Capítulo 7

Capua

A Aurelia le había gustado Lucius desde la primera vez que habían mantenido un encuentro formal. Era atento y cortés y estaba claro que la encontraba atractiva. En cuanto resultó evidente, su madre retrasó su regreso a la finca. Una semana se había convertido en dos y ese período de tiempo había acabado prolongándose un mes. A Aurelia no le importaba. Era infinitamente mejor que vivir en casa, donde, desde la marcha de Quintus y Hanno, no pasaba nunca nada. Cada día había habido algo nuevo y emocionante que anhelar.

Como era habitual entre los hombres romanos, Lucius no se deshacía en cumplidos pero la colmaba de regalos. Esbozó una sonrisa de placer, y un poco de culpa, al tocarse el collar de azabache y cornalina que llevaba en el cuello. Había sido suyo desde el momento en que lo comentara de pasada mientras paseaba con Lucius por la ciudad. Su pequeño joyero, vacío con anterioridad, estaba ahora repleto de pendientes y brazaletes. Le encargó un abanico espectacular hecho con las plumas de la cola de un ave exótica llamada pavo real, e incluso había intentado comprarle un pequeño mono como mascota. Con su madre de carabina, ella y Lucius habían recorrido el foro, navegado en un barco por el río Volturnus y asistido a unas carreras de cuadrigas en el anfiteatro local. Habían ido dos veces al teatro y hecho un viaje a la costa con pernoctación incluida. El tiempo transcurrido desde el enfrentamiento con Phanes había sido un verdadero torbellino de actividad. Incluso habían hablado de visitar la isla de Capri. Aunque no estaba segura de si quería casarse con Lucius, Aurelia se lo estaba pasando en grande. Entonces, ¿por qué no disfrutaba más? Agesandros no estaba por ahí para fastidiarla pues Atia lo había enviado de vuelta a supervisar la finca.

Aurelia era perfectamente consciente de los motivos de su desasosiego. Cada noche pensaba en ellos hasta que le acababa doliendo la cabeza. En primer lugar estaba el hecho de que Lucius no le parecía tan atractivo. Era decoroso, simpático, pero era tan… ¿cuál era la palabra que lo describía? Formal. Eso era, pensó. Era demasiado formal. Bienintencionado, inteligente, educado, bien parecido a su manera. Por desgracia, todas esas cualidades no impedían que fuera un pelmazo. La primera vez que había tenido esa sensación había sido cuando, durante el viaje en barco, Lucius había empezado a explayarse sobre la vida de los peces en el río Volturnus. En aquel momento, Aurelia había fingido estar fascinada, intentando quitarse la idea de la cabeza y riñéndose más tarde por siquiera haberse atrevido a pensarlo. Independientemente de que le interesara saber la diferencia entre los peces de agua dulce y los de agua salada, no estaba bien pensar mal de él. Tenía todos los motivos del mundo para encontrarlo físicamente atractivo, igual que a Gaius, y a Hanno en el pasado. Sin embargo, por mucho que lo intentara, sus sentimientos no cambiaban. Consideraba a Lucius un amigo y nada más. Tampoco ayudaba el hecho de ver a Gaius todos los días, dado que se alojaban en casa de Martialis. Más que nada, su atracción por él iba en aumento.

El segundo problema era que su madre le había tomado verdadero cariño a Lucius. Resultó ser que el padre de Atia había sido amigo de su abuelo; los dos habían servido juntos en la primera guerra contra Cartago. Su familia no solo tenía cultura sino que además eran grandes terratenientes, con varias fincas destinadas sobre todo a la producción de aceitunas. Tal como Atia había susurrado con actitud aprobatoria a Aurelia durante una cena con Lucius y su padre.

—Los cultivos de aceitunas no han sufrido como el trigo en los últimos años. El aceite de oliva es como oro líquido si se tiene el suficiente, y ellos lo tienen. —Había intentado decirle a su madre que no le interesaba, pero Atia no quería ni oír hablar del tema—. A ti te gusta y él te quiere. Tengo entendido que su padre lo ha sometido a una gran presión para que se case. Ha llegado el momento de que dé un heredero a su familia. Es motivo más que suficiente para casarse. Donde hay amistad, puede surgir el amor —le dijo con firmeza—. Lucius es un buen hombre, de buena pasta. A tu padre le parecería bien.

—Padre no sabe nada de él —había protestado Aurelia—. Tiene que dar su aprobación antes de que exista un compromiso. —Se le había caído el alma a los pies al oír la respuesta de su madre.

—Ya le he enviado una carta a tu padre diciéndole que Lucius es el esposo perfecto para ti. Si todo va bien, en un mes o dos quizá recibamos respuesta y podremos formalizar el compromiso.

Derrotada, Aurelia se había sumido en un silencio tan sombrío que ni siquiera Lucius había sido capaz de levantarle el ánimo. Furiosa, Atia se la había llevado a casa alegando dolor de cabeza. El sermón que le había soltado en casa de Martialis a continuación seguía resonándole en los oídos. Lucius no era un hombre mayor, no era como Flaccus, tenía una edad similar a la de ella. No era arrogante ni pomposo, a diferencia de Flaccus. Vivía cerca, no en Roma, por lo que podría ver a su familia a menudo. No le interesaba alistarse al ejército, lo cual no tenía nada de malo, y en cambio había decidido estudiar Derecho, tras lo cual entraría en política. La elección profesional de Lucius implicaba que, a no ser que la situación empeorara muchísimo, no tendría que marcharse como harían otros jóvenes de la nobleza. Era muy poco probable que muriera en el campo de batalla, tal como podía pasarles a su padre y a Quintus. ¿Por qué se empeñaba en querer sabotear el compromiso que habían planeado, el camino ideal para la salvación del destino de su familia? Si se salía con la suya, despotricó Atia, condenaría a su propia familia a la miseria y cosas peores. ¿Acaso era eso lo que quería? ¿Deseaba que un hombre como Phanes se apropiara de su finca?

Aurelia quedó reducida a lágrimas debido al efecto de las palabras de su madre. Había tenido ganas de refugiarse en Gaius, el único amigo que tenía en Capua, lanzarse a sus brazos y revelarle sus sentimientos. Le entraron ganas de huir y coger un barco con rumbo a Cartago para buscar a Hanno. Esto último no era más que un sueño. Hanno ni siquiera debía de estar allí, pero habría podido ir a la habitación de Gaius. Pero no lo había hecho. Se había secado la cara y accedido a la petición de su madre, diciéndose que casarse con un hombre como Lucius podía ser positivo. Muchas mujeres tenían que vivir con peores partidos que él. Mejor agradecer lo que tenía y resignarse a su suerte.

Al día siguiente, en un intento por quitarse todo aquello de la cabeza, Aurelia había pedido permiso para visitar el templo de Marte y rezar por su padre y por Quintus. Ante la perspectiva de un nuevo compromiso, notaba su ausencia más que nunca. Fue un alivio que Atia accediera a regañadientes, aunque estipuló que la acompañaran dos esclavos de Martialis como medida de seguridad.

—Phanes me ha concedido un mes de gracia pero sigo sin fiarme de él ni de ninguna de sus sanguijuelas, es capaz de acosarte por la calle o algo peor —dijo con el ceño fruncido—. Si le ves ni que sea un pelo, da media vuelta y ve en la dirección contraria.

Aurelia le prometió que eso haría y salió. Se paró para comprar una gallina rechoncha en el mercado —una ofrenda adecuada— antes de encaminarse al templo. En el interior todo fue bien. El sacerdote, un joven muy serio con barba, comentó lo sano que se veía el plumaje y lo mucho que le brillaban los ojos al animal, aparte del poco miedo que parecía tener. Murió sin oponer resistencia y sus órganos carecían de marcas del tipo que fueran. Marte había aceptado el regalo y protegería a su padre y a su hermano, le aseguró el sacerdote. Aurelia no era tan religiosa como debería ser; a menudo se olvidaba de decir sus oraciones o de arrodillarse en el lararium de su casa, pero aquella mañana el ritual y las palabras del sacerdote le proporcionaron un gran consuelo.

Animada, entregó discretamente la última moneda que Atia le había dado y se dispuso a salir del templo. En aquel momento, Gaius entró con el uniforme del ejército al completo: casco boeciano, coraza de bronce, pteryges de lino y botas de cuero. Daba gusto verlo y notó mariposas en el estómago. Le embargó una timidez repentina y agachó la cabeza para pasar desapercibida.

—¿Aurelia? ¿Eres tú?

Fingió estar muy ocupada ajustándose el collar antes de alzar la vista.

—¡Gaius! ¡Qué sorpresa!

—Yo podría decir lo mismo por el hecho de verte aquí.

—Estás muy guapo con el uniforme —se atrevió a decir.

