Cuando la daughter se despierte
Aunque La crisálida de aire adoptaba la forma de una historia fantástica, básicamente era una novela fácil de leer. Se había escrito con un estilo que imitaba la manera de hablar de una niña de diez años. No había vocabulario complicado, lógicas forzadas, explicaciones prolijas, ni expresiones sofisticadas. El relato era narrado de principio a fin por una niña. Sus palabras eran fáciles de comprender, sencillas y, en muchas ocasiones, agradables al oído; sin embargo apenas daba explicaciones. Simplemente narraba lo que veía, dejándose llevar. No se detenía y reflexionaba: «¿Qué está ocurriendo en este momento?», «¿Qué significa esto?». Avanzaba a un paso lento pero suficiente. El lector acompañaba a la niña tomando prestada su mirada. De manera sumamente natural. Y cuando menos se daba cuenta, había entrado en otro mundo. Un mundo que no es éste. El mundo en el que la Little People creaba la crisálida de aire.
Con sólo haber leído las diez primeras páginas, lo primero que causó una fuerte impresión en Aomame fue el estilo. Si era Tengo quien lo había redactado, no cabía duda de que tenía un don para la escritura. El Tengo que Aomame había conocido era considerado un genio de las matemáticas. Le llamaban niño prodigio. Había resuelto sin dificultad complicados problemas matemáticos que incluso a un adulto le habría costado resolver. Sacaba unas notas excelentes no sólo en matemáticas, sino también en las otras asignaturas e, hiciera lo que hiciera, dejaba a los demás niños muy atrás. Era corpulento y hábil para los deportes. Pero no recordaba que se le diera bien escribir. Quizá por aquel entonces esa faceta suya estaba oculta tras la sombra de las matemáticas y no había sobresalido demasiado.
O puede que Tengo simplemente hubiera transformado en texto el relato oral de la chica, dejándolo tal cual. A lo mejor su propia originalidad no formaba parte de aquel estilo. Pero tenía la impresión de que no era así. A primera vista, el texto era simple y llano, sin embargo, leyéndolo con atención, uno se daba cuenta de que había sido elaborado y arreglado de forma escrupulosa. No sobraba nada y, al mismo tiempo, habían escrito todo lo necesario. Aunque las expresiones calificativas eran reducidas, las descripciones eran precisas y ricas en matices. Y en el texto se percibía, sobre todo, una especie de musicalidad extraordinaria. El lector podía captar ese eco profundo aunque no leyera en voz alta. No se trataba de un texto que una chica de diecisiete años pudiera escribir de forma espontánea con facilidad.
Tras confirmar todo eso, Aomame siguió leyendo con atención.
La protagonista es una niña de diez años. Pertenece a una pequeña «agrupación» que se encuentra en las montañas. Tanto su padre como su madre viven también en esa agrupación. No tiene hermanos ni hermanas. Como la llevaron a aquel lugar poco después de nacer, apenas sabe nada del mundo exterior. Ocupados en sus respectivas tareas diarias, los tres miembros de la familia tienen pocas ocasiones para verse y charlar con tranquilidad, pero aun así se llevan bien. De día, las niñas van a la escuela local y los padres se dedican principalmente a las labores del campo. Siempre que tienen tiempo disponible, los niños también ayudan en el trabajo.
Los adultos que viven en la agrupación odian el mundo exterior. Cada dos por tres dicen que el mundo en el que viven es una bella isla solitaria, que es una fortaleza en medio de un océano de capitalismo. La niña desconoce qué es el capitalismo (a veces también utilizan la palabra «materialismo»). Por el desprecio que se percibe cuando la pronuncian, debe de ser algo retorcido, opuesto a la Naturaleza y a la rectitud. A la niña le enseñan que para mantener su cuerpo y sus ideas limpias tiene que evitar el mundo exterior a toda costa. Si no, su corazón se contaminará.
La agrupación estaba formada por cincuenta personas relativamente jóvenes, pero éstas se habían dividido en dos grupos. Uno aspiraba a la revolución; el otro aspiraba a la paz. Los padres de ella pertenecían más bien al segundo grupo. Su padre era el más viejo y había desempeñado el papel principal desde la fundación de la agrupación.
Naturalmente, la niña de diez años no sabe explicar de manera lógica las estructuras opuestas de los dos grupos. Tampoco conoce la diferencia entre revolución y paz. La impresión que tiene es que la revolución es una manera de pensar un tanto puntiaguda; mientras que la paz es una manera de pensar un tanto redondeada. Todas las maneras de pensar tienen una forma y un colorido concretos. E, igual que la Luna, crecen y menguan. Eso es todo lo que ella sabe.
La niña desconoce cómo se originó la agrupación. Sólo ha oído que unos diez años atrás, poco después de nacer ella se había producido un gran movimiento social y la gente había abandonado la vida en la ciudad para mudarse a un pueblo aislado en las montañas. De la ciudad tampoco sabe gran cosa. Nunca ha ido en tren ni se ha subido a un ascensor. Nunca ha visto un edificio de más de tres plantas. Hay demasiadas cosas que desconoce. Lo único que puede comprender son las cosas que la rodean y que puede ver con sus ojos y tocar con sus manos.
Sin embargo, desde una perspectiva sencilla y con una sobria manera de hablar iba describiendo vivamente y de forma natural la estructura y el paisaje de aquella pequeña comunidad y la manera de ser y de pensar de las gentes que allí vivían.
