En cuanto haya dos lunas en el cielo
Tras bajarse del tobogán y salir del parque infantil, Tengo caminó sin rumbo fijo por el barrio. Deambulaba de una calle a otra. Apenas le preocupaba hacia dónde se dirigía. Entretanto se esforzaba por perfilar con un poco más de nitidez los deshilvanados pensamientos en su cabeza. Pero por mucho que lo intentaba, era incapaz de pensar de manera coherente. El motivo era que en lo alto del tobogán había pensado en demasiadas cosas diferentes al mismo tiempo. En la Luna que se había duplicado, en los lazos de sangre, en el nuevo punto de partida de su vida, en esa ensoñación realista que iba acompañada de un mareo, en Fukaeri y La crisálida de aire y en Aomame, que debía de estar oculta en algún lugar por allí cerca. De tanto pensar estaba desconcertado, y su capacidad de concentración había llegado al límite. Si fuera posible, querría meterse en la cama y dormir como un tronco. Ya seguiría pensando al día siguiente por la mañana, después de levantarse. Por mucho que pensara, ahora no iba a sacar nada en claro.
Cuando regresó al piso, Fukaeri, sentada delante de su escritorio, afilaba lápices solícitamente usando una pequeña navaja. Aunque Tengo siempre tenía diez lápices en el cubilete sobre la mesa, el número se había duplicado. Los había afilado tan bien que eran dignos de admiración. Nunca había visto unos lápices a los que les hubieran sacado punta de forma tan bonita. Las puntas estaban tan afiladas como agujas de coser.
—Han llamado —dijo ella comprobando con el dedo lo afilado que estaba el lápiz—. De Chikura.
—¿No te dije que no cogieras el teléfono?
—Es que era importante.
¿Habría sabido que la llamada era importante por el sonido del timbre?
—¿Qué querían? —preguntó Tengo.
—No me lo dijeron.
—Pero la llamada era de la clínica de Chikura, ¿no?
—Quieren que llames.
—¿Que quieren que los llame yo?
—Hoy. Aunque sea tarde.
Tengo lanzó un suspiro.
—No sé su número…
—Yo lo sé.
La chica había memorizado el número. Tengo lo anotó en un papel. Luego miró el reloj. Eran las ocho y media.
—¿A qué hora han llamado? —preguntó Tengo.
—Hace un rato.
Tengo fue a la cocina y bebió un vaso de agua. Se apoyó con ambas manos en el borde del fregadero y cerró los ojos, y después de comprobar que la cabeza le funcionaba con normalidad fue hasta el teléfono y marcó el número. A lo mejor su padre había fallecido. Por lo menos estaba claro que se trataba de una cuestión de vida o muerte. Si no fuera nada, no se habrían tomado la molestia de llamarlo a aquellas horas de la noche.
Una mujer respondió al teléfono. Tengo le dio su nombre y le dijo que llamaba porque ellos lo habían llamado hacía un rato.
—Es usted el hijo del señor Kawana, ¿no? —preguntó ella.
—Sí —dijo Tengo.
—Nos vimos el otro día aquí —comentó la mujer.
El rostro de la enfermera de mediana edad con gafas de montura metálica le vino a la mente. No se acordaba de su nombre.
Tengo la saludó brevemente.
—Parece ser que me han llamado ustedes hace un rato.
—Sí, eso es. Ahora mismo le pongo con el médico encargado para que hable con él directamente.
Tengo esperó la conexión con el auricular pegado a la oreja. El médico tardaba en ponerse. La monótona melodía de Home on the Range sonó durante una eternidad. Tengo cerró los ojos y recordó la clínica en el litoral de Boso. El enorme y frondoso pinar, como si los árboles se superpusieran, y la brisa marina que lo atravesaba. Las olas del océano Pacífico rompiendo incesantemente contra la costa. El recibidor poco animado, sin ningún visitante. El sonido de las ruedas de las camillas por los pasillos. Las cortinas descoloridas por el sol. Los uniformes blancos bien planchados de las enfermeras. El asqueroso café aguado del comedor.
Al cabo de un rato, el médico se puso al aparato.
—Perdone que le haya hecho esperar, pero hace un momento me han llamado para que acudiera con urgencia a otra sala de la clínica.
—No se preocupe —dijo Tengo. Intentó recordar el rostro del médico encargado. Pero la verdad es que nunca lo había visto. La cabeza aún no le funcionaba con normalidad—. ¿Le ha pasado algo a mi padre?
Tras una pausa, el doctor habló:
—No es que le haya pasado nada en particular, pero desde hace un tiempo su estado crónico no es nada bueno. Me cuesta decirle esto, pero su padre ha entrado en coma.
—Coma —dijo Tengo.
—Permanece profundamente dormido.
—¿Quiere decir que está inconsciente?
—En efecto.
