Capítulo 13

La incursión de Quintus y Urceus en Larinum transcurrió sin incidentes, pero Quintus no descartaba la posibilidad de que Macerio hubiera estado al acecho. La cuestión era que ambos se emborracharon tanto que acabaron llevándose a una prostituta a una de las pequeñas habitaciones de la primera planta de la taberna y pasaron la noche ahí. Quintus ni siquiera recordaba si se había acostado con la mujer, una atractiva joven de la Galia. Según ella, no había estado capacitado para ello, pero le prometió que si regresaba otro día le cobraría la mitad de precio. Al parecer no mintió, puesto que al poco tiempo Urceus sufrió un fuerte brote de sífilis del que Quintus no se vio afectado (para gran alivio suyo). El incidente le recordó un consejo que le había dado su madre una vez: si iba a un burdel, lo mejor era elegir uno caro.

En cualquier caso, aunque Quintus se lo hubiera podido permitir, no hubiera tenido tiempo de ir a lo largo de las siguientes semanas. El ascenso a hastati resultó ser físicamente tan exigente que todo lo que deseaban hacer Urceus y él al acabar la jornada era dormir. Corax siempre había sido duro en los entrenamientos, pero ahora eran soldados de infantería de verdad —como les insistía continuamente— y tenían que ser duros de verdad y no solo pensar que lo eran. En comparación con los hastati, los velites eran unos blandos, repetía sin cesar el centurión mientras hacía correr a los nuevos reclutas por caminos de barro cargando con más armaduras y armas de las que jamás habían poseído en su vida. Corax organizaba marchas forzadas de unos treinta kilómetros al menos dos veces por semana, y el resto de los días les obligaba a entrenarse con espadas y escudos de madera que eran dos veces más pesados que los de verdad, nadar en el río cercano —pese a la temperatura exterior— y mantenerse en forma luchando o corriendo.

De vez en cuando, el centurión les daba un «día de descanso» y debían marchar en formación con el resto de los hastati y aprender a responder a las trompetas, una actividad más difícil, si cabe, que el resto. Poco a poco, Quintus y los demás aprendieron a formar en orden y a cargar al instante, deteniéndose solo para lanzar las jabalinas. Una de las prioridades de Corax era enseñarles a colocarse en posición en la formación de triplex acies. Los manípulos debían entrar en combate una centuria detrás de la otra y, al oír la señal, la de atrás debía ponerse rápido al lado de la otra, preparadas para el combate. Si surgían dificultades, debían saber dar la vuelta en orden para que los principes pudieran avanzar y atacar. Además, debían aprender a regresar a sus posiciones a través de los huecos dejados por los manípulos de los principes. Los centuriones obligaban a los hastati a repetir esta maniobra una y otra vez hasta la saciedad, ya fuera solos o con los manípulos de los principes y los otros hastati.

En vista de ello, no era de sorprender que Quintus aceptara feliz un puesto de centinela junto con Urceus vigilando la tienda de uno de los tribunos de la legión durante tres días. La tarea había sido asignada a dos contubernia: la suya y la de Macerio. El resto de los soldados, trece jóvenes de la zona rural del sur de Roma, también aceptaron encantados un trabajo tan relajado.

—Vigilar esta tienda es mucho mejor que tener que entrenar o limpiar la via principalis como el resto de nuestro manípulo —comentó Urceus feliz.

Quintus estaba de acuerdo. Era la segunda tarde de guardia y, al igual que el día anterior, el sol brillaba en un pálido y acuoso cielo azul. No hacía calor, pero si se mantenían en movimiento caminando de un lado a otro, la temperatura resultaba aceptable. Macerio y sus camaradas estaban apostados en la parte de atrás de la tienda, así que no había nada de lo que preocuparse. Después de varias semanas de duro entrenamiento, cualquier cosa era mejor que dejarse la piel con Corax gritando sin cesar y golpeando con una caña a cualquiera que no hiciera con exactitud lo que se le pedía. Además, tampoco tenía que aguantar los comentarios desagradables de los hastati que frecuentaba Macerio. Quintus se preguntaba si no se habría equivocado al no esforzarse por granjearse la simpatía del resto de su manípulo. Macerio no tardó en congraciarse con varios soldados que llevaban tiempo en la unidad y que ahora detestaban a Quintus a raíz de los comentarios venenosos de Macerio.

La labor de centinela también tenía la ventaja adicional de que podía observar las idas y venidas de los oficiales superiores, entre los que se encontraban el cónsul superviviente Cneo Servilio Gémino y el nuevo cónsul Marco Atilio Régulo, que sustituía a Flaminio. Ambos habían dirigido al ejército desde la época del dictador Fabio y de Rufo, el Maestro de la Caballería, que habían abandonado sus cargos a finales del año anterior. Ambos cónsules habían pasado por delante de la tienda del tribuno al caer la noche. Como era habitual, les había acompañado una gran tropa de extraordinarii, lo mejor de la infantería y la caballería aliadas. Quintus buscó a Gaius entre sus filas, pero no lo vio.

—¿Quién crees que sustituirá a los cónsules en marzo?

Urceus lo miró como si estuviera loco.

—¿Cómo demonios quieres que yo lo sepa? Además, ¿qué más da? —preguntó—. Todos son iguales, una panda de gilipollas arrogantes que creen que son mejores que nosotros —añadió Urceus en un susurro.

Quintus soltó una carcajada. En el pasado, él también habría formado parte de esa panda, pero la vida como soldado de infantería le había abierto los ojos en muchos sentidos. Hombres como Urceus y Rutilus le habían aceptado tal cual era y Quintus había aprendido a hacer lo mismo con los demás.

