Capítulo 9

Cerca de Capua

Mientras las murallas de Capua se alejaban en la distancia, Aurelia se preguntó por enésima vez si estaba haciendo lo más sensato. «Haré lo que quiera —pensó con fiereza—. ¡Mi madre puede irse al Hades!». Uno de los dos esclavos de Martialis le lanzó otra mirada inquisidora, pero el hecho de que ella frunciera el ceño de inmediato le hizo desviar la vista. Engatusándolos y amenazándolos a partes iguales había conseguido conducir a la pareja al otro lado de la puerta; esperaba llevárselos hasta la finca familiar. Aurelia volvió a desear que Gaius estuviera por ahí, pues la habría acompañado. No, era mejor que no estuviera, decidió. Iba a casarse con Lucius. No tenía sentido que más tentaciones se interpusieran en su camino. Además, hacía tiempo que Gaius se había marchado, pues lo habían enviado con su unidad a reforzar las fuerzas de Fabio. Lucius habría ido si se lo hubiera pedido, pero no quería estar en su compañía. Él era en parte uno de los motivos por el que se marchaba.

Ojalá su madre no hubiera sido tan perseverante para ganarse al padre de Lucius, pensó. Pero Atia había sido como un perro con un hueso. Ella y Lucius iban a casarse en el plazo de unos meses. En cierto modo, Aurelia se había resignado a ese hecho —su padre había dado su bendición al compromiso, así que no podía hacer gran cosa al respecto—, pero estaba decidida a saborear sus últimos meses de libertad relativa. Como mujer casada, viviría a las órdenes de su esposo. Aquella quizá fuera su última oportunidad de visitar el lugar donde se había criado, de estar a solas con los recuerdos de Quintus y —si se atrevía a reconocerlo— de Hanno. La noche anterior había oído por casualidad algo que la había llevado a actuar. Desde el intento desastroso de escuchar a su madre y a Phanes, Aurelia se había convertido en la reina de las escuchas furtivas. Atia y Martialis solían charlar por la noche, cuando se suponía que ella ya estaba acostada. La noche anterior, Aurelia se había quedado pasmada por lo que había oído. El préstamo de Martialis no había hecho más que aplacar a Phanes durante dos meses, se había lamentado su madre. Martialis había expresado su horror y se había disculpado varias veces ante Atia. El pesar se le notaba en la voz.

—No tengo más dinero que prestarte.

Aurelia se había mordido el labio al oír las siguientes palabras de su madre. A no ser que Fabricius pudiera ayudar, lo cual parecía poco probable teniendo en cuenta que estaba desplegado siguiendo al ejército de Aníbal, la finca tendría que venderse o traspasarse a Phanes. Dada la incertidumbre que asolaba la zona, esto último parecía más probable. Aurelia apretó la mandíbula intentando contener las lágrimas ante el recuerdo. Por culpa de ella, Phanes pronto sería el dueño de la finca de su padre. Había albergado pensamientos siniestros acerca de hacer matar al prestamista, pero no sabía cómo organizar tal cosa, aunque hubiera tenido el dinero para pagar por ello, lo cual no era el caso. Exhaló un suspiro entrecortado. Su familia pronto se encontraría en la miseria y ella no podía hacer nada al respecto.

—¿Adónde vamos, señora? —preguntó el mayor de los dos esclavos, un hombre de espalda encorvada y aliento fétido. Su compañero, un íbero moreno con bigote, también se giró.

—A la finca de mi familia —informó Aurelia con sequedad—. No está lejos.

—¿Y el amo sabe que vamos allí?

—Por supuesto que sí —mintió Aurelia—. ¡Como si importara! ¿Acaso no os ordenó que me acompañarais a todas partes para protegerme?

El esclavo adoptó una expresión triste.

—Eso era dentro de Capua, señora.

—No recuerdo que Martialis dijera que tuviéramos que permanecer dentro del recinto de las murallas —espetó, perfectamente consciente de que eso era exactamente lo que había querido decir. Por ese motivo había hecho que la pareja y una mula para llevarla estuvieran en la puerta este en cuanto abrió, momento en que Martialis todavía estaba acostado. Probablemente en esos instantes estuviera empezando a despertarse, pero ya se encontraban a casi dos kilómetros de la ciudad—. ¿Tú sí?

—N-no, señora —repuso con voz queda.

—Pues entonces no seas tan insolente y presta más atención al camino. Por culpa de la guerra hay más latrones que nunca. Mantened los ojos bien abiertos por si hay bandoleros y las porras preparadas.

El esclavo intercambió una mirada con su compañero antes de cerrar el pico.

«Bien —pensó Aurelia, espoleando a la mula con los talones—. Así se quedarán callados un rato. Después les diré que falta poco para llegar. Para cuando se atrevan a volver a cuestionarme, ya casi habremos llegado». Intentó no pensar en la zona boscosa que tendrían que recorrer a unos ocho kilómetros de allí. Era un lugar donde solían atracar a los viajeros. Se armó de valor. Nunca les había pasado nada a ella ni a su familia viajando a Capua o desde esta. Aunque hubiera latrones en el bosque, dos esclavos fornidos y armados con porras supondrían suficiente motivo de disuasión.

