La Morsa y el Sombrerero Loco
No cabe duda. Hay dos lunas.
Una era la Luna de toda la vida; la otra, una luna mucho más pequeña de color verde. Era más deforme y no tan refulgente como la Luna original. Parecía una niña no deseada, una pariente lejana pobre y fea, a la que la vida había maltratado y que era repudiada por todos. Pero resultaba difícil negar que estaba allí. No era un espejismo, ni una ilusión óptica. Era, sin duda, un cuerpo celeste dotado de sustancia y perfil suspendido del cielo. Ni un avión, ni un dirigible, ni un satélite artificial. No era un objeto de cartón piedra que alguien había construido en broma. Era, sin lugar a dudas, un fragmento de roca. Había fijado su posición en un lugar del cielo, en silencio y firmemente, como un signo de puntuación bien meditado o un lunar asignado por el destino.
Tengo contempló la nueva luna durante un buen rato, como arrostrándola. No apartó la vista de ella. Apenas pestañeó. Pero por más que la observaba, ella no se inmutaba. Permanecía en aquel rincón del cielo, taciturna y con un obstinado corazón de piedra.
Abrió el puño de la mano derecha y sacudió la cabeza de manera casi imperceptible. «¿Acaso no es igual que en La crisálida de aire?», pensó. Un mundo en cuyo cielo se alinean dos lunas. «Cuando la daughter nazca, habrá dos lunas».
«¡Es un símbolo! Mira al cielo con atención», le había dicho la Little People a la niña.
Él mismo había escrito ese texto. Siguiendo el consejo de Komatsu, había descrito la nueva luna con todo el detalle y la precisión que había podido. Era la parte en la que más se había esforzado. Y el aspecto de la luna lo había ideado prácticamente él solo.
Komatsu le había dicho:
«Tengo, míralo de esta manera: si en el cielo hubiera una sola luna, al lector no le sorprendería. ¿No te parece? Pero no creo que haya visto nunca dos lunas flotando en el cielo. Cuando en una novela se incluye algo que ningún lector ha visto en su vida, es necesario describirlo con todo detalle y precisión».
Era una opinión razonable.
Sin dejar de mirar al cielo, Tengo volvió a sacudir levemente la cabeza. La nueva luna tenía la forma y el tamaño exactos con que Tengo se la había imaginado y descrito. Incluso el contexto metafórico era prácticamente idéntico.
«No puede ser», pensó Tengo. ¿Qué clase de realidad imita una metáfora? «No puede ser», intentó decir en voz alta. La voz apenas le salió. Tenía la garganta reseca, como después de haber corrido una larga distancia. Aquello era a todas luces imposible. «Es un mundo ficticio. Un mundo que no existe en la realidad». Era el mundo de un relato fantástico que le contaba cada noche Fukaeri a Azami y al que Tengo había dado consistencia en forma de texto.
«¿Querrá decir», se preguntó Tengo a sí mismo, «que estoy en el mundo de la novela? ¿Y si me hubiera alejado por algún motivo del mundo real y me hubiera introducido en el mundo de La crisálida de aire? ¿Como Alicia cuando se cayó por la madriguera del Conejo? ¿O es que se ha modificado el mundo real a imagen y semejanza de lo que se cuenta en La crisálida de aire? ¿Querrá decir que el mundo original —el mundo de toda la vida con una sola luna— ha dejado de existir? ¿Tendrá la Little People algo que ver con todo esto?».
Miró a su alrededor en busca de respuestas, pero el paisaje que se desplegaba ante sus ojos era el de una urbanización metropolitana de lo más normal. No se detectaba ningún cambio, nada inusual. La Reina de Corazones, la Morsa y el Sombrerero Loco no estaban allí. Lo único que había a su alrededor era el cajón de arena y el columpio desiertos, la farola de mercurio que esparcía su luz inorgánica, el olmo de agua con las ramas desplegadas, los aseos públicos cerrados con llave, el edificio nuevo de seis plantas (sólo las ventanas de cuatro pisos estaban iluminadas), un tablón de anuncios del barrio, una máquina expendedora roja con la marca de Coca-Cola, un viejo modelo de Volkswagen Golf de color verde mal aparcado, postes y tendido eléctrico y un letrero de neón de colores primarios a lo lejos. El ruido de siempre, las luces de siempre. Tengo llevaba siete años viviendo en Kōenji. No se había instalado allí porque le gustara especialmente. Había encontrado por casualidad un piso de alquiler barato, bastante cerca de la estación, y se había mudado. Le resultaba cómodo para ir al trabajo y simplemente se había quedado allí porque mudarse era un engorro. Sin embargo, estaba familiarizado con aquel paisaje y si hubiera algún cambio se habría dado cuenta de inmediato.
¿Desde cuándo existía esa otra Luna? Tengo no sabría decirlo. A lo mejor las dos lunas estaban allí desde hacía años y él no se había percatado. Había otras muchas cosas que le habían pasado inadvertidas. Nunca leía la prensa, ni veía la televisión. Eran innumerables las cosas que los demás sabían y él desconocía. También era posible que hubiera ocurrido algo hacía poco tiempo y hubieran surgido de repente dos lunas. Le hubiera gustado consultárselo a alguien. «Perdone, quizá le suene extraño, pero ¿podría decirme usted desde cuándo hay dos lunas?». No obstante, a su alrededor no había nadie. Literalmente, ni un gato.