Gaius desplegó una amplia sonrisa que le dio un aspecto infantil.

—¿Tú crees?

Aurelia tenía ganas de hacerle más cumplidos pero notó que se empezaba a sonrojar.

—He venido a pedirle a Marte que proteja a Quintus y a mi padre —se apresuró a decir.

Él adoptó una expresión seria.

—Ya me lo he imaginado.

—Al sacerdote le ha satisfecho el sacrificio y los augurios son buenos.

—¡Demos gracias a Marte! Los incluiré en mis plegarias, como siempre.

A Aurelia le entraron ganas de besarle pero se limitó a decir:

—Eres un buen hombre, Gaius.

—Quintus es mi mejor amigo y tu padre siempre ha sido amable conmigo. Es lo mínimo que puedo hacer.

—¿Qué te trae por el templo? Y además con el uniforme…

—¿Te has enterado de que la chusma de Aníbal ha arrasado Etruria?

Aurelia asintió, agradecida de que Capua estuviera a cientos de kilómetros del conflicto. No valía la pena pensar qué ocurriría si la guerra se extendía hasta el sur.

—Es espantoso.

—No te voy a contar algunas de las cosas que me han dicho —reconoció con el ceño fruncido—. Pero la buena noticia es que el cónsul Flaminio está siguiendo al enemigo. Intenta obligar a Aníbal a que vaya a una posición en la que él y Servilio puedan atacarle tanto por delante como por la retaguardia.

—Vale la pena rezar por ello —dijo Aurelia, resuelta a pedir a los dioses con más frecuencia que los romanos resultaran victoriosos.

—La cosa no acaba ahí. —Le dedicó un guiño conspirador—. Corren rumores de que el contingente local de tropas de socii va a ser movilizado. —Asombrada, no captó el significado de inmediato—. Es posible que pronto me envíen al norte, con mi unidad. ¿No te alegras por mí?

Aurelia se mareó. ¿Cómo iba a alegrarse? Tenía ganas de gritar y despotricar, de suplicarle que no la dejara él también.

—Es muy peligroso. Quintus y padre…

—Siguen con vida, a pesar de los reveses que han sufrido nuestras fuerzas. Los dioses protegen a los hombres valientes como ellos. Con un poco de suerte harán lo mismo por mí. —Le brillaban los ojos de la valentía y el entusiasmo.

—Te echaré de menos, Gaius. —«Si supieras cuánto».

—Todavía no me voy. Pero cuando me vaya tu nuevo amigo te hará compañía. Tu madre me ha hablado mucho de él. —Otro guiño—. Ni siquiera te darás cuenta de que me he marchado.

Aurelia se sintió incluso peor. No parecía estar celoso de Lucius.

—Rezaré por ti —susurró. «¿Y si nunca vuelve? Tengo que decirle algo, algo»—. Gaius, yo…

Gaius estaba tan emocionado que no oyó sus últimas palabras.

—Con tu permiso, entraré a hacer mi ofrenda.

—Por supuesto. —Ella lo vio marchar con el corazón palpitante bajo las costillas. No cabía la menor duda de que cualquier posibilidad de ganarse su apoyo se había desvanecido.

—Qué joven soldado tan apuesto, ¿verdad? —Se giró horrorizada. Phanes la observaba desde la penumbra del pasadizo con columnatas que circundaba el patio del templo. Aurelia no sabía cuánto tiempo llevaba allí. No había reparado en él al entrar. A pesar de los esclavos que tenía detrás, sintió mucho miedo y se fijó en que estaba rodeada de oscuridad—. No te preocupes, he dejado a Smiler y a Achilles en casa.

—¿Cuánto tiempo llevas observando? —Al llegar no estaba allí, estaba convencida de ello. ¿Qué habría oído?

—El tiempo suficiente. Pensaba que te pasabas el día con Lucius Vibius Melito —dijo con malicia—. Ese es el hijo de Martialis, ¿no? —Se acercó a ella. El sol se reflejaba en su cabello aceitado.

—¿Qué más da? —Aurelia quería marcharse pero el temor a que hubiera notado algo entre ella y Gaius le había paralizado todos los músculos.

—Un muchacho guapo, tal como has dicho.

—Le sienta bien el uniforme, igual que a mi hermano. Como a la mayoría de los hombres.

—Parece que te preocupe que lo envíen a la guerra.

—Lo aprecio mucho. Lo conozco desde que era pequeña —dijo con toda tranquilidad—. Él y mi hermano Quintus son amigos íntimos.

—Que los dioses lo protejan si lo envían al norte. Roma ha perdido demasiados hijos en los últimos meses —declaró Phanes, rezumando sinceridad.

—Es osco, no romano. —No soportaba más su mirada calculadora—. Marte concederá la victoria a nuestro ejército y Gaius estará ahí para celebrarlo —declaró, avanzando y dejándolo atrás. Agradeció la presencia de los esclavos a su espalda.

—Saludos para tu señora madre —dijo. Aurelia ni se molestó en responder. Lo único que quería era marcharse.

Phanes lanzó su último dardo.

—¿Melito conoce a tu amigo?

A pesar de hacer un gran esfuerzo, Aurelia se puso tensa. Se obligó a relajar los hombros y se giró con una mirada de sorpresa.

—Pues claro. Él también echará de menos a Gaius.

Phanes asintió como si le hubiera dado la respuesta que esperaba.

—Seguro que sí.

Aurelia lo dejó estar. Su desasosiego fue en aumento mientras regresaba del templo. Phanes había atado cabos con respecto a sus sentimientos hacia Gaius, ¿por qué si no habría hecho ese comentario? ¿Había sido tan transparente como para levantar sospechas? «Por todos los dioses, ¡que no se lo diga a Lucius!», pensó con preocupación. Si Lucius albergaba la menor duda acerca de sus intenciones, nunca aceptaría comprometerse con ella. De no ser por los imprevistos, a ella no le habría preocupado, pero supondría la perdición de su familia. «¡Maldito sea!».

Al final, Aurelia consiguió tranquilizarse diciéndose que el griego no podía haber deducido tanto de la situación. Sin embargo, se sentía incapaz de superar el desasosiego. Probablemente Phanes tuviera espías por toda Capua. Mientras se acercaba a casa de Martialis iba observando a la gente de la calle de reojo: un muchacho que vendía zumo de frutas de un carrito; un cantero y su aprendiz que arreglaban un muro, dos ancianos charlando bajo la calidez del sol; una mujer que vendía baratijas en un pequeño puesto. Cualquiera de ellos podía estar trabajando para él, pensó con amargura. Tal como el griego había puesto de manifiesto, ni siquiera en casa de Martialis se libraba de las miradas fisgonas.

Aurelia se sentía enjaulada.

Tomó una decisión. A partir de ese momento, tendría que evitar a Gaius y pasar más tiempo con Lucius. Se veía obligada por la situación de su familia. Era como si le hubieran arrebatado su última parcela de libertad. Antes al menos podía tener la ilusión de ser libre para tomar sus propias decisiones. Ya no.

Cerca del lago Trasimene

—Vuélveme a decir lo que has visto —ordenó Corax. El claro de luna le iluminaba las facciones pero no los ojos hundidos, por lo que resultaba más amenazador. Quintus, al que habían ordenado que se presentase ante él junto con Gran Diez y el resto de su sección, se alegraba de que el centurión estuviese de su lado.

—Como ya sabes, señor, el terreno se abre después del cañón que hay al este de nuestro campamento —explicó Gran Diez.

—Sí, sí.

—La zona tiene forma de media luna y ocupa un área de un kilómetro y medio cuadrado, señor. En el extremo este hay otro risco que baja hasta la orilla del agua. Aníbal ha plantado su campamento en esa zona elevada, con vistas al camino. Reconocimos la línea de la costa en dirección al enemigo a lo largo de casi un kilómetro pero entonces empezamos a ver a grupos de númidas. Si hubiéramos continuado, nos habrían arrollado.

—¿No visteis nada en las colinas que hay al norte? —preguntó Corax.

—No, señor. En el camino de vuelta incluso envié a una sección de cinco hombres a examinar las laderas inferiores. No encontraron nada. —Mientras Corax asimilaba la información, Gran Diez exhaló un pequeño suspiro. Quintus sabía por qué. Diez había informado de la situación al regresar al campamento, situado al oeste de la entrada del estrecho. Entonces había tenido que contárselo todo a Flaminio en persona. Ahora Corax le pedía que volviera a hacer lo mismo. Quintus, que estaba detrás de Diez, cambió de postura. Rutilus lo miró como diciendo: «¿Cuánto tiempo más se prolongará esto?». Incluso con poca luz se notaba que Urceus estaba cabreado. No era de extrañar. Habían estado explorando desde primera hora de la mañana. Estaban todos cansados, quemados por el sol y sedientos. A Quintus le gruñía el estómago de hambre pero no dijo nada. Hasta que su centurión no los despachase tenían que mantenerse firmes. De todos modos, seguro que el interrogatorio no se prolongaría mucho más.

