Capítulo 14

Campamento de Aníbal a las afueras de la ciudad

de Gerunium, Samnium, primavera

Hanno se irritó al oír la voz de Sapho. Era demasiado tarde para abandonar la tienda sin ser visto. ¿Qué querría su hermano?

La relación con su hermano mayor siempre había sido complicada, pero durante el tiempo que estuvo cautivo como esclavo se olvidó de sus rencillas y, al reunirse de nuevo con él, tuvo la sensación de que las cosas habían cambiado. De hecho, se llevaron muy bien durante una breve temporada, hasta que al final volvieron a caer en los mismos comportamientos del pasado y empezaron a chocar de forma constante.

A Hanno le estaba costando olvidar la expresión de Sapho el día que estuvo a punto de ahogarse, pese a que intentaba convencerse de que habían sido imaginaciones suyas. ¿Acaso no le había revelado su hermano el plan de Aníbal antes de la batalla del lago Trasimene? Después del combate pasaron varias noches bebiendo juntos y, por ese mismo motivo, le sorprendió su reacción cuando regresó de la patrulla con Mutt y sus hombres el año anterior. Nada más verlo, Sapho le preguntó con tono sarcástico y resabido: «¿Vienes con las pelotas bien descargadas?».

Sorprendido y enfadado, Hanno lo negó todo, pero Sapho insistió. Al final, Hanno acabó por exigirle el nombre del soldado de su falange que le había contado historias sobre él. Sapho se limitó a guiñarle el ojo y a contestarle que sus fuentes le habían explicado que su comandante había desaparecido sin más en dirección a Capua.

—Me han dicho que estuviste fuera tres días. El burdel debía de ser estupendo para que hayas arriesgado el pellejo de esta manera.

El comentario de Sapho tenía un doble significado, dado que se refería tanto al riesgo que había corrido de que los romanos le capturaran como al de que Aníbal le descubriera. Hanno nunca había dudado de la lealtad de Mutt y las palabras de Sapho no hicieron más que corroborar su confianza en él. Su hermano no tenía ni la más remota idea de por qué había abandonado a sus soldados, pero le inquietaba el hecho de que uno de sus hombres le hubiera delatado. Si Sapho sabía lo de su ausencia, también podía llegar a oídos de otros oficiales. Hanno también estaba seguro de que su hermano deseaba que supiera que estaba en sus manos: si le delataba a los oficiales, su vida habría acabado. Cuando Hanno preguntó a Sapho al respecto, este negó que fuera capaz de hacer algo así.

«¿Por qué le gusta tanto a Sapho gastar bromas así? —se preguntó Hanno furioso—. Bostar jamás bromea así». De todos modos, pese a sus amenazas veladas y sarcasmo, debía reconocer que Sapho tenía razón esta vez. Había sido una imprudencia por su parte abandonar a sus hombres para ir en busca de Aurelia, aunque jamás lo reconocería ante su hermano. Hanno no pudo evitar sonreír para sí. Era obvio que no deseaba acabar crucificado, pero una parte de él no se arrepentía de lo que había hecho. Solo lamentaba no haber podido ver a Aurelia en Capua. «Déjalo ya —se dijo—. Han pasado meses y Aurelia es ahora una mujer casada. Jamás volveré a verla, así que es mejor que la olvide». Sin embargo, eso era algo más fácil de decir que de hacer, pues ya había fracasado antes en su intento de olvidarla.

—¡Hanno! ¿Dónde te habías metido?

—Estoy aquí —respondió mientras asomaba la cabeza por la tienda—. ¿Qué pasa?

—Menudo recibimiento. ¿No vas a invitarme a entrar?

—Claro, pasa —dijo Hanno sintiéndose mal. Se apartó a un lado para que su hermano entrara en la tienda—. Siéntate.

Sapho se sentó en uno de los dos taburetes de la tienda, estiró las piernas hacia el brasero y suspiró contento. Aunque ya había llegado la primavera, por la noche hacía frío.

—¿No tienes vino?

—Un poco. —Hanno cogió dos copas de barro de la bandeja de bronce que había sobre el baúl de la ropa y las limpió rápido con un trapo antes de llenarlas con el vino de la jarra—. Toma.

Sapho alzó la copa para hacer un brindis.

—Por nuestro general Aníbal y por la victoria sobre los romanos.

Hanno repitió el brindis y ambos bebieron. Deseaba preguntarle a Sapho el motivo de su visita, pero hubiera sido demasiado directo por su parte. Hanno ya era todo un hombre, pero Sapho todavía le hacía sentir como el hermano pequeño. «Relájate —se dijo—. Disfruta de su compañía. Solo ha venido a charlar un rato».

—¿Qué tal les va a tus hombres con las nuevas formaciones? —preguntó Sapho—. Los míos se quejaron mucho cuando se les ordenó que usaran armas romanas y aprendieran a luchar como legionarios, pero después de fustigarlos un poco, ya dominan la técnica.

—A mí me cuesta que se muevan todos a una cuando les doy la orden —reconoció Hanno—, pero al final lo lograrán, espero.

—Si necesitas que te eche una mano o te dé algún consejo… —empezó a decir Sapho, pero Hanno lo interrumpió.

—Ya me las apañaré, gracias.

—Seguro que sí —convino Sapho con una sonrisa afectuosa. Hanno volvió a sentirse mal por su respuesta. «Sapho confía en mí. Tiene claro que ya soy un hombre hecho y derecho»—. Aunque no haya ninguna batalla a la vista, eso no significa que no podamos partir la cara a unos cuantos romanos de vez en cuando.

Hanno prestó atención.

—¿A qué te refieres? ¿A salir de patrulla?

El ejército de Aníbal consumía enormes cantidades de comida al día y la búsqueda de alimentos había sido harto difícil en invierno. Las patrullas enviadas a saquear debían alejarse bastante del campamento y, por lo tanto, tenían más posibilidades de entrar en combate.

—Sí. Aníbal me ha ordenado que dirija una patrulla mañana. Le han informado de la existencia de una finca que todavía no ha sido saqueada y en la que encontraremos grandes cantidades de grano. Se halla a unos treinta kilómetros al noroeste de aquí, al otro lado del río. Se precisan muchos hombres y mulas para cargar el trigo, así que necesito la ayuda de un comandante de otra falange y he pensado en ti. Pero si no estás listo…

Ansioso de luchar contra el enemigo y de ganarse el favor de Aníbal, Hanno lo interrumpió.

—¡Mis hombres estarán encantados de salir del campamento y yo también! Si nos encontramos con algún romano por el camino, les daremos una buena lección.

—¿Seguro? Si pasa algo, no quiero que tus hombres se vuelvan sobre sus talones y nos dejen tirados.

—Te doy mi palabra —prometió Hanno—. Mi falange está formada por veteranos, ¿recuerdas? Cruzaron los Alpes contigo y el resto. Aprender a luchar con nuevas armas les da un motivo más para quejarse, ya sabes cómo son los soldados. De todos modos, llegado el momento de luchar, se mantendrán más firmes que cualquiera. Te lo garantizo.

—Muy bien. —Sapho volvió a alzar la copa—. Marcharemos juntos y regresaremos con grano suficiente para alimentar al ejército durante semanas. ¡Y que los dioses se apiaden de los romanos que sean lo bastante idiotas como para cruzarse en nuestro camino!

Hanno rio feliz.

—Aníbal se pondrá contento.

—Y también se dará cuenta de lo buen soldado que eres —agregó Sapho.

Hanno aceptó complacido tan inusual cumplido, que hacía que el vino supiera mejor. Volvió a rellenar las copas.

—Me encantaría emborracharme —comentó Sapho cuando volvieron a brindar—, pero mañana necesitamos tener la cabeza despejada.

—Eso mismo iba a decirte yo —convino Hanno, aunque lo cierto era que su intención había sido continuar bebiendo. Sapho debió de haberlo adivinado, pero le agradeció que no hiciera ningún comentario. Hanno sintió en ese instante un afecto renovado por su hermano y supo con toda seguridad que se había equivocado en su juicio anterior—. Ya nos emborracharemos cuando regresemos.

