Capítulo 12

Norte de Capua

Aurelia contempló su rostro en el espejo. Tenía buena cara y su expresión no delataba en absoluto su tormento interior. Incluso su cabello, que en aquel momento cepillaba Elira, lucía un brillo lustroso. Era como si su cuerpo hubiera decidido actuar del modo opuesto al que se sentía: aislada y triste. Quizá su buen aspecto se debiera a otro motivo, pero Aurelia no deseaba pensar en ello. Prefería sumergirse en su soledad, su nueva y fiel compañera. No era de sorprender que se sintiera así. Su hogar era una casa de campo llena de esclavos que no conocía. La madre de Lucius había fallecido hacía tiempo y su padre era un viejo gruñón cuyo único interés era la gestión de sus propiedades. Lucius, de cuya compañía recelaba, apenas estaba presente. El negocio familiar y la política le obligaban a permanecer en Capua gran parte del tiempo. Cuando estaba en casa, solía pasar los días con su padre o en la granja. Aunque dormían juntos, la actividad en el dormitorio tendía a ser física más que verbal. Aurelia no entendía por qué. Sospechaba que era porque ya estaban casados y, aparte de intentar dejarla encinta, Lucius no tenía ninguna necesidad de esforzarse con ella. A pesar de que no lo quería, echaba de menos la atención que antes le dedicaba Lucius. Quizás estuviera en su mano cambiar la manera en que actuaba con ella, pero Aurelia no estaba todavía dispuesta a compartir su secreto con él.

De vez en cuando recibía alguna escueta carta de su madre, lo que ayudaba un poco. Su padre estaba vivo, sirviendo en las legiones que seguían a las tropas de Aníbal. No había noticias de Quintus. Había finalizado la recolecta de aceitunas y en la finca estaban preparándose para el invierno. No había señales de tropas enemigas en Campania, por lo que Atia había decidido regresar a casa con Agesandros y los esclavos. Su madre no mencionaba a Phanes y esperaba que eso significara que podía cumplir los plazos. Las noticias de su casa la ayudaban a sobrellevar un poco mejor la soledad, que hubiera sido insoportable si Elira no hubiera permanecido a su lado después de la boda.

Compartía muchas confidencias con la iliria, pero todavía no le había explicado sus pensamientos más profundos. Posó la mirada en el perfil de Elira, que le cepillaba el pelo con esmero y le desenredaba habilidosa los nudos de la noche. Pronto tendría que explicárselo o lo adivinaría. No podía ocultar su embarazo durante mucho más tiempo. Al principio no había estado segura. Lucius había yacido con ella en suficientes ocasiones, pero había llegado a convencerse de que su semilla no germinaría en ella, o al menos ese era su deseo. Tras un segundo mes sin el sangrado habitual, su convencimiento se había tornado en ansiedad. Sus dudas se habían disipado por completo en los últimos días al notar que se le había tensado un poco la barriga y que algunas mañanas tenía náuseas.

Pronto le sería imposible ocultar la hinchazón de su cuerpo, sobre todo durante el baño.

«Tendré que decírselo a Elira pronto, y a Lucius —pensó Aurelia—. O bien hacer algo al respecto».

La mera idea le hizo sentir muy culpable, pero no podía evitar ese pensamiento. Aurelia no deseaba ningún mal al bebé, pero tampoco se resignaba a aceptar la fría realidad de su vida como esposa de Lucius. Por eso había escuchado a hurtadillas a las esclavas en la cocina cuando hablaban de poner fin a un embarazo no deseado con una planta, la ruda, pero Aurelia no tenía ni idea de cómo conseguirla y mucho menos cómo prepararla y dosificarla. En un oscuro callejón de Capua había una vieja que vendía hierbas y pociones, pero Aurelia carecía de un motivo urgente para visitar la ciudad. Su obligación era quedarse en casa, salvo que Lucius la llevara consigo.

«¡Para ya!», se ordenó a sí misma.

Su embarazo no era producto de una relación violenta ni de un maltrato. No tenía sentido intentar ponerle fin. Además, se trataba de un proceso peligroso. Su madre le había explicado el caso de una esclava que murió desangrada tras un aborto chapucero.

Por otro lado, si perdía la criatura, tendría que quedarse embarazada de nuevo. Ese sería el deseo de Lucius y de todos los demás. Su función en esta vida era proporcionar un heredero varón a la familia de su marido a la mayor brevedad posible. Recordó las palabras de Atia: si era capaz de dar a luz a un hijo, o incluso a dos o tres, su existencia sería mucho más sencilla. Lucius la dejaría en paz y disfrutaría de la alegría de criar a una familia. Si la diosa Fortuna le sonreía, incluso podía tener un amante, alguien que la viera como mujer y no como yegua de cría. No hacer nada parecía ser la mejor opción, era difícil pensar lo contrario. Le vino a la mente una imagen de Hanno, pero la apartó al instante. La dura realidad era que jamás volvería a verlo. Jamás pasaría su vida con él. Era mejor que lo aceptara. De lo contrario, estaría condenada a una vida de tristeza donde los únicos instantes fugaces de felicidad se hallarían en su cabeza. Si seguía por ese camino acabaría volviéndose loca.