—¿Qué está planeando ese hijo de puta? —se preguntó Corax—. Debe de saber, igual que nosotros, que Servilio marcha en esta dirección desde Ariminum. Si se queda donde está, constreñido entre el lago y las colinas, su ejército puede acabar aplastado.

—Teniendo eso en cuenta, es probable que se muevan mañana, señor —se aventuró a decir Diez.

Corax soltó una risotada.

—Sí, yo diría que tienes razón. —Dedicó un asentimiento de aprobación a los velites—. Hoy todos vosotros habéis hecho un buen trabajo. Os habéis ganado algo de beber y comida en el vientre. —Mostraron su acuerdo con un rugido. Corax chasqueó los dedos y un criado se acercó enseguida—. Ve a buscar un ánfora de mi segundo mejor vino y una ronda de queso para las hileras de tiendas de estos hombres.

—Te lo agradecemos, señor. —Diez sonreía de oreja a oreja.

—Gracias, centurión —corearon los demás.

—Disfrutad pero no os quedéis levantados hasta tarde —advirtió Corax—. Por la mañana necesitaréis tener la cabeza despejada. Flaminio quiere que empecemos temprano. Romped filas.

Los velites se marcharon caminando fatigosamente con ánimos recuperados gracias a la generosidad de Corax.

—Es un buen oficial —masculló Quintus—. No me importaría estar a su mismo nivel.

—¡Nos ha dado un poco de comida, no un ascenso! —exclamó Rutilus—. Como poco pasará un año, o probablemente dos, antes de que se planteen que pases a los hastati.

—Lo sé, lo sé. —Quintus cerró el pico. Uno de los motivos por el que quería dejar a los velites era Macerio, cuya última táctica consistía en propagar rumores maliciosos sobre él entre los hombres. «Crespo ha meado en el río. Ha ensuciado el agua. Por eso los hombres están enfermando». «Crespo se habría quedado dormido mientras estaba de guardia si yo no lo hubiera despertado». «Crespo es un cobarde. Echará a correr la primera vez que tengamos que enfrentarnos a los guggas». Etc. Quintus estaba harto. Por suerte, la mayoría de los hombres de su sección no se creían esas mentiras. Habían presenciado la emboscada a los númidas. Pero sí que habían arraigado en otros velites. Si pasaba a ser hastati, podría empezar de nuevo. «No seas tonto». Macerio también esperaba un ascenso dentro de los rangos de los legionarios. ¿Quién podía decir que no acabarían en la misma unidad, donde la intimidación comenzaría otra vez? Quintus apretó la mandíbula de pura frustración. De todos modos era una hipótesis porque seguía siendo veles y lo seguiría siendo en un futuro próximo.

—Olvídate de todo salvo del vino y el queso —le aconsejó Rutilus—. Eso y un baño en el lago antes de acostarnos.

Quintus sonrió. La idea de llenarse el estómago y después lavarse para quitarse el polvo del día resultaba tan apetecible que fue fácil obedecer.

Mañana sería otro día.

Cumpliendo órdenes de Aníbal, Hanno y sus hombres habían ocupado sus puestos cuando apenas había luz natural en el ambiente. Él y el resto de los lanceros libios eran el anzuelo que tendería la trampa a los romanos. Los habían desplegado en las laderas de la colina que quedaba por debajo del campamento y al otro lado del camino donde entraba en el desfiladero del lado este de la llanura en forma de media luna. Las falanges resultaban bien visibles para cualquiera que se acercara desde el oeste y una invitación clara para que Flaminio entrara en batalla. Había pasado más de una hora desde que bloquearan el pasaje hacia el este y el horizonte palidecía rápidamente. Hanno observó el horizonte por el este por enésima vez. El rojo, el rosa y el naranja se mezclaban en una gloriosa explosión de color. En circunstancias normales se habría tomado su tiempo para admirar un amanecer tan hermoso. Sin embargo, hoy desvió la mirada rápidamente hacia el oeste.

De repente se sintió encantado. ¡Nadie habría sido capaz de predecir aquello! Todo desaparecía bajo un manto gris. Era casi como si los dioses cartagineses hubieran decidido actuar al unísono, favoreciendo a Aníbal, pensó, contemplando los densos y oleosos bancos de niebla que se deslizaban sigilosamente por encima del lago. Parte de la llanura ya estaba cubierta y las colinas bajas no tardarían en estar igual. Menos mal que habían reconocido el terreno el día antes y que Aníbal había ordenado a todo el mundo que ocupara su puesto tan temprano. Para entonces, el ejército entero debía estar desplegado.

Hanno había visto destellos del sol que se reflejaban en el metal unas cuantas veces mientras los galos avanzaban por las laderas de enfrente y los númidas por las colinas del norte, pero eso había sido todo. Tenía el estómago encogido de emoción y miedo. Apenas se atrevía a reconocerlo, pero incluso sintió un atisbo de euforia. En el pasado la emboscada podría haber fracasado si los romanos hubieran enviado a exploradores antes que a las legiones. Sin embargo, con la llegada de la niebla el enemigo no tenía la posibilidad de advertir a los soldados cartagineses que esperaban, fueran o no exploradores. «No te confíes en exceso», se dijo. Todavía podían salir las cosas mal. Si los galos cometían alguna estupidez antes de que la mayoría de los soldados de Flaminio hubiera marchado por el cañón, solo harían caer en la trampa a una parte de la fracción enemiga. Rezó para que la confianza que Aníbal depositaba en los galos, sus hombres menos disciplinados, fuera totalmente recompensada. Bostar le había hablado de la alegría de los jefes tribales por haberles encomendado una tarea tan importante, al igual que en el Trebia. Para ellos, la posibilidad de sufrir un gran número de bajas no era nada comparado con el honor de liderar el ataque. Sin embargo, eso no significaba que algún galo imbécil no fuera a echarlo todo a perder profiriendo un grito de guerra precipitado.

Las cartas estaban echadas. El combate estaba a punto de comenzar. No servía de nada preocuparse por ello, pero Hanno se inquietó de todos modos. Caminó nervioso a lo largo de la primera fila de sus lanceros, asintiendo, sonriendo, murmurando sus nombres, diciéndoles que la victoria sería para ellos. A cambio le dedicaron amplias sonrisas fieras. Hasta el rostro triste de Mutt esbozó una sonrisa cuando se acercó. Desde Victumulae pasaba lo mismo. Hanno palpó debajo de la banda de tela que le protegía el cuello del borde de la coraza. Todavía podía trazar la silueta de la «F» y así sería hasta el fin de sus días. Tal vez la tortura y el dolor hubieran valido la pena. El hecho de sobrevivir contra todo pronóstico en Victumulae lo había convertido en una especie de amuleto de la suerte para sus hombres y los de las demás falanges. Al parecer, algunos consideraban que era imposible matarlo. «Tanit, concédeme que por lo menos hoy sea cierto», pensó irónicamente.

—¿Preparado, señor? —preguntó Mutt.

—¡Ya lo creo! Esta es la peor parte, ¿eh? Esperar.

—Sí —se quejó su segundo al mando—. Acabemos con esto de una vez.

Hanno dio una palmada a Mutt en el hombro y continuó adelante. Al llegar al extremo de su falange, reparó en Bostar, que estaba hablando con Sapho y su padre. Al verlo, le hicieron una seña.

—Padre. —Asintió hacia Sapho y Bostar—. Hermanos.

Malchus recorrió al trío con la mirada.

—Es un día del que hay que estar orgullosos, hijos míos.

Todos sonrieron, aunque Bostar y Sapho no intercambiaron ninguna mirada.

—¿Quién nos iba a decir que alguna vez estaríamos en el norte de Italia formando parte de un ejército cartaginés? —preguntó Malchus—. ¿Que otro ejército romano estaría a punto de caer en nuestra trampa?

Todo aquello le parecía un tanto irreal, pensó Hanno. No hacía tanto que había sido esclavo. Los recuerdos se agolparon en su cabeza. «No pienses en Quintus».

—No tientes a los dioses, padre —dijo Bostar, alzando la vista al cielo—. Todavía no hemos vencido.

Sapho miró a su hermano con sorna.

—¿Tienes miedo de perder?

En vez de responder, Bostar apretó la mandíbula. Malchus intervino.

—El exceso de confianza no es una cualidad que admiren los dioses, es cierto. El orgullo aparece antes de una caída. Mucho mejor pedir la victoria con actitud humilde.

—Lo único que pido es que esos galos sanguinarios se queden callados el tiempo suficiente, hasta que nos alcance la vanguardia romana. Nosotros nos encargaremos del resto —declaró Sapho—. ¿Verdad, hermano? —Le dio un codazo a Hanno.

