Capítulo 4

Victumulae, Galia Cisalpina

La admiración que Hanno sentía por Bogu había aumentado de forma considerable. El lancero había sido más duro de lo que jamás habría imaginado. Había aguantado el castigo del oficial y solo había respondido a las preguntas cuando no podía soportar más el dolor. Aun así, Bogu se las había apañado para no dar más que retazos de información, lo cual implicaba que el oficial había tenido que seguir pinchándole para sacarle más con gran afán y había empleado unos alicates afilados para arrancarle las uñas. Ahora el lancero tenía la letra F marcada en la frente, que supuraba un fluido rojizo. Tenía quemaduras por todo el cuerpo. Le habían presionado unos atizadores al rojo vivo contra las dos heridas. Al cabo de unas horas, su gran fortaleza había flaqueado. Debilitado por la pérdida de sangre y la agonía sin tregua que le provocaban las heridas, había perdido el conocimiento. Con dos cubos de agua lo despertaron un poco, pero no lo suficiente para proseguir con el interrogatorio. Ahora Bogu colgaba de la cuerda como una marioneta desechada, con la cabeza caída sobre el pecho. Si sobrevivía hasta el día siguiente sería un milagro, pensó Hanno con amargura. Fuera cuando fuese. En aquella celda sin ventanas el tiempo no significaba nada.

No obstante, antes de que Bogu muriera, Hanno recibiría el mismo trato. Los hierros estaban preparados; los legionarios observaban; el esclavo a la espera para hacer de intérprete. El oficial se había marchado y había prometido volver. La suerte de Hanno estaba echada. El miedo le corroía por dentro. El dolor punzante que sentía en el vientre hizo que dejara de pensar en el dolor palpitante que sentía en las articulaciones de los hombros, al menos durante unos instantes. Ya no sentía las manos a continuación de las muñecas. Tampoco es que importara. Pronto estaría muerto y sus últimas horas de vida resultarían espantosas. Vergonzosas también porque temía que su capacidad para soportar el dolor fuera ínfima comparada con la de Bogu. ¿Por qué no había muerto en la batalla, luchando para Aníbal? Esa muerte sí la habría soportado.

Pasos en el exterior. Un fuerte crujido cuando la puerta se abrió hacia dentro y apareció el oficial sonriente.

Hanno tenía la espalda empapada de sudor.

—Ya estoy mejor. —El romano se dio una palmada en el estómago—. Tenía un hambre canina. Ahora ya estoy listo para volver al trabajo.

«¿Trabajo? Eres un puto monstruo», pensó Hanno.

Los triarii intercambiaron una mirada de envidia. En ningún momento se había hablado de darles de comer.

—Las raciones son escasas pero por un precio justo todavía queda carne y queso. —Lanzó una mirada lasciva a Hanno—. ¿Te apetece?

—No tengo hambre.

Una risita canalla; un gesto hacia Bogu.

—No me extraña. Este le quita el hambre a cualquiera. Supongo que tienes sed, ¿no? —Hanno tenía la boca tan seca como el lecho de un río en pleno verano, pero no dijo ni palabra. El oficial cogió una jarra de barro rojo de la mesa y la acercó a los labios de Hanno—. Bebe.

«Es orina», pensó Hanno, y mantuvo la boca bien cerrada.

El oficial inclinó la jarra. Salió un poco de líquido. Para sorpresa de Hanno, no olía mal. La sed pudo más que él. Lo probó y se quedó asombrado. El líquido estaba rancio y caliente pero era agua. Abrió la boca y permitió que el oficial le vertiera más en la garganta. Como no podía tragar tan rápido, parte del agua fue a pararle a la tráquea. Apartó la cabeza con una sacudida y tosió. El movimiento hizo que le irradiara más dolor de los hombros.

El oficial se echó a reír.

—¿Has tenido bastante?

Se la ofrecía para poder soportar más torturas, pero Hanno tenía tanta sed que no le importaba.

—Más. —Consiguió echar tres tragos antes de que el oficial retirara la jarra.

—Vale. Volvamos a lo nuestro. —El oficial utilizó un trapo para protegerse la mano del calor y recorrió con los dedos los hierros que sobresalían del brasero—. ¿Por cuál empezamos? —Sacó la barra de metal con la letra F en el extremo y los triarii se rieron burlonamente. Hanno tuvo la sensación de que iba a perder el control de los esfínteres. «Eso no, por favor»—. Es demasiado pronto para este. —Eligió otro, un simple atizador. El extremo estaba candente al salir del fuego. El oficial lo observó con expresión desconcertada.

«Eshmún —rezó Hanno—. Otórgame parte de tu fuerza pues soy débil».

Se puso tenso cuando el oficial se le acercó. Bogu había revelado una cantidad sustancial de información sobre el ejército de Aníbal. ¿Qué más querría saber el romano?

Sin mediar palabra, el oficial alzó el brazo y le presionó el atizador contra la axila izquierda.

Hanno se quedó conmocionado al ver que ni siquiera le había hecho una pregunta, pero la agonía ardiente del metal candente era mucho peor. Un bramido arrancó de entre sus labios y fue incapaz de evitar dar una sacudida hacia atrás para intentar evitar a su torturador. Pero el movimiento estuvo a punto de dislocarle los hombros. Se hundió otra vez hacia abajo, justo encima del atizador.

—¡AAAAHHHH! —gritó Hanno, empujando hacia atrás con los dedos de los pies.

El oficial movió la cabeza ligeramente con una mueca desdeñosa y volvió a presionar el atizador contra la piel de Hanno. En esta ocasión no consiguió separarse. Se oyó un chisporroteo y las fosas nasales se le llenaron del olor a carne chamuscada. Volvió a chillar. Para vergüenza propia, no consiguió evitar que se le vaciara la vejiga. La orina cálida le empapó la ropa y le corrió por las piernas.

—¡Mirad! ¡El gugga se ha meado encima! —se mofó el oficial. Retrocedió para observar su obra.

Hanno hizo acopio de fuerzas y del poco orgullo que le quedaba.

—Acércate. Intentaba mearme encima de ti —masculló.

—Guarro. Todavía te quedan ánimos, ¿eh?

Hanno lo miró enfurecido.

—¿Eres el comandante de este gusano?

—Sí.

—Eres joven para dirigir una falange. Aníbal debe de tener poco donde elegir si escoge a un niño para liderar a algunos de sus mejores hombres.

—Se produjeron muchas bajas al cruzar los Alpes. —Hanno no dijo nada acerca de que su padre gozaba de la confianza de Aníbal.

Un bufido de desdén.

—Algún oficial de bajo rango debió de sobrevivir, o veteranos que hayan demostrado su valía. —Hanno no respondió. El oficial adoptó una expresión suspicaz—. En el ejército romano lo que cuentan son los contactos. Dudo de que funcione distinto entre los guggas. ¿Quién es tu padre? ¿O tu hermano?

Hanno no respondió, por lo que le acercó el atizador a la cara. Tenía cada vez más miedo. «¿Qué más da un nombre?», pensó.

—Mi padre se llama Malchus.

—¿Qué rango tiene?

—No es más que comandante de una falange, como yo.

—Me estás mintiendo, ¡se te nota!

—No miento.

—Ya lo veremos más adelante —replicó el oficial, lanzando una mirada a Bogu—. ¿Tu hombre ha dicho la verdad sobre la envergadura del ejército de Aníbal? ¿Treinta y pico mil soldados?

