Capítulo 11

Apulia, un mes después

—¡No me mires así! —ordenó Hanno irritado.

—¿Cómo, señor? —replicó Mutt con fingida expresión inocente.

Hanno esperó lo inevitable. Un instante después, al igual que un gordo que ya no consigue aguantar más tiempo dentro su gran barriga cervecera, Mutt no pudo fingir más y su rostro volvió a lucir un semblante preocupado.

—Así —apuntó Hanno señalándole—. No te hace ninguna gracia que me vaya, pero no vas a detenerme.

—No puedo, señor —replicó Mutt apesadumbrado—. Eres mi comandante.

—Pero ¿no se lo contarás a nadie cuando regresemos de la patrulla?

—Claro que no, señor. Los hombres tampoco dirán nada, te doy mi palabra —respondió Mutt con los labios fruncidos, aunque enseguida se relajó.

—No dirás nada, pero no estás de acuerdo —comentó Hanno, perplejo.

—Así es, señor. Las mujeres tienen su sitio, y no es en medio de una guerra.

A Hanno no le gustaron las palabras de su segundo al mando, pero tenía razón. Se había sentido obligado a explicarle sus motivos para marcharse, pero el plan era temerario, rayando en la locura. De todos modos, estaba decidido a marcharse. Como a muchas otras unidades, Aníbal había ordenado a su falange que patrullara la zona para proteger a las partidas de cartagineses que salían en busca de suministros. Fabio seguía con su táctica de atacar a estos grupos, a menudo con éxito considerable, y por ello la labor de las patrullas era tan importante. Ni Aníbal ni ningún oficial de alto rango verían con buenos ojos que abandonara a sus hombres varios días y Hanno tenía grabado en la mente el castigo que recibió de su general la última vez que desobedeció sus órdenes.

—Si Aníbal me descubre, me crucifica.

Curiosamente, ni siquiera la perspectiva del castigo le disuadía de intentar ver de nuevo a Aurelia antes de su boda. Desde la noche en la que había ido a la finca, Hanno apenas dormía pensando en ella. Y, si durante la visita podía acabar con Agesandros, aún mejor.

—Por eso mismo no diré nada, señor. Además, te debo una.

—Te lo agradezco.

Mutt soltó un resoplido divertido.

—No te pienses que lo hago solo porque me salvaras la vida cerca de Victumulae. Eres un bien escaso, señor. Quedan muy pocos oficiales y, si mueres, no habrá tiempo de entrenar a otro. Esta guerra se está poniendo al rojo vivo y, cuando nos enfrentemos a la siguiente gran batalla, no quiero morir porque la unidad no tiene comandante.

Hanno no pudo evitar reír ante el pragmatismo de Mutt, que, pese a ser un tanto insultante, tenía sentido.

—¿Qué sucederá si no regreso?

—Maldeciré tus huesos por ser tan idiota, señor, y me arrepentiré de no haberte atado a un árbol aquí y ahora.

—Eres un buen hombre, Mutt. Gracias.

—¿Por qué no te largas ya, señor? Cuanto antes te vayas, antes volverás.

—Nos vemos en el cruce que hemos dicho dentro de tres días.

—Allí estaremos, señor, salvo que una patrulla romana nos aniquile antes.

Hanno apretó los dientes e intentó no pensar en esa posibilidad.

—Cuídate —dijo mientras subía al caballo.

Pero Mutt ya había dado media vuelta y emprendido el camino de regreso al campamento.

Resignado, Hanno chasqueó la lengua y dirigió su montura rumbo al este, hacia Capua. «Todo habrá valido la pena si consigo ver a Aurelia y, si además logro vengar la muerte de Suni, todavía mejor». Sin embargo, en su fuero interno, Hanno sabía que no estaba haciendo aquello por Suni. Era cierto que deseaba vengar la muerte de su amigo, pero sobre todo quería ver a Aurelia. Sintió remordimientos y decidió pasar por la finca de Fabricius. A pesar de lo que le había dicho Aurelia, quizá siguiera allí. Esa circunvalación podía hacerle perder su cita con Mutt y sus hombres, pero era probable que no volviera a tener una oportunidad así. «Es una locura —pensó—. ¿Estaré cometiendo el mayor error de mi vida?».

Las dudas le acecharon durante el día y la noche siguientes y no amainaron al cruzar los Apeninos, donde las señales de guerra eran visibles por todas partes: desde las casas y las granjas calcinadas hasta las tabernas y los pueblos vacíos. Hanno se acostumbró a ver grupos de cuervos y buitres que se agolpaban sobre cadáveres de animales y humanos por igual y alzaban perezosos el vuelo cuando se aproximaba. En el Trebia y en Trasimene había visto más muertos de lo que jamás podía imaginar. Después de tantos horrores, pensó que había quedado inmunizado ante tales visiones, pero se equivocaba. Había vuelto el buen tiempo y los cuerpos hinchados se pudrían con rapidez. La visión de gusanos en las cavidades de los ojos de un niño y de lenguas violetas que no cabían en las bocas, además del hedor insoportable de la carne putrefacta convirtieron su viaje en una odisea. Muchos ríos y riachuelos estaban también repletos de cadáveres, por lo que no se atrevía a probar sus aguas. Una vez al día entraba en los patios de casas abandonadas en busca de un pozo para beber. Solo necesitaba agua. Esas terribles visiones le habían quitado el apetito por completo.

