Capítulo 3

Cerca de Capua, Campania

—¡Aurelia!

Hizo caso omiso del grito de su madre, que procedía de la casa y llegaba hasta donde ella estaba, en el extremo de la finca. Había estado pensando en Quintus y Hanno y sus pasos la habían llevado hasta allí sin que ella opusiera resistencia. Era el camino que los tres solían tomar cuando se escabullían al bosque. Ahí Quintus le había enseñado a emplear una espada, primero de madera y después de verdad. Atia volvió a llamarla y Aurelia hizo una mueca divertida. ¿Qué pensarían sus padres del hecho de que supiera utilizar un arma o montar a caballo? Ambas actividades estaban prohibidas para las mujeres, pero eso no había impedido que Aurelia le diera la lata a Quintus para que le enseñara. Al final, él había cedido. Qué contenta estaba de que lo hubiera hecho; cuánto apreciaba los recuerdos de aquella época sin preocupaciones. Pero ahora el mundo había cambiado y se había convertido en un lugar más duro y siniestro.

Roma estaba en guerra con Cartago y era posible que su padre y su hermano se contaran entre las bajas.

«¡Deja de pensar en eso! ¡Siguen vivos!».

Fabricius había sido el primero en marcharse a enfrentarse a lomos de un caballo a un pueblo contra el que ya había luchado hacía una generación. Quintus le había seguido al cabo de pocos meses y se había llevado también a Hanno. Aurelia se entristeció al recordar el momento en que se despidió de su hermano y del esclavo con quien había entablado amistad. Siendo sincera debía reconocer que quizás había sido algo más. Sin embargo, ahora pertenecía al bando enemigo y nunca volvería a verlo. Aquello le dolía más de lo que era capaz de reconocer. A veces soñaba con huir a Cartago para reunirse con él. Aurelia sabía que era una fantasía descabellada. No obstante, tenía más esperanzas de conseguirlo que de volver a ver al amigo de Hanno, a Suniaton, pensó entristecida.

—¿Aurelia? ¿Me oyes?

Al recordar el horror, avanzó unos cuantos pasos más. Cometiendo una imprudencia, aunque poco más habría podido hacer, Aurelia había llevado a Suni herido de la cabaña de pastor en la que se había ocultado hasta la casa familiar. No era tan raro encontrar esclavos huidos y él había fingido ser mudo. La artimaña había funcionado durante un tiempo, pero entonces ella había cometido el peor error de su vida al llamarle por su nombre verdadero en vez del que había adoptado. Habría dado igual si Agesandros, el capataz de la finca, no la hubiera oído y atado cabos. Amargado por el hecho de que los cartagineses habían asesinado a toda su familia durante la guerra anterior, había matado a Suni delante de sus propios ojos. Aurelia todavía veía el cuchillo clavándose entre las costillas de Suni, la sangre que le había empapado la túnica y la curiosa ternura con la que Agesandros lo había bajado al suelo. Aún era capaz de oír los últimos estertores de Suni.

—¿Dónde estás, hija? —Atia empezaba a estar molesta.

A Aurelia le daba igual. De hecho, le alegraba. La relación con su madre había sido fría, por no decir otra cosa, desde la muerte de Suni. El motivo era que, a pesar de cierta aprensión inicial, Atia había aceptado la explicación de Agesandros de que Suni era cartaginés y, lo que es peor, un gladiador fugitivo que había entrado en la casa con subterfugios. Que había supuesto un peligro para todos sus residentes, que lo único que había hecho el capataz era librarlos de una amenaza mortal. «Sé que pensaste que el muchacho era inofensivo, cariño —había suspirado Atia—, por estar lisiado y tal, igual que yo. Pero, gracias a los dioses, Agesandros le vio las intenciones. Recuerda que una víbora herida sigue siendo capaz de asestar la mordida mortal». Aurelia había protestado con todas sus fuerzas pero su madre se había puesto seria. Consciente de que debía ocultar la implicación de Quintus en la huida de Hanno, Aurelia no había sido capaz de revelar más.

—¡Ha llegado Gaius! Viene directo de Capua. ¿No quieres verle?

Aurelia giró la cabeza enseguida. Gaius Martialis era el mejor amigo de Quintus desde hacía mucho tiempo; ella lo conocía desde pequeña. Era formal, valiente y divertido, y ella tenía mucho tiempo para él. Sin embargo, la última vez que se habían encontrado, hacía unas semanas, había traído unas noticias que habían hecho tambalear su mundo. Cientos de romanos habían muerto en el choque de caballería con Aníbal en el Ticinus; no había noticias de su padre ni de Quintus, ni tampoco de Flaccus, el noble de alto rango con el que se había prometido. Ella y su madre vivían inmersas en una dolorosa incertidumbre desde entonces. Desde que se habían enterado de la inesperada derrota subsiguiente en el Trebia —lo que el Senado llamaba un «contratiempo», aunque todo el mundo sabía que era una mentira— vivían angustiadas. Lo más probable era que por lo menos uno de los tres hombres hubiera muerto o incluso más de uno. ¿Cómo iban a sobrevivir si habían perecido otros veinte mil hombres? Aurelia se ponía enferma de solo pensarlo, pero cierto timbre en el tono de voz de su madre le infundió esperanza.

No sonaba forzada ni infeliz. Tal vez la visita de Gaius no fuera mala señal. Una llama de esperanza se encendió en su corazón. Estaría bien tener un poco de interacción social normal. Últimamente no había mantenido más que relaciones incómodas con su madre o silencios gélidos cuando se cruzaba con Agesandros. Tuvo tiempo de elevar una plegaria silenciosa con rapidez para pedir que sus seres queridos recibieran protección, sobre todo su padre, Quintus y Hanno. Aurelia añadió a Flaccus en el último momento, se giró y regresó corriendo por el sendero.

