Ponga un tigre en su automóvil
Aomame se despertó pasadas las seis de la mañana. Era un día hermoso y despejado. Preparó café en la cafetera, hizo unas tostadas y se las comió. También preparó huevos cocidos. Vio las noticias en la televisión y comprobó que todavía no se había informado del fallecimiento del líder de Vanguardia. Se habrían deshecho del cadáver a hurtadillas, sin avisar a la policía y sin comunicárselo a nadie. En ese caso, no tenía nada que objetar. No era un asunto importante. Un muerto era un muerto, independientemente de cómo se deshicieran de él. El hecho de que estaba muerto no iba a cambiar.
A las ocho tomó una ducha, se cepilló con cuidado el cabello frente al espejo del lavabo y se pintó los labios de un rojo suave, que casi no se notaba. Se puso unas medias. Se puso la blusa de seda blanca y el estiloso traje de Junko Shimada que había colgado en el armario. Mientras se meneaba y se retorcía una y otra vez para acostumbrar el cuerpo al sujetador con aros y relleno, pensó que le habría gustado tener el pecho un poco más grande. Debía de haber pensado aquello delante del espejo unas setenta y dos mil veces. «¿Y qué importa? Piense lo que piense, y cuantas veces lo piense, no deja de ser mi voluntad. ¿Qué problema hay en que lo piense una vez más después de setenta y dos mil veces? Al menos mientras esté viva pensaré lo que quiera, como quiera y cuando quiera. Nadie va a protestar». A continuación se calzó los zapatos de tacón de Charles Jourdan.
Aomame se colocó frente al espejo de tamaño natural que había en la entrada y comprobó que su vestimenta era impecable. Levantó levemente los hombros delante del espejo y pensó que se parecía a Faye Dunaway en El caso de Thomas Crown. En esa película, interpretaba a una aguda investigadora de una agencia de seguros fría como un cuchillo. Era sexy, impasible, y los trajes de ejecutiva le sentaban de maravilla. Aunque, obviamente, Aomame no se parecía a Faye Dunaway, tenía cierto aura. Por lo menos, tenía algo de ella. Un aura especial que sólo una profesional de primera categoría podría destilar. Además, en la bandolera llevaba una semiautomática dura y fría.
Se puso unas pequeñas gafas de sol Ray-Ban y salió del piso. Entonces entró en el parque infantil que había frente al inmueble, caminó hasta ponerse delante del tobogán en el que había estado sentado Tengo la noche anterior y rememoró aquella escena en su cabeza. «Hace unas doce horas, el Tengo real estaba ahí —separados sólo por una calle». Había estado allí sentado, solo y en silencio, mirando las lunas durante un rato. Las mismas dos lunas que ella miraba.
A Aomame le parecía casi un milagro haber encontrado a Tengo de aquella manera. Había sido como una especie de revelación. Algo había conducido a Tengo ante ella. Y ese acontecimiento parecía haber operado un gran cambio en la constitución del cuerpo de Aomame. Desde que se había despertado, Aomame no había parado de sentir en todo el cuerpo una especie de disensión. «Apareció como salido de la nada y se marchó. No pudimos hablar, ni tocarnos, pero durante ese breve periodo de tiempo él hizo que muchas cosas en mi interior se transformaran. Agitó mi cuerpo y mi espíritu; literalmente, como si hubiera removido chocolate caliente con una cuchara. Hasta las vísceras y el útero».
Aomame se quedó allí parada durante unos cinco minutos, apoyó una mano en un peldaño del tobogán y, frunciendo un poco el ceño, golpeó ligeramente el suelo con el fino tacón de los zapatos. Se dejó invadir por la agitación de su cuerpo y de su espíritu y saboreó aquella sensación. Luego abandonó con determinación el parque infantil, salió a una gran avenida y cogió un taxi.
—Primero dirígete a Yōga y luego continúa por la Ruta tres de la autopista metropolitana hasta la salida de Ikejiri —le dijo Aomame al taxista.
El taxista se sintió desconcertado, naturalmente.
—¿Y cuál es el destino final, señora? —dijo en un tono de voz más bien flemático.