Tengo reflexionó. Tenía que conseguir pensar con normalidad.
—Entonces ha contraído una enfermedad y, a raíz de ello, ha entrado en estado de coma, ¿no?
—No exactamente —dijo el médico con apuro.
Tengo aguardó.
—Me resulta difícil explicárselo por teléfono, pero no es nada especialmente grave. No ha contraído un cáncer, una pulmonía o una enfermedad con un nombre preciso. Desde un punto de vista clínico, no se ha detectado ningún síntoma que permita identificarlo como tal enfermedad. Sin embargo, aunque desconocemos la causa, la energía natural que preserva la vida de su padre está descendiendo de nivel a ojos vistas. Pero al desconocer la causa, tampoco hemos encontrado un tratamiento. Seguimos aplicándole el gota a gota y lo alimentamos, pero no son más que medidas paliativas. No van a cortar el mal de raíz.
—¿Puedo preguntarle algo abiertamente? —dijo Tengo.
—Desde luego —contestó el médico.
—¿Quiere decir que a mi padre no le queda demasiado tiempo de vida?
—Si sigue en este estado, las esperanzas son pocas.
—¿Se trata de senilidad o algo parecido?
El médico habló en un tono evasivo:
—Su padre todavía es sexagenario. A esa edad no suele padecerse senilidad. Además, en general es una persona sana. Aparte de la demencia, no se le ha detectado ningún otro achaque. En los análisis que se le realizan periódicamente da resultados bastante buenos. No hemos encontrado ningún problema.
En ese momento, el médico guardó silencio y luego prosiguió.
—Pero… Mire, los últimos días he estado observando su estado y, como usted bien ha dicho, puede que padezca algo similar a la senilidad. Sus funciones corporales han declinado y parece que su voluntad de mantenerse con vida ha disminuido. Existen casos de gente que se cansa de vivir y abandona todo esfuerzo por mantenerse con vida, pero no entiendo cómo puede ocurrirle eso a su padre, que todavía anda por los sesenta.
Tengo se mordió el labio y meditó un rato.
—¿Desde cuándo está en coma? —preguntó.
—Desde hace tres días —dijo el médico.
—¿En tres días no se ha despertado?
—Ni una sola vez.
—Entonces las señales de vida se irán debilitando gradualmente…
—Aunque no va a ocurrir de forma rápida y brusca, como le acabo de decir, el nivel de su energía vital está disminuyendo, poco a poco, pero de forma manifiesta. Igual que un tren cuando va reduciendo velocidad progresivamente hasta detenerse.
—¿Cuánto tiempo le queda?
—No le puedo decir exactamente cuánto. Si sigue así, en el peor de los casos puede quedarle una semana —respondió el médico.
Tengo cambió el auricular de mano y volvió a morderse el labio.
—Mañana iré para allá —dijo Tengo—. Antes de que me hubieran llamado, ya tenía en mente acercarme un día de estos. Pero me alegro de que se hayan puesto en contacto conmigo. Muchas gracias.
El médico pareció aliviado al escuchar eso.
—Venga, por favor. Creo que es mejor que lo vea cuanto antes. Quizá no pueda comunicarse con usted, pero estoy seguro de que se alegrará de verlo.
—Pero está inconsciente, ¿no?
—Sí.
—¿Tendrá dolores?
—De momento no. Es probable que no vaya a sufrir, lo cual, dentro de lo que cabe, es una suerte. Sólo está profundamente dormido.
—Muchísimas gracias —dijo Tengo.
—Señor Kawana —dijo el médico—. Su padre…, cómo podría decirlo…, ha sido una persona muy fácil de cuidar. No ha causado ningún problema.
—Siempre ha sido así —dijo Tengo. Después de volver a agradecérselo, colgó el teléfono.
Tengo calentó café y bebió una taza sentado a la mesa, frente a Fukaeri.
—Vas a salir mañana —le preguntó Fukaeri.
Tengo asintió.
—He de coger el tren por la mañana para volver al pueblo de los gatos.
—Vas al pueblo de los gatos —dijo Fukaeri de manera inexpresiva.
—Tú me esperas aquí —preguntó Tengo. Al vivir con Fukaeri se le había pegado el hacer preguntas sin entonación interrogativa.
—Sí, te espero aquí.
—Voy a ir solo al pueblo de los gatos —dijo Tengo, y bebió un tragó de café. Luego reparó de pronto en algo y le hizo una pregunta—. ¿Quieres tomar algo?
—Si tienes vino blanco…
Tengo abrió la nevera y miró si tenía vino blanco frío. En el fondo encontró un Chardonnay que había comprado de oferta hacía poco tiempo. En la etiqueta se veía el dibujo de un jabalí montaraz. La descorchó y le sirvió una copa a Fukaeri. Luego, después de titubear un momento, se sirvió una él también. La verdad era que le apetecía más vino que café. Estaba un poco demasiado frío y demasiado dulzón, pero el alcohol lo calmó algo.