«No intentes utilizarme en tus desavenencias con Bostar», pensó Hanno enfadado.

—Estoy seguro de que nosotros cuatro cumpliremos con nuestro deber. Desempeñaremos la obligación que tenemos para con Aníbal.

A lo lejos sonaron unas trompetas. A Hanno se le pusieron los pelos de punta. Hoy sí habría batalla.

—¡Ya vienen! —anunció Bostar.

—A ciegas, por entre la niebla. Demos gracias a Baal Hammón por su arrogancia.

Malchus enseñó los dientes.

—Regresad a vuestras falanges. Os veré cuando haya terminado, si los dioses quieren.

Se separaron con sonrisas de ferocidad.

Unas gotas de humedad diminutas cubrían el hierro de las jabalinas y el borde del escudo de Quintus. Tenía la piel húmeda y fría y los pies empapados por culpa de la hierba mojada. El estómago vacío le enviaba gruñidos de hambre y deseó haber tomado un pedazo de pan mientras marchaban, como habían hecho algunos otros. Sin embargo, las molestias físicas eran la última de sus preocupaciones. Estaba convencido de que cada vez había menos visibilidad. La niebla gris cubría el suelo. Rutilus y Urceus se encontraban a unos pasos a su izquierda y derecha respectivamente pero apenas distinguía a los hombres que estaban más allá de ellos. Al menos Macerio se situaba lo más lejos de él posible, al final de la fila. No obstante, resultaba inquietante adentrarse en las tinieblas sabiendo que el enemigo se encontraba apenas a dos kilómetros de distancia.

—¿Esto es buena idea? —masculló—. No se ve tres en un burro.

Urceus le oyó.

—Flaminio cree que la niebla se habrá disipado a media mañana. Igual que Corax y yo. ¿Te basta con eso?

—No puede decirse que Corax estuviera exultante ante la perspectiva de marchar —repuso Quintus. «Ni tampoco le hace gracia que estemos solo cincuenta pasos por delante de la vanguardia. Lo normal sería ir por lo menos un kilómetro por delante y la caballería más allá».

—Un oficial con su experiencia no lo estaría. Sabe que es probable que algunos de sus hombres mueran o resulten heridos, pero su obligación es obedecer órdenes. Igual que la mía, y la tuya, Crespo.

Quintus captó el tono de advertencia en la voz de Urceus. Decidió no hablar de sus reparos acerca de la caballería porque así no haría sino molestar todavía más a Urceus. Por eso se limitó a decir:

—No te preocupes, haré lo que me toca.

Un gruñido de fastidio. Urceus miró a ambos lados.

—Pásalo. Id despacio. Manteneos juntos, a no más de cinco pasos de distancia. No quiero que nadie se pierda, ¿entendido?

Quintus repitió las palabras de Urceus a Rutilus, que hizo lo mismo con el hombre que tenía a su derecha.

Desde detrás de ellos se oían las pisadas fuertes de miles de legionarios que les seguían. Las trompetas tronaban a lo lejos mientras las unidades que ocupaban la retaguardia maniobraban por la larga columna en movimiento. Los sonidos quedaban intensificados por la cresta que empujaba a Quintus y a los velites contra la orilla del lago, lo cual impedía que oyesen cualquier otra cosa. Resultaba desestabilizador aunque el fuerte ritmo también fuera reconfortante. E intimidante. «Esto hará que los cartagineses teman la ira de los dioses», pensó Quintus. Si no se habían marchado, claro. En parte deseaba con cierta temeridad que el enemigo se hubiera quedado en el sitio. Oír que los enemigos se acercaban sin poder verlos sería aterrador. «No avanzarán para salir a nuestro encuentro, entre tanta niebla sería una locura. Esperarán en las laderas de las colinas hasta que estén mucho más cerca». Para entonces la neblina seguro que habría empezado a disiparse. Lo verían todo más claro.

Siguieron caminando, rozando la hierba que les llegaba a media pantorrilla por senderos oscuros y húmedos que flanqueaban ambos lados del estrecho camino. Nadie hablaba. Todos los hombres tenían la atención puesta en el terreno que pisaban, en la niebla impenetrable que tenían delante de los ojos por si veían algún indicio del enemigo. Pero no oían nada. No veían nada. No se encontraban con nada. Estaban solos en la penumbra fría y húmeda. Resultaba espeluznante y Quintus se alegraba de tener compañeros a ambos lados. Nunca había caminado tanto en aquellas condiciones. Sin los demás, el desasosiego le habría vencido.

Sin la presencia del sol toda noción del tiempo se había desvanecido. Sin embargo, poco a poco fue aclarando. Había llegado la mañana pero poco más podía decir. Al comienzo, Quintus había intentado contar los pasos, pero los pensamientos acerca de los cartagineses y Hanno no paraban de desconcentrarle. Ya hacía rato que se había dado por vencido. No quería dar la impresión de estar nervioso si seguía hablando de la distancia que habían recorrido, así que no dijo ni una palabra. Sin embargo, al final ya no pudo soportarlo más y preguntó a Rutilus.

—Ni idea. Un kilómetro y medio, ¿quizá? —fue la respuesta.

—¿Tú qué crees, Urceus?

El líder de su sección carraspeó y escupió sin hacer ruido.

—Yo diría que un kilómetro y medio más o menos. Debemos de estar acercándonos.

Atisbaron con recelo entre las tinieblas.

—Nada —susurró Quintus.

—Quizá se hayan marchado —se aventuró a sugerir Rutilus.

—O quizá no —gruñó Urceus—. Mantened los ojos bien abiertos y la cabeza en su sitio. —Era como si Urceus hubiera intuido los pensamientos de Gran Diez y de los centuriones de detrás. Ni siquiera habían pasado unos instantes cuando a Urceus le llegó una orden, que transmitió de inmediato—. Ha llegado un mensajero de las legiones. Tenemos que ir todavía más lentos. Tened una jabalina lista para lanzar. Pasadlo.

A Quintus se le removió el estómago considerablemente, pero dedicó una amplia sonrisa a Rutilus.

—¿Preparado?

—Sí. —Rutilius lanzó una mirada al hombre de su derecha y alzó la lanza—. Despacio. ¿Preparado para lanzar? Pásalo.

La orden aumentó la tensión y el temor varios enteros. Rutilus fruncía el ceño. Urceus se estaba mordiendo la punta de la lengua. Quintus movía el brazo con el que lanzaba adelante y atrás, adelante y atrás, para asegurarse de que la jabalina estaba bien equilibrada. Aguzó el oído. Lo único que oía era la cadencia de los pies de los legionarios, aunque ahora fuera mucho más lenta. El corazón le palpitó unas cuantas veces. Alzó la vista hacia donde se suponía que estaba el cielo. Seguía habiendo niebla por todas partes. No, un momento. El gris que tenía por encima de la cabeza era más claro que antes, apenas un poco. ¡Maldita niebla! «Júpiter, el Mayor y Mejor, haz por favor que se disipe», rogó.

En aquel momento era fácil no perder la cuenta de sus pasos. Diez pasos. Veinte. No veía nada de lo que tenía delante. Treinta pasos. Cincuenta. Cien. A Quintus le picaba el cuero cabelludo del sudor que se le había acumulado bajo el forro del casco. Unos arroyuelos le resbalaban por la nuca. Le picaba la cicatriz pero no tenía posibilidad de rascársela, igual que no podía vaciar la vejiga, llena de repente. Lanzó una mirada rápida a sus compañeros. Sus rostros tensos y nudillos blancos eran un reflejo de los nervios de punta que él tenía. Después de ciento cincuenta pasos, la niebla se disipó ligeramente y pasó de ser una capa que todo lo envolvía a unos zarcillos blancos que se retorcían muy despacio por encima de la hierba. Luego advirtió un destello de luz procedente de arriba. Quintus se animó. «Por fin».

—Gracias a los dioses —masculló Rutilus con un suspiro.

—¡Chitón! —siseó Urceus, fulminándolo con la mirada.

Rutilus se estremeció. «¡Qué tonto es!», pensó Quintus. Sin embargo, con un poco de suerte nadie le habría oído. Ningún enemigo.

Vio las copas de unos árboles que sobresalían por encima de la niebla. La cresta. Estaban cerca de la segunda cresta. Desvió la vista hacia Urceus, que también lo había visto. La vista al frente otra vez, pensó Quintus. Dio otro paso. ¿Era su imaginación o la niebla se estaba disipando? Dos pasos más. Luego un atisbo de marrón a unos cincuenta pasos por delante. Arbustos… ¿o acaso era un árbol muerto?