—Por ahora, la salida de Ikejiri.
—Bueno, entonces se llega mucho antes si vamos directamente a Ikejiri. Si fuéramos hasta Yōga daríamos un rodeo enorme y, además, a estas horas de la mañana la Ruta 3 en dirección a Tokio está muy congestionada. Apenas se avanza. Puedo asegurárselo como que hoy es miércoles.
—Me da igual si hay atasco. Me da igual, sea jueves, viernes o el día del cumpleaños del emperador. De momento, haz el favor de coger la metropolitana en Yōga. Porque si es por tiempo, tengo de sobra.
El taxista tendría entre treinta y treinta y cinco años. Era delgado, de tez blanca y rostro aguileño. Parecía un prudente animal herbívoro. El mentón se le proyectaba hacia delante, como las estatuas de piedra de la isla de Pascua. Por el espejo retrovisor miraba a Aomame a la cara. Intentaba captar en su semblante si a su clienta le faltaba un tornillo o si era una persona normal y corriente metida en algún lío. Pero eso no podía saberse así como así. Sobre todo observando el reflejo de una figura en un pequeño espejo.
Aomame cogió la cartera de la bandolera y sacó un novísimo billete de diez mil yenes, que parecía recién impreso, delante de las narices del conductor.
—Quédate con el cambio. No necesito recibo —dijo concisamente Aomame—. Quiero que hagas lo que te he dicho, sin meterte en donde no te llaman. Primero ve a Yōga y allí coge la autopista metropolitana hasta Ikejiri. Supongo que el dinero será suficiente aunque haya atasco.
—Ser suficiente claro que lo es —dijo el taxista, todavía con suspicacia—, pero ¿tiene usted algo que hacer en la metropolitana?
Aomame sacudió el billete como si fuera una banderola.
—Si no quieres ir, yo me bajo y cojo otro taxi, así que decídete de una vez si me llevas o no.
El taxista frunció el ceño unos diez segundos, observando los diez mil yenes. Luego se decidió y alcanzó el billete. Después de comprobar a la luz que era auténtico, lo metió en la bolsa de recaudación.
—De acuerdo. Vamos a la Ruta tres de la autopista metropolitana. Pero le aseguro que va a haber un atasco horroroso. Y entre Yōga e Ikejiri no hay más salidas. Tampoco hay aseos públicos, así que si quiere ir al baño, vaya ahora.
—No te preocupes. Llévame ahora mismo, por favor.
El taxista atravesó las intrincadas calles de la zona residencial y se metió en la circunvalación número ocho. Siguiendo la atestada carretera se dirigió hacia Yōga. Entretanto, no intercambiaron una sola palabra. El taxista escuchaba el noticiario de la radio. Aomame iba inmersa en sus pensamientos. Cuando llegaron a la entrada de la metropolitana, Aomame le pidió que bajara el volumen.
—Perdone que me meta en donde no me llaman, señora, pero ¿tiene usted algún trabajo especial?
—Investigadora en una agencia de seguros —dijo Aomame sin titubear.
—Investigadora en una agencia de seguros. —El conductor repitió con cuidado aquellas palabras, como cuando se prueba una comida que nunca antes se ha comido.
—Demuestro casos de fraude con sumas aseguradas —le explicó Aomame.
—¡Vaya! —dijo el taxista sorprendido—. Esa estafa, o lo que sea, tiene algo que ver con la Ruta tres de la autopista metropolitana, ¿no?
—Eso es.
—Como en esa película…
—¿Qué película?
—Una película muy vieja. En la que sale Steve McQueen. ¿Cómo era…? Me he olvidado del título.
—El caso de Thomas Crown —dijo Aomame.
—Ésa, ésa. Faye Dunaway hace de investigadora de una agencia aseguradora. Es una especialista en seguros contra robos. Y McQueen es un millonario que delinque por afición. Una película entretenida. La vi cuando estaba en el instituto. Me gustaba la banda sonora. Tenía clase.
—Michel Legrand.
El taxista tatareó los cuatro primeros compases. Luego miró por el espejo retrovisor y volvió a inspeccionar detenidamente el rostro de Aomame.
