Capítulo 8

Capua

—Aurelia.

Se sujetó la almohada con más fuerza contra la cabeza. «Márchate —pensó entristecida—. Madre te ha enviado porque sabe que no pienso hablar con ella».

—Sé que estás ahí —dijo Gaius. A pesar de la almohada, oía todo lo que decía—. Abre la puerta, por favor, Aurelia.

Apartó la mano de la cabeza y lanzó un suspiro.

—¿Qué quieres?

—Hablar.

—Madre te envía —le acusó.

—Me lo ha pedido, sí, pero yo también quería hablar contigo. Estoy preocupado por ti.

—Estoy bien.

—No, no es verdad. —Volvió a llamar a la puerta—. No me voy a marchar hasta que me dejes entrar.

Permaneció tumbada en la cama durante unos instantes más antes de levantarse y correr el pestillo. Quizás él la animara.

—Has llorado —notó él al entrar.

Aurelia se secó los ojos enrojecidos.

—¿Qué esperabas? Aníbal ha vuelto a derrotar a nuestros ejércitos. Han matado a miles de nuestros soldados. Si Flaminio ha sido asesinado, no es tan descabellado pensar que padre y Quintus hayan corrido la misma suerte. Y yo… ¿se supone que me tengo que casar? —Volvió a echarse a llorar desconsoladamente.

—Ven aquí. —La tomó en sus brazos, que es lo que ella había querido que hiciera desde la noche que había pasado en su casa. Pero no en esas circunstancias tan espantosas. Sin embargo, Aurelia no opuso resistencia, necesitaba todo el consuelo del mundo.

Hacía tres días habían recibido una carta de su padre en la que le daba permiso para casarse con Lucius. Aurelia se lo había imaginado. Lo que nunca habría previsto era leer que Quintus había desaparecido recientemente mientras se dirigía a Capua desde el campamento de Flaminio. La afirmación de Fabricius diciendo que estaban realizando todos los esfuerzos necesarios para encontrarle había servido de poco para aliviar la angustia de ella y su madre. Era demasiado fácil suponer que Quintus estaba muerto por culpa de una caída del caballo, de unos bandidos o de una patrulla enemiga. Al cabo de dos días, la mañana anterior, sus vidas habían dado otro vuelco cuando habían llegado a Capua los detalles espeluznantes de la batalla del lago Trasimene. Atia se había quedado de piedra al oírlos y desde entonces había pasado la mayor parte del tiempo arrodillada en el templo dedicado a Marte. Gaius había estado entrenando en la llanura de la Campania, sin enterarse, pero el normalmente exultante Martialis había quedado reducido a un silencio pesaroso. Para Aurelia había sido un golpe muy duro. En lo más profundo de su ser, sabía que su padre se contaba entre los miles de muertos. Había bendecido su compromiso y luego lo habían matado en el campo de batalla. Era como si los dioses en persona se estuvieran riendo de ella.

—Las noticias sobre Trasimene son espantosas —empezó a decir Gaius, lo cual la hizo sollozar todavía más—, pero por lo que he oído la mayoría de nuestras bajas son legionarios. Flaminio no envió a la caballería por delante de la vanguardia, por lo que no cruzaron el estrecho situado junto al lago. Desde el momento en que se inició la lucha, la presión fue tan fuerte que no pudieron entrar en combate. Cuando cambiaron las tornas, pudieron marcharse a caballo sin problemas.

Aurelia se apartó, incrédula.

—¿Cuándo te han contado eso?

—Esta misma tarde. He hablado con otro mensajero recién llegado de Roma. El Senado lo envió con una notificación para los líderes de la ciudad.

Aurelia necesitaba que él pronunciara las palabras.

—¿Insinúas que padre quizás esté vivo?

La besó en la frente.

—Probablemente esté planeando tu boda mientras hablamos.

—Demos gracias a los dioses. —«¿Cómo puedo haber dudado de ellos?». Acertó a esbozar una sonrisa lánguida—. ¿Se lo has dicho a madre?

—Sí, y me ha dicho que yo te lo comunicara.

Entonces Aurelia pensó en Quintus y volvió a sentirse desdichada.

—¿Y mi hermano? —susurró.

—Que haya desaparecido no quiere decir que esté muerto.

—¿Y entonces por qué no vuelve a casa?

—No lo sé, Aurelia, pero debe de tener algún motivo de peso. Quintus no es un cobarde, ya lo sabes. No haría una cosa así por capricho.

—Lo sé. Pero ¿qué motivos podría tener? ¿Una chica?

—Han marchado durante semanas. No habrá tenido tiempo de conocer a ninguna.

Intercambiaron una mirada pensando lo mismo.

En un esfuerzo por distraerse del hecho de tener a Gaius tan cerca, Aurelia fue la primera que expresó sus pensamientos.

—¿Crees que podría tener algo que ver con Hanno?

—No lo veo posible. ¿Cómo iba a contactar con Quintus? Están en ejércitos contrarios.

—Y aunque lo hiciera, ¿qué haría huir a Quintus? —Meneó la cabeza presa de frustración—. No tiene ningún sentido.

—Pero el hecho de pensar sobre esto con cierta lógica te ha animado un poco. —Le dio un apretón cariñoso—. Quintus reaparecerá en algún momento, no temas.

—Gracias, Gaius. —Aurelia sonrió con arrepentimiento y pesar y se sintió mejor de lo que se había sentido desde hacía horas. «¿Por qué Lucius no puede parecerse a ti?», pensó, mirándolo con admiración. Acercó la cabeza a la de él ligeramente. Él no se apartó y a ella se le cortó la respiración en el pecho. Bajó la mirada hasta que lo único que veía eran la nariz y los labios de Gaius. Un dedo más cerca. Él seguía sin apartarse. Aurelia notaba la calidez de su aliento en la cara. Por todos los dioses, nunca había tenido tantas ganas de besar a alguien. Sus labios se rozaron y Aurelia notó que un rayo de energía atravesaba todo su ser.

