14
TENGO

El paquete entregado

—Ven aquí y abrázame —dijo Fukaeri—. Tenemos que ir juntos al pueblo de los gatos.

—¿Que te abrace? —dijo Tengo.

—No quieres abrazarme —preguntó Fukaeri sin entonación interrogativa.

—No, no es eso. Es que… no entendía a qué te referías…

—Vas a purificarte —anunció ella con voz monótona—. Ven y abrázame. Ponte el pijama tú también y apaga la luz.

Tengo apagó la luz del techo de la habitación, tal y como le había dicho. Se desvistió, cogió un pijama y se lo puso. Mientras se cambiaba, Tengo se preguntó cuándo había sido la última vez que había lavado aquel pijama. No se acordaba, así que debía de haber sido hacía bastante tiempo. Pero, afortunadamente, no olía. Tengo nunca había sudado demasiado. Su olor corporal tampoco era fuerte. No obstante, llegó a la conclusión de que debía lavar los pijamas con más frecuencia. «Nunca se sabe lo que puede ocurrir en esta vida incierta. Más vale ser previsor y tener pijamas limpios».

Se metió en la cama y, tímidamente, rodeó con sus brazos el cuerpo de Fukaeri. Ella apoyó su cabeza contra el brazo derecho de él. Entonces se quedaron los dos en silencio, como animales iniciando la hibernación. El cuerpo de ella era cálido y tan blando que parecía indefenso. Pero no sudaba.

Los truenos fueron intensificándose. Ahora se había puesto a llover. Como en un arrebato de ira, la lluvia golpeaba de lado los cristales de la ventana sin cesar. El ambiente era sofocante y daba la sensación de que el mundo se aproximaba paso a paso a un final oscuro. Quizá fuera la misma sensación que cuando ocurrió el diluvio de Noé. Siendo así, no cabía duda de que subirse a una pequeña arca con una pareja de rinocerontes, otra de leones y otra de serpientes pitón en medio de aquella tormenta debió de ser bastante deprimente. Sus hábitos de vida serían completamente diferentes; los recursos para comunicarse, limitados; y los olores corporales, considerables.

La palabra «pareja» le evocó a Sonny y Cher. Sin embargo, no podía decirse que subir a Sonny y Cher al arca como pareja representante de la especie humana fuera la elección más acertada. Sin llegar a decir que fuese inapropiada, debía de haber especímenes mejores.

Tengo se sintió un tanto extraño al abrazar de aquel modo, metido en la cama, a Fukaeri, que llevaba puesto su pijama. Era como si se abrazara a una parte de sí mismo. Como si abrazara a alguien con quien compartía carne y sangre, que tenía el mismo olor corporal y que estaba conectado a sus sentidos.

Tengo se imaginó que, en vez de Sonny y Cher, ellos dos eran elegidos como pareja y que subían al arca de Noé. Sin embargo, ellos tampoco eran los especímenes humanos más apropiados. «Para empezar, el hecho de estar así abrazados metidos en la cama no es muy apropiado que digamos». Pensar en ello no lo tranquilizó. Para olvidarlo se imaginó a Sonny y Cher en el arca, trabando amistad con la pareja de pitones. Aunque era una fantasía absurda, le permitió distenderse ligeramente.

Fukaeri permanecía callada, mientras Tengo la abrazaba. Ni se movía, ni abría la boca. Tengo tampoco dijo nada. Aun estando abrazado a Fukaeri en la cama, no sentía ningún deseo sexual. Para Tengo, el deseo sexual era básicamente una extensión de una forma de comunicación; por lo tanto, desear satisfacerse cuando la comunicación era imposible le resultaba un comportamiento poco apropiado. Además sabía que lo que Fukaeri buscaba no era sexo. En él buscaba algo diferente, aunque desconocía de qué se trataba.

Con todo, fuera cual fuese el objetivo, el hecho de abrazar el cuerpo de una hermosa chica de diecisiete años no tenía nada de malo en sí. De vez en cuando, la oreja de ella rozaba la mejilla de Tengo. El cálido aliento de la chica envolvía la nuca de él. El pecho de Fukaeri era firme y de un tamaño sorprendente, en comparación con el resto de su esbelto físico. Tengo podía sentir su presión justo encima del estómago. También olía el fantástico aroma que la piel de la chica desprendía. Era el aroma especial a vida que sólo emanan los cuerpos en pleno desarrollo. Un olor semejante al de una flor cubierta de rocío en pleno verano. Siendo estudiante de primaria, lo había olido a menudo, temprano por la mañana, de camino a las sesiones de ejercicio físico siguiendo una emisión radiofónica, que se realizaban para los niños del barrio todos los veranos.

