Cerca de Arretium, norte del centro de Italia
Como era de esperar, a Calatinus no le agradaba el plan de Quintus. Habían tenido su primera pelea al respecto pero Quintus no se echaba atrás. Para apaciguarlo, le había pedido que fuera con él pero su amigo se había echado a reír.
—Si te piensas que voy a dejar de ser soldado de caballería para convertirme en veles, es que estás loco. —Calatinus se había parado a pensar unos instantes—. Está claro que estás loco o no harías esto. Desertar es un delito grave. El juramento que hiciste cuando te alistaste a la caballería todavía no se ha revocado, ¿recuerdas?
—Seguiré sirviendo al ejército —había espetado Quintus.
—Tu padre no se enterará. Nadie lo sabrá aparte de mí, y no podré decir nada. Te llamarán traidor, o peor. ¿Todo ese riesgo cuando es probable que vuelvas a servir dentro de un año?
—¿Y si Aníbal sufre una derrota en los próximos meses? En Capua se me conocerá como el niño-hombre a quien su padre mandó a casa y se perdió todas las batallas. ¿Podrías vivir con una cosa así?
Calatinus había advertido la determinación en sus ojos y había alzado las manos al aire.
—Te vas tú solo. Yo no quiero tener nada que ver con esto.
—Vale —había respondido Quintus, más resuelto que nunca. El atractivo de luchar con hombres que no habían huido de los cartagineses resultaba demasiado grande, sobre todo en comparación con ayudar a llevar la finca de la familia, que es lo que su madre le haría hacer. El temor a ser conocido como una persona que no había cumplido con su obligación era muy real. En más de una ocasión había oído hablar del sentimiento de culpa que embargaba a los soldados que se habían perdido una batalla importante por culpa de una herida.
Luego se habían emborrachado juntos y a la mañana siguiente, cuando habían tenido que marcharse, no había habido resentimiento entre ellos. Calatinus había jurado que no diría ni una palabra a nadie. Dos días después de salir del campamento de Flaminio —Quintus había cabalgado con su amigo supuestamente para pasar sus últimos momentos juntos— se detuvo para hacer sus necesidades y discretamente dijo a los demás que no le esperaran. Calatinus había susurrado una bendición y luego se había despedido alegremente diciendo que no quería quedarse cerca para oler el resultado de los esfuerzos de Quintus.
Quintus esperó un rato antes de regresar por donde habían venido. Cabalgaba con rapidez pero con cuidado y se apartaba del camino si veía soldados romanos. Hasta que estuviera cerca del campamento, era imprescindible que evitara ser visto por alguien perteneciente a las fuerzas de Flaminio. Tras la camaradería de los últimos meses, le resultaba extraño dormir a cielo raso y solo, pero la soledad, una pequeña hoguera y el aullido de los lobos procedente de las montañas cercanas pronto le convencieron. Al día siguiente cabalgó hasta unos ocho kilómetros del campamento de Flaminio antes de deshacerse de la montura a regañadientes. Poco más podía hacer con el caballo. Tenía que parecer lo más pobre posible. Con un poco de suerte, alguna patrulla recogería al animal. Le había dejado a Calatinus sus escasas pertenencias y abandonó el casco, la lanza y el escudo en unos matorrales y solo conservó un sencillo puñal. Quintus se desnudó y se enfundó la ropa más vieja que tenía: un licium gastado, o prenda interior, y una basta túnica de lana de color blanco roto. Incluso se deshizo de sus queridas botas, que le llegaban a media pantorrilla, para calzarse un par de caligae que se había comprado hacía unos días.
Cuando volvió a ponerse en camino comenzó a asimilar la magnitud de lo que estaba a punto de hacer. La primera patrulla con la que se cruzó, una tropa de númidas, casi lo atropella porque Quintus no se apartó del camino a tiempo. Le siguieron un grupo de hastati, que ni siquiera se dignaron a mirarlo. Quintus dudó siquiera de que muchos lo hubieran visto. La determinación le flaqueó ligeramente. Las cosas en las que había pensado, temido, estaban a punto de convertirse en realidad. Iba a empezar a vivir en el escalafón más bajo de la sociedad. Aparte de los esclavos del campo, todos lo considerarían inferior. Tardaría meses, por no decir años, en alcanzar algún tipo de reconocimiento. Eso si no lo mataban en la primera batalla en la que participara. El número de bajas entre los velites solía ser elevado. Quintus se armó de valor. «Tenía que haber muerto en el Trebia —se dijo—, pero no morí. No hay motivo para suponer que pereceré más rápido como escaramuzador. Haciendo esto, me quedo y lucho contra Aníbal en vez de quedarme en casa». Se convenció de que hacía lo correcto.
Quintus no dejaba de pensar en su padre, rojo de ira, cuando se enterase de que no había llegado a casa. La idea le resultaba muy satisfactoria y hacía que le asomara una sonrisa a los labios. Aceleró el paso al ver las puertas del campamento. Cuando llegara a los velites apostados en la puerta, empezaría a fingir. Tenía los nervios a flor de piel pero ya se había preparado la historia. Le preguntarían el motivo de su presencia y él diría que era uno de los sirvientes de Fabricius. Con eso bastaría para que lo dejaran entrar y conseguir una audiencia con un oficial, que le buscaría un pelotón de velites. Tenía ganas de abordar a los escaramuzadores que estaban vinculados a un manípulo de triarii o principes, pero no había manera de que aquello funcionara. Como recluta novato sin un oficial que lo recomendara, tendría que alistarse a los velites que servían en una unidad de hastati. Lo bueno era que podía buscar a Corax, que le había parecido un buen tipo.
En esta ocasión encontró al centurión con facilidad. Como era habitual, las tiendas de las dos centurias del manípulo se situaban una frente a otra en un espacio rectangular de unos cien pasos de ancho. El lado más cercano a la avenida del campamento quedaba abierto. Delante estaban los carros y los establos de las mulas del manípulo. Corax estaba sentado junto a una mesa en el exterior de su gran tienda, comiendo estofado con una cuchara. El otro centurión manipular estaba a su lado, cortando una pequeña hogaza de pan con una daga. Un criado les servía vino. Nadie se fijó en Quintus, lo cual lo puso incluso más nervioso. Siguió adelante hasta que al final el segundo centurión, un hombre robusto con el pelo negro y entradas, alzó la vista con el ceño fruncido.
—¿Qué quieres?
—He venido a hablar con el centurión Corax, señor, si se me permite.
Corax le lanzó una mirada despreocupada.
—¿Te conozco?
—Nos hemos visto en una ocasión, señor, en invierno —explicó Quintus, hablando con acento vulgar—. Te traje un mensaje. Tú me comentaste que había sitio para hombres como yo en los velites.
Corax dejó la cuchara y lo repasó con la mirada.
—Ah, sí. Eres el criado de aquel comandante de caballería.
—Sí, señor. —«Por favor, que no me pregunte por él», pensó Quintus, con el corazón acelerado. Con un poco de suerte, Corax habría olvidado el nombre de su padre.
—Así que has cambiado de opinión, ¿no?
Quintus ya tenía la respuesta preparada.
—Ha llegado el momento de aportar mi grano de arena, señor. Hay que pararle los pies a Aníbal o la República entera acabará reducida a cenizas.
Un asentimiento de aprobación.
—¿Tu amo te ha dado el consentimiento?
—Sí, señor. —Quintus rezó para que no hubiera más preguntas.
—¿No tienes una finca, tierras?
—Mi padre labra una pequeña parcela, señor, pero no vale mucho. Tiene que trabajar en la finca local para llegar a fin de mes —mintió Quintus con humildad. No podía aparentar ser más rico por si Corax le pedía que demostrara su condición.
—Lo que me imaginaba. ¿Cómo te llamas? ¿De dónde eres?
