¿Qué hago?
Esa noche Aomame salió al balcón, vestida con un chándal de deporte gris y unas zapatillas, para ver la Luna. En la mano llevaba una taza de chocolate caliente. Hacía mucho tiempo que no le apetecía beber chocolate. En la cocina había encontrado dentro de un armario un bote de cacao Van Houten y, nada más verlo, le entraron ganas de tomarse una taza. Al sudoeste, en el cielo despejado, sin una sola nube, pendían con nitidez las dos lunas. Una grande y otra pequeña. En vez de suspirar, Aomame emitió un pequeño gemido desde el fondo de su garganta. La daughter había nacido de la crisálida de aire y la Luna se había multiplicado por dos. 1984 había pasado a ser 1Q84. El viejo mundo había desaparecido y ya nunca volvería.
Se sentó en la silla de jardín que había en el balcón, tomó un sorbo de chocolate caliente y, mientras observaba las dos lunas con los ojos entornados, se esforzó por recordar el viejo mundo. Pero de lo único de lo que se acordaba era de la cauchera que tenía en el antiguo piso. «¿Dónde estará ahora? ¿Estará cuidando Tamaru la maceta como me prometió por teléfono? Tranquila. No te preocupes», se dijo Aomame a sí misma. «Tamaru es un hombre de palabra. Si fuera necesario, no dudaría ni un instante en matarte, pero aun así cuidaría de tu cauchera hasta el último momento.
»Pero ¿por qué me preocupa tanto esa cauchera?».
Aomame nunca le había dedicado un solo segundo de sus pensamientos a esa cauchera hasta que la había abandonado y se había marchado del piso. En realidad era una cauchera insulsa. Tenía un color pálido y se veía a primera vista que no estaba bien. La había comprado de rebajas por mil ochocientos yenes, pero al ir a pagar a la caja, sin ella decir nada, se la habían dejado en mil quinientos. Si hubiera regateado, probablemente se la habrían vendido aún más barata. Seguro que llevaba bastante tiempo ahí sin que nadie la comprara. Mientras volvía a casa con la maceta en las manos, se había arrepentido de haberla comprado de manera impulsiva, porque era una cauchera insulsa a la vista y, sin embargo, aparatosa y difícil de llevar, y porque después de todo estaba viva.
Era la primera vez que tenía en su poder algo con vida. Nunca había comprado, ni le habían regalado, ni había recogido una mascota o una planta. Esa cauchera era el primer ser vivo con el que compartía su vida.
Al ver en la sala de estar de la señora los pececillos rojos que ésta le había comprado a Tsubasa en un puesto de feria, Aomame también había deseado tener unos. Lo deseó de manera muy intensa. Tanto que no podía apartar la vista de ellos. ¿Por qué había sentido tal cosa de repente? Quizá tenía envidia sana de Tsubasa. A ella nunca le habían comprado nada en los puestos ambulantes de las ferias. Ni siquiera la habían llevado nunca a una feria por la noche. Sus padres, fervientes devotos de la Asociación de los Testigos, siempre leales a los preceptos de la Biblia, despreciaban y evadían toda festividad mundana.
Por ese mismo motivo, Aomame decidió ir a unos almacenes baratos próximos a la estación de Jiyūgaoka y comprarse allí los peces de colores. Si nadie le regalaba peces y una pecera, tenía que ir ella misma y comprárselos. «¿Qué hay de malo?», pensó. «Ya soy una adulta de treinta años y vivo sola en mi propio piso. En la caja fuerte del banco tengo fajos de billetes apilados, igual que duros ladrillos. No tengo que pedirle permiso a nadie para comprarme unos peces».
Sin embargo, cuando fue a la sección de mascotas y tuvo delante a los pececillos, que nadaban dentro de la pecera haciendo ondular aquellas aletas que parecían puntillas, fue incapaz de comprarlos. Aunque los peces eran pequeños y parecían criaturas insensibles, desprovistas de personalidad y conciencia, al fin y al cabo eran seres vivos completos. A Aomame le pareció que comprar esa vida con dinero y adueñarse de ella no estaba bien. Se acordó de cuando era pequeña. Un ser impotente que no podía ir a ninguna parte, encerrado en una angosta pecera de vidrio. Daba la impresión de que a los peces no les importaba. Quizá no les importase realmente. A lo mejor no querían ir a ninguna parte. Pero, en cualquier caso, a Aomame sí que le importaba.
Cuando los vio en la sala de la casa de la señora, no sintió lo mismo. Los peces nadaban con elegancia y encanto en la pecera de vidrio.