«Espero no tener una erección», pensó Tengo. «Como tenga una, por la posición en la que estamos ella se dará cuenta enseguida. Si eso ocurriera, se produciría una situación bastante embarazosa. ¿Con qué palabras y en qué contexto podría explicar a una chica de diecisiete años que a veces se pueden tener erecciones sin que el deseo lo invada a uno? Pero, por suerte, de momento no me he empalmado. Ni hay indicios de que me vaya a pasar. Dejaré de pensar en su olor. A ser posible, debo concentrarme en fenómenos que no tengan ninguna relación con el sexo», pensó Tengo.

Volvió a reflexionar un rato en la interacción entre Sonny y Cher y la pareja de pitones. ¿Tendrían temas de conversación en común? Si los tuvieran, ¿qué tipo de temas serían? ¿Podrían cantar alguna canción? Poco después, cuando la fuente de imaginación relativa al arca en medio de la tempestad se agotó, realizó multiplicaciones mentales de números de tres cifras. Era algo a lo que recurría a menudo cuando hacía el amor con su novia mayor que él. Eso le permitía retrasar el momento de la eyaculación (ella era extremadamente exigente al respecto). Tengo no sabía si tendría algún efecto en el control de la erección, pero era mejor que nada. Debía hacer algo.

—No pasa nada si se pone dura —dijo Fukaeri, como si le hubiera leído el pensamiento.

—¿No pasa nada?

—No es nada malo.

—No es nada malo. —Tengo repitió sus palabras. «Parezco un estudiante de primaria recibiendo una clase de educación sexual», pensó Tengo. «Uno no debe avergonzarse por tener una erección; no es nada malo. Pero, naturalmente, hay que saber elegir el lugar y el momento».

—Entonces, ¿qué? ¿Ya ha empezado la purificación? —preguntó Tengo para cambiar de tema.

Fukaeri no contestó. Sus pequeñas y hermosas orejas parecían estar intentando captar algo en medio del estruendo de los truenos. Tengo se dio cuenta y por eso decidió no hablar más. Dejó de multiplicar números de tres cifras. «Si a Fukaeri no le importa que me empalme, no pasa nada si me empalmo», pensó. A pesar de todo, su pene no daba muestras de sufrir una erección. De momento permanecía tendido tranquilamente en medio de un cieno de paz.

—Me gusta tu polla —le había dicho su novia—. La forma, el color y el tamaño.

—Pues a mí no me gusta nada —dijo Tengo.

—¿Por qué? —preguntó ella cogiendo y sopesando el pene flácido de Tengo en la palma de su mano, como si se tratara de una mascota dormida.

—No lo sé —contestó él—. Quizá porque no es algo que yo haya elegido…

—¡Eres un tipo raro! —dijo ella—. Tienes una manera rara de pensar.

Aquella conversación había tenido lugar en tiempos inmemoriales. Antes del diluvio universal. Quizás.

Fukaeri comenzó a exhalar su cálido y sereno aliento a un ritmo fijo contra el cuello de Tengo. Tengo divisaba sus orejas, iluminadas por la tenue luz verde del reloj electrónico, o por los ocasionales rayos que por fin habían empezado a caer. Aquellas orejas parecían unas cavernas blandas y secretas. «Si fuera mi amante, no me cansaría de besárselas», pensó Tengo. «Mientras hiciéramos el amor y estuviera dentro de ella, les daría besos, las mordería suavemente, las lamería, se las calentaría con mi aliento y las olería. No quiere decir que ahora desee hacerlo. Era una suposición circunstancial basada en la pura hipótesis de que Si ella fuera mi amante, seguro que haría eso. No tengo ningún motivo moral para avergonzarme… Quizás».