Decidió que era una buena noticia estar embarazada de Lucius. Ahora ese hijo formaba parte de sus tareas. Se tocó la barriga disimuladamente y sintió un momento de emoción, incluso de alegría. No se acababa de creer que hubiera un bebé creciendo en sus entrañas.

«Tendré a este niño. No solo será hijo de Lucius, sino también mío. Lo querré con toda mi alma, sea niño o niña. Este será mi cometido en la vida», pensó Aurelia complacida con su decisión.

—Pareces contenta, mi ama —comentó Elira.

—¿Ah, sí? —respondió Aurelia, tratando de disimular.

La iliria la miró por el espejo.

—Juraría que has esbozado una sonrisa, y bien saben los dioses que no sonríes con frecuencia.

Aurelia buscó una excusa plausible.

—Me gusta que me cepilles el pelo. Te está quedando muy bien.

—Normalmente no sonríes cuando lo hago.

—Pues hoy lo estoy disfrutando mucho —replicó Aurelia en un tono que no daba lugar a discusión.

Elira arqueó las cejas, pero no dijo nada.

Aurelia pensó en explicarle todo en ese momento, pero desistió enseguida. Se encontraba en un sitio demasiado público: sentada en el patio principal justo enfrente del dormitorio conyugal. Para arreglarse y ponerse guapa por las mañanas —algo que se había acostumbrado a hacer desde que se había casado—, necesitaba luz natural, por eso estaba sentada allí fuera en un taburete. Con el tiempo se había acostumbrado a las miradas furtivas de los esclavos, y ellos al ritual matutino de la señora de la casa. La mayoría ni siquiera se fijaba en ella cuando pasaba por su lado durante sus tareas diarias, pero eso no significaba que no escucharan sus conversaciones. Aurelia decidió esperar a su habitual paseo por el río para explicárselo a Elira.

Sumida en sus pensamientos, no se dio cuenta de que Statilius, el mayordomo delgado, se había aproximado a ella desde el tablinum. No se percató de su presencia hasta que carraspeó con educación.

—¿Sí?

—Señora, tu madre está aquí —anunció.

Aurelia pestañeó.

—¿Mi madre? —preguntó tontamente.

—Así es, señora —repuso el mayordomo con tono pomposo—. Ha venido a visitarte. Ya he mandado a un esclavo en busca del señor. Le he ofrecido un refrigerio y una habitación para cambiarse, pero no ha querido ni una cosa ni la otra —añadió mirando hacia el tablinum.

Sin comprender nada, Aurelia se puso en pie al tiempo que indicaba a Elira con un gesto de la mano que dejara lo que estaba haciendo. Atia apareció ante su vista al cabo de un segundo con un esclavo pisándole los talones.

—¡Madre! —A pesar de la tensión que había reinado entre ellas la última vez que se vieron, Aurelia se alegraba de ver a Atia y tuvo que contenerse para no salir corriendo a recibirla como si fuera una niña. En lugar de ello, fue a su encuentro con paso tranquilo—. ¡Qué sorpresa! ¡Qué alegría!

Los labios de Atia dibujaron una sonrisa automática, pero sus ojos permanecieron fríos al besarla.

—Hija mía.

A Aurelia se le encogió el estómago. Algo iba mal.

—¿Has recibido noticias de padre o Quintus? ¿Están bien?

—Supongo que sí. No he recibido noticias suyas desde que te escribí la última carta. —Atia se abrigó los hombros con la capa de lana verde oscuro—. ¡Qué frío! ¿Cómo puedes estar aquí fuera con tan solo un vestido?

—La luz es mejor —explicó Aurelia inquieta por la visita de su madre—. Vamos a la sala, que tiene chimenea y calefacción por debajo del suelo —dijo antes de ordenarle a Elira que se fuera a buscar vino caliente y a Statilius que preparara una comida apropiada.

La sala era una estancia bien decorada que se empleaba para recibir a los invitados. Todo en ella rezumaba riqueza: las paredes de color rojo sobre las que habían dibujados exóticos paisajes y varias escenas mitológicas: cuando Eneas conoció a Dido; Orfeo mirando hacia atrás a Eurídice en las puertas del infierno, o la loba amamantando a Rómulo y Remo. Además, contenía arcones de madera, cómodos asientos y una mesa de madera de cedro con elaborados grabados. Del techo colgaba un candelabro de plata, pero Aurelia no prestó atención a nada de aquello. En cuanto estuvieron en el interior, cerró la puerta y se volvió hacia su madre.

—Sabes que eres siempre bienvenida aquí, pero tu visita me ha cogido por sorpresa. ¿Por qué no has enviado aviso de que venías?

—No había tiempo.

—No lo entiendo.

—¿Cómo vas a entenderlo viviendo tan lejos de la ciudad? Es Phanes. —Aurelia notó que la sangre le subía a la cabeza. Mareada, se apoyó en la pared para no caerse—. ¿Estás bien, hija? —preguntó Atia acercándose a ella, por fin con tono maternal.

—S-sí… Estoy bien. ¿Qué decías de Phanes?