—Quizá pueda animar a Aníbal que se una a nosotros.

—¡No querrá beber con nosotros! —exclamó Hanno.

—No lo sé, yo ya he tenido el honor de compartir alguna copa con él y, cuando es capaz de olvidarse de los problemas, es un tipo bastante sociable. Déjamelo a mí —dijo Sapho con un guiño.

Hanno ordenó a Mutt que los hombres siguieran marchando y se alejó del grupo para otear el horizonte. Para gran alivio suyo, no vio nada. Era demasiado bueno para ser verdad. Por el momento, no habían sufrido ningún contratiempo. Habían abandonado el campamento antes del amanecer, al igual que la caballería númida que los escoltaba e informaba regularmente de que no había tropas enemigas en la zona. Llegaron a su destino a media mañana y apenas encontraron resistencia. En cuanto el anciano propietario se dio cuenta de la envergadura de las tropas enemigas, se rindió. A Hanno le impresionó la contención de Sapho para con el anciano, al que ejecutó sin torturar después de revelarles el contenido de los edificios de la finca. Los esclavos no sufrieron ningún daño.

Saquearon el lugar en una hora. Mientras los soldados vaciaban los graneros, Hanno, Sapho y los oficiales se llevaron los objetos de valor de la vivienda. Las mulas iban cargadas con sacos de grano, carne curada y cientos de ánforas llenas de vino y aceite. Solo fue necesario imponer la disciplina entre algunos soldados que bebieron vino. Hanno sospechaba que algunas esclavas habían sido violadas, pero no tenía pruebas de ello, por lo que carecía de sentido hacer algo al respecto. La expedición tenía por objetivo hacer acopio de todos los suministros posibles y regresar con ellos al campamento, no preocuparse por la integridad de unas pocas mujeres desafortunadas.

Satisfecho de que nadie les seguía, Hanno volvió a colocarse al frente de su falange. La carretera era estrecha, pero podían marchar en filas de seis, lo cual les ofrecía espacio suficiente para luchar y maniobrar en caso necesario. Volutas de vaho flotaban por encima de los soldados y la escarcha crujía bajo sus sandalias. Las cotas de malla tintineaban y los palos de las lanzas chocaban contra los escudos. Aunque no se había dado la orden de guardar silencio, no se oía ninguna conversación. Hanno todavía no estaba acostumbrado al nuevo aspecto de los soldados —muy similar al de los legionarios romanos— y los escudriñó a su paso. La mayoría había conservado su casco de bronce cónico original, un detalle ínfimo pero revelador. Como siempre, Hanno siguió los consejos de su padre y fue saludando a los soldados, repartiendo cumplidos y riéndose de los chistes verdes. La moral de la tropa estaba alta y era contagiosa, pero Hanno no se dejó cegar por ella. El día anterior le había entusiasmado la perspectiva del saqueo, pero ahora estaban en situación y tenía los nervios a flor de piel. No era inusual que las patrullas de pillaje fueran asaltadas por el enemigo y se produjeran cuantiosas bajas. No se quedaría tranquilo hasta que llegaran al campamento de Gerunium y, habida cuenta de la cantidad de mulas cargadas que llevaba por delante, no llegarían hasta el atardecer.

—¿Has visto algo, señor? —preguntó Mutt.

—No.

—¿Satisfecho?

Hanno contempló a su segundo oficial y se preguntó si compartía su misma aprensión.

—No del todo —contestó con voz queda.

—¿Estás pensando en el río, señor?

—Entre otras cosas, sí. El río es el mejor lugar para atacar.

—Sí, señor. Pero si todo va bien, no pasará nada —declaró Mutt antes de soltar uno de sus característicos suspiros—. Esperemos que la caballería númida funcione tan bien a la vuelta como a la ida y nos evite sorpresas desagradables.

Hanno soltó un gruñido. Hubiera preferido que el capitán de los númidas, un hombre de tez morena al que había conocido esa misma mañana, fuera Zamar. «Deja de pensar así —se dijo—. Seguro que es muy competente, si no Sapho no lo hubiera elegido».

—Jamás pensé que diría esto, pero el frío nos ha hecho un favor —comentó Mutt, señalando con el pulgar el suelo helado—. Imagina el polvo que tragaríamos si fuera verano. Por mucho que este sea el lugar de honor, estaríamos maldiciendo a Sapho por ir a la vanguardia.

Hanno sonrió sorprendido ante la verborrea de Mutt, que podía pasar kilómetros sin decir palabra.

—Tienes razón, no sería nada agradable. Lo cierto es que tampoco está tan mal marchar con frío. Además, todo esto resultaría más pesado de llevar en África —declaró golpeando el scutum y la coraza de bronce con el palo de la lanza.

—Ten cuidado, señor, no vaya a ser que te transformes en un asqueroso romano —le advirtió Mutt.

—Difícil lo veo —rio Hanno con amargura tocándose el cuello—. Recuerda que fue un romano quien me hizo esto. Eso es algo que jamás olvidaré y querré vengarme hasta el fin de mis días. Si tengo suerte, algún día lograré vengarme de Pera, pero hasta entonces me sirve cualquier romano.

—Perdón, señor, lo había olvidado —se disculpó Mutt con una mirada de respeto.

En su fuero interno, Hanno no estaba tan convencido de sus palabras en lo que a Quintus y, sobre todo Aurelia, se refería, pero no lo reconocería ante nadie. Las posibilidades de que el destino le pusiera a prueba en este sentido eran ínfimas, lo cual le permitía concentrarse de lleno en dos cosas: vengarse de cualquier otro romano que se pusiera al alcance de su espada —algo que anhelaba ansioso— y cumplir con su obligación de luchar por Aníbal y Cartago hasta que no le quedara ni una gota de sangre en las venas. No era solo la tortura recibida de manos de Pera lo que alimentaba su odio, sino que su deseo de castigar a Roma se remontaba a mucho más atrás. Durante toda su infancia su padre le había explicado los detalles de las derrotas sufridas contra la República desde los primeros enfrentamientos. Para Cartago había supuesto una gran humillación perder una guerra que había durado veintitrés años, así como el control del Mediterráneo y Sicilia. Pero no contentos con eso, los romanos habían obligado a los cartagineses a pagar elevadas sumas de dinero a modo de represalia y, varios años después del fin de la guerra, la perfidia romana obligó al pueblo de Hanno a ceder también Córcega y Cerdeña.

De todos modos, si hoy les sonreía la fortuna, no tendrían que enfrentarse a ningún romano.

Hanno escudriñó de nuevo el horizonte en silencio. A pesar de sus ganas de aniquilar al enemigo, aquel día era más importante escoltar las mulas y su preciosa carga de regreso al campamento que añadir unas cuantas bajas más a la lista de romanos muertos. La prioridad era poner las provisiones a buen recaudo y demostrar a Aníbal su valía.

Transcurrieron las horas y la patrulla continuó avanzando hacia el sur, hacia el río que los separaba del grueso del ejército. La expectación se palpaba en el ambiente y todos aceleraron un poco el paso, incluidas las mulas. Era como si intuyeran que, una vez cruzado el río, estarían a salvo. Hacía tiempo que no se avistaban soldados romanos en la orilla de los cartagineses. Ello se debía al hecho de que varios escuadrones númidas patrullaban la zona cada día en busca de fuerzas enemigas. La alegría de los soldados iba en aumento y Hanno se dejó contagiar de su entusiasmo. Si llevaban a buen término la misión, seguro que Aníbal sabría reconocer la labor realizada por su hermano y él. Quizás esta misión sirviera para granjearse de nuevo la confianza del general, cuya actitud hacía él había mejorado en los últimos tiempos, pero no todo lo rápido que Hanno habría deseado.