—Fabio no estaba tan mal.

—Supongo que no echaba a perder nuestras vidas en vano —reconoció Urceus—, pero seguro que nos mira por encima del hombro.

—No lo dudes —corroboró una voz familiar en tono burlón—. Esos malditos senadores y ecuestres son todos iguales.

—¿Qué haces aquí? —inquirió Quintus, molesto por la mención de los de su clase—. ¿No se supone que tienes que estar en la parte de atrás?

Macerio no parecía preocupado.

—Corax no está y el optio tampoco. Los nuevos reclutas lo tienen todo bajo control, así que he pensado que podía venir a haceros compañía.

—¿Por qué no te largas de aquí? —espetó Quintus.

—Menuda bienvenida, ¿eh? —comentó Macerio, mirando a Urceus, que simplemente se encogió de hombros.

Quintus se preguntó por enésima vez si no debiera haber confiado en Urceus y haberle explicado lo que creía —sabía— que había sucedido con Rutilus, pero había perdido su oportunidad. Desde su llegada, Macerio había buscado su compañía y compartido con él su vino, tratándole como si fuera un viejo amigo de toda la vida. Encantado con la bienvenida que le había brindado Macerio, Urceus se había hecho amigo de él. Quintus se sentía excluido y temía que si acusaba a Macerio del asesinato de Rutilus su amistad con Urceus podía peligrar, y eso era algo que no deseaba para nada. El hombre bajo de las orejas de soplillo era el único camarada de verdad que le quedaba. Quintus también se llevaba bien con Severus, pero la relación no era la misma que con Rutilus o Gran Diez. Quintus echaba muchísimo de menos a Calatinus y a su viejo amigo Gaius. A decir verdad, hasta echaba de menos a su padre. Pero Calatinus había muerto, al igual que Rutilus y Gran Diez, y no tenía manera de contactar con su padre sin que peligrara su puesto en infantería. Debía ser fuerte. Estaba muy orgulloso de ser un hastatus y no deseaba echarlo todo por la borda.

Macerio empezó a conversar con Urceus y Quintus intentó disimular su descontento. Cuanto antes se le presentara la oportunidad de deslizar una espada entre las costillas de su enemigo, mejor. El sonido de unos caballos que se aproximaban lo sacó de su ensimismamiento y lo devolvió al presente. Cuando el pequeño grupo de jinetes se acercó a la tienda del tribuno, Quintus se quedó de piedra al reconocer a Calatinus. Había envejecido, estaba más delgado y tenía arrugas en la cara, pero seguía siendo el mismo hombre corpulento al que conoció antes del Trebia. Quintus miró al otro lado para no ser visto por Calatinus. Pasara lo que pasara, Macerio no debía sospechar que se conocían. Uno de los jinetes desmontó y se acercó a ellos. Quintus lo saludó y los otros dos hicieron lo mismo junto a él. El hombre tenía una edad similar a la de su padre, pero por fortuna no lo conocía.

—¿En qué puedo ayudarte, señor?

—¿Está el tribuno aquí?

—No, señor. Está en la tienda de mando.

—De acuerdo, gracias.

—Señor.

Quintus clavó la mirada en el suelo para que Calatinus no le reconociera. Pasaron unos instantes y oyó que el jinete que se había dirigido a él montaba y comunicaba a sus compañeros la información recibida. Los caballos se pusieron en marcha y suspiró aliviado.

—¡Soldado! —Quintus se quedó clavado en su sitio. Era la voz de Calatinus—. ¡Soldado! Necesito preguntarte algo.

—Te está llamando uno de ellos —dijo Urceus. Quintus fingió sorpresa—. Será mejor que vayas a ver lo que quiere —le aconsejó.

—Ve ahora mismo o nos vas a meter a todos en un lío —añadió Macerio con malicia.

Quintus le lanzó una mirada de odio y caminó hacia Calatinus con el corazón en un puño. Por suerte, el resto de los jinetes se había marchado ya.

—¿Me has llamado, señor? —preguntó en voz alta.

Calatinus fingió bajar un poco la voz en tono conspirador.

—¿Dónde se puede encontrar un poco de vino por aquí?

Quintus vio con el rabillo del ojo las sonrisas de complicidad de Macerio y Urceus. «Qué táctica tan buena», pensó mientras se acercaba más al caballo de Calatinus.

—El hombre con quien deberías hablar es…

—¡Quintus! —susurró Calatinus, esforzándose en vano por no sonreír—. ¡Cuántas veces he rezado por ti!

—¡Por todos los dioses, qué alegría verte! —Quintus tampoco pudo evitar sonreír. Era una suerte que llevara el escudo y el pilum en las manos. De lo contrario, no hubiera podido resistirse al impulso de abrazar a Calatinus—. ¿Cómo lograste sobrevivir a la emboscada de Trasimene?

Calatinus ensombreció el semblante.

—¡Por las tetas de la diosa Fortuna, no lo sé! Esos cerdos aparecieron de la nada. El caballo me tiró al suelo al ser golpeado por una lanza enemiga y perdí el conocimiento. Cuando me desperté, tenía dos cadáveres encima, era oscuro y el enemigo había desaparecido. Lo único que hice fue arrastrarme hasta el bosque y marcharme sin haber asestado ni un solo golpe.

—No es culpa tuya —susurró Quintus—. Además, me alegro porque así estás aquí —dijo mientras echaba un vistazo hacia atrás. Comprobó que Macerio los observaba con atención y se le hizo un nudo en el estómago—. Como te decía, puedes encontrarle en la tienda de intendencia —explicó en voz alta, señalando en dirección a la tienda.

