Un satélite taciturno y solitario
—Puede que esa persona se encuentre muy cerca —dijo Fukaeri tras reflexionar seriamente durante un rato, mientras se mordía el labio inferior.
Tengo volvió a juntar los dedos sobre la mesa y miró a Fukaeri a los ojos.
—¿Cerca? ¿Te refieres a que se encuentra en Kōenji?
—En un lugar al que se puede ir a pie desde aquí.
Tengo quiso preguntarle cómo lo sabía, pero era consciente de que no obtendría respuesta a una pregunta de ese tipo. Podía preverlo. Requería preguntas prácticas que pudiera responder con un sí o con un no.
—Entonces si la busco por esta zona, ¿podré ver a Aomame? —preguntó Tengo.
Fukaeri sacudió la cabeza.
—Dando vueltas simplemente no la vas a encontrar.
—Está en un lugar al que puedo ir a pie, pero dando vueltas para ver si la veo no la voy a encontrar. Es eso lo que quieres decir, ¿no?
—Es que está escondida.
—¿Escondida?
—Como una gata herida.
La imagen de Aomame encogida y oculta en algún lugar mohoso bajo el suelo acudió a la mente de Tengo.
—¿Por qué se esconde y de quién? —inquirió.
Naturalmente, no obtuvo respuesta.
—Pero al decir que está escondida te refieres a que está en una situación crítica, ¿verdad? —preguntó.
—Una situación crítica. —Fukaeri repitió las palabras de Tengo. Puso la misma cara que pondría un niño pequeño ante una medicina amarga. No debía de gustarle cómo sonaban aquellas palabras.
—Por ejemplo, que alguien la persigue —dijo Tengo.
Fukaeri inclinó ligeramente el cuello. Quería decir que no lo sabía.
—Pero no va a estar por aquí para siempre.
—El tiempo es limitado.
—Es limitado.
—Pero está escondida en algún sitio como una gata herida, así que no andará de paseo por ahí.
—No —respondió categórica la bella muchacha.
—En definitiva, debo buscarla en algún lugar especial.
Fukaeri asintió.
—¿Qué clase de lugar especial podría ser? —preguntó Tengo.
Ni que decir tiene que no obtuvo ninguna respuesta.
—Hay varias cosas que recuerdas de esa persona —dijo Fukaeri al cabo de un rato—. Quizás haya alguna que pueda serte útil.
—Útil —dijo Tengo—. ¿Quieres decir que si recuerdo algo de ella, obtendré una pista sobre el lugar en el que se esconde?
La chica se limitó a encoger un poco los hombros, sin responder. Ese gesto encerraba probablemente un matiz afirmativo.
—Gracias —le dijo Tengo.
Fukaeri asintió brevemente, como una gata satisfecha.
Tengo preparó la cena en la cocina. Fukaeri se afanaba en elegir un disco de la repisa. Aunque no había demasiados discos, le llevó bastante tiempo decidirse. Tras deliberar, cogió un viejo álbum de los Rolling Stones, lo colocó en el tocadiscos y bajó la aguja. Era un disco que le había prestado alguien en su época del instituto y nunca lo había devuelto. Hacía una eternidad que no lo escuchaba.
Tengo preparó un pilaf con jamón, setas y arroz integral y una sopa de miso con tofu y algas wakame, mientras escuchaba Mother's Little Helper y Lady Jean. Coció coliflor y le echó una salsa de curry que había dejado preparada. Hizo una ensalada de verduras, con judías y cebolla. A Tengo no le disgustaba cocinar y tenía por costumbre reflexionar mientras lo hacía. Sobre asuntos cotidianos, problemas matemáticos, novelas o proposiciones metafísicas. Cuando se hallaba en la cocina, moviendo las manos, podía pensar las cosas mejor y de manera más ordenada que cuando no hacía nada. Pero por mucho que pensó, no se le ocurrió dónde podía estar ese «lugar especial» del que había hablado Fukaeri. Intentar ordenar algo que en sí carecía de orden no era más que un intento en vano. Apenas sacó algo en claro.
Se pusieron a comer sentados uno frente al otro, con la mesa de por medio. Casi no intercambiaron palabras. Cada uno pensaba en sus cosas mientras se llevaba la comida a la boca en silencio, como un matrimonio en un periodo de hastío. O no pensaban en nada. Resultaba difícil de discernir, sobre todo en el caso de Fukaeri. Una vez terminada la cena, Tengo se tomó un café y Fukaeri sacó un flan de la nevera y se lo comió. Independientemente de lo que estuviera comiendo, su expresión nunca se alteraba. Parecía que no tenía en mente nada más que masticar.
