin salió a la calle bañada por la dorada luz del atardecer. El esclavo de Lucius la miró boquiabierto.
«Menudo aspecto debo de tener con la espalda empapada en sangre», pensó Aurelia, pero nada podía hacer al respecto.
—¡Me han atacado dentro! ¡Detén al hombre que nos persigue! ¡Va enmascarado y lleva una navaja!
—S-sí, señora —respondió el esclavo asustado levantando la porra.
Sin una palabra más, Aurelia se dio a la fuga. No era problema suyo si el esclavo sobrevivía o no, lo único importante era escapar. La calle estaba a rebosar de hombres, mujeres y niños, carros tirados por bueyes, mulas cargadas de mercancía, residentes de la ciudad, visitantes, esclavos y comerciantes. Estaban en la calle aprovechando la mejor hora para comprar. Aurelia se desesperó ante tanta humanidad junta y maloliente.
—¿En qué dirección está la casa de Lucius? —preguntó a Elira.
La iliria señaló a la izquierda con la mano, pero a Aurelia se le cayó el alma a los pies cuando vio una gran carreta que se acercaba procedente de esa dirección. Estaba tan cargada que apenas había sitio para pasar por su lado. En circunstancias normales, Aurelia se habría escurrido entre medio sin problemas, pero ahora no podía. Sin embargo, si tomaban otro camino, corrían el riesgo de perderse. El sonido de unos pasos cercanos que corrían tras ella aceleró su decisión. Era cuestión de ir a la derecha o morir.
—¡Por el otro lado! ¡Rápido! —gritó empujando a Elira hacia delante.
Ambas se abrieron paso a codazos entre la multitud haciendo caso omiso de las protestas y los gritos de indignación. A Aurelia le costaba seguir a Elira, pero no se dio por vencida. Esquivó el brazo extendido de un mendigo que pedía dinero a un hombre bien vestido y murmuró una disculpa al pasar junto a una mujer que reñía a su criatura por soltarle la mano. Le costaba arrastrar los pies y tenía la sensación de que su barriga había duplicado su tamaño. El dolor de la espalda era desgarrador, pero siguió adelante. En cuanto se hubieron adentrado una veintena de pasos, Aurelia se atrevió a mirar atrás. Al principio no vio señal alguna de su atacante y pensó que habían logrado escapar. ¿Acaso el esclavo de Lucius había conseguido reducirlo? Volvió a mirar y cambió de opinión. No muy lejos de ellas había un hombre encapuchado que repartía codazos a diestro y siniestro para abrirse camino. Una de sus víctimas, un comerciante, empezó a protestar y, acto seguido, se dobló ante el puñetazo que recibió en su barriga de tamaño considerable.
—¡Por todos los dioses! —susurró Aurelia, tratando de sobreponerse.
De pronto sintió que los esfuerzos de la jornada, el calor y el embarazo la superaban. Se veía incapaz de seguir durante mucho más tiempo. ¿Por qué había sido tan idiota? Debería haber hecho caso a Lucius y haberse quedado en casa.
De repente, la multitud se separó sin previo aviso y Aurelia tropezó. Casi se cayó al suelo. Unos pasos más adelante, un hombre corpulento amonestaba a Elira por haber chocado contra él. Mientras este maldecía a la iliria por ser una esclava estúpida, Aurelia se fijó en la figura que había detrás de él: un hombre de cabello gris y porte distinguido que lucía una toga. Debía de ser uno de los magistrados de Capua acompañado de su guardaespaldas, encargado de abrirle paso entre la multitud.
Aurelia se acercó al guardaespaldas.
—Por favor, ayúdanos —rogó, agarrándole la mano y lanzando una mirada suplicante a su amo.
El hombre corpulento frunció el ceño y la miró con suspicacia, pero antes de que pudiera decir nada, el magistrado habló.
—Déjala pasar. Por sus ropas se nota que es de buena clase. ¿No te has dado cuenta de que está herida?
—Estoy bien —dijo Aurelia estoicamente.
—¿Que te ha pasado, señora? —inquirió el magistrado con tono preocupado.
—Me ha atacado un hombre en la perfumería y nos está siguiendo.
—¡Menudo ultraje! Marcus, prepara la espada.
El guardaespaldas dio un paso adelante y Aurelia lloró de alivio.
—¿Qué aspecto tiene ese hombre?
—Aparecerá en cualquier momento. Andaba detrás de nosotras. No le he visto la cara, pero es grande y lleva una capa con la capucha puesta.
Marcus soltó un gruñido y desenvainó la espada.
Aurelia miró de derecha a izquierda y de izquierda a derecha el semicírculo de gente que les miraba, formado por hombres y mujeres jóvenes y ancianos, altos y delgados, bajos y gordos de tez blanca como el alabastro, negra como el carbón o de algunas de las tonalidades de marrón existentes bajo el sol, pero no vio ninguna máscara o capucha ni ninguna figura voluminosa.