—¿Quién has dicho que ha venido? —La voz enojada de Atia se oyó desde el patio. La respuesta del esclavo fue demasiado baja para resultar audible pero para entonces la magia había desaparecido. Se separaron con torpeza y sin mirarse—. Hazle pasar. Esperará fuera si no lo recibo —ordenó Atia.

Gaius frunció el ceño.

—¿Quién puede ser?

—Phanes —espetó Aurelia.

—¿Quién?

—Es un prestamista.

—¿Y qué quiere de tu madre alguien así? —Gaius se enteraría tarde o temprano, pensó. Además, ¿qué más daba que lo supiera? Rápidamente, le explicó lo que su madre le había dicho—. ¿Por qué tu padre no le pidió ayuda al mío? ¿O tu madre?

—¿Lo habrías hecho tú en una situación similar? —le retó ella.

—No es fácil pedirle un préstamo a un amigo, supongo —reconoció.

—Quiero oír lo que viene a decir.

—No creo que a Atia le parezca muy buena idea.

—Ojos que no ven, corazón que no siente —repuso Aurelia mientras se acercaba con sigilo a la puerta y atisbaba al exterior. Su madre estaba de cara a la puerta del tablinum, esperando al visitante no deseado. Aurelia observó durante unos instantes. Enseguida apareció Phanes, acompañado del mayordomo de Martialis. Atia lo recibió con una voz fría, no hizo ademán de dejar que se internara más en la casa, por lo que obligó al griego a permanecer en el umbral de la puerta. A Aurelia le entraron ganas de dar patadas. Su dormitorio estaba demasiado lejos para oír algo. Salió con descaro sin hacer caso del siseo de consternación de Gaius.

El patio seguía la distribución típica, con estatuas y plantas: parras, olivos, limoneros e higueras. Aurelia los empleó para ocultarse y avanzó hasta que estuvo lo bastante cerca para escuchar la conversación a hurtadillas. Cuando miró hacia atrás, se dio cuenta de que Gaius la había seguido. Se agachó detrás de una estatua grande de Júpiter Grabovius, una versión osca del dios venerado por los romanos, al que Martialis también rendía culto. Gaius se apretujó detrás de ella; a Aurelia le entusiasmaba notar el pecho de él contra su espalda.

—Te envié un mensaje informándote de las nuevas condiciones. Recibirás el primer pago el mes que viene —masculló Atia.

—Cuando hablamos por primera vez, me prometiste que tendría el dinero en el plazo de un mes. Intentar cambiar nuestro acuerdo sin consultarme es inaceptable —declaró Phanes con severidad.

Una pausa.

—Recaudar los fondos ha sido más difícil de lo que esperaba.

—No digo que no. Vivimos en tiempos de guerra. Sin embargo, ¿qué garantía tengo de que cumplirás este nuevo plazo? Estaría en pleno derecho de entablar un pleito contra ti de inmediato.

—Por todos los dioses, ¿no te basta con que te dé mi palabra?

Aurelia notaba la tensión en la voz de su madre. Estaba muy enojada pero ella tampoco podía hacer nada. Martialis, que podía haber acudido en su ayuda, se había marchado a las termas como hacía a diario y tardaría horas en volver.

—¿Quieres mis joyas, es eso? —Los brazaletes de Atia tintinearon entre sí cuando empezó a quitárselos de las muñecas.

—Guárdate tus baratijas. No tienen ninguna relevancia para una deuda tan grande —replicó Phanes con un claro tono despectivo—. Accederé a la última fecha con la condición de que el tipo de interés aumente a seis dracmas por cada cien. Calculadas semanalmente.

—¡Eso es un robo a mano armada! —exclamó Atia.

Aurelia notó que Gaius estaba enfurecido y tenso. En esos momentos hasta a él le bullía la sangre. Aurelia atisbó por entre los pies de Júpiter. Phanes seguía sin responder. Se limitaba a mirar a su madre con una leve sonrisa en los labios finos.

—Llámalo como quieras —dijo al final—. Es mi oferta. La tomas o la dejas, como quieras. Si la rechazas, daré instrucciones a mi abogado para que presente la demanda en los tribunales esta misma tarde.

Un breve silencio.

—No me cabe otro remedio —reconoció Atia con los hombros caídos—. Acepto tus condiciones.

«Menudo cabrón rastrero», pensó Aurelia. Estaba tan enojada que no se dio cuenta de que se había inclinado hacia delante en exceso hasta que fue demasiado tarde. Para cuando se dio cuenta, cayó hacia delante de boca. Alzó la mirada y se encontró a su madre mirándola horrorizada. Phanes sonreía con satisfacción.

—¿Estabas escuchando a hurtadillas? —preguntó Atia.

—Está claro —dijo Phanes—. Y no demasiado bien.

—Lo… lo siento, madre —tartamudeó Aurelia mientras se levantaba.

—¡Pagarás por esto! ¡Vete a tu habitación!

Antes de que Aurelia se moviera, Gaius salió de detrás de Júpiter.

—Mis disculpas, Atia, soy yo a quien debes culpar.

Atia apretó los labios mientras que la expresión de Phanes rayaba en el regocijo.

—Explícate —siseó Atia.

—Hemos oído voces. Aurelia ha reconocido la del prestamista. —Cargó la palabra de desdén—. Me ha contado lo de tus… dificultades… y quise escuchar. A ella le daba miedo hacerlo pero yo la he alentado. Está mal hecho y pido disculpas. —Sacó la mandíbula un poco.

—Ya veo. —Atia iba desviando la mirada de Gaius a Aurelia y vuelta a empezar. Ambos tuvieron cuidado de no apartarla. Ella fruncía el ceño, derrotada por momentos—. Informaré a tu padre de este comportamiento tan escandaloso. No espero que escuchen mis conversaciones mientras trato asuntos familiares privados.