—Ahora que lo pienso, tiene usted un aire a Faye Dunaway en aquella época.
—Muchas gracias —dijo Aomame, y tuvo que esforzarse para ocultar la sonrisa que afloró a sus labios.
Como había predicho el taxista, en la Ruta 3 de la autopista metropolitana en dirección a Tokio había un atasco increíble. La congestión empezaba ya apenas cien metros después de entrar. Era algo alucinante, digno de aparecer en un muestrario de atascos. Pero eso era precisamente lo que Aomame deseaba. La misma ropa, la misma carretera, el mismo atasco. Era una pena que por la radio no emitieran la Sinfonietta de Janáček y que la calidad del sonido no fuera tan buena como la de aquel Toyota Crown Royal Saloon, pero eso sería demasiado pedir.
El vehículo avanzaba a paso de tortuga, encajonado entre dos camiones. Se detuvo en un punto durante bastante tiempo y luego, de pronto, avanzó otro poco. En el carril contiguo, el joven conductor de un camión de congelados estaba enfrascado en la lectura de un cómic mientras permanecía parado. En un Toyota Corona Mark II de color crema viajaba un matrimonio de mediana edad, ambos miraban hacia delante con cara seria, sin decir una sola palabra. Quizá no se habían hablado en todo el trayecto. O quizás estaban así porque habían hablado de algo. Aomame se recostó sobre el asiento y se sumergió en sus pensamientos, mientras el taxista escuchaba el programa de la radio.
Tras llegar a duras penas a una señal que decía KOMAZAWA, siguieron hacia Sangenjaya arrastrándose como un caracol. De vez en cuando, Aomame alzaba la cara y contemplaba el paisaje por la ventanilla. «Va a ser la última vez que vea esta ciudad. Me voy lejos de aquí». Pero que pensara eso no quería decir que sintiera cariño alguno por la ciudad de Tokio. Los edificios que bordeaban la autopista eran espantosos y estaban negros por el efecto de los gases de escape de los vehículos; además, por todas partes había llamativos paneles publicitarios. Aquel paisaje la deprimía. ¿Por qué tenía que construir la gente lugares tan opresivos? Tampoco se trataba de que hasta el último rincón del mundo fuera hermoso, pero ¿acaso no sería mejor que las cosas no tuvieran que llegar a ser tan feas?
De pronto, por fin tuvo a la vista aquel sitio familiar. Era el lugar en el que se había bajado del taxi la vez anterior. El enigmático taxista de mediana edad le había explicado que allí había unas escaleras de emergencia. Más adelante se veía un gran panel publicitario de la petrolera Esso. El tigre sonreía de oreja a oreja, con la manguera de un surtidor de gasolina en la mano. El mismo panel de aquel día.
PONGA UN TIGRE EN SU AUTOMÓVIL.
De repente, Aomame se dio cuenta de que tenía la garganta reseca. Tosió y metió la mano en el bolso bandolera para sacar unos caramelos para la tos con sabor a limón. Se llevó uno a la boca y volvió guardar la caja en el bolso. De paso, agarró con fuerza la empuñadura de la Heckler & Koch, que estaba dentro del bolso. Confirmó su dureza, su peso. «Sí. Está bien», pensó Aomame. Luego el coche volvió a avanzar un poco.
—Pásate al carril de la izquierda —le dijo Aomame al taxista.
—Pero por el de la derecha el tráfico es más fluido —objetó el taxista pacíficamente—. Además, la salida para Ikejiri está a la derecha, así que pasarnos a la izquierda sería complicar las cosas.
Aomame no admitió las objeciones.
—Da igual, tú métete a la izquierda.
—Como usted diga. —El taxista se dio por vencido.
Sacó la mano por la ventanilla e hizo señales al camión de congelados que había detrás. Tras cerciorarse de que el camionero lo había visto, metió el morro del coche y se cambió al carril de la izquierda. A continuación avanzaron unos cincuenta metros y todos los vehículos se detuvieron.
—Voy a bajarme aquí. Abre la puerta.
—¿Bajarse? —preguntó el taxista estupefacto—. ¿Se va a bajar aquí?