—No te he hablado de ese desgraciado en mis cartas porque no tenía sentido. Hasta ahora, he conseguido cumplir con los plazos y no he tenido ningún contacto con él, lo cual ya me iba bien.

Atia respiró hondo. Parecía mayor y más vulnerable de lo que Aurelia la recordaba.

—Continúa —instó a su madre, tocándole el brazo.

—La semana pasada fui a Capua de compras y, como siempre, me alojé en casa de Martialis. Phanes debe de tener ojos en todas partes, porque al día siguiente se presentó en la casa para explicarme una historia muy extraña acerca de una agresión que había sufrido en el templo. —Aurelia abrió la boca para hablar, pero la gélida mirada de su madre la hizo desistir—. Mientras oraba en el templo alguien se le acercó por detrás con una navaja. No fue un robo. Lo único que le pidió el asaltante es que se olvidara de nuestras deudas.

—¿Solo de nuestras deudas? ¿De las de nadie más?

—Solo mencionó a nuestra familia.

Aurelia no entendía nada.

—¿Quién le atacó?

—Pensaba que tú lo sabrías.

«¿Hanno? —pensó Aurelia—. No, no puede ser».

—¿Agesandros?

—No, estaba en la finca. Todos los esclavos confirman que estaba allí.

—¿Gaius?

—¡Jamás haría algo así! Además, está con el ejército. Phanes afirma que fue un esclavo. Hubo un forcejeo y antes de huir le arrancó el pañuelo que ocultaba la «F» de fugitivo marcada en el cuello. Solo conozco a un esclavo capaz de hacer algo así, pero Hanno no tenía ninguna cicatriz, que yo sepa.

Atia perforó a Aurelia con la mirada, pero esta logró mantenerse impasible.

—No, no tenía ninguna. Además, ¿cómo iba a ser él?

Aurelia se sentía exultante por dentro a pesar del dolor en su corazón. «¡Ha debido de volver para buscarme! Por eso tenía esa cicatriz tan horrible. ¿Por qué no me lo explicó?».

—El ejército de Aníbal estaba cerca en ese momento —replicó Atia—. Además, ¿qué otro esclavo atacaría a Phanes en nuestro nombre?

—No tengo ni idea.

«Tiene que haber sido Hanno —pensó Aurelia—. No puede haber sido nadie más».

Pletórica, Aurelia tuvo la descabellada idea de viajar a Capua para encontrarse con él, pero la expresión infeliz de su madre disipó su alegría al instante.

—¿Qué más te dijo Phanes?

—Que no va a permitir que nadie le amenace así y que sus guardaespaldas están más que capacitados para lidiar con un esclavo. Entonces me duplicó el pago con efecto inmediato. Cuando protesté, me blandió el contrato del préstamo en la cara. Como nos hemos saltado tantos plazos mensuales, está en su derecho de cobrarme lo que le plazca cuando le plazca.

—¡No puedes pagar tanto! —exclamó Aurelia horrorizada.

—Me dio tres días para conseguir el dinero —relató Atia apesadumbrada—. Al final, no tuve más remedio que vender una parte de la finca.

—¡No!

—Era la única solución, hija. Hacía eso o Phanes hubiera acudido a los tribunales para embargar toda la propiedad. Tal como está la situación, no podré pagar la próxima cuota sin vender otra parcela de terreno. He escrito a tu padre, pero dudo de que pueda hacer nada para ayudar. Martialis tampoco puede. Se ha quedado casi en la ruina prestándonos dinero.

Aurelia fue presa de una terrible desesperación. «¿Qué has hecho, Hanno? —gritó en su cabeza—. Has empeorado las cosas en lugar de mejorarlas».

—¿Qué vas a hacer, madre?

Atia se encogió de hombros resignada.

—Iré vendiendo parcelas poco a poco tratando de obtener el mejor precio posible, aunque ahora pocos hombres compran. Quizá pueda conservar una parte del terreno hasta que tu padre salde la deuda con Phanes.

—¡Debe de haber algo que podamos hacer!

—Rezar —respondió su madre—. Rezar para que a ese cabrón despiadado de Phanes le parta un rayo antes de que nos arruine. Sería capaz de exprimirle la última gota de sangre a un cadáver.

—Puedo hablar con Lucius —se ofreció Aurelia de forma impulsiva.

—Ni hablar. Ya es suficientemente vergonzoso que la familia se arruine. Solicitar ayuda sería rebajarse.

—¿No es mejor que perder la finca?

—No. Tu padre recibirá tantos elogios en la guerra que podrá rehacer nuestra fortuna.

—¿Cómo lo sabes? ¿Y si se muere? ¿Qué pasará contigo? —Aurelia temió que su madre le propinara una bofetada, pero era Atia quien parecía haber recibido un bofetón. Fue entonces cuando Aurelia se dio cuenta de lo frágil que era la fachada que su madre presentaba al mundo y lo fácil que era para ella la vida con un marido que no se había ido a la guerra—. Lo siento —susurró—. No debería haber dicho eso.

—No, no deberías —convino Atia con voz temblorosa—. Los dioses protegerán a Fabricius como han hecho antes. Y a Quintus también. Eso es lo que yo creo.

—Yo también —dijo Aurelia con tanta seguridad como pudo.