Gaius agachó la cabeza reconociendo su culpa.

—No, por supuesto que no.

—Dejadnos, los dos —ordenó Atia.

Aurelia empezó a respirar de nuevo. Se giró para marcharse, pero la voz de Phanes se le enroscó como si fuera un látigo.

—Conmueve ver lo unidos que están, ¿verdad? —apuntó.

—¿Qué tiene eso que ver contigo? —espetó Atia con un tono gélido.

—Nada, nada de nada. Solo me preguntaba si Melito está al corriente de su… intimidad.

—¡Te estás pasando de la raya, pedazo de mierda! —gritó Atia. Un esclavo que estaba al otro lado del patio regando las plantas alzó la vista sorprendido. Atia bajó la voz—: ¿Cómo te atreves a cuestionar el honor de mi hija?

—Yo nunca haría tal cosa —protestó Phanes, aunque su mirada decía todo lo contrario.

—Lárgate antes de que ordene a los esclavos que te echen a la calle. —Atia señaló el atrium.

—Estoy a tus órdenes. —Phanes hizo ademán de marcharse pero se volvió—. Me pregunto cómo se lo tomará Melito cuando se entere de que su prometida retozó con un amigo de la familia delante de mis propios ojos. La primera vez que los vi juntos me dije que era fruto de mi imaginación, pero es innegable la fascinación que sienten el uno por el otro. —Hizo una reverencia—. Espero el primer pago en la fecha acordada.

Atia lo dejó marchar.

A Aurelia le dejó de piedra que su madre fuera capaz de reaccionar de ese modo. Cuando Phanes se lo contara, Lucius rompería su compromiso, estaba convencida. La expresión de Gaius denotaba lo mismo. Daba igual que Lucius se creyera a Phanes o no. Los celos eran una bestia terrible, decía su madre. En cuanto clavaban las garras en la carne de alguien, ya nunca se desprendían. El griego estaba casi en la puerta. No había vuelto la mirada atrás ni una sola vez.

—Phanes —llamó Atia. El griego se giró—. ¿Qué quieres a cambio de no decirle nada a Melito?

Sonrió con satisfacción.

—Y yo que pensaba que no tenías nada que ocultar…

—¡No tengo nada que ocultar! ¿Cuánto?

Una sonrisa de oreja a oreja.

—El tipo de interés será de diez dracmas por cada cien. También se calculará a diario. ¿Te parece aceptable?

—Sí —repuso Atia con una voz que denotaba un gran cansancio.

Phanes le dedicó una reverencia burlona. Aurelia se quedó horrorizada al ver que le guiñaba el ojo. Acto seguido, se marchó.

Atia posó una mirada asesina en Aurelia.

—¿Por qué no podías quedarte en tu habitación? Nos has arruinado, hija.

Abrumada por la culpa, Aurelia oyó la voz de su madre como si saliera de un largo túnel. Le fallaron las rodillas y cayó al suelo desmayada.

Costa de Picenum en el Adriático

Hanno pasaba el peso de un pie a otro, emocionado pero también acalorado y sudoroso por ir con el uniforme completo. Observó el mar azul brillante que tenía tentadoramente cerca. Los soldados de permiso chapoteaban en el bajío, gritando como niños felices. El contraste con la última extensión de agua que había visto, el lago Trasimene, durante el periodo posterior a la batalla, no podía haber sido mayor. Los hombres de Hanno y el resto de los libios habían estado demasiado agotados para perseguir a los legionarios romanos después de que horadaran sus líneas. Había dejado a Mutt a cargo de los heridos y se había ido andando al lago donde se había ganado la batalla.

La primera sorpresa había sido la inmensa extensión de agua teñida de rojo. Cuando Hanno hubo conseguido apartar la vista de tamaño horror, la dirigió a la orilla, abarrotada de miles de cuerpos ensangrentados y mutilados. Velites y hastati, principes y triarii, centuriones y otros oficiales se mezclaban de forma ignominiosa, su rango irrelevante para la muerte. Cientos de galos y númidas habían estado recorriendo la escena y habían matado a todo romano vivo y saqueado a los muertos. Había cuerpos decapitados por todas partes, la espeluznante obra de los guerreros que querían el trofeo máximo. Sin embargo, aquello no había sido lo peor…

Todavía quedaban muchos legionarios vivos. Como no tenían otro sitio adonde ir, se habían replegado al agua, donde, si la armadura no los había empujado al fondo, habían servido de diversión para la caballería enemiga. Hanno había visto a hombres apostando entre sí quién alcanzaría a un legionario en concreto en la cabeza con una lanza desde una distancia de veinte pasos, o quien le cercenaría la cabeza a uno al pasar montado a caballo. Algunos legionarios se habían matado entre sí para evitar que su vida acabara de un modo tan mísero; otros se habían internado en aguas profundas para ahogarse. A pesar del odio que sentía por los romanos, a Hanno le había repulsado la situación. Sin embargo, ¿qué otra opción tenían?, pensó con dureza. No podían hacerlos a todos prisioneros y Roma tenía que aprender la lección por las humillaciones a las que había sometido a Cartago en el pasado. Si no aprendían algo de la pérdida de quince mil legionarios y uno de sus cónsules y, tres días después, de más de cuatro mil soldados de caballería, es que eran unos completos idiotas. No obstante, en lo más profundo de su ser Hanno sabía que su última victoria no bastaría. Habría que derramar más sangre, había que infligir más derrotas a su viejo enemigo.

—No estaría mal darnos un bañito, ¿eh? —susurró Sapho.

Hanno volvió a la realidad con un sobresalto.

—Sí, espero que podamos darnos un baño cuando Aníbal termine con nosotros.

—Estaría bien. Apenas te he visto estos últimos días.