La niebla se disolvió sin previo aviso. En un momento dado Quintus estuvo rodeado de unos dedos grises que lo aferraban y en el siguiente se encontró al aire libre. La transición le resultó de lo más asombrosa, pero lo que hizo que le diera un vuelco el corazón fue la cantidad de filas de tropas enemigas a escasos cincuenta pasos de él. Cascos cónicos, escudos grandes y ovalados, lanzas largas. Lanceros libios, los soldados a cuyo mando había estado Hanno. ¿Acaso estaba él allí?, se preguntó Quintus. Por encima de los libios había grupos de hombres con túnicas sencillas que llevaban hondas. Miró rápidamente a derecha y a izquierda. Había miles de cabrones ahí de pie. Esperándoles.

—¡Cuidado! —bramó—. ¡Están aquí! ¡Están aquí! —Sin comprobar si sus compañeros le habían oído, Quintus salió disparado hacia delante. A los velites se les preparaba especialmente para eso. Cuanto más se acercara, más posibilidades de encontrar un blanco para sus jabalinas. Estaba a salvo de las lanzas libias, que se utilizaban para dar estocadas. Sin embargo, en unos segundos las piedras de los honderos empezarían a caer. Se le hizo un nudo en el estómago al acercarse a las líneas enemigas—. ¡Roma! ¡Roma! —gritó.

Cuando estuvo a treinta pasos, apuntó a un oficial de la primera fila y lanzó la primera jabalina. A su pesar, deseó que no fuera Hanno. Sin mirar a ver dónde había caído, Quintus se pasó la segunda asta a la mano derecha. Se fijó en un soldado barbudo. «Echa el brazo hacia atrás, apunta, lanza…», tal como le habían enseñado. Ya tenía la tercera jabalina en el puño cuando oyó el silbido característico de una honda. Y luego otra, y otra más.

Quintus dio un respingo. Necesitó hacer acopio de todo su autocontrol para no alzar la vista. «Los primeros disparos nunca son certeros. Ellos también están nerviosos», se dijo. Las piedras caían a su alrededor. Escogió su blanco y lanzó, cogió su última jabalina y también la lanzó. En esos momentos el entorno estaba lleno de zumbidos, como si se acercara un enjambre de abejas. Quintus intentó combatir el pánico cuando se giró para huir. El camino de vuelta estaría plagado de peligros. Los honderos eran capaces de lanzar tiros certeros a cientos de pasos de distancia. Lo había visto con sus propios ojos en el Trebia. «Para ya». Giró en redondo y vio a Rutilus, Gran Diez y el resto de la sección cerca, zigzagueando, agachándose y lanzando las jabalinas. Se animó. No estaba solo, no era el único blanco para el enemigo.

Pero había llegado el momento de echar a correr. Durante la instrucción, a menudo Quintus se había planteado cómo se sentiría retirándose del enemigo a pie en vez de a caballo, como había hecho con anterioridad. Ahora ya lo sabía, con el corazón palpitante bajo las costillas y el sabor ácido del miedo en la garganta. Era mucho peor. El estómago revuelto. Brutalmente aterrador. Sin pensarlo, alzó el escudo por encima del casco para protegerse la nuca y los hombros. Debía de tener un aspecto ridículo para los legionarios que venían de cara, pero le daba igual. Le zumbaban los oídos por culpa del sonido mortífero. Veía piedras cayendo por todas partes, por delante, a derecha e izquierda y en los extremos de su campo de visión.

Había avanzado unos cincuenta pasos cuando un grito agudo le hizo girarse. Rutilus había caído sobre una rodilla a escasa distancia de él, al tiempo que se sujetaba la cadera derecha. Retroceder bajo el alud de piedras sería suicida pero no podía dejarlo ahí. Apretando los dientes, Quintus corrió hacia atrás a toda velocidad con el escudo por delante. Notó una sacudida cuando le alcanzaron en el brazo. Le atravesó un dolor candente cuando la piedra de una honda le golpeó en la espinilla izquierda. Escupió un juramento y siguió corriendo. Al cabo de un momento, se paró derrapando junto a Rutilus.

—¡Levántate!

Rutilus gimió.

—¿Estás intentando que te maten?

—¡Cállate la boca y levántate!

—Nunca lo conseguiremos.

—Por la verga de Júpiter, Rutilus, ¿quieres vivir o no? —Rutilus se puso en pie como pudo gimiendo de dolor—. Pásame el brazo por encima —ordenó Quintus mientras rodeaba los hombros de Rutilus con el de él—. ¡Venga, maldito seas! No quiero jugarme la vida en vano. —Su amigo hizo lo que le decía. Quintus volvió a alzar el escudo por encima del casco y empezaron a avanzar juntos.

—Ahora seremos un blanco incluso más fácil —declaró Rutilus.

—Ya lo sé. —En vez de dejar que el miedo se apoderase de él, Quintus se quedó mirando el suelo y se concentró en cada paso. Estaban condenados pero aquello le daba algo que hacer. Mejor que recrearse en la dura constatación de que iba a morir en su primer acto como veles. Izquierda, derecha. Izquierda, derecha. Cuatro pasos. Izquierda, derecha. Ocho pasos. A Quintus se le erizó el vello de la espalda. Aquello era peor que retirarse del enemigo a caballo, mucho peor.

Pero tras cincuenta pasos seguían avanzando. Entonces, sin saber muy bien cómo, llegaron a cien. A Quintus le ardían los músculos de las piernas por el esfuerzo de ayudar a Rutilus, que cada vez cojeaba más. No sabía hasta dónde podría llegar. Los proyectiles de las hondas seguían cayendo a su alrededor y le rebotaban contra el escudo. Era cuestión de tiempo que uno de ellos le asestara un golpe mortífero.

—Mira —gruñó Rutilus.

Quintus alzó la cabeza. Parpadeó. La parte delantera de la columna emergía por entre la niebla. En la primera fila vio a Corax. El centurión lanzaba órdenes y sus hombres se dispersaban en formación de batalla. El corazón de Quintus dio un vuelco de alegría y de algo más que un pequeño alivio. Enseguida vio que no eran el objetivo principal de los honderos. Empezó a escorarse a la derecha de los soldados. Si iban a la izquierda, tenían muchas posibilidades de que los acabaran tirando al lago.

—Muévete o nos pondremos a tiro.

Rutilus respondió con un estallido de energía.

—Más vale que se coloquen rápido, de lo contrario esas falanges los machacarán.

—Hay tiempo. Esos lanceros no van a ningún sitio. ¿Por qué iban a dejar el terreno elevado? —replicó Quintus.

Antes de que Rutilus tuviera tiempo de responder el aire se estremeció con un nuevo sonido atronador.

Miles de voces empezaron a corear por debajo del mismo. Un estrépito metálico indicaba el choque de armas contra los escudos. A Quintus se le volvió a llenar la garganta de bilis. El sonido procedía de lejos, a su espalda, desde un lugar lejano situado a la derecha, donde la primera cresta se extendía hasta la orilla del agua.

—Tenemos el Hades debajo, ¿qué es eso? —La voz de Rutilus destilaba miedo.

—Los carnyxes. Las trompetas galas —informó Quintus que las había oído con anterioridad, en el Trebia.

—Están detrás de nuestros hombres —susurró Rutilus.

Desde otro punto situado a su derecha, donde las colinas se extendían hasta la zona de terreno en forma de media luna, un coro de gritos agudos y nerviosos se sumó a la cacofonía de los galos. El terreno temblaba por el martilleo de los cascos.

—¡Son los númidas! —Quintus soltó el brazo de Rutilus y corrió directo hacia Corax, señalando con los brazos hacia atrás—. ¡EMBOSCADA, SEÑOR! ¡EMBOSCADA!

El centurión le oyó a pesar del estruendo abrumador. Quintus vio enseguida que se había dado cuenta de lo que les venía encima. Sin embargo, en su interior fue consciente de que era demasiado tarde. Muy tarde. Habían caído de lleno en la trampa de Aníbal.

Los dioses decidirían quién sobreviviría a lo que estaba por venir.

Un extraño júbilo embargó a Hanno cuando el pequeño grupo de exploradores enemigos emergió por entre la niebla y se encontró con los lanceros libios y, por detrás, a los honderos baleáricos. Los había tenido lo bastante cerca para advertir lo consternados que se habían quedado. A decir verdad, los cuarenta y tantos romanos no habían eludido su responsabilidad. Uno había esprintado hacia delante de inmediato y sus compañeros le habían seguido. Las ráfagas de jabalinas habían causado unas cuantas bajas aunque los escudos grandes de los libios protegían bien. Los lanceros, veteranos todos ellos, no habían titubeado ante la lluvia de proyectiles. Igual que Hanno, sabían que la respuesta de los honderos iba a caer a continuación sobre los romanos. Los baleáricos eran famosos en todo el Mediterráneo, pero oír historias sobre sus habilidades era muy distinto a verlos con sus propios ojos. Verlos concentrando los lanzamientos se asemejaba a presenciar una tormenta de granizo sobre una pequeña franja de terreno. Habían muerto pocos exploradores enemigos, pero más de una docena habían resultado heridos, algunos de gravedad, antes de protegerse detrás de los legionarios.