Encontró a Atia y a Gaius en el patio adyacente a la casa principal, un espacio adoquinado flanqueado por almacenes, un pajar, un granero y una bodega, además de la zona habitada por los esclavos. En los meses más cálidos, era donde más actividad había de toda la casa. Durante el invierno se convertía en una ruta entre los edificios que contenían ganado, herramientas y una amplia variedad de conservas, desde pescado a jamones pasando por hierbas aromáticas. Los caminos se entrecruzaban en la nieve que había dejado de ser blanca dejando rastros mareantes creados por las sandalias de hombres y mujeres, los pies descalzos de los niños, los perros, los gatos, las aves de corral, los caballos y las mulas. Aurelia caminaba con cuidado, evitando las pilas de estiércol. Había llegado la hora de volver a barrer el patio, pensó de forma distraída.

—Por fin nos deleitas con tu presencia. ¿Dónde estabas? —preguntó Atia.

Aurelia se sintió jubilosa. Era imposible que Gaius trajera malas nuevas si su madre la saludaba de ese modo.

Gaius le dedicó una amplia sonrisa.

Aurelia inclinó la cabeza a modo de respuesta. ¿Eran imaginaciones suyas o la había repasado con la mirada por primera vez? Cohibida de repente, echó hacia atrás su abundante melena negra y deseó no llevar el vestido de lana y la vieja capa de a diario.

—Estaba caminando. He venido en cuanto he oído que me llamabas.

Su madre arqueó las cejas porque quedó claro que no se lo creía, pero no insistió.

—Me alegro de volver a verte, Aurelia. —Gaius inclinó la cabeza.

—Yo también, Gaius. —Le dedicó una sonrisa recatada.

—Te estás convirtiendo en toda una mujercita. —Volvió a repasarla con la mirada—. Dentro de poco cumplirás quince años, ¿no?

—En otoño, sí. —Intentó controlar el rubor que le calentaba las mejillas pero no lo consiguió—. No traes malas noticias, ¿no?

—Me alegra decir que no. —Se volvió hacia Atia—. ¿Habéis tenido noticias de Fabricius o de Quintus?

—No. Ni tampoco de Flaccus. Paso suficiente tiempo arrodillada en el lararium para saber que la falta de noticias es buena señal —Atia habló con un tono crispado que no admitía réplica.

—Vuestro esposo y Quintus están siempre presentes en mis oraciones y en las de mi padre —se aprestó a decir Gaius—. Igual que Flaccus. El día que todos ellos regresen tendremos que celebrarlo.

—Por supuesto —declaró Atia.

Se produjo un silencio incómodo.

Aurelia se sentía culpable por no haber rezado por Flaccus tanto como por su padre y su hermano. «Solo lo conozco de un día», pensó a la defensiva.

—¿Te quedas a pasar la noche? —preguntó Atia.

—Es todo un detalle por vuestra parte, pero… —objetó Gaius.

—Tienes que quedarte —insistió Aurelia. Cogió la mano del amigo—. Hace semanas que no te veíamos. Tienes que contarnos lo que tú y tu padre habéis estado haciendo y lo que sucede en Capua. —Hizo un mohín—. Aquí estamos muy aisladas y no recibimos noticias de ningún sitio.

«Por lo menos los acreedores de Fabricius nos dejan en paz en estas circunstancias —pensó Atia con acritud—. Cuando llegue la primavera, la cosa cambiará».

—Quédate, de lo contrario tendrás que ponerte en marcha en menos de una hora. Con lo bajas que están las nubes y la nieve ahora oscurece muy pronto.

—¿Cómo voy a negarme? —respondió Gaius con una media reverencia—. Estaré encantado de quedarme. Gracias.

Aurelia dio una palmada de felicidad.

—Ocúpate de nuestro invitado, Aurelia. El tablinum es la estancia más cálida. —Atia se dirigió a la casa—. Hablaré con Julius para la cena de esta noche.

—¿Vamos? —Gaius señaló el sendero que conducía a la puerta principal.

—¿No podemos dar un pequeño paseo? En esta época del año hay muchas horas de oscuridad. Es agradable estar fuera para respirar aire fresco.

—Como gustes —accedió Gaius—. ¿Adónde quieres ir?

Encantada ante la idea de disfrutar de su compañía, Aurelia señaló.

—El único sendero que sale de la casa y que no está cubierto de nieve es el que lleva al bosque.

—Pues entonces vayamos por ahí.

Las horas siguientes fueron las más felices de Aurelia en muchas semanas. Su paseo con Gaius había durado hasta que la luz se había atenuado por el oeste en el horizonte. Con la cara y los pies congelados, habían regresado a toda velocidad a la casa. No se pararon en el tablinum vacío y se retiraron a la calidez de la cocina, donde incordiaron a los esclavos y robaron sabrosos bocados de la comida que estaban preparando. En circunstancias normales, Julius, el jefe de cocina, la habría echado de sus dominios, sin embargo le había ofrecido un cuenco con las mejores aceitunas y susurró algo sobre lo mucho que le alegraba verla de buen humor. Cuando Atia fue a supervisar los preparativos de la cena también pareció alegrarse. Aurelia fingió no darse cuenta.

Gaius le había contado un montón de chismorreos de Capua. Después de sentirse aislada en la finca y absorta en su aflicción, Aurelia se interesó por historias que antes no le habrían importado lo más mínimo. Su preferida era una sobre las cloacas de Capua, que se habían obstruido hacía una semana. Gaius le describió con todo tipo de detalles el desbordamiento subsiguiente, que había inundado parte de la ciudad y había llenado viviendas y comercios de excrementos líquidos. La fuerte helada que se había producido al cabo de dos noches, que normalmente fastidiaba a la población, había resultado ser la salvación de quienes intentaban retirar las cantidades ingentes de aguas residuales.

