Valle del Volturnus, noreste de Capua, otoño
La entrada al valle tenía unos ochocientos metros de ancho. Los picos arbolados de ambos lados formaban un túnel para el viento que asolaba de forma constante la llanura de la Campania procedente del mar. En pleno verano habría supuesto un gran alivio para el calor, pero el cambio de estación había llegado temprano. En cuanto oscurecía, las temperaturas bajaban rápido y la brisa intensificaba la sensación de frío. Con una capa y dos túnicas, Quintus agradeció tener una hoguera a la que arrimarse. El fuego con el que él y sus compañeros se calentaban era uno más de los que se habían encendido a lo largo de la entrada al valle. A unos cientos de pasos a la derecha, la línea de luz —y el valle en sí— quedaba partido por la franja oscura del río Volturnus, que fluía hasta Capua y la costa oeste. Estar iluminado y en una postura tan expuesta parecía de lo más incómodo, pero precisamente aquella era la intención de Fabio. Aunque Quintus se sentía un poco como una pieza de hierro en el yunque justo antes de que el herrero diera el golpe de gracia, la decisión del dictador tenía todo el sentido del mundo.
Con la cosecha recogida y la Campania desnuda, Aníbal necesitaba hacer marchar a su ejército hacia el este otra vez. Había pocas rutas para salir de la zona y Fabio las había cubierto todas. Hacía semanas que habían apostado fuerzas a ambos lados de la Vía Appia y de la Vía Latina, y en las entradas de varios puertos de montaña. Quintus era uno de los cuatro mil legionarios y velites que se apostaría allí, en el lugar perfecto para bloquear uno de los pasos más importantes hacia el este. Mientras la fuerza principal de Fabio continuaba siguiendo al ejército de Aníbal, ellos subían y bajaban por el borde de la llanura de la Campania manteniéndose en las laderas de la montaña y evitando entrar en combate en todo momento. Las dos semanas que Quintus había pasado allí se le habían hecho eternas. Estaba a menos de veinticinco kilómetros de Capua y a una distancia similar de su hogar, pero no había podido hacer nada al respecto. Pedir un día libre estaba descartado y, dado que los centinelas se cuadruplicaban por la noche, desertar era sumamente peligroso. A decir verdad, aquel no era el motivo por el que Quintus se había quedado. Aunque le habría gustado ausentarse una noche o dos, para intentar ver a su madre y a Aurelia, la lealtad hacia Rutilus y Corax, e incluso sus nuevos compañeros, le había hecho desistir. Si se hubiera perdido una batalla importante nunca se lo habría perdonado. En aquel momento sus seres queridos «seguro» que estaban a salvo en el interior de Capua. Por lo que Quintus había oído, la campiña estaba vacía, abandonada. Aquella noticia le había producido un gran alivio. Aníbal no estaba a punto de asediar Capua. Siempre y cuando la finca hubiera sido saqueada en las semanas anteriores, su madre y su hermana no corrían peligro.
Pero si él y sus compañeros lo corrían era harina de otro costal. El ejército de Aníbal estaba acampado a menos de cuatro kilómetros de distancia, en la llanura. Lo había visto con sus propios ojos, una columna inmensamente larga que había tardado toda la tarde en llegar. Ahora mil puntos de luz a lo lejos marcaban las hogueras enemigas. A Quintus se le encogió el estómago al verlas. ¿Los cartagineses intentarían atravesar aquel puerto de montaña? Y si así era, ¿cuándo? Aquella era la pregunta que corría en boca de todos los hombres.
—Son muchos, ¿eh? Por lo menos no estamos solos. El resto del ejército está cerca —declaró Rutilus cuando apareció ruidosamente procedente de la atalaya situada a cincuenta pasos hacia el frente.
—Lo sé —musitó Quintus—. Pero no lo parece. —Resultaba difícil creer que Fabio, sus cuatro legiones y el mismo número de tropas de socii estaban más cerca que el enemigo. Su campamento estaba en una colina situada a menos de un kilómetro y medio.
—Y que lo digas. —Rutilus escupió en dirección a las fuerzas de Aníbal.
—Llegarían aquí enseguida si nos atacaran —declaró Quintus con una seguridad que no acababa de ser real—. Se tardan horas en poner en marcha a un ejército. Los hombres de Aníbal no difieren de ello.
—Entonces, ¿piensas que Fabio luchará? —preguntó Rutilus con una risilla burlona.
Quintus sabía a qué se refería su amigo. Después de pasarse todo el verano marchando y entrenando, entrenando y marchando, y comiendo el polvo que dejaban los cartagineses merodeadores, la mayoría de los soldados hervían de impaciencia por luchar contra los invasores de su tierra. Trebia era un recuerdo lejano; ni siquiera Trasimene parecía una derrota tan terrible teniendo en cuenta que casi les habían duplicado en número. Aparte del tiempo pasado sobre el terreno, el motivo principal de aquella seguridad renovada era que Fabio y Minucio, su Maestro de la Caballería, dirigía ahora a más de cuarenta mil hombres.
—Es fuerza más que suficiente para machacar a los guggas —se decían los soldados entre ellos a diario—. Ha llegado el momento de darle una lección a Aníbal.
Quintus también había estado cavilando al respecto.
—Este puerto es fácil de defender. Si el enemigo inicia un ataque, creo que sí. Es el momento adecuado.
—¡Ja! Yo no estoy tan seguro. El viejo Verruga quiere evitar la confrontación a toda costa. No es un gran aficionado a la batalla. Apostaría el huevo izquierdo a que…
—¿A que qué, soldado? —Corax apareció en la penumbra con un brillo peligroso en los ojos.
—Na-nada, señor —repuso Rutilus.
—¿Te he oído llamar a Fabio Verruga? —preguntó Corax con voz melosa. Mortífera.
—Yo… eh… —Rutilus desvió la mirada hacia Quintus y luego volvió a mirar al centurión—. Sí, señor. Es posible, señor.
Corax respondió propinando un puñetazo a Rutilus en el plexo solar, que lo dejó tumbado en el suelo como un saco de grano. Rutilus abrió y cerró la boca, como un pez fuera del agua. Respiraba de forma entrecortada.
—Por esta vez fingiré no haberte oído —gruñó Corax—. Pero si vuelvo a oírte insultando a nuestro dictador en el futuro, haré que te azoten hasta que solo te quede un pelo del pubis de vida. ¿Lo has entendido? —Rutilus, incapaz de hablar, se limitó a asentir. Corax se giró hacia Quintus, que tuvo que esforzarse para no estremecerse—. No eres tan imbécil como tu amigo.
