Exterior de Placentia
Durante el pánico inicial que había reinado tras la derrota del Trebia, Quintus y su padre no habían sido más que dos de los muchos que habían huido para refugiarse en el interior de la ciudad amurallada. Sempronio Longo, el cónsul que había dirigido al ejército romano en la batalla y que había evitado la matanza de diez mil legionarios, había llegado poco después. Igual que Publio Cornelio Escipión, el segundo cónsul, cuya capacidad directiva en el campo de batalla había acabado tras resultar herido en un choque inicial en el río Ticinus. Placentia se había llenado enseguida hasta los topes. Tras solo dos días y en medio de una gran consternación, Longo había ordenado que se abrieran las puertas. El cónsul había mantenido la calma. A casi todos los hombres del interior los habían hecho marchar al exterior. Bajo el mando directo de Longo, la mitad de sus hombres había hecho guardia mientras el resto construía un gran campamento de marcha. Como era uno de los pocos soldados de caballería que había regresado, a Quintus enseguida lo enviaron a patrullar. Su misión consistía en alertar a sus compañeros sobre la aparición de tropas cartaginesas en los alrededores.
El primer día había sido el peor con diferencia. Él, su padre Fabricius y unas dos veintenas de jinetes —rezagados de muchas unidades— habían reconocido más de ocho kilómetros al este de Placentia, territorio que ahora estaba bajo control enemigo. Afectado todavía por la carnicería que había provocado el ejército de Aníbal, Quintus estaba histérico y otros de la patrulla estaban aterrados. Fabricius había sido la excepción: tranquilo, alerta, comedido. Su ejemplo había servido de inspiración a Quintus y, al cabo de un rato, había contagiado a los demás. El hecho de que no vieran a la caballería enemiga había ayudado. Se corrió la voz de que Fabricius era un buen líder y en días subsiguientes todos los jinetes romanos que llegaron a Placentia se colocaron a su mando. Había sido duro con ellos, les había insistido en que hiciera patrullas dos veces al día, además de varias horas de instrucción. Quintus no había recibido ningún trato especial. En todo caso, Fabricius había sido más duro con él que con los demás. Había acabado siendo normal que a Quintus se le asignaran más misiones. Suponía que era la forma como su padre demostraba su disconformidad con el hecho de que hubiera liberado a Hanno y del viaje al norte sin permiso para alistarse al ejército, así que apretaba los dientes, hacía lo que le ordenaba y se callaba. Esa mañana, a Fabricius le habían llamado de forma inesperada para que se reuniera con los cónsules, lo cual suponía un grato descanso de la dura rutina diaria para Quintus y sus compañeros. Tendrían que ir a patrullar, pero no hasta la tarde. Quintus decidió aprovechar la ocasión al máximo.
Acompañado de Calatinus, un hombre fornido y el único de sus amigos que había sobrevivido al Trebia, fue a pasear por Placentia. Sin embargo, enseguida se les pasó el buen humor y las ganas de aventura. Se suponía que la mayoría de la tropa vivía fuera de las murallas, pero las calles estrechas estaban tan abarrotadas como siempre. Desde los ciudadanos de a pie a los oficiales pasando por los soldados que se abrían paso a empujones entre la multitud, todo el mundo presentaba un aspecto desgraciado, hambriento o enfadado. Las llamadas de los tenderos tenían un tono amargo y exigente que rechinaba en los oídos, al igual que los berridos incesantes de los bebés hambrientos. El número de mendigos parecía haberse duplicado desde la última vez que Quintus había estado en el interior de las murallas. Hasta las prostitutas medio desnudas que les lanzaban miradas lascivas desde los escalones desvencijados que subían a sus miserables apartamentos cobraban el doble de lo normal. A pesar del frío, el olor a orina y excrementos lo impregnaba todo. Algunos alimentos se habían terminado y lo que quedaba se vendía a precios abusivos. El vino se había convertido en un privilegio de los ricos. Se rumoreaba que enseguida empezarían a llegar provisiones por el río Padus desde la costa, pero todavía no había pasado. Helados, muertos de hambre e irritables, la pareja abandonó la ciudad. Evitaron las hileras de tiendas por si Fabricius había regresado y se dirigieron al extremo sur del campamento que ahora albergaba al ejército maltratado de Longo. Por lo menos estirarían las piernas cruzando toda aquella extensión de terreno.
Tomaron el camino más corto, la via principalis, o central, que dividía el campamento en dos. A menudo tuvieron que apartarse para dejar paso a una centuria de legionarios que salían de las hileras de sus tiendas en dirección al sur. Calatinus se quejaba, pero Quintus lanzaba miradas subrepticias de admiración a los soldados de infantería. Antes siempre había mirado con desprecio a ese tipo de soldados pero ya no. No eran los imbéciles escarba-tierra que arrastraban los pies a los que se referían los soldados de caballería. Los legionarios eran la única sección del ejército que había salido airosa contra Aníbal, mientras que la caballería tenía mucho por hacer si quería recuperar el honor perdido en el Trebia.
La zona central que albergaba los pabellones de los cónsules daba a la via principalis y estaba marcada por un vexillum, una bandera roja en un mástil. El terreno que se extendía ante el grupo de tiendas desperdigadas era un hervidero. Aparte de los guardas normales, había mensajeros a caballo que iban y venían, grupos reducidos de centuriones enfrascados en conversaciones y un grupo de trompetistas a la espera de órdenes. Hasta un par de comerciantes había conseguido montar un puesto en el que vendían pan recién hecho y salchichas fritas con las que sin duda habían pagado el precio de la entrada al oficial encargado de la puerta.
—Ni rastro de tu padre. —Calatinus le dedicó un guiño sin disimulos—. Estará enfrascado en una conversación con Longo y el resto de los oficiales de alto rango, ¿no? Preparando la mejor táctica posible.