También se enfrentaba a infinidad de peligros. Más de una vez avistó a pequeñas patrullas romanas. El grueso del ejército de Fabio se hallaba al este de las montañas, pero por pequeñas que fueran las patrullas, Hanno iba solo y era un objetivo fácil, por lo que se acostumbró a cabalgar campo a través en paralelo a la carretera. De esa manera podía ocultarse en el bosque para evitar el contacto con el enemigo y se ahorraba el encuentro con otros viajeros, aunque no hubiera muchos. Una mañana temprano divisó en la lejanía a varios hombres que esperaban agazapados en una cuneta y se dio cuenta de que su táctica también le había librado de las emboscadas de los ladrones.

No le sorprendió que la casa de Aurelia estuviera vacía. Eso le libraba de llevar a cabo su obligación con respecto a Agesandros en ese mismo instante, pero ¿dónde se habría metido el siciliano? Capua era el destino más lógico, puesto que allí estaban Aurelia y su madre, pero ¿lograría localizar a Agesandros y Aurelia? Fue consciente de que entrar en la ciudad era una locura enorme. Era una idea tan insensata, y seguramente tan peligrosa, como pisar la cola de una serpiente venenosa. Aunque nadie le reconociese, su acento extranjero, tez oscura y ojos verdes llamarían la atención. Si un ciudadano sospechoso le denunciaba, sería arrestado e interrogado antes de exponerse a una muerte larga y dolorosa. Solo los dioses sabían si lograría vivir para contarlo. No había rezado tanto desde que naufragó en el barco de Cartago. A medida que se aproximaba a Capua, su inquietud iba en aumento. En el camino se cruzó con varios grupos de socii que tenían como misión proteger las granjas vecinas, pero nadie prestó atención a Hanno cuando pasó por su lado con un nudo en el estómago. Fueron tres las cosas que le impulsaron a continuar: el recuerdo de los besos de Aurelia, lo que pensaría Mutt de él si fracasaba y su cabezonería por no darse por vencido.

Al mediodía del segundo día Hanno llegó a la puerta occidental de Capua, la entrada a la que llegaban los viajeros de la costa. Al contemplar la gran muralla de piedra recordó por qué Aníbal no atacaba las ciudades. Una ciudad como Capua requería muchos meses de asedio, tal como había sucedido con Saguntum, y los romanos podían aprovechar ese tiempo para cortar todas las rutas de suministros y, por ende, la capacidad de los cartagineses para permanecer activos. Era mucho más inteligente proceder del modo que había hecho Aníbal y obligar a los romanos a luchar en batallas a campo abierto. A Hanno se le encogió el estómago al ver el número de guardias apostados en la puerta. El resto de los viajeros esperando a entrar no parecía tener muchas ganas de conversar, y a Hanno ya le fue bien. Tuvo tiempo de dirigir una última plegaria a los dioses para rogarles que los guardias no le hicieran preguntas comprometedoras. Cuando le llegó el turno, su excusa para visitar Capua pareció satisfacerles. Usó su mejor acento griego para contarles que trabajaba para un comerciante que había atracado en el puerto más cercano mientras daba unas palmadas a las alforjas que, según afirmó, estaban llenas de cartas para los clientes. Uno de los guardias lo escudriñó un instante y echó un vistazo al caballo. Hanno notó que empezaba a sudar: no solo tenía las alforjas vacías, sino que llevaba la espada bajo la silla de montar. Por fortuna el guardia no indagó más y le indicó que pasara con un movimiento de la mano, no sin antes aconsejarle un establo donde dejar el caballo.

Hanno siguió su consejo y, en cuanto hubo apalabrado una habitación para él y la cuadra del caballo en un maltrecho establecimiento llamado Manojo de Trigo, salió a la calle a investigar dejando la espada atrás, escondida bajo el jergón. Después de haber pasado tanto tiempo alejado de las ciudades, la experiencia de estar allí resultaba abrumadora para los sentidos. Las estrechas calles sin adoquinar estaban repletas de gente y se vio obligado a avanzar a paso de tortuga. Capua estaba repleta a rebosar de los refugiados de los campos colindantes, y sus efectos en la ciudad eran evidentes. Las tiendas tenían menos que ofrecer de lo que cabía esperar. Los precios de productos básicos como el pan y la fruta resultaban prohibitivos. Una alcantarilla saturada en un cruce de calles escupía un líquido repugnante que se expandía en todas direcciones. El hedor era insoportable en general, pero sobre todo en las callejuelas donde se acumulaban las pilas de excrementos. Había mendigos con las manos extendidas por doquier y niños de aspecto demacrado corrían de un lado a otro robando monederos y toda la comida que podían de los puestos. Enfurecidos, los tenderos no podían perseguirlos por la masa de gente y debían conformarse con maldecir sus huesos.