Decir la verdad no revelaría nada que un buen explorador no pudiera averiguar.

—Es más o menos eso, pero va aumentando. Cada día se alistan más galos y ligures.

—¡Bazofia tribal! La mayoría de ellos entregarían a su madre si con ello consiguieran algún beneficio. —El oficial recorría la estancia arriba y abajo, cavilando—. Aníbal quiere nuestro grano, ¿no es eso?

—Sí.

—¿Y si se lo damos?

Hanno dudó de que el oficial tuviera autoridad suficiente para abrir las compuertas. Hacía la pregunta porque tenía miedo. Aquello lo dejaba muy poco satisfecho. Hanno no tenía ni idea de cuántos ciudadanos había entre los habitantes de Victumulae. La mayoría, suponía. Los no ciudadanos no tenían necesidad de vivir protegidos por unas murallas elevadas. ¿Sabían lo que les esperaba cuando la población cayera? Aníbal había empezado a utilizar una nueva táctica muy inteligente que aprovechaba el hecho de que no toda la Galia Cisalpina estaba bajo control de la República. Todos los no romanos que se rindieran a su ejército seguían con vida. Les decían que Cartago no tenía nada contra ellos y se les dejaba marchar. Por el contrario, los romanos que eran capturados eran ejecutados o esclavizados. Esa táctica tenía por objetivo fomentar el malestar entre los aliados de Roma. La estrategia se encontraba en las primeras etapas pero Aníbal confiaba mucho en su éxito.

Hanno decidió que el oficial sabría, o por lo menos sospecharía, lo que podría pasar cuando el ejército de Aníbal irrumpiera en la localidad. El mero hecho de saberlo le garantizaba una muerte agónica. Ya puestos, mejor que infundiera el temor al Hades a ese hijo de puta.

—La mayoría de los ciudadanos de aquí pasarán a ser esclavos, otros serán ejecutados. Sus propiedades se confiscarán o destruirán.

A su torturador se le pusieron los labios blancos; los triarii que estaban detrás de él emitieron un gruñido iracundo.

—¿Y los no ciudadanos? —preguntó el oficial.

—No se les hará nada. Cartago no les desea ningún mal. —La idea de Aníbal era tremendamente inteligente, pensó Hanno.

—¿Estáis oyendo a este hijo de perra? —exclamó el oficial—. Menuda jeta, ¿eh?

—Déjame una tanda con él, señor —rogó el soldado bizco.

—¡Y a mí! —añadió su compañero.

El oficial observó el rostro de Hanno. Aunque su temor iba alcanzando nuevas cotas, Hanno consiguió mirarlo enfurecido. Pasó un buen rato pero ninguno quería ser el primero en bajar la mirada.

—Se me ocurre un modo mejor de hacer sufrir a este cerdo —declaró el oficial—. Lo que le enfureció más es que le llamara esclavo.

Hanno se retorció de terror cuando el romano extrajo del fuego el hierro con la «F» en el extremo. «¡Eso no, por favor, Eshmún, por favor! ¡Baal Hammón, sálvame! ¡Melcart, haz algo!».

Sus súplicas cayeron en saco roto.

—Esto es lo que hiere tu orgullo gugga, ¿verdad? —El oficial blandía el hierro a medida que se acercaba—. ¡El hecho que te marque como esclavo para el resto de tu miserable vida!

Lo que Hanno más deseaba en esos momentos era empuñar una espada para atravesar con ella a su torturador. Pero la realidad no podía ser más distinta. Apretó los dientes y se preparó para el dolor más intenso posible.

El oficial lanzó una mirada a los triarii.

—Por supuesto, dentro de unas horas estará a medio camino del Hades, pero ¿qué más da?

Las risotadas de los soldados resonaron en los oídos de Hanno mientras la F se le acercaba a la cara.

El miedo se apoderó de él.

—No lo hagas. Te perdoné la vida.

—¿De qué estás hablando? ¿Te has vuelto loco? —exclamó el oficial. Se contuvo.

—Hace aproximadamente una semana, tú y tus hombres fuisteis víctimas de una emboscada en el campamento. La lucha fue encarnizada y muchos de tus hombres fueron asesinados. Te estabas retirando cuando te alcancé. Te dejé marchar cuando podría haberte matado. —Mientras el oficial se quedaba boquiabierto, Hanno rezó para que no supiera el verdadero motivo por el que todavía vivía. Lo único que había intentado hacer era salvarle la vida a Mutt.

Sus plegarias parecieron recibir respuesta cuando el oficial sonrió.

—¡Por Júpiter, estabas allí! ¿Cómo si no ibas a saber esos detalles?

—Solo pido un final rápido, eso es todo —se aprestó a decir Hanno.

Se hizo el silencio.

«Que me mate y ya está, por favor».

—Tenías que haberme matado. Es lo que yo te habría hecho —dijo el oficial con una sonrisa cruel—. No cambia nada. Por el hecho de invadir nuestra tierra, vosotros los guggas os merecéis todo lo que os pasa. Sujetadlo —ordenó—. Corcoveará como una mula.

Hanno se tragó la decepción y el terror y se lo jugó todo a una idea descabellada.

—No hace falta —dijo—. Puedo soportar el dolor.

El oficial arqueó las cejas.

—El gugga se reconcilia con su suerte.

El torturador se afanó en apuntar con el hierro justo en el centro de la frente de Hanno. El calor que irradiaba de él era insoportable, pero Hanno aguardó hasta el último momento antes de echar la cabeza hacia atrás y hacia la izquierda. El oficial soltó un juramento pero no pudo evitar plantar la F en el lado derecho del cuello de Hanno, justo debajo del ángulo que formaba la mandíbula.

A Hanno se le nubló la vista con unas estrellas de agonía de un blanco candente que lo abrasaron desde el cuello hasta el pecho. Le llegaron hasta el mismísimo cerebro. Aulló con todas sus fuerzas. Soltó una maldición. La vejiga se le volvió a vaciar. Mientras las piernas cedían bajo su peso, los hombros se llevaron todo el peso del cuerpo. Sin embargo, ese dolor no era nada comparado con el daño espantoso en el lugar en que el hierro le había presionado la piel. El olor a carne chamuscada le llenó las fosas nasales, se le quedó obstruido en la garganta. Le entraron arcadas y notó la bilis en la boca. Y entonces se sintió caer, caer en un pozo sin fondo. En la boca del pozo apenas era capaz de distinguir la cara del oficial, retorcida de furia. El romano gritaba algo, pero Hanno no distinguía las palabras. Quería replicar, decir «no soy un esclavo», pero la garganta no le respondía. Una puerta se cerró de golpe y se oyeron otras voces. También le resultaron ininteligibles.

Hanno, cada vez más confundido, quedó sumido en la oscuridad.