De pronto la columna se detuvo a un kilómetro y medio del río. Hanno esperó impaciente el mensaje de la vanguardia. Al poco rato llegó un jinete con las noticias esperadas: la falange de Sapho había llegado a la orilla y un grupo reducido de hombres había empezado a cruzar el río. El resto vigilaba a las mulas, que no tardarían en vadear el río. Hanno y sus hombres debían permanecer en la retaguardia hasta que la última mula hubiera pasado.

—¿Y vosotros? —preguntó Hanno con la esperanza de que algunos númidas se quedaran con ellos para actuar como sus ojos y oídos.

—Se ha ordenado al grueso de la caballería númida que cruce el río, señor —se disculpó el jinete—. Yo me quedaré como mensajero, al igual que cinco de mis compañeros, que llegarán en cualquier momento.

La respuesta no sorprendió a Hanno. Los númidas eran muy valiosos para el ejército de Aníbal y se les exponía al mínimo riesgo posible, pero Hanno no pudo evitar que se le formara un nudo en el estómago. Si carecían de ojeadores en los flancos y en la retaguardia, avanzarían a ciegas. Quizás eso no le habría importado tanto si no hubieran estado rodeados de árboles sin hojas que no les brindarían cobijo en el caso de una emboscada y que estrechaban tanto el camino que les obligaba a caminar más juntos de lo deseado.

—Muy bien —respondió Hanno con fingida tranquilidad—. Dile a Sapho que iremos retrocediendo a medida que las mulas vayan cruzando el río. Ordena a tus compañeros que cabalguen por los lados a una distancia prudencial para asegurarnos de que no nos siguen.

—¡Sí, señor! —obedeció el númida dando ya media vuelta.

—Ordena a los hombres que se coloquen detrás de nosotros —indicó Hanno a Mutt—. Es mejor que seamos prudentes. Quiero que las dos primeras filas de cada lado se vuelvan hacia los árboles y caminen de lado. Iremos avanzando así hasta llegar al río.

Mutt ni se inmutó ante tan curiosa orden.

—¡Sí, señor!

Mutt empezó a ladrar órdenes de un extremo a otro mientras Hanno observaba complacido a la falange que cambiaba de formación con pocos errores y mínimos problemas. Una nueva sensación de urgencia y anticipación se apoderó de los soldados, que empezaron a rezar a sus dioses favoritos, a frotar los amuletos del cuello y a bromear en voz alta.

Hanno golpeó el escudo con el extremo de la jabalina para llamar su atención.

—Estamos siendo precavidos, chicos, pero no hay de qué preocuparse. Los romanos más cercanos están a kilómetros de distancia y las mulas están a punto de cruzar el río. Nuestro cometido es actuar de pantalla hasta que logren pasar al otro lado. Después lo cruzaremos nosotros y, cuando lleguemos al campamento, tendréis suficiente vino para emborracharos hasta caer inconscientes. —Sonó un rugido de aprobación—. De todos modos, ahora necesito que reviséis el equipo del modo habitual.

Se oyeron varias protestas, pero la mayoría asintió sin rechistar. Satisfecho, Hanno inició el pequeño ritual que siempre llevaba a cabo antes de una batalla. Se secó las manos de sudor, se aseguró de que las cintas del casco estuvieran bien abrochadas y revisó la espada. Tocó la punta de la lanza con el pulgar y sujetó bien el escudo. Finalmente, echó un vistazo a los nudos de las sandalias. Su padre le contó una vez la historia de un soldado que tropezó con las tiras de las sandalias y murió a manos del enemigo. Era un error estúpido que Hanno se había propuesto no cometer jamás.

El sonido de los cascos de los caballos atrajo su atención como la fruta madura a las avispas. Eran el númida con el que acababa de hablar y sus compañeros. Al menos ahora su falange tendría ojos, pensó Hanno. Levantó la mano para saludarles.

En ese instante oyó un zumbido extraño y vislumbró unas sombras oscuras y alargadas volando por doquier. Instintivamente supo lo que eran y ahogó un grito de horror. Miró de lado a lado y distinguió los enjambres de flechas que volaban hacia sus hombres desde los árboles de la izquierda, donde varios hombres estaban apostados con los arcos alzados.

—¡Emboscada! —rugió—. ¡Arriba escudos!

Hanno hizo lo propio y se tapó con el suyo. ¿De dónde demonios salían esos arqueros? Estaba claro que no iban solos. Debía avisar a Sapho si quería evitar una catástrofe, pero era demasiado tarde. De los seis númidas, solo uno permanecía sobre su montura. El resto había muerto o había caído al suelo al ser heridos sus caballos. Frenéticos relinchos y cabriolas. Gritos de dolor. Cuando Hanno abrió la boca para ordenar al último jinete que avisara a Sapho, una lluvia de flechas le golpeó el escudo y se agachó gritando.

Entonces vislumbró a los hombres que se acercaban desde los árboles. Legionarios. Cientos de ellos. La imagen era la misma al otro lado. Les superaban en número y seguro que todavía quedaban muchos más por llegar. Quienquiera que hubiera organizado la emboscada, sabía lo que se hacía. Era como su propia trampa en el lago Trasimene. Una sincronización perfecta.

—Si luchamos, moriremos. Nuestra única posibilidad es replegarnos hacia el río —murmuró.

—Si no nos batimos en retirada, esos hijos de puta detendrán el paso de las mulas —añadió Mutt, que se había situado al lado de Hanno.

—En marcha. Seguro que los de aquí tienen órdenes de impedirnos el paso.

Hanno hizo bocina con las manos.

—¡Media vuelta! Mantened los escudos en alto en los flancos. Los del interior, levantad los escudos por encima de la cabeza. Si queréis vivir, ¡hacedlo rápido! —Hanno se introdujo en las filas de la formación que miraba al sur, hacia el río. Mutt le siguió. Hanno percibió el miedo en el ambiente y en los ojos de algunos soldados. Era increíble lo rápido que había cambiado su estado de ánimo, pensó mientras se palpaba la boca seca con la lengua. La presencia de Mutt le tranquilizaba. La batalla no estaba perdida todavía—. ¡En formación cerrada! ¡Adelante! —ordenó—. ¡Replegaos hasta el río! ¡Retroceded!

Empezaron a correr.

Cuando los romanos adivinaron su intención, se lanzaron a la carga. Hanno se percató de que no eran novatos. Allá donde miraba veía cotas de malla, cascos con penacho y jabalinas. No eran simples principes, sino triarii, lo más granado del ejército romano.

—¡Son malditos veteranos! —rugió.

—¡Los cónsules quieren darnos una buena paliza! ¡Tómatelo como un cumplido! —exclamó Mutt con una sonrisa feroz.

—¡Hubiera preferido que no nos hicieran ningún cumplido! —replicó Hanno, aunque la idea no le desagradó del todo.

Los primeros romanos empezaron a tomar posiciones a una cincuentena de pasos por delante de la falange sin prestar atención a las últimas mulas, que eran fustigadas por sus cuidadores. En lugar de ello, empezaron a formar una pared de escudos para bloquearles el acceso al río. Hanno oyó a los oficiales romanos animando a los hombres que seguían en los árboles. Sus posibilidades de huir menguaban por momentos.

—¡En cuña detrás de mí! —bramó mientras avanzaba hacia las primeras filas.

Hanno notó el agrio sabor del miedo en la boca, pero siguió avanzando. Debía liderar a sus hombres desde el frente. Si se mostraban indecisos ante el enemigo, estarían perdidos. Durante un breve instante nadie le siguió y, nervioso, empezó a latirle el corazón con fuerza. Entonces llegó Mutt con cuatro, cinco, seis soldados. Hanno suspiró aliviado cuando el resto de los soldados se unió a ellos y formaron todos en cuña. Hanno había ocupado la posición más peligrosa, en la punta. Lo había hecho porque quería vencer al enemigo, debía vencerlo. Si no lograba llegar hasta Sapho para ayudarle a defender las mulas, perderían todo lo saqueado y el ejército pasaría hambre. Y, lo que era aún peor, Aníbal sabría que había fracasado y Hanno no estaba dispuesto a ello, aunque le costara la vida.