«Si Quintus estuviera aquí me sentiría más segura», se lamentó. Aquello era imposible pues no tenía ni idea de dónde estaba. Sin embargo, su hermano seguía con vida. Aquella noticia había sido lo único que había aliviado la tristeza reciente de Aurelia. La llegada de su carta, un mes más o menos después de Trasimene, había supuesto una enorme sorpresa para su madre y para ella. Aurelia había llorado de alegría mientras Atia la leía en voz alta. Le daba igual que Quintus se hubiera peleado con Fabricius o que se hubiera alistado al contingente de socii como soldado de infantería en vez de regresar a casa. Lo único que importaba era que no estaba muerto.

«No se lo digáis a padre —había escrito Quintus—. No me encontrará por mucho que busque».

A pesar de que obviamente Atia no estaba de acuerdo con sus actos, le había resultado imposible ocultar su alegría ante la noticia. Incluso parecía haber asimilado la advertencia de Quintus sobre que dejaran la finca, aunque no había sido necesario. La urgencia de su interés en casar a Aurelia con Lucius había provocado que madre e hija no regresaran a casa desde la confrontación con Phanes. La finca estaba demasiado lejos de Capua para realizar el cortejo o para intentar ganarse la aprobación del padre de Lucius, por lo que habían permanecido en casa de Martialis.

—Agesandros es perfectamente capaz de regentar la finca —había dicho Atia con desdén cuando Aurelia le había preguntado.

No tenía ningunas ganas de volver a ver al capataz, sobre todo estando sola. Desde que Agesandros matara a Suniaton, nunca se había permitido estar a solas con él. Le asustaba demasiado. Supuestamente lo había hecho para proteger a la familia, pero en realidad era porque odiaba a los cartagineses. ¡Suni no había hecho nada!, pensó Aurelia entristecida. Era un alma gentil que ni siquiera había querido implicarse en la guerra. «Si me hubiera quedado callada, quizá todavía estaría vivo». Al recordar la metedura de pata se sintió mucho peor. El viaje fue haciéndose cada vez más pesado. La temperatura subió cuando el sol ascendió a lo alto del cielo celeste. Aurelia tenía el vestido adherido a la espalda; el sudor le producía picor en el cuero cabelludo, lo cual le hizo lamentar no haber traído un velo. La mula era el animal más obstinado que había conocido e iba a paso lento y cansino. Los esclavos hicieron un intento más de cuestionar su autoridad antes de rendirse, pero le pagaron con unas expresiones resentidas y un paso de tortuga que apenas alcanzaba al de la mula. Sin embargo, lo que menos agradaba a Aurelia eran los campos vacíos.

Las granjas y fincas de los vecinos de su familia estaban desperdigadas por la zona. Normalmente, los campos estaban llenos de esclavos trabajando. Aquel día apenas había un alma. La mayor parte del trigo y de la cebada se había recolectado, pero las extensiones de terreno ennegrecido ponían de manifiesto que una cantidad considerable se había quemado. Algunas personas se habían tomado el consejo de Fabio al pie de la letra, pensó Aurelia con desdén, aunque no se hubieran visto soldados cartagineses a kilómetros a la redonda de Capua. Su desprecio era una especie de pretexto. Según todas las versiones, había sido cuestión de suerte que los saqueadores enemigos no hubieran arrasado al norte y al oeste del lugar. Se alegraba de estar viviendo en Capua entre sus resistentes murallas de piedra. A Lucius le gustaba decir que por muy hábil que Aníbal fuera en el campo de batalla, carecía de sistemas de asedio. Sin ellos, no tenía ninguna posibilidad de tomar una ciudad del tamaño de Capua.

—A no ser que tuviera ayuda desde dentro —había dicho Martialis con voz queda en una ocasión, lo cual había dejado boquiabierta a Aurelia. Estaba acostumbrada a considerar romanos a él y a Gaius, pero ante todo eran oscos. El pueblo osco había vivido en la zona durante cientos de años y hacía tan solo algunas generaciones que habían accedido al control de Roma.

—¿Cómo dices? —había inquirido ella.

—No es más que la broma de un anciano —había murmurado Martialis con una sonrisa.

Bueno, esa situación nunca llegaría a producirse, decidió Aurelia, descartando la idea por ridícula.

No obstante, durante el resto del viaje no paró de albergar pensamientos inquietantes sobre soldados cartagineses. Cuando la silueta familiar de la villa y edificios anexos apareció a lo lejos sintió un gran alivio. Para su sorpresa, uno de sus pastores estaba apostado en la entrada principal con varios perros a los pies y con un arco encima de las rodillas. Resultaba ser que Agesandros había colocado a guardas armados alrededor del perímetro de la finca con la misión de alertar a los demás en caso de avistar tropas enemigas. Un pitido significaba un grupo pequeño y que había que preparar las armas; dos pitidos significaban que la cantidad de enemigos era mayor y que era necesario evacuar al bosque de forma indiscriminada. Aurelia no se permitió mostrar ante Agesandros lo impresionada que estaba. Se limitó a asentir como si ella hubiera hecho lo mismo.