A Bostar le consumió la ira al contemplar Victumulae, que yacía a quinientos metros de distancia. Estaba totalmente rodeada de las figuras diminutas de miles de hombres. El ambiente estaba dominado por las pisadas en el terreno duro y por las órdenes que se vociferaban mientras las unidades preparadas para el ataque se colocaban en la posición adecuada. Se oía el tañido regular de las ballistae ligeras cuando las disparaban hacia las murallas. Las piedras aterrizaban emitiendo golpes secos, a menudo seguidos de gritos. Varios grupos de honderos baleáricos ataviados con túnicas ligeras giraban vertiginosamente ante los muros y sus lanzamientos se añadían a la lluvia de proyectiles. Los galos avanzaban en grandes formaciones, cantando canciones de guerra y soplando los carnyxes en un crescendo de sonido que resultaba ensordecedor. Rodeado de sus oficiales de alto rango y un grupo de scutarii, su mejor infantería íbera, Aníbal observaba la operación desde el lomo de su caballo, a unos doscientos pasos de distancia. Los elefantes restantes estaban cerca con el único propósito de intimidar a los defensores.

Tras el discurso entusiasta que Aníbal acababa de pronunciar, Bostar anhelaba estar con los galos que avanzaban con escaleras hacia la base de las murallas o con quienes ya estaban aporreando la puerta principal con un ariete hecho con el tronco de un roble gigantesco. Aníbal había alabado a todos los hombres de su ejército. Les había dicho que estaba orgulloso de cómo habían superado todos los obstáculos con los que se habían encontrado en el camino. Estaba impresionado por su disciplina, su valentía y su entereza. Había dicho que su lealtad hacia él solo podía recompensarse de un modo: con una profunda lealtad por su parte.

—Haré lo que sea por vosotros, mis hombres —había declarado Aníbal—. Soportaré las mismas privaciones. Dormiré en el mismo terreno duro. Lucharé contra los mismos enemigos. Derramaré mi sangre. Y, si hace falta, ¡daré mi vida por vosotros!

Estas últimas palabras habían levantado la pasión de Bostar y, a juzgar por el rugido atronador que se oyó a continuación, había surtido el mismo efecto en todos los soldados que las habían oído. Lo único que había querido hacer después de eso era atacar. Sin embargo, él y sus lanceros habían recibido la orden de permanecer quietos. Al igual que en el Trebia, Aníbal estaba reservando a sus veteranos. Habían tenido algo de acción el día anterior durante una riña encarnizada en la carretera, pero eso era todo. Bostar apretó el puño alrededor de la empuñadura de la espada. «Más vale que haya algún romano para matar cuando entremos en la población». Su deseo de derramar sangre no se debía únicamente al grito de guerra de Aníbal. La supuesta muerte por ahogamiento de Hanno ya le había resultado muy difícil de soportar. Bostar había pasado muchos meses de aflicción. ¿Por qué los dioses no se habían llevado a Sapho, su otro hermano, con quien mantenía una relación complicada? Reencontrarse con Hanno de repente le había parecido un regalo divino, pero volver a perderlo tan pronto era demasiado cruel. Tampoco es que pudiera echarle la culpa al segundo al mando de Hanno. Mutt también había pedido ser castigado pero, tal como Aníbal había dicho, estaba claro que, mal encaminado o no, Hanno se había buscado su propia perdición. ¿Por qué había sido tan impulsivo?, volvió a preguntarse Bostar.

—Daría lo que fuera por saber lo que estás pensando —dijo una voz seria y grave.

Bostar giró la cabeza. Delante de él tenía a un oficial bajito pero de aspecto distinguido con un casco de pilos y un penacho de crin escarlata. Se protegía el diafragma con una coraza decorada con incrustaciones de oro y plata; un pteryges a capas le protegía la entrepierna. Vestía una túnica de manga corta roja y un jubón acolchado bajo la armadura e iba armado con una espada que le colgaba en la vaina en bandolera. Los hombres de Bostar sonreían y saludaban por ambos lados.

—Padre —dijo, bajando la cabeza en señal de respeto.

—Estabas absorto en tus pensamientos mientras me acercaba —declaró Malchus—. Pensando en Hanno, supongo.

—Por supuesto.

—Yo también pienso mucho en él. —Malchus se rascó un rizo canoso que se le había salido de debajo de la gorra de fieltro—. A lo máximo que podemos aspirar es a que muriera como un valiente.

No era un gran consuelo, pensó Bostar entristecido, pero no lo dijo y se limitó a asentir.

—Estaría bien saber qué le pasó.

Una mueca.

—Teniendo en cuenta el estado de ánimo de los galos después del discurso de Aníbal, yo no contaría con encontrar a muchos romanos vivos después de la caída de la ciudad.

—En parte es uno de los motivos por el que quería participar en el asalto inicial —susurró Bostar.

Malchus suspiró.

—Ya sabes por qué Aníbal envió primero a los galos. No sería recomendable volver a desobedecer sus órdenes, independientemente de que sea por un buen motivo. Las necesidades del ejército están por encima de las nuestras.

Aunque fuera cierto, era difícil de aceptar. Bostar lo intentó. Ahora estaba convencido de que Hanno trató de conseguir información que pudiera serle útil a Aníbal. Si lo hubiera conseguido, habría sido el primer paso para volver a ganarse su confianza. Sin embargo, eso le había acabado causando la muerte. Ahora Bostar estaba a punto de perder la única posibilidad de averiguar lo que le había ocurrido a su hermano pequeño. Se tragó la ira. Aníbal era su líder. Sabía lo que correspondía hacer.

—Sí, padre.

—Los dioses dan y los dioses quitan. Pero por lo menos nos vengaremos. —Malchus hizo una mueca con los labios y alzó la voz—. Para que las poblaciones vecinas comprendan que es inútil resistirse, Aníbal ha ordenado que se haga caso omiso del intento que han hecho los romanos de rendirse esta mañana. Hay que matar a todos los ciudadanos que encontremos en el interior de las murallas.

Los lanceros de Bostar se pusieron a lanzar vítores.

A Bostar no le agradaban ese tipo de órdenes, a diferencia de Sapho, pero cuando pensaba en el sufrimiento que habría tenido que aguantar Hanno le hervía la sangre. Se giró para contemplar a sus hombres.

—Más vale que los galos nos dejen a alguno vivo, ¿eh?

—¡Sí! —bramaron entusiasmados—. ¡Matar! ¡Matar! ¡Matar!

La falange que estaba a la derecha, a poca distancia, adoptó el cántico. Bostar alzó una mano hacia la figura que estaba en cabeza. Mutt le devolvió el gesto. Sustituía a Hanno como comandante temporal de esa unidad.

—Esa gente luchará para ocupar un buen sitio en las escaleras —dijo Malchus—. Los romanos tienen que llevarse un buen rapapolvo para que tengamos posibilidades de salir airosos de esta misión. No les venceremos tratando a sus pueblos y a los prisioneros que hagamos con benevolencia. —A Malchus no le proporcionaba ninguna alegría matar civiles. Ni tampoco a Bostar, pero había que hacerlo. ¿Cómo era posible que a Sapho le gustara?, se preguntó—. Por eso Aníbal envía a un hombre como Sapho en la primera ronda —declaró Malchus, como si le hubiera leído el pensamiento. Bostar no dijo nada. Malchus le dedicó una mirada severa—. Vaya con vosotros dos, ¿eh? Siempre peleándoos. Aníbal sabe que tienes otras habilidades. Pero tampoco habrá olvidado que le salvaste la vida en Saguntum. En el futuro volverá a recurrir a ti. Lo cual no implica que no necesite también a Sapho.

—Lo entiendo. —En su fuero interno Bostar deseaba que las cosas fueran de otro modo. Que hubiera sido Sapho a quien capturaban y mataban, no Hanno. Lo había pensado en otros momentos, pero nunca con tanta fuerza y tan poco sentimiento de culpa.