—Ya sabes cómo son estas cosas. Hay mucho que hacer después de la marcha diaria. Los heridos necesitan cuidados extra. Igual que el resto de los hombres. Demos gracias a los dioses por las reservas de aceite que Bostar encontró en aquella granja. Parece que su salud ha mejorado al añadírselo a la comida.

El ejército al completo quedó exhausto tras la larga marcha desde la Galia Cisalpina, los pantanos y la batalla, en cuyo transcurso las raciones no siempre habían sido suficientes. Los hombres se quejaban de dolor en las articulaciones; de sentirse fatigados constantemente, y a otros las encías les sangraban de forma exagerada. De todos modos, Hanno sabía que estaba eludiendo la cuestión, igual que su hermano. Por algún motivo era incapaz de quitarse de la cabeza el recuerdo de la expresión de Sapho cuando se había caído en el charco. No podía hablar con nadie del tema sin sentirse como un traidor. Sapho era de su misma sangre.

—Cierto. Pero esta noche tiene que ser distinta.

—Vale. —Miró a Bostar a los ojos—. ¿Te apetece darte un baño más tarde?

—Quizá —respondió Bostar con una sonrisa—. Depende de lo que Aníbal tenga en mente para nosotros.

—¿Lo sabes, padre? —preguntó Hanno.

Malchus, que estaba a unos pasos de distancia con Bostar, Maharbal —el jefe de la caballería de Aníbal— y un grupo de oficiales de alto rango, miró en derredor.

—Aunque lo supiera, no te lo diría. Espera a que llegue tu general.

La mención de Aníbal hacía que Hanno quisiera desvanecerse. Se había sentido incómodo en presencia del general, pero desde la batalla del lago lo había evitado en la medida de lo posible. Se dijo que estaba comportándose como un tonto. Su victoria había sido clamorosa; además, la amplia mayoría de los seis mil legionarios que habían atacado a su unidad habían quedado rodeados al día siguiente. En un alarde de magnanimidad, los ciudadanos no romanos de entre ellos habían sido puestos en libertad con el mensaje de Aníbal de que no deseaba enemistarse con sus respectivos pueblos. Aparte de unos cuantos oficiales de alto rango retenidos, el resto habían sido asesinados. ¿Por qué, entonces, se sentía fracasado? Incluso su padre le había dicho que nadie tenía la culpa; Sapho y Bostar sobre todo habían estado de acuerdo, pero Hanno imaginaba que veía el mismo desasosiego que él sentía en su interior en el rostro de sus hermanos. Los lanceros libios, sus lanceros, habían sido las únicas unidades de todo el ejército que no habían cumplido la misión que Aníbal les había encomendado.

—¡Ahí viene! —musitó Bostar.

Hanno siguió el mismo recorrido visual que los demás. Primero vio el bloque de scutarii, parte de la tropa de élite de Aníbal, vestida de negro. Iban a todas partes con el general, a no ser que este fuera a una de sus misiones habituales de incógnito, cuando se disfrazaba y se mezclaba entre los soldados para calibrar su estado de ánimo. Los scutarii se detuvieron; separaron las filas y Aníbal avanzó dando grandes zancadas. Había dejado atrás las armas y la armadura para la ocasión. Sin embargo, pocos hombres lo confundirían con otro. Su porte seguro, la túnica de un intenso púrpura y la banda de tela de un color parecido que le cubría el ojo derecho hacían que destacara a la legua. De cerca, resultaba evidente que Aníbal también había sufrido durante las semanas anteriores. Su tez morena estaba más pálida de lo normal. Le habían salido arrugas nuevas en el ancho rostro y canas en la barba corta que antes no tenía. A pesar de ello, el único ojo que le quedaba seguía transmitiendo una energía inusitada.

—Gracias a todos por venir —dijo, respondiendo a los saludos—. Es más agradable reunirse aquí que en mi tienda. Sol. Mar. Arena. ¿Qué más puede pedir un hombre?

—¿Unas cuantas mujeres, quizá, señor? —sugirió Maharbal con una sonrisa descarada.

Aníbal arqueó las cejas.

—¡Qué más quisiera yo! ¿Qué les ocurre a vuestros caballos? —llamó una voz de entre la manada de soldados atraídos por la presencia de su general.

Maharbal fingió enfadarse.

—¡Están todos sarnosos! ¿No nos has visto bañándolos con el vino rancio?

—¿Ahí es adonde ha ido a parar? Mientras tanto, vamos con la lengua fuera de tanta sed.

—Si queréis os podéis beber el vino después de que hayamos lavado a los caballos con él —declaró Aníbal. El soldado anónimo se calló mientras que sus compañeros se partían de la risa y se carcajeaban—. ¿Ya no tienes sed? —gritó Aníbal. No hubo respuesta—. Preséntate, soldado. —Se produjo una pausa—. ¿Tengo que decírtelo dos veces? —dijo Aníbal con voz fría.

Un hombre bajito con una ligera cojera se abrió camino hasta la parte delantera del grupo. Se le veía de lo más desdichado.

—¿No te gusta el vino de los caballos? —preguntó Aníbal a la ligera.

—Sí, señor. No, señor. No lo sé, señor.

Más risas, pero esta vez con cierta tensión. Por mucho carisma que tuviera, su general tenía fama de duro.

—Estoy bromeando —dijo Aníbal con calidez—. Hay que cuidar a los caballos, ya lo sabes. Son vitales para nosotros. —Los hombres asintieron—. Ahora tengo que hablar con mis oficiales. En privado.

—Sí, señor. Gracias, señor —masculló el soldado bajito.

—Sois buenos hombres. —Aníbal lanzó una mirada a su escribano, situado junto a él, pergamino y estilo en mano—. Encárgate de que estos hombres reciban una pequeña ánfora de vino de mi colección personal. Recuerda: pequeña —añadió con una sonrisa cuando los hombres empezaron a vitorear.

—Yo y los chicos te seguiríamos a cualquier sitio, señor. Aunque las pasáramos moradas —declaró el soldado bajito.