—Es probable. —Quintus estaba otra vez de mal humor—. De la cual no sabré nada hasta que llegue el momento de ponerla en práctica.
—¡Igual que el resto de nosotros! —Calatinus le dio una palmada tranquilizadora en el brazo—. La situación podía ser peor. Hace semanas que Aníbal nos deja tranquilos. Nuestra posición aquí es fuerte y los barcos pronto empezarán a ascender el Padus. Antes de que nos demos cuenta, tendremos refuerzos. —Quintus esbozó una sonrisa forzada—. ¿Qué ocurre? —Calatinus inclinó la cabeza—. ¿Todavía temes que tu padre te obligue a volver a casa?
Un soldado que estaba cerca les dedicó una mirada curiosa.
—¡No hables tan fuerte! —masculló Quintus, acelerando el paso—. Sí, lo temo. —Cuando se había reunido con Calatinus después del Trebia, su amistad se había intensificado. Habían hablado mucho y le había contado todo lo referente a Hanno, y el enfado de Fabricius ante la llegada inesperada de Quintus poco antes del primer enfrentamiento en el Ticinus.
—No va a obligarte a marchar. No puede. ¡Necesitamos el máximo de hombres! —Calatinus vio que Quintus se sonrojaba—. Ya sabes a qué me refiero. Eres un soldado de caballería bien preparado y ahora son lo que más escasea. Independientemente del crimen que hayas cometido a ojos de tu padre resulta irrelevante en estos momentos. —Calatinus sacó pecho—. ¡Tú y yo somos un material muy valioso!
—Supongo. —Quintus deseó sentirse realmente seguro. Sin embargo, animado por el buen humor de Calatinus, consiguió apartar el asunto de sus pensamientos.
Al llegar al extremo sur del campamento, subieron una escalera que conducía a la parte superior de los terraplenes de tierra, que tenían diez pasos de alto y seis de profundidad. La cara exterior del muro estaba coronada con ramas afiladas y más allá había un foso profundo. Las fortificaciones eran sólidas pero a Quintus no le apetecía ponerlas a prueba. El recuerdo de su derrota a manos de Aníbal era demasiado crudo. La moral estaba baja, sobre todo la de él. Desasosegado, escudriñó el horizonte con todas sus fuerzas. Hacía días que no se avistaban fuerzas enemigas, pero eso no significaba que hoy fuera a ser igual. Quintus se sintió aliviado al ver que no había vida en el terreno accidentado que se extendía desde la ciudad hasta la gruesa franja plateada que formaba el río Padus. En la carretera que iba hacia Genua y más allá había unos muchachos que llevaban ovejas y cabras a pastar, así como un viejo con una mula y un carro lleno de leña que renqueaba hacia la puerta principal. La zona más llana que quedaba a su izquierda estaba llena de legionarios entrenando. Los oficiales bramaban, silbaban y blandían las varas de sarmiento. En parte, a Quintus le habría gustado observar a los soldados de infantería. Pero sobre todo quería olvidarse de luchas y guerras, al menos durante unas horas. Lanzó una mirada a Calatinus.
—¿Ves algo?
Calatinus encogió sus anchos hombros.
—Me alegra decir que no.
Todo estaba como debía estar. Satisfecho, Quintus observó las nubes de aspecto amenazador que surcaban el cielo con rapidez. Un viento penetrante de los Alpes las transportaba rápidamente hacia el sur, seguidas de otras más oscuras. Se estremeció.
—Antes del anochecer nevará.
—Seguro —convino Calatinus con irritación—. Y si es tan fuerte como el otro día, nos quedaremos atrapados en el dichoso campamento durante un par de días.
De repente a Quintus se le ocurrió una travesura.
—Pues entonces vayamos de caza mientras podemos.
—¿Has perdido la cabeza?
Quintus lo pinchó con el dedo.
—¡No me refiero a ti y a mí solos! Reuniremos más a o menos a diez hombres. Los bastantes para que sea seguro.
—¿Seguro? —preguntó Calatinus con expresión incrédula, pero le devolvió el golpe a Quintus—. No estoy muy convencido de que quede algo que sea seguro, pero no se puede vivir eternamente asustado. ¿En qué estás pensando, un ciervo, quizá?
—Si Diana nos ayuda, sí. ¿Quién sabe? Quizá veamos algún jabalí.
—Ahora sí que me has convencido. —Calatinus ya estaba a media altura de la escalera que habían utilizado para subir por el terraplén—. Si tenemos carne suficiente, podemos intercambiarla por vino.
Quintus le siguió más animado al pensar en esa posibilidad.
Al cabo de un rato Quintus se planteó si no se habría precipitado. Él y sus compañeros, diez hombres en total, habían cabalgado varios kilómetros por el bosque situado al este de Placentia. Encontrar el rastro reciente de una presa había resultado ser mucho más difícil de lo que imaginaba. A pesar de la protección que les otorgaba la mezcla de hayas y robles, las inclemencias del tiempo habían convertido el terreno en un gran bloque de hielo. Había abundantes rastros antiguos, pero en muchos puntos era imposible ver marcas nuevas dejadas por animales salvajes. Habían hecho un avistamiento: un par de ciervos, pero las criaturas asustadas habían huido antes de que cualquiera de ellos consiguiera acertar el tiro con el arco.
—Vamos a tener que volver dentro de poco —masculló Quintus.
—Sí —dijo Calatinus—. Tu padre nos cortará la cabeza si no llegamos a tiempo para la patrulla.
Quintus hizo una mueca. Tiró de las riendas del caballo.
—Mejor que nos marchemos ya. Diana no está de buen humor. No creo que cambie.