—¡Vamos! —rugió—. ¡Solo son dos filas de legionarios!

Hanno avanzó hacia las filas centrales. Cuando estuvieron lo bastante cerca, aminoró la marcha y ordenó a sus soldados que lanzaran la primera ráfaga de jabalinas, tras lo cual se pusieron de nuevo en marcha a pesar de las jabalinas romanas.

—¡Arriba escudos! ¡Desenvainad las espadas! —gritó Hanno sin dejar de avanzar.

Ansiaba llegar hasta el enemigo, pero no corrió. Si el choque entre los dos frentes era demasiado poderoso, muchos hombres caerían al suelo por culpa del impacto. No obstante, el encuentro entre ambos bandos produjo un gran estruendo. Hanno esperó que Sapho lo hubiera oído, aunque no fuera a acudir en su ayuda, puesto que el grano era mucho más importante que perder a unos cuantos soldados. Ese fue el último pensamiento coherente que tuvo Hanno antes de que su mundo se limitara al triarius de sonrisa alocada que tenía enfrente y a la lanza que amenazaba con arrancarle un ojo. Levantó el escudo y frenó el golpe.

El triarius tiró de la lanza mientras Hanno agarraba el escudo con fuerza. Cuando se dio cuenta de que el arma se había quedado clavada, aprovechó la circunstancia para alzar el brazo derecho y atacar al romano por detrás del scutum. La espada atravesó la barriga del triarius y Hanno la giró para cortarle los intestinos. El triarius soltó la lanza con un grito de dolor y cesó la presión sobre el escudo. Hanno recuperó el arma y dio un paso adelante con el escudo inutilizado. El legionario agonizante no opuso resistencia, pero el soldado de atrás intentó ensartar a Hanno con su lanza, que tuvo que hacer un gran esfuerzo por mantener el scutum en alto. El brazo le tembló con la embestida, pero resistió el primer impacto, al igual que el segundo y el tercero, pero el legionario seguía atacando y riendo mientras Hanno maldecía para sí. El legionario tenía todas las de ganar, ya que la lanza alcanzaba más lejos que la espada y Hanno no podría aguantar mucho más tiempo el escudo en alto, que soportaba el peso adicional de la lanza del triarius.

Hanno se arrodilló y empujó el cuerpo del legionario herido contra su atacante. Sorprendido, el romano dio un paso atrás para no caer, momento que aprovechó Hanno para arremeter contra él. Llegados a este punto, las fuerzas del triarius herido llegaron a su fin y se desplomó en el suelo, pero Hanno estaba preparado: soltó el escudo, saltó por encima del muerto y atacó al legionario agarrándole el scutum y clavándole la espada en la boca abierta. El romano soltó un ruido extraño de ahogamiento y escupió saliva y trozos de diente mientras los labios se le teñían de rojo. Incrédulo, abrió los ojos como platos antes de que su luz se apagara para siempre. Hanno recuperó la espada rasgando hueso y la sangre le cubrió el brazo, pero apenas se dio cuenta. El legionario cayó al suelo y Hanno echó un vistazo rápido por encima del hombro. Mutt seguía allí y el resto de los hombres también. Eso le animó sobremanera. Habían horadado las filas enemigas y seguían atacando con fuerza, así que volvió su atención al enemigo con renovadas esperanzas. Solo le quedaban tres romanos por delante y no parecían muy felices. Hanno apretó los dientes y lanzó su grito de guerra más feroz. Como los romanos dieron un respingo, decidió gritar el nombre de su general.

—¡ANÍBAL! ¡ANÍBAL!

Sus hombres le imitaron y la línea enemiga vaciló levemente. Los romanos que tenía delante no parecían prestos a atacar, así que aprovechó la oportunidad para agarrar un escudo enemigo en buen estado. Armado de esta guisa, Hanno volvió al ataque. Su siguiente oponente era un princeps visiblemente asustado, pero eso no significaba que fuera a huir. Un hombre valiente, pensó Hanno. Comenzaron a luchar como posesos, el cartaginés ansioso por avanzar y el legionario desesperado por evitarlo. Golpes y más golpes. Los escudos chocaron entre sí varias veces en un intento por desestabilizar al otro. Cuando uno atacaba, el otro esquivaba o paraba el golpe, y viceversa, sin que ninguno consiguiera herir al otro.

La oportunidad de Hanno llegó cuando fue abatido el soldado a la derecha de su contrincante, que al oír el grito de su compañero no pudo evitar mirar para ver lo que sucedía. Fue entonces cuando el cartaginés le alcanzó el pie con la espada. El legionario se tambaleó gritando de dolor y Hanno le asestó una nueva estocada en la barriga, que no estaba protegida por una cota de malla, pues los princeps solo llevaban peto, y la espada penetró hasta el fondo, casi hasta la empuñadura.

Al ver la escena, el tercer legionario situado detrás del princeps muerto retrocedió unos pasos. Hanno recuperó la espada y saltó por encima del cuerpo inerte hacia el espacio abierto, mientras el corazón se le aceleraba. Seguían llegando más romanos a ambos lados, pero el camino al río estaba libre.

—¡Mutt!

—¿Sí, señor? —contestó a sus espaldas.

—¿Cómo va?

—Seguimos avanzando, señor. Los hombres no tardarán en llegar.

—¡ADELANTE! —vociferó Hanno—. ¡A las mulas!

Sonó un rugido ininteligible y, al volver la vista atrás, vio a sus soldados abriéndose paso entre los romanos. «No podemos pararnos —pensó—. Tenemos que seguir avanzando». Hanno echó a correr al trote mientras rogaba a los dioses que no hubiera perdido demasiados hombres. Hubo otra lluvia de pila que apenas causó bajas y un tibio ataque por el flanco izquierdo que fue repelido por los libios. Hanno sonrió de oreja a oreja y sintió que la euforia se apoderaba de él. Había cumplido su objetivo y salido indemne del combate. ¡Sus hombres habían vencido a unos legionarios veteranos!

Sin embargo, su alegría fue efímera. Todavía les quedaba por delante la batalla principal y, por los sonidos que llegaban del río, el combate entre los romanos —seguramente el grueso de la tropa— y las fuerzas de Sapho ya había empezado. Debía conservar la calma, pensó Hanno, pero no era fácil. Oyó a sus espaldas los gritos frenéticos de los oficiales romanos que ordenaban a sus hombres que los persiguieran. Hanno trató de no asustarse. Pensó en el grano y en lo importante que era para su ejército. Imaginó la reacción de Aníbal si su misión fracasaba. Hanno clavó la mirada al frente con fuerza renovada.

En un extremo vio a unos cuantos libios y númidas con unos diez carros, pero más cerca reinaba el caos. Hanno aminoró el paso y lanzó una maldición. El río estaba repleto de carros que intentaban cruzar. Las mulas habían entrado en el agua fuera del vado y eso las obligaba a nadar. Al menos uno de los carros se enfrentaba a serias dificultades. Los soldados gritaban y fustigaban en vano a los animales, que daban coces y se hundían con la mercancía. Hanno contempló la situación con gran frustración, pero no podía hacer nada. Observó que casi todos los carros seguían en su lado del río, bien en tierra, bien en aguas poco profundas. Los soldados de Sapho habían desplegado un arco protector alrededor de los vehículos y su valiosa mercancía. Entre Hanno y la otra falange se interponían centenares de legionarios, todos triarii y principes, y seguían apareciendo más entre los árboles a ambos lados, aunque Hanno se consoló al ver que todavía se encontraban a cierta distancia. Buscó a Mutt y se alegró de verlo a tan solo unos pasos.

—Avancemos rápido y podremos atacar por detrás a los romanos que luchan contra Sapho antes de que llegue el resto.

—Suena muy bien, señor —sonrió Mutt.