Esperaron un rato, pero el atacante no dio señales de vida. Nadie se atrevía a pasar junto al magistrado en una u otra dirección, pero al final la gente empezó a quejarse y Aurelia se sintió tan cohibida que casi agradeció tener la herida en la espalda como prueba de que no estaba loca.
—Supongo que os debe de haber visto —concluyó resignada.
—Es probable —convino el magistrado—. Hasta el propio Aníbal se lo pensaría dos veces antes de atacar a Marcus. Olvídate de él. Ahora lo importante es que te vea un médico con urgencia.
—¡Pero quiero encontrarlo! —protestó Aurelia, aunque sabía que el magistrado tenía razón. Era casi imposible encontrar al hombre que casi la viola. Había desaparecido.
—Tu esclava puede ayudar a Marcus a buscarlo —dijo el magistrado con amabilidad—. Mientras tanto, deja que te lleve a casa y avise a un médico para que acuda lo antes posible. ¿Cómo se llama tu marido? Debemos avisarle.
—Lucius Vibius Melito —respondió Aurelia con visión borrosa. Se sentía desvanecer.
—¿Melito? —repitió el magistrado, que había agarrado a Aurelia. Agradecida por la sujeción, Aurelia oyó su voz a la altura de su codo—. ¿Por qué no lo has dicho antes? Conozco bien tanto a él como a su padre. No hace falta que me indiques dónde está la casa. Vamos.
A Aurelia ya no le respondían las piernas. Las rodillas le fallaron y se desplomó en el suelo, apenas consciente de las voces agitadas a su alrededor. No recordaba nada más.
Le despertaron las patadas del bebé en el vientre y abrió los ojos, que poco a poco se acostumbraron a la luz tenue de la habitación. Estaba en una cama recostada de lado y de cara a una pared. Suspiró aliviada al reconocer el mural. Era la estancia principal de la casa de Lucius en Capua. Le dolía la cabeza, pero no tanto como cabía esperar, y no parecía estar de parto, lo cual la tranquilizó. Logró ponerse boca arriba con dificultad, pero un dolor punzante en la espalda la obligó a colocarse de lado otra vez. Para su sorpresa vio a Lucius sentado en un taburete a su lado con el rostro desencajado, pero Aurelia no logró discernir si era de rabia, alivio o tristeza.
—¿Cómo te encuentras?
—Dolorida. —Quizá se había equivocado al pensar que la herida de la espalda era leve—. Mi espalda, ¿está…?
—El médico te la ha curado. Es un corte largo, pero no es profundo. Te lo ha cosido y dice que cicatrizará en dos o tres semanas.
Aurelia asintió y notó que le pesaba la cabeza.
—¿Cómo puede ser que me sienta tan cansada si acabo de despertarme?
—Perdiste bastante sangre —la regañó Lucius—. Por suerte acudió en tu ayuda el mismísimo Calavius, magistrado principal de Capua, y el médico llegó poco después que tú tras haberlo avisado él.
A Aurelia le costaba digerir toda la información.
—Ya veo.
—Es un milagro que no se te haya adelantado el parto.
Aurelia se tocó la barriga para verificar que estaba todo en orden.
—¿Cuánto he dormido?
—Un día y una noche.
—¡Por todos los dioses! —murmuró.
—¿Cómo es posible que se te ocurriera salir a la calle así? —preguntó Lucius, con un enfado evidente.
—No protestaste cuando te dije que iba a salir.
Lucius hizo caso omiso de sus palabras.
—Tendrías que haberte llevado a más esclavos.
«¿Por qué se comporta así?», se preguntó Aurelia.
—Eso no hubiera impedido lo que sucedió, porque habría entrado sola en la tienda con Elira. El hombre me siguió al interior. ¿No te lo ha explicado Elira?
—¿Y si hubieras perdido el bebé? —inquirió con tono acusador.
«¡Ah! Por eso está tan disgustado —pensó Aurelia con amargura—. El niño le importa más que yo».
—Pero no lo he perdido.
—Pero podrías haberlo perdido.
—Pero no lo he perdido. Sin embargo, si no llega a ser por Elira, habría sufrido una violación.
El comentario volvió a centrar a Lucius, que exhaló un hondo suspiro.
—Debemos dar gracias a los dioses de que no ocurriera. Lo que no entiendo es por qué ese hombre te eligió a ti.
—En todas partes hay hombres así. Fue mala suerte que se fijara en mí —replicó Aurelia con un escalofrío.
—No sería uno de los matones de Phanes, ¿verdad?
La mención del prestamista hizo que Aurelia recordara algo.
—Quizá sí, porque dijo algo de que me lo pensara dos veces antes de volver a amenazar a un hombre de negocios honrado.