—¿Señor? —preguntó Quintus confundido.
—Hemos recibido órdenes. Si los guggas nos atacan, el ejército al completo marchará al combate. —Una sonrisa lobuna—. Se acabó apartarnos de su camino.
—¡Es una gran noticia, señor!
—Eso creo yo. —Corax lanzó una mirada asesina a Rutilus—. Cuando recuperes el aliento quiero que vuelvas a tu puesto de centinela, para lo que queda de noche. —Quintus empezó a relajarse… demasiado pronto—. Puedes ir con él, Crespo. Asegúrate de que no se queda dormido.
Quintus sabía que no era conveniente que protestara. Miró enfurecido a Rutilus mientras el centurión se marchaba.
—Se nos van a helar las pelotas toda la puta noche gracias a ti. ¿Por qué no has cerrado el pico?
—Lo siento —masculló Rutilus. No gruñó cuando Quintus le dijo que llevara la bota de vino que había reservado para una ocasión especial.
De todos modos, pensó Quintus con acritud, faltaba mucho hasta el amanecer.
A pesar del frío, uno de los dos podía echar una cabezadita de vez en cuando. Corax fue a ver qué hacían un par de veces, pero para el tercer turno quedó claro que les dejaba con ello. Quintus no estaba convencido de que cerrar los ojos y robar unos instantes de sueño comportara algún beneficio. Estaba tan helado que quedarse dormido le resultaba prácticamente imposible. Cada vez que lo hacía, una ráfaga de viento le entraba por debajo de la capa y lo despertaba. El vino ayudaba pero pronto se acabó. Se contaron chistes verdes durante un rato, pero también se les acabaron. Rutilus empezó a soltar una perorata sobre Severus y lo mucho que tenían en común. Sin embargo, Quintus seguía enfadado con Rutilus y le dijo de malas maneras que no le interesaba. Intentó pensar en el lecho caliente del dormitorio de su vieja casa, pero eso le enfurruñaba todavía más. Imaginar la batalla que quizá se librara el día siguiente surtía un efecto similar. Encima, Macerio estaba apostado cerca de ellos y el soldado rubio se pasó todo el rato haciendo gestos obscenos a Quintus o escupiendo en dirección a él. Quintus se esforzó al máximo para ignorarlo, pero le costaba. Al cabo de unas cuantas horas, estaba de un humor de perros. Tenía la cara y los pies entumecidos, al igual que la parte inferior de las piernas, allá donde no le cubría la capa. Tenía el resto del cuerpo un poco mejor pero sin una gran diferencia. Patear arriba y abajo era preferible a quedarse quieto. Contemplar las hogueras de la retaguardia no solo le estropeaba la visión nocturna sino que le hacía sentir mucho peor. Con el ceño continuamente fruncido marchó de un lado a otro con la mirada fija en el campamento enemigo.
Tardó unos segundos en captar las primeras llamaradas de luz, y entonces Quintus parpadeó sorprendido. ¿Se había incendiado una tienda? No era tan descabellado que ocurriera. El resplandor se propagó y se dio cuenta de que se había equivocado. Ningún fuego se propagaba tan rápido. Por Hades, ¿qué estaba ocurriendo?
—¿Rutilus? ¿Estás viendo eso?
—¿Es que no puedo ni mear tranquilo? —Rutilus miró por encima del hombro. Abrió unos ojos como platos. Mascullando un juramento, se guardó el miembro bajo la ropa interior y corrió al lado de Quintus—. ¿Tú qué crees que es?
—Son soldados preparándose para marchar —repuso Quintus cuando se percató de ello—. Están encendiendo las antorchas a la vez. —Oyó a su alrededor las voces asustadas de los demás centinelas. Nadie se había esperado aquello. Los romanos no solían emprender ataques nocturnos, por lo que tampoco lo esperaban de sus enemigos.
—¡Esos cabrones no se esperan hasta la mañana para moverse! —gritó Rutilus, diciendo una obviedad. Ya había caminado unos cuantos pasos—. Voy a buscar a Corax.
Quintus observó cada vez más nervioso cómo la zona iluminada ante el campamento enemigo aumentaba de tamaño. Tuvo la impresión de que había miles de hombres. ¿Sería la totalidad del ejército enemigo o solo una sección? ¿Estaban a punto de lanzar un ataque rápido a su posición? Entonces les superarían. Los cuatro mil soldados que bloqueaban el paso estaban más desperdigados que la mantequilla en un trozo de pan. Si los cartagineses avanzaban rápido, era imposible que Fabio y el resto del ejército llegaran a tiempo. En el mejor de los casos, los barrerían, y en el peor los aniquilarían. A Quintus se le hizo un nudo en el estómago por culpa del miedo. Igual que en Trasimene, tenía la horripilante certeza de que moriría. Al poco rato, cuando las antorchas empezaron a moverse, casi se sintió aliviado. La muerte, cuando llegara, sería rápida.
—Putos guggas conspiradores —espetó Corax.
Quintus nunca se había alegrado tanto de ver a su centurión.
—Sí, señor. Rutilus fue a buscarte en cuanto vimos las luces.
—Ya se están moviendo.
A Quintus le empezaron a entrar náuseas, pero entonces vio que la fila de antorchas no se dirigía hacia ellos. Giró la cabeza, intentando ver en la oscuridad.
—El collado. ¡Se dirigen al collado, señor! —En el extremo más alejado del pico que tenían a la derecha, la ladera era menos empinada. Quintus la había visto al dirigirse a su posición—. El ascenso desde la llanura hasta el risco situado entre este y la siguiente cima en dirección norte no es difícil.
—Ya lo sé. Desde ahí querrán seguir el sendero que cruza los Apeninos. O sea que intentan sorprendernos por la espalda, ¿no? —Corax se echó a reír—. El tonto de Aníbal ha calculado mal la distancia. Si nos movemos ahora, podemos escalar el pico que tenemos cerca y el risco antes que sus tropas. Negarles el paso con una buena ventaja con respecto a la altura no debería ser difícil. Informa a tus compañeros. Quiero a cuatro hombres de cada cinco agrupados junto a la orilla del río y preparados para marchar lo más rápido posible. Vuelvo enseguida.
—¡Sí, señor! —A Quintus le palpitaba el corazón contra las costillas. Se le pasó el cansancio y ni siquiera le preocupaba ya el frío. Él y Rutilus se dispusieron a congregar a los velites que estaban de guardia y a transmitir las órdenes a los legionarios presentes. Cuando Corax regresó con Pullo y el resto de los centuriones, los soldados formaron manípulos. Corax le dedicó un ligero asentimiento de aprobación antes de mirar a sus hombres.