—Mañana vas al pueblo de los gatos —repitió la chica.
—Voy a coger el tren temprano —dijo Tengo.
Mientras empinaba la copa de vino blanco, Tengo recordó que había eyaculado dentro del cuerpo de aquella bella chica de diecisiete años que estaba sentada frente a él, al otro lado de la mesa. Aunque había ocurrido la noche anterior, le parecía que pertenecía a un pasado remoto. Casi como un suceso histórico. Sin embargo, la sensación que había experimentado en ese momento todavía permanecía viva en él.
—Ha aparecido otra luna —le confesó, mientras le daba vueltas lentamente a la copa que tenía en la mano—. Hace un rato he mirado al cielo y había dos lunas. Una grande y amarilla y otra pequeña y verde.
A lo mejor es así desde hace algún tiempo, pero yo no me había fijado. Acabo de darme cuenta hace un rato.
Fukaeri no manifestó impresión alguna sobre el hecho de que hubiera dos lunas. Tampoco dio muestras de sorpresa al escuchar aquella información. Su semblante permaneció impertérrito. Ni siquiera encogió ligeramente los hombros. Parecía que para ella no era una noticia novedosa digna de mención.
—No hace falta que te diga que es exactamente lo mismo que ocurre en el mundo de La crisálida de aire —dijo Tengo—. Además, la nueva luna que ha aparecido tiene el aspecto de la que yo describí. El mismo tamaño y color.
Fukaeri se quedó callada. Ella no respondía a preguntas que no necesitaban respuesta.
—¿Cómo ha podido ocurrir algo así? ¿Cómo es posible?
No hubo respuesta, como era de esperar.
Tengo se decidió a hacerle una pregunta directa.
—¿No será que hemos entrado en el mundo descrito en La crisálida de aire?
Fukaeri se examinó con atención la forma de las uñas de ambas manos durante un rato. Luego habló:
—Porque hemos escrito el libro juntos.
Tengo dejó la copa sobre la mesa. Luego se dirigió a Fukaeri:
—Hemos escrito juntos La crisálida de aire y la han publicado. Ha sido una colaboración. El libro se ha convertido en un best seller y la información sobre la Little People, la mother y la daughter se ha difundido. Como resultado, hemos entrado juntos en este nuevo mundo modificado. ¿Es eso lo que quieres decir?
—Tú desempeñas el papel de resiver.
—Desempeño el papel de receiver —repitió Tengo—. En efecto, en La crisálida de aire hablas sobre el receiver; pero no entiendo bien qué significa. ¿En qué consiste concretamente el papel del receiver?
Fukaeri sacudió ligeramente la cabeza. Quería decir que no podía explicarlo.
«Si no lo entiendes sin que te lo explique, quiere decir que no lo entenderás por más que te lo explique», le había dicho su padre.
—Es mejor que estemos juntos —dijo Fukaeri—. Hasta que encuentres a esa persona.
Tengo la miró a la cara en silencio durante un rato. Intentó captar la expresión de su rostro, pero no tenía ninguna. Como siempre. Luego torció de forma inconsciente la cabeza hacia un lado y miró por la ventana. No se veía la Luna. Sólo se veían los postes eléctricos y el espantoso tendido enredado.
—¿Hace falta alguna cualidad especial para asumir la función de receiver? —preguntó Tengo.
Fukaeri movió el mentón sutilmente de arriba abajo. Quería decir que sí hacía falta.
—Pero La crisálida de aire es tu historia. Tú la creaste a partir de la nada. Ha salido de tu interior. A mí sólo me encargaron, por casualidad, que revisara la forma del texto. No soy más que un simple técnico.
—Porque hemos escrito el libro juntos. —Fukaeri repitió las mismas palabras de antes.
Involuntariamente, Tengo se llevó la yema de los dedos a las sienes.
—¿Quieres decir que desde entonces, sin yo saberlo, he desempeñado el papel de receiver?
—Desde antes —dijo Fukaeri. Entonces se señaló a sí misma con el índice de la mano derecha y luego señaló a Tengo—. Yo soy persiver y tú, resiver.
—Perceiver y receiver. —Tengo las pronunció de forma correcta—. Es decir, tú percibes y yo recibo. ¿No es así?
Fukaeri asintió brevemente.
Tengo torció un poco el gesto.
—Entonces tú sabías que yo era receiver, o que tenía las cualidades para ser receiver, y por eso mismo me confiaste la corrección de La crisálida de aire. A través de mí, lo que percibiste tomó forma de libro. ¿No es verdad?
No hubo respuesta.