Lucius la miró desconcertado y Aurelia le explicó lo del ataque a Phanes en el templo.
—¡Por todos los demonios! ¿Y quién lo ordenó? ¿Tu madre?
—¡No! Vino a mí para preguntarme si sabía quién podría haberlo hecho.
«Que Lucius no me haga más preguntas, por favor», rogó Aurelia. Era mejor que su marido no supiera nada de la existencia de Hanno.
Para su alivio Lucius no insistió, sino que se quedó pensativo tamborileándose los labios.
—Todo apunta a Phanes. Enviaré a mis hombres para que le hagan una visita. De vez en cuando hay que recordar a las ratas de cloaca cuál es su sitio. —El modo en que Lucius dijo la palabra «visita» arrancó una sonrisa de Aurelia, que apenas podía mantener los ojos abiertos. Solo quería dormir—. El médico dice que lo mejor es que te quedes en la ciudad hasta que des a luz.
Aurelia hizo un esfuerzo por abrir los párpados.
—¿Por qué?
—Dice que otro viaje con este calor podría provocar un parto prematuro, por lo que es mejor que te quedes en Capua —explicó Lucius, al que no pareció desagradarle la idea.
Aurelia estaba encantada. No estaba habituada a la casa de Capua, pero conocía la ciudad muy bien.
—De acuerdo —murmuró—, el niño nacerá aquí.
Volvió a cerrar los ojos, pero antes de dormirse creyó notar que Lucius le acariciaba el cabello.
Permanecer en Capua sería una bendición para Aurelia, puesto que Atia podría visitarla con mayor asiduidad. De hecho, en cuanto le comunicó sus intenciones, su madre se instaló en su casa. Pronto saldría de cuentas y tenerla tan cerca la tranquilizaba. Aurelia también estaba nerviosa por Quintus y su padre. Todo el mundo estaba obsesionado con la inminente batalla contra Aníbal —no, con la inminente victoria sobre Aníbal—, que se produciría en cualquier momento. Dos semanas después del incidente de la perfumería, los dos nuevos cónsules de Roma pasaron por Capua en dirección al sur acompañados de cuarenta mil soldados, ciudadanos y socii. La gente salió en masa a ver el desfile.
La herida de la espalda de Aurelia había cicatrizado lo suficiente como para ir con Lucius en litera hasta las murallas, desde donde obtendrían las mejores vistas. Aurelia jamás olvidaría el espectáculo que se desplegó ante sus ojos. La enorme columna de soldados se extendía de norte a sur hasta el horizonte. Los primeros legionarios habían pasado de madrugada y decían que la cola del ejército no alcanzaría Capua hasta media tarde. El sonido atronador de miles de sandalias tachonadas golpeando el suelo al unísono no presagiaba nada bueno. Oyeron el rítmico canto de los soldados y el estruendo de las trompetas. Los estandartes metálicos que identificaban a cada legión, manípulo y centuria brillaban al sol. La estela de polvo levantada por las unidades de caballería era absorbida por la nube de color marrón anaranjado que había quedado suspendida en el aire por encima del ejército. Marchar en medio de tanto polvo debía de ser muy duro, pensó Aurelia, sobre todo con ese calor aplastante y con el peso de las armas y la armadura.
Aurelia había visto a su padre con el uniforme y había llorado su partida, al igual que con Quintus y Gaius, pero ver al ejército de pleno la inquietaba todavía más porque la crueldad de la guerra le resultaba más patente. El ejército de Aníbal sería mucho más pequeño que el romano en cuanto los cónsules añadieran sus tropas al resto de las legiones, pero eso no significaba que no fueran a morir muchos hombres en la batalla, quizá más de los que perecieron en el Trebia y Trasimene. ¿Qué posibilidades tendrían Quintus y su padre de sobrevivir? Aurelia se sintió de repente muy abatida y Lucius empeoró las cosas cuando dijo que quizá se incorporara al ejército. Aurelia esperaba que sus protestas hubieran hecho efecto y que su padre también le quitara la idea de la cabeza. A pesar de no amar a su marido, reconocía que era un buen hombre y su futuro estaba con él. No podía irse a la guerra él también.
Aurelia no tenía ganas de continuar viendo el desfile.
—Quiero volver a casa —dijo tocando el brazo de Lucius.
—Enseguida —respondió él con los ojos atentos en la columna—. ¡Mira! Otro estandarte. Parece un minotauro.
Aurelia decidió que le volvería a pedir que la llevara a casa en un instante. Después de lo que le había sucedido, no deseaba regresar a casa sola. Además, necesitaba apoyarse en el brazo de Lucius para sortear las escaleras hasta la calle. Su enorme barriga la hacía muy torpe y pesada y cualquier actividad física la incomodaba. ¿Cuánto más tendría que esperar?, se preguntó acariciándose la barriga. En esos momentos sentía casi más incomodidad que miedo. Pensó que sería buena idea detenerse en el templo de Bona Dea de regreso a casa. Había hecho numerosas ofrendas a la diosa de la fertilidad y los partos, pero una más no haría ningún daño.