Más consciente que nunca de que su decisión de ir a Capua había sido precipitada, Hanno deambuló por las calles sin rumbo. No tenía ni idea de por dónde empezar. «Piensa —se dijo—, piensa». Compró una hogaza de pan y se cobijó en el portal de un templo a comer y devanarse los sesos. El amigo de Quintus se llamaba Gaius, pero ¿cuál era su apellido?

No se acordaba.

Frustrado, siguió deambulando con la esperanza de ver a Aurelia, a su madre o incluso a Agesandros. No tuvo suerte y su humor no mejoró ni un ápice cuando se topó con el mercado de esclavos. La guerra no había puesto fin a ese negocio. Hileras de hombres, mujeres y niños desnudos con los pies polvorientos y cadenas en el cuello eran expuestos en una zona acordonada detrás del foro. Los posibles compradores se paseaban arriba y abajo evaluando la mercancía. La visión trajo malos recuerdos a Hanno. Ese era el mismo lugar donde fue vendido por segunda vez y donde le separaron de Suniaton, el lugar donde conoció a Agesandros, que convertiría su vida en un infierno.

—¿Buscas un esclavo? ¿Una chica guapa?

Sobresaltado, Hanno se encontró ante un tratante de esclavos con la cara picada por la viruela y el cabello gris lacio que lo observaba con detenimiento. Le señaló sus esclavas, seis jóvenes con edades comprendidas entre los seis o siete años hasta la edad adulta. Todas parecían aterrorizadas.

—No —respondió Hanno con una mueca.

—¿Quizá prefieras ver a los muchachos? —preguntó con sonrisa lasciva—. Un amigo mío tiene varios que podrían interesarte. ¡Ven, ven! —insistió el comerciante.

Hanno notó que la rabia se apoderaba de él, pero como no quería montar una escena, dio media vuelta y se marchó. Caminando sin rumbo fijo, acabó en una calle en la que no había estado antes. Una ráfaga de aire húmedo y caliente que salía de una puerta a su izquierda le hizo volver la cabeza. Encima del dintel leyó las palabras:

TERMAS

JULIUS FESTUS, PROPIETARIO

AGUA CALIENTE A TODAS HORAS

PRECIOS RAZONABLES

Oyó el rumor de conversaciones en el interior y una voz que gritaba: «¡Pasteles recién hechos, pasteles recién hechos! ¡Recién salidos del horno! ¡Uno por un cuarto de as y cinco por un as!». Hanno se detuvo, pero no por la comida, sino porque no se había dado un buen baño desde hacía meses y, si las cosas en Capua funcionaban como en Cartago, las termas eran el mejor lugar para cotillear las conversaciones ajenas. Cuando estaba a punto de entrar, algo le llamó la atención a su derecha: un par de matones apoyados con aire despreocupado contra la pared de la fragua que se hallaba enfrente. Le miraron con cara de pocos amigos y Hanno apartó la mirada. No valía la pena buscar pelea de forma innecesaria.

Un hombre de tez pálida estaba sentado a la mesa de la entrada, encima de la cual un gato atigrado se lavaba la cara con la pata mientras el hombre le acariciaba y susurraba al oído. Hanno esperó un momento y el gato alzó la vista, pero el hombre no se dignó a mirarlo. Irritado, Hanno carraspeó.

—¿Un baño? —preguntó por fin el dependiente sin mostrar gran interés.

—Sí —gruñó Hanno.

—Será un as. Eso incluye la toalla. Si también quieres un estrígil y aceite, serán dos ases.

—¡Menudo robo!

—Corren tiempos difíciles. Ese es el precio. Si no quieres pagarlo… —El hombre dirigió la mirada a la derecha y Hanno vio a otro portero, una bestia enorme sin dientes con una porra en la mano tan gruesa como su muslo.

—De acuerdo.

Hanno soltó las dos monedas de bronce con una palmada en la mesa.

El dependiente lo miró de nuevo.

—Si deseas un masaje, los esclavos —tanto hombres como mujeres— también ofrecen otros «servicios», pero es más caro…

—Con un baño tengo suficiente.

—Como quieras. El apodyterium está por allí —dijo, señalando una puerta al otro extremo de la pequeña entrada antes de volver su atención al gato.