Tengo dejó de torcer el gesto y, mirando a Fukaeri a la cara, dijo:
—Todavía no he podido determinar el instante concreto, pero seguramente entré en este mundo de dos lunas a partir de ese momento, más o menos. Hasta hoy me había pasado inadvertido. Como nunca miraba al cielo de noche, no me había fijado en que la Luna se había duplicado. Seguro que fue así, ¿no?
Fukaeri guardó silencio. Su silencio flotaba en el ambiente, como un polvillo. Un polvo que una nube de polillas salidas de un espacio atípico había acabado de diseminar. Tengo estuvo contemplando las formas que trazaba ese polvo en el aire. Se dio cuenta de que era como si él se hubiera convertido en la edición vespertina del periódico de hacía dos días. La información se actualizaba cada día, pero a él no lo informaban de nada.
—La causa y el efecto parecen haberse entremezclado —dijo Tengo, recobrando el ánimo—. No sé qué viene primero y qué después. Sólo sé que hemos entrado en este nuevo mundo.
Fukaeri alzó la cabeza y escudriñó los ojos de Tengo. Quizá fueran imaginaciones suyas, pero a Tengo le pareció que en las pupilas de la chica se podía observar vagamente una especie de dulce luz.
—Este ya no es el mundo original —dijo Tengo.
Fukaeri encogió ligeramente los hombros.
—Vamos a vivir aquí.
—¿En el mundo de dos lunas?
Fukaeri no contestó. Con los labios sellados, la bella chica de diecisiete años miró a Tengo directamente a los ojos. Del mismo modo que había escudriñado Aomame en sus ojos cuando Tengo tenía diez años en aquella aula, después de las clases. Estaba profundamente concentrada. Cuando Fukaeri lo miraba de esa manera, Tengo se sentía como si fuera a convertirse en piedra. Convertirse en piedra y luego ser transformado en una nueva luna. Una luna pequeña y deforme. Poco después, Fukaeri distendió por fin la mirada. Entonces levantó la mano izquierda y se llevó las yemas de los dedos suavemente a las sienes. Como si intentara leer los pensamientos secretos que había en su interior.
—Has estado buscando a esa persona —preguntó la chica.
—Sí.
—Pero no la has encontrado.
—No —dijo Tengo.
No había encontrado a Aomame. Sin embargo, había descubierto que la Luna se había duplicado. Y ello gracias a que, siguiendo la sugerencia de Fukaeri, había escarbado en el fondo de su memoria y, a raíz de ello, había decidido mirar la Luna.
La chica relajó un tanto la mirada y cogió la copa de vino. Conservó el caldo durante un rato en la boca y luego lo tragó cuidadosamente, como un insecto sorbiendo rocío.
Tengo habló:
—Dices que se esconde en algún sitio. En ese caso no voy a encontrarla tan fácilmente.
—No tienes que preocuparte —dijo ella.
—No tengo que preocuparme —Tengo repitió sus palabras.
Fukaeri asintió con decisión.
—¿Quieres decir que puedo encontrarla?
—Ella te va a encontrar a ti —dijo con voz serena, similar a la brisa que atraviesa una suave pradera.
—Aquí en Kōenji.
Fukaeri ladeó el cuello. Quería decir que no sabía.
—En alguna parte —dijo.
—En este mundo —añadió Tengo.
Fukaeri asintió brevemente.
—En cuanto haya dos lunas en el cielo.
—Supongo que tendré que creerme lo que dices. —Tengo se dio por vencido después de reflexionar un rato.
—Yo percibo y tú recibes —dijo Fukaeri con circunspección.
—Tú percibes y yo recibo. —Tengo reformuló la frase cambiando de persona.
Fukaeri asintió.
«¿Por eso nos hemos unido?», quería preguntarle Tengo a Fukaeri. «Anoche, en plena tormenta. ¿Qué significó eso?». Pero no se lo preguntó. Probablemente era una pregunta inapropiada. Además, no obtendría respuesta. Lo sabía perfectamente.
«Si no lo entiendes sin que te lo explique, quiere decir que no lo entenderás por más que te lo explique», había dicho su padre.
—Tú percibes y yo recibo —volvió a repetir Tengo—. Igual que cuando reescribí La crisálida de aire.
Fukaeri sacudió la cabeza hacia ambos lados y echó el cabello hacia atrás, dejando al descubierto aquellas menudas y hermosas orejas. Como si irguiera antenas transmisoras.
—No es igual —dijo Fukaeri—. Tú has cambiado.
—He cambiado —repitió Tengo.
Fukaeri asintió.
—¿En qué he cambiado?
Fukaeri observó durante un buen rato el interior de la copa de vino que tenía en la mano. Como si viera algo valioso.
—Lo sabrás cuando vayas al pueblo de los gatos —dijo aquella chica guapa. Y, con las orejas descubiertas, bebió un trago de vino blanco.