Pese a sus diferentes formas de pensar, las gentes que allí vivían conservaban un fuerte sentimiento de solidaridad. Todos compartían la idea de que vivir alejados del capitalismo era una dicha y sabían que, aunque la forma y el colorido de sus maneras de pensar difiriese, si no arrimaban el hombro no sobrevivirían por sí solos. Vivían con lo justo. Trabajaban cada día sin cesar, cultivaban hortalizas, hacían trueques con los vecinos, vendían los excedentes, evitaban utilizar productos fabricados en serie siempre que fuera posible y vivían en comunión con la Naturaleza. Los aparatos eléctricos que se veían obligados a utilizar eran objetos que recogían de algún depósito de chatarra y que luego arreglaban, y la mayoría de la ropa que vestían eran prendas de segunda mano que les enviaban.
Había gente que, incapaz de adaptarse a esa vida pura pero rigurosa, abandonaba la agrupación, y había otra gente que iba a informarse y se unía. El número de personas que se asociaba era mucho mayor que el de los que abandonaban. Por eso la población de la agrupación creció paulatinamente. Era una corriente favorable. En el pueblo abandonado en el que residían quedaban todavía muchas casas vacías en las que, adecentándolas un poco, se podía vivir, y había muchos campos sin labrar, así que aceptaban de buena gana que el número de trabajadores aumentara.
Allí había entre ocho y diez niños. La mayoría había nacido dentro de la agrupación, y la mayor era la niña protagonista. Los niños acudían a la escuela local. Iban y volvían a pie todos juntos. Los niños tenían que asistir a la escuela local porque lo establecía la Ley. Además, los fundadores de la agrupación pensaban que mantener una buena relación con las gentes de la zona era imprescindible para la supervivencia de la comunidad. Pero, como por otra parte, los niños locales tenían miedo de los niños de la agrupación y los evitaban o se metían con ellos, en general los niños de la agrupación siempre andaban juntos. Uniéndose se protegían a sí mismos. Del daño físico y de la contaminación espiritual.
Así que dentro de la agrupación construyeron una escuela propia donde la gente se turnaba para enseñar a los niños. Como la mayoría había recibido educación superior y no pocos estaban cualificados para impartir clases, no resultó complicado. Redactaron sus propios libros de texto y enseñaban a leer y escribir, así como aritmética. También enseñaban rudimentos de física, química, fisiología y biología. Enseñaban la historia mundial. En el mundo había dos sistemas llamados capitalismo y comunismo, y ambos se odiaban mutuamente. Pero los dos adolecían de graves problemas y, en general, el mundo estaba yendo en la mala dirección. El comunismo era en su origen una excelente ideología con altos ideales, pero ciertos políticos egoístas lo deformaron a medio camino. A la niña le habían enseñado una fotografía de uno de esos «políticos egoístas». Era un hombre de nariz grande con un gran bigote negro que le evocaba a Satanás.
En la agrupación no había televisión, y la radio no estaba permitida salvo en ocasiones excepcionales. Los periódicos y revistas estaban restringidos. Las noticias que se consideraban necesarias eran comunicadas oralmente durante la cena en la «sala de reuniones». La gente allí reunida reaccionaba con voces de júbilo o gruñidos de desacuerdo según la noticia. Los gruñidos de desacuerdo eran mucho más numerosos que los gritos de júbilo. Esa era la única relación de la niña con los medios de comunicación. En su vida jamás había visto una película o leído un tebeo. Sólo le estaba permitido escuchar música clásica. En la sala de reuniones había un equipo estéreo y un gran número de discos que alguien había llevado. En sus horas libres la niña escuchaba las sinfonías de Brahms, obras para piano de Schumann, música para clave de Bach y música religiosa. Se convirtió en su más valiosa, y prácticamente única, diversión.
Un buen día, a la niña le impusieron un castigo. Esa semana le habían ordenado que cuidara unas cuantas cabras por la mañana y por la noche, pero agobiada con los deberes de la escuela y las tareas diarias se despistó y lo olvidó. A la mañana siguiente se descubrió que una cabra ciega, la más anciana del rebaño, se había muerto de frío. Como castigo aislaron a la niña durante diez días de la agrupación.
La gente consideraba que aquella cabra tenía un valor especial para ellos, pero estaba muy vieja, y la enfermedad —no se sabía qué enfermedad era— había descarnado su flaco cuerpo. Independientemente de que alguien la cuidara o no, no había probabilidades de que fuera a recuperarse. El que se muriera era cuestión de tiempo. Pero no por eso iban a aligerar la falta cometida por la niña. Aparte de la muerte de la cabra, el problema era que la niña había desatendido el trabajo asignado. El aislamiento era una de las penas más graves dentro de la agrupación.
A la niña la encerraron dentro de un pequeño y viejo almacén de paredes de barro junto a la cabra ciega muerta. A ese almacén lo llamaban «el cuarto de reflexión». A quien infringía las normas de la agrupación se le daba la oportunidad de reflexionar en aquel lugar sobre el delito que había cometido. Mientras duró el castigo de aislamiento, nadie le dirigió la palabra. Tuvo que soportar diez días en silencio absoluto. Le llevaban el mínimo necesario de agua y comida, pero el almacén era frío, oscuro y húmedo. Además, olía a la cabra muerta. Habían echado el cerrojo a la puerta por fuera y en un rincón del habitáculo habían dejado un balde para que hiciera sus necesidades. En lo alto de la pared había un ventanuco por el cual entraba la luz del sol y de la Luna. Si no estaba nublado, también podía ver algunas estrellas. Ésa era la única iluminación que tenía. La noche la pasaba tiritando, tumbada en un duro colchón extendido sobre el suelo de madera y envuelta en dos viejas mantas. Aunque estaban en abril, la noche en las montañas era fría. Cuando oscurecía, los ojos de la cabra muerta relucían y reflejaban la luz de las estrellas. La niña tenía miedo y era incapaz de conciliar el sueño.