Hanno ni se molestó en contestar. Lanzó una mirada de desdén a la bestia enorme y se dirigió al vestuario rectangular del fondo, que estaba bien decorado con mosaicos en el suelo y murales de remolinos de agua en las paredes. El vendedor de pasteles cuya voz había oído antes levantó la bandeja en su dirección en cuanto lo vio entrar, pero Hanno la rechazó con un gesto de la mano. En el vestuario había un par de hombres cambiándose. Entregaron la ropa a un esclavo para que la colocara en las particiones numeradas de las estanterías de madera que estaban situadas a la altura de los ojos. Hanno estaba a punto de desvestirse cuando de pronto recordó algo que lo paralizó. La cicatriz. ¡Se había olvidado de la maldita cicatriz! Cualquiera que lo viera lo tomaría por un esclavo, pero la rabia y la irritación le decidieron a no irse. Si se dejaba el pañuelo puesto, nadie vería la «F» incriminatoria y, si le preguntaban por qué lo llevaba, siempre podía decir que tenía una herida que estaba cicatrizando y que el médico le había recomendado que mantuviera tapada, sobre todo en las termas.

Hanno se desnudó y entregó la ropa y las sandalias al esclavo.

—No quiero que nadie me robe nada mientras me baño. —El esclavo arrugó la nariz al oler las sandalias—. No son precisamente nuevas, pero algunos ladrones se llevan lo que sea —dijo Hanno con una mueca.

A continuación le dio un as y la expresión del esclavo se dulcificó.

—No te preocupes, señor, cuidaré bien de tus cosas. ¿Deseas que te lave la ropa?

—Otro día, quizá.

El esclavo le miró el cuello con curiosidad, pero Hanno ya se dirigía al frigidarium. No tenía previsto pasar mucho tiempo en esa zona, pocos lo hacían. Como era de esperar, solo había una persona en la piscina de agua fría, uno de los hombres que estaba desvistiéndose en el apodyterium, un romano de mediana edad de cabello blanco y nariz ganchuda. Se saludaron con una inclinación de cabeza y el hombre miró inquisitivo el pañuelo. A fin de que su excusa fuera creíble, Hanno cruzó la piscina con sumo cuidado para no mojar el pañuelo. Caminó rápido de un extremo a otro y se dirigió a la siguiente sala, el tepidarium, mucho más de su agrado. La breve inmersión en el frigidarium le había puesto la piel de gallina.

En el tepidarium tomó asiento en uno de los largos bancos de madera que recorrían cada lado de la sala. El aire era agradablemente caliente y las paredes estaban decoradas con imágenes de delfines, peces y monstruos marinos. Tenía a varios hombres sentados cerca o enfrente. Tres de ellos conversaban en voz baja mientras bebían vino en copas de barro. Un par jugaba a los dados en el suelo y otro dormitaba con la espalda apoyada en la pared. Hanno lo imitó y fingió dormir, pero en realidad escuchaba con enorme atención las conversaciones de su alrededor.

—¿Nos jugamos un dracma como en la última partida? —preguntó el primer jugador.

—Bueno, supongo que sí —respondió su contrincante no demasiado convencido.

—¡Dos cincos! ¡A ver si puedes superar esto, amigo mío!

—¿Ayer le hiciste una mamada a la diosa Fortuna o qué? —preguntó el segundo jugador amargado—. Solo te está dando suerte a ti —protestó antes de echar los dados y proferir un grito triunfal—. ¡Un seis y un cinco! ¡Por fin te gano!

Continuaron jugando y discutiendo y Hanno desvió la atención a los tres hombres de enfrente mientras fingía dormir. Gracias a ello, o quizá gracias al vino, empezaron a subir el tono.

—Esta maldita guerra no tiene visos de acabar —se quejó el mayor, un hombre de pelo gris y manos y pies nudosos—. Seguro que se prolonga tanto como la última. Recuerdo que…

—Calavius, toma un poco más de vino —interrumpió el hombre de la izquierda, un hombre bajo con ojos marrones y tirabuzones engominados—. Tienes la copa vacía.

A pesar de haber interrumpido al hombre mayor, Hanno observó que el más bajo le trataba con deferencia. Seguro que había una diferencia de clase social y sus compañeros eran nobles. Hanno sintió que le invadía la frustración. Capua no era una ciudad grande y esos hombres seguramente conocían a los padres de Aurelia. ¡Si pudiera preguntarles dónde estaba!

—Gracias. —Calavius le acercó la copa para que la rellenara.

El hombre bajo levantó su copa.

—Propongo un brindis por nuestros valientes líderes, para que derroten a Aníbal cuanto antes.

El tercer hombre, de espalda ancha y físico atractivo, no levantó la suya.

—Has dicho nuestros líderes, pero tú no eres romano y mucho menos de Campania. Eres un maldito griego.

—Qué más da una cosa u otra. Vivo y pago mis impuestos aquí —replicó el hombre bajo con ademán incómodo.

—Pero no eres ciudadano romano —arguyó el tercer hombre con dureza—. Jamás serás llamado a filas ni tendrás que luchar contra los guggas como mi hijo o como los sobrinos y nietos de Calavius.

—Mi amigo tiene razón —convino Calavius con mirada sombría.

