Capítulo 5

Exteriores de Placentia

Quintus frunció el ceño al ver que su padre se acercaba. Habían pasado muchas cosas en el mes transcurrido desde la cacería, pero una cosa quedaba clara: el enfado de Fabricius por lo que había hecho. Durante la semana que había pasado en el hospital de campaña no había resultado tan evidente, mientras le limpiaban y controlaban la herida y le aplicaban cataplasmas dos veces al día. Sin embargo, en cuanto el médico le había dado el alta, la situación había cambiado. Fabricius le había soltado un largo sermón sobre su estupidez. Marcharse del campamento sin su permiso. Llevarse a tan pocos hombres con él. Atacar a los galos en vez de intentar evitarlos. No había parado hasta que Quintus tuvo la impresión de que le iba a explotar la cabeza. Había intentado justificar sus acciones, explicarle que las bajas habían sido pocas comparadas con las sufridas por los guerreros. Había sido como darse cabezazos contra la pared. Como padre suyo que era, Fabricius podía decir y hacer lo que le viniera en gana. Al cabeza de una familia romana incluso se le permitía matar a golpes a sus hijos si le disgustaban. No era probable que pasara, pero Fabricius juró a Quintus que regresaría a casa en cuanto estuviera lo bastante recuperado. Su padre también había declarado que, de ser necesario, contaba con suficientes amigos en las altas esferas para asegurarse de que Quintus no volviera a servir en el ejército. No quería ni pensarlo.

Lo peor de su convalecencia era que no podía entrenar con Calatinus y sus compañeros, ni salir a patrullar, lo cual probablemente habría sido su última oportunidad en mucho tiempo o quizá para siempre. Se le habían soldado las costillas e iba recuperando la fuerza del brazo izquierdo, pero Quintus todavía no era capaz de mantener un escudo en alto demasiado rato. Pasaba un par de horas al día montando a caballo pero hacía tiempo que había perdido el interés en hacerlo. Fabricius lo mantenía ocupado haciendo recados por el campamento, lo cual le resultaba degradante. A Quintus le había dado por evitar a su padre. Se quedaba en la tienda después de que sus compañeros se marcharan a cumplir con sus obligaciones matutinas jugando una partida tras otra de tres en raya en el pequeño tablero de arcilla de Calatinus. Mientras tanto, levantaba el escudo para fortalecer el brazo izquierdo. Por supuesto que Fabricius sabía dónde encontrarle, motivo por el que estaba ahí precisamente. Quintus pensó en quedarse en la tienda, pero no tenía sentido. Enderezó los hombros y decidió salir.

—Padre.

—Aquí estás, otra vez.

Quintus se encogió de hombros con indiferencia.

—Estaba levantando pesos con el brazo.

Fabricius esbozó una débil sonrisa.

—Se suponía que tenías que venir a mi tienda a primera hora.

—Se me olvidó.

Fabricius le dio una bofetada en la mejilla y Quintus soltó un rugido.

—No te considero demasiado mayor para propinarte unos latigazos, ¿es eso lo que quieres?

—Haz lo que gustes —repuso Quintus con una mueca—. No puedo impedírtelo.

Fabricius le dedicó una mirada iracunda.

—¡Tienes suerte de que necesito que lleves un mensaje importante, de lo contrario te daría una paliza ahora mismo! —La frustración de su padre provocó un amargo placer en Quintus. Aguardó mientras Fabricius extraía un pergamino muy bien enrollado—. Tienes que buscar a un centurión que se llama Marcus Junius Corax. Sirve en la primera legión de Longo y está al mando de un manípulo de hastati.

—¿Qué dice? —Fabricius raramente le contaba cosas, pero Quintus sentía curiosidad. La caballería y la infantería no solían relacionarse.

—¡No es asunto tuyo! —espetó Fabricius—. ¡Entrega el mensaje y calla!

—Sí, padre. —Quintus cogió el pergamino, mordiéndose el labio.

—Espera la respuesta y búscame en la explanada situada detrás del campamento. —Fabricius ya se había alejado media docena de pasos.

Quintus le lanzó una mirada emponzoñada. A su regreso tendría que ir de un lado a otro en busca de Fabricius y comportarse como su mensajero oficioso el resto del día. Se frotó la cicatriz púrpura que tenía en la parte frontal del bíceps y deseó recuperarse pronto. Había llegado el momento de hacerle otra ofrenda a Esculapio, el dios de la curación. Podía hacerlo al caer la tarde. Se enfundó la capa y se dirigió hacia las hileras de tiendas de los legionarios. No le apetecía montar a caballo, pues cuando sujetaba las riendas con rapidez se le cansaba el brazo herido.

A pesar de las bajas del Trebia, el campamento se había levantado como si fuese un doble consular, aunque menor de lo habitual. El hecho de que Corax estuviera en una de las legiones de Longo implicaba que tendría que andar un buen trecho. Los pabellones de los cónsules estaban unos al lado de otros y las hileras de tiendas de los legionarios se extendían hasta la muralla más lejana.

Quintus se fue animando mientras andaba. Conservaba el interés que sentía por los legionarios y lo que los convertía en los hombres que eran, pero nunca había llegado a pasar tiempo con ellos. La caballería estaba un escalafón social por encima de la infantería y pocas veces se mezclaban las dos. Quintus anhelaba superar esa barrera, ni que fuera un rato. Quería saber qué sensación se tenía atravesando las líneas cartaginesas. Tal vez Corax no le diera una respuesta inmediata, lo cual le proporcionaría tiempo para hablar con algunos de sus hombres.

Tardó mucho pero al final Quintus encontró las hileras de las tiendas de los manípulos de Corax. No estaban lejos del cuartel general de Longo, pero el centurión no se encontraba allí. Tal como le contó un hastatus de expresión cínica, a Corax le gustaba mucho salir por ahí. Estaba instruyendo a sus hombres «en algún lugar del terreno de instrucción». Intentando no frustrarse, Quintus se dirigió a la porta praetoria, la entrada más alejada de donde se encontraba su tienda.

La zona destinada a la instrucción de los soldados yacía más allá de las murallas y del profundo foso. Como de costumbre, estaba llena de miles de hombres. Normalmente, los cuatro tipos de legionarios eran fáciles de diferenciar entre sí, lo cual facilitó la tarea de Quintus. Muchos de los velites, o escaramuzadores, habían estado haciendo de centinelas en cada una de las puertas, pero el resto lanzaba jabalinas bajo la mirada de los oficiales de menor rango. Eran los miembros más jóvenes y pobres del ejército. A algunos se les distinguía por las tiras de piel de lobo con las que se adornaban el casco. En otra sección, los triarii, los legionarios más experimentados que ocupaban la tercera fila en la batalla y que sobresalían gracias a las cotas de malla y a las lanzas largas. Los hastati y los principes, que ocupaban la primera y la segunda fila respectivamente, eran más difíciles de diferenciar. Estos dos tipos de soldado llevaban cascos sencillos de bronce, aunque algunos lucían penachos de plumas triples y petos cuadrados para protegerse el pecho. Solo los hombres más ricos llevaban cotas de malla parecidas a las que portaban los triarii veteranos. Las armas y escudos también eran similares. Había miles de ellos marchando, parando, presentando armas y adoptando formaciones de batalla en manípulos o centurias dobles. Les seguían ráfagas de jabalinas y luego una carga, antes de repetir toda la secuencia. Los centuriones y los optiones observaban la escena repartiendo órdenes y reprimendas a partes iguales. Los estandartes de los manípulos también estaban ahí, pero las letras que lucían cada uno de ellos eran tan pequeñas que Quintus tendría que acercarse uno por uno. Exhaló un suspiro y se acercó al más cercano.

Para cuando llegó al décimo manípulo ya empezaba a estar enfadado. A juzgar por las risitas burlonas que oía detrás de él de vez en cuando, Quintus estaba convencido de que lo estaban confundiendo a propósito. La undécima unidad a la que se acercó estaba bastante lejos del resto. Los dos centuriones habían separado a sus soldados en centurias individuales. Cada uno de los hombres cargaba un escudo y una espada de madera. Se atacaban el uno al otro una y otra vez, y paraban en el último momento antes de entrechocar formando un gran estrépito que no difería gran cosa de lo que Quintus había oído en la batalla. Las estocadas eran tan brutales como las reales. Qué distinto era de luchar al lomo de un caballo, el cual, gracias a su movilidad, impedía intercambiar más de uno o dos golpes. Absorto por la escena, Quintus se acercó bastante a los centuriones sin darse cuenta.

—Es un trabajo duro —dijo una voz.

Quintus miró en derredor sorprendido. Uno de los centuriones, un hombre recién entrado en la mediana edad, de ojos hundidos y rostro estrecho, le miraba directamente.

—Eso parece, señor.

—Alguna misión te trae por aquí. —Señaló el pergamino que Quintus llevaba en el puño.