Ese era todo el aliento que precisaba Hanno, que lanzó una mirada apreciativa a los hombres que tenía más cerca antes de levantar la mano para hablar.

—¡Estoy muy satisfecho con lo que habéis logrado hasta ahora! —les alabó. Sus palabras fueron recibidas con una ovación—. Pero la batalla no ha acabado todavía. Los carros están en peligro y tenemos que llegar hasta nuestros camaradas. ¿Os veis capaces de hacerlo? —Los soldados rugieron con más fuerza todavía—. ¡Rápido, entonces! Formad, veinte hombres a lo ancho y diez a lo largo. ¡Lo más rápido que podáis! Los soldados sin escudo y los heridos deben estar en las últimas filas. Mutt, te quiero delante, el quinto empezando por la derecha. Yo ocuparé la misma posición empezando por la izquierda.

Mutt asintió al entender el propósito de su comandante: ambos serían la referencia para los soldados que estuvieran al frente, ya que cada hombre estaría a una distancia máxima de ellos de cinco hombres. Si la estrategia funcionaba, conseguirían mantener un frente firme.

Si no lo conseguían, estaban perdidos, pensó Hanno.

—¿A qué esperáis? —bramó al ver que los refuerzos enemigos avanzaban más rápido tras detectar su presencia—. ¡Moveos!

Cubrieron la distancia hasta el río a toda velocidad con los escudos en alto, las espadas preparadas y gritando a pleno pulmón. Envalentonados por el éxito conseguido contra los triarii, olvidaron lo mucho que pesaban la armadura y las armas y se dejaron llevar por la euforia del ataque. A Hanno no le quedó más remedio que admirar la rápida reacción de los legionarios de las últimas hileras, que dieron media vuelta sin problemas. No parecía que hubiera ningún triarii entre sus filas, algo que alegró a Hanno en grado sumo tras haber descubierto en primera persona lo letales que eran sus lanzas a corta distancia.

Tal y como cabía prever, Sapho hizo avanzar sus tropas en cuanto los soldados de Hanno empezaron a atacar por detrás. A pesar de que seguían llegando refuerzos desde los árboles, la fuerza combinada de ambas falanges fue suficiente para que los legionarios se retiraran después de un breve combate en el que tuvieron muchas bajas. Hanno ordenó matar a los heridos del bando enemigo y fue a reunirse brevemente con Sapho antes de que los romanos se reagruparan.

—¡Con lo tranquilos que estábamos! —gruñó Hanno.

—¡Que Baal Hammón les maldiga! Supongo que nos habrán descubierto sus ojeadores o algún campesino espabilado. No debían de estar muy lejos para organizarse con tanta celeridad, pero creo que podremos retenerles hasta que las provisiones lleguen al otro lado, ¿qué opinas? —preguntó Sapho con un brillo peligroso en los ojos.

—¡Qué remedio! —replicó Hanno, que había observado que los carros con las ánforas se habían quedado atrás a la espera de que pasaran primero los de grano.

—Bien —dijo Sapho dándole una palmada en el brazo.

—¿Qué pasa con el aceite y el vino?

—A ver si conseguimos pasarlos también —respondió Sapho con una sonrisa.

—De acuerdo —Hanno rogó a los dioses que no se sumaran más tropas enemigas a las que ya había. Con un poco de suerte, lograrían pasar todos los carros al otro lado y escapar. La presencia de los númidas reduciría las posibilidades de que los siguieran. Si los romanos eran tan idiotas como para atreverse a cruzar el río, les asaltaría la caballería númida y serían atacados frontalmente por ambas falanges. «Solo tenemos que llegar al otro lado», pensó Hanno. Pero no iba a ser tarea fácil a juzgar por las líneas de soldados que se habían reagrupado a unos cien pasos de distancia.

—Quiero tu falange a la derecha, yo me quedaré en la izquierda. No cedas terreno, si puedes evitarlo. Los carros necesitan mucho espacio para maniobrar.

—Ya habéis oído —gritó Hanno—. Formad de cara a los romanos y después venid hacia aquí. ¡En marcha!

No tuvo que repetirlo dos veces. Los soldados obedecieron de forma ordenada y, con la ayuda de Mutt, los llevó a su nueva ubicación, que se extendía en un arco desde la orilla del río hasta la mitad del camino, donde enlazaban con las tropas de Sapho. Tenían hombres suficientes como para formar tres hileras, no más. Resultaba insuficiente, pensó Hanno, pero solo contaba con unos ciento ochenta hombres, ya que los libios permanecerían en la retaguardia como reserva. A pesar de que su número era reducido, su ausencia debilitaba mucho a sus filas.

Apenas se hubieron colocado en posición sonaron las trompetas y los romanos empezaron a marchar. Eran centenares. Casi doblaban en número a las dos falanges juntas. Hanno percibió la aprensión de sus soldados.

—¡Manteneos firmes! —rugió—. ¡Si nos roban el grano, esta noche pasaremos hambre!

—¿Y qué pasa con el vino, señor? ¿No es más importante que el grano?

Los soldados rieron y Hanno lanzó una mirada agradecida a su segundo oficial.

—¡Para los borrachos, seguro! Si también queréis el vino, tendremos que resistir un poco más.

—¡Así lo haremos, señor! —gritó Mutt, y empezó a golpear la espada contra el borde metálico del scutum—. ¡VINO! ¡VINO! ¡VINO!

Los libios empezaron a imitar a Mutt.

—¡VINO! ¡VINO! ¡VINO!

Hanno no pudo evitar una sonrisa. Si eso les ayudaba a resistir mejor, ningún problema. A los oídos ignorantes de los romanos, la palabra sonaba tan temible como cualquier otro grito de guerra. Les permitió gritar unos minutos antes de alzar la mano para que le escucharan.

—Los que tengan pila, que la pasen a los hombres de delante y esperad a la orden para lanzarlas. —En cuanto hubieron cumplido sus instrucciones, Hanno miró de hito en hito y gritó la orden—: ¡VINO! —La ráfaga de jabalinas continuó hasta que los romanos se colocaron a unos cincuenta pasos. Después el miedo volvió a instaurarse entre los hombres. Hanno apretó los dientes. A él tampoco le gustaba el silencio enervante con el que avanzaban los legionarios—. ¡Preparad las jabalinas! —ordenó, y obtuvo de nuevo la atención de sus hombres—. Lanzadlas cuando yo os diga, ni un instante antes. Para ayudaros con la puntería, daré una ración de vino a cada hombre que bata a un enemigo.

Los libios a los que todavía les quedaban pila empezaron a dar gritos de alegría y a mofarse de los compañeros que ya no tenían ninguna.

Hanno escudriñó a los legionarios mientras avanzaban. Para que una jabalina diera en el objetivo, debía lanzarse como máximo a treinta pasos. Y, si el enemigo estaba más cerca, mejor. Sin embargo, ello requería mucha sangre fría, y si el enemigo lanzaba su ataque antes podía ser un caos. «Todavía no —se dijo—. Todavía no».

Los romanos siguieron avanzando. Hanno tenía la boca seca y el corazón le latía con la misma fuerza con la que un herrero golpea el yunque. Veinte pasos. Por fin el enemigo estaba a una distancia adecuada. Guardó silencio cuando un pilum solitario sobrevoló su cabeza y cayó a corta distancia de la primera fila enemiga, lo que provocó las carcajadas de los legionarios. Hanno se inclinó hacia delante y lanzó una mirada feroz a los hombres de la izquierda, zona de la que provenía la jabalina.

—¡Os he dicho que esperéis hasta que dé la orden! ¡Cada jabalina cuenta!

Los romanos avanzaron diez pasos más y lanzaron una ráfaga de pila. Hanno ordenó a sus hombres que levantaran los escudos y oyó a Sapho que hacía lo propio. Las jabalinas silbaron por encima de sus cabezas y fueron golpeando, una tras otra, la madera y el metal de los escudos. En cuanto lanzaron la ráfaga de misiles, los romanos empezaron a marchar más rápido, pero Hanno estaba preparado.