—Mis disculpas, no pretendía ofender a nadie —respondió con rapidez el primer hombre, antes de levantar la copa de nuevo—. Que los dioses guíen y protejan a los líderes de la República en su misión para derrotar a Aníbal y que mantengan a salvo a los hijos de Roma que luchan contra el enemigo.

Los otros dos hombres se apaciguaron al oír sus palabras y se unieron al brindis.

Sin embargo, la paz no duró mucho. Cuando los dos romanos comenzaron a hablar de política, el griego no pudo evitar dar su opinión y el tercer hombre pareció todavía más irritado que antes.

—Ya basta, Phanes. Está claro que estás aquí para granjearte nuestro favor, pero no me interesan tus opiniones sobre el sistema político romano, ¿lo entiendes?

Mientras el griego se excusaba ante sus interlocutores, el cerebro de Hanno se había puesto en marcha. El nombre de «Phanes» le resultaba familiar.

—Es cierto, ¿por qué estás aquí, Phanes? —inquirió Calavius—. Seguro que no has venido solo a compartir tu vino con nosotros.

—Bueno… —titubeó Phanes, mojándose los labios—. Tengo varios deudores que acumulan retrasos en los pagos.

«¡Este es el prestamista que tiene entre la espada y la pared a la madre de Aurelia!», se percató Hanno al recordar el nombre. Furioso, prestó todavía más atención a la conversación.

—No es de extrañar que se retrasen en el pago. Estamos en guerra, por si no te habías dado cuenta —arguyó el tercer hombre con tono severo.

—Tranquilo —apaciguó Calavius a su amigo—. Aunque desapruebes su trabajo, Phanes y los de su profesión prestan un servicio a la ciudad. Deja que hable.

—Que hable todo lo que quiera, pero yo me voy al caldarium.

El tercer hombre se levantó y se despidió de Calavius con una inclinación de cabeza cortés y de Phanes con un gruñido. Al poco rato le siguió el hombre que dormitaba. Hanno fingió despertarse aturdido y después volver a caer dormido. Hubo una breve pausa y el griego tomó de nuevo la palabra con ademán contento.

—Tengo previsto acudir a los tribunales para que me autoricen a embargar las propiedades de estas personas en pago por sus deudas. Me preguntaba si la decisión de los jueces podía «guiarse» de algún modo. Una palabra o dos en los oídos correctos podrían facilitar una sentencia a mi favor.

—¿Conozco a alguno de esos nobles que te deben dinero? —preguntó Calavius.

—Algunos, sí —carraspeó Phanes incómodo.

«Es probable que el nombre de Atia figure en esa lista», pensó Hanno con rabia y empezó a urdir un plan en su mente.

—No puedo respaldarte —declaró Calavius tajante—. Son tiempos difíciles y hay que ser flexible, dar más tiempo para saldar las deudas.

—Pero…

—No, Phanes.

Hubo una breve pausa.

—Hubiera preferido no tener que mencionarlo, pero también está el pequeño asunto de tu yerno —murmuró el griego.

—Eso no tiene nada que ver conmigo —le atajó Calavius.

—En cierta manera, sí. ¿Qué pensaría la gente si descubriese que uno de los magistrados más ilustres de Campania tiene como yerno a un degenerado, un hombre que ha perdido toda la fortuna familiar en el juego? ¿Un hombre que se pasa el tiempo en las tabernas y los lupanares más sórdidos de la ciudad? Si esta información saliera a la luz, podría afectar a tus posibilidades de reelección.

—¡Maldito seas, griego! —susurró Calavius.

—No me dejas otra opción. Tengo derecho a acudir a los tribunales para cobrar estas deudas —protestó Phanes.

—¡Eres un parásito chupasangre! —exclamó Calavius antes de exhalar un profundo suspiro—. ¿Cuál es el precio de tu silencio sobre mi yerno?

—Como gesto de buena voluntad cancelaré todas sus deudas sin pedir un dracma a cambio. Lo único que te pido es que los jueces aprueben los embargos de la lista.

—Primero quiero ver los nombres —declaró Calavius.

—Te enviaré la lista a casa hoy a última hora.

—Entonces, ya estamos. Ya no me apetece más vino. —Sin añadir palabra, Calavius se levantó y se marchó.

Hanno notó que Phanes posaba la mirada en él y simuló que seguía durmiendo, respirando de forma lenta y regular. Al cabo de un instante, oyó que el griego se levantaba y se marchaba. En cuanto hubo pasado un tiempo razonable, Hanno decidió entrar en el caldarium, que estaba mucho más concurrido que el tepidarium. El aire era muy caliente y húmedo. Algunos hombres disfrutaban de la piscina de agua caliente, entre ellos Calavius y el noble corpulento, mientras otros se lavaban con los estrígiles y el aceite o se dedicaban a hacer estiramientos. También había varios hombres que recibían masajes de los esclavos tumbados boca abajo en bancos de piedra que llegaban a la cintura. Hanno se sintió decepcionado al ver que Phanes no estaba allí. Entonces oyó la voz de una mujer proveniente de uno de los cubículos situados a un lado de la sala y recordó que había otros servicios disponibles. No sabía con seguridad si el griego estaba allí, pero decidió quedarse por si acaso. Si había pasado a la siguiente sala y le seguía demasiado rápido, la presa podía empezar a sospechar. Hanno se metió en la piscina y evitó entablar contacto visual con nadie.