—Sí, señor. —Quintus no sabía muy bien por qué pero no quería que lo tomaran por el hijo mimado de un oficial de caballería. Adoptó un acento más duro de lo habitual—. ¿Tienes idea de dónde puedo encontrar a Marcus Junius Corax, centurión de hastati en la Primera Legión de Longo?

Sonrisa sardónica.

—No busques más. ¿Para qué me reclamas?

—Por esto, señor. —Quintus corrió hacia delante—. Es de Gaius Fabricius, comandante de caballería.

—He oído hablar de él. —Corax tomó el pergamino, rajó el lacre y lo desenrolló. Movió los labios en silencio mientras leía—. Interesante —dijo al cabo de un momento. Quintus no le oía. Tenía la atención puesta en los hastati que estaban más cerca, que se esforzaban para derribarse los unos a los otros con unos fuertes empujones con los scuta—. Es un trabajo sucio y asqueroso —dijo Corax—. No como las misiones gloriosas en las que participa la caballería.

—Hoy día pertenecer a la caballería no tiene mucho de glorioso —repuso Quintus con amargura.

—No, supongo que no. De todos modos he oído hablar bien de Fabricius.

—No me extraña, señor. —Quintus no consiguió disimular el sarcasmo de su voz. Se sintió aliviado al ver que Corax no hacía ningún comentario al respecto.

—¿Cuándo quiere una respuesta?

—Me dijo que esperara, señor.

—Bien, no tardaré. —Corax profirió una orden y sus hombres se separaron con el pecho palpitante. Se acercó a ellos con paso airado y les dio más órdenes. En esta ocasión, los soldados formaron dos filas y empezaron a trotar arriba y abajo a gran velocidad.

Quintus les observaba fascinado. Aquello sí que era entrenar para ponerse bien en forma. El material de entrenamiento de madera era el doble de pesado que el de verdad y los hastati enseguida empezaron a sudar con profusión. Entonces Corax les hizo esprintar de un lado a otro diez veces. Su padre nunca sometía a sus hombres a un entrenamiento tan duro, pensó Quintus con actitud crítica. El hecho de que montaran a caballo no significaba que no fuera buena idea. Volvió a preguntarse cómo sería luchar a pie, rodeado de docenas de compañeros. ¿Acaso era mejor que ser soldado de caballería?

—Te veo interesado.

—Sí, señor.

—¿Alguna vez te has planteado alistarte a la infantería?

Quintus no sabía qué responder. El acento que había adoptado, la capa y túnica sencillas habían hecho pensar a Corax que no era más que un servidor de Fabricius.

—Pues resulta que sí.

—Bueno, necesitamos a velites tanto como a otros tipos de soldados.

Quintus intentó mostrarse agradecido. Había soñado ser soldado de infantería pesada pero las palabras de Corax le habían hecho pensar en una idea disparatada. Para tener alguna posibilidad de que se convirtiera en realidad, tenía que continuar con aquella farsa.

—Sí, señor.

—A tu amo quizá no le haga mucha gracia, pero nos gustaría contar contigo. Si superas la primera etapa de la instrucción, por supuesto. Algunos oficiales no se molestan en dar mucho que hacer a los nuevos reclutas pero yo no soy de esos.

—Gracias, señor. Será un honor. —«¿Seguro?», se planteó Quintus. Había oído decir que los velites eran como el poso que quedaba en el fondo de un ánfora. Sin embargo, pasar a engrosar sus filas sería mejor que la vergüenza de tener que volver a casa. De no volver a servir en el ejército.

—No te sientas honrado. Piénsatelo bien. Roma necesita a hombres como tú en las legiones. Tras uno o dos años de servicio podrías ascender y convertirte en hastatus.

Quintus se emocionó ante la idea, pero la punzada que notó en el brazo izquierdo truncaba toda decisión precipitada. Aunque empezara a instruirse con los velites, la herida que tenía pronto se descubriría. Justificar una herida de flecha resultaría prácticamente imposible. Además, necesitaba tiempo para plantearse las opciones que tenía.

—Me lo pensaré, señor.

Corax lo observó unos instantes pero entonces su optio le gritó una pregunta y se marchó.

No obstante, para cuando Corax hubo garabateado una respuesta a continuación del mensaje de Fabricius, a Quintus le bullían las ideas en la cabeza. Teniendo en cuenta que su padre estaba a punto de cumplir la amenaza de enviarlo de vuelta a casa, ¿qué mejor opción tenía para quedarse en el ejército? Pasar a otra unidad de caballería no funcionaría, seguro que Fabricius no lo permitiría y de todos modos todos los oficiales le conocían. Pero aquello quizá funcionara. Si luchaba bien, lo ascenderían para servir como hastatus. Parecía un buen plan y Quintus caminó con paso ligero de vuelta a las hileras de la caballería. Lo único que necesitaba para materializarlo era que su brazo izquierdo recuperara la fuerza.

Al cabo de unas horas ya no estaba tan seguro. Al comienzo Calatinus había reaccionado con incredulidad.

—¡Seguro que tu padre no te manda para casa! —había exclamado.

Pero al ver que Quintus estaba convencido de que eso era lo que iba a pasar, había hecho todo lo posible para disuadirlo de la idea de alistarse a la infantería. La identidad de Quintus saldría a la luz enseguida; debido a su acento sabía que sus nuevos compañeros nunca lo aceptarían, eso sin tener en cuenta el elevado número de bajas que sufrían los velites en el campo de batalla. («¿Te acuerdas de la cantidad de hombres que perdimos en el Trebia?», había protestado Quintus). De todos modos, el último argumento es el que le había llegado al alma.

—¿Y yo qué? —había preguntado—. Me quedaría sin amigos. No me hagas eso, por favor.

—De acuerdo —había mascullado Quintus, intentando no pensar en su padre—. Me quedaré.

Sin embargo, en su interior no estaba tan convencido de cuánto aguantaría.

Etruria, primavera

Hanno notó un cosquilleo y se rozó la cicatriz del cuello por enésima vez. La carne que le había quemado el hierro se había curado pero, por algún motivo, atraía las moscas como una boñiga de vaca. Intentó atrapar a la mosca con actitud frustrada.

—¡Lárgate!

—No hay muchas moscas por aquí, señor —dijo Mutt con tono ligero—. Considérate afortunado de que el año no esté más avanzado.

—Entonces dicen que el aire está negro de tantas moscas —añadió Sapho.

Hanno lanzó a ambos una mirada de fastidio aunque tenían razón. Había visto las nubes de mosquitos a mitad del verano por encima del terreno pantanoso cercano a la casa de Quintus y sabía lo que era tener toda la piel visible del cuerpo llena de picaduras. De todos modos, era fácil encontrar otro motivo por el que estar irritado. Cuando extrajo el pie izquierdo del barro que le llegaba hasta media pantorrilla se produjo un fuerte ruido de succión e intentó encontrar un lugar más seco donde pisar. No lo consiguió.

—Este lugar es un infierno —se quejó Hanno.

—Así es, señor. Pero vas a encontrar la forma de salir de aquí, ¿verdad?

Hanno se preguntó si se estaban burlando de él, pero el rostro sucio de Mutt estaba tranquilo como el de un bebé.

—Sí, la encontraré. Yo o Sapho, aquí presente. —Su hermano le dedicó una amplia sonrisa. Hanno se preguntó, no por primera vez, si se había precipitado al hacerle la oferta a Aníbal. Un día antes había acudido a su general y le había pedido encabezar a un grupo de reconocimiento con el objetivo de encontrar una vía más rápida entre los pantanos en los que se hallaba el ejército. Para su sorpresa y placer, Sapho se había ofrecido a acompañarle para brindarle «apoyo moral», como había dicho.

Hanno había agradecido que Aníbal accediera a su petición.

—Un grupo más de exploradores no nos perjudicará. Si hay alguien capaz de encontrar una vía, eres tú. Teniendo en cuenta la suerte que tienes, ¿eh? —había farfullado mientras se secaba el flujo rojizo que le caía desde debajo de la venda por encima del ojo derecho. A pesar de sentirse satisfecho por el cumplido, Hanno había tenido que esforzarse para no apartar la mirada. Los hombres decían que Aníbal iba a quedarse ciego, que iban a perder tantos soldados como habían perdido al cruzar los Alpes. Hanno regañaba con virulencia a quienquiera que oyera difundiendo esos rumores. Aníbal había dirigido a su ejército por los Alpes en invierno. Su general encontraría la manera de salir de esa, con o sin él, se había dicho Hanno. De todos modos, en aquel terreno inhóspito dejado de la mano de los dioses, sin Aníbal, no estaba tan convencido.

—Tal vez el ejército debería haber tomado otro camino —masculló.

—No es tan fácil como eso —replicó Sapho.

Hanno suspiró.