A la tercera noche, la cabra abrió completamente la boca. La habían abierto a la fuerza desde dentro. De ella salieron una tras otra varias personas de baja estatura. Eran seis en total. Al salir sólo medían diez centímetros, pero una vez en tierra crecieron rápidamente, igual que las setas después de la lluvia. Con todo, a lo sumo medían sesenta centímetros. Le dijeron que eran la «Little People».
«Como en Blancanieves y los siete enanitos», pensó la niña. Cuando era pequeña su padre le había leído aquel cuento. «Pero falta uno».
—Si quieres siete, podemos hacer que haya siete —dijo un Little People con voz grave. Parecía que podían leerle el pensamiento. Entonces, al volver a contarlos, vio que ya no eran seis, sino siete. Sin embargo a la niña no le pareció extraño. Cuando la Little People salió de la boca de la cabra, las reglas del mundo ya se habían alterado. Pasara lo que pasara a continuación, no se sorprendería.
—Por qué habéis salido de la boca de la cabra muerta —preguntó la niña. Se dio cuenta de que su voz sonaba rara. No hablaba de la misma manera que siempre. Quizá se debiera a que llevaba tres días sin hablar con nadie.
—Porque la boca de la cabra se ha convertido en un pasaje —respondió un Little People de voz ronca—. Nosotros tampoco nos hemos dado cuenta de que era una cabra muerta hasta que hemos salido por ella.
Un Little People de voz atiplada tomó la palabra:
—A nosotros nos da igual que sea una cabra, una ballena o un guisante. Mientras haya un pasaje…
—Tú has creado el pasaje. Y nosotros lo hemos probado. Nos estábamos preguntando adonde conduciría —dijo el Little People de voz de bajo.
—Yo he creado el pasaje —dijo la niña. Efectivamente, aquello no sonaba como su voz.
—Nos has hecho un favor —dijo un Little People que hablaba en voz baja.
Algunos de ellos manifestaron su acuerdo.
—¿Por qué no jugamos a crear una crisálida de aire? —dijo el Little People tenor.
—¡Ya que estamos aquí! —dijo el barítono.
—Una crisálida de aire —preguntó ella.
—Se extrae un hilo del aire y con él se va creando una morada. Poco a poco va creciendo —dijo el de voz de bajo.
—Una morada para quién —pregunta la niña.
—Lo sabrás dentro de poco —dijo el barítono.
—Lo sabrás cuando salga —dijo el de voz de bajo.
—¡Jo, jo! —se burló otro Little People.
—Os puedo ayudar yo también —preguntó la niña.
—¡Por supuesto! —contestó el de voz ronca.
—Nos has hecho un favor. ¡Venga, ayúdanos! —dijo el Little People tenor.
Extraer hilo del aire no era tan complicado en cuanto te acostumbrabas. La niña tenía dedos hábiles, de modo que enseguida se desenvolvió en aquella tarea. Fijándose bien, se podían distinguir varios hilos flotando en el aire. Quien quisiera verlos, los veía.
—Así, como lo estás haciendo. ¡Muy bien! —dijo el que hablaba en voz baja.
—Eres una niña muy lista. Aprendes rápido —dijo el de voz atiplada. Los siete vestían la misma ropa y tenían el mismo rostro; sólo sus voces eran claramente diferentes.
La ropa que vestía la Little People era ropa de lo más normal y corriente. Esta expresión podrá resultar extraña, pero no hay otra manera de describirla. Al apartar la vista de ellos, uno se olvidaba por completo de cómo era la ropa que llevaban. Lo mismo se podía decir de sus facciones. No eran unas facciones bellas ni feas. Tenían un semblante de lo más normal y corriente. Y al apartar la vista, uno se olvidaba por completo de cómo eran sus facciones. Su pelo, igual. No era largo ni corto. Era pelo sin más. Además, no olían a nada.
Llegado el amanecer, cuando el gallo cantó y el cielo se iluminó al este, la Little People dejó de trabajar y se desperezó. Luego escondieron en un rincón del almacén lo que habían hecho hasta entonces de la blanca crisálida de aire —de momento todavía tenía el tamaño de un conejito—, para que no lo descubriera la persona que le llevaba la comida a la niña.
—Ha amanecido —dijo el Little People que hablaba en voz baja.
—La noche se ha terminado —dijo el que tenía voz de bajo.
«Con tanta gente con voces diferentes podríamos hacer una coral», pensó la niña.
—Nosotros no cantamos —dijo el Little People tenor.
—¡Jo, jo! —dijo el Little People burlón.
La Little People menguó hasta alcanzar los diez centímetros, la misma estatura que cuando apareció, hizo una fila y fue metiéndose en la boca de la cabra.
—¡Esta noche vendremos otra vez!—dijo en voz baja el Little People que hablaba en voz baja antes de cerrar desde dentro la boca de la cabra—. ¡No le hables a nadie de nosotros!
—Si le hablas a alguien de nosotros, ocurrirá algo horrible —añadió por si acaso el de voz ronca.
—¡Jo, jo! —rió el burlón.
—No se lo diré a nadie —prometió la niña.