Sus camaradas gritaron incluso más fuerte. A Hanno siempre le impresionaba el liderazgo que ejercía el general. Con unas pocas palabras y un poco de vino, una vez más Aníbal acababa de convertir el resentimiento de sus hombres en adulación.

—Qué fácil hace que parezca todo —le susurró a Sapho. De inmediato se dio cuenta de que era un error. Sapho adoptó una expresión amarga.

—Es talento, hermanito. Hay personas que lo tienen y otras no.

—Ojalá lo tuviera —declaró Hanno, totalmente consciente de que Sapho dirigía a sus hombres recurriendo al miedo, no a la devoción, mientras que él intentaba emular a su padre y a Bostar, que lideraban con el ejemplo.

—Yo también —reconoció Sapho, que le dedicó una mirada suspicaz.

—Formad un corro —ordenó Aníbal.

Hanno sintió un alivio momentáneo al ver que Sapho no podría burlarse de él, pero le duró poco. No había ni jefes de tribu galos ni oficiales númidas presentes, solo cartagineses. Estaba convencido de que Aníbal iba a hablar de la batalla y de sus fracasos y los de su familia. El peso de la culpa caería sobre él, porque su falange había sido la primera en descomponerse. ¿Qué castigo recibiría? La degradación parecía lo más probable. Se preparó para lo inevitable.

—Nuestra victoria en el lago Trasimene fue bien merecida —declaró Aníbal, mirándolos a todos.

—Tu plan nos lo puso fácil, señor —apuntó Maharbal—. Fue una genialidad tender la trampa de ese modo.

Aníbal sonrió.

—La valía de un general es la misma que la de sus oficiales y hombres. Motivo por el que estamos aquí.

Bostar miró con inquietud a Malchus, que no hacía más que apretar y relajar la mandíbula. Sapho se sonrojó. Hanno observó el terreno que tenía entre los pies. Todos los oficiales a la vista, con la excepción de Maharbal, estaban haciendo algo parecido.

—Todo salió acorde con el plan en el lago, salvo una cosa. Tal como sabéis, las falanges libias se desmoronaron ante el ataque continuado de miles de legionarios.

Hanno alzó la vista y se encontró con la mirada fija de Aníbal. A él, cuando podía haber mirado a muchos otros. La boca se le quedó seca de golpe.

—Lo siento, señor. Teníamos que haberlos mantenido a raya —empezó a decir.

—Paz. No sé si ni siquiera yo habría podido impedir la incursión de los romanos —reconoció Aníbal, lo cual le sorprendió por completo—. La falange se utiliza desde hace cientos de años por parte de generales que lideraron a sus ejércitos en victorias de lugares como Maratón y Gaugamela. Pero esas batallas se libraron contra soldados que también luchaban en falanges. Las luchas de legionarios romanos tienen un estilo totalmente distinto. Tienen más movilidad y capacidad para responder al instante a un cambio de órdenes. Los hombres de una falange no pueden hacer eso. Nunca han podido y nunca podrán.

Hanno no daba crédito a sus oídos. ¿Los estaba absolviendo de su culpa? No se atrevía a mirar a Malchus ni a sus hermanos para recibir confirmación al respecto. Tenía la vista clavada en Aníbal. ¿De qué servían los lanceros libios si no eran capaces de derrotar al enemigo?

—Vuestros libios —y entonces Aníbal los miró uno por uno— se cuentan entre los mejores de mis soldados. Su fracaso en el lago Trasimene no es algo de lo que avergonzarse. No pudisteis hacer más de lo que ya hicisteis.

—Gracias, señor —dijo Malchus con un tono seco poco propio de él. Hanno se sintió como si le acabaran de quitar un gran peso de encima. Su fracaso no se debía a su falta de liderazgo. Lanzó una mirada a sus hermanos, que parecían igual de aliviados que él.

—Sin embargo, no puede volver a suceder —advirtió Aníbal—. En una ocasión distinta, lo que ocurrió en Trasimene podría haber resultado desastroso. El barco que ayer envié a Cartago podría haber llevado un mensaje totalmente diferente al que lleva.

—Entonces, ¿cómo podemos servirte mejor en el futuro? —inquirió Malchus.

—Un hombre debe usar siempre las herramientas que tiene a mano —repuso Aníbal con una amplia sonrisa maliciosa.

Hanno pensó que en ese momento los tenía a todos cautivados mientras escudriñaba el corro de rostros concentrados. Tenía el estómago revuelto de la emoción, y de admiración por su líder, que siempre parecía guardar otro as en la manga.

—Muchos de vuestros hombres les quitaron las cotas de malla a los muertos después de la batalla, lo cual fue un acto inteligente. Como sabéis, también ordené recoger los escudos y espadas de los enemigos caídos. —Aníbal sonrió ante los gritos ahogados de asombro—. Sí, haré que enseñéis a vuestra tropa a usar pilum, gladius y scutum. Si no podemos derrotar a Roma con la falange, entonces la venceremos convirtiendo a nuestros libios en legionarios. Una vez conseguido, marcharemos hacia el sur. Al igual que los galos, los habitantes del sur de la península no sienten aprecio por Roma. Además, sus tierras son fértiles y nos aprovisionarán. Cuando las legiones vuelvan a nuestro encuentro, estaremos bien alimentados, mejor preparados y tendremos aliados a nuestra espalda.

Los oficiales que rodeaban a Hanno se reían y murmuraban emocionados entre sí. Sonrió de oreja a oreja y fingió escuchar lo que su padre le decía a él y a sus hermanos. Sur. ¿Cuán al sur irían?, se preguntó. ¿Hasta Capua? Pensó en Aurelia. «Vuelve sano y salvo», le había dicho a Quintus. Luego le había mirado y susurrado: «Tú también». Con el corazón palpitante, le había respondido: «Lo haré. Algún día». Hanno había pensado que su promesa no sería factible durante muchos años, si es que llegaba a serlo. Había enterrado bien adentro sus sentimientos confusos hacia Aurelia. Ahora notó que resurgían de nuevo. Por todos los dioses, ¡cuánto le gustaría volver a verla! A pesar de los peligros intrínsecos, la posibilidad acababa de materializarse. Y le hacía sentir muy bien. Igual que averiguar qué le había ocurrido a su amigo Suni.