—Todos habéis visto lo que pasa, chicos, Aníbal se cree muy listo. ¡Se piensa que estamos dormidos! Pues bien, sus hombres van a llevarse la sorpresa de su triste vida. Cuando lleguen al risco, les estaremos esperando, ¿a que sí?
—¡SÍ, SEÑOR!
—Fabio confía en nosotros. Roma confía en nosotros para que echemos a los guggas. Si no son capaces de salir de la Campania, esos pedazos de mierda se morirán de hambre. ¡Y entonces serán nuestros!
Cuando los hombres que estaban a su alrededor empezaron a gritar «¡Roma, Roma!», Quintus recordó la conversación sobre dar una patada en el estómago de un ejército. Todo aquello estaba muy bien, pensó con un deje de amargura, pero las tierras que quedarían arrasadas si a las tropas de Aníbal se les negaba el paso eran las de Campania, su hogar. Hasta el momento, la zona situada al este de los Apeninos se había librado de los estragos del enemigo. No tenía nada de malo que les llegara el turno. Sin embargo, Quintus se sentía culpable solo de pensarlo. Consideró que había llegado el momento de luchar, no de rendirse para que su región no sufriera.
—Crespo, Rutilus. —Corax y los demás centuriones convocaron a los líderes de la sección de velites en una reunión privada—. Vosotros os movéis con más rapidez que los hastati o principes. Iréis delante. Corred como el viento. Quiero que lleguéis ahí arriba antes que los guggas a toda costa. Dadles una bienvenida que no olvidarán. ¿Entendido?
—Sí, señor —respondió Quintus con el pulso acelerado. El ambiente se llenó con los gruñidos de aceptación de los demás.
—Ahora tienes la oportunidad de demostrar que no eres el imbécil que creo que eres —espetó Corax, mirando a Rutilus con furia.
—No te decepcionaré, señor —contestó Rutilus con fiereza.
—¿A qué esperáis? —gritó Corax—. ¡Moved el culo!
Corrieron hacia sus compañeros. Quintus explicó rápidamente qué tenían que hacer.
—Pedid ayuda a Hermes durante el ascenso. Por ahora por lo menos de lo único que tenéis que preocuparos es de no torceros el tobillo. —Con aquellas palabras provocó unas cuantas risitas, pero Quintus no sonrió. Hizo caso omiso de la mueca desdeñosa de Macerio, y también de su cara marcada—. Lo digo en serio. Vigilad dónde pisáis. Si os caéis, tendréis que valeros por vosotros mismos. Quiero a todos los hombres que estén en condiciones preparados para luchar en cuanto lleguemos al collado. —Entonces asintieron con expresión sombría para tranquilizarlo. Miró a Rutilus—. ¿Preparado?
—Ya estaría a media colina si no hubieras hablado tanto.
—¡No dices más que tonterías!
—Y a ti te encanta. Nos vemos en la cima. —Ávido por recuperar la confianza de Corax, Rutilus saltó directamente al río, lanzas y escudo en mano. Sus hombres le siguieron.
—¡No podemos permitir que nos ganen por la mano! —gritó Quintus—. ¡Conmigo!
Esprintó detrás de Rutilus con la única idea en mente de llegar a la cima y repeler a los cartagineses. Por suerte, el Volturnus solo les llegaba hasta la rodilla. Aun así, la frialdad del agua le sentó como un puñetazo en la cara. Lo cruzó como pudo porque las sandalias resbalaban un poco en las piedras lisas del fondo. Y entonces llegó a la orilla contraria y la hierba húmeda le fue rozando las piernas.
Cruzaron la parte más llana del valle a toda velocidad. No tardaron en alcanzar a Rutilus y sus hombres. Se insultaron para ver quién esprintaba más rápido y, a pesar del nerviosismo, Quintus desplegó una amplia sonrisa. Las chanzas ponían de manifiesto que la moral era alta. Cuando la pendiente empezó a aumentar, la hierba dejó paso a árboles pequeños, arbustos y rocas. El ascenso consistía en pasar por encima de rocas redondeadas y abrirse paso entre la densa maleza. Una luna llena de un naranja amarillento brillaba baja en el cielo, preñado de infinidad de estrellas resplandecientes.
Moverse lentamente no habría eliminado los riesgos, pero la prisa que tenían implicaba que fuera imposible evitar hacerse daño. Los soldados soltaban improperios cada vez que se daban un golpe en el dedo gordo del pie y los pinchos les abrían la carne. De vez en cuando Quintus oía el ruido de un cuerpo al caer en el suelo. Era difícil ver quién había caído pero no había tiempo de pararse a ayudar. No le quedaba más remedio que confiar en que los desafortunados no se hubieran hecho mucho daño. En el risco todas las lanzas contarían.
Para cuando llegó a la cima, Quintus era ligeramente consciente de tener la espinilla magullada y una rascada grande que le sangraba en un brazo. Las siluetas jadeantes de los hombres fueron apareciendo a izquierda y derecha. Sin embargo, estaba totalmente centrado en la masa de soldados enemigos que ascendían desde la llanura.
—¡Por la verga de Júpiter! ¡Sí que han avanzado rápido! —maldijo.
Rutilus se materializó a su lado.
—Será un acicate para llegar al collado antes que ellos.
—¡Podemos conseguirlo, maldita sea! —Quintus lanzó una mirada colina abajo y su malestar disminuyó. Las siluetas oscuras de los legionarios no estaban más que a unos doscientos pasos por debajo de ellos. Para cuando llegaran, la lucha acabaría de empezar—. ¡Vamos, chicos! —exclamó, moviéndose antes de que su temor aumentara. Rutilus aceptó el reto enseguida y se situó en cabeza una vez más. Quintus estaba decidido a no quedarse atrás. Igualados, bajaron a empellones por la ladera confiando en que sus compañeros les seguían. Más tarde desearía haberlo comprobado. Estaban más o menos a medio camino cuando alguien le dio un fuerte empujón en la espalda. Tropezó hacia delante y la cabeza le dio vueltas al perder el control. Vio las estrellas, la espalda de Rutilus, antorchas encendidas y luego el suelo. Quintus se golpeó la cabeza contra una piedra y perdió el conocimiento.
Lo recuperó cuando alguien le dio una bofetada en la cara. Un dolor cegador le irradiaba de algún punto por encima del ojo izquierdo y Quintus gimió.
—Está vivo.
—¿Puedes levantarte? —dijo una voz baja y apremiante.