—¿Y tu madre sabe que estás aquí? —preguntó por segunda vez.

—Sí. —No era del todo mentira. Para entonces, Atia habría encontrado su nota. Rezaba para que su madre la hubiera descubierto cuando ya fuera demasiado tarde para emprender su persecución.

—Es un poco raro que te haya permitido viajar hasta aquí con solo dos esclavos para protegerte. Vivimos en una época peligrosa para estar por ahí, incluso para las legiones.

—No me corresponde cuestionar las decisiones de mi madre. —«Ni a ti tampoco», es lo que vino a decir.

Agesandros captó la indirecta.

—¿Cuánto tiempo te vas a quedar?

Aurelia se indignó, aunque la pregunta no estaba fuera de lugar.

—Solo una noche. —Si se quedaba más, lo más probable es que apareciera su madre. Quería evitar la humillación de que su madre la llevara a rastras a Capua. Tal como estaban las cosas, no le extrañaría encontrarse a Atia por el camino a la mañana siguiente. Incluso eso sería preferible a que Agesandros viera cómo la castigaban. Le lanzó una mirada al ver la curiosidad que sentía. «Que se pregunte por qué estoy aquí —pensó con fiereza—. No es asunto suyo. Se enterará de mi boda lo bastante pronto, a través de los esclavos de Martialis, lo más probable».

—Mientras estés aquí, te rogaría que te mantuvieras cerca de la casa.

—¿Por qué? —preguntó Aurelia, que empezaba a perder los estribos. Tenía intención de ir hasta el claro en el que Quintus le había enseñado a emplear la espada.

—¿Cómo tengo que decírtelo? Hace una semana saquearon e incendiaron una finca situada a quince kilómetros al sur de aquí. La llegada de una fuerte patrulla romana fue lo único que impidió que los guggas saquearan más propiedades de la zona. Después la patrulla se ha desplazado a otro sitio, lo cual significa que la amenaza de ataque es tan grave como antes. Si te encontraran sola en el bosque, saben los dioses la suerte que correrías.

—¿Quién eres tú para decirme qué hacer? ¡Haré lo que me dé la gana!

Aurelia se extrañó al ver que no se enfadaba.

—Ya sabes cuál es la historia de mi familia —dijo con un profundo dolor en sus ojos oscuros—. No permitiré que te ocurra lo mismo. Aparte de lo que tus padres me harían, personalmente no podría soportarlo.

Aurelia sintió entonces un poco de compasión por Agesandros. Durante la anterior guerra contra Cartago, unos soldados cartagineses habían violado y posteriormente asesinado a su mujer, junto con sus hijos pequeños. «¡De todos modos, eso no era motivo para matar a Suni a sangre fría!», pensó enfadada. No obstante, la tensión de su mandíbula le indicaba que era capaz de retenerla en la casa en contra de su voluntad. Una punzada de temor le asomó por la base de la columna. Quizá tuviera razón en lo de ser cauto.

—Muy bien. Permaneceré cerca de la casa.

Él le dedicó una mirada penetrante y luego asintió satisfecho.

Situados a la derecha de Hanno, los Apeninos discurrían de norte a sur en una línea continua. Bajo la brillante luz del sol, las laderas eran una mezcla moteada de marrón, verde y gris. Había acabado enamorado de su aspecto a pesar de no ser Cartago, de no ser su hogar. Aquí el campo contrastaba claramente con su tierra natal, que tenía pocos picos. Había montañas más al sur y al oeste de Cartago, pero nunca las había visto. Que él supiera, era imposible estar en un punto cualquiera de Italia y no ver ninguna montaña. A su izquierda, un pico esporádico se alzaba hacia el cielo. Había sido así desde que descendieran de los Apeninos. El mayor que había visto era el Vesubio, que se elevaba desde una distancia impresionante en la llanura circundante. Aquí las montañas eran más bajas y el terreno era eminentemente agrícola. Se extendía hasta el mar, a un día de distancia en dirección oeste. Nunca en la vida había estado ahí, pero le resultaba familiar. Tenía motivos para ello. La finca de Fabricius se encontraba a menos de quince kilómetros de distancia. Su vida había completado un círculo, caviló Hanno. La última vez que había estado en la zona había sido un fugitivo que quería salvar la vida. Ahora pertenecía a un ejército invasor, con casi doscientos lanceros bajo su mando.