—Hay que verlo para creerlo —le había dicho Gaius con una risita—. Cuando la mierda y los orines se congelan y se solidifican, el resultado puede trocearse con palas y manejarse bien, se carga en un carro y se traslada.

—¡Te lo estás inventando! —había dicho Aurelia con horror pero encantada.

—¡Que no! ¡Te lo juro por mi honor! Había tanto trabajo que vinieron carreteros de los pueblos de los alrededores.

Aurelia le había dado un codazo perverso.

—A mi madre le encantaría esta historia. —A pesar de las protestas de Gaius, lo convenció para que volviera a contar la historia… pero antes de que cenaran.

Atia no había podido evitar reírse durante todo el relato.

—Debe de haber sido horroroso ver tal cosa —reconoció Atia cuando Gaius hubo terminado—. Me imagino que el olor sería mucho menos intenso que en verano.

Gaius había hecho una mueca.

—Aun así era horroroso, la zona afectada estaba a pocas calles de nuestra casa. Padre hizo que los esclavos quemaran lavanda e incienso día y noche para combatir el hedor.

—¿Nadie en tu casa enfermó?

—No, gracias a los dioses. Sorprende que poca gente de la ciudad enfermara, no sé si por el frío o por la cantidad de ofrendas que dejaron en los templos, no sé.

—¿Qué tal está tu padre?

—Bien, gracias. Os envía sus mejores deseos. Tengo la obligación de deciros que si puede hacer algo por vosotras, no tenéis más que decirlo.

—Muchas gracias. Martialis es un buen hombre. Recordaré su amable ofrecimiento.

Atia esbozó una sonrisa cálida, pero el gesto había hecho reaparecer su preocupación. Fabricius siempre se había negado a pedir ayuda a su amigo más antiguo para pagar las deudas. Martialis no era rico, pero su lealtad no conocía fronteras. Les habría prestado todo lo que tenía si se lo hubieran pedido. Atia esperó no verse obligada a hacer tal cosa, pero si Fabricius no volvía, existía esa posibilidad, le gustara o no. Decidió hacer una ofrenda a Mercurio, el dios de la guerra, y también pensó en los mensajeros. «Traedme buenas noticias de mi esposo, por favor». Hizo una seña al esclavo más cercano, que se encaminó rápidamente a la cocina. Enseguida trajeron una procesión de platos al comedor, donde estaban reclinados en divanes. La conversación decayó durante unos momentos. Gaius devoró la cena como si hiciera una semana que no comía. Atia lo miraba con buenos ojos mientras tomaba pequeñas porciones de distintas fuentes. A pesar de que el estómago le gruñía, Aurelia solo mordisqueó un poco de pescado al horno. No quería mostrarse glotona delante de Gaius.

—¿Qué tal la pierna mala de Martialis? —preguntó Atia—. Seguro que este tiempo no ayuda.

—La friega que le da uno de sus esclavos una vez al día le ayuda a seguir moviéndose. Eso, y los frutos de Baco. —El guiño de Gaius hizo soltar una risita tonta a Aurelia. A Martialis siempre le había gustado la bebida. Desde que la había probado a hurtadillas, a ella también le había empezado a gustar. Pero el hecho de que Atia tuviera la jarra bien cogida era lo único que le había impedido volver a llenarse la copa. Aurelia lanzó una mirada resentida a su madre y siguió totalmente pendiente de lo que decía Gaius. ¿Cómo es que no se había dado cuenta antes? Era fascinante, divertido e inteligente. Como era amigo de Quintus, nunca había pensado en él de un modo romántico, pero eso acababa de cambiar. Lo observaba de reojo, admirando sus hombros anchos, el cuerpo musculoso y el rostro franco y agradable. Él la pilló en un momento dado y sonrió.

La siguiente historia que contó iba de un funcionario capuano al que habían descubierto robando dinero de las arcas de la ciudad. Le habían pillado por su debilidad por los mosaicos caros. La alarma había saltado cuando un compañero había visto el suelo nuevo de su casa y se había dado cuenta de que le habría costado más que el sueldo de un año. La investigación reveló que se había gastado todo el dinero malversado. Los encolerizados líderes capuanos habían ordenado que levantaran el suelo. Los escombros resultantes se emplearían como relleno cuando se repararan las carreteras locales. Los diligentes obreros enviados para realizar el trabajo habían levantado todas las estancias de la casa, por lo que al funcionario, histérico, le había dado un colapso allí mismo.

Aurelia emitió un grito ahogado.

—¿Murió?

—No, se recuperó lo suficiente para presentarse a su juicio al día siguiente. Paradójicamente, la mitad de la muchedumbre había robado piezas de sus propias tesserae para lanzárselas. Le llovían de todas partes cuando se reunió el tribunal. Los abogados recibieron y el magistrado también. —Gaius hizo el gesto de agacharse y cerrar los ojos como si le alcanzaran los proyectiles—. Tuvieron que enviar a los guardas locales para restablecer el orden.

Aurelia soltó una risotada.

—Mira que eres gracioso, Gaius.

Atia alzó una mano para reprimir un bostezo.

—Disculpad.

—Lo siento, no he parado en toda la noche, y os he aburrido como una ostra —dijo Gaius un tanto avergonzado.

—No, no. Está bien saber lo que pasa en Capua. De todos modos, creo que es hora de acostarse. Ha sido un día intenso. —Atia lanzó una mirada significativa a Aurelia—. Tú también, jovencita.

—Pero madre… —se quejó.

—Venga, a la cama.