Calatinus se percató de lo que sucedía y le siguió el juego.

—¿La que está cerca de la tienda del quaestor?

—Esa misma, señor —respondió Quintus.

—Hablemos esta noche. Las tiendas de mi unidad dan a la via praetoria. Es el tercer grupo de tiendas delante de la porta decumana —susurró Calatinus. Acto seguido, el jinete lanzó una moneda de plata a Quintus—. Muchas gracias, soldado —le agradeció en voz alta.

—Te buscaré —murmuró Quintus al tiempo que cogía la moneda al vuelo—. Encantado de ayudarte, señor —añadió para que lo oyeran Macerio y Urceus.

Calatinus se marchó sin mirar atrás y Quintus regresó junto a sus compañeros, ante los que blandió la moneda con cara de felicidad.

—¡Esto sí que ha sido dinero fácil!

—Lo que es capaz de hacer un hombre por un poco de vino —comentó Urceus con una sonrisa maliciosa.

—Has tardado mucho en explicarle quién podía conseguirle vino —dijo Macerio suspicaz.

—También me ha preguntado otras cosas, pero eso queda entre nosotros —respondió Quintus, tocándose la nariz en un gesto de secretismo.

—¿Qué pasa? ¿No tienes bastante con el revienta culos de Severus? —se burló Macerio—. ¡Mira, Urceus, quiere ser la esposa de un jinete!

Quintus golpeó su escudo contra el de Macerio, que trastabilló hacia atrás.

—¡Cierra esa maldita boca!

—¿No sabes aceptar una broma? —se mofó Macerio.

—Tranquilidad, chicos —pidió Urceus, interponiéndose entre ellos—. No deben veros peleando ante la tienda de un tribuno, salvo que queráis pasar el resto del invierno cavando letrinas.

En ese momento, a Quintus le daba todo igual. Había alzado el pilum y, si su enemigo se movía, le atravesaría el escudo.

—¡Crespo, cálmate! —gritó Urceus—. Te va a ver alguien. Macerio, aléjate.

Quintus sacudió la cabeza y recuperó el control. Urceus tenía razón. No valía la pena que un oficial les pillara peleándose. Macerio sonreía a unos pasos de distancia como si no hubiera pasado nada.

—Solo bromeaba —rio.

«No es cierto, hijo de puta. Un día de estos te pillaré».

—¿Qué pasa contigo, Crespo? —inquirió Urceus—. Macerio solo estaba provocándote. Todo el mundo sabe que a ti no te interesan los hombres como a Severus o al pobre Rutilus.

—¿Rutilus? —Quintus notó que la rabia se apoderaba de nuevo de él—. ¿Por qué no le preguntas a Macerio lo que pasó con él?

Urceus lo miró confuso.

—¿Qué quieres que le pregunte?

—Pregúntale cómo murió de una herida en la espalda —masculló Quintus.

—Solo existe un motivo por el cual alguien muere de una herida así —respondió Macerio con toda tranquilidad—, y todos sabemos cuál es.

—¡Pedazo de mierda! —lo insultó Quintus tratando de apartar a Urceus de su camino—. Rutilus no era ningún cobarde. Jamás hubiera huido del enemigo.

—¿Qué insinúas, entonces? —gruñó Urceus, mirando de uno a otro.

—Solo pretende salvar el honor de su amigo mariquita —aclaró Macerio con una risita.

La llegada del tribuno cuya tienda vigilaban puso punto final a la discusión. A partir de ese momento, las idas y venidas fueron constantes y Quintus tuvo la posibilidad de tranquilizarse. Cuando Urceus volvió a preguntarle por el asunto de Rutilus en cuanto Macerio regresó a su puesto en la parte posterior de la tienda, le explicó lo sucedido la noche que Aníbal provocó la estampida de ganado en las montañas.

Urceus soltó una maldición.

—¿Puedes demostrarlo?

—¡Claro que no!

—Entonces, ¿cómo sabes que fue Macerio? —preguntó Urceus con delicadeza—. El hecho de que Rutilus jamás hubiera huido antes no significa que no lo hiciera esa noche. Cosas más raras se han visto.

—Fue Macerio, estoy seguro —insistió Quintus, y le contó lo ocurrido el día en que tendieron una emboscada a los númidas borrachos, hacía ya una eternidad.

Urceus se quedó pensativo.

—Fue una estupidez por parte de Macerio que lanzara una jabalina tan cerca de ti, pero seguro que fue un error. A mí me ha pasado alguna vez en el campo de batalla. Macerio y tú no os habéis llevado bien desde el principio, pero en el fondo tiene buen corazón. No es el tipo de persona que intentaría matar a un compañero, y mucho menos a dos.

Quintus tenía la sensación de estar dándose cabezazos contra un muro.

—Tú siempre piensas lo mejor de la gente, por eso no lo entiendes. Macerio es como una serpiente oculta en la hierba.

—Me sabe mal que pienses eso —se lamentó Urceus—. Seguro que podríais arreglar vuestras diferencias con unas copas de vino. Yo me aseguraría de que no llegarais a las manos.

—¡Prefiero tirarme de un barranco que beber con él!

—Muy bien —aceptó Urceus decepcionado.

Se hizo un silencio incómodo entre ellos que duró el resto de la guardia. Quintus pensó en Calatinus. Saber que su amigo estaba vivo lo había animado mucho y esa noche podrían ponerse al día. Se llevaría un poco de vino y sería como en los viejos tiempos, cuando se emborrachaban juntos en la Galia Cisalpina. En ese instante recordó que Calatinus y él eran los únicos supervivientes de los cuatro compañeros de tienda de esa época, hacía un año. Cuando se iniciaran de nuevo los combates, ¿cuánto tardarían en caer uno de los dos o ambos? «Razón de más para disfrutar del presente. Mañana podemos estar muertos», se dijo Quintus. Su prioridad en ese instante era disfrutar de una jarra de vino y de una buena charla con Calatinus.