—Quintus Crespo, señor —mintió Quintus. No podía utilizar su verdadero apellido por si su padre oía hablar de él algún día—. Soy de cerca de Capua.
—¿Cuántos años tienes?
—Dieciocho, señor. —Se produjo una breve pausa y Quintus empezó a marearse.
—Está claro que no puedes tomar juramento en Roma, así que puedes alistarte ahora mismo.
—¡Gracias, señor! —Quintus no consiguió reprimir una sonrisa de oreja a oreja.
—Te comprometes durante dieciséis años. —Corax lo observó fijamente con sus ojos hundidos.
—O quizá veinte, si no derrotamos pronto a Aníbal —añadió el otro centurión con una sonrisa.
—No tardaremos tanto en vencer al gugga, señor —declaró Quintus.
—Sobre todo si te tenemos a ti en el ejército, ¿no? —El centurión se rio por lo bajo y Quintus se sonrojó.
—Está ansioso, Pullo, lo cual no tiene nada de malo. —Corax se levantó y se acercó a Quintus—. ¿Preparado?
Quintus tragó saliva.
—Sí, señor.
—Repite conmigo: «Yo, ciudadano de la República…».
—Yo, ciudadano de la República… —dijo Quintus.
—… juro lealtad a la República y defenderla de sus enemigos. —Corax hizo una pausa para que Quintus repitiera sus palabras—. Obedeceré a mis oficiales y ejecutaré las órdenes en la medida de mis posibilidades. Pronuncio este juramento ante la tríada sagrada de Júpiter, Juno y Minerva.
Quintus pronunció las últimas palabras preocupado por cómo afectaría aquella nueva promesa al juramento realizado al alistarse la primera vez. Pensó que, con un poco de suerte, los dioses considerarían que su deseo de luchar por Roma era más importante que haber desobedecido las órdenes de su padre y, por consiguiente, desertado de la caballería. La bilis le revolvía el estómago. Tenía que albergar la esperanza de que no estuvieran en contra de sus actos porque, de lo contrario, sería hombre muerto en el primer enfrentamiento.
—Excelente. —Corax le dio una palmada en el hombro—. Bienvenido a los velites, Crespo, y a mi manípulo.
—Gracias, señor —repuso Quintus, que empezó a tranquilizarse.
—Lo primero es lo primero. Tenemos que asignarte a una unidad de tiendas. Luego una visita al oficial de intendencia para que te dé el equipo y las armas. Tu instrucción empieza mañana.
—Muy bien, señor.
—¿Ves los establos de las mulas en este lado? —señaló Corax.
Quintus miró.
—Sí, señor.
—Las tiendas de los velites están ahí abajo, al lado de los establos.
«Donde el olor a orines y estiércol es más fuerte», pensó Quintus.
—Las veo, señor.
—En la penúltima tienda hay una vacante. Ve y date a conocer. Ya te dirán dónde encontrar las provisiones. Ya nos veremos mañana al amanecer. Puedes marcharte.
—¡Gracias, señor! —Quintus hizo el saludo, se giró y se marchó.
—El muchacho está todavía verde —oyó decir a Pullo. El comentario le sentó mal pero siguió caminando.
—No lo niego, pero está ansioso por luchar. Creo que hará un buen trabajo —repuso Corax.
Quintus se fue apaciguando. Corax veía algo en él. Ahora le tocaba demostrar su valor ante su centurión, y ante los dioses, para que no le castigaran por haber incumplido el juramento de la caballería.
Unos cuantos hastati asintieron cuando pasó por delante de ellos o mascullaron un saludo, pero la mayoría no hizo más que dedicarle una mirada dura. Quintus dejó de sonreír y adoptó una expresión de enfado. La vida ahí no iba a ser fácil.
En el exterior de la penúltima tienda encontró a media docena de jóvenes vestidos con túnicas sucias sentados en círculo, apurando su última comida. Nada de estofados, como habían tomado Corax y Pullo. Parecía pan con queso. Un par de ellos alzaron la vista.
—El centurión Corax me envía aquí —dijo Quintus.
—¿Ah sí? —preguntó con desprecio un soldado alto con el pelo muy rubio—. ¿A besarme el culo?
—Me acabo de alistar. Me llamo Crespo.
—¿Y a mí qué más me da?
—Voy a dormir en esta tienda.
Se oyeron un montón de quejidos.
—La mierda de siempre. Justo cuando nos acostumbramos a estar un poco más anchos, Corax nos fastidia —se quejó un hombre bajito con unas orejas como las asas de una jarra. Quintus no acababa de entender y el hombre se explicó—: Hay ocho hastati en cada contubernium, pero no en el caso de los velites. Tu llegada nos sitúa en la capacidad máxima, por lo que ahí dentro tenemos que dormir diez soldados. —Señaló con el pulgar la tienda que tenía detrás—. A gente como a Rutilus aquí presente —y señaló a un hombre de aspecto afeminado—, no le importa, pero al resto nos parece muy justo.
Sonaron unas risas fuertes y Rutilus se encogió de hombros.
—¿Qué voy a decir? Me encanta.
—Le encantan los culos —gruñó el soldado alto.
—No te preocupes, Macerio, no me gustas —replicó Rutilus—. No me verás metiéndome entre tus sábanas. A no ser que me lo pidas, claro está.
—¡Cuidadito con lo que dices! —Macerio se abalanzó hacia delante, pero Rutilus se apartó de él con un baile de pies.
Más risas. Quintus sonrió.
—Te parece gracioso, ¿no? —Macerio tenía la atención puesta en él como si fuera un halcón.
La primera prueba. Aunque Macerio era más corpulento que él, era imprescindible que no lo consideraran un blandengue.
—Ha sido divertido, sí —repuso Quintus con tranquilidad.
Macerio se acercó a Quintus balanceando los puños.
—¡Pues entonces ha llegado el momento de que aprendas modales, novato!
—Qué estupidez. —Quintus retrocedió para esquivar los primeros puñetazos, pero Macerio le seguía con expresión desdeñosa.
—¡Mirad, chicos! ¡Tenemos a un cobarde como compañero de tienda!
Quintus pensó en la emboscada a la que había sobrevivido y en el Trebia, donde se había mantenido firme hasta que su padre se lo había llevado. Le bullía la sangre. Que él supiera, Macerio ni siquiera formaba parte de los velites por aquel entonces.
—¡No soy ningún cobarde!
—¿No? —Macerio intentó propinarle dos puñetazos, izquierda y derecha. Le encajó el segundo en la mejilla de Quintus, que vio las estrellas. Hizo un quiebro hacia atrás.
—¡No! —farfulló. La angustia lo tenía paralizado. Si perdía, su vida entre los velites sería incluso más dura. Tenía que ganar. La ira hace perder la calma a los hombres, pensó—. ¿Sabes qué? Rutilus estaba siendo considerado. Eres el hijo de puta más feo que he visto en mucho tiempo. ¿Quién iba a querer follarte?
—¡Soplapollas! —Macerio escupió saliva al hablar.
—¡A por él, Macerio! —gritó un hombre.
Quintus oyó al menos dos voces más de apoyo. Aparte de suponer que no debía tratarse de Rutilus, no tuvo tiempo de plantearse quiénes eran los aliados del hombre. No tenía los brazos tan largos como Macerio, así que tendría que acercarse para llegar hasta él. Se protegió el rostro con los puños, encorvó los hombros y fue a por él. Se movió tan rápido que pilló a Macerio desprevenido. Un puño le pasó por encima de la cabeza y acabó con él. Pum, pum. Le asestó dos buenos golpes a Macerio en el vientre. Se oyó un gemido de dolor. Quintus le propinó otro golpe, por si acaso, antes de alejarse con paso danzarín. Cabía esperar que eso enseñara a Macerio a dejarlo en paz.