Además, si se lo dijera a alguien, seguro que nadie la creería. A menudo los mayores la reprendían por expresar las ideas que le venían a la mente. Le decían que no distinguía entre la realidad y la imaginación. Ella no entendía qué era lo que hacía mal. En cualquier caso, sería mejor que no le hablara a nadie de la Little People.
En cuanto la Little People desapareció y la boca de la cabra volvió a cerrarse, la niña intentó encontrar el sitio donde ellos habían escondido la crisálida de aire, pero fue incapaz de dar con él. La habían escondido muy bien. Ya podía buscar y buscar en aquel espacio tan reducido, que no la encontraría. ¿Dónde demonios la habrían escondido?
A continuación, se arropó con la manta y se durmió. Fue un sueño apacible, como hacía tiempo que no tenía. No soñó ni se despertó bruscamente. Disfrutó de aquel sueño profundo.
De día, la cabra permaneció muerta. Su cuerpo estaba duro y yerto; los ojos turbios parecían bolas de vidrio. Pero cuando se puso el sol y las tinieblas invadieron el almacén, sus ojos relucieron con la luz de las estrellas. Entonces, como guiada por esa luz, la boca de la cabra se abrió por completo y de ella salió la Little People. Esta vez fueron siete desde el principio.
—Prosigamos con lo que estábamos haciendo anoche —dijo el Little People de voz ronca.
Los otros seis manifestaron su aprobación.
Los siete Little People y la niña se sentaron en círculo alrededor de la crisálida y continuaron con el trabajo. Extraían hilo blanco del aire y con él fabricaban la crisálida. Apenas hablaban; sólo se entregaban al trabajo en silencio. Al mover las manos con entusiasmo, no sentían el frío nocturno. Sin darse cuenta, el tiempo iba transcurriendo. No se hartaban ni tenían sueño. Poco a poco, pero de forma visible, la crisálida iba creciendo.
—Cómo de grande la vamos a hacer —preguntó la niña cuando estaba a punto de despuntar el día. No sabía si les daría tiempo de acabarla durante los diez días que iba a estar encerrada en el almacén.
—¡Todo lo grande que podamos! —respondió el Little People de voz atiplada.
—En un momento determinado, se abrirá de forma natural —dijo alegre el tenor.
—Y saldrá algo de ella —comentó el barítono con voz enérgica.
—El qué —preguntó la niña.
—¿Qué saldrá? —dijo el que hablaba en voz baja.
—Estoy deseando que salga —dijo el Little People con voz de bajo.
—¡Jo, jo! —se burló el Little People burlón.
—¡Jo, jo! —dijeron los otros seis a coro.
El estilo de la novela destilaba una extraña y particular lobreguez. Al fijarse en ello, Aomame torció ligeramente el gesto. El relato parecía un cuento infantil fantástico. Pero en el fondo fluía invisible una oscura y latente corriente. En el uso llano y simple de la lengua Aomame percibía cierto eco funesto. Había una penumbra que parecía insinuar la venida de un tipo de enfermedad. Una enfermedad mortal que corroía en silencio el espíritu humano desde su núcleo. Y los que portaban la enfermedad eran esos siete Little People que parecían una coral. «No cabe duda de que hay algo presente insano», pensó Aomame. A pesar de ello, Aomame podía captar en sus voces algo que le resultaba fatídicamente familiar.
Aomame levantó la cara del libro y recordó lo que el líder le había dicho de la Little People antes de morir: «Hemos vivido con ellos desde tiempos inmemoriales. Cuando el bien y el mal todavía no existían. Desde los albores de la conciencia humana».
Aomame siguió leyendo.
La Little People y la niña siguieron trabajando y, al cabo de varios días, la crisálida de aire adquirió más o menos el tamaño de un perro grande.
—Mañana se termina el castigo y voy a salir de aquí —le dijo la niña a la Little People cuando empezó a clarear.
Los siete Little People prestaron atención en silencio a sus palabras.
—Así que ya no podremos terminar la crisálida de aire juntos.
—Es una pena —dijo el Little People tenor como si lo lamentara de verdad.
—Estando tú aquí nos has sido de gran ayuda —dijo el Little People barítono.
El Little People de voz atiplada también hizo un comentario:
—Pero la crisálida ya está prácticamente terminada. Con un poco más será suficiente.
Los Little People se colocaron unos al lado de otros y observaron lo que llevaban hecho de la crisálida de aire como si estuvieran midiendo su tamaño.
—Sólo falta un poquito —dijo el Little People de voz ronca, como tomando las riendas en una monótona canción de barquero.
—¡Jo, jo! —se burló el burlón.
—¡Jo, jo! —dijeron los otros seis a coro.
La pena de diez días de aislamiento llegó a su fin y la niña regresó a la agrupación. La vida en grupo con todas sus normas comenzó de nuevo, y no tuvo tiempo para estar sola. Obviamente, tampoco podía fabricar la crisálida de aire con la Little People. Cada noche, antes de dormir, se imaginaba a los siete Little People sentados en torno a la crisálida de aire trabajando para hacerla más grande. No pensaba en nada más. Era como si la crisálida de aire se hubiera infiltrado por completo en su cabeza.
La niña se moría de ganas por saber qué había en el interior de la crisálida de aire; qué surgiría cuando, llegada la hora, la crisálida se rompiera. Sentía inmensamente no poder verlo con sus propios ojos. «Les he echado una mano en la fabricación de la crisálida, así que yo también debería tener derecho a presenciarlo». Tenía tantas ganas de verlo que incluso pensó seriamente en volver a cometer una falta para que la aislasen y poder regresar al almacén. Pero aunque se molestara en hacerlo, quizá la Little People no volvería a aparecer en el almacén. Habían retirado la cabra muerta y la habían enterrado. Sus ojos nunca volverían a resplandecer bajo la luz de las estrellas.