Quienes les oyeron, soltaron un gruñido para mostrar su acuerdo y llamaron a gritos a los que se habían alejado cabalgando. Nadie se opuso a la sugerencia de Quintus de regresar a Placentia. Todos estaban helados hasta los huesos y por nada del mundo deseaban perderse la comida caliente que les servirían antes de la patrulla de la tarde.
Los senderos eran tan estrechos que tenían que cabalgar en fila de uno. Quintus iba en cabeza, seguido de Calatinus. Las chanzas frívolas que habían llenado la primera parte de la cacería se habían ido convirtiendo en un lamento ocasional sobre lo frío y hambriento que estaba un hombre en concreto, o sobre lo mucho que le apetecía pasar una noche en una taberna junto al fuego, bebiendo hasta el amanecer. Si había una prostituta atractiva con la que irse arriba, mucho mejor. Quintus había oído ese tipo de conversaciones cientos de veces, así que le entraban por un oído y le salían por el otro. Daba la impresión de que su caballo sabía qué camino seguir y así él podía abstraerse en sus pensamientos. Pensó en la carta que había escrito Fabricius, a la que había añadido una nota al pie, y esperaba que su madre la hubiera recibido. Su hermana Aurelia lamentaría la muerte de Caius Minucius Flaccus, su prometido, pero por lo menos sabría que él y su padre estaban vivos. Que algún día regresarían.
Más contento, empezó a soñar despierto sobre su hogar, cerca de Capua. Él y su padre estaban ahí con Atia, su madre, igual que Aurelia. La familia estaba recostada en divanes alrededor de una mesa repleta de platos suculentos. Una ijada de cerdo asado. Salmonete frito con hierbas aromáticas y besugo al horno. Salchichas. Aceitunas. Pan recién horneado. Verduras. Casi podía estirar la mano y tocar la comida. Quintus notó cómo la saliva se le acumulaba en la boca. Una imagen de Hanno entrando en la sala con una fuente de ave de caza con una salsa espesa de frutos secos le vino a la cabeza y parpadeó. ¿Estaba viendo visiones? Con ayuda de los dioses, volvería a comer con su familia, pero Hanno no estaría presente. El cartaginés había pagado su deuda pero ahora pertenecía al bando enemigo. A Quintus no le quedaba la menor duda de que Hanno lo mataría si tenía la oportunidad. Él, Quintus, habría hecho lo mismo llegado el momento. Elevó una oración para que nunca llegara ese día. No era pedir demasiado no volver a ver a Hanno.
Estos pensamientos funestos hicieron que su buen humor fuera pasajero. Con una ojeada amarga a cada lado, Quintus llegó a la conclusión de que estaban a medio camino del campamento. El tiempo pasaría rápido, se dijo, pero su estratagema no era convincente. Todavía quedaba mucho por recorrer. Tenía los pies helados en las sandalias. El brasero de la tienda en el que quizá pudiera entrar en calor antes de la patrulla le parecía estar lejísimos.
Tardó unos instantes en percatarse del sonido tenue de un silbido.
Entonces volvió a oírse y el martilleo entrecortado de un pájaro carpintero que se encontraba a cierta distancia quedó interrumpido. Un mirlo emitió un chillido de alarma y luego otro. Quintus empezó a notar el sudor en la frente. Había hombres cerca. Al fin y al cabo Diana no los había abandonado, porque el viento le soplaba en la cara, así que él había oído a quien silbaba en vez de lo contrario. Se giró y alzó la palma de la mano hacia Calatinus para indicarle que parara.
Su amigo, que estaba veinte pasos por detrás, miró hacia el frente.
—¿Ciervos? —preguntó con tono esperanzado.
—¡No! ¡Tenemos compañía! ¡Diles a los demás que se callen la boca! —Calatinus abrió la boca sorprendido, pero entonces asimiló las palabras de Quintus. Se giró montado en el caballo—. ¡Silencio! Hay alguien ahí. ¡Callad!
Más silbidos. Quintus escudriñó los árboles que tenía delante para ver si veía algún tipo de movimiento. Agradecía los espacios amplios entre los troncos desnudos y la falta de maleza, lo cual hacía difícil ocultarse. El terreno que tenía ante sí descendía paulatinamente y conducía a un arroyo pequeño y repiqueteante que se encontraba a cierta distancia. Lo habían cruzado poco después de entrar en el bosque. Tenía la corazonada de que quienquiera que silbaba no tenía ni idea de la presencia de él ni de sus compañeros. El tono del silbido no era apremiante. Parecía más bien un mensaje de un cazador a otro para que supiera dónde estaba. No serían otros romanos, o por lo menos era dudoso que lo fueran. Desde el Trebia pocos hombres se atrevían a alejarse de Placentia a no ser que formaran parte de un grupo numeroso. Eso significaba que los hombres que había oído eran cartagineses o, más probablemente, hombres de alguna tribu gala. Se le revolvió el estómago.
Recordaba con claridad lo que algunos galos, supuestamente considerados aliados romanos, eran capaces de hacer. Tanto él como Calatinus habían tenido la suerte de sobrevivir poco después de su llegada a un ataque nocturno en el que veintenas de sus compañeros habían sido decapitados. La imagen del rastro escarlata que los galos habían dejado al huir con sus trofeos seguía apareciéndosele. En el Trebia, Quintus había sido atacado y casi asesinado por galos que llevaban cabezas colgadas de los arreos de sus monturas. Aquel recuerdo le tiñó la visión de rojo durante un instante. Tenía que saldar cuentas con todos y cada uno de los hombres de las tribus que luchaban para Aníbal. Parpadeó para librarse de la furia que lo invadía y respiró hondo. Ser cauteloso era de vital importancia. Era posible que les hubieran seguido a él y sus compañeros por el bosque. Quizá les superaran en número. Tal vez incluso les hubieran tendido una emboscada.
Una extraña tranquilidad se apoderó de él. Quizá fuera a morir ahí. Si aquel era el caso, moriría como un hombre. Como un romano. Y se llevaría al máximo de enemigos con él.