Independientemente de que representara o no un problema moral, no debía pensar en ello. Sin embargo, parecía que un dedo había dado unos golpecitos en el pene de Tengo y éste se había despertado de su apacible sueño en medio del cieno. Bostezó, y luego fue levantando la cabeza y endureciéndose de forma paulatina. Al cabo de poco tiempo, tenía una erección completa y sin reservas, como las velas de lona de un velero henchidas por un viento favorable soplando del noroeste. Como consecuencia, el pene erecto se clavó forzosamente en la cintura de Fukaeri. Tengo soltó un hondo suspiro desde el fondo de su corazón. Llevaba más de un mes sin hacer el amor, desde que desapareció su novia. Tal vez ése era el motivo. Debería haber seguido haciendo multiplicaciones de números de tres cifras.

—No te preocupes —le dijo Fukaeri—. Es natural que se ponga dura.

—Gracias —dijo Tengo—. Pero quizá nos esté viendo la Little People.

—Mirando no pueden hacernos nada.

—Mejor —dijo Tengo con voz más tranquila—. De todas formas, me inquieta que nos estén viendo.

Otro rayo volvió a partir el cielo en dos, como si hubiera rasgado también la vieja cortina, y el trueno hizo temblar con violencia los cristales de la ventana. Parecía realmente que estuvieran intentando hacer la ventana añicos. Tal vez se fuera a romper en cualquier momento. Aunque era una ventana de carpintería de aluminio bastante recia, si aquellas feroces sacudidas continuaban, no aguantaría mucho más. Gruesas y duras gotas de lluvia seguían golpeando los cristales, como perdigones disparados contra un venado.

—Parece que desde hace un rato los rayos apenas se desplazan —dijo Tengo—. No es normal que una tormenta dure tanto…

Fukaeri miró al techo.

—Va a permanecer aquí durante un rato.

—¿Cuánto es «un rato»?

Fukaeri no contestó. Tengo seguía abrazando tímidamente su cuerpo, con una pregunta sin respuesta y una erección sin sentido.

—Vamos a ir otra vez al pueblo de los gatos —dijo Fukaeri—. Así que tenemos que dormir.

—No sé si seré capaz de dormir, con esta tormenta y siendo todavía las nueve pasadas… —dijo Tengo, poco convencido.

Probó a pensar en problemas matemáticos. Eran problemas en los que intervenían fórmulas largas y complejas, pero ya conocía las soluciones. El ejercicio que se había propuesto era encontrar la solución por la vía más corta. Su mente operaba a toda velocidad. Era puro abuso de sus capacidades cerebrales. Así y todo, la erección no se mitigaba. Al contrario, tenía la impresión de que cada vez se ponía más y más dura.

—Puedes dormir —dijo Fukaeri.

Tenía razón. A pesar del fuerte chaparrón que estaba cayendo, de estar cercados por truenos que sacudían el edificio, y de su intranquilidad y la firme erección, sin darse cuenta Tengo se quedó dormido. Nunca habría imaginado que fuera posible…

«Todo es un caos», pensó antes de quedarse dormido. Tenía que encontrar de algún modo la distancia más corta hasta la respuesta. El tiempo era limitado. Y el espacio dado en la hoja de respuestas, muy reducido. Tic, tac, tic, tac… El reloj marcaba íntegramente la hora.

Cuando volvió en sí, estaba desnudo. Fukaeri, igual. Ambos completamente desnudos. No llevaban nada encima. Los pechos de ella trazaban de forma maravillosa dos semiesferas perfectas. Dos semiesferas intachables. Los pezones no eran demasiado grandes. Aún eran blandos y buscaban silenciosamente y a ciegas la forma perfecta que estaba por venir. Sus pechos no sólo eran grandes, sino que también habían alcanzado ya la madurez. Además, parecía que apenas recibían el impacto de la fuerza de gravedad. Ambos pechos apuntaban bellamente hacia arriba. Como un nuevo brote de una enredadera buscando la luz del sol. Lo siguiente en lo que se fijó Tengo fue que no tenía vello púbico. En el lugar en donde debería encontrarse el vello sólo había piel blanca tersa y desnuda. La blancura de esa piel acentuaba en demasía su indefensión. Como tenía las piernas abiertas, al fondo se podía ver su sexo. Igual que sus orejas, parecía recién hecho. En realidad, quizás acababa de ser hecho. «Las orejas recién hechas y los sexos recién hechos se parecen mucho», pensó Tengo. Ambos apuntaban hacia el aire, como si pusieran toda su atención en captar algo. Por ejemplo, el tenue ruido de una campana sonando a lo lejos.

