Capítulo 15

Sapho reaccionó con enorme sorpresa al ver a Hanno, que por un momento creyó percibir en los ojos de su hermano una emoción bien distinta, pero fue algo tan fugaz que no podía estar seguro. Sapho lo estrechó entre sus brazos, dio las gracias a todos los dioses del panteón e insistió en que abrieran un ánfora para celebrarlo.

—Bebamos mientras caminamos. ¡Después de una aventura así, nos lo merecemos!

A Hanno todavía le dolía la cabeza, pero estaba tan feliz con su huida milagrosa que volvió a descartar la idea de que Sapho hubiera preferido que muriera. Hanno agradeció el efecto anestésico del vino. Mutt y el resto de los oficiales también estaban sedientos y, en cuanto se hubieron asegurado que no les perseguían los romanos, también dejaron beber a los soldados. El camino de regreso al campamento pasó en un santiamén en medio de canciones, chistes verdes y versiones cada vez más coloridas de su hazaña. Cuando Aníbal llegó para echar un vistazo a los carros, ambos estaban ebrios.

A Hanno le sudaron las manos cuando su general se les acercó para que le explicaran lo sucedido. «¿Cuál será el castigo por embriaguez?», se preguntó Hanno. Pero no había de qué preocuparse. Aníbal escuchó atento el relato de Sapho y sonrió cuando Hanno le narró su ataque contra la caballería enemiga. Cuando acabó de hablar, Aníbal le dio una palmada en el hombro.

—No solo habéis traído el grano que tanto necesitamos, sino que lo habéis hecho a pesar de la emboscada tendida por una fuerza superior. ¿Bajas?

—Entre cincuenta y sesenta hombres, señor —respondió Sapho—. Hay muchos heridos, pero la mayoría se recuperarán.

—No puedo permitirme el lujo de perder a mis libios —comentó Aníbal—. Pero hoy he tenido suerte de no perder a muchos más. Ambos habéis hecho un gran trabajo. Gracias. —Aníbal se volvió hacia Hanno y señaló la bota de vino—. Me imagino que eso contiene vino, ¿no?

—Pues sí, señor —respondió Hanno, sonrojándose.

—¿Es necesario que un hombre se muera de sed para que le ofrezcan algo de beber?

—Claro que no, señor —sonrió Hanno aliviado. Le entregó la bota de vino.

Y así fue como Aníbal compartió un trago con ellos y les felicitó por última vez antes de marcharse para hablar con el jefe de intendencia.

—Ocúpate de que se distribuyan los carros de grano, aceite y vino —le ordenó Aníbal.

Hanno no necesitó más acicate para emborracharse hasta caer redondo. Se sentía agradecido de que Sapho lo hubiera llevado de patrulla, de que Mutt lo rescatara y de que Aníbal hubiera reconocido su labor. Por el momento estaba contento con el mundo y las cosas no podían irle mejor. Quedaba pendiente el asunto de Aurelia, pero bebió más para olvidarse de ella. Cuando acabó la juerga bien entrada la noche, Hanno recordó vagamente que Mutt le había ayudado a llegar hasta la tienda.

Se despertó con una fuerte resaca y con la sensación de que se le había muerto algo en la boca. El golpe en la cabeza no le dolía más que el día anterior, lo cual significaba que no había sufrido daños irreversibles. Arrepentido de los excesos de la noche anterior, Hanno se levantó tambaleante, salió de la tienda y se vació un cubo de agua en la cabeza. Algunos de sus hombres lo observaron con una sonrisa cómplice, pero estaba demasiado cansado como para que le importara. Los oficiales también tenían derecho a relajarse de vez en cuando. Se encontró mejor después de comer un mendrugo de pan duro y beber unos cuantos sorbos de vino sentado al sol. Tenía obligaciones que atender, pero decidió que podían esperar. Seguro que Mutt lo tenía todo bajo control. Necesitaba un nuevo equipo, pero podía acudir a intendencia más tarde. Por el momento lo único que deseaba era descansar y disfrutar pensando en el día anterior.