—Quizá lo podáis ver como una forma de pasar a otra etapa. De estar más unidos.

Su padre no tenía ni idea de la profunda amargura que existía entre él y Sapho, pensó Bostar. La desavenencia se había prolongado desde que dejaran el campamento base de Aníbal en el sur de Iberia hacía ya más de un año y medio. La situación se había relajado relativamente durante la euforia posterior a la victoria en el Trebia, pero había durado poco. Sapho no se detendría ante nada para convertirse en uno de los oficiales preferidos de Aníbal. Su ansia de sangre romana parecía insaciable. Pero a Bostar le remordía la conciencia. Sapho seguía siendo su hermano. Su único hermano vivo, que le había salvado la vida en los Alpes, a pesar de no querer hacerlo realmente. Bostar había jurado que saldaría esa deuda. Hasta que no lo hiciera, tendría que fingir por el bien de su padre. Tal vez su relación mejorara gracias a ello. Esbozó una sonrisa cansina.

—Hablaré con él, padre, te lo prometo.

—A Hanno le parecería bien.

—También le agradaría saber que lo enviamos al otro mundo haciendo el debido sacrificio —dijo Bostar, al tiempo que lanzaba una mirada despiadada a Victumulae.

—Creo que eso se lo podemos garantizar —masculló Malchus.

Hanno, que estaba tendido en el suelo, se levantó aullando. El dolor era incluso peor que antes. Sentía un repiqueteo constante en el cuello que hacía desaparecer todos los demás dolores. Consumía a Hanno cual llamas la yesca seca. Lo único que quería es que acabara.

—Socorro —musitó—. Socorro. —Le respondió una voz suave que Hanno no identificó. Abrió los ojos asombrado. En vez del oficial romano vio a una figura de piel oscura agachada a su lado, un hombre que apenas reconocía. Se lamió los labios secos—. ¿Qui-quién eres?

—Me llamo Bomilcar.

—¿Bomilcar? —Hanno estaba confundido y la oscuridad volvió a apoderarse de él.

Cuando se despertó notó algo frío que le corría por la boca. Agua. Abrió los ojos de repente. Bomilcar estaba inclinado por encima de él sosteniéndole un vaso junto a los labios. Hanno tenía una sed fuera de lo común pero le aterraba pensar en la agonía que le provocaría tragar.

—Tienes que beber —le instó Bomilcar.

Hanno había visto caer a hombres por culpa de la deshidratación durante los veranos en Cartago. Desde que lo habían capturado, lo único que había bebido eran unos pocos tragos que le había dado el oficial. Se obligó a dar un sorbito. El dolor que notaba en la garganta era muy intenso, pero el placer que sintió cuando le llegó al estómago mereció la pena. Siguió tragando hasta no poder más. El esfuerzo lo dejó muy agotado. Hanno se tumbó en la fría piedra, preguntándose dónde estaban el oficial y sus dos hombres aunque el cansancio hiciera que poco le importara. Los párpados se le abrían y cerraban.

—¡Despierta! No puedes dormir. Ahora no.

Hanno notó que una mano le sujetaba el brazo. El movimiento le provocó una nueva oleada de dolor en el cuello.

—¡Por todos los dioses, cómo duele! Déjame en paz —gruñó.

—Si quieres vivir tienes que levantarte.

El tono apremiante de Bomilcar le hizo comprender la situación. Hanno lo miró con recelo.

—Tienes un nombre cartaginés.

—Cierto. Me llamaron para traducir lo que decía tu compañero, ¿recuerdas?

Poco a poco Hanno fue recordando.

—¿Eres el esclavo?

Una punzada de emoción.

—Sí.

Hanno adoptó una actitud recelosa.

—¿Te han mandado para ver qué puedes sonsacarme?

Sonidos desde el otro lado de la celda. Un hombre que grita.

Bomilcar lanzó una mirada rápida a la puerta. Al cabo de unos instantes, el sonido se apagó y se relajó un poco.

—No, he venido a sacarte de aquí.

—No… no entiendo.

—¿Puedes incorporarte? —Bomilcar le tendió ambas manos.

Hanno se esforzaba por comprender y dejó que el hombre le ayudara a sentarse. Lo primero que vio fue a Bogu, colgando inerte de las ataduras. No había duda de que estaba muerto. «Que descanses en paz —pensó Hanno con apatía—. Nos veremos en la otra vida».

Parpadeó ante el brasero, que se había enfriado. Debían de haber pasado horas.

—¿Dónde están los romanos?

—Se han ido a defender la ciudad.

Hanno se quedó conmocionado antes de sentir una punzada de esperanza.

—¿Ha llegado el ejército de Aníbal?

—Sí. Los romanos marcharon a recibirlo pero él los condujo por la carretera. Han muerto cientos de legionarios, muchos de ellos muy cerca de la ciudad. Mientras hablamos, las tropas de Aníbal atacan por todos los flancos. La guarnición ha sido superada en número con creces. Nuestros hombres pronto empezarán a subir por las murallas.

«Nuestros hombres». A Hanno le daba vueltas la cabeza. No tenía la menor duda de que Bostar y Sapho, sus hermanos, irían en vanguardia del ataque.

—¿Cuánto tiempo llevo aquí?

—Un día y dos noches. Tenemos que movernos. Pera juró regresar y matarte en cuanto se acercara el final.

—¿Pera?

—El oficial que te torturó.

—¿De verdad que estás aquí para liberarme? —susurró Hanno.

—Por supuesto, eres cartaginés, como yo. Pero si no nos movemos rápido, no podrá ser.

Hanno se alegró sobremanera.

—Gracias.

—De nada. —Bomilcar le tendió la mano—. ¿Puedes levantarte?

Hanno estaba mareado del dolor pero seguía teniendo muchas ganas de vivir. Le tomó de la mano y dejó que le levantara. Fue entonces cuando reparó en el gladius que Bomilcar llevaba en el otro puño.

—¿De dónde has sacado eso?

Le hizo un guiño de complicidad.

—Se lo quité al guarda de fuera, después de partirle un ánfora en la cabeza y cortarle el cuello con su propio puñal. —Le tendió la espada—. A mí me basta con el cuchillo. ¿Sabes usar esto?

Hanno la cogió de buena gana. Cerró la mano alrededor de la empuñadura. Calibró el peso de la hoja, que era mayor que la de él. ¡Por todos los dioses, qué placer volver a estar armado! Aunque tenía la impresión que en esos momentos no tendría nada que hacer contra un legionario. Hanno estaba a punto de devolvérsela cuando vio la admiración reflejada en los ojos de Bomilcar. Para él, la llegada de Aníbal a las puertas de su ciudad debía de parecerle una intervención de los dioses. Hanno reprimió sus reparos. A pesar de lo débil que estaba, tenía más posibilidades que Bomilcar de salir airoso en un enfrentamiento, pues lo más probable era que el esclavo estuviera blandiendo por primera vez un arma afilada.

—Ponme delante de un cabrón romano —masculló.

Bomilcar sonrió de oreja a oreja.

—Con la ayuda de Baal Hammón no será necesario.

—¿Qué plan tienes?