Rezar era lo único que podía hacer para ayudar a su padre y a su hermano, pero podía hacer algo más tangible con respecto a Phanes. Empezaron a germinar en su mente las semillas de un plan arriesgado. Su madre no podía impedirle que solicitara ayuda a Lucius. Además, era el mejor momento. Estaría encantado con la noticia de su embarazo. ¿Lo bastante encantado para presionar al prestamista? Aurelia no estaba segura, pero debía hacer algo para defender a su familia. Era una lástima que Hanno no hubiera matado a Phanes, pensó. Sin embargo, si lo hubiera hecho, él habría estado en peligro mortal. A pesar de las repercusiones de sus actos, estaba muy contenta de que no fuera así. «Que los dioses le protejan a él también», suplicó.

Elira trajo el vino. En cuanto lo sirvió, Aurelia le pidió que se retirara. ¿Quién mejor que su madre para ser la primera en conocer su embarazo? La noticia la animaría.

—Yo también tengo noticias para ti —comentó Aurelia sintiéndose de pronto vergonzosa—. Buenas noticias, para variar.

—¡Estás encinta! —exclamó Atia.

—¿Cómo lo has sabido? —inquirió Aurelia sorprendida.

—Intuición de madre —contestó Atia, por fin con una cálida sonrisa—. ¿De cuántos meses estás?

—Dos, creo.

—Todavía es temprano. Debes andar con cuidado. Pueden ocurrir muchas cosas durante los tres o cuatro primeros meses de embarazo. Es habitual perder el bebé en este período. —Aurelia ensombreció el semblante y su madre le tomó la mano—. ¡Rogaremos a todos los dioses para que eso no suceda! Es una gran noticia, hija mía. ¿Lo sabe Lucius?

—Todavía no.

—¿Cuándo piensas decírselo?

—Pronto. Por ahora, quiero que sea nuestro secreto —respondió Aurelia con un guiño.

Aguardaría a que su madre se marchara antes de hablar con su marido. De hecho, esperaría a que yaciera con ella. Quizás Elira podía aconsejarle sobre cómo complacerlo en la cama. Aurelia se sonrojó ante ese pensamiento impúdico, pero estaba decidida. Haría todo lo que estuviera en su mano por ayudar a su familia. Desconocía los detalles, pero había oído hablar y reír a Quintus y a Gaius suficientes veces sobre el tema como para saber que darle hijos a Lucius no era la única manera que tenía de hacerlo feliz. Solo esperaba que su nueva actitud solícita no levantara sus sospechas.

La ocasión de complacer a Lucius se presentó una semana más tarde, después de que Atia se marchara tras unos días de visita para atender los asuntos de la finca. La relación entre madre e hija había mejorado mucho en el corto tiempo que habían estado juntas y se despidieron con sentida emoción. El día después, Lucius regresó de un fructífero viaje a Neapolis con un regalo especial para su mujer: un collar de oro decorado con rubíes diminutos. Aurelia se mostró muy feliz con su regalo, sobre todo porque le brindaba el pretexto ideal para seducir a su marido a modo de agradecimiento. El buen humor de Lucius se incrementó con su afectuosa acogida, la deliciosa cena y el entusiasmo con el que Aurelia se lo llevó al lecho. Una vez solos en el dormitorio, Aurelia agradeció haber bebido una copa de vino antes de abandonar el comedor. Cuando Lucius intentó ponerse encima de ella como siempre, Aurelia se zafó hábilmente y lo empujó contra el colchón. Antes de que él pudiera hacer o decir nada, empezó a besarle el pecho y la barriga y a acariciarle las caderas y los muslos. La sorpresa de Lucius fue mayúscula cuando llegó hasta la entrepierna, lugar donde su boca no había estado nunca antes, pero no hizo nada para detenerla. Los pequeños gemidos que emitía su marido y la presión que ejercía con los dedos sobre su cabeza, dieron a entender a Aurelia que el consejo de Elira había sido acertado.

En cuanto acabó, Lucius la tomó en sus brazos y la abrazó, algo inusitado en él. Aurelia se acurrucó a su lado sin decir nada.

—Menuda bienvenida —murmuró Lucius.

—Te he echado de menos.

—Está claro.

Se hizo un silencio cómodo entre ellos, más cómodo que nunca. Lucius le acarició el pelo con dulzura, algo que también era nuevo. Aurelia se preguntó si era el momento de explicarle lo de su embarazo, pero envalentonada por el éxito de su maniobra anterior, decidió poner en práctica otro consejo de Elira. Al poco rato, empezó a acariciar de nuevo la entrepierna de Lucius y notó que su miembro se endurecía.

—¡Por todos los dioses, esta noche estás insaciable!

Aurelia tuvo un momento de pánico ante su comentario, pero no dejó de acariciarlo.

—Te he echado de menos, no hay nada malo en eso, ¿no? Y me encanta mi nuevo collar. Además, no parece disgustarte lo que te hago.

Lucius soltó una carcajada y cerró los ojos relajado. Aurelia aprovechó la oportunidad. Si la hubiera estado mirando, le hubiera resultado mucho más difícil montar sobre Lucius e introducir su miembro en su interior. Cuando lo hizo, Lucius abrió los ojos como platos.