—¡Fíjate quién está aquí, si es el héroe del momento! ¡Medio dormido!

Hanno abrió los ojos y vio a Sapho enfrente mirándolo con una sonrisa burlona. Trató de contener su irritación.

—No tengo que atender ningún asunto urgente y Mutt puede ocuparse de lo demás.

—¿Cómo tienes la cabeza?

—No está mal. ¿Y tú?

—Sensible, pero ya se me pasará —respondió Sapho, encogiéndose de hombros.

—Ayer hicimos un buen trabajo —comentó Hanno.

—Desde luego. Ya no eres ningún crío.

—No, no lo soy. He vivido demasiadas cosas desde aquel día que naufragué a causa de la tormenta —replicó Hanno, llevándose el dedo a la cicatriz al recordar muchos momentos terribles de esa época, pero era mejor olvidarlos—. Supongo que debería haberte hecho caso, ¿no?

Para su gran sorpresa, Sapho sacó pecho. Era increíble.

—Bueno, ahora que lo dices…

La irritación de Hanno se tornó en ira.

—¡Vete al carajo, Sapho! ¡Siempre te piensas que sabes más que nadie! Tú no tenías ni idea de que ese día habría una tormenta. Reconócelo: estabas actuando con tu despotismo habitual y lo único que pretendías era chafarnos el plan de salir a pescar.

Sapho enrojeció hasta las cejas.

—¿Cómo te atreves a hablarme así?

—¡Te hablo como me da la gana! —replicó Hanno poniéndose en pie—. Y si no te gusta, intenta impedírmelo. A ver si te atreves.

—No me tientes —espetó Sapho, soltando chispas por los ojos.

Ambos se miraron con fiereza. Hanno no estaba dispuesto a dar su brazo a torcer. Estaba harto de que le trataran con condescendencia, como al eterno hermano pequeño. Después del éxito del día anterior, pensaba que Sapho lo vería con otros ojos, pero estaba claro que no y Hanno volvió a sospechar de sus intenciones. ¿Le deseaba su hermano algún mal? Ardía en deseos de abalanzarse sobre él y abatirlo a puñetazos pero, para su sorpresa, Sapho hizo un gesto conciliador.

—No he venido aquí a discutir contigo —dijo.

—Ni yo quiero que discutamos —concedió Hanno con la mandíbula firme, negándose a ceder más terreno—. ¿A qué has venido?

—Quería invitarte a ir de cacería. Tengo entendido que las montañas al este de la península albergan mucha caza.

—¿Ahora? —pasarse el día cabalgando era lo último que le apetecía a Hanno, fuera de caza o no.

—No, mañana.

—¿No necesitamos permiso para ir tan lejos?

Sapho no pudo evitar volver a las andadas y mofarse de su hermano.

—No te preocupes, nos acompañará Mago.

—¿Mago? —Hanno había compartido tienda con el hermano de Aníbal en varias ocasiones, pero nunca habían intercambiado más que un saludo cortés.

Sin embargo, Sapho —y Bostar— le habían acompañado cuando lideró la emboscada del Trebia. «Deben de haber trabado amistad», pensó Hanno. Sapho debía de estar muy bien considerado si se codeaba con uno de los oficiales de mayor rango del ejército.

—Sí. Ha tratado de convencer a Aníbal para que se apunte a la expedición, pero no ha habido suerte. El general es un hombre muy ocupado, pero ha autorizado la salida. Dice que nos irá bien, sobre todo a ti y a mí después de la patrulla de ayer.

—¿Quien más va?

—Bostar, Cuttinus y otros comandantes de falanges. También Zamar, el númida. Esa ha sido la condición que ha puesto para prestarnos los caballos.

El entusiasmo de Hanno fue en aumento. Se llevaba bien con Bostar, Zamar y Cuttinus. Y los otros comandantes eran buena compañía.

—¿Y nuestro padre?

—¡Noooo! Ya sabes cómo es —respondió Sapho con una carcajada—. Es demasiado serio.