Después de tanto tiempo sin bañarse, el agua caliente le pareció el mayor de los placeres. Le hubiera encantado sumergirse hasta la barbilla, pero como no debía mojarse el pañuelo, se quedó a un lado de la piscina con los brazos estirados sobre el borde. Las conversaciones a su alrededor estaban centradas en la guerra. Hablaban del hijo del hombre tal y de la unidad en la que servía; que Fabio era demasiado cobarde para luchar contra Aníbal; de la suerte que habían tenido al dirigirse de nuevo los cartagineses al este; de la ciudad que estaba a punto de reventar con tantos refugiados, etcétera. Hanno estaba demasiado lejos para oír a Calavius y el tercer hombre, y tampoco oyó el nombre de Atia ni Aurelia en ningún momento. «Paciencia», pensó. Si funcionaba el plan que había urdido, Phanes podía decirle dónde vivían. No pasó mucho tiempo antes de que el vecino de Hanno inquiriera con amabilidad sobre el pañuelo que llevaba al cuello. Su explicación fue aceptada sin reparos, pero Hanno cambió de sitio al poco rato porque no deseaba entablar ninguna conversación con nadie. Tras lavarse con el estrígil, se secó y fue en busca de la ropa. Era imprescindible que saliera de las termas antes que el griego. Una vez en la calle, los dos matones seguían esperando, apostados en el mejor lugar para controlar quién entraba y salía, por lo que Hanno no tuvo más remedio que sentarse en una taberna del frente abierta a poca distancia de allí. Mientras picoteaba el plato insípido que le habían vendido como guiso de carne, no quitaba ojo a las idas y venidas de los baños y se preguntaba si no hubiera sido más sensato seguir buscando a Aurelia, aunque no tardó en concluir que la sensatez no entraba en juego en ese momento. Ir a Capua había sido una locura de por sí, pero ahora podía conocer el paradero de Aurelia a través de Phanes, y eso era mucho más de lo que lograría descubrir dando vueltas como un tonto por la ciudad.

Cuando el griego salió por la puerta, Hanno comprobó consternado que los dos matones le seguían. «¿Por qué tenían que ser sus guardaespaldas?», se preguntó malhumorado. Su plan para interrogar a Phanes se estaba desintegrando ante sus ojos. Pagó la comida, se despidió con una breve inclinación de cabeza del amo del local y se dispuso a seguir al trío. Estaba claro que el prestamista estaba haciendo la ronda de visitas a sus deudores. La reacción de los tenderos cuando lo veían llegar era siempre la misma: sorpresa y consternación, pero sus intentos de cerrar sus establecimientos para escabullirse de él eran siempre en vano, ya que los guardaespaldas eran expertos en colocar los pies en los umbrales de las puertas, agarrar a los hombres por el pescuezo y lanzarlos en volandas contra la pared, todo ello a plena luz del día sin preocuparles lo más mínimo lo que pensara la gente al pasar. Cualquier idea que hubiera albergado Hanno de enfrentarse a los dos matones se disipó de inmediato. No solo estaban armados con pequeñas porras, sino que las manejaban con maestría. Si deseaba plantarle cara a Phanes, debía ser cuando el griego se quedara a solas. Aunque parecía poco probable que eso sucediera, Hanno lo siguió bastante tiempo.

Después de tanto rato, el cartaginés se olvidó de mantener las distancias y, al adentrarse en una calle más tranquila, casi se dio de bruces con los guardaespaldas y se percató de que el griego había desaparecido. Para disimular, se volvió con rapidez hacia el tenderete de un ferretero, donde compró de manera impulsiva una navaja pequeña, pero afilada. Al volverse, observó que los matones mantenían la vista clavada en la escalera de un templo y adivinó el paradero de Phanes. Hanno se guardó la navaja bajo la túnica, en la cinturilla de la prenda interior, y pasó por delante de los matones. En la escalera había poco sitio para pasar, en ella se agolpaban adivinos que leían el futuro y hombres que vendían gallinas aptas para los sacrificios, así como lámparas de aceite y diversas ofrendas. Hanno compró por medio as una pequeña ánfora de arcilla. De este modo pasaría por un devoto cualquiera. Al final de la escalera, seis imponentes columnas estriadas sostenían un pórtico triangular lujosamente ornamentado en cuyo centro había la figura pintada de una mujer con alas y un cetro en las manos con un barco a cado lado cuyos marineros le dirigían sus plegarias. «La diosa Fortuna —pensó Hanno—. El prestamista desea granjearse su favor. Muy apropiado».