—¿Qué estás haciendo, Aurelia?

En lugar de responder, ella empezó a mover las caderas hacia delante y atrás como Elira le había explicado. Para gran sorpresa suya, el movimiento le resultó placentero, mucho más placentero que cualquier otra cosa que hubiera experimentado antes en la cama. Su placer incrementó cuando el rostro de su marido se convirtió en el de Hanno. Aurelia sintió una punzada momentánea de culpabilidad, pero lo estaba disfrutando demasiado como para borrar la imagen de su mente.

—¿Aurelia?

—Solo intento complacerte, ¿quieres que pare?

Lucius gimió y susurró una palabra que sonó a «no». Aurelia fue adquiriendo confianza hasta encontrar su ritmo, balanceándose hacia delante y atrás mientras su marido se retorcía de placer bajo su cuerpo. Lucius le agarró los glúteos y Aurelia dejó que marcara el ritmo.

Lucius no tardó en alcanzar el clímax y gimió más fuerte que nunca. Aurelia rodó a su lado satisfecha. Pensó que si le había resultado agradable con su marido, con Hanno solo podía ser mejor.

—¿Dónde has aprendido esto? —preguntó Lucius.

Sus palabras interrumpieron la fantasía de Aurelia.

—Mi madre me ha dado algunos consejos —mintió ella, a sabiendas de que Lucius jamás se atrevería a mencionárselo a Atia.

—Estoy en deuda con ella —comentó Lucius sonriente.

—Y yo estoy en deuda contigo.

—¿Por qué? —preguntó Lucius enarcando las cejas.

Aurelia apoyó la barbilla en su pecho y lo miró a los ojos.

—Vas a ser padre.

Lucius la miró primero con confusión, luego con sorpresa y después con una expresión de felicidad absoluta.

—¿Estás embarazada?

Aurelia asintió, sonriendo satisfecha.

—Solo estoy de dos meses, pero pensé que querrías saberlo.

—¡Benditos sean Ceres y Tellus! ¡Es una noticia estupenda!

Lucius le tocó la barriga y Aurelia se rio.

—Todavía no se nota nada.

—¿Cómo puedes estar tan segura entonces?

—He tenido dos faltas. Además, una mujer sabe estas cosas.

—¿Se lo dijiste a tu madre cuando estuvo aquí?

—Claro, pero aparte de ella, solo lo sabes tú. —Lucius estrechó a Aurelia con fuerza entre sus brazos, pero al darse cuenta de lo que estaba haciendo, la soltó de golpe—. ¡No me vas a hacer ningún daño! —rio ella, y volvió a colocarle el brazo sobre su cuerpo.

Él sonrió como un chiquillo.

—No digamos nada hasta que se te note. Será nuestro secreto —propuso Lucius.

Acto seguido, empezó a hablar de lo orgulloso que se sentiría su padre, a repasar la lista de los nombres de niño que más le gustaban y a explicar los juegos que enseñaría a su hijo.

Aurelia también fue metiendo baza y se mostró de acuerdo con todo lo que decía al tiempo que rogaba en silencio que el bebé fuera niño. Su segundo hijo podía ser una niña, pero el primero debía ser un niño por múltiples razones. En cuanto Lucius hubo acabado su discurso, Aurelia le dio un beso en los labios.

—Serás un gran padre.

—¡Y tú me darás un hijo fuerte!

«Está a punto de caramelo —pensó Aurelia—. Es ahora o nunca».

—Es una lástima que mi madre no pudiera disfrutar de esta gran noticia.

—No lo entiendo. ¿No fue bien la visita?

—Sí… —respondió Aurelia con voz queda.

—¿Qué pasó entonces? ¿Está enferma? ¿Ha recibido malas noticias de tu padre o de tu hermano?

—No, no es eso.

—Cuéntamelo —le ordenó Lucius con delicadeza.

«Que la diosa Fortuna me ayude», rogó Aurelia.

—No guarda relación contigo, es un problema de familia —respondió sin mirarlo.

Aurelia sintió que se encendía una llama de esperanza en su interior cuando Lucius le tomó la barbilla y volvió su rostro hacia él.

—A mí puedes contármelo.

Entonces Aurelia se lo relató todo con la dosis adecuada de pesadumbre. Le explicó que su padre había pedido un préstamo a Phanes después de varios años de malas cosechas y que había logrado pagar las cuotas hasta que tuvo que marcharse a la guerra. También le contó la presión bajo la cual se encontraba Atia, las amenazas de Phanes, el aumento de las cuotas y la ayuda prestada por Martialis, pero omitió mencionar el asalto protagonizado por Hanno, al que quería dejar fuera de la ecuación. Simplemente le explicó que Phanes había aumentado las cuotas y que su madre se había visto obligada a vender una parte de la propiedad.

—Lo siento —se disculpó Aurelia, fingiendo que le temblaba la voz—. No debería habértelo contado. Mis padres se enfadarían si lo supieran.

—No se lo diré a nadie —prometió Lucius—. Si necesitan dinero, yo puedo prestárselo…

—Gracias, pero no. Son demasiado orgullosos para aceptar ni un dracma de tu parte. Martialis prácticamente tuvo que obligar a mi madre a aceptar el dinero, y es amigo de la familia desde hace treinta años.