Los Apeninos, en la Vía Latina, sureste de Roma

Quintus se giró al oír una carcajada. Por entre la oscuridad seguía siendo posible distinguir las diez filas del manípulo, a cierta distancia. Los resplandores naranjas marcaban las hogueras que había encendido cada contubernium. Bajo la tenue luz que había más allá veía el destello de los ojos de las mulas que estaban en los establos. Contando con cuidado, Quintus logró distinguir la silueta de la lona de su tienda. Al igual que la mayoría de las tropas del campamento, sus compañeros —sus hombres, se corrigió a sí mismo— estaban sentados por fuera hablando y bebiendo el vino que hubieran conseguido comprar o robar aquel día. No tenía ningunas ganas de estar en su compañía. Urceus habría sido la elección lógica para liderar la sección de diez hombres, pero por culpa de sus heridas se había quedado atrás en Ocriculum, donde los maltrechos supervivientes de Trasimene habían marchado para reunirse con su nuevo comandante, Quinto Fabio Máximo, a quien el Senado, presa del pánico, había nombrado dictador. Corax había nombrado a Rutilus jefe de sección, pero lo que había resultado incluso más sorprendente había sido el ascenso de Quintus para que liderara un «cinco». Cuando había protestado, Corax le había dicho que se callara, que se lo había ganado. Al ver a los nuevos reclutas, que parecían asustados y más verdes que un pimpollo, Quintus había obedecido órdenes. Apenas había llevado la banda de piel de lobo en el casco una semana.

A Macerio le consumían los celos por el hecho de que le pasaran por delante; motivo por el que su enemistad se había intensificado todavía más. Ahora Rutilus era el único amigo que Quintus tenía en la unidad y había entablado cierta amistad con Severus, uno de los recién llegados. Quintus apenas le veía, salvo cuando marchaban. Su padre estaba vivo, un par de viajes furtivos a la zona de las tiendas de la caballería había confirmado que Fabricius había salido ileso de Trasimene, pero Quintus no podía abordarlo para mantener una conversación amistosa. Con nadie a quien recurrir, había acabado prefiriendo la soledad. En medio de un ejército, aquello no solía ser posible. Por consiguiente, las horas después del fin de las obligaciones diarias eran sus preferidas. En cuanto acababa la cena, se había acostumbrado a alejarse furtivamente a las murallas del campamento en busca de paz y tranquilidad. Siempre y cuando se mantuviera fuera de la vista del oficial de guardia, los centinelas le dejaban estar.

En la oscuridad dejaba aflorar su aflicción y que su culpa le remordiera de nuevo. Habían transcurrido varias semanas desde la derrota en Trasimene, pero la magnitud de aquellos eventos y los sucesos posteriores todavía no se habían asimilado. Contra todo pronóstico, Corax les había conducido alrededor del corro de tropas enemigas después de la fractura que siguió a la batalla. Más de cinco mil de los legionarios que habían seguido sus pasos no habían tenido tanta suerte; aparte de unos cuantos oficiales de alto rango, los ciudadanos que se encontraban junto a ellos habían sido asesinados. Quintus sentía una ira ardiente por sus muertes, al igual que por los miles más que habían muerto junto al lago. También le dolía que Gran Diez hubiera muerto, había sido un hombre decente. Pero la mayor pena, y el mayor remordimiento, estaban reservados para Calatinus.

Su amigo estaba muerto. Seguro. Unos días después de la batalla habían recibido unas noticias espeluznantes. Los cuatro mil soldados de caballería de Servilio habían sido aniquilados. Al enterarse de la derrota de Flaminio, el otro cónsul había enviado a sus jinetes a reconocer el terreno. Una fuerza enemiga les había tendido una emboscada y prácticamente los había exterminado. La mera idea de pensarlo ponía enfermo a Quintus. A pesar de las órdenes de su padre, tenía que haber estado con Calatinus y los demás. Que su amigo sobreviviera al Trebia y muriera al cabo de unos pocos meses parecía demasiado cruel. Demostraba lo caprichosos que podían llegar a ser los dioses.

Quinto Fabio Máximo parecía compartir su opinión. En cuanto fue nombrado dictador, ordenó a los sacerdotes que consultaran los Libros Sibilinos. Al igual que la elección de un dictador, un magistrado con poder supremo sobre la República, era algo que solo se producía en momentos de crisis profunda. Se habían realizado numerosos ritos religiosos, dedicatorias y promesas en un intento por ganarse el favor de los dioses. Nada de todo aquello había hecho desaparecer a Aníbal, pensó Quintus sombríamente. El cabrón seguía llevándolos por el camino de la amargura. Las últimas noticias que habían llegado eran que el cartaginés estaba arrasando la mitad de Apulia. Aquello ya era lo bastante negativo, pero ¿y si Aníbal conducía a su ejército por los Apeninos hasta llegar a la Campania? Fabio había ordenado que las ciudades no fortificadas y las fincas cercanas al enemigo se abandonaran, y que todas las propiedades y cultivos que no pudieran retirarse se destruyeran, pero Quintus no se imaginaba a su madre dejando su hogar, y mucho menos prendiendo fuego a las reservas de grano y vino. Era demasiado tozuda. Cerró los ojos y se imaginó a una banda de númidas, como los hombres a los que habían tendido una emboscada, cabalgando hasta su finca. Se sintió culpable por no haber obedecido a su padre. «Júpiter, no permitas que esto ocurra», rezó con todas sus fuerzas. A modo de respuesta no oyó ni sintió ni vio nada. Como de costumbre. Le entraron ganas de gritar de frustración, maldecir a los dioses, pero no osó. ¿Acaso habían abandonado a Roma por completo? Era la impresión que daba la mayor parte del tiempo. Quintus se planteó enviar a su madre una carta de advertencia, algo que su padre quizás ya habría hecho. Le serviría para otro propósito: decirles a ella y a Aurelia que estaba vivo. Pero no podría contarles que se había alistado a los velites porque lo tomarían por un cobarde. La idea intensificó su desdicha.