Unos grandes portones de madera daban paso a la cella, una sala larga y estrecha que constituía el cuerpo central del templo. Varias personas se habían arremolinado alrededor de un sacerdote barbudo y corpulento que les comunicaba lo que le había transmitido la diosa acerca de Capua y sus ciudadanos. Hanno no vio a Phanes en ningún sitio y entró en la sala con sumo sigilo y con todos los sentidos aguzados. Poco a poco, su vista se adaptó a la oscuridad de la sala, de vez en cuando iluminada por lámparas de aceite colocadas sobre peanas de bronce. Las paredes de la estancia estaban decoradas con murales de la diosa Fortuna, bien representada de pie junto a su padre, Júpiter Optimus Maximus, y otras deidades, bien presidiendo campos de trigo maduro como la diosa Annonaria, o bien contemplando una carrera de cuadrigas mientras varios hombres hacían apuestas. A Hanno no le gustó el último mural, donde la diosa aparecía representada como la Mala Fortuna a la entrada del Hades que veía pasar a las pobres almas que habían muerto por culpa de la mala suerte. Aunque Fortuna no fuera una de sus deidades, Hanno le dirigió igualmente una plegaria para que le permitiera conservar su buena estrella, al menos durante su estancia en Capua.

En un extremo de la sala había un altar bajo detrás del cual se erigía una enorme estatua pintada de la diosa, cuyos labios se curvaban en una enigmática sonrisa. A Hanno le inquietaban sus ojos pintados de negro, que parecían seguirle por todas partes, pero se dijo que eran imaginaciones suyas. Entre los fieles había hombres y mujeres, jóvenes y ancianos. «Todos necesitan gozar del favor de la diosa —pensó Hanno—, desde la vieja que precisa dinero para comida hasta el hombre al que le gusta el juego o la mujer que no logra concebir».

Phanes estaba de pie junto al altar con la cabeza inclinada. Hanno se deslizó sigiloso por detrás, agradecido por las plegarias en voz alta de una anciana cercana. Pasó por delante del griego para colocar su figura en el altar junto al resto de las ofrendas y confirmar de reojo que había localizado a su hombre. A continuación, se colocó detrás de su presa. El corazón le latía con fuerza. Hiciera lo que hiciese, tenía que ser rápido y breve y debía hacerlo en la cella sin alarmar a los presentes. Dudaba que alguien interviniera, pero si se enteraban las dos enormes bestias que esperaban afuera, en la calle, tendría suerte de escapar con vida, pese a ir armado. «Tranquilo —se dijo Hanno—, tengo que seguir el plan. Pronto Atia tendrá una preocupación menos y yo sabré dónde se encuentra Aurelia». La idea le tranquilizó.

Hurgó bajo la túnica y agarró el mango de la navaja, preparado para atacar. En cuanto Phanes se dispuso a dar media vuelta, Hanno se inclinó hacia delante, le agarró la mano izquierda y se la retorció detrás de la espalda al tiempo que le acariciaba el riñón derecho con la punta de la navaja.

—No te detengas. Si alguien te mira, sonríe. No pidas socorro o te clavaré la navaja tan fuerte que te saldrá por el pecho —le susurró Hanno el oído.

Phanes obedeció.

—¿Quién demonios eres? ¿Qué quieres? —preguntó, tratando de mirar hacia atrás.

—Curiosa pregunta para un maldito prestamista. Seguro que tienes muchos enemigos, por eso has contratado a esos dos matones de ahí fuera —respondió Hanno, dándole un empujón.

—Acabarán contigo —susurró Phanes antes de soltar un gemido de dolor cuando Hanno presionó la navaja lo suficiente como para que saliera sangre.

—Calla la boca. Sigue andando —ordenó Hanno mientras sonreía a un viejo que los observaba.

Hanno condujo al griego hacia una zona menos concurrida de la sala, hasta el mural de la diosa en las carreras. Dio la impresión de que se habían detenido a admirarlo.

—¿Te suenan los nombres de Gaius y Atia Fabricius?

Phanes se puso rígido, el corazón en un puño.

—Sí.

—Te deben dinero.

—Mucho —convino el griego.

—¿Sus nombres figuran en la lista que le mandarás hoy a Calavius? —Phanes volvió la cabeza sorprendido y Hanno le pinchó de nuevo con la navaja—. Mantén la vista al frente y responde a la maldita pregunta.

—Sí, están en la lista.

—¡Pues ya no! —exclamó Hanno, girando la hoja de la navaja con malicia. Phanes tuvo que morderse la lengua para no gritar—. Vas a borrar sus nombres de la lista. Si no lo haces, iré en tu busca y te cortaré en pedacitos tras arrancarte las pelotas y obligarte a comértelas. Y lo mismo te sucederá si les haces daño a ellos o a cualquiera de su familia. ¿Lo entiendes?

—S-sí —respondió el griego, confuso y aterrorizado.

Hanno observó complacido las gotas de sudor que le resbalaban por los tirabuzones engominados.