—Creo que sí. —Unos brazos robustos lo pusieron en pie. Quintus agradeció que no lo soltaran de inmediato. Le temblaban las rodillas del esfuerzo de mantenerse erguido. Era extraño pero le pareció oír bramidos de ganado.
—Tienes suerte de que uno de los chicos te viera —afirmó un hastatus corpulento—. ¿Qué demonios ha ocurrido? ¿Has tropezado?
Macerio. Debía de haber sido él quien le había empujado, pensó Quintus embotado. Estaba aturdido pero sabía que no era buena idea acusar a otro soldado de algo que era incapaz de demostrar.
—Sí, eso creo.
—¿Puedes luchar?
Se llevó una mano temblorosa a la cabeza y se palpó con cuidado donde le dolía. Los dedos se le mancharon de sangre pringosa. Quintus se los limpió en la túnica.
—Por supuesto que sí —declaró. Bajó la mirada; estaba muy confuso. Entonces los bramidos que había oído cobraron sentido. Cientos y cientos de vacas corrían precipitadamente por el collado. Una luz extraña les brillaba en la cabeza.
—¿Listos, eh? —gruñó el hastatus—. Llevan antorchas sujetas en los cuernos. A lo lejos cada animal parece como dos hombres.
Quintus abrió unos ojos como platos. El enemigo corría a toda velocidad a los lados de la manada; eran hombres armados con lanzas y poco más. Otras figuras, que debían de ser romanos, se agolpaban en la base de la ladera mientras otros, probablemente los velites, lanzaban jabalinas a los cartagineses.
—Es un truco para que salgamos del puerto —dijo como un imbécil—. ¿Por qué no nos hemos dado cuenta?
—Los vuestros se dieron cuenta —repuso el hastatus sombríamente—. Empezaron a gritar pero no les oímos. Los centuriones nos obligaron a seguir avanzando. En lo alto acabamos como en un barril de pesca salada. Incluso cuando recibimos la orden de que la mayoría de los hombres debía regresar al río, tardamos una eternidad en dar la vuelta. Entonces la segunda unidad enemiga nos atacó con una ráfaga de jabalinas y hondas. Fue un caos absoluto. —Una risa amarga—. Sabían que acudiríamos al collado como una panda de niños emocionados.
—¿Qué está ocurriendo ahora? —preguntó Quintus cuando le embargó el pavor.
—Hay lucha en dos frentes: aquí y al otro lado del pico. Mientras tanto, el puto ejército de Aníbal al completo marcha por el puerto de montaña armado y listo para luchar. Aunque consigamos volver a cruzar el río, será demasiado tarde.
—Ese era su plan desde un buen comienzo —masculló Quintus.
—Hay que reconocer una cosa sobre ese gugga de mierda —soltó el hastatus—. Es más listo que el hambre.
—Algún día se le terminará la suerte. —Quintus intentó disimular el alivio que sentía por el hecho de que la Campania se hubiera librado de más saqueos—. Fabio acabará con él.
—Sí, o Minucio, más probablemente —replicó el hastatus.
Rutilus no era el único que consideraba que Fabio era demasiado cauto, pensó Quintus. Él, por otro lado, prefería a Fabio, más que nada porque Flaccus había sido un imbécil arrogante. A Hanno le preocupaba que Minucio estuviera cortado por el mismo patrón.
—Al final uno de los dos tendrá suerte —dijo con diplomacia.
—Con la ayuda de los dioses. Mejor que vaya a echar una mano, ¿vale? —El hastatus le dio un golpecito en el brazo—. Tómate tu tiempo para bajar por la ladera, probablemente todavía estés viendo las estrellas. Una jabalina más o menos no va a cambiar el resultado. —Con una risa cínica, él y su compañero se marcharon.
Agradecido por el respiro, Quintus se sentó en una roca lisa. Seguía teniendo un dolor de cabeza infernal. La lucha que se libraba más abajo parecía volverse cada vez más encarnizada. El ganado seguía pasando en manada. ¿Acaso los ardides de Aníbal no tenían fin?, se preguntó. Por lo que parecía, no. Sin embargo, aquello no era el Trebia ni Trasimene. Habría algunas bajas, pero no varios miles. Aquello no había sido una derrota sino un caso de superación de estrategia. Era una cuestión de orgullo herido para Roma pero no un golpe a los órganos vitales.
Mucho más abajo, un hombre rubio describió una parábola con una lanza hacia el enemigo. Era Macerio. «De ahora en adelante tendré que cubrirme mejor la espalda —pensó Quintus seriamente—. Antes ha debido de sonreírle la diosa Fortuna». Macerio probablemente pensara que la caída le había matado o que quizás alguien habría aparecido en escena y evitado que el enemigo le diera el golpe de gracia. Fuera como fuese, se había librado por los pelos. Poco después, aquella constatación le había tocado todavía más la fibra. Al bajar del callado se encontró con el cadáver de Rutilus. Aquello ya resultaba lo bastante demoledor, pero el hecho de que su amigo tuviera la herida mortal en la espalda hizo que Quintus montara en cólera. No podía ser la herida de un cobarde, Rutilus no era ningún pusilánime. Las posibilidades de que un enemigo le hubiera asestado tal golpe eran muy escasas. Las heridas honrosas de combate solían estar en la parte delantera o en el costado. No, era mucho más probable que Macerio se hubiera vuelto contra Rutilus después de «empujarle» a él colina abajo. Se trataba de un acto cobarde que sería imposible de demostrar. «¿Dónde está ese cabrón retorcido?». No muy convencido de tener fuerza suficiente para luchar, pero desesperado por vengarse, Quintus escudriñó la zona. En la confusión de la batalla no veía ni rastro del rubio.
Se obligó a tranquilizarse. La mejor táctica sería fingir que no había pasado nada, dar a entender a Macerio que se había salido con la suya. Sin embargo, la próxima vez estaría preparado. Y el que acabaría muerto sería Macerio, no él.