Una parte de Hanno ardía en deseos de marchar hasta la finca: para ver si Aurelia estaba allí; matar a Agesandros, dejarles claro a todos que no era un esclavo. Pero otra parte de él se alegraba de que Zamar, el oficial de la caballería númida con quien patrullaba, lo hubiera considerado demasiado arriesgado. Los exploradores de Zamar habían informado de la presencia de fuerzas enemigas al norte. Los romanos ponían en práctica una nueva táctica que consistía en seguir a sus grupos de saqueadores y tenderles una emboscada, y Hanno no quería sufrir la misma suerte horripilante que otras patrullas. Las órdenes de Aníbal eran que si una situación parecía arriesgada, la prudencia era la madre de la ciencia. Ese mismo día, Hanno y el númida habían hablado con Mutt y habían tomado la decisión de retroceder hacia su ejército por la mañana. Tenían muchos motivos para hacerlo. Su misión había sido un éxito rotundo. Se había evitado todo contacto con las tropas romanas; tenían las mulas atestadas de sacos de grano y ánforas de vino y aceite; había cerca de quinientas ovejas y cinco veintenas de vacas encerradas en los recintos provisionales junto a su campamento. Sus hombres habían matado a un montón de agricultores romanos, pero no demasiadas mujeres y niños; que él supiera habían cometido pocas violaciones, lo cual no había sido tarea fácil.

Hanno frunció el ceño. Tenía todo el derecho a sentirse feliz pero no lo era. Lo más sensato sería dejar aquel lugar y jamás volver la vista atrás. «Si hago eso —pensó— nunca volveré a tener la oportunidad de ver a Aurelia y preguntarle por Suni». Le había estado dando vueltas a esa idea durante todo el día como una piedra en el interior de una calabaza. Echó otra mirada hacia el norte. «Quizá ni siquiera esté aquí; la mayoría de las fincas de la zona han quedado abandonadas». Daba igual, decidió. Si no aprovechaba la oportunidad, siempre lo lamentaría. Si le pedía prestado un caballo a Zamar, no tardaría mucho en llegar. Gracias a la guerra, no había tráfico en las carreteras de los alrededores. Cuando oscureciera, el cielo nocturno sería lo bastante brillante para seguir el camino hasta Capua. El desvío hacia la finca de Fabricius era fácil de encontrar; igual que la propiedad en sí. Si la cosa salía bien, estaría de vuelta antes del amanecer. Nadie aparte del númida y de Mutt iba a enterarse. Una amplia sonrisa feroz apareció en el rostro de Hanno al pensar en la idea. No estaba tan emocionado desde… no recordaba cuándo.

Los dioses sonreían a Hanno aquella tarde y recorrió un buen trecho desde el campamento. Los únicos viajeros con los que se encontró fueron un sacerdote montado en una mula y su acólito, que caminaba fatigosamente detrás de su amo. Ambos miraron con suspicacia a Hanno, pero después de su caluroso saludo, el sacerdote masculló una respuesta. Ninguno de ellos se paró a hablar. Hanno llegó a la conclusión de que había sido buena idea vestirse con ropa anodina y haber cogido una de las monturas más zarrapastrosas de Zamar. Para quien no sospechara, no parecía cartaginés. Cierto era que estaba en el exterior cuando muy poca gente se atrevía, pero ¿qué iba a hacer solo un soldado enemigo?

Todavía quedaba luz en el cielo cuando llegó al camino que conducía a la finca de Fabricius. La entrada estaba situada un kilómetro más allá. Hanno habría sentido una gran satisfacción cabalgando por la avenida que conducía a la casa, pero no merecía la pena ser insensato. Si Agesandros rondaba por ahí, y no tenía motivos para pensar lo contrario, lo saludaría arrojándole una lanza. Era mejor cubrir el tramo final a pie. Una zona con espino negro y enebro que marcaba el límite entre dos fincas resultó ser el lugar perfecto para ocultar y atar el caballo. Acto seguido, con la mano en la empuñadura de la espada, avanzó sigilosamente por los campos que conducían a la finca y apareció a medio camino del sendero que llevaba a la casa.

Hanno se percató de la rareza de la situación cuando vio la silueta de los edificios al final de una hilera de cipreses. El corazón le palpitaba de la emoción, pero se obligó a caminar a paso de tortuga. Si el lugar no estaba abandonado, era probable que Agesandros hubiera apostado guardas. ¡O perros! Hanno se acordó demasiado tarde de los enormes perros de caza que Fabricius usaba, unas bestias babosas del tamaño de un jabalí, con un temperamento acorde. Normalmente los soltaba de noche. El sudor empezó a correrle por la espalda. ¿Por qué no había pensado antes en los dichosos perros? Lo despellejarían.

La cabeza le daba vueltas mientras calculaba la distancia hasta el límite de la propiedad. Como mucho eran unos pocos cientos de pasos. No había oído ningún ruido procedente de la casa. Si volvía sobre sus pasos, lo más probable es que saliera ileso. Se giró, pero no había dado más de doce pasos cuando los pies se le pararon por iniciativa propia. «¡Pero menudo cobarde estás hecho! ¡Acercarte tanto y ni siquiera intentar comprobar si Aurelia está aquí!». Hanno se tragó la bilis que le había subido a la garganta. Los perros solían ir solos o de dos en dos. Con un poco de suerte, si atacaban, podría matar a uno y luego al otro. Sacó la espada de la vaina y se encaminó de nuevo hacia el grupo de edificios.