—Te he traído una capa como la mía. En cuanto la lleves, nadie se parará a mirarnos. —Bomilcar la colocó por encima de los hombros de Hanno, con cuidado de no tocarle la herida. Levantó la capucha para ocultar el cuello de Hanno—. Nos dirigiremos a la puerta principal. Ahí es donde se concentra el ataque de Aníbal. Están utilizando un ariete para las puertas y las catapultas han hecho estragos entre los defensores que están encima del muro.

—No podemos quedarnos en la calle esperando a que entren.

—No. Hay un establo que pertenece a una taberna cerca de la puerta. No está lejos. Podemos ocultarnos en el pajar adyacente. En cuanto nuestros hombres entren en la ciudad, saldremos y entonces puedes darte a conocer.

—Eso es muy fácil de decir pero no tanto de hacer —repuso Hanno al recordar las historias de Bostar sobre la locura que se había apoderado de los soldados de Aníbal durante la caída de Saguntum, en Iberia. No era descabellado pensar que podían matarlos en medio de la confusión. Vio que Bomilcar no acababa de entenderlo, pero le pareció que era preferible no dar más explicaciones—. Pero es nuestra mejor opción. Tú ve delante.

—Iré lo más lento posible. No te separes de mí. —Bomilcar caminó con paso suave hasta la puerta, que estaba entreabierta, y atisbó por el pasaje que se extendía más allá—. Despejado.

Hanno le siguió, no muy convencido de que las piernas fueran a responderle. Ya no notaba un dolor tan intenso en el cuello. ¿Acaso se debía al nivel de emoción y miedo? Hanno no lo sabía pero rezó para que sus recién recuperadas fuerzas aguantaran y que, llegado el caso, tuviera la energía suficiente para pelear.

El parpadeo de una lámpara de aceite situada en un hueco en el exterior de la celda proyectaba una luz tenue sobre una carnicería. Un legionario muerto yacía en un charco de sangre que iba en aumento. Hanno sintió una satisfacción sombría al ver el rictus de consternación que torcía el gesto del cadáver. Era el soldado bizco. Deseó que se le presentara la oportunidad de matar a Pera y al otro legionario. «No te precipites —le espetó su lado más prudente—. No podrías superar ni a un niño y mucho menos a un legionario sano». Ahora todo se reducía a sobrevivir. Se tragó el deseo de venganza y caminó arrastrando los pies alrededor del charco de sangre.

Por el pasillo frío y húmedo había otras puertas. Hanno se detuvo junto a una y aguzó el oído. Al cabo de un instante oyó un débil gemido. ¿Qué desgraciado estaría al otro lado?, se preguntó.

—No tenemos tiempo de ayudar a nadie más —siseó Bomilcar.

Hanno intentó no pensar en el destino que correría el prisionero anónimo e hizo lo que le ordenaba. Cada paso que daba resultaba agónico pero se obligó a seguir caminando. Sin embargo, le costaba caminar incluso tan lento como Bomilcar y Hanno tuvo que pedirle un descanso antes de llegar al final del pasaje. Tenía la impresión de que el gladius era de plomo, pero no lo soltaba por nada del mundo.

Al final Bomilcar giró a la izquierda. Indicó a Hanno que se quedara quieto y subió por una escalera de piedra. Volvió enseguida con semblante satisfecho.

—Está igual que cuando he venido. Solo hay un guarda. Al resto los han enviado a proteger las defensas.

—¿Por qué te dejó pasar?

—Le dije que Pera me había dado un mensaje para el guarda que estaba en tu puerta. —Otro guiño—. No sospechará nada hasta que le haga una sonrisa nueva con la daga.

—Yo también voy —insistió Hanno.

—No, tenemos más posibilidades si voy solo. Espera aquí hasta que te llame.

La herida de Hanno palpitaba con intensidad renovada. Lo único que fue capaz de hacer fue asentir.

Caminando con un sigilo felino, Bomilcar se esfumó por la escalera.

Hanno aguzó el oído al máximo intentando no notar lo acelerado que tenía el corazón. El murmullo de voces, ambas amistosas. Una risa por lo bajo. El sonido de las tachuelas de unas sandalias al moverse con rapidez. Una pregunta, seguida de un grito a modo de interrupción. El sonido de algo que caía al suelo con fuerza. Silencio.

¿Quién había muerto? Como no lo sabía a ciencia cierta, Hanno alzó el gladius y se preparó para morir luchando. Cuando vio aparecer a Bomilcar, exhaló un suspiro de alivio.

—Lo has conseguido.

—El imbécil ni se ha enterado de lo que pasaba. —Bomilcar habló con actitud pensativa—. Ojalá hubiera hecho esto hace mucho tiempo.

Hanno esbozó una sonrisa de aliento.

—Tendrás un montón de oportunidades de perfeccionar tus habilidades en el ejército de Aníbal. Un hombre como tú será muy bien recibido.

Bomilcar le dedicó una sonrisa de satisfacción.

—Mejor que nos movamos.

En lo alto de la escalera había una pequeña sala cuadrada para los guardas. Junto a una pared había unas literas vacías; unos troncos gruesos y pesados ardían con rescoldos en una chimenea. Las lámparas de aceite parpadeaban desde varios puntos de la estancia. A un lado del fuego había cazos de bronce y utensilios de cocina, junto con hogazas de pan y una pieza de carne asada. El hombre que debía vigilar las celdas estaba tumbado boca arriba junto al fuego con el taburete de tres patas entre las piernas. Le seguía brotando sangre de la herida profunda que tenía en un lado del cuello.

Rodearon el cadáver y se dirigieron a la única puerta. A Hanno se le revolvió el estómago cuando Bomilcar la abrió. A saber lo que habría al otro lado. El cartaginés notó su incertidumbre.

—Subiremos por otro tramo de escaleras y saldremos al patio del edificio de la guarnición. Está prácticamente desierto. Todos los hombres en condiciones de luchar están en las murallas.

—Seguro que habrá guardas en la puerta, ¿no?

—Solo uno.

—Tendremos que matarlo.

—Eso es demasiado arriesgado. Pasa mucha gente por la calle de abajo. Sin embargo, hay un almacén a un lado de la prisión. Si cogemos de ahí un ánfora de acetum cada uno, puedo decir que nos han ordenado llevarlas a los soldados de la primera línea.

—Tendré que quitarme la capucha. ¿Y si se me ve el cuello?

Bomilcar frunció el ceño concentrado.

—Creo que se sitúa a la derecha de la entrada. No lo verá.

Hanno asintió porque sabía que no tenían más opciones. «Que los dioses nos acompañen», rogó. Iban a necesitar el máximo de ayuda posible.

Después de estar encarcelado le pareció raro salir al exterior. El aire fresco hizo que le escociera la herida, pero no sirvió para mitigar el dolor. Hanno escudriñó el patio adoquinado, bordeado por barracones. No se veía ni un alma. El cielo ofrecía una mezcla espectacular de rojos intensos y rosas. Era temprano y por fin había vuelto el sol con la promesa de la sangre. Bomilcar lo condujo al almacén y cogieron un ánfora pequeña cada uno. Hanno se tambaleó al levantarla para colocársela sobre el hombro izquierdo, lo cual le hizo sentir punzadas de dolor por todo el cuerpo.

—Así no lo verá.

Bomilcar le dedicó una mirada alentadora.

—Buena idea. ¿Podrás llegar a la primera esquina? Ahí puedes descansar.