Norte de Capua
Había amanecido. Aurelia lo percibió. Llevaba horas tumbada sin apenas conciliar el sueño y, a través de los párpados cerrados, la luz había ido aumentando poco a poco. De todos modos seguía negándose a abrir los ojos. Cuando lo hiciera, tendría que admitir que era el día de su boda. Yaciendo inmóvil en la cama, respirando de forma superficial y pensando en cualquier cosa menos en las celebraciones que estaban por llegar, podía continuar fingiendo que ella y Lucius no serían marido y mujer para cuando llegara el fin de la jornada. Que nunca más volvería a ver a Hanno. Se le empañaron los ojos de lágrimas otra vez por el hecho de pensar en él. Antes de su llegada inesperada a la finca por la noche, se había ido resignando a la idea de casarse con Lucius. Pero después de haber visto a Hanno le resultaba imposible. Siempre que estaba despierta, y a menudo mientras dormía, la consumían los pensamientos apasionados acerca de él. Los preparativos de la boda: las pruebas del traje de novia, encargar el velo naranja que iba a llevar, decidir la lista de invitados; todo había pasado como un torbellino. Conforme se había visto obligada a concentrarse y todo le iba pareciendo más real, Aurelia se había dicho que se preparaba no para casarse con Lucius sino con Hanno. El día antes, sin embargo, sus esfuerzos para negar la realidad habían empezado a desbaratarse. Acompañada de su madre, Martialis y un grupo de esclavos, había viajado al norte de Capua a casa de uno de los parientes de Lucius. Debido al riesgo de que hubiera soldados cartagineses merodeando por la zona, celebrar la boda en la casa familiar de la novia, tal como dictaba la tradición, se había considerado demasiado peligroso. Así pues, tendría lugar en aquella villa, una casa que no había pisado hasta el día anterior. Aurelia se había pasado toda la noche intentando negar la realidad de lo que iba a pasar en las horas siguientes. Pero el fingimiento estaba a punto de acabar. Intentó maldecir a Hanno por haber aparecido en su vida, por abrirle el corazón al sentimiento del amor, pero no pudo. «Que los dioses te protejan, estés donde estés», rogó.
—¿Ama? —Elira estaba al otro lado de la puerta—. ¿Estás despierta?
«Y así empieza», pensó Aurelia fatigosamente.
—Sí, entra.
La puerta se abrió y Elira entró sonriente en la habitación.
—¿Has dormido bien? —Aurelia se planteó mentir, pero antes de hablar la iliria ya se había dado cuenta de su estado de ánimo—. Melito es un buen hombre. Amable. Te dará muchos hijos.
No tenía sentido intentar explicar nada.
—Ya lo sé —respondió Aurelia, esbozando una sonrisa forzada.
Las dos se sobresaltaron ante el sonido inconfundible de los gruñidos de un cerdo procedente del exterior de la casa. Era costumbre sacrificar temprano a un cerdo el día de una boda para que un adivino interpretara las entrañas.
—Esperemos que los augurios sean positivos —deseó Elira.
Aurelia murmuró que estaba de acuerdo sin darse cuenta. Por muchas aprensiones que tuviera, no quería añadir mala suerte al acto inminente. Miró su viejo vestido, colocado encima de un taburete y unos cuantos de sus juguetes de la infancia, que ella misma había traído de Capua para seguir el ritual de dejarlos de lado el día antes. A partir de ese momento, nunca volvería a llevar un vestido de niña. Se enfundaría una túnica nupcial y luego se convertiría en una mujer… en el sentido estricto de la palabra. Se sonrojó al pensarlo.
—Tu madre llegará temprano para ayudarte a vestirte. Dice de empezar peinándote. —Con cierta timidez, Elira levantó la punta de lanza de hierro con la mano derecha.
—Muy bien. —Aurelia retiró la ropa de cama y dejó las piernas colgando hacia el suelo—. En el patio hay más luz —dijo mientras cogía otro taburete.
En cuanto las vieron, empezaron a llamar la atención. Para cuando Elira empezó a utilizar la punta de lanza para separar el cabello de Aurelia en las seis trenzas tradicionales, un puñado de esclavos se había congregado para mirar. Sus sonrisas de aprobación y los murmullos de apreciación no mejoraron el estado de ánimo de Aurelia, pero no frunció el ceño ni los miró con expresión desaprobatoria. Sería un día largo pero estaba resuelta a mantener intacto el honor de su familia. Después de haber empeorado los problemas de sus padres, era lo mínimo que podía hacer. Casarse con Lucius era la única forma de mantener a raya la amenaza de Phanes.
Aurelia se encontraba justo en el exterior de las puertas abiertas del tablinum. Iba acompañada únicamente de Elira. «Ya está», pensó con el estómago revuelto. Ya no había vuelta atrás. Aparte de Lucius, que sería el último en llegar, todos los demás la esperaban en el atrium.
—Ha llegado el momento —susurró Elira. Aurelia giró la cabeza. A través del flammeum, o velo, veía a Elira de color naranja. Todo su mundo era naranja. Resultaba de lo más desconcertante, incluso más que su sencillo traje de boda blanco, la capa y las sandalias de color azafrán. Alzó los dedos para tocar el nudo de Hércules que sujetaba el cinturón justo por debajo de los pechos, y que solo podía deshacer el esposo, y reprimió las enormes ganas de llorar que tenía. Le parecía estar viviendo una pesadilla despierta—. Ama. —Elira habló con voz apremiante.
Necesitó hacer acopio de una gran fuerza de voluntad para empezar a mover las extremidades que la traicionaban. Notaba el fuerte aroma de la mejorana de la corona que llevaba en la frente. Era uno de sus olores preferidos e inhaló profundamente para extraer fuerza de él. Entró al tablinum, cruzó el mosaico a cuadros blancos y negros y pasó junto a la charca que recogía el agua de lluvia del orificio del tejado. Se paró junto a la partición de madera que separaba la estancia en la que estaba del atrium. El corazón le latía en el pecho como si fuera un pájaro, más rápido de lo que era capaz de contar. Nada de lo que hiciera cambiaría la situación. «Enfréntate a ello —pensó—. Prolongar la agonía será incluso peor».
Su madre y Martialis esperaban en el interior del atrium con el sacerdote y otros ocho testigos. Al entrar, Aurelia oyó los murmullos de aprobación. Al menos su aspecto era satisfactorio. Intentó moverse con elegancia cuando fue a colocarse ante el sacerdote, el más veterano del templo de Júpiter en Capua. Era un hombre de expresión severa con el rostro enjuto y pelo ralo que le dedicó un asentimiento serio. Atia y Martialis estaban situados a su derecha; los demás, a su izquierda. Aurelia desvió la mirada hacia su madre, que presentaba una expresión complacida. Apartó la vista y reprimió la ira que bullía en su interior. Martialis le dedicó una sonrisa amable. Aparte del padre de Lucius, no conocía a los otros ocho testigos. Supuso que eran parientes y amigos. Cielos, cuánto deseaba que su padre y Quintus hubieran podido estar ahí, aunque no hubieran impedido la ceremonia, al menos le habrían dado apoyo moral.