Hanno se rio ante el comentario. Era cierto.

—Me encantaría apuntarme.

La tensión entre ellos se había esfumado y Sapho se dio una feliz palmada en la rodilla.

—Fantástico. Cuantos más seamos, mejor.

—Bebe un poco de vino —le ofreció Hanno.

—No te diré que no. —Sapho se relamió al probarlo—. No está nada mal. ¿De dónde lo has sacado?

—Es de la patrulla de ayer.

—¿Así que no lo robaste del burdel? —se burló Sapho. Hanno sintió que la irritación volvía a apoderarse de él—. Tranquilo —le interrumpió su hermano levantando la mano—. No nos peleemos de nuevo. —Hanno soltó un gruñido, pero no siguió discutiendo—. Míranos —comentó Sapho al cabo de un rato—, aquí estamos tú y yo en esta tienda de mierda bebiendo vino, aunque hay que reconocer que no es malo, después de habernos pelado el culo de frío durante todo el invierno y estar a punto de asarnos ahora bajo el sol sofocante del verano mientras Suni disfruta de la primavera en Cartago y de las tabernas de Choma. Hasta es posible que en este preciso instante se esté trajinando a una puta mientras tú y yo solo podemos hablar de cacerías. ¿Qué te parece?

Hanno notó el vino que le corría por las venas y no pudo controlarse.

—¡Suni no está haciendo ninguna de esas cosas! —vociferó.

—¿Ahora resulta que sabes predecir el futuro y comunicarte a través de la mente? —se burló Sapho.

—¡Suni está muerto! —gritó Hanno furioso—. ¡Está pudriéndose en una tumba cerca de Capua!

—¿Muerto? ¿Cómo puedes estar tan seguro?

—¿Qué más da? Lo sé y ya está.

Sapho lo miró con suspicacia.

—Solo puedes haberlo descubierto durante tu escapada a Capua. Por todos los dioses, ¿no me digas que regresaste a la finca donde estuviste de esclavo? —Hanno no respondió, la vista clavada en los troncos que ardían en el brasero—. Eso es lo que hiciste, ¿no?

—Sí, fui allí y hablé con un esclavo. Quería asegurarme de que Suni hubiera logrado escapar sano y salvo. Recuerda que estaba herido.

«Ojalá se lo trague —pensó Hanno—. Esta historia tampoco se aleja demasiado de la verdad».

Sapho lo observó un buen rato antes de apartar la mirada.

—Tú y Suni erais como uña y carne. Es una verdadera lástima que muriera. ¿Qué pasó?

—No sé cómo lo capturaron en el bosque y pensaron que era un fugitivo. Suni se hizo pasar por mudo, pero el capataz sospechó de él y lo acusó de robar un cuchillo de la cocina para ejecutarle a modo de castigo.

—Malditos romanos. Son todos unos salvajes sanguinarios —sentenció Sapho, haciendo ademán de cortarles el cuello con un gesto del dedo.

«No todos son así. Aurelia no. Ni Quintus tampoco. Y sus padres tampoco son malas personas», pensó Hanno mientras asentía con un gruñido al comentario de su hermano. Era un alivio que hubiera aceptado su historia sin más.

—No hablemos más de los romanos. Ya tendremos tiempo de pensar en ellos en los próximos meses. Cuéntame más acerca de la cacería. ¿Habrá perros?

Sapho asintió feliz.

—Nos acompañarán unos galos que harán de ojeadores y algunos tienen perros de caza.

—Suena muy bien. Seguro que encontramos algo.

—Es la primera vez que salgo de cacería desde antes de cruzar el Rhodanus.

—¡Y yo desde Cartago!

Los hermanos se sonrieron y olvidaron su discusión, al menos temporalmente.