Llegó al último par de cipreses sin dificultad. Las ramas se movían con la brisa y llenaban el aire de un suave crujido. Un recuerdo le hizo aminorar el paso. La última vez que había estado allí a oscuras había sido después de que Quintus lo pusiera en libertad. «Esa deuda ya la he pagado —pensó con dureza—. Ahora es un enemigo. Entonces, ¿por qué intentas ver a su hermana?», se dijo a sí mismo. Para eso Hanno carecía de respuesta. Lo único que sabía era que el impulso que ardía en su interior era irrefrenable.

Notó un movimiento en la penumbra entre los edificios agrícolas y la casa; los perros que aullaban excitados. La villa no estaba abandonada, ni mucho menos. Se encogió contra el tronco del ciprés más cercano.

—¡Eh, Zeus! ¡Eh, Marte! Esta noche tenéis ganas de correr, ¿eh? —Una risita—. Vosotros dos siempre estáis igual. Oso y Colmillo siempre son los que se quedan un poco atrás. Todavía esperáis algún resto de comida, ¿no? Siento decepcionaros, chicos, pero es la misma rutina de siempre. No hay comida para vosotros hasta la mañana. El hambre os agudiza el olfato, ya me he dado cuenta.

«¡Conozco esa voz! —pensó Hanno con una mezcla de asombro y rabia—. Es el cabrón de Agesandros».

—Buenos chicos, buenos chicos. Dejad que os suelte la correa y podréis salir corriendo.

«¡Mierda!». Hanno maldijo su imbecilidad por haber tentado tanto a la suerte. Los sabuesos estaban tan cerca que captarían su olor enseguida. Empezó a andar de puntillas hacia atrás. Cuanto más se alejara antes de que los soltara, mejor. Si todavía le quedaba algo del favor de los dioses, los perros echarían a correr en otra dirección. Entonces uno de los animales ladró y a Hanno le entró miedo. La idea era totalmente insensata. Agarró la rama más baja de un ciprés sabiendo que de poco le iba a servir. Sin duda los perros lo olfatearían. Cuando Agesandros se diera cuenta, le obligaría a bajar a punta de lanza. Un aullido y luego otro más. Perdió toda esperanza cuando se quedó colgando de la primera rama. «Tanit, no me abandones ahora —rogó—. No me dejes morir así, aquí». Era una reacción instintiva, una pregunta retórica. Las divinidades, por lo que él sabía, no intervenían de ese modo.

—¿Agesandros?

Hanno se quedó paralizado. «No, no puede ser».

—¿Qué estás haciendo aquí fuera todavía, Aurelia? Es tarde.

¿Aurelia estaba ahí? Hanno estuvo a punto de caerse del árbol por la sorpresa.

—Quiero pasar aquí un rato sentada —dijo ella.

—Estaba a punto de soltar a los perros.

—Eso puede esperar, ¿no?

—Preferiría que estuvieran sueltos a estas horas.

—Si estoy aquí, lo único que harán es rondar alrededor, a ver si les cae algo. Por favor, Agesandros. No tardaré.

Una pausa corta.

—Muy bien. Los volveré a meter en el redil. Avísame cuando entres, estaré en mi habitación.

—Gracias.

Hanno estaba tan asombrado que casi esperaba ver a Tanit en persona instando al siciliano a marcharse. Observó encantado cómo la silueta de Agesandros regresaba al patio. Parecía increíble, más allá de una posible coincidencia que ella estuviera allí justamente la misma noche en que él se había desplazado a hurtadillas hasta el lugar. No obstante, mientras él respiraba, Aurelia se encontraba a menos de veinte pasos de distancia. Ardía en deseos de llamarla, pero ¿qué podía decirle? Aurelia no tendría ni idea de que era él. Lo más probable es que reaccionara llamando a Agesandros a gritos para que soltara a los perros. Volvió a echarle una mirada a Aurelia y se sintió aliviado al ver que caminaba más cerca de donde él estaba. ¿Adónde iba? Hanno bajó al suelo con cuidado, dejó la espada en la tierra y esperó. Cuando Aurelia pasó por el lado, él se colocó enseguida detrás de ella. La cogió de la cintura con una mano, le tapó la boca con la otra y, entonces, le susurró al oído.

—No hagas ruido. ¡Soy yo, Hanno! —Ella intentó soltarse pero él la sujetaba con la mayor fuerza posible—. Te lo juro. Soy yo, Hanno. He venido a verte. —Ella volvió a intentar zafarse pero Hanno notó menos resistencia que antes. De repente percibió la calidez de su espalda, las nalgas contra su cuerpo y el palpitar de sus pechos en contacto con su mano. ¿Era el perfume que llevaba? Le embargó una oleada de deseo seguida de una gran vergüenza. Sin pensárselo dos veces, la soltó y se separó con los nervios a flor de piel.

Aurelia giró en redondo, boquiabierta.

—¿Ha-Hanno?

Dio un paso hacia ella y se paró.

—Sí. —No sabía qué decir.

—¿Qué? ¿Dónde? ¿Cómo has llegado hasta aquí? —Las palabras se le agolpaban en la boca.

—A caballo. —Sonaba tan estúpido que se le escapó una risa de entre los labios—. Desde mi campamento. Está a quince kilómetros de aquí.

—Oh, cielos. ¿Vas a saquear la finca? —Sonó aterrorizada.