No tuvieron que esperar demasiado a que Lucius apareciera desde la otra entrada al atrium. Vestía una toga blanca y una guirnalda de flores. A Aurelia no le quedó más remedio que reconocer que estaba muy guapo. Aun así, no conseguía evitar imaginar a Hanno en su lugar. Lucius iba acompañado de más parientes y de un grupo de amigos. Aurelia se echó a temblar cuando llegó a su lado. Cuando el sacerdote empezó a hablar se sintió aliviada. Dio gracias a los dioses por los augurios positivos vistos en las entrañas del cerdo sacrificado, dio la bienvenida a todos los presentes a la ceremonia de boda y ofreció su agradecimiento al padre de Lucius y a los espíritus de los antepasados muertos. Unas cuantas frases sobre el matrimonio, los hijos y otras más sobre Lucius. Nada acerca de ella, aparte de mencionar que era de buena familia. Aurelia reprimió su amargura. Al convertirse en la esposa de Lucius se convertía en la mujer que daría a luz a sus herederos, continuando así el linaje y ayudando también a su propia familia.
—Repetid conmigo las palabras sagradas —dijo el sacerdote. «¿Ya?», le entraron ganas de gritar a Aurelia—. Mientras seas Aurelia, yo soy Lucius —recitó.
Lucius repitió las palabras con voz alta y clara.
El sacerdote desvió la mirada hacia ella.
—Mientras seas Lucius, yo soy Aurelia.
Aurelia miró hacia el lado. Lucius la estaba observando, igual que el resto de los presentes. Se le cortó la respiración; le temblaban los músculos de las piernas. De algún modo consiguió serenarse.
—Mientras seas Lucius, yo soy Aurelia.
—Para simbolizar esta unión, de la que los dioses son testigos, una mujer casada, que representará a la diosa Juno, debe unir las manos de la pareja —declaró el sacerdote. Había llegado el momento de Atia. Se acercó para colocarse ante Aurelia y Lucius, que se giraron para estar cara a cara. Atia tomó la mano derecha de cada uno y se las unió. Aurelia se armó de valor mientras los dedos de Lucius se entrelazaban con los de ella; lanzó una mirada iracunda a su madre desde detrás del flammeum. «Hago esto por ti y por padre», gritó para sus adentros. Si Atia se dio cuenta, no lo demostró y se retiró sin mediar palabra.
El resto de la ceremonia transcurrió como en un sueño. Aurelia caminó hacia el altar provisional que se había montado junto al lararium de la casa. Se sentó con Lucius en un par de taburetes cubiertos con piel de oveja; observó al sacerdote mientras hacía una ofrenda antigua de un pastel de espelta en el altar. Caminó alrededor de la tarima cogida de la mano de Lucius y repitió la bendición que pronunció el sacerdote; oyó los aplausos cuando fueron declarados marido y mujer; escuchó, entumecida, cuando uno por uno los invitados los felicitaban. Apenas probó bocado en el banquete posterior porque no tenía apetito. Cuando Lucius la alentó probó un poco de lechón y de pescado al horno enviado especialmente desde la costa.
—Está delicioso, ¿verdad?
Eran prácticamente las primeras palabras que Lucius le dedicaba. A decir verdad, no habían tenido muchas posibilidades de hablar, pero a ella ya le iba bien.
—Sí, delicioso.
—Toma un poco más. —Ensartó un buen pedazo de cerdo con el cuchillo y se lo colocó en el plato.
—Gracias. —A Aurelia le sabía mal no tener nada más que decirle, pero no se le ocurría nada. Y el pedazo de carne grasienta le había revuelto el estómago. Agradeció que el padre de Lucius, situado en un diván cercano, le llamara y entablara conversación con él. Mientras jugueteaba con la comida, intentó pensar en la noche que tenía por delante. Sin embargo, por mucho que no quisiera, no dejaba de pensar en lo que ocurriría inevitablemente cuando regresaran a la casa familiar de Lucius y se retiraran al lecho nupcial. Las explicaciones que le había dado su madre el día anterior la perseguían. Aurelia no estaba para nada preparada para la naturaleza gráfica del asunto, y menos en boca de su madre. Durante su infancia había visto a suficientes animales de granja apareándose como para conocer los aspectos físicos de la cópula, pero la idea de tener que estar ahí tumbada mientras Lucius le hacía lo mismo a ella le resultaba asquerosa y horripilante.
—¿Me va a doler? —había preguntado. Atia había suavizado la expresión y le había dado una palmadita a Aurelia en la mano.
—Al comienzo un poco, quizás. Aunque Lucius no es como muchos otros hombres. Será cuidadoso contigo, estoy convencida.
Lanzó una mirada rápida a su esposo. El vino que había tomado le había sonrojado las mejillas. El alcohol volvía más agresivos a algunos hombres pero no apreció muestras de ello en Lucius. Más que nada parecía más jovial que nunca.
—Con el tiempo, incluso es posible que te guste —había proseguido Atia. El recuerdo hizo sonrojar a Aurelia por segunda vez, enfadada y abochornada a partes iguales. ¡Como si eso fuera posible! Seguro que lo odiaría en todo momento y lo soportaría porque era su obligación. No habría sitio para el placer; con suerte sería rápido. A pesar del cerdo que acababa de probar, notaba un nuevo gusto amargo en la boca. Para su madre era fácil hablar de ese modo pues ella había sido bendecida con el matrimonio, dado que se había casado con el padre de Aurelia no mediante un compromiso acordado, sino por amor, con lo cual ambas familias habían estado en desacuerdo. «Tal vez debería haber huido con Hanno —consideró Aurelia—, dejado mi antigua vida atrás y empezado una nueva con él». La fantasía no duró más que unos segundos. No conseguía acallar a su conciencia. ¿Y permitir que Phanes dejara a sus padres en la miseria?, se preguntó. Sintió un nudo de emoción en la garganta. No habría podido vivir con ese peso sobre su conciencia si eso hubiera ocurrido. De todos modos, en parte era culpa suya. Si aquel día no la hubieran descubierto escuchando a hurtadillas, su madre no se habría retrasado en los pagos al prestamista sin escrúpulos. «Para ya», pensó. Todo aquel razonamiento resultaba fútil. Si Lucius no hubiera aparecido, le habrían encontrado a otro esposo adecuado. ¡Qué injusto!
Tenía un consuelo, si es que se le podía llamar así. Según su madre, si se quedaba encinta, Lucius no intentaría mantener relaciones sexuales con ella. Ni tampoco mientras diera de mamar al bebé.
—Como este matrimonio no te hace feliz, más motivos tienes para quedarte embarazada. En cuanto le hayas dado por lo menos un hijo varón, pero preferiblemente dos o tres, te dejará tranquila, si es eso lo que quieres.