—¡Cabrón! —resolló Macerio con los ojos abombados de ira.
—Tú has empezado —repuso Quintus, frotándose el cuello magullado.
—Sí, y pienso terminarlo. —Enfurecido, Macerio fue a por él otra vez.
Quintus maldijo para sus adentros. Tenía que haber dejado a Macerio tirado en el suelo. No volvería a cometer el mismo error. Intercambiaron golpes durante un rato sin que ninguno de los dos lograra aventajar al otro. Macerio tenía un puño derecho letalmente rápido. Alcanzó un par de veces a Quintus con él en la sien y lo dejó con un zumbido de oídos. Unos cuantos más como ese, pensó Quintus, y la pelea habría terminado. Como le preocupaba que su nueva vida fuera infinitamente más difícil si Macerio ganaba, decidió vencer como fuera. Y no es que el hombre rubio pensara lo contrario. Quintus había evitado una patada en la entrepierna por los pelos hacía un momento y había visto a Macerio lanzando miradas cargadas de significado a sus compañeros. «Si no tengo cuidado —pensó Quintus—, alguno de ellos me empujará por la espalda y el capullo tendrá toda la ventaja que necesita».
Quintus no solía jugar sucio, pero la inferioridad numérica que sufría realmente le hacía querer dañar a Macerio. Cogió un clavo corto y torcido del suelo, de los que se emplean para marcar en el material las iniciales del propietario.
Macerio adoptó una expresión maléfica.
—Vas a intentar cegarme con un puñado de tierra, ¿no? —Desvió la mirada—. ¡Derribad a este cabrón si podéis, muchachos!
Varios hombres lanzaron gritos de entusiasmo y a Quintus se le revolvió el estómago. Macerio no había visto el clavo pero acababa de empeorar su propia situación. No le quedaba más remedio que utilizar el clavo. Se abalanzó sobre Macerio con furia, propinándole un puñetazo tras otro con la izquierda pero guardándose la derecha, con la que sostenía el clavo. Sorprendido, el rubio cayó hacia atrás antes del ataque y Quintus consiguió golpearle con fuerza en el vientre varias veces. Macerio iba dando bocanadas para coger aire y Quintus aprovechó la oportunidad. Con el clavo cogido entre el dedo índice y el corazón, le propinó un golpe cortante en la mejilla. Un grito de dolor desgarró el ambiente cuando el hierro abrió un surco profundo en la carne de Macerio. Quintus no aflojó. Le asestó un izquierdazo en la mandíbula. Se oyó un fuerte crujido y Quintus notó un dolor intenso en el puño izquierdo mientras Macerio caía de espaldas.
Quintus se quedó a un lado con el pecho palpitante acariciándose la mano izquierda. Macerio yacía inmóvil ante él. La pelea había terminado. «Demos gracias a los dioses —pensó Quintus—, he vencido». Rutilus y el hombre de las orejas de soplillo lanzaban vítores mientras que los compinches de Macerio habían corrido al lado de este. Quintus soltó el clavo como si nada. Nadie se fijaría en medio del caos. Escudriñó los rostros que lo observaban y se sintió aliviado al ver el respeto en algunos. Sin embargo, había muchos más que lo observaban con el ceño fruncido y Quintus sabía que era muy probable que tuviera que enfrentarse a ellos más adelante. No era muy frecuente que un hombre ya alistado recibiera una paliza de un nuevo recluta.
—¡Oye, pedazo de mierda! ¡Nadie me la juega con un truco como ese! —gritó Macerio de repente. Quintus se giró asombrado. Los amigos habían ayudado al rubio a incorporarse. La sangre le corría por la mejilla izquierda y tenía una expresión asesina en la mirada—. Zanjemos este asunto, como corresponde —gruñó, colocando las manos en forma de garras—. Será interesante ver qué tal te va como veles cuando te falte un ojo.
Asombrado al ver que Macerio volvía a estar en pie y seriamente preocupado por el desenlace de la pelea, Quintus dio un paso adelante. Decidido a predecir el siguiente movimiento del hombre, no vio el pie que le habían colocado en su camino. Quintus tropezó y acabó tumbado en el suelo boca abajo. Mientras intentaba rodar para apartarse y levantarse, Macerio se abalanzó sobre él como un perro de caza sobre una liebre. La patada que le dio en el vientre dejó los pulmones de Quintus sin aire y con un sonido agónico. Mientras se esforzaba para recuperar el aliento, Macerio se colocó de rodillas a su lado. Empezó a propinar una serie de puñetazos en el torso y en la cabeza de Quintus.
—Te crees que puedes aparecer aquí como si fueras el dueño del lugar, ¿verdad?
—Ya basta, Macerio —dijo una voz.
—¡Lárgate, Rutilus, o correrás la misma suerte! —espetó Macerio.
Quintus intentó protegerse débilmente, pero Macerio le apartó los brazos a los lados y le asestó otra tanda de golpes en la cara. El dolor era intenso. Quintus era incapaz de reaccionar y mucho menos de detener a su oponente. Ya veía borroso y notaba el sabor de la sangre en la boca. Una voz lejana le decía que se levantara y luchara, pero se había quedado sin fuerzas. «Me va a dejar inconsciente de una paliza —pensó con dificultad—. Y luego me dejará ciego».
En ese mismo instante notó unos dedos que le intentaban arrancar los globos oculares. Era agónico. Gritando, Quintus alzó los brazos pero no tenía fuerzas para parar a Macerio.
Alguien habló. Quintus no distinguió la voz ni qué decía pero el efecto fue inmediato. Los dedos se apartaron de su cara. Notó que Macerio se levantaba. Aliviado al sentir que su martirio había terminado, Quintus se dio la vuelta a medias, tosió y escupió un diente. Se le caían las lágrimas del dolor. Se las secó y sintió un profundo agradecimiento por el hecho de poder ver.
—¿Qué está pasando aquí?
En esta ocasión Quintus reconoció la voz de Corax.
—Nada, señor —dijo Macerio—. Crespo y yo nos estábamos conociendo. Una pequeña bienvenida a nuestro contubernium. Ya sabes cómo va.
—¿Es eso lo que ha ocurrido?
Un coro de «Sí, señor» llenó el ambiente.
—Humm. —Corax se acercó a Quintus. Hizo una mueca de desagrado. Quintus no sabía si se debía a lo que Macerio había hecho o a que no hubiera sabido defenderse. Corax se dio un golpecito en la palma de la mano izquierda con la vara que llevaba en el puño derecho—. ¿Qué justificación tienes tú?
Quintus se incorporó y lanzó una mirada a Macerio, que tenía los ojos brillantes de malicia y del temor de que contara a Corax lo que había sucedido en realidad. Nada le habría gustado más que ver castigado a Macerio, pero tenía la impresión de que era preferible mantener al centurión al margen del asunto.
—Es lo que ha dicho Macerio, señor —masculló—. Un poco de jugueteo.
Corax lo escudriñó con una incredulidad apenas disimulada.
—¿Jugueteo?
—Eso es, señor —dijo Quintus.
—En ese caso, mejor que Aníbal se ande con cuidado.
Los hombres soltaron una carcajada, entre divertidos y nerviosos.
—¡Macerio!
—¡Sí, señor!
—De ahora en adelante guárdate las agresiones para los guggas. ¿Está claro? —Corax habló con voz de hierro.
—Sí, señor.
—Limpiaos, los dos. En cuanto acabes, Crespo, preséntate ante el oficial de intendencia. —Dicho esto, Corax se marchó dándose golpecitos con la vara en la pierna.