La luz del verano oscilaba dentro del agua. Convivir con peces le pareció una idea fantástica. Daría cierta gracia a su vida. Pero en la sección de mascotas de los almacenes que había frente a la estación se sofocó al ver los peces. Tras contemplarlos en la pecera durante un rato, apretó los labios con fuerza y pensó: «Ni hablar. No puedo tener peces».
En ese instante, se fijó en la cauchera que había en un rincón de la tienda. La habían apartado hacia el sitio en el que menos llamaba la atención, y estaba allí tiesa, como una huérfana abandonada. Al menos, así la veía Aomame. Estaba descolorida y tenía una forma desproporcionada. Pero ella la compró sin pensárselo dos veces. No se la compró porque le hubiera gustado, sino simplemente porque nadie la había comprado. A decir verdad, tras llevársela y haberla colocado en el piso, apenas volvió a prestarle atención, excepto para regarla de vez en cuando.
Pero ahora que la había abandonado, y que sabía que no volvería a verla nunca más, por alguna razón desconocida no podía evitar preocuparse por la cauchera. Aomame frunció intensamente la cara, como cuando estaba confusa y no quería gritar. Los músculos faciales se le estiraron hasta tal punto que su rostro se transformó en el de otra persona. Después de arrugar la cara todo lo que pudo y de retorcerla en diferentes ángulos, por fin volvió a su estado normal.
«¿Por qué me preocupo tanto por esa cauchera?».
«En cualquier caso, seguro que Tamaru la está tratando bien. Se ocupará de ella con mucho más cuidado y mejor que yo. Él está acostumbrado a cuidar y mimar cosas vivas. No como yo. Él trata a la perra como a un igual. Siempre que tiene tiempo se da una vuelta por el jardín y también examina los árboles de la casa de la señora. Cuando estaba en el orfanato protegía con su cuerpo a aquel niño torpe menor que él. Yo no podría hacer esas cosas», pensó Aomame. «Yo no puedo permitirme hacerme cargo de la vida de otros. Ya tengo de sobra con soportar el peso de mi propia vida y mi soledad».
La palabra soledad hizo que se acordara de Ayumi.
Ayumi había muerto esposada a la cama de un love hotel, brutalmente violada y estrangulada con el cordón de un albornoz a manos de un hombre. Por lo que Aomame sabía, todavía no habían detenido al criminal. Ayumi tenía familia y colegas de trabajo, pero estaba sola.
Tan sola que tuvo que morir de esa manera tan espantosa. «Y yo fui incapaz de darle lo que pedía. Ella me pedía algo, no cabe duda. Pero yo tenía que preservar mi secreto y mi soledad. Una clase de secreto y de soledad que no podía compartir de ninguna manera con Ayumi. Pero ¿por qué me eligió a mí precisamente para abrirme su corazón con toda la gente que existe en el mundo?».
Al cerrar los ojos, la imagen de la maceta con la cauchera que había dejado en el piso vacío acudió a su mente.
«¿Por qué me preocupo tanto por esa cauchera?».
Después, Aomame estuvo llorando un rato. «¿Qué me pasa?», pensó sacudiendo un poco el cuello. «Últimamente lloro demasiado». No tenía ninguna gana de llorar. «¿Por qué tengo que deshacerme en lágrimas por una maldita cauchera?». Pero no podía contener las lágrimas. Al llorar, le temblaban los hombros. «Ya no me queda nada. Ni una patética cauchera. Todo lo que tenía algo de valor ha ido desapareciendo; me ha abandonado. Excepto el calor de los recuerdos de Tengo».
«¡Deja de llorar!», se dijo a sí misma. «Ahora me encuentro dentro de Tengo. Como los científicos de Viaje alucinante—¡eso es! El título de la película era Viaje alucinante.» Recordar el título le permitió calmarse un poco. Dejó de llorar. Derramar lágrimas no iba a solucionar nada. Tenía que volver a ser otra vez la Aomame fuerte e impertérrita de siempre.
«¿Quién lo desea?
»Yo lo deseo».
Entonces miró a su alrededor. En el cielo seguía habiendo dos lunas.
—¡Es un símbolo! Mira al cielo con atención —dijo un Little People. Era el que hablaba en voz baja.
—¡Jo, jo! —se burló el burlón.