—Lo sé. Poco más podíamos hacer sin luchar. —Con la llegada de la primavera había llegado a sus oídos que Cayo Flaminio, uno de los nuevos cónsules, había trasladado sus legiones a Arretium, en los Apeninos. La reacción de Aníbal era evitar a Flaminio cruzando la llanura aluvial del río Arnus, que discurría hacia el oeste en dirección al mar por el corazón de Etruria.

—Ha sido difícil pero la estratagema ha funcionado —dijo Sapho—. Hace varios días que no vemos ni rastro de las tropas romanas.

—¡Pues claro que no! ¿Por qué se les iba a pasar por la cabeza marchar por aquí? —Hanno hizo un gesto airado hacia el agua que los rodeaba.

—Pronto acabará —declaró Sapho en tono jovial.

Hanno respondió con un gruñido de irritación. La situación no había dejado de empeorar desde que entraran en el delta. Gracias a las abundantes lluvias de la primavera, el Arnus presentaba un caudal mucho mayor que el habitual. Dado que la mayor parte del terreno estaba cubierta de agua, a menudo la única forma de encontrar un camino era elegir un sendero y empezar a andar. Aquello resultaba sumamente peligroso, pues decenas de hombres se ahogaban en charcos profundos o eran arrastrados por las fuertes corrientes invisibles. Las bestias de carga no corrían mejor suerte. A algunas les entraba el pánico, se alejaban de sus adiestradores y acababan ahogándose. Otras se hundían hasta el vientre en el fango y era imposible sacarlas de allí. Los animales más afortunados acababan sacrificados, pero a la mayoría les quitaban todo lo que podía cargarse y luego los abandonaban. A medida que la situación se deterioraba, los hombres sufrían las mismas penalidades. El hecho de que alguno de los que iba delante diera un paso fuera del sendero podía resultar fatal. Los soldados hundidos en el fango viscoso hasta el pecho o la barbilla suplicaban que los salvaran. Al comienzo, los hombres intentaron ayudar a sus compañeros pero, como se perdieron vidas en sucesivos intentos vanos, desistieron. La falange de Hanno había tenido la suerte de perder solo a tres hombres. La unidad a la que Bomilcar había sido asignado había multiplicado con creces ese número de bajas. Como no estaba dispuesto a dejar que sus hombres se asfixiaran en el fango, Hanno en persona se había encargado de acabar con su sufrimiento con un arco.

Aquellas condiciones habían afectado a los galos de forma muy negativa. Después de que desertaran unos cuantos, Aníbal había ordenado a los guerreros indisciplinados que se situaran en el medio de la columna. Los soldados de infantería íberos y libios iban en vanguardia, mientras que la caballería pesada ocupaba la retaguardia. Los jinetes númidas, al mando de Mago, el hermano de Aníbal, habían evitado huidas desde los flancos. La táctica había evitado la deserción en masa, pensó Hanno sombríamente, pero no había impedido que los ánimos de los hombres cayeran todavía más abajo, como los pobres desgraciados que habían muerto asfixiados por el fango. Había agradecido la capacidad de Bostar y de su padre de mantenerse incólumes ante las adversidades. Hasta Sapho le había resultado de ayuda, haciendo bromas macabras sobre las peores situaciones que había visto. No obstante, a pesar del apoyo de la familia, el horror había continuado.

Las temperaturas habían aumentado tanto que los alimentos frescos se habían podrido, por lo que el hambre pasó a ser un nuevo enemigo. Las reservas de agua y vino estaban bajo mínimos y los hombres se veían obligados a beber del río. Como era de esperar, a muchos eso les provocó vómitos y diarrea. La mayoría fueron capaces de continuar la marcha pero otros se quedaron demasiado débiles para seguir. Igual que las mulas atrapadas en el fango, los dejaron atrás. La noche, que solía ser el momento de tomarse un respiro, no había sido mejor. Había tanta humedad que resultó imposible encender una hoguera. Fríos, hambrientos y sin un lugar seco donde tumbarse, los soldados habían intentado dormir encima de su equipamiento. Hanno había llegado a ver a hombres dormitando encima del cuerpo de mulas muertas.

Así pues, volver a Aníbal no se había limitado a recuperar la confianza del general. Cualquier cosa era mejor que caminar pesadamente por un lodazal sin fin, en un mundo en el que solo había cielo y agua. A Hanno no le había extrañado que casi todos los lanceros de su falange se ofrecieran voluntarios para ir con él. Al final, se había quedado con veinte de los soldados más fuertes. Habría preferido dejar a Mutt al mando, pero el adusto oficial no aceptó quedarse atrás.

—Ya te perdí en una ocasión y no voy a permitir que vuelva a pasar —había mascullado—. Y te debo una.

Hanno volvió a mirar a Mutt y se dio cuenta de que el comentario era sincero y no sardónico. Durante el enfrentamiento contra una patrulla romana antes de llegar a Victumulae, había salvado la vida de su segundo al mando. No lo había hecho para garantizar su lealtad, pero el hecho de que aquello hubiera sido una de las consecuencias le parecía positivo. Hanno decidió estar a la altura de la entrega de Mutt. También quería demostrar su valía ante Sapho.

Dejaron atrás la columna al amanecer y se llevaron solo las lanzas y un poco de agua y comida. Hanno dedujo que era poco después del mediodía. Llevaban en camino más de cinco horas y, durante todo ese tiempo, no habían encontrado ningún terreno firme que se prolongara más allá de unas pocas veintenas de pasos. Allá donde mirara, no veía más que agua infinita. Agradeció que el cielo estuviera despejado y comprobó la posición del sol. Por lo menos le servía para seguir la trayectoria hacia el sur. Seguirían avanzando en esa dirección y, con la ayuda de los dioses, encontrarían un sendero por el que pudiera seguir el ejército.

Hanno avanzaba pesadamente mientras cada paso le parecía más difícil que el anterior.

Fueron pasando las horas y el sol se puso por el oeste. Los mosquitos seguían obsesionados por el cuello de Hanno. Le dolía la cicatriz, el estómago le gruñía y tenía la garganta reseca. Los terrones de barro de los pies pesaban tanto que de vez en cuando se veía obligado a parar y arrancárselos. No sabía ni por qué se molestaba en hacerlo. El alivio que le producía duraba de media unos veinte pasos antes de verse obligado a repetir la operación. Hanno empezó a pensar que sería preferible enfrentarse a un ejército romano mucho más fuerte que el de él. Cualquier cosa con tal de evitar aquel tormento.

Miró a derecha e izquierda y vio los típicos juncales. Más allá, en la lejanía, una hilera de árboles. Y algo más.

—¿Qué es eso?

—¿Qué, señor? —Empleando la lanza como punto de apoyo, Mutt chapoteó hacia un lado.

—Eso. —Hanno señaló ligeramente a la izquierda de ellos.

Mutt entornó los ojos y entonces su expresión adusta cambió.

—Es una barca, señor.

—Por todos los dioses, es verdad —afirmó Sapho.

Hanno intentó controlar la emoción. Apenas habían visto un alma desde que entraran en la llanura aluvial. No era de extrañar que los lugareños hubieran huido, aunque eso suponía que no habían podido contratar a guías.

—Será algún pescador.

—Podría ser, señor —comentó Mutt.

—¿Qué hacemos? —preguntó Sapho, sin ninguna intención de ponerse al mando.

—Si ven que somos veinte, se desvanecerán.

—No vas a ir solo, señor —puntualizó Mutt de inmediato.

—Yo también voy —se ofreció Sapho.

Hanno esbozó una sonrisa.

—Sois como dos viejas. Pero supongo que es mejor que no vaya solo o no pararéis de darme la lata.

Aunque había muy poco terreno seco donde sentarse, los lanceros agradecieron la idea de hacer una pausa. Hanno les ordenó que permanecieran escondidos y se marchó con Sapho. Dejaron atrás los cascos y los escudos y se llevaron solo las lanzas. Un campesino se quedaría aterrado al ver soldados —de cualquier tipo— por lo que Hanno quería resultar lo menos amenazador posible.

Avanzaron sigilosa y lentamente. Hanno estaba tan ocupado observando la barca entre los huecos de los juncos y arbustos que se fijó menos en por dónde pisaba. De repente, el suelo que tenía bajo los pies se hundió. Se tambaleó hacia delante y cayó en un charco profundo, aunque recordó que era mejor que no gritara para no alertar a su presa. Cuando la cabeza se le hundió en el agua, Hanno se puso a nadar para enderezarse. Con el otro brazo no podía nadar por culpa de la lanza, pero la siguió sujetando de forma instintiva. Intentó tocar el fondo con los dedos de los pies.

Tras lo que le pareció una eternidad, notó algo sólido. El alivio se convirtió en horror cuando la sandalia derecha se le hundió en el fango. Chapoteaba con los brazos en la superficie mientras luchaba para liberarla. Agitaba la otra pierna pero no servía de nada. Hanno tragó agua y empezó a toser, por lo que todavía le entraba más. Le costaba mantener el mentón por encima de la superficie. Veía borroso porque tenía los ojos llenos de agua. Le entró el pánico. «Aquí podría ahogarme con facilidad», pensó Hanno. Giró la cabeza con desesperación para ver si veía a Sapho. Si le tendía la lanza, quizá su hermano pudiera sacarlo de allí.