Tengo se sentó frente al escritorio en el que trabajaba y, siguiendo la sugerencia de Fukaeri, intentó recordar algo de Aomame.
«Hay varias cosas que recuerdas de esa persona. Quizás haya alguna que pueda serte útil».
Pero Tengo era incapaz de concentrarse. Fukaeri había puesto otro álbum de los Rolling Stones. Little Red Rooster: un disco de la época en la que a Mick Jagger le apasionaba el Chicago blues. No estaba mal, pero no era una música creada pensando en alguien que intentaba meditar profundamente y escarbar en la memoria. Los Rolling Stones eran una banda que apenas tenía esa clase de deferencia. «Necesito ir a un sitio tranquilo y estar solo», pensó Tengo.
—Voy a salir un momento —dijo él.
Observando la funda del álbum de los Rolling Stones que tenía entre las manos, Fukaeri asintió con aire de indiferencia.
—Si alguien viniera no abras la puerta —le advirtió él.
Tengo caminó hacia la estación durante un rato vestido con una camiseta de manga larga azul marino, unos chinos de color caqui sin una sola arruga y unas zapatillas de deporte. Entró en un local llamado Cabeza de Cereal, un poco antes de la estación, y pidió una cerveza a presión. En el local se ofrecían bebidas alcohólicas y menús ligeros. Era pequeño y con unos veinte clientes ya estaría a rebosar. Había entrado en aquel bar unas cuantas veces. A partir de altas horas de la noche se llenaba de gente joven, pero de siete a ocho los clientes eran relativamente escasos, estaba silencioso y había un ambiente agradable. Era idóneo para sentarse solo en un rincón y leer un libro tomándose una cerveza. Los asientos también eran cómodos.
No estaba claro de dónde venía ni qué significaba el nombre del bar. Podría habérselo preguntado al barman, pero no se le daba bien charlar con desconocidos. Además, no saber el origen del nombre tampoco le causaba ninguna molestia. En cualquier caso, el Cabeza de Cereal era un local bastante agradable.
Por suerte, no habían puesto música. Tengo se sentó a una mesa junto a la ventana, bebía su Carlsberg y, mientras mordisqueaba los frutos secos que le habían servido en un pequeño bol, comenzó a pensar en Aomame. Recordar a Aomame era regresar una vez más a cuando tenía diez años. Era revivir un punto de inflexión en su vida. A los diez años, después de que Aomame le hubiera cogido de la mano, Tengo se negó a seguir acompañando a su padre para cobrar la cuota de la NHK. Poco después experimentó una erección manifiesta y su primera eyaculación. Fue un momento decisivo en su vida. Por supuesto, ese momento habría de llegar aunque Aomame no le hubiera agarrado la mano. Tarde o temprano. Pero Aomame lo estimuló y fomentó ese cambio. Como si le hubiera dado un suave empujón.
Durante mucho rato estuvo observando la palma abierta de su mano izquierda. «Aquella niña de diez años me agarró la mano y cambió por completo algo que había en mi interior. No sé explicar de manera lógica cómo pudo suceder algo así. Pero en ese momento nos comprendimos uno al otro y nos aceptamos de manera natural. Por completo, casi de forma milagrosa. Esas cosas no ocurren muchas veces en la vida. No, probablemente sólo ocurran una vez». Pero en ese preciso momento, Tengo no era consciente de la determinante relevancia de aquel acto. Y no sólo en ese momento. Hasta hacía muy poco, no había sido realmente consciente de sus implicaciones. Simplemente había albergado la imagen de la niña en su corazón de manera difusa.
Ahora que tendría treinta años, seguro que había cambiado de aspecto. Sería alta, tendría el pecho más desarrollado y llevaría un peinado diferente, por supuesto. En caso de que hubiera abandonado la Asociación de los Testigos también llevaría algo de maquillaje. Quizá vistiera ropa cara y de buen gusto. A Tengo le costaba imaginársela caminando con energía por la calle, ataviada con un traje de Calvin Klein y zapatos de tacón. Sin embargo, era posible. La gente crece, y crecer conlleva cambios. Tal vez se encontraba en el local en aquel mismo momento y él no se había percatado.