—Tendré que parar. —Hanno inmovilizó las rodillas para evitar que le flaquearan las piernas. El gladius, que se había colocado bajo la axila derecha, amenazaba con resbalársele a cada paso. Lo único que podía hacer era presionar todavía más el brazo contra su cuerpo y rezar.

—¿Adónde vais? —bramó una voz.

—Vamos a llevar un poco de acetum a los hombres de las murallas, señor —repuso Bomilcar.

—¿Quién lo ordena?

—Uno de los centuriones, señor. No sé cómo se llama.

Silencio durante unos instantes y luego:

—¡Largaos! Mis compañeros deben de tener la lengua fuera colgando de sed.

Bomilcar masculló un agradecimiento y se escurrió por la izquierda, seguido de Hanno, que solo se había fijado en la parte inferior de las piernas y en las caligae del centinela. Bomilcar caminaba tan rápido que apenas alcanzaba a seguirle. A pesar del sufrimiento, Hanno no osó aminorar la marcha. Notó que los ojos del soldado le atravesaban la espalda. Sentía un cosquilleo de pánico en el vientre pero lo mantuvo a raya.

—¡Eh!

Hanno estuvo a punto de soltar el ánfora.

—Sigue adelante, como si no hubieras oído nada —susurró Bomilcar sin girar la cabeza—. No puede abandonar su puesto.

—¡Tú! ¡Esclavo!

Siguieron caminando. Diez, veinte pasos. El centinela profirió un juramento pero no les siguió. Cuando Bomilcar giró a la derecha, en un camino más ancho, Hanno gritó aliviado. La herida y los músculos del cuello se quejaban a gritos. Notaba el fluido que le supuraba y le caía por la túnica. En cuanto dobló la esquina, dejó que el ánfora se le deslizara por el hombro.

Bomilcar agarró la base antes de que cayera al suelo.

—¡Ten cuidado! Si se rompe llamarás la atención. Igual que si alguien ve la dichosa espada. —El gladius había resbalado y lo empujó hacia arriba bajo la capa de Hanno.

—Lo siento. —Hanno se apoyó rendido contra la pared, indiferente a sus palabras. Necesitó toda su energía para no desplomarse al suelo.

Bomilcar echó un vistazo a la vuelta de la esquina.

—Estamos de suerte. El centinela no se ha movido.

—Pues mejor. Yo no puedo correr a ningún sitio. —A pesar del frío que hacía, Hanno tenía el rostro empapado de sudor.

—Así nunca llegarás a la taberna. Me desharé del ánfora. Ponte la capucha y espera aquí.

Hanno obedeció. Ni siquiera vio a Bomilcar cuando se marchaba. Con los ojos cerrados intentó controlar las oleadas de náuseas y el dolor punzante que atenazaba todo su ser. Apenas fue consciente del paso de unas voces desesperadas junto a él. Oyó que repetían el nombre «Aníbal» una y otra vez. «Así es, cabrones —pensó Hanno—. Asustaos porque ya llega».

—¿Preparado? —La voz de Bomilcar le sobresaltó.

—¿Qué has hecho con las ánforas?

—Las he dejado en un callejón. —A Bomilcar se le veía preocupado—. ¿Puedes continuar?

Hanno hizo acopio de las últimas fuerzas que le quedaban y se incorporó.

—No pienso quedarme aquí.

—Bien. —Bomilcar desplegó una amplia sonrisa—. La taberna está a unos doscientos cincuenta pasos. Iremos despacio. Finge que eres un esclavo. No mires a nadie.

Hanno siguió a su salvador apretando los dientes. El trayecto le pareció una eternidad. La mayoría del tráfico se alejaba de la puerta porque los hombres apartaban a sus esposas e hijos de la lucha. Los esclavos se tambaleaban detrás, cargados con objetos de valor o guiando a las mulas dobladas bajo el peso de la comida y las mantas. ¿Adónde iban?, se preguntó Hanno distraídamente. No había escapatoria. Había que rodear la ciudad. Unos cuantos soldados corrían en su misma dirección pero, como estaban enfrascados en una conversación sobre lo que acontecía, no les prestaron atención. Hanno se alegró. Se veía incapaz de luchar. El peso del ánfora le había distraído del cuello, pero ahora la herida le producía fuertes punzadas de dolor por todo el cuerpo. Incluso las sentía en los dedos de los pies. Veía las estrellas y se esforzó para no tener arcadas continuamente. Hanno estaba mareado y le costaba enfocar bien a Bomilcar. Con un esfuerzo supremo, mantuvo la mirada fija en la espalda del cartaginés. Contaba los pasos de diez en diez y se proponía objetivos modestos que alcanzar. Cada vez que lo conseguía, tenía la impresión de haber corrido un kilómetro y medio y, para cuando Bomilcar se paró, Hanno estaba a punto de desfallecer.

—Ya casi estamos. Cincuenta pasos más y lo habremos conseguido.

Hanno miró calle abajo. De un edificio situado a la izquierda sobresalía un cartel pintado que representaba a un hombre con un arco y flechas.

—¿El descanso del cazador?

—Ese es.

En esos momentos el jaleo de la lucha resultaba claramente audible. Hanno se animó al oírlo. El ariete que pretendía derribar la puerta debía de provocar el estruendo que se oía. El ruido de impactos más ligeros debían causarlo las piedras de las catapultas de Aníbal. Los hombres gritaban, chillaban y vociferaban. Lo mejor de todo es que oía el choque de las espadas. «¡Aníbal está aquí!».

—¿Lo estás oyendo?

Bomilcar frunció el ceño.

—¿Qué?

—El sonido del metal contra el metal. ¡Significa que los soldados cartagineses han llegado a las murallas! Tenemos que apresurarnos. Mejor no resultar visibles hasta que despejen las calles que hay junto a la puerta.

Bomilcar recorrió la calle con la mirada antes de tomar el brazo derecho de Hanno y colocárselo encima del hombro, al tiempo que lo sujetaba con la mano derecha.

—Lo conseguiré —se quejó Hanno, pero el cartaginés no le hizo caso.

—Casi no hay nadie. Estás débil y así iremos más rápido.

Agradecido por la ayuda, Hanno ya no volvió a protestar. Recordaba poco del resto del trayecto. Un par de soldados cojos camino del médico. La mirada de un niño curioso. La mirada sospechosa de un mozo de cuadra. El cambio de su expresión en una sonrisa afable cuando Bomilcar le pasó un par de monedas. Un granero lleno de paja. El relincho de un caballo cercano. Y luego nada.

Los hombres de la falange de Sapho vitorearon cuando la puerta principal se agrietó y se desplomó hacia dentro con la madera hecha añicos. Se levantaron nubes de polvo. Desde el interior de las murallas se oían gritos de consternación. Los galos de la entrada soltaron el ariete y entraron en tropel por el boquete, gritando como posesos. Cientos de sus compañeros, preparados para ese momento, les pisaban los talones. Los guerreros armados hasta los dientes, con el pecho descubierto o vestidos con una túnica o cota de malla, entraron por el boquete a toda velocidad y atacaron con una fuerza inusitada a los romanos que les esperaban. Sapho y sus hombres rugieron de placer. Los galos despedazarían a los asustados legionarios, con lo cual les despejarían el camino para que avanzaran.