Tal vez fuera producto de su imaginación pero, al contemplar el rostro de Sapho, a Hanno le pareció ver una curiosa expresión de satisfacción, como la de un gato cuando acaba de atrapar a un ratón. Hanno parpadeó y entonces vio un semblante distinto.

—¡Socorro! —siseó—. ¡Se me ha quedado el pie atrapado en el fango!

—Pensaba que estabas dándote un baño.

Era un momento un tanto raro para hacer bromas, pensó Hanno. De todos modos, estaba tan desesperado que no le dio más vueltas.

—¿Alcanzas a cogerla? —Empujó la lanza en dirección a Sapho.

Empleando su propia lanza para encontrar un punto firme en el terreno, Sapho avanzó unos pasos hacia él. Enseguida consiguió agarrar el extremo de la lanza.

—¡Aguanta!

Hanno se había sentido pocas veces tan aliviado como cuando la sandalia se le despegó del fango del fondo. No quería morir ahogado. El terreno empapado que notó bajo los pies le pareció maravilloso.

—Gracias.

—Cualquier cosa por un hermano. ¿Estás bien?

—Mojado, pero eso no es ninguna novedad.

Sapho le dio una palmada en el hombro y siguieron adelante sirviéndose de las lanzas para calcular la profundidad del agua incluso con más cuidado que antes. Afortunadamente, durante un tramo encontraron el suelo un poco más seco, lo cual les permitió acercarse a la barca. A unos doscientos pasos, Hanno calculó que el ruido de la inmersión no había molestado al tripulante. La barca no se había movido. La figura del interior estaba inclinada sobre uno de los costados, ajustando lo que parecía una red de pesca. Hanno aligeró el paso. Al cabo de quizás unos treinta pasos, sacó el pie del fango con un ruido de succión que sonó muy fuerte. Profirió un juramento y se agachó, pero fue demasiado tarde. La figura se enderezó, miró en dirección a ellos y enseguida empezó a sacar la red del agua.

«Mierda», pensó Hanno. Esto es lo que temía que ocurriera.

—Se alejará mucho antes de que lleguemos a acercarnos —observó Sapho con severidad.

—Ya lo sé. —Hanno ahuecó una mano delante de la boca—. ¡Socorro! —gritó en latín. El pescador ni se inmutó—. Vamos —instó Hanno—. En cuanto recoja la red se marchará.

Nadando y caminando a partes iguales consiguieron reducir la distancia a la mitad antes de que los últimos hilos de red estuvieran a bordo. El pescador cogió los remos y los colocó en los toletes. Se inclinó hacia delante y empezó a remar.

A Hanno le embargó la frustración más absoluta.

—Por favor —bramó—. ¡Ayúdanos, por favor! No te haremos ningún daño.

La figura se los quedó mirando, vaciló y siguió remando con energía renovada.

—¡Podemos pagar! Plata. Oro. ¡Armas!

Una mirada por encima del hombro. Los remos seguían estando en el agua.

Hanno lanzó una mirada a Sapho y avanzó una docena de pasos más.

—Necesitamos un guía. ¿Nos puedes ayudar?

—¿Un guía?

—Sí, eso mismo. —Avanzó diez pasos más—. Para conducirnos por la llanura aluvial hasta el sur. ¿Sabes el camino?

Una risa breve.

—Por supuesto.

Entonces Hanno vio que en realidad el pescador era un muchacho de unos diez años. Estaba esquelético, tenía el pelo lacio y se le veía desconfiado y mal nutrido. Por única prenda llevaba una túnica agujereada.

—¿Puedes llevarnos? Recibirás una recompensa generosa, te lo juro. ¿Qué te parece una bolsa de plata?

—¿Para qué quiero yo plata? —replicó el muchacho—. Aquí no me sirve de nada.

—¿Qué me dices de una lanza como esta? —sugirió Hanno. Tuvo un destello de inspiración y alzó el arma en el aire—. Va bien para cazar.

El muchacho frunció el ceño.

—Quizá. Pero las flechas van mejor.

—Puedo darte flechas —prometió Hanno—. ¡Tantas como quieras!

Por primera vez hubo un atisbo de calidez.

—¿De verdad?

—Te lo juro por la tumba de mi madre. —No recibió una respuesta inmediata. Hanno dejó pensar al chico antes de decir—: ¿Puedo acercarme?

—Solo tú. No el que tiene cara de cruel.

Sapho, que tenía escasos conocimientos de latín, no se enteraba de lo que pasaba. Hanno disimuló su sorpresa ante el comentario.

—Espera un momento —dijo a su hermano. Se dirigió a la barca. Cuando estuvo a unos veinte pasos, el chico le indicó que parara.

—No te acerques más.

Hanno obedeció.

—Me llamo Hanno, ¿y tú?

—Sentius. Aunque suelen llamarme «Chico» y ya está.

Hanno se dio cuenta de que por dura que hubiera sido su vida en casa de Quintus, no era nada comparada con las penurias de aquel muchacho.

—Te llamaré Sentius, si no te importa.

Asentimiento.

—Enséñame la lanza.

Hanno se la tendió con ambas manos.

—Es para dar estocadas. Puedes utilizarla para pescar o quizá para cazar ciervos.

Sentius observó la lanza con codicia.

—Dámela. Por la culata.

Haciendo caso omiso del gemido de consternación de Sapho, Hanno vadeó hasta el costado del bote y se la dio. No se llevó ninguna sorpresa cuando Sentius le dio la vuelta y le apuntó con el extremo en la cara. De todos modos, no consiguió evitar que se le formara un nudo en el estómago a causa de los nervios.

—Ahora podría matarte. —Empujó la lanza más hacia delante—. Tu amigo no podría hacer nada. Me habría marchado antes de que se acercara siquiera.

—Cierto —reconoció Hanno, controlándose para no moverse del sitio. Se puso a pensar en cómo reaccionaría Aníbal cuando regresara con un guía—. Pero si hicieras eso, no conseguirías las flechas que quieres.

—Quiero por lo menos doscientas.

—Vale.

—Y una docena de lanzas —se apresuró a añadir Sentius.

—Si eres capaz de guiar a mi general fuera de aquí, las tendrás, te lo aseguro. —Se produjo una breve pausa. Sentius todavía no había aceptado el trato, lo cual molestaba a Hanno—. ¿Quieres algo más?

—Dicen que vuestros soldados van acompañados de grandes bestias. Unas criaturas más altas que una cabaña con la nariz larga y unos dientes blancos y largos. Capaces de aplastar a un hombre como si fuera una cucaracha.

—Elefantes —dijo Hanno.

—El-e-fantes —repitió Sentius impresionado.

A Hanno le embargó la alegría. Aquello era lo que convencería al muchacho. Tenía esa corazonada.

—Es cierto. Por desgracia solo nos queda uno. ¿Te gustaría verlo, de cerca? Se llama Sura.

Expresión dudosa.

—¿No es peligroso?

—Solo cuando su jinete le ordena que ataque. De lo contrario, es bastante pacífico.

—¿Puedes enseñarme al el-e-fante?

—Más que eso. Si quieres puedes darle de comer. Lo que más le gusta es la fruta. —Sentius estaba asombrado—. ¿Hacemos un trato? —Hanno le tendió la mano derecha.

Sentius no se la estrechó.

—¿Te quedarás conmigo?

—No me alejaré de tu lado mientras estés con nosotros —prometió Hanno—. Que me parta un rayo lanzado por los dioses si incumplo el trato.

A Sentius le brillaron los ojos.

—Yo seré quien te parta. ¡Con tu propia lanza!

Hanno se abrió la túnica y le enseñó el pecho.

—¡Me la puedes clavar aquí mismo!

Por fin Sentius pareció quedarse satisfecho. Sacó una mano mugrienta.

—¡Trato hecho!

Hanno sonrió mientras se estrechaban la mano. Sentius todavía no los había guiado hacia un terreno seco pero lo haría. Su sufrimiento pronto llegaría a su fin. El precio de diez veintenas de flechas, una docena de lanzas y la posibilidad de dar de comer a Sura era inferior al que Hanno había imaginado. Sin duda Sapho y Aníbal se quedarían impresionados.

—¿Te has enterado de lo del buey que escapó del Foro Boario el otro día? —preguntó Calatinus. Era de noche y habían terminado sus obligaciones. Sus compañeros habían ido a buscar un poco de vino y habían dejado a los dos amigos solos en la tienda.

—No. Pero continuamente salen de los rediles. Si un esclavo se olvida de correr el pestillo, la puerta se abre —dijo Quintus con tono despectivo—. He visto que pasaba en Capua.

—Da igual cómo salió la bestia. Es lo que hizo después. Por algún motivo subió corriendo por unas escaleras en el exterior de una cenacula de tres plantas.