Volvió a mirar a su alrededor, empinando el vaso de cerveza. «Está cerca de aquí. En un lugar al que se puede ir a pie». Eso había dicho Fukaeri. Y Tengo se creía aquellas palabras. Si ella lo decía, seguramente fuera así.
Pero aparte de Tengo, en aquel local sólo había una joven pareja sentada a la barra con aspecto de universitarios que, arrimados el uno al otro, charlaba íntimamente y con entusiasmo. Al verlos, Tengo sintió una profunda tristeza como hacía tiempo que no sentía. «Estoy solo en este mundo», pensó. «No tengo a nadie».
Entonces cerró ligeramente los ojos, se concentró y rememoró de nuevo la escena del aula en la escuela primaria. La noche anterior, cuando se había unido a Fukaeri en medio de aquella violenta tormenta, también había cerrado los ojos y había visitado aquel lugar. De manera realista y sumamente figurativa. Parecía que a raíz de aquello su memoria había adquirido más nitidez que de costumbre. Como si el aguacero nocturno hubiera lavado el polvo que la cubría.
La inseguridad, la esperanza y el miedo se habían esparcido por toda el aula vacía y se ocultaban dentro de diferentes objetos, como pequeñas criaturas medrosas. La pizarra con fórmulas matemáticas a medio borrar, los pequeños fragmentos de tiza, las cortinas cutres quemadas por el sol, las flores en el jarrón de la tarima del profesor (no recordaba qué flores eran), los dibujos que habían pintado los niños, clavados en la pared con chinchetas; el mapamundi colgado detrás de la tarima, el olor del suelo encerado, las cortinas meciéndose, los gritos de alegría que entraban por la ventana… Tengo era capaz de reproducir aquella escena detalladamente en su cabeza. Era capaz de recorrer con la mirada cada augurio, cada intriga y cada enigma allí presentes.
Durante las decenas de segundos en los que Aomame le agarró la mano, Tengo había mirado un montón de cosas y había grabado sus imágenes en la retina con la precisión de una cámara fotográfica. Era una escena básica que le había permitido sobrevivir a una adolescencia llena de sufrimiento. Esa escena siempre iba acompañada del fuerte roce de los dedos de la niña. La mano derecha de ella siempre había alentado a Tengo, que se había hecho adulto a base de sufrimiento. «Tranquilo, estoy en ti». Eso es lo que le transmitía aquella mano.
No estás solo.
«Está escondida», había dicho Fukaeri. «Como una gata herida».
Bien pensado, era una extraña coincidencia. Fukaeri también se escondía allí. No salía para nada del piso de Tengo. Las dos se ocultaban igualmente en aquel rincón de Tokio. Huían de algo. Ambas mantenían una relación profunda con Tengo. ¿Habría algún factor en común o sería una simple coincidencia?
Por supuesto, no obtenía respuestas. Sólo surgían preguntas sin destino alguno. Demasiadas preguntas y muy pocas respuestas. Lo mismo de siempre.
Cuando se terminó la cerveza, un joven dependiente se acercó a él y le preguntó si deseaba otra cosa. Tras titubear un instante, Tengo pidió un bourbon on the rocks y otro bol de frutos secos. «Sólo tenemos Four Roses, ¿le importa?». Tengo dijo que no. Le valía cualquier whisky. Entonces volvió a pensar en Aomame. Un apetitoso olor a pizza horneada venía de la cocina que había al fondo del local.
«¿De quién demonios se esconderá Aomame? Puede que huya de las autoridades judiciales», pensó Tengo. Pero Tengo no podía creer que se hubiera convertido en una delincuente. ¿Qué clase de crimen podía haber cometido? No, no se trataba de la policía. Los que le seguían el rastro, fueran quienes fuesen, no tenían ninguna relación con la Ley.
«¿Y si fueran los mismos que persiguen a Fukaeri?», se le ocurrió de pronto a Tengo. «¿La Little People? Pero ¿por qué motivo iba a perseguir la Little People a Aomame?
»Sin embargo, suponiendo que sean realmente ellos quienes la persiguen, seguro que yo soy quien desempeña el papel fundamental de vínculo». Tengo no comprendía por qué tenía que ser él tan importante en el devenir de aquel asunto. Si existía un factor que vinculaba a Fukaeri y Aomame, éste tenía que ser el propio Tengo. «Sin comerlo ni beberlo, quizás he ejercido cierto poder que ha atraído a Aomame cerca de mí».
¿Cierto poder?
Tengo observó sus manos. «No sé… ¿Dónde tengo el poder?».