La verdadera lucha había empezado poco después. Había sido difícil contener a los libios, alentados por el ruido de los galos y los númidas que atacaban a los romanos rezagados. Hanno y Mutt habían tenido que romper filas y marchar arriba y abajo delante de la unidad amenazándolos a gritos. Había visto que otros oficiales hacían lo mismo. La idea de cargar colina abajo para atacar al enemigo desorganizado resultaba sumamente atrayente, pero las falanges eran mucho más difíciles de manejar que los manípulos romanos. Si los legionarios hubieran conseguido al principio horadar una de sus formaciones la situación podría haber tomado otro rumbo.

Lo cierto era que la lucha había sido intensa y brutal. Algunos de los centuriones de la parte delantera de la columna mostraban una gran iniciativa. La emboscada implicaba que no les alcanzarían hombres suficientes para colocarse en la típica formación de triplex acies. Conscientes de ello, los oficiales romanos habían lanzado un ataque inmediato a las tres falanges que tenían más cerca. Hanno y sus lanceros habían observado fascinados y con un nudo en la garganta como los exploradores y legionarios avanzaban en perfecto orden. Igual que antes, se había producido un aluvión de lanzas ligeras procedentes de los exploradores que a continuación se habían retirado por entre los huecos de las formaciones de infantería. Tras dos ráfagas de jabalinas desde cerca, los legionarios habían cargado colina arriba hacia el muro compacto de escudos de los libios, que no habían tardado gran cosa en repeler el ataque, aunque otro mayor llegara poco después, cuando las filas enemigas se habían engrosado con la llegada de más manípulos. La falange de Hanno había luchado entonces y en los tres intentos subsiguientes para machacar su línea.

Las habían ahuyentado a todas y habían causado un gran número de bajas entre los romanos. Tras el intento más reciente, los centuriones habían optado por dar un respiro a sus maltrechos hombres, alentados sin duda por la visión de la llegada de nuevos manípulos, con triarii entre ellos. Hanno agradeció el descanso. Aquellos de entre sus hombres a quienes se habían roto las lanzas o dañado los escudos habían tenido tiempo de conseguir otros de los caídos o de sus compañeros de la retaguardia. Habían ayudado a los heridos a salir de en medio y se les habían administrado las curas de las que disponían. Para algunos, era un trago de vino y una palabra amable. A los que estaban demasiado graves se les consolaba mientras perdían la conciencia. Él o Mutt habían ayudado a unos pocos, los que más gritaban, a pasar al otro lado. Ya lo había hecho con anterioridad, en el Trebia. Una plegaria para los dioses, unas palabras tranquilizadoras al oído y un tajo rápido en el cuello. Hanno se observó la mano derecha, llena de sangre seca. Le temblaba ligeramente. «Para ya». Matar a los heridos era una tarea ingrata pero había que hacerla. Había pocas cosas peores para la moral que ver a hombres sucios y sangrantes bramando de dolor y llamando a sus madres.

Cuando lo hubo hecho, Hanno volvió a ocupar su puesto en la primera fila. Un soldado le tendió una bota de vino y la aceptó asintiendo de agradecimiento. A pesar de la sed que tenía, se conformó con un par de tragos. Recorrió la orilla del lago y el terreno abierto con la mirada, que ya no estaban cubiertos de niebla y exponían el fragor de la batalla. Gracias al lugar que ocupaba en la colina, veía parte de lo que estaba sucediendo. Le embargó una gran emoción. Daba la impresión de que los romanos no habían podido formar la línea de batalla en ningún sitio. El punto más alejado, donde los galos habían iniciado la emboscada, quedaba oscurecido por una nube de polvo, pero desde su interior el curioso estruendo de los carnyxes continuaba sin parar. Hanno albergaba pocas dudas de que los hombres de las tribus estuvieran dando más de lo que recibían. Su recuerdo de la derrota en manos de Roma y la sed de venganza eran más recientes que para cualquier otro miembro del ejército cartaginés. En la batalla de Telamon, hacía solo ocho años, setenta mil de sus compañeros habían acabado masacrados por una fuerza romana muy inferior. Cuando hablaba con algún galo, eso parecía ser lo único que les importaba. Hoy intentarían teñir las aguas del lago con el rojo de la sangre.

Más cerca, Hanno veía a grupos de númidas dando vueltas y formando elegantes arcos mientras atacaban a una masa desorganizada de romanos junto a la orilla. Fascinado, contempló a un escuadrón de unos cincuenta jinetes que aparecieron galopando desde un ángulo oblicuo en dirección a un bloque de legionarios. De vez en cuando distinguía sus gritos estridentes entre el alboroto de la batalla. Incluso de lejos, su habilidad resultaba asombrosa. Hanno ni siquiera era capaz de imaginarse atacando a un enemigo montando a pelo sin bocado ni brida. Como si fueran una nube de mosquitos, los númidas se acercaban a toda velocidad. No exasperaban a los romanos con picadas sino con una ráfaga de lanzas certeras. Hanno desplegó una amplia sonrisa cuando un puñado de figuras diminutas —legionarios enfurecidos— rompió filas para intentar acercarse al enemigo. En un abrir y cerrar de ojos se encontraron rodeados de jinetes. Se arremolinó polvo y todo se oscureció. Al cabo de unos segundos, los jinetes se marcharon al medio galope y no dejaron más que cuerpos despatarrados en el suelo. Ahí donde miraba veía situaciones semejantes. La batalla iba bien para su bando. No suponía tentar demasiado a la suerte pensar que el resultado ya estaba decidido.

Si él y los libios restantes eran capaces de contener a la vanguardia enemiga hasta que el resto de su ejército atacara a los romanos por la retaguardia, el resultado no sería una mera victoria sino una matanza absoluta. Otra derrota para Roma, el enemigo más acérrimo de su pueblo. De repente se le apareció una imagen de Quintus y a Hanno le resultó imposible no desear que independientemente del resultado, su amigo del pasado sobreviviera. Se palpó la cicatriz. Por lo que respectaba a los demás, pues bien, podían irse al Hades, putos romanos. Si Pera seguía con vida, Hanno esperaba que para cuando terminara el día se contara entre los muertos.

A pesar de lo que sucedía por todas partes, su misión no sería sencilla. Habían reagrupado a los legionarios de más abajo y les habían hecho formar en tres grandes bloques. Una buena cantidad de triarii había sido posicionada en las filas delanteras. Al lado de estos Hanno veía los típicos penachos de los cascos de los centuriones. Las órdenes se chillaban por doquier y cada una de las tres unidades formó un triángulo con el extremo en la colina apuntando a los cartagineses. «Han formado la “sierra” —pensó, con el estómago encogido—. Es un intento de machacarnos». El ataque caería sobre su falange y las de su padre y hermanos. Para ellos la verdadera batalla empezaría ahí.

—Chicos, esta vez van a intentar acabar con nosotros —bramó—. No lo podemos permitir, ¿verdad?

—¡NOOOOOO! —gritaron sus lanceros a modo de respuesta.

—A Aníbal no le gustaría que le decepcionáramos, ¿verdad?

—¡NOOOOOOO!

—Así me gusta. ¡Todas las filas en formación cerrada!

Los hombres de delante se juntaron arrastrando los pies y se aseguraron de que sus respectivos escudos se superponían. Los soldados de la retaguardia empujaron desde atrás y formaron una masa de equipamiento, armas y piel sudorosa bien prieta. En ese momento había muy poco espacio para moverse, pero ahí recaía la fuerza de la falange. Cuando levantaban las lanzas, las formaciones presentaban un muro blindado ante el enemigo, un muro impenetrable a la mayoría de los ataques. Estaba a punto de averiguar si resultaría eficaz contra la «sierra», lo cual desconocía. Hasta el momento, los dioses habían convenido prestarles ayuda. Cuando los romanos empezaron a ascender por la ladera, Hanno rezó para que siguieran gozando de su favor.

Los centuriones condujeron a sus hombres colina arriba a buen ritmo. Hanno les oía gritando órdenes parecidas a las suyas.

—¡A buen ritmo, muchachos! ¡Mantened vuestras posiciones! ¡Pila preparadas!