Quintus se incorporó encima de las mantas.

—¿Cómo?

—Ya lo has oído —dijo Calatinus, por fin satisfecho por haber captado el interés de Quintus.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Un tipo que conozco en otra tropa estaba hablando con uno de los mensajeros de Roma que llegó ayer. Por lo que parece, ¡el animal delirante subió hasta lo alto del edificio! Los inquilinos estaban aterrados y sus gritos lo enloquecieron todavía más. Saltó por la barandilla y cayó en la calle, donde aplastó y mató a un niño.

—Cielos —masculló Quintus, imaginándose la cruenta escena.

—Si eso hubiera sido lo único que pasó no me preocuparía —continuó Calatinus con expresión sombría—, pero es uno más en una letanía de sucesos. El mismo día cayó un rayo en un santuario del mercado de hortalizas. Entre las nubes de tormenta del cielo los hombres vieron las siluetas fantasmagóricas de unos barcos. Un puto cuervo incluso bajó al templo de Juno y se posó en el diván sagrado.

—¿El mensajero vio alguna de esas cosas? —preguntó Quintus, pensando en el desprecio que su padre sentía por esas historias—. ¿O lo vio la tía de algún primo?

Calatinus lo fulminó con la mirada.

—Hay tantos testigos de cuando el buey se tiró por el balcón que tiene que ser verdad a la fuerza. El mensajero vio cómo el rayo alcanzaba el templo y los barcos del cielo con sus propios ojos.

A Quintus no le gustaba eso pero no pensaba reconocerlo.

—¿Y el cuervo?

—Eso no lo vio —admitió Calatinus.

—Pues entonces, aunque se posara en el diván, probablemente se estuviera refugiando de la lluvia.

Calatinus esbozó una media sonrisa.

—Puede ser. Ya sabes que yo a estas cosas no les presto demasiada atención, pero están sucediendo por todas partes. Hace un tiempo cayeron piedras en Picenum.

—¡Venga ya! ¿Piedras?

Fue como si Calatinus no le hubiera oído.

—La semana pasada los sacerdotes del manantial de Hércules vieron salpicaduras de sangre en el agua. Eso solo puede significar una cosa.

Quintus se sintió intranquilo a su pesar. La gente era supersticiosa, enseguida asumían que unas manos divinas dirigían sucesos de lo más normales, pero los sacerdotes eran menos crédulos. Sabían si los dioses estaban implicados o no, por lo menos es lo que la mayoría creía. Su padre era un poco más cínico; Quintus recordaba los comentarios que Fabricius había hecho sobre los sacerdotes después de que su hijo matara a un oso para celebrar su entrada en la hombría y otra vez antes del Trebia, cuando se habían producido multitud de señales de mal agüero. En aquel momento había sido fácil descartar las historias considerándolas meros rumores, pensó Quintus tristemente. Pero la derrota infligida por Aníbal casi suponía el cumplimiento de los malos presagios. Si no paraban de producirse, ¿acaso no era muestra de que los dioses seguían estando descontentos? ¿Que los cartagineses iban a obtener una nueva victoria? «¡Para ya!».

—Apuesto a que Gayo Flaminio no se preocupa demasiado de esas tonterías —dijo con la máxima confianza posible.

Calatinus se atrevió a mirar al exterior.

—Puede ser. Pero ¿qué nuevo cónsul se marcha de Roma antes de ser elegido oficialmente para el cargo?

—Lo hizo para fastidiar al Senado. Flaminio está resentido contra muchos senadores por el trato que le dispensaron hace seis años durante la celebración de su victoria contra los ínsubres.

—¿Qué más da? —exclamó Calatinus—. No es el momento de arriesgarse a contrariar a los dioses. Y eso es lo que probablemente hizo marchándose de la capital antes de que se llevaran a cabo las ceremonias correspondientes.

Quintus no respondió. Compartía el sentimiento de su amigo. Si aquello hubiera sido lo único que Flaminio había hecho, no les habría parecido tan mal. Desoír la petición del Senado de que regresara a Roma no era el fin del mundo, pero a Quintus no le había gustado la historia del becerro escogido para el sacrificio a la llegada de Flaminio a Arretium. Para horror de todos, al sacerdote se le había escapado de las manos tras una sola cuchillada que no había acabado con su vida. Incluso después de que lo volvieran a agarrar, nadie había tenido el valor de matarlo. El segundo becerro elegido había muerto sin protestar, pero la situación había dejado un mal sabor en la boca de los hombres.

—Seguro que por eso su caballo lo arrojó el otro día cuando estábamos a punto de salir —dijo Calatinus—. Y por lo que el estandarte se quedó clavado en el suelo.

—Creo que decirle al signifer que desenterrara el dichoso estandarte si él no tenía fuerza para arrancarlo fue lo correcto —declaró Quintus, animándole a la fuerza—. Flaminio es valiente y es un buen líder. Los soldados le quieren. No puede decirse que nos quedemos de brazos cruzados. Estamos siguiendo el rastro de Aníbal hasta que se nos presente la mejor oportunidad. Tenemos suerte de que nos destinaran a la caballería de Flaminio. Imagínate que todavía estuviéramos parados en Ariminum. Seguro que prefieres seguir a un general que está dispuesto a luchar, ¿no?

—¡Cneo Servilio Gémino no es ningún cobarde! —gritó una voz que les resultaba familiar.

Ambos hombres miraron a su alrededor, sorprendidos y abochornados. Calatinus se levantó de un salto y saludó mientras Quintus miraba enfurecido.

—No creo que eso sea lo que Quintus quería decir, señor —protestó Calatinus.

Fabricius retomó su mirada penetrante.

—¿Y bien?

—No estaba diciendo que Servilio fuera un cobarde —masculló Quintus.

—¡Me alegro! —exclamó Fabricius con sarcasmo—. Como soldado de caballería novato que eres no te corresponde juzgar a un cónsul. Servilio hace lo que le ordenó el Senado, que es proteger la costa este por si Aníbal marchaba por ahí. Igual que Flaminio ha sido elegido para proteger la costa oeste en caso de que el gugga haga lo contrario.

—Es que me parece mal dejar que Aníbal y su ejército saqueen el campo. Estoy harto de ver fincas reducidas a cenizas y a todos sus habitantes masacrados —dijo Quintus, que permitió que la ira que sentía hacia su padre aflorara junto con la indignación por lo que estaban haciendo los cartagineses.

—Yo también. —Calatinus habló con sinceridad.

—¡Oh, qué poca paciencia tiene la juventud! No temáis —dijo Fabricius con un guiño— por la esperanza de Flaminio de aislar a Aníbal entre su ejército y el de Servilio. Si lo consigue, descuartizaremos a los guggas como a los galos en Telamon.

Quintus se animó ante la idea, pero lo que dijo su padre a continuación le sentó como un puñetazo en el estómago.

—Si funciona, Calatinus, tú también podrás participar en la acción.

Quintus se quedó boquiabierto mirando a Fabricius. «No, ahora no —pensó—. ¡Por favor!». La sorpresa de Calatinus, que estaba a su lado, también resultaba palpable.

—No lo entiendo. Tengo el brazo mejor. Estoy preparado para luchar.

—No tiene nada que ver con la herida. Regresarás a casa de inmediato. Calatinus y siete hombres más volverán a ocupar un puesto dentro de la caballería de Servilio.

Quintus se quedó mudo.

—¿En Ariminum? ¿Por qué, señor? —preguntó Calatinus, con expresión confundida.

—Flaminio ha recibido noticias de Servilio. Quiere hombres que ya hayan luchado contra la caballería de Aníbal. Fuimos demasiados los que acabamos en las unidades de Flaminio. A Servilio le dejaron pocos hombres y necesita jinetes capaces de enseñarles las tácticas de los cartagineses. Acordamos una cantidad de ocho hombres. Yo sugerí a los candidatos.

—¿Por qué no puedo ir yo también? —preguntó Quintus acalorado—. ¡Ahora ya tengo edad suficiente! Además, he hecho el juramento.

—Cielos, ¿no vas a aprender nunca a morderte la lengua? Cada vez te pareces más a tu madre —espetó Fabricius—. He hablado con Flaminio. Te vas a casa y no se hable más. —Advirtió algo en la mirada de Quintus y lo señaló muy serio con el dedo—. Oficialmente, seguirás estando en la caballería, podrían llamarte de nuevo, pero solo si demuestras que has madurado lo suficiente. Si me entero de lo contrario, me aseguraré de que se anule tu juramento militar.

En aquel momento Quintus odió a su padre con todas sus fuerzas.

Fabricius se revolvió entonces contra Calatinus.

—¿Tú también piensas protestar?

—No, señor. Preferiría no marcharme, pero si estas son tus órdenes, entonces las obedeceré.

—Así me gusta. —Fabricius salió de la tienda sin decir nada más.