Aurelia se sonrojó de ira pero, antes de que protestara, Gaius ya se había levantado del diván.

—El viaje desde Capua me ha cansado más de lo que me imaginaba. Con una noche de sueño reparador, estaré como nuevo.

Atia sonrió.

—Uno de los esclavos te llevará a tu habitación. Si necesitas más mantas, están en el baúl que hay a los pies de la cama.

—Muchas gracias. Hasta mañana, pues. —Gaius les deseó buenas noches a ambas.

Aurelia se levantó.

—No soy una niña, madre —susurró en cuanto él estuvo en la puerta—. No hace falta que me digas cuándo tengo que irme a la cama.

Atia se giró hacia ella enfurecida.

—Cuando seas la señora de la casa de Flaccus podrás hacer lo que te plazca. Sin embargo, mientras estés bajo este techo ¡harás lo que yo te diga! —Gaius se paró al oír que Atia hablaba en voz tan alta. Se giró a medias pero se lo pensó dos veces y se marchó de la estancia. A Aurelia le ardieron las mejillas de vergüenza cuando se dio cuenta de que él había oído las palabras de su madre. Notó que su madre se levantaba y que le sujetaba el brazo—. ¿Me has entendido? —insistió Atia.

—Sí, madre —musitó entre dientes.

—Y tampoco quiero que le lances miraditas conmovedoras a Gaius. Es un buen hombre y será un buen esposo, pero tú estás prometida con otro. No quiero insinuaciones poco decorosas. A Caius Minucius Flaccus no le parecería bien. «Y la alianza con su familia no puede ponerse en peligro porque resultará vital para la recuperación de nuestra economía».

—Él no me importa —espetó Aurelia, que olvidó que Flaccus le había parecido bastante atractivo—. ¡Ni tú! Quiero casarme con quien quiera, como hicisteis tú y papá.

Atia le dio un bofetón en la mejilla izquierda.

Aurelia se quedó consternada. Unas lágrimas de humillación se le agolparon en los ojos. Hacía años que su madre no le daba una bofetada.

—¡Ni lo sueñes! —siseó Atia—. Lo que tu padre y yo hicimos no es asunto tuyo. ¡De ninguna manera! Te casarás con quien decidamos, cuando te lo digamos. ¿Queda claro?

—¡No es justo! Tú y papá sois unos hipócritas.

De nuevo Atia la abofeteó.

—Si continúas con estas insolencias, pediré que me traigan un látigo. —A Aurelia se le hizo un nudo en el estómago. Su madre la amenazaba de verdad. Se mordió el labio y bajó la mirada al suelo—. ¡Mírame! —Aurelia miró a Atia a regañadientes—. ¿Harás lo que te digo, entonces?

—Sí, madre —repuso Aurelia, odiándose por su debilidad.

—Bien. Por lo menos estamos de acuerdo en esto. —Atia hizo un gesto con la mano para zanjar el asunto—. Vete a la cama. Hasta mañana.

Aurelia dejó la estancia haciendo caso omiso de las miradas curiosas de los esclavos menos discretos. Maldita madre, pensó. Su dormitorio estaba apenas a diez pasos pero tardó una eternidad en recorrerlos, como si fuera el último acto de desafío que le quedaba. Lanzó una mirada asesina hacia el comedor. «La odio, la odio». Su madre se había dado perfecta cuenta de la situación, pensó enfadada. Había disfrutado de la compañía de Gaius, eso era todo. Sin embargo, en lo más profundo de su corazón sabía que Atia no se había equivocado al juzgar la situación. Una punzada de remordimiento. ¿Cómo era posible que un hombre le resultara atractivo cuando estaba prometida con otro? Sabía por qué de forma instintiva. «He visto a Flaccus una sola vez, mientras que hace muchos años que conozco a Gaius. Gaius es joven, no viejo. Amable, no arrogante. No es ningún crimen albergar sentimientos hacia otra persona». De repente se le apareció la imagen de Hanno en la mente y entonces se sintió incluso más culpable. Lo apartó de su cabeza al instante. Ni siquiera se habían dado un beso. Se había marchado con la intención de alistarse al ejército de Aníbal y ella no volvería a verlo. Por lo que a ella concernía, estaba muerto.

—¡Entra en la habitación! —Atia había salido a ver qué hacía.

El resentimiento que Aurelia sentía por su madre resurgió con fuerza pero guardó silencio mientras abría la puerta y se deslizaba al interior. Empezó a urdir un plan. Todos los habitantes de la casa se acostarían pronto. Si esperaba, podía entrar sigilosamente en la habitación de Gaius. Le embargó una intensa satisfacción. ¡Cuánto se enfadaría su madre si se llegaba a enterar! Pero eso no iba a suceder. «No haré ningún ruido —pensó con regocijo—. Y así podré estar a solas con Gaius».

Al cabo de una hora aproximadamente ya no se oía ningún ruido al otro lado de la puerta. Los esclavos que recogían los restos de la cena habían estado charlando en susurros. Los platos chocaban entre sí. Desde la cocina había oído a Julius regañando a sus subordinados para que guardaran silencio. Atia había dado las gracias a Julius por el esfuerzo. Se había parado delante de la puerta de Aurelia; un débil crujido cuando la había abierto y atisbado en el interior. Aurelia no había movido ni un músculo, había mantenido la respiración profunda y regular y los ojos cerrados. La táctica había funcionado. Atia había cerrado la puerta con cuidado y seguido su camino. Los últimos ruidos que Aurelia había oído eran los ladridos de un perro y los aullidos subsiguientes cuando uno de los esclavos de la granja le había dado una patada para que se callara. Había yacido en la oscuridad desde entonces con la manta subida hasta el mentón, aguzando el oído.