En ese instante, Aomame se fijó de repente en que no era la única persona que estaba mirando las lunas. En el parque infantil de enfrente, al otro lado de la carretera, vio a un hombre joven. Se había sentado en lo alto de un tobogán y observaba en la misma dirección que ella. «Está viendo las dos lunas, igual que yo». A Aomame le decía su instinto que así era. «Está claro. Mira lo mismo que yo. Puede verlas.» «En el mundo hay dos lunas, pero no todos pueden verlas», había dicho el líder.
No cabía duda de que aquel hombre joven y corpulento miraba el par de lunas que pendía del cielo. «Me apuesto lo que sea. Lo sé». Estaba allí sentado, observando la Luna grande y la deforme y pequeña luna verde, de aspecto musgoso, y parecía reflexionar sobre el significado de la presencia de aquellas dos lunas. «Seguro que él también es uno de los que van a la deriva en este nuevo mundo de 1Q84. Y quizás esté desconcertado, sea incapaz de entender el significado de ese mundo. Seguro que es así. Por eso se ha subido de noche a un tobogán y, mientras observa las dos lunas, baraja todas las posibilidades, todas las hipótesis y las examina con detenimiento.
»No. Quizá no sea eso. A lo mejor es uno de los enviados de Vanguardia que ha venido siguiéndome el rastro».
En ese preciso instante, se le aceleró el corazón y le zumbaron los oídos. Inconscientemente, su mano derecha palpó la semi-automática que llevaba metida en la cintura. Agarró con fuerza la sólida culata.
Pero la verdad es que en el aspecto de aquel hombre no se percibía ninguna amenaza. Ningún indicio de violencia. Simplemente se había sentado en lo alto del tobogán a solas, con la cabeza apoyada en el pasamanos, y miraba las dos lunas sumido en una demorada reflexión. Aomame estaba en el balcón de una tercera planta, y él, allí abajo. Sentada en la silla de jardín, Aomame observaba al hombre a través de la rendija que había entre el antepecho de plástico opaco y el barandal metálico. Si él mirase hacia arriba, no podría ver a Aomame. Además, el hombre estaba absorto contemplando las lunas, y parecía que ni se le pasaba por la cabeza la idea de que alguien pudiera estar viéndolo.
Aomame se tranquilizó y exhaló con calma el aire que había contenido en el pecho. Entonces aflojó los dedos y soltó la culata de la pistola sin dejar de observar al hombre. Desde su posición, sólo lo veía de perfil. La farola del parque lo iluminaba desde lo alto. Era un hombre alto, ancho de hombros. El pelo, que parecía duro, lo tenía corto, y vestía una camiseta de manga larga que llevaba remangada hasta los codos. No llegaba a ser guapo, pero tenía unas facciones agradables. La forma de su cabeza tampoco estaba mal. Con algunos años más, y si el pelo le raleara, seguro que estaría estupendo.
En ese momento, Aomame se percató de algo.
«Ése es Tengo.
»No puede ser», pensó Aomame. Sacudió la cabeza varias veces con resolución y movimientos cortos. Era absurdo; estaba claro que se había equivocado. Era imposible que un reencuentro tan afortunado pudiera ocurrir. A Aomame le costaba respirar con normalidad. Su organismo se encontraba turbado. Su voluntad y sus actos no se coordinaban. «Tienes que observarlo bien otra vez». Pero era incapaz de enfocar la vista. Parecía que de repente, por alguna reacción, había un gran desequilibrio entre la visión del ojo izquierdo y la del ojo derecho. Inconscientemente, frunció el semblante.
«¿Qué hago?».
Se levantó de la silla de jardín y miró absurdamente a su alrededor. Luego se acordó de los pequeños prismáticos Nikon que había en el aparador de la sala de estar y fue por ellos. Con los prismáticos en mano volvió deprisa al balcón y miró hacia el tobogán. El hombre joven seguía allí, en la misma postura. Estaba de perfil, mirando al cielo. Con dedos temblorosos, Aomame enfocó los prismáticos y observó de cerca aquel perfil. Contuvo el aliento y se concentró. «No hay duda. Es Tengo». A pesar de los veinte años que habían transcurrido. Aomame lo reconoció. No era otro sino Tengo.