A Aurelia le costaba imaginarse dando a luz una vez, y mucho menos varias veces. No era algo con lo que había soñado, como sabía que les ocurría a otras chicas. Si le dieran a elegir, prefería montar a caballo y entrenar con una espada —actividades ambas prohibidas a las mujeres— que la rutina de criar hijos. Pero sería preferible olvidar que Quintus le había enseñado alguna vez a hacer ambas cosas. Nunca lo volvería a hacer. Ni tampoco pasearía por el bosque con él y Hanno.
—En cuanto hayas tenido tres hijos, nadie se quejaría si tuvieras un amante discreto. Pero no antes —le había advertido Atia. Hanno podría haber sido un amante, pensó Aurelia con tristeza, si no perteneciera al bando enemigo. A decir de todos, los cartagineses —se negaba a llamarles guggas— eran unos verdaderos salvajes. Aurelia solo conocía a Hanno y, por supuesto, él no era así. Quintus debía de ser la única persona capaz de comprender lo que sentía por Hanno —a todos los efectos, él y Hanno habían sido amigos—, pero dudaba de que a su hermano le llegara a parecer bien tal cosa. Tendría que ser su secreto más oscuro para el resto de sus días.
Aurelia se sobresaltó al darse cuenta de que el padre de Lucius llevaba hablándole un rato. Lamentó que su padre y hermano no pudieran estar presentes, ofreció sus respetos a Atia y Martialis, que sustituía a Fabricius, y dio gracias a los dioses por los buenos augurios que habían manifestado los sacerdotes aquel día. A Aurelia se le quedó la boca seca cuando él se giró con un guiño hacia Lucius.
—Y ya tenemos casi encima el momento cumbre de la ceremonia.
—Levántate. —Atia estaba justo al lado de ella. Aurelia obedeció. Su madre le había explicado qué ocurriría pero el corazón empezó a palpitarle una vez más. Nunca había agradecido el abrazo de Atia como cuando Lucius se levantó y dijo en voz alta:
—Estoy aquí para hacerme con mi esposa.
Inmediatamente los invitados empezaron a soltar vítores, silbidos e insinuaciones sexuales.
—No la tomarás —declaró Atia.
Aurelia deseó de todo corazón que aquello fuera cierto, pero formaba parte del ritual.
Lucius se levantó del diván y tomó a Aurelia de la mano.
—Es mi esposa y la reclamo.
Los chillidos y las referencias groseras a las actividades nocturnas ganaron en intensidad. Lucius empezó a tirar de Aurelia. Ella comprendió la realidad de la situación y se aferró a su madre con la mano libre como un niño que no quiere ir a clase. Lucius se quedó primero extrañado y luego molesto. Tiró con más fuerza pero Aurelia resistió.
—¡Suéltame! —le siseó Atia al oído—. ¡Vas a causar tu deshonra y la de nuestra familia!
Aurelia cedió y permitió que Lucius se la llevara. Su madre lamentó la «separación» con grandes dosis de teatralidad, y los invitados, que no habían notado nada, mostraron su aprobación con un estruendo considerable. Aurelia se dejó llevar por el atrium hasta la puerta principal, donde los esclavos aguardaban con unas antorchas encendidas para acompañarlos al exterior. Ahí les esperaban dos niños. El primero corrió al lado de ella y le tomó la mano izquierda. Tal como mandaba la tradición, él era el hijo de uno padres vivos, la hermana de Lucius y su esposo. El segundo niño sostenía una antorcha y una rama de espino; caminaría ante ellos de camino a la casa de Lucius, situada a menos de dos kilómetros de distancia. La pareja esperó a que los invitados salieran al aire nocturno y los rodearan. Una pareja de músicos con una flauta tocó melodías provocadoras. Aurelia intentó hacer caso omiso del aluvión de canciones y chistes obscenos, pero era imposible. Continuaron lanzándolos y cantándolos cuando se inició la procesión. Si hubiera bebido un poco de vino quizás acaso no le habría importado, pero la costumbre establecía que las mujeres apenas debían beber.
—Estás hermosa.
La voz de Lucius la sobresaltó, más que nada porque le había hecho un cumplido. Normalmente no lo hacía, al menos en público.
—Gra-gracias.
La cacofonía propició que cubrieran el resto del trayecto en silencio.
En casa de Lucius, Aurelia ungió las jambas con aceite y grasa animal y sujetó hilos de lana a ambos lados. Lucius traspasó el umbral con ella en brazos entre multitud de aplausos y entraron en el atrium. Los invitados les siguieron en manada, borrachos y vociferantes. Acto seguido, le entregó los presentes solemnes que consistían en un vaso de agua y una lámpara encendida para darle la bienvenida a la casa de él. Con la antorcha que había llevado el niño que encabezaba la procesión, encendieron juntos las ramitas que estaban preparadas en la chimenea, que simbolizaban su nueva vida en común. Sin más preámbulos, continuaron hasta la cámara nupcial, uno de los dormitorios situado junto al patio y que habían preparado especialmente para la ocasión. La estancia estaba dominada por una gran cama y numerosas luces colgaban de un soporte de bronce ornamentado. En un rincón había una estatua fea del dios antiguo de la fertilidad, Mutunus Tutunus, provisto de un falo enorme. Más comentarios sugerentes en el ambiente. Lucius hizo una mueca pero Aurelia lo miró con pavor, agradecida de que la vieja costumbre de que las recién casadas se sentaran a horcajadas encima del miembro de piedra hubiera dejado de practicarse desde hacía tiempo. Permitió que su madre la despojara del flammeum y de los zapatos, se puso roja como un tomate al oír el consejo que le dio y contempló aliviada cómo Atia y los demás invitados se retiraban. Lucius cerró la puerta detrás de ellos.
Por supuesto, en cuanto se quedaron solos, su angustia mental se intensificó todavía más. Aurelia no sabía a dónde mirar: la cama, la estatua del dios priápico o Lucius. Arrastró los pies descalzos y miró al suelo, demasiado asustada siquiera para moverse. Cuando Lucius le tocó el brazo, dio un respingo. Alzó la vista hacia él con renuencia. Tenía una expresión amable, que casi empeoró el desasosiego de Aurelia.
—Siéntate en la cama —le dijo con voz dulce.
Ella obedeció. Lucius se agachó para deshacerle el nudo que tenía bajo los pechos. Aurelia observaba como si fuera otra persona. Lucius llevó las manos al dobladillo de la túnica de ella y entonces Aurelia saltó:
—¿Tengo que rezar antes? —Atia le había inculcado los pasos a seguir.
Él se echó hacia atrás y sonrió.