Quintus se levantó e hizo una mueca de dolor cuando sus magullados abdominales protestaron. Miró en derredor. Todas las miradas de los hombres del contubernium estaban posadas en él. A escasos pasos de distancia los demás velites también observaban. Muchos hastati habían presenciado también la pelea pero ahora que Corax les había dado una buena reprimenda, se marcharon. Quintus volvió a escudriñar los rostros de sus compañeros de tienda. Sus reacciones eran mucho más importantes. Rutilus parecía comprensivo; el hombre de las orejas de soplillo, no. Un par de hombres lo atravesaron con la mirada; Macerio escupió y masculló una obscenidad. La expresión de los demás era, si no amistosa, rayana en lo aceptable. Cuando el dolor de la cara empezó a intensificarse, Quintus sintió cierta satisfacción. No había delatado a su contubernium y la mayoría de sus nuevos compañeros lo reconocieron. Aquella sensación positiva tardó muy poco en desvanecerse. Con una mirada rápida a Macerio se dio cuenta de que acababa de granjearse un verdadero enemigo.
Quintus suspiró. No había anticipado problemas como ese al tomar la decisión de alistarse a los velites. Por lo menos en la caballería no había tenido que preocuparse de que uno de sus compañeros quisiera ensañarse con él.
Ahora sí.
«De todos modos me he hecho la cama —pensó—. Ahora tendré que yacer en ella».
Orilla del lago Trasimene, norte del centro de Italia, verano
Hanno estaba a punto de acabar las rondas nocturnas. Con un tiempo agradable y en un entorno tan hermoso era un verdadero placer pasearse entre las tiendas, charlar con sus hombres, compartir un vaso de vino y calibrar su estado de ánimo. La temperatura era suave y cálida, todavía se veía luz por el horizonte en el oeste y, por encima de sus cabezas, cientos de vencejos, cuyos chillidos agudos le recordaban a Cartago, volaban de un lado a otro. Más allá de las últimas tiendas y de los juncos que bordeaban la orilla veía la superficie del lago. Antes había sido de un intenso color azul celeste, pero ahora se había convertido en un misterioso y seductor azul oscuro. Hanno se planteó darse un baño, y no era la primera vez. Aunque su falange no había participado en el saqueo y pillaje de las semanas anteriores, la marcha de la jornada había sido larga y calurosa. Una vez cumplidas sus obligaciones, miles de soldados se habían puesto a retozar en el bajío. A esas horas la orilla ya estaba tranquila pues no muchos hombres se atrevían a entrar en el agua al caer la noche, pero Hanno no era tan supersticioso. Él y Suni habían pasado muchas veladas pescando en el Choma, el muelle artificial del extremo sureste de Cartago. Darse un baño de noche resultaba muy tentador. «Cielos, cuánto me gustaría que Suni estuviera aquí», pensó. Elevó una plegaria para proteger a su amigo.
Frunció el ceño al reconocer la silueta baja y robusta de Sapho. Hanno seguía estando un tanto molesto con su hermano mayor. Su regreso a la columna con Sentius detrás había sido motivo de orgullo para él. A Aníbal le había agradado el muchacho, lo cual había emocionado a Hanno. Siempre y cuando Sentius cumpliera con su cometido, su fama iría en aumento. Entonces había sido cuando Sapho, por el motivo que fuera, le había dado la vuelta a la situación mencionando que había tenido que sacar a Hanno de un charco porque se estaba ahogando. Todos los presentes se habían echado a reír, sobre todo Aníbal.
—Es otra de tus vidas perdidas —había dicho, sonriendo.
Hanno se había sentido abochornado y se preguntó si después de que el ejército marchara fuera de la llanura aluvial Aníbal se acordaría de quién les había conseguido un guía. Cuando se había quejado a su hermano, Sapho le había restado importancia riéndose y diciendo que su única intención había sido animar a los hombres.
—¿Hanno?
Por supuesto, aquella había sido la única intención de Sapho, pensó Hanno fielmente, apartando el recuerdo de su cabeza. Habría preferido que apareciera Bostar, pero se conformaba con aquel hermano. Al fin y al cabo, quizás encontrara en él a un compañero de baños. Tal vez pudiera vengarse y sumergir la cabeza de Sapho bajo el agua cuando menos se lo esperara.
—Estoy aquí.
—Por fin te encuentro. —Sapho se le acercó a grandes zancadas. Al igual que Hanno, se había despojado de la coraza de bronce y del pteryges y vestía tan solo una túnica. En el tahalí que le colgaba de un hombro llevaba un cuchillo en una funda de cuero. Se dieron la mano a modo de saludo.
—¿Te apetece darte un baño? —preguntó Hanno.
—¿Cómo?
—El agua está buenísima y tibia.
—Tal vez. Pero antes tengo que hablar contigo de una cosa.
Hanno sintió cierto desasosiego.
—Acompáñame. —Se encaminó hacia la orilla seguido de Sapho. Hanno avanzaba rápido y temía lo que su hermano tuviera que decirle.
Desde que dejaran el Arnus atrás, siguiendo órdenes expresas de Aníbal, todos los soldados tenían la obligación de causar tantos estragos como fuera posible. Al comienzo solo se había desplegado a los escaramuzadores y a la caballería pero luego también le había tocado a la infantería. Hasta el momento, Hanno y su falange se habían librado de participar en los grupos de ataque que a diario recorrían todos los bandos del ejército. Para entonces buena parte de Etruria había quedado arrasada. Lo que no podía llevarse, se quemaba o destrozaba. La población también había sufrido. No había que hacer daño a los esclavos, pero los ciudadanos romanos de todas las edades eran un blanco legítimo. Cada vez que Hanno había hablado con Sapho, su hermano mayor se había deleitado especialmente en describir las tropelías de sus soldados. En cambio, Bostar y su padre, a quienes se había encomendado la misma misión, no habían dicho nada. Desde su tortura, a Hanno no le importaba lo que le ocurriera a los civiles enemigos pero no le apetecía oír los detalles sangrientos. Le traía demasiados recuerdos de lo que podría ocurrirle a Aurelia, si es que su ejército acababa llegando tan al sur.
Una semana antes le había sorprendido que se desechara la oportunidad de abordar a las legiones de Flaminio en Arretium para seguir saqueando más fincas y pueblos. Al desviarse hacia el este a lo largo del lago, amenazaban hacer lo mismo en Umbría. Hanno ya se había dado cuenta de que la intención de Aníbal había sido obligar a Flaminio a tomar una decisión y lo había conseguido. El cónsul llevaba varios días siguiendo a sus fuerzas aunque desde cierta distancia. La batalla era inevitable pero a Hanno le preocupaba que llegara lo bastante pronto. Flaminio debía de querer atrapar a Aníbal entre sus legiones y las de Servilio, quien sin duda había sido advertido de que el enemigo marchaba hacia él. Cuanto más marcharan en dirección este, mayor era el riesgo que corrían de quedar atrapados entre dos ejércitos romanos.
Aníbal había decidido actuar, rumiaba Hanno. Sapho había venido a decirle que era necesario espolear a Flaminio para que se precipitara en su respuesta. Había que masacrar un pueblo entero a lo loco o algo peor. Hasta el momento, Hanno había tenido la buena suerte de no tener que cometer tales brutalidades. Porque si su general le ordenaba que lo hiciera, no podría negarse, por muy reprobable que le pareciera. No obstante, así garantizaría su regreso al redil, se dijo Hanno. ¿Qué eran las vidas de unos cuantos civiles comparado con eso?
—¿Qué quiere que haga? —preguntó sin mirar a su hermano.
—¿Quién?
—Aníbal, por supuesto.
—¿Qué te hace pensar que he venido a decirte algo así? —preguntó Sapho con curiosidad.
—¿No es eso? —repuso Hanno, intentando disimular su confusión.
—Podría ser. Se supone que todavía no lo sabes pero he pensado que querrías saberlo antes.
A pesar de su deseo de volverse a ganar la confianza de Aníbal, notó una sensación de pesadez en el estómago.
—¿Qué voy a tener que hacer?