Quintus miró hacia atrás varias veces hasta que estuvo fuera de la vista de las tiendas del manípulo y se dirigió al espacio abierto situado en el centro de las murallas de tierra. Desde allí podía ir a la porta decumana y a la via praetoria. Hubiera sido más rápido avanzar entre las tiendas, pero se arriesgaba a tropezar con una cuerda en la oscuridad y romperse la crisma. Le había contado a Urceus que iba a encontrarse con un posible contacto que podía conseguirles pieles de oveja a un precio razonable.

—Con esto conseguiré una buena oferta —dijo, blandiendo la jarra de vino.

Acostumbrado a sus idas y venidas, Urceus no dijo nada y el resto del contubernium no prestó atención a su partida.

No era el único soldado que estaba en el exterior. Los había que buscaban un lugar donde jugar, comprar vino o charlar. Hasta había un par de soldados locos que hacían carreras entre sí alentados por un grupo de amigos. El ambiente era relajado, casi festivo, y Quintus se sentía igual. Todos sabían que la guerra no se reemprendería hasta la primavera y, una vez cumplidas las obligaciones de la jornada, era el momento de relajarse. Los soldados tenían libertad para ir y venir hasta la segunda guardia de la noche y lo aprovechaban al máximo. Para los centinelas de los puestos de guardia —todos ellos velites—, la situación era muy distinta. Apostados en la parte superior de la muralla, caminaban de un lado a otro sin cesar. Quintus agradeció no tener que hacer más guardias, la más gélida de todas las tareas.

No le resultó difícil encontrar las tiendas de caballería que, alejadas de la primera unidad, daban a la via praetoria. Estaban dispuestas en un rectángulo como las de infantería, con un lado abierto, dos hileras de tiendas opuestas y los habitáculos de los caballos en el extremo formando el cuarto lado. Quintus contó los grupos de tiendas con cuidado y se dirigió a la sección de Calatinus. Se sentía un poco cohibido y nostálgico. Cuando había formado parte del cuerpo de caballería, había dado por sentado su estatus superior, pero ahora no era más que un mero hastatus que se hallaba muy por debajo de la clase social de Calatinus y del resto de su turma. Su vida hubiera sido mucho más fácil si se hubiera quedado allí, pero al pensar en su padre y en su intención de mandarlo de regreso a casa, cambió de opinión. Quintus sacó pecho y se acercó a un grupo de hombres que conversaba delante de una tienda y que no advirtieron su presencia cuando se aproximó en la oscuridad.

Quintus tosió, pero nadie lo oyó. Tosió de nuevo con el mismo resultado.

—Disculpad —interrumpió en voz alta.

Un coro de caras sorprendidas se volvió a mirarlo, en muchos casos con desdén.

—¿Que hace un hastatus aquí? —preguntó uno de ellos.

—Decidle que se largue —añadió otro—, pero que deje aquí el vino.

Todos rieron y Quintus tuvo que morderse la lengua para no responder.

«¡Cabrones arrogantes!», pensó.

Quintus agradeció que uno de ellos le preguntara de forma civilizada lo que deseaba y todos lo contemplaron con curiosidad cuando preguntó por Calatinus, pero pese a ello le indicaron su tienda al otro lado. De camino hacia allí, Quintus se quedó paralizado al oír una voz familiar y agradeció que la oscuridad ocultara su rostro. A menos de diez pasos de distancia estaba su padre hablando con un decurión. A Quintus se le encogió el corazón. A pesar de su mala relación, quería a su padre y en ese instante fue consciente de lo mucho que lo había echado de menos. Le hubiera encantado acercarse a saludarlo. «Pero seguro que no me recibiría con los brazos abiertos», pensó Quintus antes de desviarse y alejarse lo máximo posible de él.

Un hombre con cara de pocos amigos salió de la tienda de Calatinus.

—¿Está Calatinus dentro?

El hombre sonrió burlón.

—¿Quién pregunta por él?

—Me llamo Crespo, soy hastatus.

La expresión burlona se agudizó todavía más.

—¿Para qué va a querer Calatinus hablar con alguien como tú?

Quintus se hartó.

—No es asunto tuyo. ¿Está ahí dentro o no?

—Insolente pedazo de… —empezó a maldecir el jinete, pero fue interrumpido por Calatinus, que asomó la cabeza por la tienda.

—¡Ah, Crespo! —exclamó, y preguntó a su compañero—: ¿Te importaría dejarnos solos? Tengo varios asuntos que tratar con él. —El hombre se marchó enfurruñado—. ¡Pasa! —le invitó Calatinus.

Quintus echó un último vistazo a su padre y entró en la tienda. Para gran alivio suyo, no había nadie más en el interior. Calatinus anudó la solapa de la entrada e indicó con un gesto a Quintus que se sentara en un taburete junto al brasero del centro.

—Bienvenido, bienvenido. ¿Es Crespo tu nuevo nombre?

—No podía usar el mío —respondió Quintus, y dio un fuerte abrazo a su amigo—. Pensaba que habías muerto, maldito seas —le susurró al oído.

Calatinus le devolvió el abrazo.

—Se necesitan más que un par de guggas para acabar conmigo.

Se contemplaron sonriendo como tontos hasta que Calatinus se deshizo del abrazo para buscar un poco de vino. Cuando Quintus le ofreció el suyo, su amigo se rio.