Lo único que oía eran los ladridos de su corazón, que le palpitaban con fuerza en las sienes. Aurelia reconoció que su comportamiento anterior no había sido más que una bravuconada. Por desgracia, ya se le había pasado. ¿Valía la pena correr el riesgo de ir a ver a Gaius? Si su madre llegaba a enterarse, seguro que le caerían unos cuantos latigazos. Aurelia había visto a Atia castigando a un esclavo así en una ocasión en que su padre y Agesandros no estaban presentes. El esclavo se había pasado todo el rato gritando. «No seas cobarde», pensó. Lo que estaba a punto de hacer no tenía punto de comparación con los peligros a los que Quintus se enfrentaba todos los días.

Con determinación renovada, retiró las mantas y bajó de la cama. Encender la lámpara de aceite resultaba demasiado arriesgado. Además, conocía la distribución de su cuarto como la palma de su mano. Se colocó una manta sobre los hombros para protegerse del frío, se acercó de puntillas a la puerta y presionó la oreja contra los maderos. No se oía nada. Hacía tiempo que Aurelia había perfeccionado la técnica de levantar el pestillo sin hacer ningún ruido. Tiró de la barra horizontal hacia ella y la alzó mientras entornaba la puerta con la otra mano. Echó un vistazo al exterior. No se movía nada ni nadie.

Aurelia se internó en el pasadizo cubierto que delimitaba el patio. La luna otorgaba un hermoso tono plateado a todo lo que la rodeaba. Hacía un frío intenso y se envolvió mejor con la manta. El aliento que exhalaba formaba nubes ante ella al instante, por lo que procuró permanecer en las sombras mientras escudriñaba el cuadrado que era el patio por si veía señales de vida. La única criatura a la vista era el gato que rondaba por la cocina, pero no le hizo ningún caso. Satisfecha, Aurelia fue deslizándose por el mosaico contando cada paso. Para llegar a la habitación de Gaius tenía que pasar delante del dormitorio de sus padres, que estaba a quince pasos del de ella. Cuando hubo dado diez pasos notó el sudor que le caía por la espalda. Once, doce. «Somnus —rezó al dios del sueño—, mantén a mi madre bien sujeta, te lo ruego».

Aurelia estaba justo delante de la puerta de Atia cuando oyó una tos en el interior. Necesitó una gran dosis de autocontrol para no dar media vuelta y marcharse rápidamente. Se quedó paralizada. El tiempo pareció detenerse mientras aguardaba a ser descubierta. La sangre se le agolpó en las sienes. Se imaginó a su madre delante de ella montada en cólera, látigo en mano. Parpadeó. La imagen horrorosa desapareció. Aurelia se obligó a respirar lentamente. A la de veinte ya no oyó más sonidos. Siguió adelante con piernas temblorosas. Se detuvo ante la habitación de Gaius. Todavía estaba a tiempo de regresar a su cama sin que nadie se diera cuenta. Descartó la idea rápidamente. Después del miedo que había pasado, quería alguna recompensa. Se sorprendió a ella misma al imaginarse un beso prolongado con Gaius. Con esa imagen bien viva en la cabeza, levantó el pestillo con gesto hábil, entró con sigilo y cerró la puerta detrás de ella.

Sintió la trascendencia de su acto como un mazazo. Si la pillaban, su madre se pondría hecha una furia. Lo mínimo que le caería serían unos buenos latigazos. A Aurelia le empezó a fallar la determinación. Apartó el brazo del pestillo.

—¿Quién anda ahí? —preguntó Gaius.

Recuperó el valor.

—Soy yo, Aurelia. —Corrió al lado de su cama.

—¿Aurelia? —Parecía confundido—. ¿Pasa algo? ¿Un incendio?

—No te asustes. No pasa nada. Quería hablar contigo.

—Ah, bueno. —Se incorporó. Estaba tan oscuro que solo veía el contorno de su rostro—. Tu madre nos matará a los dos si nos encuentra aquí.

—No se enterará. Está dormida.

—Eso espero. ¿Qué es lo que no puede esperar a mañana?

Aurelia perdió la confianza en sí misma que había sentido hasta el momento. Estaba ahí tanto para desafiar a su madre como para ver a Gaius. Reconocer cualquiera de esas dos cosas, sin embargo, resultaría humillante.

—Estoy muy preocupada por Quintus y mi padre —susurró rápidamente—. Me paso el día rezándoles a los dioses pero nunca obtengo respuesta.

Él le tocó la mejilla.

—Yo también sufro por no saber nada de Quintus. Para ti debe de ser mucho peor.

De repente empezó a llorar. En las semanas siguientes al desastre del Trebia, Aurelia había enterrado sus temores en lo más profundo de su ser. Por culpa de las discusiones con su madre, no tenía a quién recurrir. Así pues, había batallado sola. El contacto humano la había desarmado.

—¡Oh, Gaius! ¿Qué voy a hacer si están los dos muertos? —susurró entre sacudidas.

Él se desplazó en la cama para poder rodearla con los brazos.

—Pobrecita mía. —Aurelia empezó a sollozar—. ¡Ssshhh! —murmuró Gaius mientras le frotaba la espalda—. Tu madre va a despertarse.

Aurelia tragó saliva y consiguió contener ligeramente sus emociones. Enterró su rostro en el hombro de él y lo agarró como si se estuviera ahogando. Gaius no hablaba, solo la sujetaba con fuerza. Aurelia empezó a llorar desconsoladamente, en silencio, durante un buen rato. Por Quintus, por su padre, por Suni, pero sobre todo por ella misma. No se había sentido tan sola en su vida como en los meses anteriores. Era como si Gaius lo comprendiera. La sujetó todavía con más fuerza. A Aurelia le produjo un alivio increíble. Se relajó en su abrazo y se permitió consolarse con su presencia, su aceptación, su falta de preguntas. Ahí se sentía segura. Nadie podía hacerle daño. Poco a poco sus temores se fueron disipando y al cabo de un rato dejó de llorar.