La primavera ya estaba avanzada, pero Hanno seguía necesitando varias mantas para dormir, aunque el frío no era tan terrible como en invierno. Ya se había acostumbrado al clima extremo, pero se alegraba de que ya hubiera pasado el crudo frío invernal. Salió de la tienda y sonrió ante la belleza del amanecer. El sol había teñido el cielo de tonos rojizos, rosados y anaranjados. El duro suelo brillaba recubierto de rocío, que revelaba las pisadas de los hombres que se habían levantado antes del amanecer. Una capa de neblina recubría las tiendas y volutas de vaho se elevaban en los pasillos por los que circulaban los soldados y de los establos, mientras que de las hogueras surgían diminutas columnas de humo.

Hanno pateó el suelo, contento de haberse puesto unos calcetines. Bajo la capa de lana llevaba una túnica gruesa y, al recordar el relato de Quintus sobre la caza del oso, decidió ponerse también la cota de malla, que se ciñó con un cinturón. Hanno había visto los cuernos de los jabalíes muertos en casa de Quintus y no valía la pena arriesgarse, por pequeño que fuera el riesgo. Una cornada en la entrepierna o en el estómago podía poner fin a la vida de un hombre. Ahuyentó la macabra imagen de su mente y ofreció una plegaria a los dioses. Iba a ser una jornada de camaradería y diversión. Sacudió las piernas y fue en busca de Mutt. Quería realizar la ronda por las tiendas de sus hombres antes de comerse el plato de gachas y reunirse con el resto.

Al cabo de unas horas, Hanno casi olvidó que era un soldado librando una guerra en un país extranjero. El campo estaba abandonado, dado que sus habitantes habían huido a zonas que no estuvieran ocupadas por los cartagineses. Las tropas romanas más cercanas estaban apostadas al norte y al oeste. Sin necesidad de preocuparse por las tropas enemigas, Hanno podía disfrutar de la camaradería de un día de cacería. Los oficiales cabalgaron con tranquilidad campo a través, formaban un grupo de hombres que reía y bromeaba sin cesar. En la retaguardia, una docena de galos los seguían armados con lanzas. Por delante, varios perros de denso pelaje tiraban de las correas seguidos de un puñado de sirvientes que guiaban las mulas cargadas con tiendas y provisiones por si pasaban la noche fuera.

Los hombres se fueron pasando las botas de vino y estuvieron haciendo apuestas y compartiendo bravuconadas. Mago —un hombre de cuerpo musculoso que rezumaba energía— cabalgaba en el centro. Como era natural, casi todos los oficiales deseaban estar a su lado y se agolpaban a su alrededor, pero era Sapho quien cabalgaba a su derecha, mientras que Cuttinus iba a su izquierda. Hanno había intercambiado un saludo cortés con el hermano de Aníbal, pero no estaba interesado en congraciarse con él ni en estar pendiente de cada una de sus palabras. Además, la verdad sea dicha, le daba miedo decir algo inapropiado. Ya había tenido suficientes problemas con Aníbal como para no querer arriesgarse con Mango. Por lo tanto, Hanno prefirió la compañía de Bostar y Zamar, que cabalgaban a corta distancia por detrás del resto. Con ellos se sentía tranquilo.

—Es como cuando estábamos en casa y salíamos a cazar a las afueras de Cartago, ¿verdad?

—Tienes razón —rio Bostar.

Hanno se volvió hacia Zamar, cuya única concesión al clima era una capa que cubría su túnica abierta y sin mangas.

—¿No tienes frío?

Zamar se encogió de hombros.

—Así es el invierno en las montañas de mi país. Pronto subirán las temperaturas, lo cual no significa que no preferiría dejarme acariciar el rostro por el caliente sol africano. Pero esto es mucho mejor que estar sentado en el campamento sin hacer nada. Así nos sacudimos las telarañas y, si los dioses nos acompañan, esta noche cenaremos jabalí asado.

A Hanno se le hizo la boca agua solo de pensarlo.