—No te preocupes, nos tomaremos el tuyo después. Tenemos toda la noche por delante.

—¿No volverán pronto tus compañeros de tienda? Me miraron muy raro cuando les pregunté por ti.

—No te preocupes. La turma de al lado ha organizado una fiesta y tardarán mucho en volver. Hemos tenido suerte.

—Mi padre está ahí fuera hablando con un decurión —soltó Quintus—. No esperaba verlo.

—¡Por el culo peludo de Vulcano! ¿Te ha visto?

Quintus negó con la cabeza.

—No, pero ha sido una enorme sorpresa. Me hubiera gustado hablar con él, pero no puedo. Me he dado cuenta de lo mucho que le echo de menos, más de lo que pensaba.

—Él también te echa de menos —comentó Calatinus sigiloso.

—¿Cómo lo sabes?

—Hablamos de vez en cuando. —Quintus no daba crédito a sus oídos—. Es él quien me busca. Supongo que porque sabe que tú y yo éramos amigos —sonrió Calatinus.

—¿Y qué te dice sobre mí?

—Se pregunta por qué desapareciste y si caíste en manos del enemigo —respondió Calatinus, inseguro de si debía continuar—. Yo también creo que se plantea si fue demasiado duro contigo.

—¿Por qué lo dices? —inquirió Quintus.

—Por la tristeza de sus ojos cuando habla de ti.

Quintus notó un nudo inesperado en la garganta y tragó saliva.

—Ya veo.

—¿Por qué no regresas al cuerpo de caballería? No creo que tu padre fuera demasiado duro contigo. ¡Sería tan feliz de saber que estás vivo!

La oferta era tentadora en muchos sentidos. En la caballería tendría camaradas como Calatinus, más gloria y mejores raciones. Lo mejor de todo es que se libraría de Macerio, pero descartó la idea. «No seas cobarde. Solo los cobardes huyen y se olvidan de sus amigos asesinados», se dijo.

—¿Significa eso que mi padre no ha recibido noticias de mi madre? Le escribí una carta para decirle que estaba bien.

—No me ha dicho nada.

—Tarde o temprano recibirá la noticia. Yo no voy a abandonar a mi unidad, y menos ahora, que he sido ascendido a hastatus.

«Y hasta que no consiga matar a Macerio», añadió Quintus en silencio.

—¿Qué pretendes demostrar, Quintus?

—No me apetece hablar de ello —replicó. «Es algo que debo hacer solo, por mí y por Rutilus», se dijo—. Bebamos un poco de ese vino mientras me explicas cómo lograste sobrevivir cuando muchos otros murieron.

—Muy bien, pero solo si tú me cuentas cómo evitaste acabar en el fondo del lago Trasimene como pasto para los peces.

Ambos sonrieron ante el feliz azar de seguir vivos.

Quintus se despertó de pronto de una pesadilla en la que Macerio le atacaba con una espada y él no tenía nada con qué defenderse. Notó el sabor agrio del vino en la boca y la cabeza espesa. Se secó el reguero de saliva de la comisura de los labios y se incorporó. A su lado había un ánfora vacía. Las lámparas de aceite se habían apagado y junto a la tenue llama del brasero dormía Calatinus boca arriba, roncando tan fuerte que habría sido capaz de despertar a los muertos. Quintus trató de despertarlo de una patada, pero solo obtuvo un gruñido como respuesta, así que le propinó otra.

—¡Despierta!

—¿Eh? —acertó a decir Calatinus.

—¿Qué hora es?

—¿Cómo quieres que lo sepa? —protestó Calatinus mientras se apoyaba en un codo—. Por todos los dioses, qué seca tengo la boca.

Agarró un odre de agua y bebió con fruición.

Quintus se fijó en la tela de la tienda. No se percibía luz al otro lado.

—Todavía es de noche. Será mejor que me vaya.

—Deja que te acompañe.

—No, gracias. No es buena idea que nos vean juntos. De hecho, será mejor que no repitamos esto durante un tiempo o la gente empezará a hacer preguntas.

—Si alguien pregunta, les diré que eres el hijo de un arrendatario de la granja.

—Esa excusa puede funcionar una vez, pero ya está. ¿Cuándo fue la última vez que bebiste vino con un ciudadano normal y corriente? —preguntó Quintus—. A mí me sabe tal mal como a ti, pero no hay mucho que podamos hacer al respecto.

—Supongo que podemos quedar fuera del campamento, sobre todo cuando haga más calor.

—Eso podría funcionar —admitió Quintus. Acto seguido, se levantó, se puso la capa y dio unas palmaditas a la empuñadura de la daga—. Cuídate, amigo mío.

—Tú también —dijo Calatinus mientras se esforzaba por ponerse de pie para despedirse. Quintus ya estaba en la entrada de la tienda cuando Calatinus volvió a hablar—: ¿Quieres que le diga algo a tu padre?

—¡Por supuesto que no! Seguro que renegaría de mí.

—Pensaba que podías hacerle saber que…

Quintus se enfadó, incapaz de controlarse por el alcohol que corría en sus venas.

—¿Cómo pretendes que lo haga, Calatinus? ¿Mando a alguien con una carta a su tienda?

—Perdona, Quintus —se disculpó Calatinus alicaído—. Solo quería ayudar.

—Lo sé —respondió Quintus antes de exhalar un profundo suspiro—, pero es demasiado arriesgado.

Calatinus aceptó sus palabras con un gesto de la mano.