—¿Mi hermano pequeño es reacio a luchar? —Sapho le rozó con los dedos la cicatriz que tenía en el cuello—. ¿El tiempo que pasaste en manos de los romanos te ha minado la moral?
—¡No me toques! —Hanno giró en redondo con una mirada iracunda, deseando haberse dejado puesto el pañuelo que le protegía la piel todavía sensible del metal implacable de su coraza—. ¡Ponme delante una hilera de soldados romanos y ya verás lo que tardo en cargármelos a todos sin excepción!
—Me alegra ver que sigues enfurecido —dijo Sapho—. Me encantaría disponer de unas horas a solas con el hijo de puta que te torturó.
La ira que había sentido cuando Sapho le había tocado la herida se aplacó.
—Gracias, pero ese privilegio lo voy a tener yo. Espero que los dioses me concedan la posibilidad de volver a encontrarme a Pera, si es que sigue con vida. Tendrá un final que ni siquiera él imagina.
—Brindaré por ello. —Sapho alzó la pequeña ánfora que llevaba discretamente colgada a un lado—. ¿Quieres un poco?
De repente a Hanno le entraron muchas ganas de beber.
—Sí.
Encontraron un claro entre los juncos, una pequeña zona arenosa donde el lago tocaba directamente tierra firme, y se sentaron el uno al lado del otro. Sapho rajó el precinto, arrancó el corcho haciendo palanca con el cuchillo y dio un buen sorbo. Se relamió.
—Es muy sabroso. Pruébalo.
Hanno pasó el dedo índice por una de las asas del ánfora. Se la apoyó en el antebrazo y dio un sorbo. El vino tenía un sabor intenso y terroso que dejaba una sensación suave en el paladar distinta a la mayoría de los vinos que había tomado en su vida. Dio un buen trago y luego otro. Estaba a punto de volver a beber cuando Sapho le dio un codazo.
—¡No te lo acabes!
Hanno dio otro sorbo antes de devolvérselo.
—Lo siento, está delicioso.
—Tal como me imaginaba —afirmó Sapho con actitud triunfante—. Lo cogí de una villa grande, una de las más impresionantes que he visto en mi vida. El dueño debe de ser inmensamente rico.
—¿Ahora está muerto?
—No, por desgracia el capullo no estaba. Tuvimos que conformarnos con matar a su familia.
Hanno cerró los ojos. «Aurelia».
—¿Solo tienes esta ánfora?
Sapho soltó una risotada.
—¡Por supuesto que no! Hay veinte más procedentes del mismo sitio. Quédate a mi lado, hermanito, y podrás emborracharte cada noche en el futuro inmediato.
Aquel panorama era tentador, sobre todo si tenía que supervisar a sus hombres mientras mataban a mujeres y niños.
—Trae para acá —farfulló.
—¡Mi hermano el enófilo! De todos modos, es mejor que esta noche no bebas mucho —le aconsejó Sapho.
Hanno se paró con el ánfora en los labios.
—¿Por qué puñetas no?
—Mañana quizá necesites tener la cabeza despejada.
«Lo sabía».
—¿Por qué mañana? —repitió como un tonto.
—O podría ser pasado mañana. —Sapho lo miró entrecerrando los ojos—. ¿No vas a preguntar lo que Aníbal quiere que hagamos?
—Cuéntame —instó Hanno con voz monótona.
—¡Ponle un poco más de entusiasmo, muchacho! —Sapho esperó pero Hanno no respondió—. Aníbal es el mejor líder del que disponemos con diferencia. Es listo y es un gran estratega. Y los soldados están encantados con él.
—Lo sé. Yo también le admiro, ya lo sabes. —«Aunque nos ordene hacer cosas horribles». Hanno se armó de valor. En cuanto hubieran matado a unas cuantas familias, ya no sería tan grave, ¿no?—. ¿Dónde está el pueblo o la finca que quiere que saquee?
—¿Cómo?
Hanno se quedó tan sorprendido como parecía estar Sapho.
—¿No es eso lo que quiere que haga?
Sapho entrecerró los ojos.
—Ah. Ya entiendo por qué estabas tan raro. ¿Pensabas que había venido a ordenarte que salieras con las patrullas que atacan las fincas locales?
—Sí —masculló Hanno incómodo.
—Esas cosas te parecerán deplorables, hermanito, pero llegará el día en que tendrás que hacerlas —advirtió Sapho—. Y cuando llegue…
—Lo haré —replicó Hanno con virulencia—. Seguiré a Aníbal hasta el final, sea el que sea, igual que tú.
Sapho lo observó durante unos instantes.
—Bien.
—Entonces, ¿de qué se trata? —preguntó Hanno, ansioso por cambiar de tema.
—Es mucho mejor que incendiar unos cuantos pajares y matar a unos pocos civiles. —Sapho adoptó una actitud conspiradora. Aunque no había nadie en los alrededores, se inclinó hacia él—. ¿Te acuerdas de Zamar?
—Por supuesto. —El oficial númida había dirigido la patrulla que había encontrado a Hanno cuando se dirigía hacia el ejército de Aníbal hacía más de seis meses. Desde entonces habían luchado juntos.
—Hoy él y sus hombres iban reconociendo el terreno al frente de la columna cuando han encontrado un buen lugar para una emboscada. Cuando Aníbal se ha enterado, ha cabalgado hasta allí para verlo con sus propios ojos. Al regresar ha convocado a sus oficiales de alto rango y luego a otros más, Bostar y yo entre ellos.
A un desconocido le habría pasado por alto el cambio de inflexión en la voz cuando Sapho había mencionado a Bostar, pero no a Hanno. «Los dos siguen enfrentados», pensó Hanno con cierto hastío.
Un ave nocturna lanzó un reclamo cuando voló acariciando las olas a cierta distancia de donde estaban ellos en el lago. El sonido resultaba sobrecogedor. A Hanno se le erizó el vello del cuello.
—¿Qué dijo Aníbal?
—Ahora sí que te interesa, ¿eh? —La dentadura de Sapho destelló en la oscuridad.
—Y que lo digas. ¿Vamos a luchar?
—A unos tres kilómetros de aquí hay una cresta elevada que desciende hasta un kilómetro y medio de la orilla. Forma una especie de «entrada» estrecha hacia el terreno de más abajo. Si continúas hacia el este, vuelve a abrirse en forma de media luna. Sin embargo, la zona no es grande y al norte está bordeada por las colinas. El camino circunda la orilla hasta llegar a otro punto estrecho en un desfiladero unos cuantos kilómetros más allá. Hay espacio de sobras para desplegar a nuestro ejército en las laderas contrarias del terreno elevado. Todos permaneceremos ocultos excepto los galos, que estarán en el centro. Aníbal quiere que ellos resulten visibles para los romanos si marchan a través de la entrada. Un señuelo para que se internen más en el terreno.
—Por todos los dioses —dijo Hanno con un suspiro—. Si funciona, quedarán atrapados como peces en una red.
—Me gusta la analogía. Y los peces no tendrán a donde ir, aparte de al lago, ¡donde deben estar! —Sapho se echó a reír.
—¿Cuál es el plan? —preguntó Hanno con impaciencia.
—El ejército al completo marchará por la entrada por la mañana. Cada sección ocupará la posición asignada con la máxima rapidez, por si los romanos deciden alcanzarnos.
—Pero eso es poco probable, ¿no? Por lo menos les llevamos un día de ventaja.
—Lo sé. Es bien posible que los romanos no partan hasta pasado mañana, pero Aníbal no quiere dejar nada al azar.
Tenía sentido. Hanno asintió.
—Si los galos están en el centro, ¿dónde nos colocaremos nosotros?
—En el flanco izquierdo, con los honderos. Todos y cada uno de los soldados de caballería estarán a la derecha, dispuestos a barrer el terreno y cortar la retirada a los romanos.