Después de llegar hasta la enorme cadena montañosa que se adentraba en el Adriático, enviar a los galos y los perros en busca de un rastro y pasar horas subiendo montañas, a veces a pie, Hanno estaba muerto de hambre, pero seguía estando de muy buen humor. Se había pasado el rato charlando sin fin con Bostar y Zamar, y la perspectiva de comer carne fresca le animaba sobremanera. Los perros habían acorralado a un jabalí de tamaño mediano al poco tiempo de iniciar el ascenso y Mago le había clavado la lanza en el pecho, tras lo cual un par de galos se había quedado con el animal para despiezarlo y empezar a cocinarlo. Cuando los cazadores estuvieran de vuelta, el festín estaría listo.

Continuaron ascendiendo por la montaña entre los árboles, formando una larga hilera con Mago y Sapho en el centro. Hanno y Bostar cabalgaban en el extremo izquierdo de Mago y tenían a Zamar cerca, a su derecha, pero lo bastante lejos como para que no pudiera oír su conversación. Los hermanos se abrieron paso entre la vegetación con las lanzas en pos de los galos y los perros. Era como si los dioses hubieran respondido a las plegarias de Hanno, que ese invierno no había podido ver a Bostar tanto como hubiera deseado en el campamento. Ahora tenía la oportunidad de disfrutar de su compañía. Hanno le había preguntado alguna vez en el pasado por Sapho, pero Bostar no le había dicho nada. Quizá fuera ese el momento ideal para preguntar de nuevo.

—Parece que Sapho ha hecho buenas migas con Mago.

—Eso parece —respondió Bostar, que fracasó en su intento de no parecer irritado.

Hanno se percató de que su hermano se había puesto tenso, lo cual significaba que las cosas entre ellos no iban demasiado bien. Hanno se había percatado de su animosidad desde el momento en que se alistó al ejército de Aníbal.

—¿Pasan mucho tiempo juntos?

—Al menos eso intenta Sapho. Mago es un hombre muy ocupado, pero Sapho puede ser muy pertinaz, eso es algo que no se le puede negar —añadió Bostar.

—Siempre quiere ser el mejor y el más popular de todos, ¿verdad? Pero a veces le sale el tiro por la culata.

—A Mago le impresionó lo que hicimos los dos en el Trebia, pero ha sido Sapho quien le ha ido detrás.

—¿Por qué no haces tú lo mismo?

—Yo no soy así, hermano, ya lo sabes.

Los perros empezaron a ladrar nerviosos a su derecha y ellos intercambiaron una mirada.

—Eso suena prometedor —dijo Hanno, sonriendo.

—Sí, pero debemos mantener nuestro sitio en la fila. De lo contrario, la presa puede escaparse.

Hanno hizo una mueca. Su hermano tenía razón.

—¿Crees que llegaremos a ver algún animal?

—Confía en los dioses, mi querido hermano pequeño —le aconsejó Bostar al tiempo que esquivaba una rama.

—¡Cuidado con llamarme pequeño! —le advirtió Hanno.

Sin embargo, sus palabras no eran airadas como habrían sido en el caso de que las hubiera pronunciado Sapho. Hanno estaba seguro del afecto que le profesaba Bostar, pero siempre tenía la sensación de que Sapho intentaba dominarlo. ¿Por qué no podía ser Sapho más como Bostar?, se preguntó.

Pasaron junto a un roble que había partido un rayo, cuyas ramas y tronco ennegrecidos contrastaban con el verdor de sus compañeros. Era como un cadáver abandonado entre los vivos.

—Bostar, ¿tú confías en Sapho? —Las palabras escaparon de su boca sin pensar.

Bostar volvió la cabeza.

—¿Me preguntas si confío en Sapho?

«Mierda, debería haber mantenido la boca cerrada —maldijo Hanno—. Bueno, lo dicho, dicho está».

Hanno pensó en la manera de quitarle hierro a la pregunta.

—Sí.

—Extraña pregunta.

Hanno iba a inventarse una historia sobre una apuesta que había ganado a Sapho y que su hermano se negaba a pagar, pero se detuvo a tiempo. No había nada mejor que el silencio para que alguien hablara o se sintiera presionado a hablar.