Aurelia no quiso alejarse del círculo que formaban los brazos de Gaius. Tenía la piel cálida, su aliento le calentaba el cuello al exhalar. Notaba el latido de su corazón bajo el oído. Emitía un olor muy masculino. Qué fuerte era. Recordó el motivo principal que la había llevado a su cuarto. Dio la impresión que él percibió el cambio.

—¿Te sientes mejor?

Aurelia alzó la vista hacia él. La curva de sus labios resultaba demasiado tentadora.

—Sí, gracias.

Él dejó de sujetarla con tanta fuerza.

—Cuando la desesperación se apodera de uno es casi imposible quitársela de encima. Es fácil quedar tan atrapado en ella que todo deja de tener sentido.

—Así es como me he sentido.

—Todas las noticias llegadas de la Galia Cisalpina han sido malas, pero tu padre es un hombre astuto. Ya luchó contra Cartago durante diez años y sobrevivió, recuerda. Cuidará de Quintus. Existen muchas posibilidades de que sigan con vida. Igual que Flaccus. No pierdas la esperanza todavía.

—Tienes razón —susurró—. Lo siento.

—No hace falta que te disculpes. Ya he visto lo tensa que estabas con tu madre. No tienes en quien confiar, ¿verdad? —Aurelia meneó la cabeza con expresión desgraciada—. Bueno, me tienes a mí —dijo mientras le daba un apretón—. Eres la hermana pequeña de mi mejor amigo. Me lo puedes contar todo.

«Todo no», pensó Aurelia.

—Gracias.

—Cogeré la costumbre de venir aquí cada semana o cada quince días. ¿Qué te parece?

—Sería maravilloso.

Otro apretón, conspirador en esta ocasión, antes de apartar los brazos.

—Y ahora márchate antes de que Atia se despierte y nos oiga.

En realidad Aurelia no le estaba escuchando. Tenía el rostro de él tan cerca… Tan tentador. Si se inclinaba un poco podía besarlo. Quizá fuera fruto de su imaginación, pero le pareció que empezaba a acercarse a sus labios. La cabeza le daba vueltas.

—Aurelia.

Regresó a la realidad con un sobresalto.

—¿Sí?

Él se había retirado ligeramente.

—Tienes que marcharte.

—Sí, sí. Gracias, Gaius.

—No pasa nada. —Habló con un tono un tanto hosco—. De todos modos, de ahora en adelante sería mejor que no vinieras a mi habitación a estas horas.

—No lo volveré a hacer, te lo prometo. —Se le cayó el alma a los pies—. «No le parezco atractiva. Solo me consuela porque soy la hermana de Quintus».

—Iremos de paseo, ¿vale?

Aurelia recobró el ánimo. Tendría más oportunidades de volver a estar a solas con él.

—Me encantará.

—A mí también. Ahora, buenas noches.

Aurelia regresó a su dormitorio sin problemas. Se tumbó en la cama y escuchó su propia respiración. Los pensamientos acerca de Quintus y su padre iban y venían, pero su preocupación había perdido la intensidad de antaño. De Flaccus ni siquiera se acordó. Tenía la mente totalmente centrada en Gaius.

Gaius.

A pesar de haber dormido poco, Aurelia se levantó de muy buen humor a la mañana siguiente. Había tenido un sueño muy intenso sobre Gaius. El mero hecho de recordarlo la sonrojaba. A juzgar por la franja de luz que había bajo la puerta, sabía que era totalmente de día: hora de levantarse antes de que su madre llamara a la puerta. Se aseguró de ponerse su mejor vestido, una prenda verde oscuro y holgada que Atia le había regalado para su cumpleaños.

Aurelia se cepilló el pelo con más esmero que en las últimas semanas. Le apetecía ponerse los pendientes granates, pero el ojo avizor de su madre los vería mucho antes que Gaius. Se contentó con un toque de agua de rosas en el cuello y en las muñecas y salió al pasadizo cubierto que discurría alrededor del patio. Gaius apareció en el mismo momento; le dedicó un guiño pícaro, que ella le devolvió con una pequeña sonrisa.

A la hora del desayuno Aurelia estuvo muy apagada, incluso arrepentida, delante de Atia. Le alivió ver que su madre no daba muestras de sospechar nada. Menos mal. Todo apuntaba a que su secreto estaba a salvo.

—¿Cuándo te marcharás? —preguntó Atia.

—Con tu permiso, en cuanto acabe esto. —Gaius señaló su plato, en el que había media hogaza de pan, unas olivas y una buena cuña de queso—. Este pan está delicioso.

—Julius tiene mucha maña. Podría ganarse la vida de panadero —dijo Atia con una sonrisa—. Llévate un poco para tu padre.

—Gracias. Seguro que le gusta.

—A lo mejor la próxima vez lo puedes convencer para que venga contigo.

Gaius sonrió.

—Estará encantado de tener la oportunidad de disfrutar de vuestra compañía.

Tanto cumplido acabó subiéndole a la cabeza a Aurelia. Gaius iba a marcharse muy pronto. Su regocijo se tornó decepción.

—¿Es imprescindible que te marches?

Atia le lanzó una mirada severa.

—Gaius no puede estar aquí a tu disposición, ya lo sabes. Sirve en la caballería de los socii. Tiene obligaciones.

Aurelia la miró con furia pero guardó silencio.