Quintus dejó caer las riendas al suelo, bajó del caballo y se acercó con sigilo a Calatinus.
—Vamos a echar un vistazo.
—¿Y los demás?
—Que esperen aquí. Si no regresamos pronto, ya volverán solos.
Calatinus asintió. Hablaron rápidamente con los otros ocho jinetes que parecían estar muy descontentos. Cuando volvió a sonar el silbato, todo rastro del buen humor anterior desapareció por completo.
—Solo los dioses saben cuántos guerreros puede haber. No esperaremos mucho —advirtió el mayor, un hombre taciturno llamado Villius.
—Déjanos tiempo suficiente para ver quién anda ahí —espetó Quintus—. De lo contrario podéis acabar encontrándoos con una trampa. Quizás estemos rodeados.
Villius calibró el estado de ánimo de sus compañeros.
—Vale. Pero contamos hasta mil y nos marchamos de todos modos.
—Quizá no baste —protestó Quintus.
—Me da igual —replicó Villius con tono malicioso—. No pienso quedarme aquí a esperar que una panda de salvajes galos acabe conmigo.
Los demás mostraron su acuerdo a voces.
Quintus lanzó una mirada furiosa a Calatinus, que se encogió de hombros. Se tragó su ira. La reacción de sus compañeros no era de extrañar y no era momento para vacilaciones.
—Empieza a contar. —Le dio la espalda a la sonrisa amarga de Villius. Con la espada preparada y Calatinus dos pasos por detrás, Quintus se marchó dando zancadas—. Lleva tú también la cuenta —gruñó.
—Vale. Un, dos, tres… —respondió Calatinus.
Quintus adoptó enseguida el paso de su amigo. Primero llegaron al caballo de Calatinus y luego al de él, murmurando palabras tranquilizadoras a ambos animales al pasar. La mirada de Quintus vagó de izquierda a derecha a gran velocidad para captar todos los detalles. «Treinta y ocho, treinta y nueve». Una haya vieja y ahorquillada, más alta que un edificio de viviendas de Capua. Una telaraña en un arbusto cuyo dibujo irradiado estaba bordeado por escarcha. Hojas heladas en el suelo, por separado, en montones, en la superficie de los charcos. Por encima de ellas, las ramas desnudas se alzaban en una mezcolanza de capas hacia el cielo gris. Un roble muerto cuyo tronco retorcido, nudoso y rajado por un rayo se apoyaba en el árbol de al lado, como si estuviera borracho. Un destello de color en las ramas mientras un pájaro carpintero —¿el que había oído?— se marchaba revoloteando asustado. Quintus se paró pero no veía nada por delante. Tampoco había vuelto a oír silbidos. El pájaro debía de haberse asustado ante su llegada. Sin embargo, el pulso no se le desaceleraba y tenía que secarse el sudor que le rodeaba los ojos continuamente. Miró en derredor, vio que su amigo tenía los nudillos blancos alrededor del asta de la lanza, pero Calatinus le dedicó una amplia sonrisa de determinación. Más tranquilo, Quintus siguió adelante. «Doscientos cincuenta y cinco. Doscientos cincuenta y seis».
Habían echado un par de vistazos por entre los árboles pero cuando la cuesta tocó fondo, Quintus vio bien el arroyo por primera vez. Lo atisbó camuflado detrás de una robusta haya. Calatinus se colocó a su lado. Era tal como lo recordaba, con una orilla estrecha y poblada de hierba en el lado más próximo y árboles hasta el borde en la otra. El curso de agua era poco profundo en su mayor parte, aunque tenía un tramo más hondo y rocoso en el medio. El agua salía disparada al chocar contra las rocas redondeadas. La corriente era lo bastante tranquila como para vadearla a caballo, pero resbaladiza y fría para hacerlo a pie.
—¿Dónde narices están? —susurró Calatinus—. ¿Nos hemos imaginado los silbidos?
—Sabes que no. —«Cuatrocientos. Cuatrocientos uno». Quintus se planteó bajar por la cuesta, pero era lo máximo a lo que podía aspirar sin arriesgarse a que lo vieran los demás. Calatinus también lo sabía.
Observaban en silencio.
Empezaron a caer copos de nieve en forma de remolino. Al comienzo caían casi como en un sueño, pero enseguida se puso a nevar de forma copiosa. La visibilidad fue empeorando. Quizá fueran imaginaciones de Quintus, pero también empezó a descender la temperatura.
—Ya voy por el cuatrocientos setenta y cinco —anunció Calatinus—. ¿Y tú?
Quintus exhaló un suspiro. El aliento formaba vaho al salir.
—Cuatrocientos sesenta.
—¿Eres consciente de que el mierda de Villius se marchará en cuanto llegue a mil?
—Podemos volver corriendo. Así nos ahorramos cien o ciento cincuenta números del total.
Calatinus frunció el ceño pero Quintus se alegró de que no se moviera.
Bajaron la mirada hacia el arroyo con los músculos rígidos por el frío. Quintus alcanzó los quinientos ochenta sin ver nada sospechoso. Llegó a la conclusión de que quienquiera que hubiera oído debía de haberse desplazado en otra dirección. No había de qué preocuparse. Se giró.
—Pues ya podemos marcharnos.
No recibió una respuesta inmediata.
Quintus estaba a punto de dar un codazo a su amigo cuando vio la expresión en los ojos de Calatinus. Giró la cabeza rápidamente. Necesitó hacer un gran acopio de autocontrol para no soltar un grito. Había un hombre —un guerrero— en medio del arroyo. Se le veía robusto bajo la capa de lana y llevaba los pantalones y las botas típicos de los galos. Portaba una lanza de caza larga. Por el otro extremo, detrás de él, aparecieron dos hombres más vestidos de forma similar que se disponían a vadear el río. Ambos llevaban flechas encajadas en las cuerdas del arco. Cuando el primer guerrero llegó a la orilla más cercana, llamó a una cuarta figura, que acababa de salir de entre los árboles.