—¡Rápido, chicos! ¡AHORA! —Los libios lanzaron sus pila, que rebotaron contra los escudos romanos y alcanzaron a algunos desafortunados legionarios. Aunque el ataque no tuvo demasiado efecto sobre la formación enemiga, al menos focalizó la atención de los hombres de Hanno—. ¡Formación cerrada! —ordenó Hanno—. ¡VINO! ¡VINO! ¡VINO!

Encantados, sus soldados empezaron a corear la palabra.

Los momentos siguientes fueron una sucesión de imágenes borrosas en su mente. Luchó contra varios romanos blandiendo la espada, embistiéndoles con el scutum y gritando a pleno pulmón. Incluso escupió a un legionario en la cara para provocar su ira e inducirle a cometer un error. La táctica funcionó y, cuando el hombre alzó el brazo furioso para asestarle un golpe, Hanno le hundió la espada en la axila y puso fin a su vida de una estocada. La sangre le salpicó la cara, pero no tuvo tiempo de limpiársela antes de que el sitio del legionario muerto fuera ocupado por un camarada suyo, con el que luchó hasta que el romano tropezó con algo en el suelo, ¿el cuerpo de su compañero, quizás? y Hanno aprovechó para darle en el cuello. Los soldados a su lado seguían resistiendo, pero no sabía lo que sucedía a sus espaldas y, hasta cierto punto, no le importaba. Había empezado a ver la cara de Pera en todos los romanos contra los que se enfrentaba y lo único que deseaba era aniquilarlos a todos. Después de abatir a su tercer contrincante, controló su rabia y ordenó al libio que tenía detrás que ocupara su lugar con el fin de retroceder hasta un punto que le permitiera ver lo que ocurría a su alrededor.

Para su gran sorpresa, sus tropas estaban aguantando pese a presentar algún agujero ocasional en sus filas, al igual que las de Sapho. Echó un vistazo al río y comprobó que los carros en dificultades habían sido rescatados y que unos diez carros habían llegado a la otra orilla. Todavía quedaban unos veinte por cruzar, la mitad de los cuales contenía grano. El resto llevaba vino y aceite. «¡Vamos, adelante!», los instó a continuar Hanno para sus adentros.

Se produjo un tumulto a su derecha y soltó una maldición antes de ordenar a los libios de la reserva que atacaran al puñado de triarii que, liderados por un oficial que lucía un casco con penacho, habían atravesado las filas cercanas al río. Hanno dirigió el ataque consciente de que, si no detenía la incursión de inmediato, la brecha se agrandaría y perderían la batalla. Hanno se enorgulleció de sus soldados en el breve combate que tuvo lugar a continuación. Lucharon sin piedad, como demonios. Aniquilaron a todos los romanos y solo sufrieron una baja. Recubiertos de sangre, sudorosos y sin aliento, se miraron incrédulos al acabar. Hanno no puedo evitar echar a reír. Le daba igual que le tomaran por loco. Sus hombres no tardaron en imitarle y todos rieron a la vez como si alguien les acabara de contar un chiste muy gracioso.

Al poco rato sufrieron un nuevo ataque y Hanno repelió una embestida tras otra. Poco a poco, el escudo empezó a pesarle casi tanto como el de madera de los entrenamientos y la espada se le antojaba de plomo. Sus hombres también empezaban a mostrar los primeros signos de agotamiento, pero no paraban de llegar legionarios. Para colmo, sonaron las trompetas que anunciaban la llegada de nuevos refuerzos romanos. Hanno notó la bilis que le subía a la boca. Echó un vistazo a la falange de Sapho, sometida a la misma presión que la suya, y comprobó que sus hombres habían cedido terreno y se habían aproximado a los carros restantes, siete en total.

Hanno se planteó qué hacer, pero un giro en los acontecimientos tomó la decisión por él.

—¡La caballería, señor! —advirtió Mutt—. ¡Viene la caballería!

Hanno se abrió paso a codazos hasta donde estaba su segundo al mando y el alma se le cayó a los pies al ver a los jinetes avanzando desde el final del camino, todos en formación y armados con temibles lanzas.

—¡Mierda!

—Una enorme mierda apestosa, señor —convino Mutt con su habitual tono sombrío—. ¿Qué hacemos?

—Empezar a replegarnos —contestó Hanno de inmediato. Hubiera preferido comentarlo con Sapho, pero si esperaba se les echaría la caballería enemiga encima—. Ordena a los hombres que retrocedan cinco filas y que vayan recogiendo las pila que vean en el suelo. Deben pasarlas a las primeras filas para repeler a los caballos. Que retrocedan en ángulo para que los últimos carros tengan la posibilidad de llegar al vado. Sapho ya entenderá lo que estamos haciendo, si no es que lo está haciendo ya.

—¡Sí, señor!

Mutt salió de la formación y empezó a gritar órdenes hacia la derecha mientras Hanno hacía lo propio hacia la izquierda, sin dejar de mirar atrás para ver lo que hacía el enemigo. De pronto sintió un rayo de esperanza. Los legionarios estaban aguardando a la caballería para atacar de nuevo. Si aprovechaban ese respiro, quizá lograran cruzar el río.

—¡Retroceded cinco filas, rápido! ¡Coged las jabalinas que veáis a vuestro paso y dádselas a los hombres que tengáis delante! Empezad a caminar de espaldas hacia los carros sin perder de vista al enemigo. ¡Preparaos para el ataque de la caballería romana!

Los soldados obedecieron con rapidez, pero Hanno no pudo evitar que se le formaran varios nudos en el estómago. Uno de cada tres hombres sujetaba un pilum, pero eso no bastaba para detener a la caballería. Necesitaba formar un escudo de lanzas puntiagudo como el de un erizo. Si no, la formación se desintegraría antes del asalto. Hanno no quiso ni pensar en los hombres que morirían si no lograban llegar al río. «Baal Hammón, ayúdanos por favor», rogó.

Los hombres retrocedieron hacia el vado, dirigidos por Hanno desde la derecha y por Mutt desde la izquierda. Hanno dio gracias a los dioses cuando vio que la falange de Sapho estaba haciendo lo mismo. Hanno se volvió hacia el soldado que tenía detrás.

—¿Qué tal va con los carros? Pásalo.

La pregunta llegó con rapidez a la última fila y la respuesta no se hizo esperar.

—Quedan cinco carros, señor. El primero de los cuales está a punto de entrar en el agua.

«El grano ha pasado», pensó Hanno satisfecho.

Sin embargo, una parte de él se negaba a rendirse hasta que toda la mercancía estuviera al otro lado. ¿Tenían tiempo suficiente para ello? Volvió la mirada al frente y soltó una maldición mientras los hombres murmuraban horrorizados y la formación cedía un poco. La caballería enemiga había adivinado su plan y empezado a avanzar al trote.

—¡Atrás! —rugió Hanno—. ¡Atrás! ¡Acercaos a los carros!

Si rodeaban los carros, tenían alguna posibilidad de frenar a los caballos. Hanno no se daba por vencido.

Sin embargo, cuando dirigió la vista a su izquierda, observó horrorizado que la falange de Sapho se había desintegrado y que los soldados se habían dado a la fuga. Como se hallaban a una treintena de pasos de la orilla, tenían muchas posibilidades de llegar al río antes que la caballería. Hanno los miró incrédulo. ¿Por qué no le había avisado Sapho? Se sentía abandonado. Además, juntos quizás hubieran podido resistir a los romanos. Furioso, buscó a su hermano entre el caos, pero no lo vio. Hanno volvió a centrar la atención en su unidad, que se encontraba a mayor distancia del agua. A pesar de su deseo de salvar los últimos carros, tendría que imitar a Sapho si quería evitar que el enemigo le atacara por el flanco abierto y los aniquilara a todos.