Quintus observó enfurecido cómo se marchaba. «¡Que lo maldigan al infierno!».

—Por todos los dioses, esto no me lo esperaba —masculló Calatinus.

—Lo tuyo, quizá, pero no lo mío —reconoció Quintus con amargura—. Por lo menos tienes la oportunidad de acercarte a Aníbal. Yo me quedaré en casa, con las mujeres.

—No te conviene estar cerca de tu padre. Lo único que hacéis es enfrentaros. Quizá te vaya bien pasar cierto tiempo lejos de él. Además, ¿quién dice que la guerra terminará pronto? Aníbal parece un líder astuto. Apuesto a que dentro de un año seguiremos luchando contra él. Tu padre no podrá negarte un puesto en la caballería eternamente. Procura no meterte en líos en casa. Asegúrate de tener contenta a tu madre.

Quintus no se molestó en discutir. En su interior pensaba que su padre le impediría volver a servir. Aquello le había hecho decidirse de una vez por todas. La oportunidad perfecta para abordar a Corax acerca de convertirse en velite había llegado. De ese modo podría quedarse en el ejército de Flaminio, cerca de Aníbal. Su padre nunca se enteraría. «No me va a enviar a casa —pensó Quintus con furia—. Seré mi propio amo. Aprenderé a luchar como un soldado de infantería».

Era un sentimiento agradable.

Capua

Aurelia se animó en cuanto salieron del templo de Marte. No le había importado visitarlo para rezar por el alma de Flaccus la primera vez, pero le parecía un poco excesivo volver a repetir. Sin embargo, su madre decía que era importante y Aurelia actuaba con precaución y no ponía objeción alguna. A decir verdad, le sabía mal que hubiera muerto. La primera y única vez que había visto a Flaccus le había parecido agradable. Incluso se había medio encaprichado de su aspecto físico y del aire de seguridad y poder que emanaba. Pero entonces se había marchado a Roma con su padre y no lo había vuelto a ver. Había recibido una carta y luego nada más. Aurelia sintió una punzada de remordimiento. Podía haber habido más comunicación entre ellos, pero la guerra había sido más importante que escribirle a ella, apenas una niña. Poco después habían matado a Flaccus. Era triste pero no pensaba pasarse el resto de su vida lamentando la muerte de un hombre que tampoco había llegado a conocer bien.

Una vez terminadas sus obligaciones, pronto podrían visitar a Gaius y a su padre Martialis. El corazón le dio un vuelco. Gaius había estado fuera, entrenando con su unidad, cuando habían visitado Capua con anterioridad. Aurelia sentía un gran aprecio por Martialis pero verle a él en vez de a su hijo no era lo mismo. Cuánto deseaba que la viera como algo más que la hermana de Quintus. Llevaba su mejor vestido, todas sus joyas e incluso una gota de perfume que había cogido a hurtadillas de un frasco de su madre. Con un poco de suerte no se le notaría mucho, pero Aurelia intentaba no acercarse demasiado a Atia, que tenía un olfato impresionante, así como una capacidad increíble para captar las intenciones de Aurelia.

—Me parece que ha ido bien —dijo Atia.

—Sí —masculló Aurelia. «¿Cómo era posible juzgar tal cosa?», se preguntó. No podía decirse que la estatua de Marte respondiera de algún modo. Estaba ahí quieta, imperiosa y regia, mirando desafiante la sala larga y estrecha que formaba el centro del templo.

Atia se giró con el ceño fruncido.

—Espero que tus plegarias por Flaccus fueran sinceras…

Aurelia captó enseguida la primera señal de advertencia. Mejor no enzarzarse en una discusión antes siquiera de ver a Gaius.

—Han sido sentidas, mamá —mintió con su tono de voz más sincero.

Atia suavizó la expresión.

—Su alma descansará mejor sabiendo que es recordado. ¿Te acordaste de pedir a los dioses que protegieran a tu padre y a Quintus?

—¡Por supuesto! —Esta vez la reacción de Aurelia sí que fue sincera.

—Bien. Pues vamos al mercado. Me he olvidado de decirle a Agesandros que comprara ciertas cosas.

Aurelia dirigió la vista rápidamente hacia la multitud al oír mencionar al capataz, pero sintió alivio al ver que no había ni rastro de él. Con un poco de suerte no verían a Agesandros hasta más tarde, en casa de Martialis. Tardarían en comprar todo lo que había en la lista de Atia. Sin embargo, no tanto como en otras ocasiones. En su última visita Aurelia se había dado cuenta de que su madre no había comprado tanta comida como de costumbre y hoy había sido lo mismo. Aurelia no caviló demasiado al respecto pues enseguida volvió a llenársele la cabeza de imágenes de Gaius. Sonriendo al verla. Resplandeciente con el uniforme. Ofreciéndole el brazo para ir de paseo. Felicitándola por su aspecto. Agachándose para rozarle los labios con los de él…

—¿Tienes una moneda, muchacha?

Aurelia parpadeó y dio un respingo aterrada. Tenía delante a un mendigo harapiento. Meneaba ante sus narices la palma curtida y los bultos brillantes donde debían haber estado sus dedos. La desfiguración no acababa ahí. El hombre carecía prácticamente de nariz, apenas dos orificios enormes bajo los ojos llorosos e hinchados. Tenía la piel escamosa como la de una serpiente que formaba ángulos curiosos e inquietantes. Tenía el rostro salpicado de unas redondeces hinchadas, tan pequeñas como una uña o del tamaño del hueso de un melocotón. Aurelia había visto leprosos en muchas ocasiones pero siempre de lejos. Normalmente los guardas de Capua evitaban que entraran en la ciudad. Nunca había visto a ninguno tan de cerca. Retrocedió mientras el miedo a contagiarse de la enfermedad le retorcía las entrañas.

—No tengo dinero.

—¿Una joven rica como tú? —El leproso habló con tono empalagoso pero incrédulo. Volvió a blandirle el muñón de una mano delante de la cara—. Con una moneda bien pequeña me basta, por favor.

—¡Apártate de mi hija! —El leproso retrocedió en actitud aduladora—. Esculapio, líbranos de ese sino. —Atia hizo un gesto con la mano—. Rodéale.

Aurelia no pudo evitar volver a mirar al leproso. Aunque le repulsaba su aspecto también sentía una profunda lástima por él. Ser condenado a una muerte en vida tan lenta… se le ocurrían pocas cosas peores que esa.

—Por favor, madre, dale algo.

Atia la observó unos momentos, suspiró y cogió el monedero. «Una moneda no va a cambiar nuestros problemas».

—Toma. —Un hemidracma destelló en el aire. El leproso alzó el brazo para cogerlo, pero no pudo por culpa de las manos destrozadas. La pequeña pieza de plata cayó al suelo y él la recogió con desesperación, invocando a los dioses para que las bendijera a las dos.

Aurelia se quedó boquiabierta al bajar la cabeza. En el pie izquierdo no le quedaban dedos. En vez del pie derecho no tenía más que un bulto de carne lleno de cicatrices cubierto apenas con un trapo.

—Vamos, hija. Con eso tendrá para comer por lo menos unos días —dijo Atia con amabilidad.

Se alejaron con rapidez. El leproso se perdió entre la multitud.

—No me contagiaré de esta enfermedad, ¿verdad? —Aurelia recuperó el temor inicial.

—Con la mediación de los dioses, no. No te ha tocado y no has estado cerca de él el tiempo suficiente. —Atia lanzó una mirada por encima del hombro—. Los guardas de la puerta debían de estar medio dormidos esta mañana para haber dejado entrar a una criatura como esta. —Movió la nariz, y temiendo que su madre hubiera olido el perfume, Aurelia se apartó un paso. Al cabo de un momento, Atia siguió caminando y Aurelia dio gracias a los dioses por haberse salvado por poco.

Primero se pararon en una alfarería y luego en una bodega. Ahí Atia empezó a quejarse ante el propietario de la calidad del vino que había pedido la última vez. Aurelia se aburrió enseguida. Los pendientes y collares expuestos a la entrada de una joyería de enfrente le llamaron la atención y salió para admirarlos más de cerca. Al hacerlo, un hombre bajito y con una calva incipiente vestido con un bonito quitón griego la rozó. Masculló una disculpa pero ella tenía la cabeza puesta en el despliegue de baratijas y prácticamente ni se percató.

El joyero, un egipcio de ojos atentos, enseguida percibió el interés de Aurelia.

—¿En qué puedo servirte?

Ella le sonrió.

—Solo estoy mirando.

—Adelante, la tienda es toda tuya. Pruébate lo que te guste.

Aurelia exhaló un suspiro. No tenía dinero propio. Lanzó una mirada nostálgica a Atia, pero no tenía sentido pedirle nada. La respuesta sería que las joyas que llevaba Aurelia, unos pendientes de oro decorados con cuentas de cristal azul y un sencillo anillo de oro decorado con un granate rojo, eran más que suficientes. Hasta el día de su boda su madre no pensaba comprar ninguna joya más. De repente se le ocurrió una travesura. El tendero no tenía por qué saber que no iba a comprar nada.