Aurelia no dijo nada más. En lugar de ello, suplicó en silencio que a Lucius se le ocurriera la idea de presionar a Phanes como si hubiera sido idea suya. Se hizo un largo silencio. A Aurelia le latía el corazón con tanta fuerza que temía que su marido se diera cuenta.

—¿Dices que su nombre es Phanes?

—Así es.

—¿Y vive en Capua?

—Sí.

—A ver si puedo enviar a alguien para que le haga una visita y consiga que se replantee las deudas de tu familia. —Aurelia levantó la mirada hacia él y Lucius sonrió—. No será nada ilegal. Ese perro simplemente necesita reducir las cuotas un poco para que tu madre pueda seguir pagando. No le estamos pidiendo nada irrazonable si se tiene en cuenta que estamos en una guerra. Cuando tu padre regrese, seguro que recibirá muchos honores del Senado y podrá reevaluarse la situación.

—¿Harías esto por mí?

—¡Claro! Vas a darme un hijo y, además, tampoco es para tanto.

Esta vez Aurelia rompió a llorar de verdad. Eran lágrimas de gratitud.

—Gracias —susurró.

—Mañana mandaré un esclavo a Capua con una carta. Hay gente en la ciudad que puede ocuparse de este asunto por mí. Dalo por hecho.

Aurelia lo besó con sentimiento, pero al deslizar la mano del pecho de Lucius hacia abajo, él la detuvo.

—¡Un hombre necesita descanso! Despiértame por la mañana y estaré encantado de cumplir.

Satisfecha de haber hecho suficiente, Aurelia se relajó en sus brazos. Lucius era un buen marido. Por primera vez se preguntó si podían ser felices juntos, aunque eso no le impidió pensar en Hanno y en que era él quien estaba tumbado a su lado en lugar de Lucius. Impulsada por sus recientes acciones, Aurelia dio rienda suelta a su imaginación. La tentación de aliviar la presión que notaba en la entrepierna era demasiado grande. Se deshizo con cuidado del abrazo de Lucius y rodó hacia su lado de la cama. Lucius se despertó, pero volvió a dormirse. En cuanto se aseguró de que dormía, Aurelia se tumbó boca arriba, cerró los ojos y pensó en Hanno desnudo. De forma automática, deslizó la mano hacia su húmeda entrepierna y empezó a frotarse. Cuando alcanzó el clímax, no se sintió culpable.

Calena, Samnium

Era una tarde fría y ventosa. El sol se ocultaba tras los bancos de nubes grises que, con sus amenazantes formas cambiantes, cubrían el cielo de un horizonte a otro desde el amanecer. El vendaval había empezado durante la noche y no daba señales de amainar. Las tropas romanas ya estaban acostumbradas a este clima. Las tormentas de mediados de invierno procedentes del Adriático eran habituales en esa parte de Italia. Tampoco ayudaba la ubicación elevada del campamento. Las ráfagas de viento golpeaban las tiendas con fuerza y tensaban y aflojaban las cuerdas de tal manera que no era descabellado imaginarse que alguna saliera volando antes de finalizar el día. Solo los soldados que tenían que estar fuera lo estaban. Los centinelas se agazapaban bajo las almenas de madera para resguardarse, las cabezas apenas visibles. Algún mensajero ocasional correteaba por los pasillos del campamento y uno de los cuidadores de las mulas regresó con varios animales después de una jornada pastando. Varios grupos de desafortunados legionarios que habían sido castigados por su mala conducta maniobraban al pie de las defensas, lanzaban jabalinas o luchaban con espadas y escudos de madera bajo la desdeñosa mirada de sus oficiales, abrigados con gruesas capas de lana.

En las filas del manípulo de Corax y Pullo reinaba la tranquilidad. Los soldados se habían resguardado en las tiendas y solo salían para hacer sus necesidades o para buscar combustible para los braseros de los contubernia que habían conseguido uno para sí. Al igual que sus camaradas, Quintus no estaba de guardia porque el día anterior había regresado tras dos días de patrulla y estaba tumbado en la tienda junto al resto de los nueve hombres con quienes la compartía. Gracias a su mayor antigüedad, tenía el mejor sitio, justo al lado del pequeño brasero de tres patas y, además, contaba con varias pieles de oveja sobre las que recostarse. Algunas las había conseguido mediante un trueque, otras las había ganado a los dados y otras eran simplemente robadas. Después de pasar tres meses de campamento con solo alguna escaramuza ocasional con los cartagineses, sus prioridades en la vida habían cambiado. En esos momentos, la máxima prioridad era tratar de pasar el frío y húmedo invierno de la manera más soportable posible en el interior de la tienda de cuero, lo que implicaba disponer de combustible, de un jergón y de comida. En esas circunstancias, alimentos especiales como el queso y el vino se pagaban muy caros.