Se describe la vida diaria de la niña en la comunidad. Las tareas disciplinarias, el trabajo asignado. Por ser la mayor, dirige a los más pequeños y se ocupa de ellos. Las comidas frugales. Los cuentos que sus padres le leen antes de dormir. La música clásica que escucha cuando encuentra algo de tiempo libre. La vida impoluta.
La Little People la visita en sueños. Ellos pueden entrar cuando les apetece en los sueños de la gente. «La crisálida de aire está a punto de eclosionar; ¿por qué no vienes a verla?», la incitan. «Ven al almacén con una vela al anochecer, para que nadie te vea».
La niña no puede reprimir la curiosidad. Se levanta de la cama, coge la vela que ha preparado y va hasta el almacén amortiguando sus pasos. Allí no hay nadie. Sólo está la crisálida de aire, que yace solitaria sobre el suelo. Ha crecido, en comparación con la última vez que la vio. En total mide alrededor de un metro y treinta o cuarenta centímetros de largo. Una tenue luz emana de dentro. De perfil traza una bella curva y en la zona del medio hay un hermoso estrechamiento que no tenía cuando era más pequeña. Parece que desde entonces la Little People ha estado trabajando con afán. Y la crisálida ya ha empezado a romperse. Tiene una fisura vertical limpia. La niña se agacha y observa el interior por la abertura.
Descubre que lo que hay dentro de la crisálida es ella misma. Se contempla a sí misma desnuda y acostada en el interior. Su otro yo está boca arriba con los ojos cerrados. Parece inconsciente. Ni siquiera respira. Igual que una muñeca.
—Ésa es tu daughter—dijo el Little People de voz ronca. Tras lo cual carraspeó.
Al darse la vuelta ve, de pronto, que los siete Little People están allí de pie, formando un abanico.
—Dóter —repite automáticamente la niña.
—Y tú eres lo que llamamos mother —dijo el de la voz de bajo.
—Móder y dóter —repite la niña.
—La daughter sustituye a la mother —dice el Little People de voz atiplada.
—Me he dividido en dos —pregunta la niña.
—No —responde el Little People tenor—. No te has dividido ni en dos ni en nada. Tú sigues siendo tú de pies a cabeza. No te preocupes. La daughter sólo es la sombra del corazón de la mother, que ha tomado forma.
—Cuándo se va a despertar esa persona.
—Dentro de poco. Cuando llegue la hora —dice el Little People barítono.
—Esta dóter, que es la sombra de mi corazón, qué hace —pregunta, la niña.
—Realiza la función de perceiver —dijo sigilosamente el que hablaba en voz baja.
—Persiver —dice la niña.
—Quien percibe —dice el de voz ronca.
—Transmite lo que percibe al receiver —dice el de voz atiplada.
—Es decir, ¡la daughter será nuestro pasaje! —dice el Little People tenor.
—En lugar de la cabra —pregunta la niña.
—La cabra muerta sólo era un pasaje provisional —dice el Little People con voz de bajo—. Necesitamos una daughter viviente que enlace con el lugar en el que habitamos. Como perceiver.
—Qué hace la móder —pregunta la niña.
—La mother está al lado de la daughter —dice el de voz atiplada.
—Cuándo se va a despertar la dóter.
—Dentro de dos días, quizá tres —responde el tenor.
—Un día u otro —dice el que habla en voz baja.
—Cuida bien de la daughter —dice el barítono—. Porque es tu daughter.
—Sin los cuidados de la mother, la daughter no estará completa y le costará sobrevivir —dice el de voz atiplada.
—Si la daughter desapareciese, la mother perdería la sombra de su corazón —dice el tenor.
—Qué le ocurre a la móder que pierde la sombra del corazón —pregunta la niña.
Ellos se miraron entre sí. Nadie respondió a la pregunta.
—Cuando la daughter se despierte, en el cielo habrá dos lunas —dice el de la voz ronca.
—Las dos lunas reflejan la sombra del corazón —dice el barítono.
—Habrá dos lunas —repite de forma automática la niña.
—¡Es un símbolo! ¡Mira al cielo atentamente!—dice con sigilo el que habla en voz baja—. Mira al cielo atentamente —insiste—. Cuenta las lunas.
—¡Jo, jo! —se burla el burlón.
—¡Jo, jo! —dicen los otros seis a coro.
La niña huye.
Allí hay algo erróneo, algo que está mal. Algo muy deformado. Algo que va en contra de la Naturaleza. La niña es consciente. No sabe qué quiere la Little People, pero la horroriza su otro yo dentro de la crisálida de aire. Le resulta imposible vivir con otro yo que vive y se mueve. «Tengo que escapar de aquí. Y cuanto antes. Antes de que la daughter se despierte. Antes de que en el cielo haya dos lunas».
En la agrupación está prohibido tener dinero a título personal, pero su padre le había dado a escondidas un billete de diez mil yenes y alguna moneda suelta. «Escóndelo bien para que no lo vean», le había dicho a la niña. También le había entregado un papel con una dirección, un nombre y un número de teléfono apuntados. «Si tuvieras que huir de aquí, compra un billete de tren con el dinero y ve a esta dirección».
Su padre debía de tener presente la posibilidad de que algún día ocurriera algo malo en la agrupación. La niña no titubeó y actuó ipso facto. Ni siquiera tuvo tiempo de despedirse de sus padres.