—¿Nos están buscando? —Calatinus había acercado los labios al oído de Quintus.
—No. Están de caza. ¿Tú también lo crees?
—Sí. Los hijos de puta están relajados.
Quintus observó detenidamente a los cazadores. No había aparecido ninguno más, pero eso no significaba que no hubiera otros por entre los árboles de la otra orilla. El primer hombre ya estaba subiendo hacia ellos. Tenía los nervios a flor de piel.
—No podemos quedarnos.
—Lo sé. —Calatinus hizo una mueca—. Ahora debemos de ir por el seiscientos ya.
Caminaron hacia atrás hasta que perdieron el arroyo de vista y se alejaron unos cien pasos. Luego echaron una mirada hacia donde los guerreros iban a aparecer y echaron a correr. Con fuerza.
—En nombre del Hades, ¿qué tenemos que hacer? —preguntó Calatinus—. Están bloqueando el camino de vuelta al campamento. Es el único vado que encontramos.
—Podríamos intentar evitarlos dando un rodeo.
—Eso es muy fácil de decir.
—O eso o cabalgamos directos hacia esos cabrones. Y recemos para que no haya veinte más en la retaguardia.
La escarcha crujía bajo sus pies mientras corrían.
Quintus pensó que atacar era arriesgado pero que era la mejor opción. Tratar de evitar a los galos parecía un acto de cobardía siendo tan pocos.
—Yo voto por que ataquemos —propuso. Deseaba que el corazón no le latiera tan rápido.
—Yo también —masculló Calatinus—. Quiero vengarme por lo que pasó en el Trebia.
Quintus dedicó una amplia y fiera sonrisa a su amigo. Si estaban unidos tenían más posibilidades de convencer a sus compañeros.
Llegaron a su destino justo cuando los demás partían a caballo. El grito grave y apremiante les llamó la atención e hicieron girar a los caballos justo cuando la pareja apareció. Unos cuantos adoptaron una expresión avergonzada por no haber esperado, pero Villius hizo una mueca.
—¿No sabéis contar?
Quintus lo fulminó con la mirada.
—Acabamos de ver a un grupo de galos.
A Villius se le quedó el siguiente comentario ahogado en la garganta. Todos clavaron la mirada en la arboleda situada detrás de los amigos.
—¡Por todos los dioses! ¿Cuántos eran? —preguntó un hombre.
—Solo vimos a cuatro —repuso Calatinus.
—¿Nos siguen el rastro? —preguntó Villius, inquieto al lomo de su caballo.
—No creo. Parece que están de caza —explicó Quintus.
Miradas de alivio entre los hombres.
—Pero podría haber más, ¿no? —apuntó Villius.
—Por supuesto, pero no teníamos tiempo de quedarnos a comprobarlo —replicó Quintus con acritud.
Villius frunció el ceño.
—Propongo que los evitemos. Que cabalguemos dando un rodeo.
Unos cuantos jinetes asintieron, pero Quintus no estaba dispuesto a aceptar la propuesta.
—Si hacemos eso a lo mejor nos perdemos. ¿Y si no hay otro vado en el arroyo? Acabaremos cabalgando por un terreno que conocemos incluso menos que este. Y si nieva más, corremos el riesgo de perdernos.
—Lo que sugieres —intervino Calatinus— es que ataquemos a esos folla-ovejas.
—Aunque sean más de cuatro, no nos esperan —dedujo Quintus—. Si cabalgamos hasta allí con brío, esos cerdos se llevarán la sorpresa de su vida. Nos habremos marchado antes de que los que sobrevivan sepan siquiera qué ha pasado. —Recorrió con la mirada hombre tras hombre—. ¿Quién está conmigo?
—Yo no —gruñó Villius.
—Levantad la mano —instó Quintus antes de que Villius pudiera decir algo más. Alzó el brazo. Calatinus también.
Haciendo caso omiso de la expresión malhumorada de Villius, otros dos hombres levantaron también la mano. Otro jinete alzó la mano derecha encogiéndose de hombros. Un sexto le imitó rápidamente. Entonces tres de los hombres que quedaban se unieron a la propuesta. Quintus apretó el puño con expresión triunfante.
Villius le lanzó una mirada envenenada.
—Vale, me apunto.
Quintus ya estaba a medio camino del caballo.
—Vamos. En estos momentos ya estarán en nuestra orilla. Iremos en formación de cinco hombres de ancho por dos de largo. Los que llevan arcos tienen que cabalgar en la parte trasera.
»Abatid a cualquier hombre con el que os encontréis. Deteneos el tiempo necesario para retirar las lanzas, pero eso es todo. Aquí es un sálvese quien pueda. Cruzad el arroyo y cabalgad como un relámpago. Nos reencontraremos en el punto por donde entramos al bosque.
Los hombres asintieron y mostraron su acuerdo con un gruñido. Se enrollaron las riendas alrededor de la mano izquierda. Sujetaron las lanzas con fuerza con la derecha. Dos de los hombres más seguros de sí mismos incluso encajaron las astas en las cuerdas del arco. Villius no lo hizo. Se pusieron en marcha instando a las monturas a que fueran al trote de inmediato. Quintus se colocó en el centro, Calatinus ocupó su derecha. Villius estaba justo detrás. Nadie llevaba escudo. Quintus se sentía desnudo sin el suyo. Los galos tenían lanzas y flechas y seguro que eran buenos tiradores. Tendría que confiar en los dioses para que la carga sembrara el pánico entre los guerreros, que todos los proyectiles que lanzaran erraran el tiro. Apartó esa idea de su mente. «Céntrate». Ya habían cubierto la mitad del camino que los separaba del arroyo. Vio una silueta con una capa por entre los árboles. Al cabo de un instante, el guerrero se puso rígido al ver a Quintus. Se encontraban a unos cien pasos de distancia.