Quintus salió de la tienda sintiéndose culpable por haber reñido a su amigo y no haber contactado con su padre. Aparte del jolgorio procedente de la turma contigua, donde la fiesta parecía estar en pleno apogeo, un silencio absoluto reinaba en el exterior. Exhalaba vaho de la boca y el frío aire de la noche penetró el tejido de su capa. El viento había amainado y todo estaba cubierto de escarcha. La luz de la luna brillaba sobre la tierra dura y helada de la via praetoria. Miró a derecha e izquierda en busca de la patrulla de guardia. Nada. Quintus se dirigió a la avenida más ancha. Era más arriesgado que caminar entre las tiendas, pero su sentido del equilibrio estaba mermado por el vino y era mucho peor que antes. Mientras anduviera con cuidado, podría ocultarse de miradas hostiles. O al menos eso creía.

Sumido en sus pensamientos acerca de su padre y con los sentidos enturbiados por el alcohol, no vio las cuatro figuras que le acechaban por la espalda. Lo primero que notó fue la tela que le pasaron por la cabeza y con la que le amordazaron. Tiraron de ella hacia atrás y Quintus casi se cayó al suelo. Levantó las manos para liberarse de la mordaza, pero se las agarraron a los lados. Miró a los hombres que tenía al lado y al frente y se quedó de piedra. Uno era un nuevo recluta del contubernium de Macerio, mientras que los otros dos eran hastati veteranos de su propio manípulo.

—¿El ecuestre ya ha acabado de follarte bien? —le susurró una voz familiar al oído.

«¡Macerio!».

Desesperado, Quintus intentó zafarse. Mordió la mordaza e intentó escupirla en vano. Sus atacantes lo llevaron en volandas entre las tiendas hasta un espacio en el establo, entre dos habitáculos de caballos, y lo lanzaron al suelo. Algunos animales relincharon y se alejaron de la verja, pero era improbable que alguien les oyera.

«Levántate, tienes que levantarte», se dijo Quintus.

Pero antes de poder arrodillarse, empezaron a lloverle patadas en el pecho, la cabeza y la barriga. Quintus cayó a plomo. El dolor le irradiada por todo el cuerpo. Cuando los golpes pararon, trató de respirar y contener el vómito. Levantó la mirada hacia sus agresores.

—¡Siempre he sabido que te gustaban los hombres! —murmuró Macerio, y le propinó otro puntapié—. ¿Por qué si no ibas a ser amigo de un mollis como Rutilus?

—¿Estás seguro de que no es griego? —se mofó uno de sus compañeros.

—No me extrañaría nada, dado que alquila su culo a un ecuestre como la peor chusma de los burdeles. ¡Mollis asqueroso! —le insultó y escupió Macerio.

Quintus trató de levantarse de nuevo, pero recibió otra patada, se le nubló la visión y oyó el crujido del pómulo al golpear el suelo. «¡Os habéis equivocado de hombre! ¡No soy yo quien ha asesinado a uno de los míos!», ansiaba gritar Quintus. Sin embargo, lo único que salió de su boca fueron unos lamentos ininteligibles. Al poco rato se sumió en un estado de semiinconsciencia y realizó un esfuerzo supremo por pensar con coherencia. Necesitaba actuar, hacer algo. De lo contrario, moriría de la paliza, si no era por las lesiones, por pasar la noche a la intemperie.

Rebuscó en la túnica con los dedos, notó el borde del cinturón de la daga y lo siguió hasta llegar a la empuñadura. Miró las sombras de sus atacantes. Nadie parecía haberse dado cuenta. Tenía un nudo en el estómago. Solo tendría una oportunidad. Agarró el cuchillo, levantó el brazo y lo clavó con fuerza en el trozo de carne más cercano.

Un grito de dolor. Arrancaron la daga de la mano de Quintus mientras su víctima se alejaba de un salto. Pararon las patadas. Otro grito de dolor. Un hombre se agarró el pie maldiciendo sin cesar.

—¡Calla la boca, idiota! —ordenó Macerio.

—¡Me ha clavado un cuchillo en el pie!

—¡Me importa una mierda! ¡Vas a llamar la atención de los guardias!

Quintus vislumbró el brillo de la hoja de plata del cuchillo en la oscuridad.

—¡Voy a acabar con él ahora mismo! Si está muerto, no podrá hablar ¿verdad?

—Hazlo —dijo Macerio con una carcajada cruel—. Pero que sea rápido.

Quintus hizo acopio de la última gota de energía que le quedaba y rodó hacia la izquierda. Chocó con los pies contra algo. ¿Las piernas de un hombre? ¿Un poste? Encogió las piernas y siguió rodando por debajo de la verja hasta el establo. El olor del estiércol llenó sus fosas nasales. A su alrededor solo veía cascos de caballos que danzaban inquietos. Siguió rodando en un intento desesperado de alejarse al máximo de sus atacantes. Los caballos empezaron a relinchar y a patear el suelo. Se oyeron varias maldiciones al otro lado de la verja.

—¡Eh! ¡Vosotros! ¿Qué demonios estáis haciendo?

—¡Alerta! ¡Alguien está intentando robar los caballos!

Quintus se alegró sobremanera al oír esas palabras. A continuación oyó más gritos de maldición y el sonido de hombres que huían.

Se dejó caer en el suelo aliviado. Lo último que vio fue el firmamento estrellado. «Qué bonito es el cielo», pensó antes de caer inconsciente.

Dolor. Pinchazos en la mejilla, las costillas y la entrepierna que iban alternándose entre sí en una cadencia interminable e insoportable. Notaba una pulsación detrás de los ojos, en la base de la garganta, en el interior de la cabeza, y el sudor que se deslizaba por su sien. «Supongo que sigo vivo», pensó aturdido. Era como si tuviera los párpados pegados con cola, pero se obligó a abrirlos y vio a un hombre de tez oscura que le escudriñaba. Detrás de él estaba Corax con expresión adusta.