—¡Es brutal! ¡Aníbal es un genio!
—Brindemos por él y por una gran victoria —propuso Sapho con sinceridad.
Se turnaron el ánfora y brindaron con solemnidad. Hanno se olvidó de su idea de bañarse. No había estado tan emocionado desde antes del Trebia. Si el plan de Aníbal funcionaba, Roma recibiría su segunda derrota contundente en el plazo de seis meses. Eso era un buen augurio para el futuro. También sentía una nueva afinidad hacia su hermano mayor. En circunstancias normales, habría esperado que Bostar fuera a buscarle para darle la noticia, pero había sido Sapho. Su relación siempre había sido difícil pero Hanno decidió intentar que mejorara. No había motivos para no poder ser amigo de Sapho y de Bostar. Tal vez incluso les uniera a los tres.
Pero antes había una batalla que ganar.
Le vino a la cabeza una imagen de Quintus que le causó cierta melancolía. Hanno la apartó de su mente con mayor facilidad que en otras ocasiones. No se encontraría a su examigo durante la lucha. Si se lo encontraba, haría lo que fuera necesario.
Quintus se incorporó ligeramente pero tuvo cuidado de mantener el cuerpo oculto. Atisbó colina abajo, cubierta de una mezcla de encinas, madroños y enebros. El aroma fuerte y resinoso de la cornicabra impregnaba el ambiente. Era media tarde y hacía un calor asfixiante. En aquel ambiente de quietud, el sonido de las cigarras resultaba ensordecedor. A Quintus le gustaba oírlo. El sonido le recordaba a su país pero también implicaba que el tramo de carretera que había más abajo estaba vacío. A esas horas solo viajaban los locos y los cartagineses. Y los velites, pensó con cierto sarcasmo.
Desvió la mirada hacia la finca situada en la llanura que se extendía al oeste. Lo normal habría sido ver a los esclavos trabajando en los campos, pero las finas columnas de humo que se alzaban desde el grupo de edificios que se veían a lo lejos resultaban lo bastante esclarecedoras. Al igual que las demás viviendas de la zona, el enemigo las había atacado e incendiado en los dos días anteriores. Quintus había visto lo que hacían los cartagineses más de una vez. Hombres, mujeres y niños, no se salvaba nadie. Incluso mataban a los perros y a las aves de corral. Se preguntó si Hanno habría participado en alguna de aquellas atrocidades. «Por supuesto que no». En realidad resultaba irrelevante. Muchos de sus compañeros sí que habían participado. Enfadado, Quintus volvió a agacharse.
Rutilus y el hombre bajito de las orejas de soplillo, a quien todos llamaban «Urceus», que significa «jarra», estaban en cuclillas a su izquierda. Al otro lado tenía a dos compañeros más. Los cuatro llevaban tiras de piel de lobo alrededor de los sencillos cascos en forma de cuenco. Era una tradición entre los velites que los llenaba de orgullo y supuestamente ayudaba a los oficiales a distinguir quién luchaba bien. Quintus todavía no se había ganado el derecho a lucir uno, eso llegaría después de su primera batalla.
—¿Ves algo? —preguntó Urceus.
—No —repuso Quintus, disgustado porque lo que esperaba de la jornada, un enfrentamiento con algún explorador cartaginés, no se había producido—. Lo de siempre. Hace tiempo que se han marchado. —Habló con convicción. Nunca se les ordenaba que recorrieran más de unos pocos kilómetros por delante del ejército de Flaminio. En cierto modo, tenía sentido: para seguir al enemigo, lo único que tenían que hacer era dirigirse hacia las columnas de humo que delataban las propiedades incendiadas, pero a Quintus le resultaba de lo más frustrante.
—Acabaremos encontrando a los putos guggas. Se les acabarán los sitios donde esconderse —afirmó Rutilus en un tono falsamente apaciguador—. Sin embargo, da las gracias por los momentos en que no nos los encontramos. Cada uno de estos días es un día más en el que seguimos vivos. Cuando te mueres es para toda la eternidad.
Quintus había llegado a apreciar el curioso sentido del humor de Rutilus.
—Lo dirás por ti. Yo pienso sobrevivir a esta guerra.
—Yo también —gruñó Urceus—. En casa tengo campos que atender y una mujer que necesita un buen repaso.
—¿Estás seguro de que no es al revés? —Rutilus se rio burlón, y tuvo que esquivar el gran puño que iba a por él.
Quintus desplegó una amplia sonrisa. La vida como velite era más dura de lo que había imaginado, pero también le brindaba una camaradería y libertad que no se había esperado. Corax y sus oficiales de bajo rango estaban al mando de la mitad de los cuarenta escaramuzadores del manípulo, mientras que Pullo y sus subordinados se encargaban de la otra mitad. Sin embargo, los oficiales no les dirigían en la batalla más que desde cierta distancia. Tampoco acompañaban a los velites allí fuera, cuando iban de patrulla, sino que los más veteranos se hacían cargo de la operación. Quintus no sabía si se debía a que sus posiciones no tenían rango o a que los velites procedían de las capas más pobres de la sociedad, pero existía una agradable falta de formalidad entre quienes dirigían y sus seguidores.
Por suerte, Macerio no ocupaba un rango superior al de él. También era un soldado raso. Su relación había degenerado todavía más a lo largo de las semanas posteriores a la trifulca. Habían llegado a las manos en dos ocasiones pero cada vez los había separado el Gran Diez, el líder grandullón de su sección de diez hombres. Desde entonces, se habían evitado mutuamente en la medida de lo posible cuando había que compartir tienda. Sin embargo, Quintus sabía que era cuestión de tiempo hasta que volvieran a enzarzarse en una pelea. Lo más obvio era que la cicatriz que Macerio tenía en la mejilla sería el mejor acicate. Agradecía estar en la subunidad de cinco hombres que lideraba Urceus, con quien había entablado amistad, mientras que Macerio pertenecía al grupo de Gran Diez. El Pequeño Diez, el líder pequeño pero carismático de la otra sección de diez hombres de la centuria, se encontraba a cierta distancia a su derecha con sus hombres, mientras que los veinte velites restantes peinaban el terreno a su izquierda. Una serie de silbidos cortos y agudos y los mensajeros iban manteniendo a los grupos en contacto.
—Nos vamos. Al sur, igual que antes. Mantened los ojos bien abiertos —dijo Urceus mientras se levantaba—. Manteneos a la misma altura. Los hombres de Gran Diez cubren la ladera que tenemos más abajo.
La maleza era demasiado densa para ver al resto de los velites pero Quintus miró hacia allí de todos modos. Macerio estaba por algún lugar cercano y el hijo de puta era muy capaz de esperarlo con una jabalina. Esas cosas pasaban en la guerra de vez en cuando y, si no había testigos, nadie se enteraría. La mera idea le hizo relamerse los labios y sujetar la lanza ligera con la mano derecha y un poco más de fuerza. Al igual que las que llevaba en la otra mano, tenía un asta de fresno y una punta estrecha y afilada. Bajo la mirada severa de Corax, Quintus y sus compañeros se habían pasado horas lanzándolas contra haces de paja. Había evitado poner de manifiesto su experiencia con la lanza y parecía haberlo conseguido.
Se las ingeniaron para atravesar la maleza siguiendo un orden preestablecido y haciendo muy poco ruido. Urceus iba en el centro; Quintus caminaba a unos veinte pasos a su derecha y Rutilus iba veinte pasos más allá. Los otros dos ocupaban una posición similar a la izquierda de Urceus. Era un trabajo aburrido en su mayor parte. Las posibilidades de encontrar al enemigo eran escasas. Los cartagineses se encontraban a bastante distancia en dirección sur y lo único que les interesaba eran las granjas y las fincas, no los campos vacíos. Por consiguiente, no era tan extraño que Quintus empezara a bajar la guardia. Las hojas secas crujían bajo sus pies. Una de sus pisadas hizo salir a una serpiente del terreno soleado donde estaba. Las lagartijas le observaban con ojos atentos antes de escabullirse para refugiarse entre las piedras. Al final alzó la mirada. Veía buitres, muchos buitres. Se le revolvió el estómago y regresó al presente a su pesar.