Lo que más la sorprendió fue que su apariencia apenas había cambiado desde los diez años. Como si el niño de diez años hubiera cumplido treinta tal cual. No era que pareciese un niño. Desde luego, su cuerpo había crecido, su cuello se había hecho más robusto, y los rasgos de su rostro eran los de un adulto. Su semblante también era ahora más profundo. Las manos, apoyadas sobre las rodillas, se veían grandes y fuertes. Totalmente distintas de las que ella había tocado en el aula de la escuela hacía veinte años. Y sin embargo, el aura que su fisonomía emanaba era la misma que la del Tengo a los diez años. Su cuerpo, firme y recio, le hacía sentir un calor natural y un profundo sosiego. Deseaba apoyar la mejilla contra su pecho. Lo deseaba intensamente. Sintió una gran alegría. Él miraba al cielo sentado en lo alto del tobogán en el parque infantil que había enfrente de su casa y observaba con interés lo mismo que ella. Las dos lunas. «Sí, podemos ver lo mismo.
»¿Qué hago?».
Aomame no sabía qué hacer. Dejó los prismáticos sobre sus rodillas y apretó los puños con tanta fuerza que las uñas se le clavaron en la carne y le dejaron marca. Los puños le temblaban sutilmente.
«¿Qué hago?».
Escuchaba su propia respiración alterada. Parecía que, sin haberse dado cuenta, su cuerpo se había partido por la mitad desde dentro. Una mitad intentaba creer por todos los medios que era Tengo a quien veía ante sí. La otra se negaba a creerlo e intentaba empujarla a algún lugar donde no pudiera ver. «Eso no va a ocurrir», trataba de convencerla. Las dos fuerzas diametralmente opuestas luchaban de manera encarnizada en su interior. Cada una intentaba tirar de ella hacia su propio objetivo. Por todas partes parecía que los músculos se le desgarraban, las articulaciones se deshacían en añicos y los huesos se le partían.
Aomame quería echarse a correr hasta el parque, subir al tobogán y hablarle a Tengo. Pero ¿qué le iba a decir? No sabía cómo mover los músculos de la boca. Así y todo, intentaría exprimir alguna palabra. «Me llamo Aomame. Te cogí de la mano hace veinte años en un aula de la escuela primaria de Ichikawa. ¿Te acuerdas de mí?».
¿Qué tal si le decía eso?
Seguro que podía hacerlo un poco mejor.
La otra mitad le ordenaba que permaneciera escondida en el balcón. «¿No ves que ya no puedes hacer nada? Anoche cerraste un pacto con el líder: entregando tu vida salvas a Tengo. Consigues que sobreviva en este mundo. Este es el pacto y ya ha sido acordado. Accediste a enviar al líder al otro barrio y ofrecer tu vida. ¿Qué conseguirías viendo a Tengo y hablándole del pasado? Además, si no se acordara de ti o sólo se acordara de que eras esa “mocosa que rezaba oraciones espeluznantes”, ¿qué harías? En ese caso, ¿con qué sensación te morirías?».
Al considerar esa posibilidad, el cuerpo se le quedó yerto y se estremeció ligeramente. No podía controlar ese temblor. Era similar a un escalofrío cuando uno atrapa una gripe fuerte. Parecía que se le había helado hasta la médula. Con ambos brazos se abrazó a sí misma y estuvo tiritando de frío durante un rato. Pero, entretanto, apartó los ojos de Tengo, que estaba sentado en el tobogán mirando al cielo. Tenía la impresión de que, en el instante en que apartara la vista de él, desaparecería.
«Quiero que Tengo me abrace», pensó Aomame. «Quiero que acaricie mi cuerpo con esas manos enormes. Quiero sentir su calor en todo mi cuerpo. Quiero que me haga caricias de arriba abajo. Quiero que me dé calor. Quiero que elimine este escalofrío que siento en mis adentros. Luego quiero que entre en mí y que me remueva con fuerza. Como si removiera cacao con una cuchara. Lentamente y hasta el fondo. Si lo hiciera, podría morirme ahora mismo tan tranquila. De verdad».
«No, no es verdad», pensó. «Si eso sucediera, seguro que no querría morirme. Probablemente querría estar con él para siempre. La determinación de morir seguro que se evaporaría y desaparecería por completo, igual que el rocío con los primeros rayos de sol de la mañana. O a lo mejor querría matarlo. Primero descargaría la Heckler & Koch sobre él y a continuación quizá me volaría la tapa de los sesos. No tengo ni idea de qué pasaría, de qué tontería haría.
»¿Qué hago?».
Era incapaz de tomar una decisión. Empezó a respirar con más fuerza. Distintos pensamientos se le cruzaban por la cabeza. No podía juntarlos en uno solo. ¿Qué era correcto? ¿Qué era incorrecto? Sólo sabía una cosa: quería que los gruesos brazos de Tengo la abrazaran en aquel mismo instante. Lo demás, que fuera lo que quisiera. Eso ya lo decidiría Dios o el Diablo a su voluntad.