—Bien. Te has despertado —Corax intentó aproximarse, pero el médico levantó la mano.

El centurión frunció el ceño, pero se detuvo.

Quintus intentó hablar, pero tenía la lengua espesa.

—Bebe un poco —le recomendó el médico dándole un vaso. El vino rebajado con agua le supo a néctar. Tomó varios sorbos y el médico le quitó el vaso de las manos—. Si bebes demasiado, vomitarás.

—¿Dónde estoy? —preguntó Quintus.

—En el hospital de campaña —respondió Corax—, con tu amigo.

Quintus movió la cabeza con cuidado de un lado a otro, pero le satisfizo ver que el hastatus no estaba en ninguna de las camas vecinas. El resto de los enfermos fingía no estar escuchando, pero no tenía duda alguna de que los soldados estaban muy atentos a todo lo que se decía.

—¿Mi amigo, señor?

—Ese pedazo de mierda al que apuñalaste en el pie. Supongo que fuiste tú, ¿no?

Con expresión descontenta, el médico se marchó y cedió su lugar a Corax.

—No le entretengas demasiado, señor —le pidió antes de irse—. Necesita descansar.

Corax no se dignó a responder y el griego se marchó descontento.

—No me has respondido, Crespo —repitió el centurión con mirada gélida.

—Sí, señor, fui yo.

—¿Por qué?

—Iba a matarme.

—¿Por qué demonios iba a querer matarte en plena noche y tan lejos de vuestras tiendas?

Quintus trató de ordenar sus pensamientos. Deseaba explicar toda la historia al centurión, pero tampoco se atrevió esta vez. Por un lado, había demasiadas personas escuchando. Delatar a un compañero le convertiría en un paria en su manípulo. Poco importaba que Macerio y sus compinches hubieran intentado asesinarle, pero respetar el código de silencio era imprescindible para ganarse el respeto de los soldados. Tendría que resolver su vendetta con Macerio sin ayuda oficial, por sí solo.

—¡Te he hecho una pregunta, soldado! —gritó Corax. Se inclinó sobre la cama—. Me importa un comino que el médico diga que necesitas descansar. ¡Respóndeme o te pasarás un mes aquí después de la paliza que te voy a dar!

«Corax ya debe de haber hablado con el hastatus —pensó Quintus—. ¿Qué le habrá dicho?».

Quintus buscó una respuesta creíble.

—Nos peleamos, señor.

Corax frunció los labios.

—Eso me ha quedado claro. Continúa.

—Ya sabes cómo funcionan estas cosas, señor. Él es veterano, y yo no. Se metió conmigo, llegamos a las manos y al final acabamos mal.

Silencio. Quintus trató de mantener la compostura bajo el escrutinio de Corax.

—¿Habías estado bebiendo?

—Sí, señor. —Agradecido de que Corax no le interrumpiera, Quintus prosiguió su relato—: Me topé con esa escoria cuando regresaba de la tienda de un amigo. Y entonces nos peleamos.

Quintus era consciente de que su historia no sonaba nada plausible, pero era incapaz de inventar algo mejor, así que decidió no continuar.

—¡Menuda sarta de sandeces me estás contando! —replicó Corax con tono gélido—. Los soldados que oyeron la pelea dijeron que varios hombres salieron corriendo. ¿Les viste las caras?

—No, señor —contestó Quintus impertérrito sin mirar a Corax.

—¿No tienes ni idea de quiénes eran? —inquirió el centurión incrédulo.

—No, señor —Quintus miró a Corax con el corazón en un puño rogando que su versión se asemejara a la del hastatus.

Hubo una larga pausa.

—Tienes suerte, Crespo, porque el hastatus ha corroborado tu versión. Dice que os peleasteis por ningún motivo en particular. Quiero que sepas que tengo muy claro que los dos me estáis mintiendo. En cuanto salgáis de aquí, os pasaréis un mes en las letrinas y, además, tendréis que cocinar para vuestro contubernium cada día durante ese mismo período. Y cada mañana vendrás a verme para correr dieciséis kilómetros al amanecer con el equipo completo. Y considérate afortunado de que no te degrade de rango.

—Sí, señor. Gracias, señor.

«Espero que el hastatus reciba el mismo castigo», pensó Quintus.

Por una vez, su deseo se vio cumplido.

—Por si te interesa, a tu amigo le espera al mismo castigo en cuanto le den el alta y, además, recibirá diez latigazos.

Quintus sintió una enorme curiosidad y felicidad al oírlo.

—¿Por qué, señor?

—¡Es un veterano, por el amor de Júpiter! Tendría que haber acabado contigo, no acabar con una puñalada en el pie. Los latigazos quizá le enseñen a ser menos inútil.

A Quintus le pareció ver que Corax casi le guiñaba un ojo. Casi. Contuvo una sonrisa.

—Ya veo, señor.

—Ven a verme cuando salgas de aquí. El médico dice que pasarás dos o tres días más hospitalizado.

—Muy bien, señor.

A pesar del castigo recibido, Quintus se sentía más animado. No tenía manera de demostrarlo, pero su instinto le decía que el centurión estaba más de su lado que del lado del hastatus, lo que significaba que Macerio y el resto tendrían que andarse con ojo. Si Corax los pillaba haciendo algo mal, no le cabía la menor duda de que lo pagarían caro. Eso no significaba que pudiera bajar la guardia. Macerio era demasiado peligroso y Quintus se maldecía por haber caído tan fácilmente en la emboscada. Ya iban tres veces, pero no volvería a suceder. Había llegado la hora de que fuera él quien sorprendiera a Macerio, de una vez por todas. Sin embargo, Quintus sabía que no sería fácil porque Corax también lo vigilaría de cerca.