—Si quieres… Por mi parte, hoy ya me he hartado de rezar.
Para ocultar su conmoción por un lado y para retrasar lo inevitable por otro, Aurelia cerró los ojos y pidió la bendición y ayuda en las horas que estaban por venir a Juno, la protectora de las doncellas, y a Cincia, la diosa a quien se dedicaba el acto de deshacer el nudo. Pero acabó demasiado rápido. Lucius le dedicó una mirada inquisidora y Aurelia no hizo otra cosa que asentir. Estaba demasiado cansada para oponer resistencia.
En vez de desnudarla, Lucius sorprendió a Aurelia quitándose la toga. Tenía que reconocer que era atractivo. Tenía los músculos esculpidos como los de un atleta y el vientre de un galgo. Con el licium como única prenda, se le acercó de nuevo.
—Ahora tienes ventaja sobre mí —dijo con suavidad—. Levántate.
—Sí, esposo. —Intentó no temblar cuando Lucius le cogió el dobladillo de la túnica y se la sacó por encima de la cabeza. Cayó al suelo inadvertida mientras él le quitaba la ropa interior. Aurelia estaba abochornada. No había estado desnuda delante de un hombre desde mucho antes de que empezara a tener la menstruación. Hizo un esfuerzo para no taparse. Lucius captó todo su cuerpo con la mirada y ella hizo todo lo posible para no retroceder cuando él le tocó un pecho con la mano. Notó cómo se hinchaba bajo el licium.
—Métete en la cama —indicó él.
Aurelia sintió un alivio momentáneo al alejarse de sus manos. Se deslizó bajo la ropa de cama y vio cómo apagaba las luces una por una. La estancia quedó a oscuras cuando hubo acabado, pero eso no le produjo ningún consuelo, tal como habría pasado de estar sola. Aurelia le oyó situarse al otro lado de la cama y desvestirse. Su angustia alcanzó nuevas cotas. Si la tensión previa a la ceremonia y al evento en sí había sido difícil de soportar, aquello era una tortura. Cuando él entró en la cama, ella se acurrucó en el extremo opuesto y le dio la espalda. Cuando él estiró la mano y la tocó, Aurelia se estremeció.
Él no apartó la mano.
—Ahora estamos casados.
—Lo sé —repuso ella entristecida.
—Esposa, sé que te has casado conmigo por la insistencia de tus padres.
La sensación de culpa era inmensa. «Se merece algo mejor que yo», pensó.
—Yo… yo… —empezó a decir.
—No mientas. —Le habló con dureza por primera vez.
Una pausa interminable. Sintiéndose aún peor por el hecho de que él fuera consciente de sus sentimientos, Aurelia intentó pensar en algo que decir.
—Eres un buen hombre, Lucius —acabó susurrando.
—Y tú eres una joven amable y hermosa, espero que aprendas a ser feliz. El matrimonio sirve para engendrar hijos y llevar una casa, pero no tiene por qué ser motivo de infelicidad. Por lo menos es lo que dice mi padre.
¿Qué sabía él?, pensó Aurelia enfurecida. Sin embargo, cuando se le acercó y presionó su cuerpo desnudo contra el de ella, no hizo nada. Tenía el pecho cálido y suave, lo cual contrastaba sobremanera con la rigidez de su miembro, que notaba contra las nalgas. Tenía ganas de salir de la cama de un salto y ponerse a gritar pero no se movió. Había llegado la última parte de la prueba. Debía superarla por el bien de su familia. Mientras Lucius tanteaba los bajos, ella pensaba en Hanno, lo cual ayudó un poco. Sin embargo, la primera embestida en su interior la dejó conmocionada. Le dolió, porque estaba seca, pero no dijo ni una palabra y se limitó a morderse el labio. Lucius se movía adelante y atrás, penetrándola cada vez más adentro mientras emitía pequeños gritos de placer. El dolor de Aurelia aumentó un poco más, aunque le pareció soportable. El hecho de notarlo en su interior le resultaba mucho más difícil de aceptar. «Sé valiente —pensó—. Quintus tiene que arriesgar la vida en el campo de batalla, tiene que clavar la lanza en la carne de otro hombre. Yo solo tengo que hacer esto».
Lucius le apretó un pecho, embistió con más fuerza unas cuantas veces más y profirió un grito ahogado. El cuerpo le dio una sacudida y se relajó; se apartó de ella. Aurelia notó que la erección disminuía y que él salía de su interior. Enseguida notó algo pegajoso entre los muslos. Debía de ser la simiente de él mezclada con su sangre. Aurelia sintió como un largo y lento suspiro que emergía de su pecho. ¿Era alivio o satisfacción por haber acabado el acto? No lo sabía a ciencia cierta. Lucius se apartó de ella sin mediar palabra y ella encogió las rodillas sobre el pecho, como un bebé. Le habría encantado darse un baño, pero sabía que precisamente aquella noche no tocaba. El silencio los envolvió a ambos, a la cama y a la habitación como un manto pesado. Por lo menos los dioses se habrían aplacado, pensó Aurelia. El matrimonio se había consumado.
Dio la impresión de que Lucius se contentaba con aquello porque lo único que dijo con voz somnolienta fue:
—Buenas noches, esposa. —Tardó poco en ponerse a roncar.
A Aurelia no le pasó lo mismo. Se quedó bien despierta, contemplando la oscuridad. «Que la semilla haya cuajado», rogó. Aunque no tenía ningunas ganas de tener un hijo, el embarazo la protegería de lo que acababa de ocurrir, por lo menos hasta que el niño estuviera destetado. Si aquello no ocurría, tendría que someterse a Lucius siempre que él quisiera. Aurelia nunca se había sentido tan impotente. Dejó escapar un sollozo. Consiguió tragarse el siguiente pero entonces llegó otro, y otro más. Aquello era demasiado para ella. Las lágrimas que habían amenazado con aparecer a lo largo del día brotaron finalmente. Salieron de su interior como una gran marea de pesadumbre y empaparon la almohada y la sábana bajera. Hizo todo lo posible por llorar en silencio pero al cabo de un rato ya le dio igual si Lucius la oía. A lo mejor así se arrepentía de haberla tocado. Si veía lo afectada que estaba, quizá no volviera a tocarla. Aurelia incluso se dio la vuelta y se colocó junto a su esposo para ver si sus lloros lo despertaban. Sin embargo, lo único que consiguió fue que se diera media vuelta y roncara al adoptar una nueva postura.
En aquellas circunstancias, la desolación de Aurelia no conocía límites. «Hanno —pensó—. Hanno».
Transcurrieron muchas horas hasta que se dejó vencer por el sueño.