—De acuerdo. ¿Conoces también a su hija?

—¿A Aurelia?

—¿Dónde está?

—Pensaba que tú lo sabrías —murmuró el griego—, ya que pareces estar al corriente de todo lo demás.

—Dímelo —exigió Hanno.

Phanes exhaló un suspiro de desdén.

—Creo que vive con su marido al norte de la ciudad. Se casaron hace poco.

Un sentimiento de enorme decepción embargó a Hanno. No contaba con que Aurelia se hubiera casado ya y que hubiera ciudadanos que no tuvieran miedo de quedarse en sus propiedades. El griego intuyó su consternación y aprovechó el momento para liberarse de Hanno con un movimiento rápido y golpearle la mano contra la pared. La navaja cayó al suelo y Phanes le clavó los dedos en las cuencas de los ojos como dos garras. Hanno dio un salto atrás y el griego sujetó el pañuelo que, al no estar anudado, se soltó con facilidad. El tiempo pareció pararse un instante y Phanes soltó un grito incrédulo. Hanno tenía la sensación de que le vibraba la cicatriz.

—¿Eres un esclavo fugitivo? —exclamó el griego a viva voz. El juego había tocado a su fin. Hanno corrió hacia la puerta empujando a todo el mundo a su paso—. ¡Detened a ese esclavo! —rugió Phanes—. ¡Me ha atacado con una navaja! ¡Detenedlo!

Un hombre de mediana edad se interpuso en el camino de Hanno con los brazos extendidos, pero el cartaginés lanzó un grito de guerra y el hombre cambió de opinión al instante.

Corrió hacia la puerta y apartó de un codazo a un joven que le agarró la cara. Algunos fieles trataron de sujetarle por la túnica, pero Hanno corría a toda velocidad. Pasó por delante de una vieja que lo contemplaba con los ojos como platos y salió de la sala. La voz de Phanes le perseguía cada vez más fuerte. Hanno soltó una maldición. Salvo que los guardaespaldas fueran sordos, le estarían esperando al pie de la escalera.

Decidió aminorar el paso y caminar hasta la parte superior de la escalera. Tal y como preveía, los matones estaban mirando hacia arriba con cara de pocos amigos y las porras preparadas. El resto de los ocupantes de la escalera también miraban hacia arriba. «La cuestión es no asustar a los hombres de la escalera —pensó Hanno». Era importante que todos mantuvieran la calma y que los guardaespaldas no sospecharan nada.

—Ya bajo, ya —dijo Hanno con una sonrisa.

Los guardaespaldas se miraron y sonrieron encantados.

«Por ahora, todo bien», pensó Hanno.

Tenía un nudo en el estómago, pero no entró en acción hasta que hubo descendido tres cuartas partes de los peldaños. Entonces arrancó de las manos de un niño una gran cesta de gallinas y la lanzó a los hombres de Phanes. Se oyeron maldiciones, un grito, y el ruido de la cesta al caer. Había plumas por todas partes y el espacio se llenó de gallinas que cacareaban. Hanno no esperó a ver lo que sucedía. Salvó los últimos escalones de un gran salto y salió a la calle. Avanzó entre la multitud sin mirar a nadie, pero intentaron detenerle. Había conseguido alejarse diez pasos de la escalera, veinte, treinta, cuarenta… Aminoró el paso y caminó con naturalidad. La gente no se daría cuenta de que era él a quien buscaban porque todos tenían la vista clavada en el templo.

Al llegar a la primera callejuela, Hanno abandonó la calle principal. Se detuvo en la esquina y miró hacia atrás. Vislumbró la figura de Phanes en los escalones del templo. Tenía el rostro enrojecido y gritaba como un energúmeno a sus desafortunados guardaespaldas. Hanno dio media vuelta con una sonrisa y se alejó a toda velocidad. Arrancó un trozo de tela de la túnica para cubrirse el cuello y no llamar la atención. La sensación de seguridad no le duró mucho. No estaba a salvo en Capua. Phanes no descansaría hasta dar con él.

¿Qué necesidad tenía de quedarse en Capua si Aurelia no estaba allí?, se preguntó amargado. No tenía sentido ir a buscarla. Ahora era una mujer casada con una nueva vida por delante, de la que él no formaba parte. También se había esfumado la posibilidad de encontrar a Agesandros. Lo mejor que podía hacer era regresar a su falange, cumplir con sus obligaciones y olvidarse de ambos, o al menos intentarlo.

La diosa Fortuna era caprichosa, pensó apesadumbrado. Había amenazado a Phanes y logrado escapar, pero se le había negado la posibilidad de volver a ver a Aurelia. Hanno sintió que se le endurecía el corazón. Mutt tenía razón. La guerra no era lugar para mujeres. A partir de ese momento se centraría en la causa cartaginesa.

A pesar de tener claro su camino, Hanno sintió una profunda tristeza al alejarse de aquel lugar.