Saca el billete de diez mil yenes, las monedas y el trozo de papel de una botella que ha enterrado en el suelo. En la escuela, en plena clase, dice que quiere ir a la enfermería porque se siente mal, sale del aula y, sin más, se marcha de la escuela. Sube al primer autobús y va hasta la estación. En la taquilla saca los diez mil yenes y compra un billete para ir hasta la estación de Takao. Le devuelven el cambio. Es la primera vez en su vida que compra un billete, que le devuelven el cambio y que coge un tren. Pero su padre la había aleccionado detalladamente de cómo debía actuar y ella lo lleva bien grabado en la cabeza.
Siguiendo las instrucciones anotadas en el papel, se apeó del tren en la estación de Takao, en la línea Chūō, y llamó desde una cabina telefónica al número indicado. La persona a quien telefoneó era un pintor de estilo tradicional japonés, viejo amigo de su padre. Era unos diez años mayor que él y vivía con su hija en medio de unas montañas próximas al monte Takao. Su esposa había fallecido hacía algún tiempo, y su hija, que se llamaba Kurumi, era un año menor que la niña. Inmediatamente después de contactar con él, el señor se presentó en la estación y dio una calurosa bienvenida a la niña huida de la agrupación.
Al día siguiente de ser acogida en la casa del pintor, la niña mira al cielo desde la ventana de su habitación y descubre que ha pasado a haber dos lunas. Al lado de la Luna de siempre hay otra más pequeña semejante a un haba medio reseca. «La dóter se ha despertado», piensa la niña. Las dos lunas empiezan a reflejar la sombra del corazón. El corazón de la niña se estremece. El mundo ha cambiado y algo está a punto de ocurrir.
Sus padres no se ponen en contacto con ella. Tal vez nadie en la agrupación se ha dado cuenta de que la niña ha huido, ya que la daughter, el otro yo de la niña, permanece allí. A simple vista son idénticas, de modo que una persona cualquiera no las distinguiría. Pero, obviamente, sus padres deberían saber que la daughter no era la verdadera niña, sino una simple réplica. Que se había quedado allí sustituyéndola mientras la verdadera se había escapado de la comunidad. Sólo existía un lugar adonde podía haber ido. Aun así, los padres no se pusieron en contacto con ella ni una sola vez. Quizá fuera un mensaje sin palabras de parte de sus padres para que permaneciera huida.
La niña se ausenta de la escuela a menudo. El nuevo mundo donde vive ahora es muy diferente del mundo de la agrupación en el que se ha criado. Las normas son diferentes, los objetivos son diferentes y las palabras empleadas son diferentes, así que le resulta imposible hacer amigos. Es incapaz de adaptarse a la vida escolar.
Pero en la escuela primaria se lleva muy bien con un niño. Su nombre es Tōru. Tōru es bajo y delgado. En el rostro se le forman varias arrugas profundas, como un mono. Al parecer, cuando era pequeño padeció una grave enfermedad y no puede participar en actividades físicas intensas. Tiene la espalda un poco encorvada. Durante el recreo se aparta de los demás y siempre lee libros a solas. No tiene amigos. Es demasiado pequeño, demasiado feo. Durante el recreo del mediodía, la niña se sienta a su lado y le habla. Le pregunta qué libro está leyendo. Él le lee el libro en voz alta. A la niña le gusta su voz. Aunque habla en voz baja y tiene una voz un poco ronca, la niña la entiende claramente. Las historias que su voz narra la cautivan. Tōru lee prosa de una manera muy bella, como si leyera poesía. La niña siempre pasa con él el recreo de mediodía. Escucha con suma atención las historias que le lee.
Pero al cabo de poco tiempo Tōru se pierde. La Little People se lo arrebata a la niña.
Una noche, la crisálida de aire aparece en la habitación de Tōru. Mientras el niño duerme, cada noche la Little People va dando mayor volumen a la crisálida. A través de los sueños de la niña, la Little People le muestra todas las noches lo que está haciendo. Sin embargo, ella no puede detenerlos. La crisálida adquiere pronto el tamaño suficiente y se rompe de arriba abajo. Igual que en el caso de la niña. Pero dentro de esa crisálida hay tres grandes serpientes negras. Las tres están fuertemente enredadas entre sí, de modo que da la impresión de que nadie —ni siquiera ellas mismas— podría soltarlas. Parecen un viscoso enmarañamiento de tres cabezas. Las serpientes están encolerizadas por no poder liberarse y bullen desesperadas para soltarse de sí mismas, pero cuanto más se agitan, más empeora la situación. La Little People le enseña aquellas criaturas a la niña. Tōru sigue durmiendo a su lado sin enterarse de nada. Sólo la niña puede verlas.
Varios días después, el niño enferma de repente y se lo llevan lejos, a una clínica. No se hace público de qué enfermedad se trata. En cualquier caso, Tōru no volverá a la escuela. Se ha perdido.
La niña comprende que es un mensaje de parte de la Little People. Parece que no pueden tocar directamente a la niña, ya que es la mother. En vez de eso pueden hacer daño y destruir a la gente que la rodea; lo cual no quiere decir que puedan hacérselo a cualquiera. Prueba de ello es que no han podido tocar al pintor que se ocupa de la niña ni a Kurumi, su hija. Como presa eligen a los más débiles. Ellos habían sacado las tres serpientes negras del fondo de la conciencia del chico y las habían despertado de su sueño. Destruyendo al chico estaban enviándole una advertencia e intentaban llevarla de vuelta junto a la daughter. «Esto ha ocurrido por tu culpa», le dicen a la niña.