Quintus no tardó en descubrir que Severus, el examante de Rutilus, sabía rapiñar como nadie. Necesitara lo que necesitase, Severus lo encontraba. Quintus aprendió bien rápido a mirar hacia el otro lado en lo que a los hurtos del soldado se refería por una razón muy sencilla: todo el mundo hacía lo mismo. El truco consistía en que nadie te pillara. También ayudaba el hecho de que un centurión veterano como Corax hiciera la vista gorda. A principios de invierno había anunciado que cualquiera que fuera pillado robando en su propio manípulo o en los manípulos vecinos recibiría treinta latigazos, lo que permitía deducir que las unidades más lejanas o la propiedad fuera del campamento eran un blanco legítimo.

Quintus había tomado un sabroso guiso para comer, lo mejor que había probado en muchos días, y se tumbó sobre su cómodo jergón dispuesto a dejarse arrullar por las conversaciones de su alrededor. Por primera vez en mucho tiempo, no quiso darle vueltas a lo sucedido con Rutilus. Desde el enfrentamiento en el puerto de montaña, había dedicado todo su tiempo a planificar la venganza contra Macerio, pero era difícil vengarse si no surgía una batalla. En el campamento los soldados vivían codo con codo. Era casi imposible poder cagar sin tener a media docena de hombres mirando. Las mejores oportunidades se presentaban durante el combate, cuando la mayoría no veía lo que pasaba a cinco pasos de distancia, y mucho menos a diez. Para su gran frustración, la guerra se había estancado desde el inicio del invierno y seguiría así hasta la primavera. «Al final me vengaré de él —pensó Quintus—. Tarde o temprano lo conseguiré». Hasta entonces, no era ningún delito relajarse un poco y disfrutar de la camaradería de sus compañeros de tienda. Para distraerse, Quintus se centró en lo que pasaba a su alrededor: había cinco hombres jugando a los dados entre un gran jolgorio; se oían chistes verdes por doquier, alguno relacionado con un pedo que se acababa de tirar un legionario, y Severus hablaba en susurros con dos soldados, sin duda planificando una expedición para robar algo nuevo. Otro hombre estaba dormitando. «En momentos así, la vida tampoco está tan mal», pensó Quintus.

—¡Crespo! —rugió una voz fuera de la tienda.

Quintus lanzó una maldición en silencio e ignoró la llamada.

—¡Crespo! Corax quiere verte. Ahora.

Era una petición inusual y ¿por qué era Macerio el mensajero? Totalmente despierto y lleno de desconfianza, Quintus se incorporó bajo la atenta mirada de sus hombres.

—¡No os quedéis ahí mirando! ¡Qué alguien me abra la tienda! —Se abrochó el cinto de la espada a la cintura y se colocó el casco—. ¡Ya voy! —gritó a Macerio.

Quintus se enfundó la capa y sorteó a los hombres y las mantas que había en el suelo hasta llegar a la entrada. Por precaución, se detuvo antes de salir. ¿Era Macerio capaz de matarlo a plena luz del día en medio de su unidad? Seguro que no. Quintus notó las miradas de sus hombres a sus espaldas y empezó a moverse. El peligro era mínimo y no podía parecer indeciso ante ellos.

—¿Qué puñetas estás haciendo ahí dentro? —volvió a gritar Macerio con desdén.

—Ya estoy —gruñó Quintus, y salió de la tienda con la mano apoyada en la empuñadura de la espada.

Macerio le lanzó una mirada burlona. Él también llevaba una capa de lana, pero tenía las manos vacías. Quintus se sonrojó, pero no movió la mano de la espada, no después de lo sucedido con Rutilus. Suspicaz, miró a derecha e izquierda, detrás de sí y al otro lado de la tienda. No vio a nadie. Se relajó mínimamente y lanzó una mirada asesina a Macerio.

—¿Buscas a alguien? —preguntó Macerio.

—Que te jodan, Macerio. Sabes lo que estoy haciendo y por qué —replicó en un tono casi cordial—. ¿Qué quiere Corax?

—Ni puta idea. Venía de la letrina pensando en mis cosas cuando me paró junto a su tienda y me ordenó que te fuera a buscar muy rápido.

Quintus gruñó, reticente a mostrar su confusión. Macerio no dijo nada más y se acabó la conversación. Pasaron en silencio por las tiendas de los hastati. Para mayor sorpresa de Quintus, Corax los esperaba a la entrada de su tienda con una sonrisa enigmática.

—Crespo. Macerio.

Ambos se cuadraron y le saludaron al unísono.

—¡Señor!

—Supongo que os estaréis preguntando por qué os he mandado llamar si hace un tiempo tan horrendo y acabáis de llegar de patrulla, pero como ambos sois muy listos, no habéis dicho nada —comentó Corax con una amplia sonrisa—. Pasad, tengo una sorpresa para vosotros —dijo mientras les invitaba a entrar en su tienda. Olvidando su enemistad por un instante, Quintus y Macerio intercambiaron una mirada atónita. Jamás habían recibido una invitación así—. Venga, venga. Se está escapando el calor.

Quintus esperaba encontrar a Pullo en el interior, pero en su lugar vio a una figura familiar con las orejas muy salidas. Oyó a Macerio proferir un grito de sorpresa.

—¡Urceus! —exclamó Quintus—. ¡Has vuelto!