Él estaba tendido boca arriba sobre la cama, mirando hacia el techo. Fukaeri se había montado encima de él. La erección de Tengo todavía duraba. También seguía tronando. ¿Hasta cuándo iba a durar? Tal y como tronaba, ¿acaso no debería estar el cielo hecho añicos a esas alturas, de manera que nadie pudiera repararlo ya?

«Estaba durmiendo», se acordó Tengo. «Me he dormido empalmado y aún sigo empalmado. ¿Se habrá mantenido la erección mientras dormía o, tras calmarse, ha surgido otra nueva? Como si fuera “el segundo gabinete del Gobierno de tal político”. ¿Cuánto tiempo habré estado durmiendo? Bueno, eso no importa», pensó Tengo. «En cualquier caso (se haya interrumpido o no), sigo teniendo una erección y no da muestras de que vaya a desaparecer. Ni Sonny y Cher, ni las multiplicaciones de números de tres cifras, ni las fórmulas matemáticas complejas sirven de nada a la hora de controlar una erección».

—No importa —dijo Fukaeri. Tenía las piernas abiertas y apretaba su sexo recién hecho contra el abdomen de Tengo. No parecía darle vergüenza—. No es malo que se ponga dura —le dijo.

—Soy incapaz de moverme —dijo Tengo. Era cierto. Intentó incorporarse, pero no pudo levantar ni un dedo. Tenía sensibilidad. Percibía el peso del cuerpo de Fukaeri. También sentía aquella sólida erección. Sin embargo, notaba el cuerpo pesado y yerto, como si algo lo inmovilizara.

—No necesitas moverte —dijo Fukaeri.

—Sí que necesito moverme, porque es mi cuerpo.

Fukaeri no dijo nada al respecto.

Tengo ni siquiera estaba seguro de que lo que decía hiciera vibrar el aire en forma de voz propiamente dicha. No tenía la sensación de que los músculos que rodeaban la boca se movieran a su albedrío ni que las palabras tomaran forma. En todo caso, parecía que lo que quería decirle le llegaba a Fukaeri. Sin embargo, la comunicación entre los dos resultaba incierta, como en una conferencia telefónica con una mala conexión. Al menos Fukaeri se ahorraba tener que escuchar aquello que fuera innecesario escuchar. Tengo, no.

—No te preocupes —dijo Fukaeri. Entonces fue moviendo su cuerpo lentamente hacia abajo. El significado de aquella acción era evidente. En los ojos de la chica anidaba una luz irisada que jamás había visto.

Parecía imposible que el pene adulto de Tengo fuera a caber en aquel pequeño sexo recién hecho. Era demasiado grande, demasiado duro. El dolor sería enorme. Sin embargo, sin darse cuenta, ya se encontraba dentro de Fukaeri. No había ofrecido ninguna resistencia. Cuando Fukaeri introdujo el pene, no le cambió el color de la cara. Sólo su respiración se alteró un poco, y el ritmo de su pecho, subiendo y bajando, se alteró ligeramente durante cinco o seis segundos. Salvo eso, todo ocurrió de forma natural y lógica, como algo cotidiano.

Ambos permanecieron quietos, Fukaeri recibiendo a Tengo profundamente y Tengo siendo recibido profundamente por Fukaeri. Él seguía sin poder moverse, y ella cerró los ojos y se quedó quieta, con el cuerpo erguido sobre Tengo como un pararrayos. Tenía la boca entreabierta y sus labios parecían moverse poco a poco, como un escarceo. Tanteaban el aire para dar forma a alguna palabra. Pero no se produjo ningún otro movimiento. Parecía estar esperando en esa postura a que algo ocurriera.

Un profundo sentimiento de impotencia invadió a Tengo. Aunque algo iba a suceder a continuación, no sabía de qué se trataba y no podía controlarlo a voluntad. Su cuerpo no sentía nada. No podía moverse. Pero en el pene tenía sensibilidad. O más que sensibilidad, tal vez algo próximo a ese concepto. En cualquier caso, eso le comunicaba que estaba dentro de Fukaeri. Le comunicaba que tenía una erección perfecta. «¿Pasará algo por no utilizar preservativo?». Tengo se inquietó. Dejarla embarazada sería una faena. Su novia mayor era muy estricta en cuanto a la contracepción. Tengo también estaba acostumbrado a tomar muchas precauciones.