Le trajeron el Four Roses y otro bol de frutos secos. Tomó un trago de bourbon, cogió varios frutos secos en la palma de la mano y los sacudió ligeramente, como si fueran dados.
«Aomame se halla en algún lugar de este barrio al que se puede ir a pie. Esto es lo que ha dicho Fukaeri. Y yo la creo. No sé por qué, pero de todos modos la creo. Pero ¿cómo y dónde podría buscar a Aomame? Buscar a alguien que lleva una vida social normal y corriente ya no es sencillo. Si se esconde a propósito, el asunto se vuelve más complicado todavía. ¿Y si diera una vuelta por ahí gritando su nombre por un altavoz? No, de ese modo no saldría como si nada de su escondrijo. Simplemente llamaría la atención y la expondría a un mayor riesgo.
»Debe de haber algo que no soy capaz de recordar», pensó Tengo.
«Hay varias cosas que recuerdas de esa persona. Quizás haya alguna que pueda serte útil», había dicho Fukaeri. Pero ya antes de que se lo dijera a Tengo le había dado la sensación de que se había olvidado de uno o dos hechos importantes relativos a Aomame. De vez en cuando hacía que se sintiera intranquilo, como si tuviera un guijarro en los zapatos. De una manera vaga, pero seria.
Tengo puso la mente en blanco, como si borrara un encerado, y volvió a escarbar en su memoria. Dragó el fondo del blando cieno como un pescador tirando de las redes en busca de todo lo relativo a Aomame, a sí mismo y a lo que giraba en torno a los dos. Volvió a considerar cada cosa por orden y con cuidado. Pero aquello había ocurrido hacía veinte años. Por muy nítida que fuera aquella escena, las cosas que podía recordar de manera concreta eran limitadas.
Así y todo, Tengo debía recordar algo allí presente, algo que le había pasado inadvertido. Y debía hacerlo de inmediato. Si no, quizá nunca encontraría a Aomame, que debía de andar por aquel barrio. De creer las palabras de Fukaeri, el tiempo era limitado. Y algo la estaba persiguiendo.
Tengo decidió pensar en la mirada. ¿Qué había mirado Aomame en ese momento? ¿Y qué había mirado el propio Tengo? Volvería a reflexionar siguiendo el flujo del tiempo y los movimientos de sus miradas.
Mientras le agarraba la mano a Tengo, la niña lo había mirado a la cara. No había apartado la vista de él ni un segundo. Al principio, como no comprendía el significado de aquel comportamiento, Tengo la miró a los ojos en busca de una explicación. «Tiene que haber algún malentendido o algún error», pensó él. Pero no había ni malentendido ni error. Se dio cuenta de que los ojos de la niña eran de una claridad pasmosa. Nunca había visto un par de ojos tan puros y claros. Eran como un profundo manantial cuyo fondo no se ve a pesar de ser transparente. Mientras aquellos ojos lo observaban durante tanto rato, le dio la impresión de que se lo tragaban hacia su interior. Por eso apartó la vista, para huir de ellos. No pudo evitarlo.
Primero contempló el suelo de madera a sus pies, contempló la entrada desierta del aula y luego giró el cuello y dirigió la vista hacia la ventana. Entretanto, la mirada de Aomame no se movió ni un ápice. Tenía la mirada clavada en los ojos de Tengo, que miraban por la ventana. Él sentía esa mirada quemándole la piel. Y aquellos dedos agarraban la mano izquierda de Tengo sin dejar de apretarle. La presión no varió ni lo más mínimo, no titubeó. La niña no tenía miedo. No tenía nada que temer. Y a través de la yema de los dedos transmitía esa sensación a Tengo.
Como había sido después de que limpiaran el aula, las ventanas estaban abiertas de par en par para renovar el aire y las cortinas se mecían serenamente con el viento. Al otro lado se extendía el cielo. Ya estaban en diciembre, pero todavía no hacía demasiado frío. En lo alto del cielo flotaban unas nubes. Nubes blancas y rectas que conservaban el ambiente otoñal. Parecía que acababan de trazarlas con una brocha. Luego…, allí había algo. Algo flotaba bajo las nubes. ¿El sol? No, no era el sol.
Tengo aguantó la respiración y, apoyando los dedos sobre las sienes, intento penetrar más hondo en sus recuerdos. Parecía que el fino hilo de la conciencia se iba a romper de un momento a otro.
Eso es, allí estaba la Luna.