—Claro, me bajo aquí. Es aquí donde tengo ese asunto pendiente.
—Pero, señora, estamos en medio de la autopista. Es peligroso y bajándose no tiene ningún sitio adonde ir.
—Ahí al lado hay unas escaleras de emergencia, así que no te preocupes.
—Unas escaleras de emergencia. —El taxista sacudió la cabeza—. No sé si las hay o no, pero si en la empresa se enteran de que he dejado bajar a un cliente en este sitio, se me van a echar encima. Hasta me llamarán la atención los de la empresa que gestiona la autopista metropolitana. Por favor, no me haga esto.
—Mira, tengo algo pendiente y debo bajarme aquí. —Aomame sacó otro billete de diez mil de la cartera y se lo ofreció al taxista sujetándolo con la punta de los dedos—. Siento tener que pedírtelo, pero aquí te doy esto por las molestias, así que no digas nada y déjame bajar. Por favor.
El conductor no aceptó el billete. Resignado, tiró de la palanca que tenía a mano y la puerta automática del asiento trasero izquierdo se abrió.[20]
—No necesito ese dinero. Basta con lo que me ha dado al principio. Pero haga el favor de andar con cuidado. En la metropolitana no hay arcenes, y caminar por este sitio en medio de un atasco es muy peligroso.
—Gracias —dijo Aomame. Después de apearse, dio unos golpecitos en la ventanilla del acompañante y la luna se bajó. Entonces, asomándose por la ventanilla, le puso el billete de diez mil en las manos.
—Cógelo, por favor. No te preocupes. Tengo dinero de sobra.
El taxista miró alternativamente al billete y a Aomame.
Ella le dijo:
—Si la policía o la empresa te amonestara por mi culpa, diles que te amenacé con una pistola y que no te quedó más remedio. Así seguro que no te dirán nada.
El taxista parecía no entenderla. ¿Que le sobraba el dinero? ¿Amenazarlo con una pistola? Con todo, aceptó el billete. Debía de tener miedo de que le hiciera alguna barbaridad si lo rechazaba.
Igual que la otra vez, se dirigió a Shibuya caminando entre el muro lateral y los vehículos del carril izquierdo. Habría unos cincuenta metros de distancia. La gente la observaba incrédula desde los coches. Pero ella caminaba majestuosamente sin importarle lo más mínimo, dando pasos grandes y con la espalda recta, como una modelo en una pasarela de París. El viento mecía su cabello. Un coche grande que pasó a toda velocidad por el carril contrario sacudió el pavimento de tal manera que parecía que lo hubiera inflamado. El panel de Esso fue aumentando de tamaño y, poco después, Aomame llegó al espacio de estacionamiento para emergencias.
El paisaje que la rodeaba no había cambiado desde la última vez. Allí estaba la verja metálica y, a su lado, la cabina amarilla con el teléfono de emergencia.
«Éste es el punto de partida de 1Q84», pensó Aomame.
«Desde que bajé a la ruta 246 por estas escaleras, mi mundo se ha transformado. Por eso voy a volver a bajarlas. La última vez fue a principios de abril y yo llevaba un abrigo beis. Ahora estamos a principios de septiembre y hace demasiado calor para llevar abrigo. Pero, excepto el abrigo, voy vestida de la misma manera que aquel día. La misma vestimenta que cuando maté a aquel hijo de puta que trabajaba en el negocio petrolero. Un traje de Junko Shimada y unos zapatos de tacón de Charles Jourdan. Una blusa blanca. Medias y un sujetador blanco de aros. Con la minifalda arregazada, salté la verja y luego bajé las escaleras de emergencia.
»Voy a hacerlo otra vez. Por pura curiosidad. Quiero saber qué ocurrirá si hago lo mismo en el mismo lugar y vestida de la misma forma. No lo hago con la idea de salvarme. No le tengo ningún miedo a la muerte. Llegada la hora, no vacilaré ni un instante. Puedo morir con una sonrisa en la cara». Pero Aomame no quería morir ignorante, sin llegar a comprender cómo se había originado todo. «Quiero intentarlo todo. Si fracaso, me daré por vencida. Pero haré todo lo posible hasta el último momento. Es mi manera de vivir».