—Me encantaría quedarme pero tu madre tiene razón. Antes del mediodía tengo que presentarme ante mi unidad. —Gaius se encogió de hombros arrepentido y apesadumbrado—. Primero práctica con armas y luego entrenamiento de monta en formación.

Aurelia esbozó una sonrisa comprensiva.

—Entiendo.

—Puedo regresar dentro de unos diez días, si tu madre lo permite. —Lanzó una mirada a Atia.

—Será un placer.

Aurelia hizo todo lo posible por parecer satisfecha. Era mejor que nada.

El golpe del cuero de las sandalias en el suelo del atrium interrumpió la conversación.

Aurelia hizo una mueca cuando la figura estevada de Agesandros apareció por la puerta. Había llegado a odiarle. Además, ¿qué narices le traía por allí?

Atia frunció el ceño.

—Estamos desayunando, por si no te has dado cuenta.

—Disculpa, señora. —Agesandros inclinó la cabeza pero permaneció en el sitio.

—¿Qué ocurre?

—Ha llegado un mensajero. Por el aspecto que tiene parece del ejército.

Aurelia pensó que se le iba a parar el corazón. Gaius, enfrente de ella, era la viva imagen de la conmoción. Incluso a su madre le costó hablar.

—¿Un mensajero? —exclamó Atia al cabo de un momento, una vez recuperado su autocontrol—. ¿De dónde?

—No lo sé. No me lo ha dicho. Quiere ver a la señora de la casa.

—Hazle pasar. ¡Enseguida! —ordenó Atia—. Lo recibiremos en el tablinum.

—Sí, señora. —Agesandros giró sobre sus talones y se marchó corriendo.

—¿Crees que trae un mensaje de padre? —balbució Aurelia—. ¿O… o… o sobre padre?

—Recemos a los dioses para que sea lo primero —repuso su madre al tiempo que se ponía en pie y se alisaba el vestido—. Seguidme.

Aurelia corrió al lado de su madre como una niña necesitada de un abrazo.

Gaius se quedó donde estaba, pero Atia le lanzó una mirada elocuente.

—Ven tú también.

—No quiero entrometerme.

—Eres como de la familia.

Aurelia agradeció la presencia de Gaius a su lado cuando corrieron al tablinum. No había tiempo para rezar en el lararium pues ya se oía el sonido de las tachuelas en el atrium, aunque elevó las plegarias más fervientes a sus antepasados, para que hubieran logrado proteger a su padre y a Quintus. Para que los hubiera mantenido con vida.

Su madre se colocó ante el santuario del hogar, con la espalda bien recta y una expresión severa en el rostro. Aurelia se colocó a su derecha y Gaius al otro lado. Atia no pudo evitar mostrar su preocupación cuando Agesandros reapareció con un hombre de aspecto cansado envuelto en una gruesa capa de lana un paso por detrás de él. Al cabo de un instante adoptó un semblante mucho más afable. Aurelia no sabía cómo era posible que su madre guardara la calma de tal modo. Ella tuvo que apretar los puños a los lados del cuerpo para evitar acribillarlo a preguntas.

Agesandros se hizo a un lado.

—La señora de la casa, Atia, esposa de Gaius Fabricius.

El hombre se acercó. La nieve le caía del ala ancha del casco beocio al caminar y las botas hasta media pantorrilla dejaron huellas húmedas en el mosaico del suelo. Aurelia escudriñó el rostro del mensajero a medida que se acercaba. Iba sin afeitar, estaba demacrado y exhausto. Le entraron ganas de vomitar de solo pensar que trajera malas noticias.

—Mi señora. —Un saludo seco.

—Bienvenido…

—Marcus Lucilius, mi señora. Sirvo en la caballería adjunta a las legiones de Longo.

Para Aurelia se detuvo el mundo. Veía todos los detalles del rostro de Marcus. Las marcas que le había dejado la viruela en las mejillas. Un grano en el mentón. Una cicatriz, probablemente causada por una navaja, que le cruzaba el lado izquierdo de la mandíbula en la que asomaba una barba incipiente.

—¿Qué te trae por aquí? —Atia habló con voz serena, mientras que Aurelia notaba el sabor de la bilis en la boca. Gaius tampoco parecía muy contento.

Una sonrisa cansada.

—Traigo un mensaje de vuestro esposo.

—¿Está vivo? —exclamó Atia.

—Cuando salí del campamento cerca de Placentia gozaba de buena salud.

—¿Y su hijo? —espetó Aurelia.

—También estaba bien.

—¡Oh, gracias a los dioses! —exclamó Aurelia, llevándose las manos a la boca. Su madre estaba más serena pero había suavizado la expresión. Incluso intercambiaron una sonrisa tímida. Gaius sonreía de oreja a oreja.

El mensajero rebuscó en el interior de su túnica blancuzca y sacó un pergamino enrollado.

—Perdona el estado en que está, señora —dijo tendiéndoselo—. Fabricius me hizo prometer que lo protegería con mi vida. Ha estado en contacto con mi piel durante todo el viaje.

—No importa —dijo Atia, que prácticamente se lo arrancó de la mano. Se hizo el silencio cuando rajó el lacre con la uña del pulgar y desenrolló la carta. Leyó con avidez moviendo los labios en una silenciosa sincronía.

La tensión era demasiado para Aurelia.

—¿Qué dice, madre?

—Tu padre está vivo e ileso. —La voz de Atia experimentó un leve temblor—. Igual que Quintus.

A Aurelia se le cayeron las lágrimas de la alegría. Lanzó una mirada al lararium y a las máscaras que representaban a los muertos en las paredes de ambos lados. «Gracias, espíritus del hogar. Gracias, antepasados. Haré ofrendas en vuestro honor».

—¿Da más noticias?