—Me imaginaba que te encontraría aquí.

La voz suave de Rutilus sobresaltó a Quintus.

—Hades, eres sigiloso como un gato.

Su amigo desplegó una amplia sonrisa.

—Sé ser sigiloso cuando me interesa. ¿Te apetece un poco de compañía?

—¿Severus no te echará de menos? —saltó Quintus.

—Está dormido.

—Tenía que haber sido consciente de que ese era el motivo.

Rutilus le dio una palmada en el brazo.

—Ya sabes cómo es el primer amor… cuando nunca te cansas de la otra persona. Cuando deseas estar continuamente con ella.

—Lo he oído decir. —Quintus notó la mirada de Rutilus fija en él, pero no giró la cabeza para encontrársela. En cambio dejó la mirada perdida en la muralla, enfadado consigo mismo por guardarle rencor a Rutilus, y a Severus, y el hecho de que nunca había estado enamorado.

—¿Nunca has estado con una mujer?

—Yo no he dicho eso. —Pensó con anhelo en Elira, la atractiva esclava de su hogar con quien se había acostado en innumerables ocasiones—. Nunca me he enamorado, eso es todo.

—Un día te pasará. Eros lanzará su flecha y tu vida nunca volverá a ser igual.

—No mientras continúe esta dichosa guerra. No pasará.

—Conocer a mujeres estando en el ejército es difícil —convino Rutilus—. Pero siempre puedes buscar compañía masculina.

Quintus se giró en redondo. La sonrisa de Rutilus le enojó todavía más.

—¡Deja de burlarte de mí!

—Disculpa. Mi única intención era levantarte el ánimo. —Quintus no respondió. Guardaron silencio. Una estrella fugaz surcó el cielo y titiló antes de desaparecer. «Se fue, igual que Calatinus», pensó con acritud—. ¿Por qué estás tan abatido? —preguntó Rutilus al cabo de un momento—. Por eso he venido.

Su enojo fue remitiendo. Rutilus era un buen amigo.

—Tienes que prometerme que no se lo dirás a nadie.

—Tu secreto está a salvo conmigo.

—Ni siquiera a Severus, Rutilus, lo digo en serio.

—¿Qué has hecho? ¿Has violado a una virgen vestal? —Rutilus vio que no estaba de humor y asintió—. Vale, lo juro por Júpiter, Juno y Minerva.

La mención de la tríada sagrada le tranquilizó.

—No me llamo Crespo. Me llamo Fabricius. Quintus Fabricius.

La sorpresa de Rutilus resultó evidente, incluso en la penumbra.

—¿Por qué utilizaste una identidad falsa para alistarte al ejército? ¿Has cometido algún crimen?

—Podría decirse que sí. Soy… era… soldado de caballería, pero mi padre me ordenó que regresara a casa hace meses. No me licenciaron de la caballería, así que al alistarme a los velites incumplí mi juramento original.

Rutilus abrió unos ojos como platos.

—¿Eres un ecuestre?

—¡Chitón!

Rutilus se le acercó más.

—Por todos los dioses, ¿por qué ibas a querer ser un veles?

—Es complicado. —Quintus esbozó en voz baja lo que le había sucedido en el pasado.

—Vaya, menuda historia, de eso no hay duda —afirmó Rutilus cuando hubo acabado.

Quintus se sintió culpable con más crudeza que nunca.

—¿Crees que los dioses me castigarán? En un sentido estricto sigo en la caballería.

—¡Los dioses ya se han reído los últimos permitiendo que te alistaras a los velites!

—Lo digo en serio.

—Yo también. Si los dioses no ven que eres un servidor leal de Roma, entonces ya no hay esperanza.

—Tenía que haber servido en la caballería de Servilio. Tenía que haber estado allí cuando les tendieron una emboscada. Un buen amigo mío está muerto, Rutilus. Yo también debería estarlo.

—Pero tu padre te ordenó que te marcharas a casa, ¿no?

—Sí —masculló Quintus.

—Así que tampoco habrías estado allí. Aunque hubieras estado con tu amigo, no le habrías abandonado si hubieras sabido lo de la emboscada, ¿no?

—¡Por supuesto que no! Nunca habría dejado solo a Calatinus.

—Entonces deja de echarte las culpas. Vete a saber si morirás en la siguiente batalla contra los guggas. Tú no eliges cuándo o cómo pasará.

Quintus elevó su mirada a las estrellas.

—Espero que estés en lo cierto.

—Lo estoy, así que anímate —ordenó Rutilus. Alzó la bota de vino que había ocultado a un lado—. Brindemos por tu amigo muerto, Calatinus.

El vino probablemente fuera robado, pero a Quintus le daba igual. Cogió la bota y vertió con cuidado una libación en el suelo al tiempo que ofrecía una plegaria por Calatinus.

—Por todos los demás que también murieron en el lago.

Dio un buen trago y disfrutó de la sensación cálida que le proporcionó el vino al fluirle hasta el estómago. Se lo devolvió a Rutilus sin mediar palabra. Se lo fueron pasando durante un rato, honrando a los muertos y disfrutando del silencio.

—A menudo pensé que tu acento parecía más culto de lo que pretendías ser —reconoció Rutilus al final—, pero no tenía ni idea de que fueras noble. ¡Y amigo de un gugga!