La niña se vuelve a quedar sola. Deja de ir al colegio de nuevo. Hacer amistades significa poner en riesgo a la otra persona. Eso es lo que significa vivir bajo las dos lunas. Ella es consciente.
Poco tiempo después, la niña decide empezar a crear su propia crisálida de aire. Puede hacerlo. La Little People le había dicho que ellos habían venido del lugar que procedían atravesando un pasaje. En ese caso, ella podría hacer el camino inverso e ir al lugar de que procedían. Yendo allí quizá descubriría el secreto de qué papel le tocaba desempeñar y qué significaba la historia de la móder y la dóter. Tal vez podría rescatar a Tōru, que se había perdido. La niña empieza a construir el pasaje. Basta con extraer hilo del aire y tejer crisálida. Requiere tiempo, pero tomándolo con calma se puede conseguir.
A pesar de todo, a veces no entiende nada. La confusión se apodera de ella. «¿Seré la móder de verdad? ¿No me habrán reemplazado por la dóter en algún momento?». Cuanto más piensa, menos segura está. «¿Cómo podría demostrar que yo soy mi propio cuerpo?».
La historia termina simbólicamente con la niña intentando abrir la puerta del pasaje. No se llega a contar qué ocurre al otro lado de la puerta. Quizá todavía no había sucedido.
«Daughter», pensó Aomame. El líder había mencionado esa palabra antes de morir. Había dicho que su hija había huido dejando atrás a su propia daughter para llevar a cabo una acción contra la Little People. Eso probablemente había ocurrido en la realidad. Y ella no había sido la única en ver las dos lunas.
En cualquier caso, Aomame tenía la sensación de que entendía el motivo por el cual la novela había sido bien recibida y ampliamente leída. Por supuesto, el hecho de que la autora fuese una bella chica de diecisiete años también había influido en cierta medida. No obstante, no se había convertido en un best seller únicamente por eso. Las descripciones tan exactas y llenas de vida eran, sin lugar a duda, el atractivo de aquella novela. El lector podía captar con gran frescura el mundo que rodeaba a la niña a través de su mirada. La historia narraba la experiencia fantástica vivida por una niña en un entorno particular, pero provocaba que la gente sintiera de forma natural empatía por ella. Quizá despertara algo en el subconsciente. Por eso los lectores pasaban las páginas atrapados por el relato.
A esa virtud literaria seguramente había contribuido en buena medida Tengo, pero Aomame no podía detenerse a admirar aquello. Tenía que leer la historia centrándose en las partes protagonizadas por la Little People. Para Aomame, aquélla era una historia totalmente real que había puesto en juego la vida de una persona. Algo parecido a un manual. De él tenía que extraer los conocimientos y el saber hacer necesarios. Tenía que leer y comprender de la manera más concreta y detallada posible el significado del mundo en el que la habían metido.
La crisálida de aire no era una fantasía desbordante fruto de la mente de una chica de diecisiete años, como la gente creía. Aunque cambiaba los nombres de ciertas personas, gran parte de lo que describía era la inconfundible realidad por la que ella misma había pasado, Aomame estaba segura de ello. Fukaeri había querido dejar por escrito, y con la máxima precisión posible, los acontecimientos que había vivido, para revelar al mundo ese secreto oculto. Para advertir al máximo número de gente posible de la existencia de la Little People y de lo que estaban haciendo.
La daughter que la niña había dejado atrás seguramente se había convertido en el pasaje de la Little People y los había guiado hasta el líder, el propio padre de la niña, el cual se había convertido en el receiver. Entonces había conducido a Amanecer hacia su sangrienta auto-destrucción, ya que se había convertido en un estorbo, y había ido transformando Vanguardia en una exclusiva y refinada comunidad religiosa extremista. Que debía de ser el ambiente más agradable y oportuno para la Little People.
¿Habría conseguido sobrevivir la daughter de Fukaeri sin su mother? La Little People había dicho que le costaría sobrevivir largo tiempo sin ella. ¿Y cómo sería la vida para la mother si perdiera la sombra de su corazón?
Tras la fuga de la niña, la Little People debía de haber creado unas cuantas daughters nuevas dentro de Vanguardia mediante el mismo procedimiento. El objetivo debía de ser estabilizar el pasaje por el que podían entrar y salir; algo parecido a aumentar el número de carriles de una carretera. Las numerosas daughters se convertían así en perceivers para la Little People y desempeñaban la función de sacerdotisas. Tsubasa era una de ellas. Si se consideraba que el líder no había mantenido relaciones sexuales con las mother, sino con las daughters, la expresión de «unión ambigua» que el líder había utilizado cobraba sentido. Eso también explicaba que los ojos de Tsubasa fueran inexpresivos y carecieran de profundidad, así como que apenas hablara. Lo que no sabía era por qué la daughter Tsubasa se había escapado de la comunidad, y cómo lo había hecho. En todo caso, seguramente la habían metido en una crisálida de aire y la habían recuperado y llevado junto a su mother. La sangrienta muerte del perro había sido una advertencia de parte de la Little People. Igual que en el caso de Tōru.
Las daughters deseaban concebir un hijo del líder, pero al no ser cuerpos reales no tenían la regla. No obstante, según el líder deseaban encarecidamente quedarse encinta. ¿Por qué sería?
Aomame sacudió la cabeza. Todavía había demasiadas cosas que no comprendía.