Aomame saltó la verja metálica y buscó las escaleras de emergencia. Pero allí no había escalera alguna.
Daba igual cuántas veces mirase. Las escaleras de emergencia habían desaparecido.
Aomame se mordió el labio y torció el gesto.
No se había equivocado de lugar. Aquél era, sin duda, el espacio de aparcamiento de emergencia. Era el mismo paisaje y tenía ante sí la publicidad de Esso. En el mundo de 1984, allí existían unas escaleras de emergencia. Aomame las había encontrado fácilmente, tal y como el extraño taxista le había indicado. Había saltado la verja y había podido descender las escaleras. Pero en el mundo de 1Q84 esas escaleras no existían.
La salida estaba bloqueada.
Después de relajar de nuevo las facciones de su rostro desfigurado, Aomame miró atentamente a su alrededor y luego volvió a alzar la vista hacia el panel publicitario de Esso. El tigre le devolvió la mirada, con la manguera en la mano y la cola enroscada hacia arriba, mientras sonreía contento. Como si tuviera una suerte inmensa y no pudiera ser más feliz.
«Natural», pensó Aomame.
Sí, lo sabía desde el principio. En la suite del Hotel Okura, el líder se lo había dicho claramente antes de morir a manos de ella: «La puerta para entrar en este mundo sólo se abre en una dirección».
Y sin embargo, Aomame había tenido que comprobarlo con sus propios ojos. Así era su naturaleza. Y lo comprobó. Fin. La demostración había terminado. Q. E. D.
Aomame se apoyó contra la verja y miró al cielo. Hacía un tiempo estupendo. Sobre un fondo azul, flotaban unas cuantas nubes largas y delgadas. «La visibilidad del cielo permite ver hasta muy lejos. No parece el cielo de la metrópoli. La Luna, sin embargo, no se ve por ninguna parte. ¿Dónde se habrá metido? ¡Bah! La Luna es la Luna. Yo soy yo. Tenemos nuestras respectivas vidas y planes».
Faye Dunaway probablemente habría sacado un cigarro fino y se lo habría encendido con un mechero. Entornando con elegancia los ojos. Pero Aomame no fumaba, ni tenía cigarros o mechero. Dentro de la bandolera sólo llevaba los caramelos de limón para la tos. Eso, más la semiautomática de nueve milímetros hecha de acero y el picahielos de fabricación especial que había clavado en la nuca de unos cuantos hombres. Ambos más letales, seguramente, que el tabaco.
Miró la fila de vehículos que se extendía en pleno atasco. Desde el interior de los vehículos, la gente la observaba con curiosidad. Era natural. No todos los días se veía a una ciudadana caminando por la autopista metropolitana. Sobre todo, a una mujer joven. Y, encima, vestida con minifalda y zapatos de tacón fino, unas gafas de sol verdes y una sonrisa en los labios. A quien no mirase, tenía que pasarle algo.
La mayoría de los vehículos parados sobre el asfalto eran camiones de mercancías. Muchos de los productos eran transportados de distintos lugares a Tokio. Seguramente los camioneros habían conducido toda la noche y, en ese momento, estaban atrapados en medio del inevitable atasco matinal. Estaban asqueados, hartos y aburridos. Querían darse un baño, afeitarse y echarse a dormir. Era todo lo que deseaban. Simplemente miraban atónitos a Aomame, como si mirasen una criatura singular nunca antes vista. Estaban demasiado cansados como para relacionarse de manera dinámica con lo que fuera.
En medio de aquellos camiones de mercancías había un Mercedes Benz Coupé de color plateado, como un antílope perdido en medio de una manada de toscos rinocerontes. Parecía un coche nuevo, recién estrenado, y su preciosa carrocería brillaba con el sol de la mañana, que acababa de salir. El color de los tapacubos y de la carrocería hacían juego. La ventanilla del asiento del conductor estaba bajada, y una mujer bien vestida de mediana edad la miraba fijamente. Unas gafas de Givenchy. También se veían sus manos al volante. Un anillo resplandecía.