—¿Lo preguntas porque sabes que no nos llevamos bien?

—No —contestó Hanno sintiéndose violento bajo la mirada penetrante de Bostar—. Es por algo que me ha pasado.

—¿Qué te ha pasado?

«Mierda, no es así como tenía que ir la conversación».

Hanno hubiera preferido conocer primero la opinión de Bostar sobre Sapho antes de hablar.

—Seguramente no es nada —empezó a decir.

Les interrumpieron los ladridos frenéticos de los perros. Los caballos estaban inquietos y los hombres comenzaron a chillar excitados. Algo correteó colina arriba a gran velocidad y se oyeron maldiciones y gritos.

—¡Seguid avanzando! —gritó Zamar.

—Fuera lo que fuese, se ha escapado —sentenció Bostar.

—¡No nos demos por vencidos! —exclamó Hanno entusiasta, con la esperanza de que su hermano no retomara la pregunta de antes.

No hubo suerte.

—Cuéntame, ¿qué te ha pasado? —preguntó Bostar.

—¿Cuándo? —contestó Hanno, fingiendo que no sabía a lo que se refería.

—No te hagas el tonto conmigo. ¡Sabes exactamente a lo que me refiero!

Hanno supo por la expresión adusta de su hermano que no podía engañarlo. Rogó a los dioses que no hubiera cometido un grave error confiando en él y procedió a explicarle la historia del pantano y de cómo había caído al agua. Bostar rio al imaginárselo, pero estaba atento a sus palabras.

—La expresión que observé en el rostro de Sapho fue muy fugaz y pensé que eran imaginaciones mías, así que decidí olvidarlo. Pero hace un par de meses volví a acordarme, cuando volví de patrullar.

—¿Por qué?

«Por todos los dioses, ahora tendré que explicarle que abandoné mi puesto».

Hanno notó que se sonrojaba y que el interés de Bostar iba en aumento. Hincó las rodillas para que el caballo se adelantara un poco y evitar así la mirada de su hermano.

—No sé cómo se enteró Sapho, pero supo que había abandonado mi unidad durante un breve espacio de tiempo.

Se hizo un breve silencio atronador.

—¿Abandonaste tu unidad?

Avergonzado, Hanno miró a Bostar.

—Dejé a Mutt a cargo de la unidad mientras yo me iba a Capua. Fueron tres días en total.

—En nombre de todos los dioses, ¿por qué? ¿Quieres que Aníbal te ejecute? —Hanno no se atrevió a contestar—. ¿Cómo pudiste cometer semejante estupidez? ¿Estás loco? —bramó Bostar enfadado—. Está claro que no eres ningún traidor y, si hubiera sido otro, diría que lo hizo para irse con una mujer, pero tú no eres de esos. —Bostar clavó la vista en él—. ¿No fue en Capua donde estuviste de esclavo?

—Sí —reconoció Hanno de mala gana.

—¡O sea que fuiste a ver a alguien! Sin embargo, ese joven que liberaste en el Trebia ¿Quintus era su nombre? No debía de estar allí. Si no ha muerto, seguirá en el ejército, y lo mismo puede decirse de su padre. —Bostar guardó silencio un segundo—. ¡La hermana! ¡Fuiste a ver a la hermana! —Hanno asintió con la cabeza con un gran sentimiento de culpa—. ¡Mira que eres tonto, Hanno! ¿No pensaste que tus hombres podían delatarte?

—Mutt me aseguró que nadie diría nada y le creí.

—Pero alguien ha hablado o no estaríamos teniendo esta conversación.

—Tienes razón —reconoció Hanno con amargura.

—Será mejor que cuides bien a tus soldados de ahora en adelante. Si Aníbal descubre que has estado congraciándote con el enemigo, te ejecutará en el acto —le advirtió Bostar—, pero supongo que ya lo sabes —añadió al ver la expresión de Hanno—. ¿Qué te dijo Sapho? ¿Sabe que fuiste a ver a la hermana de Quintus?