Sapho tenía el pecho henchido de orgullo. Se parecía a su padre: era un hombre bajo y robusto de pelo negro y nariz ancha. Estaba ahí porque Aníbal no había dejado de confiar en él. Su unidad sería la primera de las fuerzas regulares cartaginesas en entrar en Victumulae. El peligro quizá no fuera extremo pero habría infinidad de posibilidades de matar romanos. Las órdenes de Aníbal los privaban del derecho a vivir. Cuantos más murieran, mejor. Su general había dado esa orden y él la cumpliría a rajatabla. Al igual que sus hermanos, Sapho había crecido escuchando las historias de los agravios que Roma había infligido a Cartago. Esta guerra, esta batalla, ofrecía la posibilidad de vengarse. Con un poco de suerte, podría hacerse con los graneros, lo cual haría que Aníbal le tuviera en más alta estima. Sapho no esperaba encontrar a Hanno, aunque no estaba del todo descartado. Habría que registrar el edificio de la guarnición. A su padre le agradaría encontrar al menos el cadáver. A pesar de lo celoso que Sapho estaba de Hanno, pues siempre había parecido el favorito de Malchus, su hermano pequeño se merecía un entierro digno.

Lanzó una mirada rencorosa en dirección a la falange de Bostar. Por fin recibía un mayor reconocimiento que su hermano pequeño. Era una lástima que no estuviera por ahí. A Sapho le habría encantado ver la expresión desdichada de Bostar antes de entrar en la ciudad. De repente Sapho fue consciente del ansia de sus hombres, que le seguían. La tropa se balanceaba adelante y atrás dando varios pasos. Un nutrido grupo de soldados de infantería ibéricos que estaban en la retaguardia le gritaban que avanzara. Había llegado el momento de moverse. Aníbal les observaba.

—En formación cerrada, seis hombres de lado a lado. Los que van delante y a los lados, alzad los escudos. Preparaos para los proyectiles y tened las lanzas listas.

Sapho se colocó en el centro de la primera fila y condujo a los lanceros hacia delante a paso lento. Escudriñó las murallas con cuidado para ver si veía algún indicio de ataque. Le satisfizo ver que los defensores estaban concentrados en intentar repeler a los galos que ascendían por más de media docena de escaleras. Sapho se mantuvo en guardia hasta que llegaron al muro, aunque ni siquiera entonces se relajó. Un legionario solo con una jabalina podía resultar peligroso.

Pasaron bajo un pasadizo en forma de arco pisando los tablones agrietados de la puerta. Unos pasos más allá empezó la carnicería. La calle estaba cubierta de cadáveres, romanos casi todos. Muchos de ellos lucían heridas abiertas de arma blanca en el cuello, el pecho o las extremidades. Habían decapitado a más de uno. Toda la zona estaba manchada de un sorprendente color rojo. Había equipamiento desechado por todas partes, dejado atrás por los hombres que habían echado a correr. Sapho sintió un respeto renovado por los galos. Aquello demostraba la eficacia de su ataque contra un enemigo desorganizado.

—Esperemos que hayan dejado algo para nosotros, ¿eh? —gritó.

Sus hombres le transmitieron su ansia de sangre con un bramido.

Bajaron por la calle principal mientras los íberos se dispersaban por todas y cada una de las callejuelas. Sapho no tenía ni idea de que Hanno, que seguía con vida, estuviera tan cerca. O que su destino colgara de un hilo sumamente fino.

A Hanno lo despertaron unos gritos. Insultos. Gemidos de dolor. Cuando abrió los ojos, el profundo dolor que le provocaba la herida del cuello reapareció con intensidad renovada. Sin embargo, lo que vio le hizo olvidar su malestar. A Bomilcar lo habían colgado del cuello en una viga del techo con una cuerda. Estaba amordazado con un trozo de tela alrededor de la cabeza. Un trío de soldados de infantería íberos se turnaban en círculos para darle patadas. Bomilcar luchaba para no caerse a cada golpe, pues de lo contrario moriría ahorcado. Los íberos se iban pasando un ánfora rajada y, cuando vio lo sonrojadas que tenían las mejillas, Hanno se percató de que se habían bebido casi todo el líquido que contenía. Probablemente ese fuera el motivo por el que Bomilcar seguía con vida. Sin embargo, era difícil saber lo que iba a sobrevivir. Uno de los hombres había desenvainado la falcata y la estaba afilando con una piedra.

«¿Por qué no me han hecho lo mismo a mí?». Hanno movió una mano y agitó un montón de paja. Entonces cayó en la cuenta. La cabeza era lo único que resultaba visible de su persona. Bomilcar le había esparcido paja por encima como si fuera una manta y los íberos no le habían visto. Hanno volvió a tumbarse con el corazón acelerado. Si no se movía, lo más probable era que nunca descubrieran su escondrijo, situado quince pasos hacia el interior del pajar. A la mañana siguiente podría salir tranquilamente a la calle sin correr peligro. Se reuniría con su familia.

El placer que le provocó esa idea quedó empañado por un fuerte sentimiento de culpa. Para ello tendría que presenciar la muerte de Bomilcar, torturado hasta morir como le habría hecho Pera a él. Era tan incapaz de hacer eso como lo había sido de matar a Quintus tras la emboscada. Tenía que actuar rápidamente. ¿Cuál era su mejor táctica? El objeto rígido que notaba al lado debía de ser el gladius, pero si se levantaba empuñándolo tenía la muerte asegurada. Mejor ir desarmado, así no se le vería tan amenazante. Le embargó un miedo renovado. ¿Qué ocurriría si los íberos no sabían suficiente cartaginés para entenderlo? Muchos de los soldados de menor rango del ejército de Aníbal tenían conocimientos nulos o escasos del idioma del General. No era imprescindible porque los oficiales sí lo hablaban.

El hombre con la falcata comprobó el filo del arma con el pulgar e hizo una mueca de aprobación. Dirigió la mirada a Bomilcar.

Tendría que arriesgarse, decidió Hanno, de lo contrario sería demasiado tarde. Apartó la paja del cuerpo y se incorporó con cuidado de no tocar el gladius.

Nadie lo vio, así que se levantó y tosió.

Tres rostros asombrados se giraron rápidamente para mirarlo. Se produjo una pequeña pausa antes de que los íberos desenvainaran las armas y se abalanzaran sobre él.

—¡ANÍBAL! —gritó Hanno a todo pulmón. Entonces se pararon de repente—. Aníbal también es mi líder —anunció en cartaginés—. ¿Me entendéis?

Dos de los hombres le dedicaron una mirada inexpresiva pero el tercero frunció el ceño. Le espetó una pregunta en íbero.

Hanno no entendió nada. Repetía el nombre de Aníbal una y otra vez, pero eso no pareció impresionar a los íberos. Alzaron las espadas y se acercaron a él con paso tranquilo, lo cual le recordó lo mortíferos que resultaban en el campo de batalla. No había funcionado. «Soy hombre muerto», pensó cansinamente.

Fue entonces cuando uno de ellos le señaló e hizo otra pregunta.

Hanno bajó la mirada confundido. Observó las túnicas con ribetes púrpura que llevaban y la suya con el ribete rojo. Entonces se dio cuenta y tiró de la tela como un poseso.

—¡Sí! ¡Soy comandante de una falange! ¡De lanceros libios! ¡Libios!

—¿Fa-lan-ge? —preguntó uno de los íberos antes de añadir en cartaginés con un marcado acento extranjero—: ¿Eres de Cartago?