—No le llames así —replicó Quintus, al recordar la época en que había utilizado ese insulto con Hanno.

—¡Venga ya! Todos los cartagineses son guggas, ¿no?

—¡No! Ese apelativo significa «rata insignificante», Rutilus, ¿recuerdas? Pasé casi un año con Hanno. Sea lo que sea, no es un gugga. —Le relató la historia de Flaccus, y la emboscada en la que había muerto.

Rutilus intentó digerirlo durante unos momentos.

—Si un hombre prefiere los hombres a las mujeres, los demás suelen juzgarle con dureza. Es algo que siempre me ha parecido odioso —caviló—. Supongo que puede decirse lo mismo de los cartagineses. Hanno mostró verdadero honor al liberaros a tu padre y a ti. No son todos unos monstruos, ¿no?

Quintus notó un extraño alivio al escuchar que otra persona hablaba con respeto de Hanno.

—No. Son enemigos pero son hombres dignos.

—¿Qué harás si lo vuelves a ver?

—Espero que nunca ocurra.

—Pero ¿y si ocurre?

—Lo mataré, igual que él me mataría a mí —afirmó Quintus con saña. En lo más profundo de su ser no estaba tan convencido de que lo haría, pero no pensaba reconocerlo delante de otra persona.

—Ojalá los dioses se encarguen de que nunca tengas que hacerlo —musitó Rutilus. Dio un codazo a Quintus—. ¡Nunca pensé que serviría con alguien con un cuñado muerto tan importante!

—No era mi cuñado. El matrimonio nunca llegó a celebrarse.

Rutilus ni siquiera le había oído.

—El hermano de nuestro nuevo Maestro de la Caballería emparentado con un veles de origen humilde, ¡imagínate!

La protesta de Quintus se le quedó ahogada en la garganta. Había oído mencionar a Marco Minucio Rufo a menudo durante los últimos días, pero no había sido consciente de la relevancia del nombre. Cayo Minucio Flaccus y él habían sido hermanos. Ahora, y durante los siguientes seis meses, Minucio sería el segundo hombre de mayor rango en la tierra, por debajo tan solo de Fabio, el dictador.

—No lo había pensado.

Sintió otra punzada de culpabilidad al imaginar los avances sociales y políticos que aquella familia tan poderosa podría haber aportado a la de él de haberse celebrado la boda entre Aurelia y Flaccus.

—Tendrás que presentármelo —dijo Rutilus en tono jocoso.

Al final, Quintus se echó a reír.

—Te lo he dicho, Aurelia no se casó con Flaccus, ¡así que no soy pariente de Minucio!

Rutilus resopló divertido.

—Aunque lo fueras, apuesto a que no le presentarías a tus compañeros. ¿Te imaginas a alguien tan importante como Minucio charlando con gente como nosotros?

—Ni siquiera me lo imagino hablando conmigo. De todos modos, nunca ocurrirá. Espero que Minucio tenga más sentido común que Flaccus. Era un imbécil arrogante. Para empezar, fue idea suya hacer esa patrulla.

—Pues entonces demos gracias a que Fabio tiene mayor rango —dijo Rutilus un tanto preocupado.

—Dicen que de niño era un poco obtuso, ¿no? Ahora tiene fama de cauto —dijo Quintus, repitiendo los rumores que había oído—. Pero ha sido cónsul en dos ocasiones y dictador una vez. Debería ser capaz de mantener a Minucio a raya.

—¡Por supuesto que sí! —Rutilus volvió a alzar la bota de vino—. Por nuestro nuevo dictador. ¡Esperemos que demuestre ser un líder capaz y un general hábil que nos permita vencer a Aníbal!

—Antes de que sea demasiado tarde —añadió Quintus, que volvió a pensar en su madre y en Aurelia.

—Corax dice que, por lo que parece, no va a tomar una decisión precipitada. Hacerlo con tantos reclutas nuevos y con caballería insuficiente sería una locura. El plan es hostigar a los grupos de pillaje cartagineses. Según Corax, dar una patada al enemigo en la barriga es tan eficaz como matarlo en el campo de batalla y mucho menos peligroso. ¡No seré yo quien se lo discuta!

Quintus había oído aquella conversación. Aunque era difícil de asumir, costaba no estar de acuerdo con la lógica de Fabio y de Corax. Recordaba a su padre hablando de los principios helénicos sobre las dotes de mando, que Alejandro había seguido. Si, siendo realista, un general no estaba seguro de ganar una batalla, entonces era preferible que evitara la confrontación hasta el momento en que sus fuerzas tuvieran el poderío suficiente. Era fácil que Fabio y Minucio tardaran todo su mandato en conseguir tal cosa.

—Dioses, haced que Aníbal se quede al este de los Apeninos —masculló. Notó la mirada de Rutilus en él—. Yo soy de cerca de Capua. Mi madre y mi hermana siguen viviendo en la finca familiar.

—Si Aníbal cruza las montañas, tu madre abandonará la propiedad y se marchará a Capua para estar más segura. Ahí estará protegida.

—No conoces a mi madre. Es más terca que una mula con mal carácter.

—Tu padre quizá le haya enviado una carta.

—Eso espero.

—¿Por qué no le escribes una tú también? —Rutilus notó su incertidumbre—. Dile que estás luchando con los socii o algo por el estilo. Aunque tu padre se entere de eso por ella, no tendrá tiempo de buscarte en todas las secciones del ejército.

Quizá funcionara, pensó Quintus.

—Escribirle una carta no quiere decir que le vaya a hacer caso.

—No, pero a lo mejor sí. Y te tranquilizará un poco, así que escríbela.

—Gracias, Rutilus —dijo Quintus con gratitud. Su amigo tenía razón: debía sacar el máximo provecho de la situación en vez de regodearse en la amargura. De todos modos siguió notando un nudo de preocupación en el estómago por su madre y Aurelia.