Aomame quería comunicarle cuanto antes a la señora que quizás el hombre no se había limitado a violar a las sombras de las niñas. «A lo mejor no teníamos por qué haber asesinado a ese hombre».
¿Pero la creería así como así si se lo explicara? Aomame era consciente de ello. La señora, o cualquiera con un poco de cabeza, nunca se creería lo de la Little People, las mothers, las daughters y las crisálidas de aire, por mucho que se lo presentara como algo real. Porque para alguien con un poco de cabeza no serían más que invenciones sacadas de una novela. Igual que no se creerían la existencia de la Reina de corazones o el Conejo con el reloj de Alicia en el país de las maravillas.
No obstante, la Luna vieja y la luna nueva que Aomame había visto en el cielo eran reales. Había estado viviendo bajo su luz. Había sentido sobre su piel el cambio que se había generado en la gravitación. Y había matado con sus propias manos en la habitación oscura del hotel a la persona a quien llamaban líder. El mal agüero que había sentido al clavarle la afilada aguja en aquel punto de la nuca permanecía vivo en la palma de su mano. Aún ahora esa sensación le ponía la carne de gallina. Además, poco antes de asesinarlo, había visto cómo el líder hacía levitar en el aire unos cinco centímetros un pesado reloj de mesa. Aquello no había sido una ilusión óptica, ni un truco de magia. Era un hecho innegable que había que aceptar tal cual.
De ese modo la Little People había tomado bajo control la comunidad de Vanguardia. Aomame desconocía cuál era el fin último que pretendían conseguir mediante ese control. Quizá se tratara de algo que trascendía el bien y el mal. Pero la niña que protagonizaba La crisálida de aire se había dado cuenta intuitivamente de que era algo que estaba mal e intentaba contraatacarlo a su manera. Abandonaba a su daughter, huía de la comunidad y, tomando prestada la expresión del líder, intentaba crear un «impulso anti Little People» para preservar el equilibrio del mundo. Remontando el pasaje por el que la Little People transitaba intentaba adentrarse en el lugar del que provenían. La historia era su vehículo. Y Tengo era su compañero y la había ayudado a construir esa historia. Posiblemente el propio Tengo no comprendía el significado de lo que estaba haciendo en ese momento. Quizá seguía sin comprenderlo ahora.
En cualquier caso, La crisálida de aire era una gran clave.
«Todo comienza a partir de esta historia.
»Pero ¿en qué parte de la historia encajo yo?
»A partir del instante en el que me encontraba en un atasco y bajé las escaleras de emergencia de la autopista metropolitana, mientras escuchaba la Sinfonietta de Janáček, fui arrastrada a este mundo de cuyo cielo penden dos lunas, una grande y otra pequeña; a este año de 1Q84, repleto de enigmas. ¿Qué sentido tiene todo esto?».
Cerró los ojos y meditó.
«Quizá fui arrastrada a través del pasaje del “impulso anti Little People” que Fukaeri y Tengo habían creado. Ese impulso me trajo a esta parte», pensaba Aomame. ¿Qué otra cosa cabía imaginar? «Y el papel que desempeño en esta historia no es nada desdeñable. No, podría decirse que soy una de los protagonistas».
Aomame miró a su alrededor. «En definitiva, estoy dentro de la historia que Tengo ha creado», pensó Aomame. «En cierto sentido estoy dentro de su cuerpo». Se dio cuenta de ello. «Por así decirlo, estoy dentro de ese santuario».
Hacía mucho tiempo había visto una vieja película de ciencia ficción por televisión. No se acordaba del título. Trataba de unos científicos que reducían sus propios cuerpos hasta tal punto que sólo se podían ver con un microscopio y, subidos a un vehículo similar a un batiscafo (también lo habían reducido de tamaño), se introducían en los vasos sanguíneos de un paciente; entraban en su corazón a través de las arterias y le realizaban una complicada operación quirúrgica que en un caso normal habría sido imposible de realizar. La situación quizás era semejante. «Estoy dentro de los vasos sanguíneos de Tengo y circulo por su cuerpo. Mientras combato con vehemencia los leucocitos que atacan al objeto invasor (es decir, yo) para eliminarlo, me dirijo hacia mi objetivo: la causa de la enfermedad. Y matando al líder en la habitación del Hotel Okura debí de “suprimir” con éxito ese agente patógeno».
Mientras pensaba todo eso, Aomame sentía cierta calidez. «He cumplido la misión que se me ha encomendado. Una misión complicada, sin duda alguna. Pasé mucho miedo, pero conseguí realizar el trabajo con serenidad y sin ningún fallo en medio del estruendo de los truenos. Probablemente ante los ojos de Tengo». Eso hizo que se sintiera orgullosa.
«Retomando la analogía de los vasos sanguíneos, pronto me recogerán de las venas, como un desecho que ha cumplido su función, y me expulsarán en breve del cuerpo. Son las reglas por las que se rige el organismo. No puedo escapar a mi destino. Pero ¿qué importa?», pensó Aomame. «Ahora estoy dentro de Tengo. Envuelta por su calor corporal, orientada por sus latidos. Guiada por su lógica y sus normas. Y probablemente por su estilo. ¡Qué maravilla formar parte de él de este modo!».
Sentada en el suelo, Aomame cerró los ojos. Acercó la nariz a las páginas del libro y aspiró su aroma. El olor de las hojas, el olor de la tinta. Entregó su cuerpo tranquilamente a aquella corriente. Prestó atención a los latidos del corazón de Tengo.
«Este es el reino», pensó.
«Estoy lista para morir. Cuando sea».