—No, no, por supuesto que no. Aurelia, yo nunca…

—Lo siento —interrumpió ella—. He oído unas historias espeluznantes…

—Lo sé. Yo también lo siento. —Quería añadir que su pueblo había hecho lo mismo y peor al de él en la guerra anterior, pero no serviría de nada.

—Son cosas que pasan en las guerras —dijo entristecida—. Pero no quiero hablar de eso. Me parece increíble que estés otra vez aquí, igual que yo. Últimamente he estado viviendo en Capua. Pero lo de verte… ¡no me lo esperaba! Pero es maravilloso. He rezado por ti.

—Y yo por ti. —Seguía sin dar crédito a sus ojos.

Se sonrieron y de repente les embargó la timidez al ver lo mucho que ambos habían cambiado desde la última vez que se habían visto. «Ya es una mujer —pensó Hanno—. Y qué hermosa es». Él no se lo imaginaba pero Aurelia pensaba el equivalente de él.

—¿Quintus está vivo? ¿Has tenido noticias de él?

—Está bien. Nos enteramos de que le capturaste en el Trebia y que lo soltaste, a él y a padre. —Se le quebró la voz—. Fue un gran gesto por tu parte.

—Era lo menos que podía hacer, después de lo que él había hecho por mí. ¿Y tu padre?

—También está bien, gracias a los dioses. Espero que los dioses los mantengan a los dos a salvo.

—Sí, por supuesto. —Él pedía lo mismo para su familia—. Yo no habría matado a Flaccus —Hanno se vio impelido a decir—, pero mis hermanos desestimaron mi decisión. Teníamos órdenes de matar a los soldados enemigos que cayeran en nuestras manos. —Recordó el resentimiento que había sentido cuando se enteró de que Flaccus iba a casarse con Aurelia.

—No te culpo. Fue un alivio —susurró—. Apenas le conocía. Solo nos habíamos visto una vez.

—Te mereces a un hombre mejor que Flaccus —dijo con sequedad—. A un hombre como Suni, quizá. ¿Hace mucho que se marchó de la cabaña de pastor? —Aurelia no respondió de inmediato. Hanno maldijo para sus adentros—. Perdóname si te he ofendido —dijo con torpeza—. Es que Suni es un alma buena. Sería un buen esposo para ti. —Ella seguía callada y Hanno empezó a sentirse incómodo—. ¿Aurelia?

—No… no sé cómo decirte eso. Cómo contártelo.

—¿El qué?

—Suni está…

—No… ¿Muerto? No, no. —Se tambaleó un poco hacia atrás.

—Lo siento mucho, Hanno.

—¡Pero si la pierna se le estaba curando! —exclamó, alzando la voz.

—Chitón, te van a oír.

Hanno respiró hondo.

—Le habría quedado una fuerte cojera, pero eso es todo —susurró—. En nombre de Melcart, ¿qué ocurrió? —Aurelia se lo contó con voz temblorosa—. Agesandros —masculló con descrédito—. ¿Ese hijo de puta mató a Suni?

—Es culpa mía. Nunca debí traerlo a esta casa.

—Tú no tienes la culpa. Si no lo hubieras acogido, habría muerto en aquella choza.

—¿No oíste lo que dije? Si no hubiera mencionado su nombre, Agesandros quizá nunca se hubiera dado cuenta y Suni seguiría con vida. —Empezó a sollozar.

Sin ser consciente de ello, se acercó más a ella y la tomó en sus brazos.

—Fue un lapsus, nada más. Le podía haber pasado a cualquiera. Además, ya sabes cómo es Agesandros. Tarde o temprano habría descubierto la verdadera identidad de Suni.

—Yo estaba continuamente aterrorizada. —Aurelia se apretó contra el pecho de él—. E incluso fue peor después de la muerte de Suni. Agesandros no tenía motivos para hacerme daño, pero no era esa la sensación que yo tenía.

—Tendría que entrar ahí y matarlo ahora mismo —dijo Hanno, apretando los dientes.

—No, por favor, no. Ha armado a todos los esclavos. En el patio hay por lo menos tres haciendo guardia. No podría soportar que te mataran cuando acabas de regresar de entre los muertos.

Hanno dudaba de que unos pocos esclavos campesinos pudieran detenerlo, pero la petición sincera de Aurelia le impidió actuar.

—De todos modos, ese perro sarnoso tendrá que pagar algún día por lo que hizo —juró.

—Queda en manos de los dioses.

«O de mí», pensó Hanno con determinación. No tenía intención de dejar impune el asesinato de su mejor amigo. Empezó a pensar enseguida en saquear la finca en cuanto Aurelia se marchara, pero descartó la idea de inmediato. Conocía y apreciaba a muchos de los esclavos del lugar. Si no quería que un buen número de ellos muriera, tendría que mantener a sus soldados lejos de allí.

—Cuánto me alegro de verte.

Hanno volvió a centrarse en Aurelia. Lo estaba mirando con fijeza y tenía su cara tan cerca que apreciaba todos los detalles: los finos mechones de pelo negro en la mejilla, los ojos clavados en él, los labios separados a medias, el pulso en la base de la garganta. Resultaba fascinante. Sintió el impulso irrefrenable de besarla.