Probó a pensar en algo diferente con todas sus fuerzas, pero en realidad no fue capaz de pensar en nada. Se hallaba en medio de un caos. En ese caos, el tiempo parecía haberse detenido, pero el tiempo no podía detenerse. En teoría era imposible. Probablemente sólo se había vuelto irregular. Observando un periodo largo, el tiempo avanzaba a una velocidad fija. De eso no había duda. Pero si se tomaba una parte específica, era posible que fuera irregular. Dentro de esa relajación parcial del tiempo, el orden y la probabilidad de las cosas apenas tenía valor.

—¡Tengo! —dijo Fukaeri. Era la primera vez que se dirigía a él de aquella manera—. ¡Tengo! —repitió. Como si practicara la pronunciación de un vocablo de una lengua extranjera.

«¿Por qué se ha puesto a llamarme de repente?», pensó extrañado. Seguidamente, Fukaeri se inclinó despacio hacia delante, aproximó su cara a la de él y lo besó en los labios. Su boca entreabierta se abrió del todo y su blanda lengua entró en la boca de Tengo. Aquella lengua sabía bien. Rebuscó tenazmente las palabras que no se tornaban palabras, el código secreto allí inscrito. De forma inconsciente, la lengua de Tengo también correspondía a aquellos movimientos. Como dos serpientes jóvenes recién despertadas del letargo invernal que, confiando en sus olores, se enredan y se devoran la una a la otra en un herbazal por primavera.

Después, Fukaeri estiró el brazo derecho y agarró la mano izquierda de Tengo. La agarró con fuerza y firmeza, envolviéndola. Sus pequeñas uñas se clavaron en la palma de Tengo. Entonces terminó el apasionado beso y se levantó.

—Cierra los ojos.

Tengo cerró los ojos, como le había dicho. Al hacerlo, se encontró en un espacio profundo y sombrío. El fondo se encontraba muy lejos. Parecía que se extendía hasta el núcleo de la Tierra. En ese espació penetró una sugerente luz que le hizo pensar en el crepúsculo. Un crepúsculo tierno y nostálgico al final de un día muy largo. Una especie de diminutos fragmentos parecían flotar en gran número dentro de esa luz. Quizá fuera polvo. Quizá polen o alguna otra cosa. Luego, al cabo de poco tiempo, el fondo fue acortándose poco a poco. La luz se hizo más clara y progresivamente le permitió ver todo lo que había a su alrededor.

Al volver en sí, tenía diez años y estaba en un aula de la escuela primaria. Podía aspirar el aire que allí había y sentir el olor de la madera barnizada y de la tiza adherida al borrador. En el aula sólo estaban él y aquella niña. No había ningún otro niño presente. Ella había aprovechado rápida y resueltamente aquella oportunidad. O quizás había estado esperándola durante mucho tiempo. En cualquier caso, la niña se plantó allí, estiró el brazo derecho y agarró la mano izquierda de Tengo. Sus ojos escrutaban fijamente los de Tengo.

La boca se le resecó. Toda humedad allí contenida desapareció. Fue algo tan repentino, que no supo qué hacer, qué decir. Se quedó simplemente de pie, mientras ella le agarraba la mano. Poco después sintió un tenue pero profundo y sordo dolor en el fondo de los riñones. Era la primera vez que experimentaba algo así. Un dolor sordo semejante al fragor del mar oído de lejos. Al mismo tiempo, escuchó sonidos reales: un griterío de niños que entró bruscamente por la ventana abierta, el ruido de un balón de fútbol siendo chutado, el ruido de un bate de béisbol golpeando una pelota de sóftbol, los chillidos de unas niñas de un curso inferior quejándose por algo. Una flauta dulce ensayaba torpemente The Last Rose of Summer. Era al terminar las clases.