Cuando abrió la boca para emitir la orden, la caballería romana inició la carga. El suelo retumbó bajo los cascos de los caballos y oyó las palabras de aliento que los jinetes se dirigían entre sí. Si ordenaba la retirada, acabarían aplastados. ¿Pero qué alternativa les quedaba? «¡Que te jodan, Sapho!», maldijo furioso a su hermano. ¿Por qué no había podido esperar? Si se hubieran reagrupado alrededor de los carros, la mayoría de los hombres habría podido alcanzar el río. Llegados a ese punto, no le quedaba más alternativa que replegarse.

—¡Retirada! —gritó—. ¡Retirada! ¡Al río! ¡No soltéis las armas!

Los libios no necesitaron que se lo repitiera dos veces. Dieron media vuelta y echaron a correr de forma desorganizada, insultándose entre sí al chocar, abriéndose paso a codazos y dejando atrás a los más lentos. Muchos no acataron la orden de Hanno y soltaron los escudos y las espadas. A pesar de maldecirlos, entendía su pánico. Pocas tropas eran capaces de mantenerse firmes ante el ataque de la caballería, por mucho que supieran que los caballos solían frenar cuando se encontraban ante una turba de soldados. La mera amenaza de morir aplastado era suficiente para hacerlos huir, pero Hanno no correría.

—¡Dame eso! —ordenó a un libio barbudo, uno de los veteranos de mayor edad, al que intentaba arrebatar el pilum.

Avergonzado, el soldado dejó de correr.

—¿Qué vas a hacer, señor?

—Quedarme aquí y defender a mis hombres.

—Eso equivale a una sentencia de muerte.

—Quizá —convino Hanno mientras trataba de arrancarle la jabalina de la mano.

Para su sorpresa, el libio no se la entregó.

—Pues me quedo contigo, señor.

Hanno adivinó un miedo atroz en sus ojos, pero el libio mantuvo la barbilla firme y le permitió conservar la jabalina.

—Muy bien. Agrupa a los hombres que puedas, solo aquellos con jabalinas. Cuando se acerquen los romanos, corred hacia los caballos gritando como locos. Si podéis, tirad a los jinetes. Si no, herid a los caballos. Hacedlo rápido y pasad al siguiente. Matad o herid a tantos como podáis.

—Sí, señor.

Hanno hizo una señal con la cabeza y el hombre desapareció. Cuando volvió la vista hacia los romanos, los maldijo con toda su alma. Se hallaban a menos de cincuenta pasos y avanzaban al galope. Hanno trató de olvidar su miedo y pensó que muchos de sus hombres conseguirían escapar si era capaz de romper las filas enemigas. Sabía que era una locura, pero era incapaz de huir. Aníbal estaría obligado a reconocer su valentía. Hanno desenvainó la espada ensangrentada y cogió un pilum del suelo. Entonces vio a otro libio que no había huido a causa de una herida en la pierna. Hanno le sonrió de oreja a oreja.

—¿Preparado para darles una lección a estos hijos de puta?

—¡Sí, señor! —exclamó el libio entusiasmado.

Justo antes del ataque, Hanno vio a Mutt apostado bastante cerca, rodeado de un puñado de hombres armados con pila. Sintió una enorme camaradería hacia su adusto segundo oficial. Miró atrás por última vez y suspiró aliviado. Casi la mitad de sus hombres estaban en el río y los de Sapho seguro que se hallaban en mejor situación porque estaban más cerca del agua. El número total de bajas no sería catastrófico y la patrulla habría sido un éxito aunque él no sobreviviera. Hanno agarró la jabalina como si fuera una lanza y se preparó para vender su vida muy cara.

Los romanos estaban muy cerca. Les veía la cara con claridad y oía sus gritos de guerra triunfantes. No cabía duda alguna de que eran ciudadanos, no socii. Los caballos eran de buena calidad, animales fuertes y bien entrenados. La mayoría de los jinetes llevaban cascos bocios y cotas de malla, y muchos llevaban gladii además de lanzas. Todos sujetaban unos pequeños escudos redondos. Cabalgaban a poca distancia entre sí, a tan solo unos pasos. Eran una pared de metal y músculo que avanzaba con rapidez hacia él. La vejiga de Hanno amenazaba con vaciarse, pero trató de no pensar en esa necesidad imperiosa y levantó el escudo.

—¡Seguro que no esperan un ataque de la infantería! ¡Adelante! —gritó al libio herido.

Era una locura no dar media vuelta y echar a correr, pero Hanno siguió avanzando. Con el rabillo del ojo vio al libio cojeando detrás de él y, más atrás, a Mutt y sus compañeros. Hanno lanzó un grito frenético fruto del miedo y la desesperación con unas gotas de valor y un punto de bravuconería. Apuntó con la jabalina al jinete que tenía más posibilidades de atacarle, un hombre de piernas largas y edad parecida a la suya.

—¡VINO! ¡VINO! ¡VINO! —vociferó.

El romano miró sorprendido al loco que corría aullando hacia él, pero pronto recuperó el control. Apuntó la lanza a la cabeza de Hanno, pero el caballo relinchó y frenó desconcertado ante el hombre que se le acercaba gritando con un gran escudo en la mano. Hanno se aproximó todavía más sin dejar de gritar y rogó que los otros caballos no le tumbaran y que ningún jinete le atacara por la espalda.

—¡VINO! ¡VINO! ¡VINO!

A duras penas oía su propia voz con el ruido de los cascos. La lanza romana le apuntó a la cara, pero Hanno repelió el ataque con el escudo y aprovechó el momento para mirar de soslayo y lanzar la jabalina con rapidez, que se clavó en el muslo del jinete. El romano profirió un grito desgarrador y cayó al suelo, al igual que la lanza. Hanno no le persiguió, sino que dio media vuelta y clavó el pilum en el pecho de un caballo. Fue una maniobra imprudente porque, pese a que el animal se tambaleó y tiró a su jinete, le arrancó la jabalina de la mano, que se partió en dos al caer al suelo.

Desesperado, Hanno escudriñó el suelo entre los cascos de los caballos en busca de un arma. Oyó un silbido y se agachó por instinto: una lanza le golpeó el casco en lugar de clavarse entre sus omoplatos. Intentó dar media vuelta, pero algo le empujó a un lado y perdió el equilibrio. Vislumbró el cielo, un caballo y un rostro que gruñía antes de desplomarse y golpear el suelo con fuerza. Un caballo le arreó una coz en el casco.

El mundo de Hanno se tornó negro.

Cuando volvió en sí, los jinetes romanos seguían pasando, por lo que no debió de permanecer inconsciente demasiado tiempo. A un centenar de pasos distinguió a una fila de legionarios que avanzaba en su dirección. Se oían gritos y el choque de las armas procedentes del río. Hanno pensaba que le iba a reventar la cabeza. El casco estaba abollado, pero en su sitio. Seguramente le debía la vida. Hanno se desabrochó la cinta de la barbilla con dificultad y se lo quitó. El aire fresco mesó su cabello sudoroso. Cada vez que se movía veía las estrellas y tuvo que morderse la lengua para no soltar una maldición. Pero era importante que se quitara el casco. Si un legionario veía su forma, sabría de inmediato que era cartaginés. Sin el casco y con la coraza, Hanno podía ser confundido con un oficial romano, pero debía fingir estar muerto. La caballería ya había pasado de largo y ahora debía engañar a los soldados de infantería. Dio un par de tirones al cadáver de un jinete que tenía cerca y se lo colocó encima. Era un alivio poder cerrar los ojos. Le hubiera gustado dormir para que le desapareciera el dolor de cabeza, pero el sabor del miedo en la boca se lo impedía. Si un romano se detenía a mirarlo bien, era hombre muerto. «Tranquilo, respira con calma», se ordenó a sí mismo.