—No tendríais pensado acabar la guerra sin mí, ¿no? —preguntó Urceus el tiempo que cojeaba hacia Quintus y le abrazaba.

Incluso la expresión seria habitual en Macerio se tornó en una sonrisa.

—Bienvenido —lo saludó afectuoso con una palmada en el hombro—. ¿Estás recuperado, entonces?

Urceus dio un paso atrás con un gesto de dolor.

—Todavía me duele, pero puedo luchar —reconoció, señalándose el muslo—, pero quería volver con vosotros, con todos vosotros —enfatizó. Ensombreció el semblante—. Siento mucho lo de Rutilus.

«Más lo sentirías si supieras lo que le pasó de verdad», pensó Quintus. Notó que volvía a embargarle el dolor.

—Lo echamos mucho de menos.

Macerio también murmuró unas palabras que, a simple vista, parecían genuinas.

—Han muerto muchos hombres buenos y muchos más perderán la vida al servicio de Roma antes de que Aníbal sea derrotado —añadió Corax serio mientras se dirigía al centro de la tienda y se plantaba delante de ellos, de espaldas al brasero—. Pero ninguno de nosotros descansará hasta que hayamos cumplido nuestra misión, ¿verdad?

—¡No, señor! —exclamaron los tres al unísono.

—Sois buenos soldados, los tres lo sois. Por eso estáis aquí. También sois veteranos, no solo de la campaña de este verano, sino también de Trasimene. Y tú, Urceus, también estuviste en el Trebia. —Quintus hubiera deseado revelar que él también había estado allí—. Faltan hombres como vosotros —continuó el centurión—. Ya os habréis enterado de que están formando nuevas legiones en Roma, legiones mayores. Los socii también están reclutando a miles más, pero la mayoría de los soldados son nuevos reclutas. No sé cuándo volveremos a enfrentarnos a Aníbal en una batalla a campo abierto, pero sí sé que, llegado el momento, vamos a necesitar a soldados con experiencia para vencerlos. Aunque sean chusma, no les falta valor.

—Lucharemos, señor. ¡No temas por eso! —exclamó Quintus.

Urceus y Macerio también expresaron su acuerdo a viva voz.

—Estoy convencido de ello —corroboró Corax—. ¡Y será como hastati! —Un silencio sorprendido reinó en la tienda hasta que el centurión soltó una carcajada—. ¿No estáis contentos?

—¿Nos acabas de ascender a hastati, señor? —inquirió Quintus incrédulo.

—Eso mismo he dicho.

—Es un gran honor, señor, gracias —acertó a decir Urceus.

—Muchas gracias, señor —dijo Macerio a la vez que lanzaba una mirada llena de odio a Quintus—. Como bien sabes, señor, cuando Urceus y yo nos alistamos, tuvimos que certificar nuestro patrimonio y, con ello, nuestro derecho a ascender en la infantería. ¿No crees que Crespo debería hacer lo mismo?

Quintus notó un nudo en el estómago. «Maldito cabrón», pensó. Macerio desconocía sus orígenes, pero sabía que Corax lo había aceptado en la unidad sin hacer demasiadas preguntas y ello debió de suscitar sus sospechas. Si Corax le interrogaba ahora, no podría decir nada sobre su identidad verdadera sin correr el riesgo de ser echado del cuerpo de velites y ser devuelto a la custodia de su padre. Quizá no fuera ese el objetivo que Macerio perseguía, pero arruinaría sus posibilidades de permanecer en el cuerpo de infantería.

Corax frunció el ceño.

—Eso no será necesario. Crespo ha demostrado su valía con creces y con eso me basta. Además, me paso la vida mirando papeles y no tengo ganas de mirar ninguno más. Ya aportará la documentación pertinente cuando todo esto se haya acabado.

—Como digas, señor —aceptó Macerio sin poder ocultar su descontento.

—Así lo haré, señor —dijo Quintus con una mirada de agradecimiento al centurión.

—Tomaos la noche libre —ordenó Corax—. Id a ver al jefe de intendencia. Decidle que os he ascendido y quizá le convenzáis de que os adelante la paga. Podéis empezar la instrucción con los hastati dentro de un par de días, cuando ya no os duela la cabeza de la resaca —añadió con un guiño.

Los tres hombres lo miraron pasmados sin dar crédito a sus oídos.

—¡Retiraos!

Saludaron al centurión y se retiraron al acto.

—Larinum no queda lejos —comentó Urceus en cuanto estuvieron fuera—. ¿Qué tal si vamos a emborracharnos allí?

—Suena bien —contestó Quintus.

Quintus miró a Macerio temiendo que también quisiera apuntarse a la juerga. No se le ocurría peor plan que tener que pasar la noche en su compañía. Para gran alivio suyo, Macerio se excusó arguyendo que le dolía la barriga y se fue a su tienda para «descansar», no sin antes felicitar de nuevo a Urceus por su regreso.

Urceus se encogió de hombros.

—Pues más vino para nosotros, ¿no?

Quintus le dio la razón con un grito tanto por el alivio que sentía como por el deseo de emborracharse. De todos modos, no bajaría la guardia en Larinum. Un callejón oscuro brindaba tantas posibilidades a Macerio para atacarlo como un campo de batalla.