—Me gusta este —anunció, señalando un collar del que colgaban docenas de pequeñas piedras rojas y negras tubulares.

—Cornalina y azabache —informó el joyero—. De Partia. Precioso, ¿verdad?

—Sí.

—¿Quieres probártelo? —Ya estaba abriendo el cierre—. Te queda bien con tu tono de piel. A tu esposo le encantará y no le costará un riñón.

Aurelia no le desengañó. Pensó que quizás a Gaius le gustara. Estaba a punto de permitirle que se lo colgara del cuello cuando oyó voces fuertes. Giró la cabeza. En el interior de la bodega vio al hombre bajito con el que se había cruzado de cara a su madre, que parecía furiosa. Le picó la curiosidad.

—Gracias, otro día quizá. —Salió haciendo caso omiso de las protestas del joyero, que se había quedado perplejo.

Cruzó la calle y se abrió camino entre los transeúntes. Un par de hombres corpulentos que merodeaban cerca del bodeguero la desnudaron con la mirada al pasar. Uno le lanzó un beso. Aurelia no le hizo caso porque estaba acostumbrada a esas situaciones.

La tienda de vinos era de las típicas con el frente abierto. Desde la entrada en forma de arco se accedía a una sala larga y rectangular. Unas lámparas de aceite parpadeaban desde unos huecos. Una estatua de Baco y sus ménades observaba desde un estante. A ambos lados había hileras de ánforas apoyadas contra la pared o ubicadas en lechos de paja y al fondo del local había un mostrador bajo en el que los clientes podían degustar los caldos de la tienda. Atia se encontraba a diez pasos de la puerta con una copa en la mano. El bodeguero estaba a su lado con expresión indudablemente avergonzada. El hombre bajito estaba cerca con las manos levantadas para aplacarla, por lo que parecía.

—Lo único que digo, buena señora, es que estas cosas hay que hablarlas —dijo cuando Aurelia se acercó.

—Este no es lugar para tratar estos asuntos —espetó Atia—. ¿Cómo te atreves a abordarme aquí?

Encogimiento de hombros.

—¿Acaso preferirías que me hubiera presentado en casa de Martialis?

Atia apretó los labios hasta que se le quedaron blancos.

—¿Qué sucede, madre? —inquirió Aurelia.

—Nada importante.

El hombre bajito se giró. Le dio un buen repaso con sus lascivos ojos marrones. A Aurelia se le puso la piel de gallina.

—Ah, debe de ser tu hija. Aurelia, si no me equivoco.

—Sí, ¿y tú quién eres?

Los tirabuzones engrasados se le movieron cuando inclinó la cabeza.

—Phanes, prestamista a tu servicio.

Aurelia se quedó un tanto confundida, pero antes de tener la oportunidad de preguntar más su madre ya iba camino de la puerta.

—Venga —instó Atia—. Nos vamos. —A Aurelia no se le ocurrió replicar y la siguió.

Phanes se movió rápido a pesar de lo pequeño que era. En un abrir y cerrar de ojos se colocó delante de Atia.

—Sigue estando el asunto de la deuda de tu esposo. No hemos hablado del tema.

—¡Ni lo hablaremos! —espetó Atia. Intentó pasar de largo pero Phanes se lo impidió.

Aurelia no daba crédito a sus ojos ni a sus oídos.

—¡Apártate de mi camino, maldito griego humilde! —ordenó Atia.

Phanes ni se inmutó.

—Humilde quizás y griego sin duda, pero eso no hace desaparecer los cuarenta mil dracmas que me debe tu esposo.

—¡Tendrás tu dinero! Ya sabes que te lo devolverá. ¡Vete a la porra!

—Con la educación que tenéis los dos, es lo que cabría pensar, pero no he visto ni un solo dracma desde hace más de un año. Un hombre no puede vivir del silencio e incumplir los pagos. Se moriría de hambre.

—Fabricius no está aquí. ¡Hay una guerra, por si no lo sabes!

—Sin duda Fabricius es un motivo de orgullo para nosotros y la República, pero eso no significa que pueda renegar de lo que debe. Durante los primeros meses del año pasado, le di el beneficio de la duda. Al fin y al cabo lo habían enviado a Iberia con Escipión. A través de mis indagaciones descubrí después que había regresado y que lo habían destinado a la Galia Cisalpina y le envié una carta. No recibí respuesta.

—Probablemente no llegara a recibirla. Ahí reina el caos. Los dichosos galos matan a la mayoría de los mensajeros.

Una sonrisa maliciosa.

—Envié el mensaje por barco.

Atia perdió la compostura una fracción de segundo.

—Eso no quiere decir que la recibiera.

—Cierto. Pero cuando tampoco respondió a la segunda ni a la tercera carta, decidí que había llegado el momento de hablar del tema contigo. Te habría visitado dentro de poco pero mis fuentes me informaron de que ibas a venir hoy a la ciudad. Qué buena oportunidad para charlar, para saber si habías recibido noticias de tu esposo con respecto a este asunto.

Atia ni siquiera se dignó a responder al comentario de Phanes. Lo miró como si fuera una serpiente.

—¿Quién te dijo que iba a venir a Capua? Martialis no diría ni una palabra a alguien que no fuera un amigo. —«Ni Gaius tampoco», pensó Aurelia. Phanes amplió la sonrisa—. Un esclavo —espetó Atia—. Uno de los esclavos de Martialis está a tu servicio.

—Tengo contactos por toda Capua. —Phanes agitó las manos—. Soy prestamista. Los hombres como yo necesitamos saber de qué habla la gente. Quién está preocupado, quién quiere abrir un negocio y otros rumores por el estilo.

—Eres como una sanguijuela —replicó Atia.

Phanes chasqueó la lengua.

—Tu esposo fue siempre mucho más educado. Sobre todo cuando quería ampliar el préstamo. Debe de ser la educación romana.

Atia ni se dignó a responder.

—¡Aurelia! —Esta vez Phanes no intentó detenerla. Giró la cabeza a medias.

—¡Achilles! ¡Smiler!

Los dos hombres que Aurelia había visto aparecieron en la puerta. Iban desarmados pero la expresión que tenían distaba mucho de ser amable.

—¿Jefe? —preguntó el primero, un matón con cicatrices sinuosas que le cruzaban ambas mejillas desde la comisura de los labios.

Aurelia estaba mareada. Ese debía de ser Smiler. Conocía a los de su calaña pues los había visto otras veces. Eran una pareja de exgladiadores, convertidos en matones a sueldo del griego.

—No sale nadie de la tienda hasta que yo lo diga —anunció Phanes.

—Sí, jefe. —La pareja se movió para situarse hombro con hombro e impedir la salida a la calle. El bodeguero anunció débilmente que era un crimen dañar sus productos antes de desaparecer en la trastienda.

Atia se puso rígida.

—¿Qué vas a hacer? ¿Ordenar a estas criaturas que nos pongan las manos encima?

—Espero no tener que llegar a esos extremos —repuso Phanes con tranquilidad.

—Eres un canalla. Si grito, la gente acudirá aquí.

—A lo mejor sí o a lo mejor no. Si alguien es tan tonto de intentarlo, Achilles y Smiler pronto le hará ver el error que comete.

Phanes estaba en lo cierto. Al ver el silencio de su madre, Aurelia también lo creyó. Los habitantes de Capua no solían inmiscuirse en una pelea o trifulca ni que fuera de día. Si había sangre, quizá llamaran a los guardas, pero en la mayoría de los casos cada uno se ocupaba de sus propios problemas. Cambió de opinión y pensó que daría cualquier cosa por que apareciera Agesandros, pero incluso a él le habría costado lidiar con dos hombres tan fornidos y resueltos.

—Pueden con cualquiera en cuanto dé la orden.

—¿Te atreves a amenazarnos? —exclamó Atia.

—¿Amenaza? ¿Qué amenaza? —La sonrisa de Phanes no se reflejó en su mirada—. Yo solo quiero hablar del dinero que se me debe, una cantidad considerable de la que estoy seguro que eres plenamente consciente.

Atia apretó los labios pero no respondió, lo cual indicó a Aurelia que su madre sabía perfectamente el dinero que debía a Phanes. Debía de haberlo estado evitando, pensó Aurelia. Sin embargo, tenían que salir de allí. Escudriñó el local por si veía algo que pudiera servir de arma pero no encontró nada. Estaba presa del pánico. «No se atreverán a hacernos daño», se dijo. Sin embargo, en su interior no estaba tan segura. Se acercó más a su madre. Era el momento de mostrarse solidaria.

—¿Por qué nos retienes? ¿Qué quieres? —Aurelia esperó que notara el odio que destilaban sus palabras.

Si así fue, no se notó.

—Vaya, la lobata por fin habla, y con una lengua mucho más civilizada que su madre. Pido un acuerdo, eso es todo.