Lo más fácil era quedarse tumbado hasta el anochecer, pero eso era de cobardes. Deseaba cruzar el río y estar con sus hombres cuando llegaran al campamento y recibieran los elogios de Aníbal. Escuchó con atención sin mover ni un músculo mientras los legionarios pasaban por su derecha a cierta distancia. Cuando disminuyó el ruido, esperó un poco antes de apartar a un lado el cadáver que tenía encima. Levantó un poco la cabeza y miró a su alrededor. Para su gran alivio, se hallaba detrás de las tropas romanas y no parecía que hubiera más soldados en la carretera o en los árboles.

Hanno se puso en pie con dificultad, desenvainó la espada y cogió un scutum. A unos pasos descubrió el cadáver del libanés barbudo y, junto a él, el del soldado cojo, ambos con los cuerpos cubiertos de heridas. Le apenaban sus muertes, pero se sintió orgulloso de ellos. «Abridles las puertas de la otra vida —rogó Hanno a los dioses—. Se lo merecen». Hanno siguió como pudo a los soldados enemigos. De pronto se enfureció al ver que los jinetes blandían las espadas delante de los legionarios. Estaba claro que algunos libios no habían llegado al agua y que el enemigo estaba acabando con ellos. Hanno deseaba correr y unirse al combate, pero sabía que sería una muerte inútil. Su objetivo era sobrevivir, así que caminó con paso contenido, a ritmo regular.

Cuando alcanzó el grueso de las tropas romanas, tenía el corazón en un puño, pero no podía detenerse si no quería llamar la atención. Siguió caminando entre las filas enemigas. El combate había amainado e incluso tocado a su fin y la formación se había deshecho. Pequeños grupos de hombres andaban de un lado a otro rematando a los libios heridos o saqueándoles. Otros corrieron a los carros abandonados siguiendo las órdenes de sus oficiales y algunos abandonaron los escudos en el suelo para saciar su sed con el vino. Cada uno iba por su lado. Hanno murmuró una plegaria, agachó la cabeza y avanzó en medio de la confusión. No tardó en llegar a la orilla, donde una generosa capa de cuerpos, tanto muertos como heridos, cubría el suelo. La mayoría eran libios. Hanno los observó al pasar y se le encogió el corazón cuando reconoció a numerosos miembros de su falange. Para gran alivio suyo, todos tenían heridas mortales. Si no hubiera sido así, no sabía si hubiera sido capaz de dejarlos atrás.

En la otra orilla, los carros se alejaban vigilados por algunos libios que habían cruzado el río. Los cartagineses habían dejao una línea de retaguardia que se mantenía a una distancia segura de las jabalinas romanas. Estaba formada por un centenar de soldados, todos númidas, al frente de los cuales Hanno distinguió la silueta familiar de Mutt. Al menos su segundo al mando había logrado pasar al otro lado, observó satisfecho. Echó un vistazo al vado. Los romanos no intentaron cruzarlo, pero se habían congregado demasiados soldados en el lugar como para que intentara cruzar el río por allí. Eso significaba que no le quedaba más remedio que nadar, para lo cual debía quitarse la coraza. En su estado actual, Hanno no se sentía capaz de llegar al otro lado con ese peso adicional, pero si se quitaba la armadura, quedaría expuesto ante los romanos, que se abalanzarían sobre él como perros rabiosos. Tragó saliva. Debía actuar con la máxima normalidad, pensó.

Con el corazón latiéndole con fuerza, Hanno se dirigió al punto del río donde había menos legionarios, se quitó el tahalí y procedió a despojarse de la coraza sin mirar atrás. Se desabrochó primero las hebillas laterales y después las superiores. No le quedaban fuerzas para desabrochar la última hebilla y el dolor era insoportable. Se detuvo un instante para recuperarse.

—¡Eh, tú! En nombre de Plutón, ¿qué puñetas crees que estás haciendo?

El pánico le oprimió el pecho. Hizo un último esfuerzo y desabrochó la hebilla que quedaba. Dejó caer la coraza, que golpeó el suelo con un estruendo metálico. Oyó gritos furiosos a sus espaldas y los pasos de hombres que corrían hacia él. No se atrevió a comprobar a qué distancia se encontraban. Respiró hondo y se tiró al río de pie. El agua estaba mucho más fría de lo que recordaba. Salió a la superficie, cogió aire y empezó a nadar hacia la orilla opuesta. Oía un coro de voces furiosas a su espalda y rogó que nadie se lanzara al río en pos de él. No le quedaban fuerzas para luchar en el agua. Distinguió un silbido familiar y un pilum cayó a unos cinco pasos a su izquierda. Miró atrás y vio una fila de legionarios, muchos con jabalinas en las manos, que apostaban y bromeaban sobre quién le alcanzaría primero. Hanno sintió náuseas. Los romanos se hallaban a unos quince pasos y era un objetivo fácil para ellos. Soltó una maldición y comenzó a nadar, temeroso de que en cualquier momento notaría el dolor agonizante de un pilum en la espalda. Cinco brazadas. Diez. Hanno oyó más gritos a lo lejos, parecían provenir del lado cartaginés, pero no estaba seguro. Otra jabalina golpeó el agua detrás de él. Ya estaba lo bastante cerca como para hacer pie. Se sintió eufórico cuando notó el lodo bajo sus pies. Solo un tiro muy certero podía alcanzarle ya.

—Deja que te ayude a salir.

Sorprendido, Hanno levantó la vista y vio una mano, no una mano cualquiera, sino la de Mutt.

—Vamos, señor, no es momento para darse un baño.

—¡Gracias!

Sonriendo como un tonto, Hanno aceptó la mano que le tendía su segundo al mando, que tiró de él. En cuanto pisó tierra firme, Hanno vio a una docena de númidas que cabalgaban de un lado a otro lanzando insultos y jabalinas a los romanos por igual. Los legionarios se habían alejado a una distancia prudencial.

—Supongo que ahora ya estamos en paz, ¿no?

—Quizá —concedió Mutt sonriendo, algo inhabitual en él.

—¿Me has visto meterme en el agua? —preguntó a Mutt mientras se alejaba de la orilla.

—Uno de los chicos vio a alguien meterse en el agua, señor. Pensé que se lo había inventado, pero los espumarajos lo confirmaban y pensé que solo uno de los nuestros sería capaz de saltar al río, así que pedí a los númidas que lo protegieran con ráfagas de lanzas. A pesar de las órdenes de Sapho, no podía abandonar al pobre diablo en el agua, es decir, a ti, señor —rio Mutt.

—¿Las órdenes de Sapho? —preguntó Hanno inocente.

—Sí, señor. En cuanto cruzamos el río le notifiqué que no estabas con nosotros y solicité su permiso para volver a buscarte al otro lado con algunos hombres.

A Hanno se le enterneció el corazón.

—Te has empeñado en morir hoy, ¿eh?

—Pero Sapho no me lo permitió, señor. Dijo que el grano era lo más importante y que debíamos darnos prisa por si los romanos decidían cruzar el río.

—Es duro, pero cierto —murmuró Hanno. Una expresión sombría cruzó el rostro de Mutt—. ¿Qué sucede? —Su segundo oficial no contestó, así que Hanno repitió la pregunta.

—Sapho no parecía especialmente preocupado de que se tratara de ti, señor —reconoció Mutt a regañadientes—. Era como si fueras un soldado cualquiera, no su hermano.

—No le des más vueltas —dijo Hanno quitándole hierro al asunto—. Sapho no tenía tiempo de sentarse y pensarlo bien. Era muy posible que los romanos decidieran contraatacar para recuperar el grano. Su prioridad era poner las provisiones a buen recaudo.

—Si tú lo dices, señor —respondió Mutt, pero su expresión le delataba.

Hanno se negaba a pensar que Sapho le deseaba algún mal cuando ordenó a su falange que se retirara sin previo aviso. Era demasiado duro. Decidió olvidarse del asunto y se incorporó a la retaguardia de su falange. Habían salvado el grano y el vino y podrían alimentar al ejército. Estaba vivo y no había perdido demasiados hombres. Aníbal estaría contento.

Eso era lo que importaba. Eso bastaba.