Los velites trotaban por delante de la infantería preparados para lanzar las pocas jabalinas que les quedaban. Los hombres de Hanno les insultaban a medida que se acercaban; la falange apenas había sufrido bajas por culpa de las lanzas de la infantería ligera del enemigo. Incluso escuchó apuestas acerca de quién sería el primero de los velites en ser alcanzado por una honda. Eran hombres valientes por atacar de nuevo, pensó, mientras el zumbido de cientos de piedras pasaba por encima de su cabeza. No dieron media vuelta ni echaron a correr, ni siquiera cuando aterrizó la primera ráfaga. Quedaban menos de veinte velites pero avanzaban hacia la lluvia de piedras que lanzaban los honderos, y se acercaron más que nunca. «En nombre de Baal Hammón, ¿qué están haciendo?», se preguntó Hanno alarmado. Era como si los velites quisieran morir. Cada vez caían más de ellos, pero eso no les impedía seguir atacando. Se acercaban cada vez más entre gritos de guerra y lanzamiento de lanzas.

Su comportamiento no era sino una mera táctica de distracción. Para cuando Hanno se hubo dado cuenta de ello, el extremo de la sierra más cercano había cambiado de dirección. Ahora apuntaba directamente al cruce entre el borde derecho de su falange y el borde izquierdo de la de Bostar. Estaba a punto de ordenar a sus hombres que se desplazaran a la derecha para cubrir el hueco, cuando echó una mirada a uno de los otros puntos de la sierra. Se movía directa hacia el cruce entre la parte más a la izquierda de su falange y la derecha de la de su padre.

—Malditos cabrones retorcidos —exclamó. Si sus hombres se movían hacia algún lado, corrían el riesgo de empeorar la situación—. ¡Mutt!

—¿Señor? —preguntó desde su izquierda.

—¿Has visto lo que intentan?

—Sí, señor.

—Pasa la información, rápido. Los honderos tienen que centrar los lanzamientos en los extremos de la sierra. Quiero que abatan a los hombres que están al frente, cueste lo que cueste. ¿Queda claro?

—Sí, señor.

—Ya habéis oído lo que he dicho. ¡Pasad la información ahora mismo! —bramó Hanno a los soldados que tenía justo detrás—. ¡Mutt! —volvió a llamar.

—¿Señor?

—Los hombres de nuestro extremo derecho deben de ver lo que está a punto de suceder, pero transmíteles el mensaje de todos modos. ¡Tienen que resistir! —Hanno echó una mirada al lancero que tenía al otro lado—. ¡Díselo a los muchachos de la derecha! ¡Los romanos no deben atravesarnos!

El lancero hizo lo que le pedía con el ceño fruncido.

Hanno contempló a los romanos, que ahora estaban a menos de cincuenta pasos. Había advertido a sus hombres, hecho todo lo que había podido. Le habría encantado estar en medio de la acción, pero no podía romper filas sin dañar la integridad del muro de escudos, algo que los romanos aprovecharían. Por muy agónico que fuera, tenía que quedarse quieto.

A partir de entonces el tiempo pasó con lentitud. Incluso cuando los legionarios empezaron a cubrir corriendo el último tramo, era como si Hanno viera una imagen dramática tras otra. Los últimos velites retirándose, cojos, ensangrentados, pero desafiantes de todos modos. La lluvia de piedras que oscurecía el cielo que tenía encima. La visión increíble de las piedras que aterrizaban en y alrededor del extremo de la sierra. Rebotaban las piedras en escudos y cascos, cráneos fracturados y pómulos hundidos. Empezaron a abrirse huecos en la línea romana por aquí, por allá, por todas partes, aunque los hombres empujaban para ocupar los espacios vacíos, pisando gustosos los cuerpos de sus compañeros para situarse bajo la ráfaga constante de piedras. Los gritos agudos de los heridos no impidieron que los legionarios siguieran avanzando.

—¡Venga, venga, venga! —gritaban los centuriones—. ¡Roma, Roma!

«¡Contenedlos, contenedlos!», quería gritar Hanno, pero sus palabras se perderían en la vorágine de sonidos.

—¡A-NÍ-BAL! —gritó al tiempo que golpeaba el extremo de la lanza contra el borde del escudo.

Sus hombres respondieron con presteza:

—¡A-NÍ-BAL! ¡A-NÍ-BAL! —El cántico se adoptó a lo largo de todo el frente de cartagineses. El clamor resultaba totalmente ensordecedor.

El avance romano se detuvo durante un momento y Hanno se sintió esperanzado.

No duró. Con fuertes gritos de ánimo y no pocos insultos, los centuriones hicieron mover a sus hombres e incluso aumentaron de velocidad. Con un estrépito de mil demonios, el extremo de la sierra que tenía a la derecha colisionó con los soldados de Hanno. La fuerza inmensa del choque estremeció a todos los hombres. Al cabo de un instante, un segundo golpe reverberó por la falange debido al choque contra el extremo izquierdo.

—¡Firmes, firmes! —gritó Hanno. Inclinó el cuello hacia delante desesperado por ver qué ocurría. «Que aguanten, por favor, que aguanten».

—¡A-NÍ-BAL! —gritaron los hombres que no estaban enfrascados en una lucha por sobrevivir.

Hanno deseó tener un blanco para su espada; poder clavar el extremo afilado en carne romana y así detener de algún modo su avance. En cambio, tenía que quedarse donde estaba, enfurecido y frustrado mientras la «V» del extremo de la sierra se internaba en el hueco que había entre las falanges. Se imaginó la confusión de sus hombres, cuyos laterales desprotegidos quedaban ahora expuestos a los romanos. Los lanceros de la otra falange podrían responder al ataque, pero solo si se habían dado la vuelta para colocarse de cara a la izquierda, en vez de hacia delante. «¡Contenedlos!», rogó. Los gritos, chillidos y las órdenes que se berreaban en latín y cartaginés se mezclaban con el choque del metal contra el metal. Los romanos que Hanno veía no se movieron durante unos instantes pero luego avanzaron unos cuantos pasos. Otros más a continuación. Se le cayó el alma a los pies. En cuanto las falanges quedaran separadas, no habría forma de reagruparlas.

Cuando el impacto de los golpes se extendió desde ambos lados, entre las filas reinó la confusión. Los soldados que estaban alrededor de Hanno gritaban, empujaban y luchaban para mantenerse en pie. Muchos cayeron de rodillas o acabaron con los brazos dislocados cuando les arrancaron los escudos. La primera fila se torció y luego se dispersó. Los hombres avanzaban y rompían la formación. Hanno se encontraba entre ellos. No tenían un enemigo directamente enfrente, y aun así la falange se había desmontado. La cabeza le bullía de ideas mientras intentaba combatir el pánico. ¿Qué hacer? Si ordenaba a sus hombres que atacaran el lateral de la sierra, quizás el ataque romano fuera más lento, pero existían muchísimas posibilidades de que los legionarios rompieran filas y dieran media vuelta hacia su retaguardia. Aquello resultaría incluso más desastroso.

Echó una mirada colina abajo y se desanimó todavía más.

Más grupos de legionarios subían la colina con la intención clara de avanzar entre los huecos abiertos en las líneas cartaginesas. Llegarían mucho antes de que las falanges dispersadas pudieran reagruparse. Era imposible que los honderos baleáricos consiguieran lo que los libios no habían sido capaces de hacer. Esos romanos iban a escapar.

Hanno alzó la vista hacia el espléndido cielo azul. «¿Por qué? ¿Por qué nos haces esto?», gritó para sus adentros.

No hubo respuesta.

Quintus no se había alegrado tanto de que Corax fuera su comandante como durante la parte final de la brutal lucha que se libró en la colina. Gran Diez había sido asesinado y Urceus herido en el tercer o cuarto ataque, Quintus no recordaba cuándo exactamente. A partir de ese momento, su sección de velites se había esforzado para mantener la moral ante la abrumadora batería de piedras que les lanzaban los honderos baleáricos. Todos los hombres sabían que morían en vano; sus jabalinas no eran capaces de atravesar los escudos de los libios. De hecho se había preguntado si alguno de ellos estaba a punto de echar a correr, a Macerio en concreto se le veía muy desdichado. ¿Correr a dónde?, se preguntaba Quintus cínicamente. Los dioses solo sabían lo que pasaba en la retaguardia, pero no sonaba bien. El sonido de los carnyxes había adoptado un nuevo ritmo maníaco, lo cual suponía que al menos los galos iban ganando. Era como si Corax hubiera sabido lo cerca del borde que estaban los dieciocho velites ilesos. Los había reunido fuera del alcance de las piedras que lanzaban los honderos. Los había puesto por las nubes por sus esfuerzos hasta el momento, lo cual había hecho sonreír a unos cuantos a pesar de sus rostros cansados. Entonces les había informado del plan de Pullo y él para escapar.

—No podemos hacerlo sin vosotros —había gruñido—. Seréis los tábanos que pican a los guggas hijos de puta para volverlos locos. Estarán tan ocupados observándoos que para cuando vean qué tramamos, será demasiado tarde.