—No, pensó que me había ido de putas y no le saqué de su error.

—Bien hecho.

Hanno aprovechó el comentario para volver a preguntar.

—¿Significa eso que no confías en él?

—No, no confío en él —respondió Bostar mirándole a los ojos.

Hanno suspiró aliviado.

—¿Por qué no?

—Acaba primero tu historia.

—No hay mucho más que contar. Me dijo que lo que había hecho era muy peligroso, dándome a entender que no solo me había arriesgado con los romanos, sino también con Aníbal. Le pregunté si iba a contárselo y se rio. Me dijo que estaba bromeando conmigo, pero no me dio la impresión de que la amenaza fuera una broma. Recordé lo que pasó cuando Aníbal se enteró de que había dejado marchar a Quintus y su padre. ¿Lo recuerdas?

—Claro —contestó Bostar con amargura—. ¿Cómo voy a olvidar que no hiciera nada cuando sus dos hermanos podían ser crucificados?

—Entonces lo negó todo, y le creí. Pero después pasó lo del pantano y, cuando regresé de la patrulla, empecé a pensar que me odia. ¿Por qué si no iba a fingir contárselo a Aníbal? Esa es toda la historia.

Hanno miró a Bostar con el rabillo del ojo y le tranquilizó su expresión pensativa.

Se produjo un silencio prolongado que Hanno no quiso romper. Al final, Bostar exhaló un largo suspiro.

—Jamás pensé que le explicaría a nadie lo que me pasó con él en los Alpes, pero ahora me siento obligado a hacerlo.

—¿Se parece a mi historia del pantano?

—Es peor. Una noche de tormenta el viento me arrastró al borde de un precipicio y me caí. Por suerte, pude agarrarme a una rama de la pared del barranco. Sapho lo vio todo, pero no corrió a ayudarme, pese a que la rama estaba a punto de ceder bajo mi peso. Cuando finalmente se rompió, me propulsé hacia arriba y entonces me agarró y me salvó la vida.

—¡Por todos los dioses! —exclamó Hanno horrorizado—. ¿Por qué no hizo nada antes?

—No lo sé. Cuando me agarró, creo que fue por puro instinto —respondió Bostar—. Estoy convencido de que si me hubiera caído un momento antes, no hubiera movido un dedo. El muy cerdo fue incapaz de explicarme por qué no acudió en mi ayuda cuando me caí. Ni tampoco supo responderme cuando le acusé de haberse alegrado de tu desaparición.

—¿Por qué iba a alegrarse? Aparte de porque siempre nos peleábamos.

—Por aquel entonces yo estaba en Iberia y así gozaba de la atención exclusiva de nuestro padre.

Hanno sintió una inmensa desazón y recordó la expresión triste de Mutt cuando Sapho se negó a dejarle cruzar el río para rescatarle. ¿Era posible que Sapho no estuviera simplemente siguiendo las órdenes de Aníbal y que se alegrara de que Hanno pudiera haber muerto?

—¿En qué estás pensando?

Hanno se lo contó todo con voz queda y Bostar sacudió la cabeza con tristeza.

—Tú y yo habríamos tomado la misma decisión, pero Mutt hubiera adivinado nuestra desesperación. Creo que la reacción de Sapho significa que él no siente lo mismo.

La lógica de Bostar era inapelable. Hanno exhaló un profundo suspiro.

—¿En qué se ha convertido nuestro hermano?

—En un hombre impulsado por la ambición, o al menos eso creo yo.

Hanno asintió.

—¿Qué le dijiste después de que te salvara la vida?

—Que estaba en deuda con él y que saldaría mi deuda, pero que a partir de ese momento estaba muerto para mí. Le juré que no explicaría a nuestro padre lo sucedido y he cumplido mi palabra, pero no dije nada sobre explicártelo a ti —sonrió.

—¡Tendrías que habérmelo contado antes!

—Lo mismo te digo. Pensé que quizá tú y él podíais entablar una mejor relación y que no intentaría la misma mierda contigo. —Bostar ensombreció el semblante—. Tendría que haber sabido de lo que era capaz después de la emboscada del Trebia.