—Estás pasando mucho calor —se percató Lucius, y le secó una gota de sudor de la ceja—. Mil disculpas, no deberías estar fuera tanto tiempo con estas temperaturas. Vámonos.
Agradecida, Aurelia se apoyó en su brazo para recorrer la corta distancia hasta la escalera donde el centinela se cuadró, un amigo de Lucius los saludó y la mujer de otro amigo le deseó suerte y le dio un millón de consejos. Aurelia la escuchaba con una sonrisa en el rostro cuando notó en la barriga un dolor intenso que duró unos instantes. Su interlocutora ni se dio cuenta. Aurelia se despidió de la mujer y caminó unos pasos más, pero notó un nuevo pinchazo y se detuvo para respirar hondo varias veces.
—¿Estás bien? —preguntó Lucius.
—No es nada, estoy bien.
Aurelia intentó seguir, pero tuvo otra contracción —esta vez reconoció lo que era— y soltó un grito ahogado.
—¿Es el bebé? ¿Ya viene?
—Es posible.
Lucius mantuvo la calma y llamó a la mujer de su amigo para que esperara con Aurelia mientras él corría escaleras abajo en busca de dos esclavos que la llevaron a la litera. Después mandó aviso a la comadrona y durante todo el trayecto de regreso a casa sostuvo la mano de Aurelia y le susurró palabras cariñosas al oído. En cuanto llegaron, dejó a su mujer al cuidado de Atia y Elira mientras él iba a orar al lararium.
Aurelia solo recordaría algunos fragmentos de las horas posteriores. En el dormitorio hacía un calor y una humedad terribles y las sábanas estaban empapadas de sudor, de modo que la cama le parecía todavía más dura. Curiosamente, las bolsas de aceite caliente en los costados le resultaban reconfortantes. Atia estuvo sentada a su lado frotándole la barriga con cremas y hablándole. Cuando la comadrona no estaba realizando exploraciones internas, se dedicaba a rezar y a preparar los suministros sobre la mesa: aceite de oliva como lubricante, esponjas de mar, retales de tela y lana, hierbas y ungüentos. Pasó el tiempo y las contracciones fueron más seguidas. Aurelia estaba exhausta y lloraba con cada nueva oleada de dolor. Lucius apareció en la puerta hecho un manojo de nervios, pero Atia lo echó fuera.
Por fin la comadrona dictaminó que el cuello del útero estaba lo bastante dilatado y, con ayuda de Atia, sentó a Aurelia en la silla de parto, que tenía unos reposabrazos a los que agarrarse y sujetaba los muslos y las nalgas al tiempo que dejaba un espacio abierto en forma de «U» entre las piernas para facilitar el acceso de la comadrona. A Aurelia le invadió un miedo terrible cuando se sentó allí, pero las palabras de aliento de Atia y las instrucciones de la comadrona, que estaba sentada en un taburete delante de ella, le ayudaron y siguió respirando y empujando.
Al final, el bebé salió con menos dificultad de lo que esperaba. Apareció de repente y salpicó el suelo de mucosa, sangre y orina. La comadrona y Atia dieron un grito de alegría. Aurelia abrió los ojos y vio una cosa roja y morada con un penacho de cabello negro de punta.
—¿Está vivo? —preguntó—. ¿Está bien? —El niño empezó a llorar y Aurelia sintió una inmensa alegría en su corazón—. Mi bebé —susurró mientras la comadrona se lo colocaba sobre el pecho.
—Es un niño —dijo Atia—. ¡Alabados sean Bona Dea, Juno y Ceres!
—Un niño —susurró Aurelia eufórica. Había cumplido con su obligación, al menos con una parte. Besó la suave pelusa de la cabeza del niño.
—Bienvenido, Publius. Seguro que tu padre tiene muchas ganas de conocerte.
—Muy bien, hija, lo has hecho muy bien —dijo Atia con un tono más dulce y afectuoso de lo habitual.
Al cabo de un rato, la comadrona anudó y cortó el cordón umbilical y Aurelia fue acompañada a una segunda cama más blanda, donde se tumbó para descansar y dar de comer a Publius. Aurelia contempló extasiada a su hijo sin entender cómo había podido tener dudas sobre el embarazo. La incomodidad de las últimas semanas y el dolor del parto habían valido la pena. Lucius estaría muy contento. El nacimiento de Publius aseguraba la continuidad de su linaje.
Aurelia se quedó dormida sintiéndose más feliz de lo que se había sentido en mucho tiempo.
No pensó en Hanno.