—¡Al ataque! —gritó Quintus espoleando a su montura—. ¡Recordad a nuestros compañeros que murieron en el Trebia!
Los demás jinetes profirieron un grito de ira y orgullo. Calatinus perjuraba e insultaba a los hombres de la tribu.
—¡Roma! ¡Roma! —bramó una voz.
Mientras el estrépito de los cascos llenaba el ambiente, el galo se esfumó detrás de un haya. A Quintus le palpitaban las sienes. Preparó la lanza y rezó para tener al menos un guerrero a tiro. Era la tercera ocasión en que atacaba a un enemigo y, por primera vez, no tenía miedo. Solo una euforia rabiosa por haber organizado el ataque y por obtener, en cierto modo, venganza por lo que habían sufrido en el Trebia.
Quintus avistó el arroyo. Luego a otro hombre. El corazón le dio un vuelco. Uno, dos, tres, cuatro siluetas esprintaban a toda velocidad colina abajo en dirección al agua.
—¡Han echado a correr! —gritó—. ¡Atacad! —Unas ramas bajas le pasaron como un látigo por encima de la cabeza cuando el caballo empezó a galopar. Con el rabillo del ojo veía a otros dos jinetes, uno de los cuales era Calatinus, y el ruido que oía detrás le indicaba que alguien, ¿Villius?, seguía estando ahí.
Por exceso de entusiasmo a Quintus se le olvidó que quizás hubiera más de cuatro galos. Antes de tener tiempo de reaccionar vio a una figura que salía disparada de la protección que le ofrecía un árbol a su izquierda. Fue cuestión de suerte que la hoja se clavara en la carne de su caballo en vez de en la de él. Alcanzó al animal en la parte superior del hombro, justo delante del muslo de Quintus. El caballo dejó caer la pata delantera y se paró de forma repentina. Quintus fue incapaz de evitar la caída. El aire le silbaba en las orejas. Se dio un golpe contundente en el costado izquierdo cuando cayó al suelo. Sintió un dolor intenso y sospechó que se le habían roto un par de costillas, pero siguió rodando hasta que consiguió ponerse en pie sujetando la lanza en el puño. El mundo daba vueltas. Quintus meneó la cabeza y silbó consternado. Su caballo, que quizá fuera su único medio para salir de allí, se tambaleaba cuesta abajo. No tenía tiempo de darle vueltas a su desgracia. Ya tenía al galo encima, una bestia de hombre, que rugía en su idioma gutural y blandía una daga de aspecto amenazador ante la barriga de Quintus. Apuntó con la lanza a la cara del guerrero y le obligó a retroceder.
Recibió un alud de insultos.
Quintus fue al ataque y el galo tuvo que retirarse. No parecía asustado, lo cual a Quintus le pareció raro. Un hombre con un cuchillo no tenía ninguna posibilidad contra un enemigo armado con una lanza. Al cabo de un instante estuvo a punto de perderse el destello de triunfo en los ojos del otro. Casi. Quintus se tiró de la única manera que pudo. Hacia abajo y hacia la izquierda y con el costado herido. Cuando le embargó el dolor de las costillas por todo el cuerpo oyó un sonido familiar. Una flecha atravesó el espacio que acababa de desocupar y el galo soltó un juramento. Quintus se puso en pie como pudo y miró a su izquierda. A treinta pasos de distancia, entre los árboles, había un guerrero con un arco. Ya estaba encajando otra flecha en la cuerda.
Los cascos de los caballos martilleaban el suelo y Villius apareció. Vio lo que le había pasado a Quintus y al guerrero del cuchillo y obligó al caballo a aminorar el paso. Quintus sintió un gran alivio que se desvaneció casi de inmediato. Al ver al arquero, Villius cambió de parecer. Sin apenas pensárselo dos veces, condujo a su montura cuesta abajo para no correr peligro.
El guerrero del cuchillo profirió una risa fea.
El asta con lengüeta agujereó la túnica de Quintus y le causó un desgarro angustioso en la piel antes de chocar contra un árbol situado a escasos pasos de distancia.
—¡Sois unos cabrones, todos vosotros! —exclamó Quintus. Mirando a un galo y a otro, le clavó la lanza al hombre del cuchillo y lo dejó a la defensiva. Si no quería que el arquero lo matara, tenía que abatir a su contrincante. Rápido. A Quintus se le puso la piel de gallina. Casi era capaz de sentir cómo la siguiente flecha se le clavaba en la espalda. O en el costado. Se le ocurrió una idea brillante y se situó rápidamente a su izquierda antes de girarse para situarse de nuevo frente al galo. Su enemigo rugió de ira en cuanto se dio cuenta de lo que había hecho Quintus.
Protegido de las flechas con el cuerpo del otro, Quintus asestó otro golpe con la lanza. El guerrero hizo un quiebro pero Quintus se adelantó al movimiento. Con una embestida potente, clavó el extremo de la lanza en el vientre del galo. Un aullido ensordecedor rasgó el ambiente, pero él retorció la hoja para rematar la faena antes de retirarla. El guerrero se tambaleó. Dejó caer el puñal al suelo sin darse cuenta. Se sujetó el estómago, pero no consiguió evitar que le salieran un par de bucles de intestino por el agujero de la túnica. Le fallaron las rodillas, pero se esforzó por mantenerse en pie.