—Desde que tú y Quintus os marchasteis y Suni fue asesinado, me he sentido muy sola. Madre y yo nos peleamos continuamente. No he tenido a nadie con quien hablar. Gaius estuvo aquí un tiempo pero ahora también se ha marchado.

—¿El amigo de Quintus? ¿El que ayudó a Suni a huir?

—Sí. Ahora sirve en la caballería de los socii. —Aurelia se sintió culpable por el mero hecho de pensar en Gaius. ¿Había fantaseado sobre él porque pensaba que nunca volvería a ver a Hanno? No estaba del todo segura. De lo que sí estaba segura era de lo bien que se sentía teniendo a Hanno tan cerca. Aurelia se llenó de amargura. ¿Qué más daba? Estaban en guerra. Hanno no podía quedarse y ella iba a casarse con Lucius.

—Gaius es un buen hombre. Los dioses también le protegerán. —Aquello no pareció alegrar a Aurelia. Hanno inclinó el cuello un poquito más hacia ella. Aurelia no se apartó—. ¿Sabes por qué he vuelto?

—No. ¿Por qué? —Respiraba rápido y de forma superficial.

—Porque me lo pediste. ¿Recuerdas?

—Por supuesto. Aquella noche me la pasé llorando.

Hanno no lo soportó más. Apretó sus labios contra los de ella y notó cómo se fundían bajo la presión. La lengua se le disparó y se encontró con la de ella. Se besaron largo y tendido mientras recorrían con sus respectivas manos el cuerpo del otro. Aurelia se acopló a él; Hanno notaba sus pechos contra su torso, su entrepierna contra la dureza de su miembro. Hanno le colocó ambas manos bajo las nalgas y notó cómo jadeaba de deseo. Le faltó poco para arrancarle el vestido y tomarla allí mismo. No obstante, no era así como quería que fuera. Además, permanecer allí era demasiado peligroso.

—Ven conmigo —le instó Hanno—. Podríamos estar de vuelta en mi campamento antes del amanecer.

—¡No lo dirás en serio! —Aurelia lo miró a los ojos—. Sí que va en serio.

—Nunca diría una cosa así si no fuera en serio. —Incluso mientras lo decía, Hanno sabía que era una perfecta locura. Era cierto que había mujeres que seguían al ejército de Aníbal, pero eran prostitutas. Aurelia nunca sobreviviría a una existencia carente de escrúpulos como aquella. Ni a los soldados ni sobre todo a los oficiales se les permitía tener a mujeres que vivieran y viajaran con ellos. Aníbal mismo había dado ejemplo dejando a su esposa para liderar la campaña. Por consiguiente, se sintió culpable y agradecido a la vez cuando ella le susurró:

—No puedo marcharme contigo.

—¿Por qué no?

—Las mujeres no tienen cabida en un ejército que está en guerra. Sobre todo si la mujer es del bando enemigo.

—Nadie te pondría las manos encima. ¡Lo mataría!

—Sabes que no funcionaría, Hanno. —Sonrió ante su protesta ahogada—. Aunque pudieras llevarme, no vendría.

Hanno retrocedió, dolido.

—¿Por qué no?

Aurelia guio los dedos de él hacia su mano izquierda sin decir nada. Llevaba un anillo en el dedo anular.

Hanno retrocedió al notar el metal frío.

—¿Estás prometida con otro? ¿Ya?

—Sí. Madre lo concertó. Se llama Lucius Vibius Melito. Es un buen hombre.

—¿Le amas? —espetó él.

—¡No! —Aurelia le acarició la mejilla—. Tú eres quien realmente me importa.

—Entonces, ¿por qué no puedes venir conmigo? —A saber si ellos dos podían ser felices juntos, pero Hanno no soportaba la idea de que ella viviera con un hombre al que ni siquiera amaba.

Aurelia agradeció que la oscuridad no dejara ver lo sonrojada que estaba.

—Si no me caso con Melito, mi padre acabará arruinado. —Le explicó la situación con voz queda—. Así que ya ves que no tengo más remedio. En cuanto pertenezca a una familia poderosa, el prestamista nos dejará en paz. Eso concederá el tiempo suficiente a mi padre, y posiblemente a Quintus, para ganar ascensos. Y entonces podrán saldarse las deudas.

A Hanno le pareció un método dudoso para intentar ganar dinero. ¿Y si alguno, o ambos, resultaban muertos?, quiso preguntar.

—¿Solo hay un prestamista?

—Un hombre mantiene la gran mayoría de las deudas de mi padre, sí. Se llama Phanes.

—Es una rata de alcantarilla. Lástima que no esté aquí. Le daría motivos para condonar la deuda.

Aurelia le tocó la mejilla.

—Gracias. Pero me temo que no puedes hacer nada al respecto. No hablemos de él. Tenemos muy poco tiempo.