La brutalidad de los cartagineses había convertido a los buitres en una imagen habitual por encima de su cabeza, atraídos por los restos suculentos. Había tantos cadáveres que, al descubrirlos, Flaminio había ordenado que los dejaran ahí, sin enterrar, directiva que había enfadado mucho a los soldados. Urceus consideraba que esa había sido precisamente la intención del cónsul, y Quintus estaba de acuerdo. Cada vez tenía más ganas de enfrentarse al ejército enemigo en el campo de batalla. Sí, era buena idea esperar a encontrarse con Servilio y sus legiones, pero si se presentaba una buena oportunidad, sería de necios no aprovecharla. ¿Cuántos inocentes tenían que morir antes de pararle los pies a Aníbal?
Se oyó una serie de silbidos cortos, señal de que uno de los hombres de Gran Diez se acercaba. Sin que Urceus dijera nada, los cinco se pararon. A pesar de que la llamada procedía de uno de los suyos, todos los veles alzaron el escudo y prepararon la jabalina. Tal como Corax les había repetido hasta la saciedad, tenían que estar preparados en todo momento para aguijonear como una abeja y marcharse revoloteando como una mosca, además de hacer lo contrario con la misma destreza. Quintus lanzó una mirada a Rutilus, que se encogió de hombros.
—¿Quién sabe lo que puede ser?
Cuando Quintus vio a Macerio bajando hacia ellos frunció el ceño. Macerio fue directo a Urceus.
—¿De qué se trata? —inquirió Urceus.
—Aunque no te lo creas, un grupo de soldados de caballería númidas.
Urceus se quedó tan sorprendido como los demás.
—¿En el camino?
—Sí, yo los vi primero. —Macerio lanzó una mirada malintencionada a Quintus, como diciendo «Tú ni los habrías visto». Quintus fingió no darse cuenta.
—¿Cuántos son? —preguntó Urceus.
—Solo seis.
Un silbido desaprobatorio.
—Probablemente sean escoltas de un grupo más numeroso. Mejor que no nos acerquemos a ellos.
—Van solos. Están todos borrachos. —La insolencia en la voz de Macerio resultaba obvia—. Quizá se quedaran rezagados cuando su unidad destrozaba una granja. Bebieron hasta perder el conocimiento y se acaban de despertar.
—Humm. —A Urceus le tentó la idea y Quintus maldijo en silencio. ¿Por qué había tenido que ser Macerio quien los veía?
—Gran Diez está de acuerdo conmigo.
—Pues vale —convino Urceus con una sonrisa salvaje.
—¿Ha hecho llamar a Pequeño Diez o a alguno de los demás? —preguntó Rutilus.
—¿Para seis hombres? No hay necesidad —replicó Macerio con desdén.
—Cierto —añadió Urceus—. Los demás se cabrearán cuando se enteren de que hemos dado el bautismo de fuego a nuestras lanzas y ellos no. ¿Qué has visto, Macerio?
—Uno de sus caballos se ha quedado cojo, así que han parado mientras el jinete se ocupa de él. Si actuamos con rapidez, podemos iniciar un ataque desde delante y desde atrás —anunció Macerio con otra mirada triunfante a Quintus.
«Que te den, Macerio —pensó Quintus—. Tampoco puede decirse que esto te convierta en un general extraordinario».
—¡Me gusta cómo suena! Pues vamos o nos perderemos al grupo. —Urceus indicó a Macerio que diera media vuelta.
Echaron a correr. La urgencia del momento les dio alas. A Quintus le entraron ganas de actuar con malicia y se colocó justo detrás de Macerio. Le produjo una inmensa satisfacción que eso hiciera que su enemigo mirara a menudo por encima del hombro. Fueron colina abajo, uno al lado del otro a veces. O abriéndose camino entre la densa vegetación. Resbalando con los talones en la tierra seca. Evitando las ramas que les saltaban a la cara. Maldiciendo cuando un pájaro alzaba el vuelo lanzando un chillido de alarma.
Gran Diez les aguardaba en un pequeño claro con una mueca feroz en el ancho rostro. De sus tres hombres restantes, los dos que observaban el camino resultaban visibles.
—Sonáis como un puto rebaño de ovejas. ¡Un sordo os habría oído desde un kilómetro de distancia!
Macerio se sonrojó.
—No hay para tanto —se quejó Urceus.
—Menos mal que esos desgraciados están borrachos, porque si no ya se habrían marchado hace rato. —Gran Diez les indicó que se acercaran—. Echad un vistazo.
Urceus caminó con suavidad hasta un hueco entre los matorrales y desapareció. Al cabo de un instante asomó la cabeza.
—Mejor que vengáis a ver —dijo a Quintus y a los demás—. Así todos podremos tantear el terreno.
No tardaron mucho en evaluar la situación. A unos treinta pasos más abajo había un tramo de carretera recto que conducía al lago Trasimene en dirección sur. Bajo la sombra de unos cuantos madroños que había al otro lado vieron un grupo de soldados de caballería númidas, todos desmontados. Tal como había dicho Macerio, eran seis. Dos batallaban con un caballo, uno lo sujetaba de la brida mientras que el otro no paraba de intentar levantarle el casco izquierdo trasero. Los otros cuatro compañeros estaban sentados en el camino. La postura encorvada y los comentarios altisonantes decían mucho de su estado. Eso y el ánfora que se pasaban de mano en mano convencieron a Quintus de que la impresión de Macerio era acertada. Era una ocasión perfecta para atacar. Tenían la superioridad numérica, la sobriedad y el factor sorpresa de su lado.
—Lleva a tus muchachos a unos veinte pasos por detrás. Nosotros nos quedaremos aquí —dijo Gran Diez—. Avanzad con sigilo hasta que estéis a tiro de jabalina. Os daré tiempo suficiente. Cuando oigáis mi silbido, lanzadles una ráfaga y luego otra. Después de eso, atacad. No debe escapar ninguno o nos arriesgamos a que el resto de sus compañeros intenten cazarnos como perros. —Recorrió el grupo con la mirada—. ¿A qué esperáis? —susurró—. ¡En marcha!
Urceus los condujo a sus puestos moviendo los pies en silencio por la tierra. Quintus y sus compañeros le siguieron. Cuando llegaron a unos treinta pasos de los númidas distraídos, Urceus les indicó con un gesto que se dispersaran. No hizo falta que se lo dijeran dos veces. La tensión en el ambiente era tanta que podía cortarse con un cuchillo. Quintus se secó en la túnica la palma de la mano con la que sostenía la lanza y eligió a su víctima.
—Aseguraos de elegir blancos distintos —ordenó Urceus.
—El mío es el del ánfora —siseó Quintus.
—Yo me quedo con el tipo que tiene a la izquierda —dijo Rutilus.
—El feo de la derecha para mí, entonces —rugió uno de sus compañeros.
Urceus miró al último hombre.
—Los dos iremos primero a por el caballo. Así les entrará todavía más pánico.
Quintus sintió un atisbo de compasión al mirar a los númidas, que se reían de un chiste que acababan de contar. Fijó la vista en el ánfora y entonces le embargó una ira irrefrenable. ¿De dónde la habían sacado? ¿A quién habían matado para apoderarse de ella?
El silbido de Gran Diez rasgó el aire.
Quintus echó el brazo hacia atrás y arrojó la lanza. Oyó los gruñidos de sus compañeros a ambos lados cuando lanzaron sus armas. Se pasó otra jabalina a la mano derecha sin mirar, apuntó y lanzó antes de que la primera llegara incluso a aterrizar.