—¿Qué tipo de acuerdo? —exigió Atia.

—Pues nada más que lo que me corresponde. Pagos regulares del dinero que se me debe.

—¿Y si me niego? —Atia dirigió la mirada hacia los dos matones—. ¿Me envías a estos dos?

—Venga ya. Eres una mujer de clase alta. A pesar de tu opinión, soy un hombre civilizado —protestó Phanes—. Habrá que acabar en los tribunales. —Clavó la mirada en Atia.

Al cabo de unos instantes Atia suspiró y Aurelia se dio cuenta de que el griego había ganado. Se moría de ganas de abalanzarse sobre él, de clavarle las uñas en la cara, pero el temor que le infundían sus hombres la dejó clavada en el sitio. Oyó cómo su madre decía:

—¿Con qué frecuencia quieres cobrar?

—Cada mes.

—¡Imposible!

Una mirada depredadora.

—Cada dos o tres meses también sería aceptable pero tendría que aumentar el interés de dos a cuatro dracmas por cada cien. Eso, por supuesto, además de la cantidad que se ha acumulado debido a la falta de pagos durante el último año.

—¿Tienes documentos que demuestren lo que dices?

—Por supuesto. Están en mi despacho si te interesa verlos. Cuando tu esposo firmó no solo estaba yo sino mi secretario.

Aurelia notó la ira de impotencia que irradiaba su madre. Ella la notaba en el estómago, pero si Phanes no mentía, y tenía la corazonada de que no, entonces las tenía en un puño. Habría dado cualquier cosa para que apareciera su padre, que lo arreglara todo, pero era imposible. Estaba muy lejos, librando una guerra, y solo los dioses sabían si regresaría algún día. La desesperanza se mezcló con el miedo y ahogó su ira.

—Muy bien. —Atia sonó mayor de lo que Aurelia la había oído jamás—. ¿Dónde está tu despacho?

—En la calle que hay detrás de los tribunales, al lado del de un abogado. Ya verás el letrero.

—Te visitaré mañana por la mañana para hablar de las… condiciones.

—Será un placer. —Phanes hizo una reverencia exagerada—. Achilles, Smiler. Salid fuera los dos. La señora ya no necesita que vuestros feos rostros le estropeen la vista del mundo.

El nudo que se le había formado a Aurelia en el estómago se le fue deshaciendo cuando los dos matones se retiraron. Decidida a comportarse como si no hubiera pasado nada inusual, como si ella fuera su ama en vez de a la inversa, los siguió. Sin embargo se quedó sin respiración cuando Smiler vio sus intenciones. Se llevó la mano a la entrepierna y se humedeció los labios. Achilles soltó una risa burlona. Aurelia actuó como si no lo hubiera visto —«¡No les muestres tu debilidad! No se atreverán a tocarme»— y salió a la calle dejándolos atrás. Chocó de lleno contra un transeúnte. Perdió el equilibrio y mientras las risas de los matones le resonaban en los oídos, Aurelia se tambaleó hacia atrás agitando los brazos.

Unas manos fuertes evitaron que se cayera y la volvieron a colocar en posición vertical.

—¿Tienes prisa, jovencita?

Aurelia miró y se encontró con un par de ojos azules de expresión divertida. Pertenecían a un joven con el rostro franco y el pelo corto, vestido con una toga blanca y nueva. Era un poco mayor que Quintus y bastante guapo.

—No. Sí. No —dijo, al tiempo que sentía cómo se sonrojaba.

—No estás segura. —Rio por lo bajo, pero entonces se fijó en Achilles y en Smiler. Endureció la expresión—. ¿Estos brutos te estaban molestando?

Aurelia se alegró sobremanera al ver al trío de esclavos fornidos que él tenía detrás. No le cabía la menor duda de que si decía una sola palabra su rescatador enviaría a sus hombres a por los de Phanes. Lanzó una mirada al interior de la tienda. El griego la observaba con expresión misteriosa. Sin embargo, el ligero meneo de cabeza de Atia le dejó las cosas bien claras. «No empeores la situación», decía.

—No, es que no miraba por donde iba, eso es todo. Perdona.

—Una hermosa muchacha no tiene de qué disculparse. —Al final la soltó y Aurelia se sonrojó todavía más—. Me llamo Lucius Vibius Melito.

Atia se colocó al lado de Aurelia en un abrir y cerrar de ojos.

—Atia, esposa de Gaius Fabricius. Es mi hija Aurelia.

—Es un honor conoceros. —Hizo una reverencia—. Te felicito por tu hija. Es sin lugar a dudas la joven más hermosa que he visto en Capua. La fragancia de jazmín que usa es… cautivadora.

Aurelia bajó la mirada. Se sentía avergonzada por partida doble: en primer lugar por el cumplido y después porque solo podía haber conseguido ese perfume en un sitio. Más tarde tendría que dar explicaciones.

—Eres muy amable —susurró sensualmente Atia—. Tu nombre me resulta familiar. ¿Tu familia no vive en el sur de Capua?

—Sí. Mi padre y yo hemos venido a visitar a unos amigos. —Lucius volvió a dirigir la mirada hacia Aurelia y ella la apartó de nuevo.

—Igual que nosotras. ¿Os quedáis mucho tiempo?

—Un par de semanas por lo menos.

—Qué bien. Quizá podamos vernos de nuevo, ¿en el foro?

—Sería un placer —repuso Lucius. Sonrió sobre todo a Aurelia.

—Hasta entonces —dijo Atia. Le dio un golpecito a Aurelia en el brazo—. Vamos, hija. Todavía tenemos mucho por hacer.

—Adiós —dijo Lucius.

—Adiós y gracias —acertó a decir Aurelia antes de que Atia hiciera que la siguiese. Echó un último vistazo a la expresión severa de Achilles y Smiler, al ceño ligeramente fruncido de Phanes y a la mirada de admiración de Lucius antes de que la muchedumbre los engullera a todos. Al girarse, se encontró con la mirada de su madre. Se esperaba un sermoncito sobre coger cosas ajenas. Pero Atia no mencionó el perfume de jazmín.

—Qué joven tan agradable. Es de buena familia. Creo que uno de sus abuelos fue edil curul. Es guapo, educado y no le asusta ayudar a alguien en apuros, ¿no crees?

—Sí, supongo —respondió Aurelia, que odió el rubor que denotaba la mentira de la vaguedad de su respuesta.

—No hace falta que te hagas la timorata conmigo. ¿Te ha gustado o no?

Aurelia miró a su alrededor, cohibida, aunque entre tanta gente nadie fuera a oírla o le importase.

—Era agradable, sí.

—¿O sea que no te importaría volver a verle?

«¿Es que no se arredra ante nada?». Aurelia pensó en Gaius pero no podía mencionarlo. La última vez que lo había hecho, su madre le había dicho que Martialis no era lo bastante rico. ¡Qué injusto! ¿Por qué no podía hacer nunca lo que quería?

—¿Y bien?

—¿Es verdad que padre debe a Phanes cuarenta mil dracmas?

—Baja la voz, niña.

Atia estaba de lo más turbada y Aurelia ganó en osadía.

—Bueno, ¿debe ese dinero?

—Sí.

—¿Por qué?

—La cosecha ha sido mala varias veces en los últimos años, ya lo sabes. El dinero de la venta del grano nos proporciona la mayoría de los ingresos. Si tu padre no le hubiera pedido dinero prestado a Phanes y… —Atia vaciló una fracción de segundo antes de continuar—… a Phanes y…

—¿Debe dinero a más de un prestamista? —interrumpió Aurelia.

La vergüenza se reflejó en el rostro de Atia.

—No es asunto tuyo.

—Sí que lo es si perdemos la finca. Nuestra casa. Eso es lo que pasará si no cumples las exigencias de Phanes y de los demás, ¿no?

—Que los dioses me concedan paciencia. ¿De dónde has sacado esta actitud? Si no estuviéramos en público, te daría una buena azotaina. —Se miraron enfurecidas la una a la otra—. Tenemos problemas económicos, sí. Pero no es nada que tu padre y yo no podamos solventar.

El tono de Atia sirvió de indicio a Aurelia.

—De eso se trata —murmuró conmocionada y enojada—. Por eso tenéis tantas ganas de encontrarme un marido, ¿no? Si me caso con un hombre de una familia rica y poderosa, entonces los prestamistas os dejarán tranquilos a ti y a papá. Melito no es más que el último candidato. —Sorprendentemente, Atia no fue capaz de mirarla a los ojos. La ira de Aurelia se transformó en coraje—. ¿Eso es todo lo que soy para vosotros? ¿Una pertenencia que vender al mejor postor?

Atia le dio un bofetón.

—¿Cómo te atreves a hablarme de ese modo?

—¡Te odio! —Aurelia se giró y salió corriendo por donde habían venido.

Su madre la siguió gritando, pero ella no le hizo ningún caso.