Con un gruñido, Hanno tomó nota mentalmente del nombre para recordarlo en un futuro. Perdió el hilo de sus pensamientos cuando ella se le acercó para darle otro largo beso. Le acarició los hombros con los dedos, pasó a su cuello y, antes de tener tiempo de detenerla, introdujo la mano bajo la tela que le protegía la cicatriz. Al notar la carne arrugada, se puso tensa.

—¿Qué te ha pasado? ¿Resultaste herido?

A Hanno le embargó la furia habitual. Tenía ganas de despotricar acerca de lo que Pera le había hecho, pero no tenía sentido. Aurelia no tenía la culpa, así que dijo:

—En cierto modo, sí.

—Tuviste suerte de sobrevivir —dijo ella con voz temblorosa—. Una herida en un lugar así, bueno…

—Tardé unos días en recuperarme, eso es todo. —La volvió a besar y ella respondió con una pasión ardiente, como si con sus actos pudiera reparar los daños. Hanno se emocionó y le devolvió el apremio con su propia avidez. Bajó suavemente los hombros del vestido para dejar al descubierto sus pequeños pechos. Inclinó el cuello y se llevó uno de los pezones a la boca.

—Cielos —la oyó murmurar—, no pares.

—¿Aurelia?

Fue como si alguien les hubiera echado un jarro de agua fría encima. Hanno se enderezó, pronunció un insulto para sus adentros y buscó la espada con desesperación. Se fundió en la oscuridad junto al ciprés más cercano mientras Aurelia se subía el vestido como podía para recobrar la compostura.

—¿Agesandros? ¿Eres tú?

—Estoy aquí. —Un susurro rápido a Hanno—: Tengo que marcharme. Intentaré salir otra vez más tarde.

—No puedo esperar —dijo él con un profundo pesar—. Los perros me encontrarán.

—¿Por qué estás ahí escondida, bajo los árboles? —gritó Agesandros.

—¿Escondida? Estaba regresando a la casa —respondió Aurelia alegremente. Dedicó una mirada de deseo a Hanno—. Ojalá este encuentro hubiera durado eternamente —susurró—. Que los dioses te protejan siempre y te mantengan a salvo.

—También a ti —repuso Hanno con apasionamiento.

—Le daré conversación el máximo tiempo que pueda, pero mejor que te marches rápido. Si los perros te siguen el rastro…

—No lo seguirán. Adiós, Aurelia. Te recordaré siempre. —La observó entristecido durante unos instantes mientras se marchaba; ella no volvió la vista atrás y él se retiró a la oscuridad.

En cuanto Agesandros desapareció de su vista echó a correr. Sentía una profunda pena mientras corría por entre los árboles. Aquella visita tenía que haber sido emocionante, alegre. Sin embargo, había resultado más desgarradora de lo que había imaginado. Reencontrarse con Aurelia contra todo pronóstico había sido asombroso, como un regalo de los dioses. No obstante, al igual que tantas intervenciones supuestamente divinas, había sido un arma de doble filo. Su encuentro había sido decepcionantemente breve y no habría un final feliz. Aurelia pronto se casaría con otro hombre. Le embargó una profunda tristeza.

«¿Y Suni?», pensó. A Hanno le parecía vergonzoso pero los pensamientos acerca de Aurelia eclipsaban el pesar que sentía por la suerte que había corrido su amigo. Aun así, aunque pudiera llegar a verla de nuevo, ¿qué sentido tenía? Pronto sería una mujer casada con una nueva vida por delante. Comparado con eso, él no podía ofrecerle nada de nada, ni siquiera una vida en campaña. Decidió que lo más conveniente para Aurelia, y para él, era desearle lo mejor y olvidarla.

Pero mientras escalaba el muro limítrofe, recuperaba el caballo y cabalgaba en dirección a su campamento, a Hanno le pareció imposible de hacer. No paraba de revivir cada momento, cada roce, cada palabra que ella había pronunciado. Tal como se percataría en días subsiguientes, era una especie de tortura mental: el placer exquisito y momentáneo del recuerdo de sus instantes de intimidad, seguido de horas de dolor por el hecho de saber que nunca se repetirían. Después de su regreso al cuerpo principal del ejército, les había tocado a otras unidades salir en misiones de pillaje. Ya era lo bastante negativo, pero cuando el ejército se dirigió hacia el sur en busca de zonas nuevas que saquear, la inevitabilidad de su separación de Aurelia le hizo sufrir todavía más. Después de eso, la única forma que Hanno tenía de conseguir algo de paz era en combate, bastante escaso en esos momentos dado que los romanos se negaban a entrar en batalla, o en el fondo de un ánfora de vino.

A veces deseaba no haber cabalgado jamás hasta la finca, no haberla visto, no haber descubierto el destino de Suni. Sin embargo, en cierto modo el dolor valía la pena. En lo más hondo del corazón de Hanno seguía habiendo un rescoldo de esperanza de que algún día se reencontraría con Aurelia en circunstancias más propicias. Era tan frágil, tan pequeño, que apenas osaba reconocer su existencia. Pero le ayudaba a seguir adelante. Eso y el ardiente deseo de clavar su espada en el corazón de hombres como Agesandros y Pera.