—La batalla del Ticinus fue dura. La caballería hizo un buen papel pero se vio superada en número de forma considerable. Ahí fue donde Publio Escipión resultó herido.

Gaius y Aurelia se dedicaron un asentimiento mutuo. Como es natural, la noticia de que un cónsul había resultado herido había llegado a Capua poco después del enfrentamiento.

—Al poco tiempo, lo enviaron en una patrulla con Quintus y tuvieron que cruzar un río para entrar en territorio enemigo. Flaccus fue con ellos. Parece ser que fue idea suya. —Aurelia notó cierto desasosiego—. Les tendieron no una sino dos emboscadas. Solo volvieron al vado que habían cruzado un puñado de jinetes. Tu padre, Quintus y Flaccus se contaban entre ellos. —Un grito ahogado—. ¡Hanno se contaba entre los soldados enemigos! —Una pausa. Atia miró enseguida a Aurelia—. Lo siento.

Aurelia no acababa de comprender. Si su padre y Quintus estaban bien, entonces…

—¿Flaccus? —preguntó con un hilo de voz.

—Está muerto. Según parece, uno de los hermanos de Hanno lo mató.

¿Su futuro esposo, muerto? Aurelia no sintió ni tristeza ni alivio. Estaba aturdida. Distante.

—No lo entiendo. ¿Cómo sobrevivieron padre y Quintus?

—Según parece, Hanno dijo a Quintus que tenía dos deudas con él. Dos vidas por dos deudas. Quintus y tu padre pudieron marcharse pero mataron a los demás.

—¡Salvajes! —bramó Gaius. Lucilius soltó un gruñido para mostrar que compartía su opinión.

«Nuestro ejército haría lo mismo», pensó Aurelia airada. Por lo menos Hanno pagó la deuda contraída. Es más de lo que harían muchos romanos. Pero seguía sin sentir nada por Flaccus.

—Al día siguiente consiguieron recuperar el cadáver de Flaccus para enterrarlo con dignidad. —Atia continuó—: Supondrá cierto consuelo para su familia.

—¿Dice algo de la batalla del Trebia? —preguntó Gaius.

Atia siguió leyendo:

—Algo. Ahí la lucha fue incluso más encarnizada que en el Ticinus. El tiempo era inclemente. Para llegar a la batalla nuestras tropas tuvieron que cruzar varios arroyos. Para cuando empezó la batalla, los soldados estaban empapados y muertos de frío. En cambio, las tropas de Aníbal, sobre todo la caballería, lucharon muy bien. También tendió una emboscada a la retaguardia de nuestro ejército. Los dos flancos se separaron debido a la presión. —Atia cerró los ojos durante un instante—. Tu padre y Quintus tuvieron suerte de librarse de la escabechina. Junto con un puñado de hombres, consiguieron llegar a Placentia sanos y salvos. Longo llegó al cabo de unas horas con unos diez mil legionarios.

Aurelia intentó imaginarse la escena. Se estremeció.

—Debe de haber sido una carnicería.

—Fue terrible —convino Lucilius—. Por lo menos es lo que dicen mis camaradas.

—¿Tú no estabas en el Trebia?

Una mueca.

—Me avergüenzo de ello, pero no, mi señora. Como soy mensajero, muchas veces estoy lejos del ejército. Tuve la mala suerte de no estar presente en la batalla.

—O la buena fortuna —indicó Atia.

Una sonrisa torcida.

—Eso es lo que cabría pensar, pero habría preferido estar ahí con mis compañeros.

—No tienes que avergonzarte de cumplir con tu obligación —declaró Atia—. Hoy también puedes enorgullecerte de lo que has hecho. Nuestras vidas han sido un tormento absoluto desde que nos enteramos de lo ocurrido en la Galia Cisalpina. Aunque la guerra todavía no ha acabado, podemos darnos por satisfechas de que nuestros hombres sigan vivos. —Lucilius hizo media reverencia—. ¿Quieres quedarte un rato para descansar y comer?

—Gracias, mi señora. No me importaría comer algo caliente, pero luego tengo que marcharme enseguida. Debo regresar a Roma. El Senado tendrá mensajes que debo entregar a Longo y Escipión.

—Agesandros, acompaña a Lucilius al comedor —ordenó Atia—. Dile a Julius que le dé la mejor comida de la cocina.

Aurelia observó cómo la pareja se marchaba. No cabía en sí de gozo. ¡Quintus y su padre estaban vivos! Pensó en Flaccus y sus sentimientos tomaron forma. Le entristecía que hubiera muerto, pero no lo lamentaba especialmente. Ahora su compromiso había terminado. Alzó la cabeza y se dio cuenta de que Gaius la estaba mirando. Se sonrojó al notar que el deseo que sentía por él resurgía. Entonces sintió un poco de vergüenza, pero solo un poco.

—Qué pena que Flaccus haya muerto —dijo su madre—. Debemos viajar a Capua pronto y ofrecer un sacrificio en su memoria en el templo de Marte.

Aurelia asintió y fingió que le importaba. Sin embargo, tenía toda su atención puesta en Gaius. Una idea osada se le pasó por la cabeza. ¿Podría tal vez ganarse su afecto?

Las palabras que Atia pronunció a continuación echaron por tierra su fantasía.

—Tras un tiempo prudencial, habrá que retomar la búsqueda de un esposo adecuado para ti.

Aurelia lanzó una mirada emponzoñada a su madre. Por suerte, esta no se dio cuenta. Atia había ido al lararium a dar las gracias a Lucilius por las noticias.

—No te preocupes —dijo Gaius—. Te encontrará un buen hombre.

—¿Seguro? Lo único que buscan es a un hombre rico e importante —espetó Aurelia. Lo que no se atrevió a decir fue: «Yo quiero a alguien como tú».