—¡Sí! ¡Sí! —exclamó Hanno—. ¡Soy de Cartago! El otro hombre también es cartaginés.

La tensión se desvaneció igual que el viento se lleva el hedor de un animal muerto. De repente los íberos eran todo sonrisas.

—¡Cartagineses! —bramaron—. ¡Aníbal!

Le quitaron la mordaza a Bomilcar y se deshicieron en disculpas; les dieron vino a los dos. Al ver la herida de Hanno soltaron silbidos de consternación. Un íbero sacó un trozo de tela limpio e insistió en envolverle el cuello con él.

—Médico —repetía—. Necesitas… médico.

—Ya lo sé —reconoció Hanno—. Pero antes tengo que encontrar a mi padre o a mis hermanos.

El íbero no entendía, pero percibió el apremio en la voz de Hanno.

—Espera —ordenó.

Hanno estaba encantado de obedecer. Se sentó al lado de Bomilcar y, cuando el primer trago de vino le calentó las venas, se sintió un poco más persona.

—Lo hemos conseguido —dijo—. Gracias a ti.

Bomilcar desplegó una amplia sonrisa.

—No me lo puedo creer. Soy libre por primera vez en cinco años.

—Serás recompensado por lo que has hecho —prometió Hanno—. Y siempre estaré en deuda contigo.

Se estrecharon la mano para sellar su vínculo de amistad.

El íbero regresó enseguida con uno de los oficiales, que hablaba cartaginés mejor. Al oír la historia de Hanno, dispuso que trajeran una camilla y que un mensajero buscara a Malchus.

—Necesito ver primero a mi padre —insistió Hanno.

—Estás blanco como una sábana. Ya te encontrará en el hospital de campo —repuso el oficial.

—No. —Hanno intentó ponerse en pie pero las piernas le fallaron.

Era lo último que recordaba.

Hanno se despertó al oír voces. Acudió a su mente la imagen de los íberos que habían atacado a Bomilcar y abrió los ojos de golpe. El primer rostro que vio fue el de Bostar, lo cual le confundió. Su hermano parecía enfadado; gesticulaba hacia alguien que estaba fuera del campo de visión de Hanno. Por encima de su cabeza veía la lona de una tienda. Estaba en una cama, no en el pajar.

—¿Dónde estoy?

—¡Benditos todos los dioses! Ha vuelto —exclamó Bostar con expresión más suave—. ¿Cómo te sientes?

—Bi-bien, supongo. —Sin pensarlo, Hanno se llevó la mano al cuello. Tuvo tiempo suficiente para palpar el grueso vendaje antes de que la mano de Bostar se cerrara en la de él.

—No toques. El médico dice que justo acaba de empezar a cicatrizar.

Hanno notó unas punzadas en la zona.

—Ya no me duele tanto.

—Debe de ser gracias al jugo de amapola. El médico te lo ha estado dando entre tres y cuatro veces al día.

A Hanno le pasaron una serie de imágenes fragmentadas por la cabeza. Recordaba vagamente que le habían obligado a tomarse un líquido amargo.

—Bomilcar nos ha contado buena parte de lo que ocurrió —dijo Sapho con tono inquisitivo.

Hanno consiguió incorporarse e hizo una mueca al notar otra punzada de dolor de la herida.

—¿Después de que me hicieran prisionero?

—Sí —dijo Bostar suavemente—. Y Mutt nos contó la primera parte de la historia.

Hanno vio que su hermano preferido dirigía la mirada hacia su herida.

—Es grave, ¿eh?

Bostar no respondió.

—¿Qué ha dicho el médico? —preguntó Hanno.

—Al comienzo, que no sobrevivirías. Pero superaste el primer día y la primera noche y luego las siguientes. Fue una sorpresa para todos nosotros. —Bostar lanzó una mirada a Sapho, que asintió para corroborar la veracidad de sus palabras—. Si las plegarias ayudan, entonces los dioses han tenido que ver con tu recuperación. Pasamos buena parte del tiempo de rodillas. ¡Hasta padre se apuntó!

Hanno empezó a percibir el alivio en el rostro de sus hermanos, sobre todo en el de Bostar.

—¿Cuánto tiempo he dormido?

—Seis días hasta el momento —repuso Bostar—. Ayer parece que fue un día decisivo, cuando te bajó la fiebre. El médico dijo que la herida supuraba menos y que empezaba a cerrarse.

—No es una herida. Es la letra «F» —afirmó Hanno con amargura—. «F» de fugitivus.

—¡Tú no eres un esclavo! —exclamó Sapho enfadado. Bostar repitió sus palabras.

—Le conté al oficial que me interrogó lo de que me habían hecho esclavo —explicó Hanno—. Quería marcarme como fugitivo para mis últimas horas de vida. Se suponía que lo llevaría en el centro de la frente, pero conseguí moverme en el último instante. Mejor llevar la marca en el cuello, ¿no? —Esbozó una sonrisa adusta.

Ninguno de sus hermanos rio.

—¿Adónde fue ese cabrón hijo de puta? —espetó Sapho.

—A defender las murallas, supongo. Es el único motivo por el que estoy vivo. Bomilcar debe de haberos contado que apareció y mató a mi guarda. De no ser por él… —A Hanno se le apagó la voz.

—Sí, es un buen hombre. Sus acciones no se olvidarán —declaró Bostar—. Qué pena que no supiéramos lo que había ocurrido al entrar en Victumulae. Aunque buscarte habría sido como tratar de encontrar una aguja en un pajar.

—¿Se libraron muchos? —preguntó Hanno con resignación. No le cabía la menor duda de que un granuja como Pera encontraría el modo de huir incluso durante el saqueo de una ciudad.

—Solo los no ciudadanos, y eran muy pocos —repuso Sapho con una mirada sumamente lasciva—. Nuestros hombres no saben quién era tu oficial, pero está más muerto que un cadáver infestado de moscarda que lleva una semana crucificado.

—Lo cierto es que me habría gustado matarlo yo mismo —reconoció Hanno. Le parecía una suerte, un tanto extraña, que Pera se hubiera negado a brindarle una muerte fácil. Si el romano le hubiera concedido esa petición, Hanno no estaría donde estaba. Eso no impidió que Hanno deseara que Pera hubiera muerto gritando.

—Habrá muchísimas posibilidades de matar a hombres como él —dijo Sapho—. Vendrán más ejércitos romanos a nuestro encuentro.

—¡Bien! —Hanno estaba ansioso por participar. Quería una venganza tangible por lo que le habían hecho. Habría preferido a Pera, pero se conformaba con cualquier romano.

—Pronto marcharemos hacia el sur. Aníbal quiere que todos estemos preparados para el viaje, tú incluido —añadió Bostar.

—¿Ha preguntado por mí? —inquirió Hanno, sorprendido.

—¿Preguntar? Te ha visitado dos veces —informó Sapho.

—¡Ha dicho que tienes más vidas que un gato! —exclamó Bostar guiñando un ojo—. Hasta él sabe que nuestros lanceros te consideran una especie de talismán. «Que nos traiga buena suerte al marchar», dijo.

A Hanno le dio un vuelco el corazón. Por lo que parecía, volvía a estar a buenas con Aníbal, lo cual no se esperaba para nada. Al final algo bueno había surgido de su comportamiento impulsivo.