Aomame se decidió. Fue al cuarto de baño y se secó con una toalla los restos de lágrimas que le quedaban en la cara. Se arregló el pelo rápidamente frente al espejo. Tenía una cara absurda e inconexa. Los ojos inyectados en sangre. La ropa que llevaba puesta era espantosa. Un chándal descolorido, y la semiautomática de nueve milímetros metida en la cintura formando un extraño bulto en la espalda. No era el aspecto más apropiado para presentarse ante quien había ansiado ver durante veinte años. ¿Por qué no se ponía algo más decente? Pero era demasiado tarde. No tenía tiempo para cambiarse. Se calzó las zapatillas de deporte a toda prisa y, sin cerrar siquiera el piso con llave, bajó corriendo las tres plantas por las escaleras de emergencia del edificio. Entonces atravesó la carretera, entró en el parque infantil desierto y fue hasta el tobogán. Pero Tengo ya no estaba allí. En lo alto del tobogán, iluminado por la luz artificial de la farola, no había nadie. Estaba más oscuro, frío y vacío que la cara oculta de la Luna.
«¿Habrá sido una ilusión óptica?
»No, no era una ilusión», pensó Aomame, sin aliento. Hasta hacía un rato, Tengo había estado allí. No cabía duda. Aomame se subió al tobogán y desde allí miró a su alrededor. No se veía ni un alma. Sin embargo, aún no debía de andar demasiado lejos. Hasta hacía poco había estado ahí. Habían pasado cuatro o cinco minutos, no más. Si se echaba a correr lo alcanzaría.
Pero cambió de opinión. Contuvo el impulso de seguirlo. «No, ni hablar; no puede ser. Ni siquiera sé en qué dirección ha ido. No puedo hacer la idiota dando vueltas sin sentido por Kōenji de noche para buscar a Tengo. No debo actuar de esa manera». Mientras Aomame había estado vacilando sobre qué hacer sentada en la silla de jardín, Tengo se había bajado del tobogán y se había marchado. «Bien pensado, es mi destino. He dudado, no podía decidirme y entretanto Tengo se ha largado. Eso es lo que me ha pasado.
»Al final quizás haya sido mejor así», se dijo Aomame a sí misma. «Posiblemente sea lo más adecuado. Por lo menos me he vuelto a encontrar con él. Lo he visto, con una calle de por medio, y mi cuerpo se ha estremecido ante la posibilidad de que me rodeara con sus brazos. Aunque ha sido durante unos minutos, he podido sentir en mis carnes esa inmensa alegría e ilusión». Con los ojos cerrados, se agarró al pasamanos del tobogán y se mordió el labio inferior.
Aomame se sentó en lo alto del tobogán con la misma postura que había adoptado Tengo y miró al cielo, hacia el sudoeste. Allí se alineaban las dos lunas, la grande y la pequeña. Luego miró hacia el balcón en la tercera planta del edificio. La luz del piso estaba encendida. Hasta hacía un rato, había estado observando a Tengo desde aquel balcón. Parecía que su profunda incertidumbre todavía permanecía allí.
«El año 1Q84, éste es el nombre que le he dado a este mundo. Hace apenas medio año entré en este mundo y hoy voy a intentar salir de él. Entré sin quererlo y voy a salir de él queriendo. Cuando me haya ido, Tengo seguirá aquí. No sé, por supuesto, qué mundo le espera. Nunca lo veré. Pero no importa. Voy a morir por él. No he podido vivir para mí misma. Me arrebataron esa posibilidad antes de tiempo. Pero, en cambio, puedo morir para él. Eso está bien. Voy a poder morir con una sonrisa.
»No miento».
Aomame intentó captar, por pequeño que fuera, algún indicio de Tengo en lo alto del tobogán. Pero no quedaba ni la menor sensación de calor. Una brisa nocturna cargada con un presagio de otoño había soplado entre las hojas del olmo de agua y había borrado todo rastro de su presencia. A pesar de ello, Aomame siguió sentada, mirando las dos lunas. Aquella extraña e insensible luz la bañaba. El ruido de la metrópolis, formado por una mezcla de diversos tipos de sonido, se convertía en un bajo sostenido que la asediaba. Se acordó de aquella minúscula araña tejiendo su tela en las escaleras de emergencia de la autopista metropolitana. ¿Seguiría viva, tejiendo la telaraña?
Aomame sonrió.
«Estoy lista», pensó.
Pero antes debía ir a un sitio.