A primera vista, parecía amable. Y, de algún modo, parecía preocupada por Aomame. Se preguntaba qué hacía una mujer joven y arreglada sola en la autopista; qué pasaba. Llamó a Aomame. Si se lo pidiera, seguramente la llevaría a alguna parte.
Aomame se quitó las Ray-Ban y las guardó en el bolsillo de la pechera. Entornando los ojos bajo la intensa luz matinal, se rascó un rato con los dedos las marcas que las gafas habían dejado a ambos lados de la nariz. Se pasó la punta de la lengua por sus labios resecos. Le supo un poco a barra de labios. Miró al cielo despejado y luego, por si acaso, miró al suelo.
Abrió el bolso bandolera y sacó lentamente la Heckler & Koch. Dejando caer el bolso a sus pies, liberó las manos. Con la izquierda le quitó el seguro a la pistola, tiró de la corredera hacia atrás y envió una bala a la recámara con una serie de movimientos ágiles y precisos. Un gratificante ruido resonó a su alrededor. Agitó ligeramente la mano y verificó el peso de la pistola. A los cuatrocientos ochenta gramos de pistola se le añadía el peso de las siete balas. «Tranquila, las balas están cargadas». Notaba la diferencia de peso.
Sus labios rectos todavía sonreían. La gente observaba los movimientos de Aomame. A nadie le sorprendió verla sacar una pistola de la bandolera. Por lo menos, la sorpresa no se reflejaba en sus rostros. Quizá no creyeran que fuera una pistola de verdad. «Pero lo es», pensó Aomame.
A continuación, Aomame levantó la empuñadura de la pistola y se introdujo el cañón en la boca. Apuntaba directo al cerebro. Al laberinto gris que alojaba a su mente.
La oración le salió de forma automática, sin pensar. La recitó rápidamente, con el cañón en la boca. Nadie entendería lo que decía. Pero no importaba. Bastaba con que la escuchara Dios. Cuando era pequeña apenas comprendía qué significaban, pero aquellas palabras calaban hondo en ella. Antes del almuerzo en el colegio, tenía que rezar. Sola, pero en voz alta. No le importaban las miradas curiosas y las burlas de la gente a su alrededor. «Lo que importa es que Dios te está viendo. Nadie puede librarse de su mirada».
«El Gran Hermano le está viendo».
»Padre nuestro, que estás en el cielo. Santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino. Perdona nuestras ofensas y bendice nuestro humilde caminar. Amén».
La bella mujer de mediana edad que agarraba el volante de su Mercedes Benz nuevo todavía miraba fijamente a la cara a Aomame. Parecía no comprender qué sentido tenía la pistola que ésta sujetaba en la mano —al igual que el resto de la gente. «Si lo comprendiera, apartaría la mirada de mí», pensó Aomame. «Porque como vea cómo vuelan y se esparcen por el aire mis sesos, no creo que sea capaz de almorzar ni de cenar hoy. Así que hágame caso y aparte la vista», le dijo calladamente Aomame a la señora. «No me estoy cepillando los dientes. Tengo una semiautomática de fabricación alemana llamada Heckler & Koch metida en la boca. He terminado de rezar. Supongo que entenderá qué significa».
Un consejo de mi parte. Un valioso consejo. Aparte la vista, no mire, conduzca su Mercedes Benz nuevo plateado y vuelva a casa sin más. Siga viviendo tranquilamente en esa bonita casa donde la esperan su marido y sus hijos. Esto no es algo que gente como usted deba ver. Es una fea pistola de verdad. Está cargada con siete feas balas de nueve milímetros. Y como decía Antón Chéjov, cuando en una historia aparece una pistola, ésta debe ser disparada. Ese es el sentido de la historia.
Pero la mujer no apartó la mirada de ella. Aomame se dio por vencida y sacudió ligeramente la cabeza. «Lo siento, pero no puedo seguir esperando. Fin del juego. Que comience el show».
«Ponga un tigre en su automóvil».
—¡Jo, jo! —dijo el Little People burlón.
—¡Jo, jo! —dijeron los otros seis a coro.
—Tengo —dijo Aomame. E imprimió fuerza al dedo colocado en el gatillo.