Pensó en agarrar a su vez la mano de la niña con el mismo vigor, pero sus manos se habían quedado sin energía. La niña tenía demasiada fuerza. Al mismo tiempo, el cuerpo de Tengo era incapaz de moverse como él quería. Por algún motivo no podía mover ni un dedo. Como si sufriera una parálisis del sueño.

«Parece que el tiempo se ha detenido», pensó Tengo. Respiró con calma y prestó atención a su propia respiración. El fragor del mar proseguía. Cuando se dio cuenta, todo sonido real había desaparecido. El dolor sordo en el fondo de los riñones había adoptado una forma diferente más restringida, y se le añadió un entumecimiento particular. Ese entumecimiento se transformó en un fino polvo que se mezcló con su sangre, roja y caliente, y, debido al impulso ejercido por la fuerza del fuelle que le proporcionaba un corazón de trabajador nato, fue enviado honestamente a todo el cuerpo a través de los vasos sanguíneos. En su pecho se formó una pequeña nube compacta que alteró el ritmo de su respiración e imprimió mayor solidez a los latidos de su corazón.

«Algún día, más adelante, comprenderé el significado y el objetivo de este acontecimiento», pensó Tengo. Para ello necesitaba guardar aquel instante en su conciencia con la mayor precisión y claridad posibles. En ese momento no era más que un chiquillo de diez años al que sólo se le daban bien las matemáticas. Ante él se alzaba una nueva puerta, pero no sabía qué era lo que le esperaba detrás. Era impotente e ignorante, estaba emocionalmente confuso, y no era poco el miedo que sentía. Él mismo lo sabía. Además, ella tampoco esperaba que lo entendiera en ese preciso instante. Lo que ella deseaba era únicamente hacerle llegar sus sentimientos. Éstos estaban dentro de una sólida cajita, envueltos con un pulcro papel de regalo atado bien fuerte con un lazo. Ella le había entregado su paquete a Tengo.

Sin decir nada, la niña le había comunicado: «No hace falta que lo abras ahora. Ábrelo llegado el momento. Ahora basta con recibirlo».

«Ella ya sabe muchas cosas», pensó Tengo. Él aún no las sabía. En aquel ámbito nuevo ella tenía el control. Había nuevas reglas, nuevas metas y nuevas dinámicas. Tengo no sabía nada. Ella sí.

A continuación, la niña soltó la mano derecha que agarraba la mano izquierda de Tengo y, sin decir nada, sin volverse hacia atrás, salió del aula a paso ligero. Tengo se quedó solo en aquella aula inmensa. Por la ventana abierta se escuchaban voces de niños.

Al instante, Tengo supo que estaba eyaculando. Aquella violenta eyaculación se prolongó durante un rato. Liberó mucho esperma con fuerza. «¿En dónde demonios estoy eyaculando?», pensó Tengo, confuso. «No es apropiado eyacular de esta manera en un aula de la escuela primaria. Si alguien estuviera viéndome, me metería en un lío». Pero aquello no era el aula de la escuela. Cuando volvió en sí, Tengo había penetrado a Fukaeri y había eyaculado dentro de ella. No lo había hecho queriendo. Pero no había podido detenerlo. Todo había ocurrido sin que pudiera remediarlo.

—No te preocupes —dijo Fukaeri poco después, con la misma voz monótona de siempre—. Yo no me voy a quedar embarazada, porque no tengo la regla.

Tengo abrió los ojos y vio a Fukaeri. Subida encima de él, ella miraba a Tengo. Sus pechos, de forma perfecta, estaban delante de él. Respiraban serena y ordenadamente.

«¿Era eso ir al pueblo de los gatos?», quiso preguntarle Tengo. «¿Qué clase de lugar es el pueblo de los gatos?». Intentó pronunciar esas palabras, pero los músculos de la boca no se movieron ni un ápice.

—Era necesario —dijo Fukaeri leyendo sus pensamientos. Fue una respuesta concisa. Además, no respondía a nada, como de costumbre.

Tengo volvió a cerrar los ojos. Había ido allí, había eyaculado y había regresado de nuevo aquí. La eyaculación había sido real, igual que el esperma que había expulsado. Si Fukaeri decía que había sido necesario, es que quizá lo había sido. El cuerpo de Tengo aún estaba entumecido y sin sensibilidad. Además, la languidez posterior a la eyaculación envolvía su cuerpo como una fina membrana.