Todavía era temprano para el anochecer, pero la Luna pendía del cielo. Una luna en sus tres cuartos. A Tengo le había sorprendido que, aún de día, se pudiera ver la Luna así de grande y de clara. Se acordaba perfectamente. Aquel fragmento impasible de roca gris pendía ocioso en una zona baja del cielo, como si estuviera suspendida de un hilo invisible. Desprendía cierto aire de artificialidad. A primera vista parecía una luna falsa construida como atrezo para un teatro. Pero aquélla era sin duda una luna real. Por supuesto. Nadie se iba a tomar la molestia de colgar una luna falsa en el cielo real.
De pronto, Aomame dejó de mirar a Tengo. Dirigió la vista hacia lo mismo que él miraba. Aomame también contemplaba aquella luna en pleno día, igual que él. Sin dejar de agarrarle la mano a Tengo y con gesto muy serio. Tengo volvió a mirarla a los ojos. Sus pupilas ya no eran límpidas como hacía un rato. Había sido un tipo de transparencia especial momentáneo. En lugar de aquello, ahora se percibía algo duro y cristalizado. Era brillante y, al mismo tiempo, albergaba una dureza que recordaba en la escarcha. Tengo no comprendía qué demonios significaba aquello.
Un momento después, la niña pareció tomar una determinación.
Le soltó de repente la mano a Tengo, le dio la espalda y, sin decir palabra, salió a paso ligero del aula. Abandonó a Tengo en medio de un hondo vacío, sin volverse siquiera una sola vez hacia atrás.
Tengo abrió los ojos, se relajó, exhaló un hondo suspiro y, a continuación, bebió un trago de bourbon. Sintió cómo el líquido atravesaba su garganta y descendía por el esófago. Entonces volvió a inspirar y expeler el aire. Aomame ya no estaba allí. Se había dado la vuelta y se había marchado. Y había desaparecido de su vida.
De aquello habían pasado veinte años.
«Era la Luna», pensó Tengo.
«En aquel momento estaba mirando la Luna. Y Aomame también la miraba. Un pedazo de roca del color de la ceniza, suspendido en el cielo iluminado de las tres y media de la tarde. Un satélite taciturno y solitario. Los dos la mirábamos, uno al lado del otro. Pero ¿qué significa eso? ¿Acaso me va a guiar la Luna hasta el lugar en el que se encuentra Aomame?
»En ese momento, Aomame quizá le entregó su corazón a la Luna a escondidas», se le ocurrió de pronto a Tengo. Quizás ella y la Luna habían hecho un trato secreto. La mirada de la niña hacia la Luna encerraba una especie de sinceridad absoluta que lo llevaba a asumir esa suposición.
Por supuesto, desconocía qué le había ofrecido Aomame a la Luna en aquel entonces, pero Tengo se imaginaba más o menos qué le había concedido la Luna a ella. Seguramente pura soledad y calma. Era lo mejor que podía ofrecerle la Luna a alguien.
Tengo pagó la cuenta y salió del Cabeza de Cereal. Entonces miró al cielo. No se veía la Luna. El cielo estaba despejado y la Luna debía de andar en alguna parte. Pero desde la calle rodeada de edificios era imposible verla. Con las manos en los bolsillos, caminó de calle en calle en busca de la Luna. Aunque quisiera ir a un claro entre los edificios, en Kōenji no era sencillo encontrar uno. Era una zona tan llana, que costaba encontrar la mínima cuestecilla. No había lugares altos. Podría subir a la azotea de un edificio desde el que se avistaran las cuatro direcciones, pero no encontró a su alrededor ningún edificio adecuado.
Sin embargo, mientras deambulaba, Tengo se acordó de un parque infantil cercano. Había pasado por él en otras ocasiones yendo de paseo. No era grande, pero seguro que tenía tobogán. Si se subía, aunque no fuese desde una gran altura, el panorama sería algo mejor que desde el suelo. Se encaminó hacia el parque. Las agujas del reloj de pulsera marcaban casi las ocho.
El parque estaba desierto. Una farola de mercurio se erigía en medio y con su luz lo iluminaba completamente de punta a punta. Había un enorme olmo de agua todavía frondoso, así como arbustos bajos, una fuente, bancos, un columpio y un tobogán. También había unos aseos públicos, pero al anochecer un empleado municipal los cerraba. Tal vez para evitar que algún vagabundo entrara. De día, madres jóvenes cuyos hijos todavía no iban al parvulario charlaban animadamente mientras los niños jugaban. Tengo había visto aquella escena en repetidas ocasiones. Pero al anochecer, casi nadie visitaba aquel lugar.