Quintus recordó el oso al que se había enfrentado cerca de casa y le pareció que había pasado una eternidad. Había acabado con una herida tan grave como aquella, pero de todos modos había estado a punto de matarle. Como le gustaba decir a su padre, un hombre era peligroso mientras no estuviera muerto. Se acercó y le clavó la lanza hasta el fondo al galo en el pecho. El hombre pareció sobresaltarse; entreabrió los labios; emitió un profundo gemido y entonces se le apagó la luz de los ojos. Se desplomó como un peso muerto sobre la lanza pero Quintus no le dejó caer. Protegido por el cuerpo, miró por encima del hombro, justo a tiempo para ver que una flecha le atravesaba la espalda al galo.
Aquello bastaba. Con un gran esfuerzo separó el cuerpo de la hoja. Tenía los brazos, el pecho y la cara empapados de sangre, pero a Quintus le daba igual. Giró sobre sus talones y salió disparado hacia el arroyo intentando contener las náuseas que se le agolpaban en la garganta. En aquellos momentos, todo consistía en velocidad y estrategia. Alejarse el máximo posible del arquero antes de que lanzara la siguiente flecha. Dejar de ser un blanco fácil. Tras quince pasos, giró hacia la derecha. Diez pasos más allá, zigzagueó hacia la izquierda. De nuevo una flecha se clavó en el suelo cerca de sus pies. Quintus profirió un grito ahogado con una mezcla de alivio y terror, pero no osó volver la vista atrás. A la de diez, volvió a cambiar de dirección. El galo volvió a fallar y Quintus se arriesgó a correr cuesta abajo un poco antes de dirigirse rápidamente a la derecha. La siguiente flecha cayó bastante lejos de él y el corazón le dio un vuelco. Debía de estar a más de cien pasos de la arboleda. Se estaba acercando al arroyo. Si lo alcanzaba sin resultar herido, las posibilidades del arquero serían escasas.
Uno de sus compañeros estaba a medio camino del vado. Se sintió esperanzado hasta que vio que se trataba de Villius. El granuja tenía un arco pero ni siquiera miraba hacia atrás. La orden de que cada hombre fuera a lo suyo le parecía ahora una estupidez. «Cabrón. Podía haber despistado al galo». Quintus no vio ni rastro de los demás. Giró y esprintó hacia la izquierda, dirigiéndose en diagonal al curso de agua. Veinte pasos y luego un amago a la derecha. Cinco pasos y media vuelta. El tiempo transcurrido desde la última flecha fue mayor que el anterior y a Quintus se le revolvió el estómago. Se atrevió a echarle un vistazo al guerrero y deseó no haberlo hecho. El hombre seguía todos sus movimientos y le apuntaba directamente con una flecha.
A Quintus le entró el pánico por primera vez. No podía parar ni ir más lento. Su única posibilidad era seguir adelante, continuar cambiando de dirección y esperar que el galo no anticipara sus movimientos. Teniendo en cuenta la cantidad de veces que había evitado que lo alcanzara, la buena suerte debía de estársele agotando. Ahora la orilla estaba a menos de veinte pasos. Dieciocho, dieciséis. De repente decidió intentar escapar. Si iba a toda velocidad lo alcanzaría en un momento. Se lanzaría al agua y cruzaría el río a nado. A ver si ahí el hijo de puta era capaz de alcanzarle.
Agachó la cabeza y salió disparado hacia delante.
Quintus no había dado más que unos pocos pasos cuando notó un golpe tremendo en la parte superior del brazo izquierdo. Enseguida sintió el dolor más intenso que había sentido en su vida. Bajó la mirada y vio que el extremo ensangrentado de una flecha le sobresalía del bíceps izquierdo. «Tengo que moverme, tengo que seguir moviéndome —pensó—. De lo contrario el cabrón me alcanzará en la espalda la próxima vez». Por suerte, ahora la orilla estaba muy cerca. Se arrojó al agua y soltó un grito ahogado por el frío intenso. Nadar quedaba descartado, así que Quintus empezó a vadear el río, rezando para que el galo no se hubiera envalentonado tanto como para emerger de la seguridad que le proporcionaban los árboles y volver a lanzar. En la otra orilla se encontraría en el límite máximo del alcance de la mayoría de los arcos. Una salpicadura a su derecha, otra flecha, le procuró cierto alivio, aunque el frío extremo del agua empezó a minarle las fuerzas. Tenía la impresión de llevar plomo en las piernas y un dolor agónico se le extendía por el cuerpo debido a la herida del brazo. Desesperado por descansar, Quintus se paró en seco. Notaba un sabor ácido en la boca. El galo seguiría lanzando mientras pudiera. Miró por encima del hombro y sus temores quedaron confirmados. El guerrero apuntaba al aire para dar mayor alcance a la flecha. Quintus no tenía ningunas ganas de ahogarse en el arroyo, de atragantarse con su propia sangre, así que se agachó hasta que el agua le llegó al mentón. Siguió su lucha caminando como un cangrejo.
La visión de Calatinus, a pie pero con un arco, y a otro de los hombres armado de un modo similar en la otra orilla fue la que más agradeció en su vida. Dispararon las flechas formando un arco enorme que pasó bien alto. Quintus no consiguió evitar volver a mirar. Las astas aterrizaron a veinte pasos del galo, que se giró y se internó en la seguridad que le ofrecía el bosque. Entonces la cuesta que tenía delante estaba vacía. Agotado y aliviado, Quintus vadeó hasta la orilla. Se tambaleó al trepar por la margen pero unos brazos fuertes le impidieron caer.
Quintus los apartó.
—Estoy bien.
—¡No, no estás bien! ¿Es grave? —Calatinus estaba preocupado.
—No lo sé seguro. No puede decirse que haya tenido tiempo de fijarme —repuso con un deje de humor.
—Vamos. Protégete. Aquí podemos examinar la herida.
Mientras el otro jinete los cubría, se internaron en la protección que les ofrecían los árboles. En cuanto dio unos cuantos pasos, Quintus vio a tres más de sus compañeros. Lo saludaron con un gran alivio.