Dos días más tarde, el médico le dio el alta con la condición de que evitara entrenarse con armas durante seis a ocho semanas, dado que cualquier golpe en la cara podía hundirle la mejilla de forma permanente y dificultarle el habla e incluso la ingesta. Quintus agradeció que Corax no contradijera las órdenes del médico. No obstante, su lesión no le libró de las tareas adicionales —todas ligeras— que le impuso el centurión. Quintus se pasaba el día corriendo o cavando letrinas, siempre bajo la vigilancia de Corax o uno de sus suboficiales, y pasaba las noches con sus compañeros de tienda, que se habían vuelto muy protectores con él. Si Macerio hubiera querido hacerle daño, no habría podido.

Pasaron tres semanas hasta que el hastatus apareció por el campamento, con cojera incluida. Corax lo mandó azotar y después lo puso a cavar en otra letrina. Uno o dos días después, Quintus lo pilló mirándolo con desdén y él le sostuvo la mirada.

—La próxima vez te clavaré el cuchillo en el pecho —le amenazó Quintus en silencio, gesticulando con la boca.

Como respuesta, el hastatus le dedicó un gesto obsceno. La pequeña confrontación no le reportó ninguna tranquilidad, ya que Macerio y los otros dos hastati también le dedicaban miradas desdeñosas cada vez que podían.

Quizá lo mejor de toda aquella situación era que Urceus por fin veía en Macerio una amenaza seria. Cuando Urceus vio a Quintus por primera vez desde el hospital, le pidió que le explicara todo lo sucedido aquella noche y escuchó en silencio el relato de Quintus sobre cómo había fingido vender un poco de vino a un ecuestre a cambio de un beneficio sustancial. Cuando reveló la identidad de sus atacantes, Urceus no le interrumpió. Una vez acabado su relato, su amigo estuvo unos instantes en silencio tamborileando la mejilla con los dedos.

—No hace falta que me expliques la verdadera razón por la cual fuiste a esa parte del campamento. Eso es asunto tuyo. Tampoco me creo que seas un mollis. Los maricones no repasan a las prostitutas de arriba abajo como tú —declaró Urceus. Levantó la mano para que Quintus no le interrumpiera—. Siento haber dudado sobre Macerio. Ya he visto las miradas que te echan él y sus compañeros desde que saliste del hospital.

—¿También crees lo que te expliqué sobre Rutilus?

Urceus exhaló un profundo suspiro.

—No quiero creérmelo, pero sí. Si ese cabrón es capaz de intentar matarte a escondidas, es capaz de hacer lo mismo en medio del fragor de la batalla.

—Esto no se acabará hasta que uno de los dos muera. Y no pienso ser yo.

—¡Ya me encargaré yo de que no sea así! —gruñó Urceus.

Saber que tenía un amigo de su lado que le cubría las espaldas tranquilizó a Quintus y le permitió dormir mejor por las noches, aunque a menudo se despertaba por sus pesadillas con Macerio. Cuanto antes pusiera fin al conflicto, mejor. Se preguntó si sería posible lograrlo en cuanto le levantaran el mes de castigo, pero tanto él como el hastatus estaban siempre bajo la atenta supervisión de un oficial. Un par de soldados de su manípulo a los que pillaron peleándose fueron azotados. Corax estaba dándoles a entender a todos lo que les esperaba si se peleaban. El duro invierno había empezado a ceder paso a los días más largos. Cada vez descubrían a grupos de soldados enemigos con más frecuencia y el número de patrullas romanas aumentó. Quintus nunca fue asignado a la misma misión que Macerio o sus compinches, lo cual significaba que Corax era consciente de la enemistad que existía entre sí. Todo ello ayudó a Quintus a olvidarse un poco del problema y, a medida que pasaron las semanas, enterró una vez más el hacha de guerra. La venganza de Rutilus podía esperar, pero la guerra con Aníbal no.

Pronto volverían a luchar. Servilio y Régulo seguían dirigiendo el ejército y habían obedecido las instrucciones del Senado de no enfrentarse demasiado a Aníbal durante la primavera, pero la noticia que corría de boca en boca en el campamento era que pronto lucharían contra el enemigo. Cuando Lucio Emilio Paulo y Cayo Terencio Varrón, los nuevos cónsules, asumieran el poder al vencer el año, aportarían cuatro nuevas legiones y el mismo número de tropas de socii que, sumados a los soldados acampados cerca de Gerunium, constituían un ejército de más de ochenta mil hombres. Con tamaña fuerza, era imposible ser derrotados, era de una lógica aplastante. A medida que los días se alargaron y las temperaturas aumentaron, el entrenamiento se realizó con renovada intensidad y, tras un par de escaramuzas victoriosas contra el enemigo, la moral estaba alta. Nadie descansaría hasta conseguir la victoria total, una victoria cercana prevista para finales de verano. Si sobrevivía, eso significaba que podría irse de permiso en otoño y reunirse con su familia. Por mucho que deseara recorrer su propio camino, Quintus anhelaba ver a su madre y a Aurelia, y también a su padre. Quizá si lograba destacar en la batalla final contra Aníbal, su padre le perdonara haber desobedecido sus órdenes. Quintus sabía que era esperar demasiado, pero no podía evitar esa fantasía que albergó celosamente para sí.