—¡Adelante! —bramó Urceus cuando los primeros gritos llegaron a sus oídos.
Quintus se abalanzó hacia delante con la tercera lanza preparada para tirar. Las ramas le golpearon la mejilla y lo medio cegaron, pero enseguida se libró de la vegetación. Bajó de un salto al camino, salvando una caída de casi su misma altura. Rutilus y los demás le pisaban los talones. La escena fue un caos absoluto. Las jabalinas caían desde todas direcciones. Dos, tres, cuatro de los númidas fueron abatidos o se estaban muriendo. Al caballo cojo lo alcanzaron en dos ocasiones y se había encabritado relinchando con estridencia para mostrar su agonía. Las demás monturas daban vueltas presas del pánico o salían galopando hacia el sur dejando atrás un rastro de polvo. Gran Diez y sus hombres avanzaban desde su posición. Quintus miró rápidamente a uno y otro lado. ¿Dónde infiernos estaba el último par de númidas?
Entonces los vio. Los pies le llevaron hacia dos caballos que todavía no habían huido. Estaban dando vueltas y girando a unos veinte pasos a su izquierda pero no habían escapado porque alguien les hablaba para tranquilizarlos. Incluso mientras Quintus se acercaba, un hombre subió como pudo al lomo del más lejano, un pequeño caballo ruano. El númida miró rápidamente por encima del hombro, tiró de las riendas y espoleó al caballo en los costados. Quintus fue patinando hasta parar y lanzó pero, por culpa de las prisas, la jabalina describió un arco demasiado elevado. Aterrizó pasado el númida. «Mierda». Solo le quedaba una jabalina.
—¡Aquí! —gritó—. ¡Dos de los hombres se escapan!
¿A quién debía apuntar? El hombre con el que había fallado ya estaba a treinta pasos, agachado sobre el caballo galopante en dirección norte. Quintus volvió a maldecir. En el fragor de la batalla, Urceus y los demás no le habían visto. No era la dirección en la que se encontraban las fuerzas de Aníbal, pero si el númida quedaba ileso, no tendría problemas en volver sobre sus pasos por el campo. Quintus parpadeó para quitarse el sudor de los ojos y profirió otra palabrota. No era tan buen tirador para acertar en un lanzamiento como aquel, lo cual significaba que tenía que ir a por el último soldado de caballería. Tendría que ser rápido. Vio una mano que sujetaba la parte inferior del cuello del último caballo, negro, y miró hacia la parte trasera del animal. ¡Sí! Ahí vio la silueta de un pie descalzo, a medio camino entre la cruz y la cadera. El númida colgaba del costado que quedaba más lejos y empleaba el cuerpo como protección mientras le instaba a seguir a su compañero.
—¡Aquí! ¡Por aquí! —Quintus esprintó para pasar al otro lado del caballo, que rápidamente pasaba del paso al trote.
Al cabo de un momento vio al númida, un hombre ágil vestido con una túnica sin mangas sujeto al pecho y vientre de su montura. Quintus se quedó sin respiración. Si lanzaba desde aquel ángulo y fallaba, la jabalina se clavaría en el caballo negro. Pero no podía evitarlo. O eso o un segundo hombre escaparía. Cerró un ojo, apuntó y lanzó la lanza con todas sus fuerzas. Atravesó el aire y se clavó en la espalda del númida emitiendo un fuerte ruido seco. Un grito de agonía y el hombre soltó a la montura. Cayó al suelo. Liberado de su carga, el caballo se marchó al galope. A Quintus le alivió ver que no tenía manchas de sangre en el pelaje. Pensó que si Gran Diez hubiera lanzado la jabalina, habría ensartado tanto al númida como al caballo.
Corrió hacia el númida arrastrando el gladius. No había dado más que dos zancadas cuando notó que algo punzante se le deslizaba por el hombro izquierdo. Una ráfaga de aire y la jabalina desapareció, clavada en el suelo junto a los pies del númida.
—¡Cabrón patoso! ¡Mira donde lanzas! —gritó Quintus. Se giró rápidamente para ver quién había cometido aquel error tan estúpido.
Se encontró con la mirada asesina de Macerio a escasa distancia. Tenía la muerte reflejada en los ojos.
Quintus habría jurado que el rubio estaba a punto de arrojar otra lanza, pero entonces Urceus y Rutilus pasaron corriendo, bramando insultos al númida y rematándolo con unas estocadas salvajes con la espada. Sin mediar palabra, Macerio regresó al trote a donde estaban despachando al resto de los jinetes enemigos. Quintus enseguida se centró en Rutilus y Urceus, que se acercaron a felicitarlo por haber abatido al último númida. Exhaló un suspiro de alivio en rachas. Se había acabado. Habían vencido. Relajó los hombros y de repente se sintió agotado. Sin embargo, el combate no había durado más que unos minutos. En ese corto intervalo de tiempo habían matado a cinco númidas. Tenían que cortarle el pescuezo a dos caballos para acabar con su sufrimiento pero los otros hacía rato que se habían marchado. No obstante, la emboscada había sido un éxito rotundo. Los hombres que le rodeaban intercambiaban miradas de satisfacción y alivio.
Gran Diez permaneció centrado.
—Nada de rondar por el camino —gritó—. Vete a saber quién podría venir cabalgando. Puede ser que el númida que escapó tenga amigos por aquí cerca. Registrad a los muertos si queréis, rápidamente, y luego larguémonos de aquí.
Urceus fue directo al ánfora, que estaba caída de lado e iba vaciando el contenido en la tierra. Atisbó al interior.
—Todavía queda mucho —anunció con satisfacción—. Es todo lo que necesito.
Se oyeron gritos de regocijo cuando vaciaron los monederos de los númidas y empezaron a encontrar monedas y anillos. Quintus sintió cierta amargura al ver cómo desvalijaban a los muertos. Pero todos los objetos de valor eran romanos por derecho propio, pensó.
Rutilus lo vio mirando.
—Quienquiera que fuera el dueño de esto está muerto.
—De todos modos, sigo teniendo la impresión de que es robar.
—¡Venga ya! Si nuestros muchachos no lo cogen, alguien se lo llevará.
Rutilus estaba en lo cierto pero eso no significaba que a Quintus le agradase la idea.
—¡A moverse! —Gran Diez dio una palmada—. ¡Chicas, no olvidéis que tenemos que acabar de patrullar!
Con unos gruñidos bondadosos, se retiraron entre los árboles para protegerse. Cuando cada una de las secciones de cinco hombres volvió a separarse, se lanzaron insultos ridiculizando a varios individuos por los malos tiros con la jabalina y el hecho de que uno de los enemigos hubiera escapado. Se fueron pasando el ánfora que Urceus había birlado. Los compañeros de Quintus sonreían de oreja a oreja pero el descontento se adhirió a él como una manta húmeda al ver que Macerio se esfumaba entre los árboles. Había visto la expresión en los ojos del hombre por casualidad pero había entendido el mensaje. Macerio había intentado matarlo. Quintus sintió una mezcla de frustración e ira. No tenía forma de demostrar lo que había ocurrido. Si le acusaba, Macerio lo negaría todo. La solución sería matarlo a él antes de que volviera a intentarlo, pero Quintus no tenía agallas para matar a un hombre a sangre fría, ni siquiera a alguien como Macerio. Mejor guardar silencio y mantenerse alerta. De repente le llegó el ánfora de Macerio pero la rechazó mascullando su agradecimiento. A partir de entonces, caviló Quintus, tendría que asegurarse de que estaba acompañado en todo momento. Le bastaba con tener que preocuparse de los cartagineses como para encima tener a un enemigo en su mismo campamento.
Pero esa era su nueva realidad.