No. No era verdad que no hubiera nadie. Muy cerca de allí había alguien clavando un clavo en un muro con un martillo. Clonc, clonc, clonc. Se oía sin cesar. Tanto el muro como el clavo debían de ser bastante duros. ¿Quién estará clavando un clavo a estas horas? Extrañado, Tengo miró a su alrededor, pero no vio ningún muro, ni nadie que clavara un clavo.
Poco después se dio cuenta de que aquel ruido procedía de su propio corazón. Había tenido una descarga de adrenalina y su corazón bombeaba grandes cantidades de sangre a todo su cuerpo a gran velocidad y con un ruido desagradable.
La silueta de las dos lunas le provocaron una ligera náusea, similar a un mareo. Se sentó en lo alto del tobogán, se agarró al pasamanos y aguantó con los ojos cerrados. Sentía como si la fuerza de la gravedad hubiera sufrido un ligero cambio. En algunos sitios la marea subía y en otros bajaba. La gente transitaba apática entre los estados de imane y lunatic.
En medio del mareo, Tengo se percató de que hacía mucho tiempo que la visión de su madre no lo invadía. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había visto la imagen de su madre vestida con una combinación blanca dándole el pecho a un hombre joven, mientras él, siendo un bebé, dormía al lado. Tanto tiempo que se había olvidado por completo de que aquella visión lo había atormentado durante bastantes años. ¿Cuándo había sido la última vez que la había tenido? No lo recordaba, pero seguramente había sido al empezar a escribir la nueva novela. En cierto modo parecía que el fantasma de su madre había dejado de rondarlo en ese momento.
Sin embargo, en lugar de eso, ahora estaba sentado en lo alto de un tobogán en un parque infantil de Kōenji, contemplando las dos lunas que había en el cielo. Un nuevo mundo sin sentido lo envolvía silenciosamente, como agua oscura afluyendo a su alrededor. Quizás ese nuevo problema había desterrado al viejo. El viejo misterio con el que estaba familiarizado había sido reemplazado por un nuevo y fresco misterio. Eso era lo que él pensaba, y no con sarcasmo precisamente. Por otra parte, tampoco se sentía con ánimo para protestar por ello. Posiblemente no tenía más remedio que aceptar aquel nuevo mundo en silencio, con independencia de cómo hubiera surgido. No había margen para elegir. En el mundo que había existido hasta entonces tampoco había margen para elegir. Era lo mismo. «Para empezar», se dijo Tengo a sí mismo, «si tuviera algo que objetar, ¿a quién demonios podría quejarme?».
Su corazón seguía latiendo con un ruido duro y seco, pero la sensación de mareo había disminuido poco a poco. Con la cabeza apoyada contra el pasamanos del tobogán, Tengo miró hacia las dos lunas que pendían del cielo de Kōenji mientras escuchaba sus propios latidos. «Es un espectáculo extrañísimo. Ha aparecido una nueva luna, un nuevo mundo. Todo es incierto y completamente ambiguo. Sólo puedo afirmar una cosa», pensó Tengo, «y es que pase lo que pase a partir de este momento, probablemente nunca podré acostumbrarme a ver las dos lunas. Tal vez jamás.
»¿Qué pactaron Aomame y la Luna aquel día?», pensó Tengo. Entonces recordó la mirada tan seria de Aomame al observar la Luna en pleno día. ¿Qué le había ofrecido ella a la Luna?
«¿Qué va a ser de mí a partir de ahora?».
Eso era en lo que había estado reflexionando Tengo, a los diez años, mientras Aomame le agarraba la mano en el aula después de las clases. Un chaval temeroso delante de una enorme puerta. Y aún hoy seguía reflexionando sobre lo mismo. La misma inseguridad, el mismo temor, el mismo estremecimiento. Una nueva puerta mucho más grande. Y frente a él, la luna. Sólo que habían pasado a ser dos.
«¿Dónde estará Aomame?».
Desde lo alto del tobogán volvió a mirar a su alrededor, pero no encontró lo que buscaba. Abrió la mano izquierda delante de sus ojos e intentó descubrir algo, pero en la palma sólo se veían marcadas las mismas arrugas profundas de siempre. Bajo la pálida luz de la farola de mercurio, parecían rastros de canales de agua en la superficie de Marte. Esos canales no le mostraron nada. Lo único que aquella manaza le indicaba era que había recorrido un largo camino desde que tenía diez años hasta ese momento. Hasta ese tobogán en un pequeño parque infantil de Kōenji. Y en el cielo flotaban dos lunas, una al lado de la otra.
«Puede que esa persona se encuentre muy cerca», había dicho Fukaeri. «En un lugar al que se puede ir a pie desde aquí».
¿Estaría viendo también Aomame esas dos lunas?
«Seguro que sí», pensó Tengo. Por supuesto, era una afirmación sin fundamento. Sin embargo, lo extraño es que estaba plenamente convencido. Ella estaba viendo, sin lugar a dudas, lo mismo que él veía en ese momento. Tengo cerró con fuerza la mano izquierda y golpeó el tobogán varias veces. Hasta que le dolió el dorso de la mano.
«Por eso mismo tenemos que reencontrarnos», pensó Tengo. «En alguna parte a la que se puede ir a pie, por aquí cerca». Seguramente perseguida por alguien, Aomame se había escondido como una gata herida. El tiempo del que disponía para encontrarla era limitado. Pero Tengo no tenía ni idea de dónde ponerse a buscar.
—¡Jo, jo! —se burló el burlón.
—¡Jo, jo! —dijeron los otros seis a coro.