—A nadie le gusta pensar que su hermano es capaz de tales cosas —declaró Hanno—. A mí me avergonzaba pensarlo.

—¿Y si Sapho te hubiera dejado morir en el pantano? —preguntó Bostar preocupado.

—Pero no lo hizo y, al igual que tú, no dejaré que me vuelva a suceder algo así —replicó Hanno con firmeza tratando de ignorar la pena que sentía en su corazón—. A partir de ahora estaré siempre en guardia.

—¿Quién nos iba a decir que nuestro hermano podía ser tan traicionero?

—¿Y si se lo contamos a nuestro padre?

—No vale la pena. Quiere a Sapho al igual que nos quiere a nosotros. No creo que nos escuchara, sobre todo sin tener pruebas. Y si se lo pregunta a Sapho, lo negará todo.

—Sería nuestra palabra contra la suya —murmuró Hanno—, pero nadie puede demostrar nada.

Los hermanos digirieron en silencio la cruel realidad.

—¿Crees que lo único que le impulsa es la ambición? —inquirió Hanno, tratando de entender la situación.

—Sí. Desde que éramos pequeños quería ser siempre el mejor. Como era el mayor, siempre fue mejor en todo hasta que nosotros nos hicimos mayores. Recuerdo lo mucho que se enfadó un día que le vencí en una carrera. Pensó que había sido pura suerte, pero volví a ganarle y, poco tiempo después, le superé en la academia militar, así que estaba muy celoso. Volviendo la vista atrás, diría que fue entonces cuando empezó a ser más duro contigo.

—Quizá. Me cuesta recordar algún momento de la infancia en que no intentara dominarme.

—Cuando empezó la guerra, transfirió su necesidad de aprobación de nuestro padre a Aníbal, pero durante el sitio de Saguntum salvé la vida a nuestro general por casualidad y Sapho se puso muy celoso. Necesita el reconocimiento y la aprobación constante de Aníbal.

—¿Significa eso que no le importamos nada? —inquirió Hanno—. ¿Simplemente nos tolera mientras no nos interpongamos en su camino a la gloria?

—No sé cómo funciona su cabeza —contestó Bostar apesadumbrado, pero sospecho que es así. Fuera cual fuese la razón, no podemos confiar en él. Debemos cubrirnos las espaldas; mantener la boca cerrada y obedecer las órdenes. No puedes volverte a escapar a Capua. Si tus acciones devinieran públicas, Aníbal tendría que dar ejemplo contigo, y lo haría. Dudo que le gustara que fuera Sapho quien delatara a su propio hermano, pero eso no le detendría.

Los hermanos se miraron con expresión sombría.

Hanno sintió una pena enorme, no solo por Sapho, sino porque sus posibilidades de volver a ver a Aurelia se habían esfumado para siempre. Sabía que su sueño de reunirse con ella era una fantasía, pero le había consolado. Sin embargo, ya no podía ser.

—Muy bien —dijo con firmeza—. No volveré a Capua.

—Bien. —Bostar parecía aliviado. A continuación señaló con la lanza la colina que tenían delante—. Vamos a ver si cazamos algo. No sé tú, pero ya me he amargado bastante por un día. Ha llegado el momento de divertirse un poco.

—Tienes razón.

No obstante, cuando Hanno hincó las rodillas en su montura, no pudo evitar que le inundara un sentimiento de pérdida. Era como si hubiera pasado a tener un hermano en lugar de dos. No era un duelo, pero casi. También le dolía saber que su vida era del todo incompatible con Aurelia. Lo que debía hacer era disfrutar de las relaciones que tenía, pensó, y lanzó una mirada afectuosa a su hermano. Dedicó una sentida plegaria a Baal Hammón, Tanit y Eshmún. «Cuidad de mi padre y de mi hermano para que estén siempre a salvo, son todo lo que tengo». Hanno no incluyó a Sapho en sus ruegos.