Tengo se subió a lo alto del tobogán y, de pie, miró al cielo. Al norte de aquel parque, un edificio nuevo de seis plantas tapaba el cielo como un muro, pero en las otras direcciones sólo había edificios bajos. Tengo miró a su alrededor y encontró la Luna en dirección sudoeste. Flotaba sobre el tejado de una vieja casa de dos plantas. Había alcanzado tres cuartos de su tamaño. «Igual que la Luna de hace veinte años», pensó Tengo. Exactamente el mismo tamaño, la misma forma. Casualidades del destino. Quizás.
Sin embargo, aquella Luna suspendida en el cielo nocturno de principios de otoño era luminosa e irradiaba un calor singular propio de la estación. La impresión que producía era muy diferente a la de la Luna de las tres y media de la tarde de aquel mes de diciembre. Aquella luz, natural y apacible, aliviaba el corazón de la gente. Del mismo modo que lo aliviaban las corrientes de agua cristalina y el suave murmullo de las hojas de los árboles.
Tengo estuvo mirando al cielo subido a la cima del tobogán durante largo rato. Se oía una especie de fragor marino entremezclado con ruido de neumáticos de diferentes tamaños procedente de la circunvalación número siete. Aquel ruido hizo que se acordase repentinamente de la clínica en la costa de Chiba, en la cual estaba internado su padre.
Como de costumbre, la luz mundana de la metrópolis desvanecía la silueta de las estrellas. Aunque el cielo estaba despejado del todo, sólo se vislumbraban aquí y allá alguna estrella especialmente luminosa. A pesar de ello, la Luna se veía a la perfección. Pendía de manera íntegra, sin manifestar su disgusto por aquel cielo contaminado lumínica y acústicamente. Aguzando los ojos se podía reconocer la enigmática sombra que formaban aquellos gigantescos cráteres y valles. Mientras contemplaba abstraído la luz de la Luna, una especie de recuerdo heredado de tiempos remotos vino a su memoria. Desde antes de que el ser humano hubiera adquirido el fuego, las herramientas y el lenguaje, la Luna siempre había sido su aliada. A veces había iluminado un mundo en tinieblas, como una lámpara caída del cielo, y había mitigado el miedo de la gente. Sus fases habían proporcionado al ser humano la noción del tiempo. Parecía que el sentimiento de agradecimiento hacia la compasión desinteresada de la Luna estaba fuertemente arraigado en los genes de la especie humana, incluso ahora que las tinieblas habían sido expulsadas de casi todos lados. Como una cálida memoria colectiva.
«La verdad es que hacía una eternidad que no me paraba a contemplar la Luna de este modo», pensó Tengo. ¿Cuándo había sido la última vez que había mirado la Luna? Al transcurrir los días en medio del trasiego de la ciudad, uno vivía mirando sólo a los pies e incluso se olvidaba de mirar hacia el cielo nocturno.
A continuación, Tengo se dio cuenta de que había otra luna flotando en un rincón del cielo, a poca distancia de la Luna. Al principio, pensó que se trataba de un espejismo. O una ilusión óptica producida por los rayos de luz. Pero lo comprobó una y otra vez y allí había dos lunas de perfil definido. Durante un momento se quedó sin palabras, con la boca entreabierta, contemplándolas anonadado. Era incapaz de asumir lo que estaba viendo. El perfil y la sustancia no se superponían correctamente. Como cuando los conceptos y el lenguaje no casan.
«¿Otra luna?».
Cerró los ojos y con la palma de las manos se frotó con fuerza los músculos de las mejillas. «¿Qué demonios me pasa?», pensó Tengo. «No he bebido tanto». Serenamente llenó de aire los pulmones y lo expulsó con tranquilidad. Comprobó que sus sentidos no estaban alterados. En la oscuridad de sus ojos cerrados volvió a verificar quién era, dónde estaba y qué hacía. «Septiembre de 1984, Tengo Kawana, barrio de Suginami, en Kōenji, parque infantil, es de noche y miro la Luna. No hay duda».
Luego abrió los ojos tranquilamente y volvió a mirar al cielo. Con cuidado y sangre fría. Pero, en efecto, allí había dos lunas.
«No es un espejismo. Hay dos lunas». Tengo se agarró el puño de la mano derecha con fuerza durante un buen rato. La Luna seguía siendo taciturna, pero ya no era solitaria.