Durante un buen rato, Fukaeri permaneció en la misma postura y exprimió con eficiencia hasta la última gota de esperma de Tengo, como un insecto libando miel. Literalmente, no dejó ni una gota. Luego extrajo tranquila el pene de Tengo y, sin decir nada, salió de la cama y fue al cuarto de baño. Cuando se dieron cuenta, había dejado de tronar. El aguacero también había escampado de repente. Las tormentosas nubes que habían permanecido con tenacidad sobre el edificio habían desaparecido sin dejar rastro. En los alrededores reinaba un silencio tan absoluto que parecía irreal. Sólo se oía tenuemente el ruido que Fukaeri hacía al ducharse en el cuarto de baño. Mirando al techo, Tengo esperó a que la sensibilidad regresara a su cuerpo. La erección todavía persistía tras la eyaculación, pero su dureza parecía haber disminuido.

Una parte de su espíritu todavía se encontraba en el aula de la escuela. En su mano izquierda permanecía vivo el tacto de los dedos de la niña. Aunque al levantar la mano no las podía ver, en la palma de la mano izquierda probablemente llevaba la marca roja que habían dejado aquellas uñas. Los latidos de su corazón todavía conservaban indicios de la excitación vivida. Pese a que la nube compacta había desaparecido de su pecho, una parte imaginaria próxima al corazón manifestaba un dulce dolor sordo.

«Aomame», pensó Tengo.

«Tengo que ver a Aomame. Tengo que buscarla. ¿Cómo no se me había ocurrido algo tan evidente hasta este momento? Ella me entregó ese valioso paquete. ¿Por qué lo he abandonado sin abrirlo siquiera?». Quiso sacudir la cabeza, pero todavía no pudo moverla. Su cuerpo aún no se había repuesto del entumecimiento.

Poco después, Fukaeri volvió al dormitorio. Envuelta en una toalla, se sentó un rato en el extremo de la cama.

—La lítel pípol ya no anda alterada —dijo, como un soldado explorador competente y frío informando sobre el frente de batalla. Entonces trazó un pequeño círculo en el aire con la punta de un dedo. Un bello círculo perfecto, como los que dibujaban los pintores italianos del Renacimiento en los muros de las iglesias. Un círculo sin principio ni fin. El círculo permaneció un rato suspendido en el aire—. Se ha terminado.

Dicho eso, se quitó la toalla que envolvía su cuerpo y permaneció de pie un rato desnuda, sin nada encima. Como si estuviera secando de manera serena y natural su cuerpo todavía húmedo dentro de aquel aire estancado. Era un espectáculo verdaderamente hermoso. Sus pechos tersos y el bajo vientre sin vello púbico.

A continuación, se agachó para recoger el pijama que había caído al suelo y se lo puso directamente, sin ropa interior. Se lo abrochó y ató el cordón de la cintura. Tengo la observaba abstraído en medio de la penumbra. Era igual que contemplar el proceso de metamorfosis de un insecto. El pijama de Tengo le quedaba demasiado grande, pero ella se había adaptado a ese tamaño. Luego Fukaeri se coló dentro de la cama, fijó su posición en aquel espacio reducido y apoyó la cabeza contra el hombro de Tengo. El podía sentir la forma de sus orejas chicas sobre el hombro desnudo. Podía sentir su cálido aliento en el cuello. Simultáneamente, el entumecimiento se fue retirando paso a paso, como la marea al bajar.

En el ambiente quedaba humedad, pero ya no era esa humedad pegajosa y desagradable. Fuera, los insectos habían empezado a cantar. La erección había remitido por completo y su pene intentaba hundirse de nuevo en el cieno de paz. Todo discurría siguiendo las correspondientes fases y un ciclo parecía haberse terminado. Se había trazado un círculo perfecto en el aire. Los animales descendieron del arca y se fueron diseminando sobre la añorada superficie de la Tierra. Cada pareja regresó al lugar que le correspondía.

—Es mejor que nos durmamos —dijo ella—. Profundamente.

«Dormirse profundamente», pensó Tengo. «Dormirse y despertar. Cuando llegue el nuevo día, ¿qué mundo será éste?».

—Eso nadie lo sabe —dijo Fukaeri leyéndole el pensamiento.