—¿Habéis visto a algún galo en esta orilla? —preguntó.
—Ni rastro, gracias a los dioses —fue la respuesta—. Probablemente estén todavía corriendo.
Quintus chilló cuando Calatinus le palpó el punto donde la flecha se le había clavado en el brazo.
—Perdón.
—¿Qué ves?
—Has tenido suerte. Parece que no ha tocado el hueso. En cuanto se retire y limpie, la herida debería cicatrizar bien.
—¡Sácalo ya! —exigió Quintus—. Acabemos con esto.
Calatinus arrugó la frente.
—No es buena idea. No está sangrando tanto y no tengo ninguna sierra para cortar el asta. Si intento retirar la flecha partiéndola en dos, es probable que te cause una hemorragia. No tenemos tiempo para intentar atajar el torrente de sangre. Hemos matado por lo menos a tres guerreros…
—Cuatro —interrumpió Quintus.
Calatinus se echó a reír.
—Pero solo los dioses saben cuántos más puede haber por ahí.
Los demás emitieron unos fuertes murmullos para mostrar su acuerdo.
Quintus frunció el ceño aunque sabía que su amigo tenía razón.
—De acuerdo. Podéis cabalgar detrás de mí —dijo Quintus—. Llegaremos al campamento antes de que os deis cuenta.
Apretando los dientes para soportar el dolor, Quintus siguió a Calatinus por entre los árboles. Entonces fue cuando empezó a preguntarse cómo reaccionaría su padre. Se pondría contento, ¿no? Habían matado a la mayoría de los galos y hecho huir al resto, sin pérdidas aparentes. Aquello debía de ser positivo. Sin embargo, en lo más profundo de su ser no estaba tan convencido.
«Regresa primero al campamento —se dijo con virulencia—. Luego ya te preocuparás de eso».
Por una desafortunada casualidad, resultó que Fabricius estaba cerca de la entrada sur del campamento cuando llegó el exhausto grupo. Seguía nevando con fuerza, la nieve cubría los terraplenes, el terreno y las capas y cascos de los soldados, pero eso no impidió que se fijara en los nueve jinetes que cruzaron la entrada. Torció el gesto de descrédito al reconocer a Calatinus y luego a Quintus.
—¡Párate aquí mismo! —bramó. El alivio que sintieron por haber llegado al campamento se disipó ligeramente pero se controlaron. Quintus, aterido de frío y medio inconsciente, masculló un juramento—. ¡Controla ese vocabulario, mocoso insolente! —vociferó Fabricius mientras se acercaba.
Apareció por la derecha, por lo que no vio la flecha que su hijo llevaba clavada en el brazo.
Quintus se sonrojó. Hizo ademán de volver a hablar, pero la combinación de la mirada asesina de su padre con su debilidad lo dejó mudo.
Fabricius le clavó la mirada a Calatinus.
—¿Qué significa todo esto? ¿Dónde habéis estado?
—Estábamos… cazando, señor.
—¿Cazando? —Fabricius alzó la voz porque no daba crédito a lo que oía—. ¿Con este tiempo? ¿Cuándo teníais que ir a patrullar?
—La situación no era tan mala cuando nos marchamos, señor… —Entonces Calatinus miró a sus compañeros para que le apoyaran— y creo que todavía estamos a tiempo de patrullar.
—Seré yo quien lo diga. —Fabricius recorrió la hilera de caballos con la mirada para ver si llevaban alguna pieza colgada. Al no ver nada, apretó los labios—. ¿Y habéis conseguido abatir alguna bestia?
—No hemos cazado nada. —Calatinus no pudo evitar una sonrisa—. Pero hemos matado a cuatro galos.
—¿Cómo? ¿Qué pasó?
Quintus abrió la boca pero su padre lo silenció con la mirada.
Calatinus contó rápidamente el enfrentamiento que se había producido junto al arroyo. Cuando mencionó que Quintus había recibido una herida de flecha, Fabricius corrió al lado de su hijo.
—¿Dónde te han dado?
—Es… estoy bien. —Apenas consciente del tartamudeo, Quintus intentó levantar el brazo izquierdo pero fue incapaz.
—¡Por los Hades del subsuelo! Tienes que ir al hospital de inmediato. —Fabricius cogió las riendas del caballo—. ¿Alguien más ha resultado herido?
—Nuestro décimo compañero no apareció en el punto de encuentro acordado, señor —reconoció Calatinus—. Esperamos un rato pero el tiempo estaba empeorando, así que tallamos la palabra «campamento» en el tronco de un árbol antes de marcharnos con la esperanza de que lo vería.
—Un hombre perdido y otro herido, por qué ¿cuatro ridículos galos? —se quejó Fabricius—. ¿De quién ha sido la luminosa idea de esta expedición disparatada?
—Ha sido mía, señor —repuso Calatinus.
Quintus intentó protestar, pero la lengua no le respondía.
—¡Eres un imbécil! Ya hablaremos de esto más tarde —espetó Fabricius—. Regresad a las tiendas. Tenéis el tiempo justo para llenaros la barriga y calentaros antes de salir a patrullar. Dejaré a mi hijo al cuidado del médico y me reuniré con vosotros enseguida. —Quintus oyó que Calatinus le expresaba sus buenos deseos con un murmullo. Estaba demasiado cansado como para hacer algo más que asentir—. Largaos, venga —bramó su padre.
De repente Quintus notó que el mundo se hundía bajo sus pies. Sintió que perdía la fuerza en los muslos que lo mantenían en el caballo; empezó a perder el equilibrio sin poder hacer nada para evitarlo.
—Padre, yo…
—No hables. Conserva las fuerzas. —Su padre le habló con una suavidad inusitada.
Quintus no le oyó. Se desmayó y fue cayendo del caballo de Calatinus al suelo.