—Para entonces estaremos todos muertos —había musitado Macerio.

Los ojos de Corax habían sido como dos esquirlas de hielo que perforaban al veles rubio.

—Llámame «señor», soldado.

Macerio había apartado la mirada.

—Sí, señor.

A pesar de la reprimenda, las palabras de Macerio se habían quedado suspendidas en el aire.

El centurión también era consciente de ello. Había mirado a todos y cada uno de los hombres.

—Macerio es un imbécil descarado pero tiene razón. Si volvéis ahí arriba es posible que os maten. Pero, sin embargo, sí que os puedo decir una cosa. Ahora es el momento de los triarii. Si no nos ayudan a abrir una brecha en esos cabrones, moriremos todos de todas formas. Veinte años de guerra me han enseñado una cosa: reconocer cuándo hay un gran estratega sobre el terreno. Hoy hay uno aquí y, desgraciadamente, no se trata de Flaminio. La emboscada ha sido fruto de un puto genio. Ha ganado la batalla de un golpe. Lo único que intentamos es escabullirnos de aquí antes de que sea demasiado tarde.

Se lo habían quedado mirando sin reaccionar pues ninguno estaba preparado para responder. ¿Qué era peor: la muerte certera si atacaban otra vez al enemigo o la muerte certera en el plazo de una hora o dos cuando los arrollaran los númidas o los galos? Al recordar las cabezas que había visto colgadas de los arreos de los caballos galos en el Trebia, Quintus tuvo claro qué prefería.

—Yo iré, señor.

—Yo también —había añadido Rutilus.

Cuando Urceus, herido, había insistido también en ir, los otros se habían avergonzado y se habían ofrecido voluntarios. Corax no les había reconvenido por su falta de entusiasmo, sino que había asentido y sonreído.

—Bien, esforzaos al máximo, muchachos, y os juro que saldremos de esta.

Entonces el entusiasmo se había encendido en la mirada de los hombres, más débil que antes, pero presente de todos modos.

Cielos, pero es que necesitaban el máximo de entusiasmo posible, pensó Quintus fatigosamente. Los honderos baleáricos hacía tiempo que habían encontrado su campo de tiro. Sus proyectiles alcanzaban su objetivo la mayoría de las veces o eso había parecido. Su líder había sido abatido antes de que dieran veinte pasos con la frente machacada. Solo catorce velites se habían colocado en el rango de tiro de las jabalinas de los libios. Para cuando lanzaron una ráfaga solo quedaban once, y ocho cuando habían oído el choque del primer extremo de la sierra al colisionar con el frente enemigo. En aquel momento, a Quintus no le había parecido vergonzoso poner pies en polvorosa. Había esprintado hasta la parte trasera de la formación de legionarios más cercana y se había escabullido hasta la última fila. Rutilus, Urceus y otros dos se le habían unido poco después, pero eso había sido todo. No tenía ni idea de cuántos de los veinte velites destinados a la centuria de Pullo seguían con vida.

Coger el scutum de un hastatus abatido le había parecido lo más natural del mundo. Rutilus hizo lo mismo. Para luchar a poca distancia, resultaba muy superior por tamaño y peso a sus escudos ligeros, que descartaron. Sin embargo, habían tenido poca necesidad de utilizarlos al comienzo, por lo que ambos se habían sentido aliviados. Los ataques repetidos al enemigo habían debilitado a Quintus, y había agradecido ir retumbando detrás de la masa de legionarios mientras se abrían paso entre las falanges dispersas. Al otro lado, los oficiales habían reagrupado a los hombres un momento y luego habían atacado a los honderos. Los guerreros baleáricos habían echado un vistazo a los maltrechos romanos ensangrentados antes de poner pies en polvorosa. Había pocos soldados capaces de resistir a la infantería blindada, y los escaramuzadores los que menos.

Después de eso el avance fue más lento, ya que empezaron a acusar el esfuerzo físico. Entonces Quintus sintió odio hacia Corax por haberles permitido un pequeño descanso antes de ordenarles que continuaran subiendo la colina. No obstante, había sido la decisión adecuada. Su formación era la única que hasta el momento había conseguido horadar las líneas enemigas. Si se hubieran quedado, habrían muerto. Así pues, avanzaron penosamente por las colinas durante por lo menos kilómetro y medio, hasta que no quedó ni rastro del enemigo. Entonces Corax ordenó que pararan, justo cuando los hombres empezaban a caer exhaustos. El lugar, el alto de una colina desprotegida, les proporcionaba una visión panorámica de lo que sucedía junto al lago. No era una vista agradable, pero en cuanto colocó a Urceus de la forma más cómoda posible, Quintus fue incapaz de apartar la mirada. Rutilus estaba a su lado, también hipnotizado.

—La mayoría han acabado empujados a la orilla —anunció una voz a la altura del codo.

Quintus miró en derredor y le sorprendió ver a Corax.

—Sí, señor —dijo con un suspiro—. Los acosan tanto los galos como los númidas.

—Pobres desgraciados —dijo Rutilus.

—Hace mucho que les han hecho romper filas, las unidades estarán mezcladas entre sí. La mayoría de sus oficiales deben de estar muertos o heridos. Están rodeados, confundidos y presos del pánico. —Corax frunció el ceño—. A tomar por culo. No tienen ningún sitio adonde ir, aparte del lago.

Quintus volvió a bajar la mirada hacia el campo de batalla. ¿Era fruto de su imaginación o los bajíos cercanos al campo de batalla tenían un tono curioso? Parpadeó horrorizado. No, el agua se estaba enrojeciendo. La sed abrumadora que sentía se desvaneció por momentos. Aunque hubiera podido beber hasta hartarse del lago en ese mismo instante, no lo habría hecho.

—¿Qué va a pasarles, señor?

—¿A los que están ahí abajo? Son hombres muertos. No podemos hacer nada al respecto. Si volviéramos allá abajo, acabaríamos todos muertos, el doble de rápido.

Quintus y Rutilus intercambiaron una mirada seria pero aliviada. Si un hombre como Corax decía que estaba bien no hacerse el héroe, entonces, ¿quiénes eran ellos para rebatírselo? Quintus rezó para que su padre estuviera a salvo, para que la caballería no hubiera tenido tiempo de pasar por el cañón antes del inicio de la emboscada. Y por lo menos Calatinus no estaba presente.

—Ahora tenemos que esforzarnos para evitar que nos pase lo mismo. Apuesto a que los guggas irán a por nosotros en cuanto se organicen.

—Estamos preparados para marcharnos cuando tú digas, señor. —Rutilus echó la mandíbula hacia delante.

Mirada de aprobación. Corax echó un vistazo al scutum de Quintus.

—¿Qué te parece?

—Es pesado, señor, pero puedo manejarlo. —Otra plegaria en silencio, esta vez de agradecimiento por la total recuperación de su brazo.

—¿Y a ti? —El centurión miró a Rutilus.

—Lo mismo, señor.

—Se los habéis quitado a unos hombres abatidos, ¿no? —Quintus asintió—. ¿Los habéis tenido que usar?

—No, señor. Estábamos en la parte de atrás —repuso Quintus, que esperaba que Corax los regañara dos veces.

—Ha sido buena idea que os armarais con ellos. Esas miniaturas pequeñas que lleváis los velites no valen una mierda cuando hay que pelear contra soldados de infantería. Conservadlos por ahora.

Quintus y Rutilus sonrieron abiertamente por la sorpresa.

—¡Sí, señor!

—Tú y tus compañeros lo habéis hecho bien antes —declaró Corax en un tono de aprobación áspero—. No es fácil subir corriendo por una ladera mientras esos cabrones de honderos no paran de lanzar piedras. Mantened esa actitud y los dos pasaréis a ser hastatus más pronto que tarde.

—¡Gracias, señor!

—Aprovechad este descanso al máximo. Pronto nos marcharemos. Necesitamos alejarnos lo más posible de aquí antes del atardecer.

—¿Lo conseguiremos, señor? —preguntó Quintus.

—Si los dioses lo quieren, sí. —Corax se marchó con un asentimiento tenso.

Quintus se había enorgullecido de las alabanzas del centurión, pero sus últimas palabras se le habían convertido en cenizas en la boca seca. Sin atisbo de duda veía reflejada esa misma sensación en el rostro de Rutilus. Alzó la vista a los cielos en busca de inspiración. No le entraba en la cabeza que los dioses les hubieran hecho sobrevivir al infierno por el que acababan de pasar para que los mataran otras tropas cartaginesas. Al cabo de un momento bajó la mirada, enojado por la falta de indicios.

—Los dichosos dioses nunca responden. Nunca —susurró Rutilus—. Ni siquiera cuando uno más los necesita.

—Lo sé. —Quintus notaba el cansancio hasta en los huesos—. Tendremos que seguir adelante.