12
TENGO

No se pueden contar con los dedos de la mano

Tengo consiguió regresar al piso antes de que se echara a llover. Caminó deprisa desde la estación hasta su casa. En el cielo vespertino aún no se veía ni una sola nube. No tenía pinta de que fuera a llover o a tronar. A su alrededor nadie llevaba paraguas. Era un agradable atardecer de finales de verano en el que apetecía ir al estadio de béisbol y tomarse una caña. Pero hacía un momento había tomado la determinación de creer en lo que Fukaeri le había dicho. «Será mejor creer que no creer», pensó Tengo. De una manera más experimental que lógica.

Al mirar el buzón, vio que había un sobre de oficina sin remitente. Lo abrió allí mismo y comprobó el contenido. Era una notificación en la cual se le informaba de que habían transferido 1.627.534 yenes a su cuenta corriente. La transferencia provenía de «OFFICE ERI». Seguramente era la empresa fantasma creada por Komatsu. O quizá fuera el profesor Ebisuno quien había hecho la transferencia. En cierta ocasión, Komatsu le había comunicado a Tengo que le pagaría una parte de los derechos de autor de La crisálida de aire como agradecimiento. Tal vez aquélla fuera esa «parte». Sin duda, ese pago sería en concepto de «gastos de colaboración», «gastos de investigación» o algo por el estilo. Tras comprobar la cantidad una vez más, devolvió la notificación al sobre y se lo guardó en el bolsillo.

Un millón seiscientos mil yenes era una suma considerable para Tengo (a decir verdad, era la primera vez que tenía en su poder tal cantidad), pero ni le regocijaba ni le sorprendía. El dinero no era un asunto demasiado importante para él. Tenía unos ingresos fijos que le permitían salir del paso y llevar una vida sin privaciones. En cuanto al futuro, al menos en aquel momento no tenía ninguna preocupación. Sin embargo, todos querían ofrecerle dinero. El mundo era raro.

No obstante, con relación al trabajo de reescritura de La crisálida de aire, tuvo la impresión de que haberse metido en semejante embrollo para ser remunerado con un millón seiscientos mil yenes no había sido un buen negocio. Aunque, si le hubieran preguntado: «Entonces, ¿qué cantidad te parece justa?», a Tengo le habría costado responder. Para empezar, no sabía si los embustes tenían un precio justo o no. En el mundo debía de haber numerosos embustes de valor incalculable y otros que no tendrían quien los pagase. Como parecía que La crisálida de aire todavía seguía vendiéndose, en el futuro habría más transferencias adicionales, y cuanto más aumentara la cantidad transferida a su cuenta bancaria, mayor sería el problema. Porque si aceptaba más remuneraciones, su grado de participación en La crisálida de aire crecería como hecho consumado.

Pensó en devolverle el millón seiscientos mil yenes a Komatsu al día siguiente por la mañana temprano. Así evitaría cierta responsabilidad. Seguramente se sentiría aliviado. En cualquier caso, iba a formalizar el rechazo de esa retribución. Pero con ello no conseguiría eliminar su responsabilidad moral. Lo que había hecho era injustificable. Lo único que le proporcionaría devolver el dinero sería un «margen atenuante». O, por el contrario, puede que acabara haciendo que sus actos parecieran todavía más sospechosos. Como si dijera «devuelvo el dinero porque me remuerde la conciencia».

Mientras le daba vueltas al asunto, empezó a dolerle la cabeza, por lo que dejó de cavilar sobre el millón seiscientos mil yenes. Ya pensaría con calma más tarde. El dinero no es un ser vivo y aunque lo dejara tal y como estaba no iba a huir. Quizás.

«Ahora lo que importa es cómo enderezar mi vida», pensó Tengo mientras subía las escaleras del edificio hasta el tercer piso. Había ido a ver a su padre al extremo sur de la península de Boso y, más o menos, había corroborado que no era su verdadero padre. Había surgido un nuevo punto de partida en su vida. Probablemente fuese la ocasión idónea para cortar con los problemas que había a su alrededor y encauzar de nuevo su vida. Un nuevo trabajo, un nuevo lugar de residencia y nuevas relaciones personales. Aunque todavía no podía decirse que estuviera completamente seguro, presentía que sería capaz de llevar una vida algo más razonable que hasta entonces.

Antes, sin embargo, tenía que ordenar algunas cosas. No iba a dejar tirados a Fukaeri, a Komatsu y al profesor Ebisuno y desaparecer de repente. Ciertamente, no tenía ninguna obligación para con ellos. Como le había dicho Ushikawa, habían incordiado a Tengo hasta la saciedad con todo aquel asunto. Pero aunque lo hubieran metido medio a la fuerza, sin que él fuera consciente de lo que realmente tramaban, la verdad es que él se había implicado en el asunto. Ahora no podía decirles: «No sé qué va a pasar de ahora en adelante. Arreglaos como podáis». Fuera a donde fuese a partir de aquel momento, quería zanjar las cosas y cubrirse las espaldas. Si no, su novísima vida tal vez se vería contaminada desde el comienzo.

La palabra «contaminada» le recordó a Ushikawa. «¡Ushikawa!», pensó Tengo lanzando un suspiro. Poseía información sobre su madre y le había dicho que se la podría proporcionar.

Si desea saber, podríamos facilitarle información sobre su madre. Pero quizás incluya algún dato que no le haga mucha gracia.

Tengo ni siquiera le había contestado, ya que no le apetecía en absoluto escuchar información sobre su madre de boca de Ushikawa. Desde el mismo momento en que saliera de su boca, cualquier información, fuera cual fuera, estaría contaminada. No, realmente no deseaba escuchar esa información de boca de nadie. Si le proporcionaban noticias de su madre no podía ser como información parcial, sino en forma de «revelación» general. Tendría que ser como un amplio y nítido paisaje cósmico, que pudiera dominarse en su totalidad durante un instante.

Naturalmente, Tengo desconocía si algún día obtendría esa revelación dramática. Quizá nunca surgiese, pero necesitaba que ocurriera algo abrumador que contrarrestara y superara la viva imagen de esa «ensoñación» que durante tantos años lo había confundido, lo había sacudido irracionalmente y lo había atormentado. Con ello tendría que expurgarse por completo. Una información al por menor no le valdría de nada.

Eso fue lo que acudió a su mente mientras subía los tres pisos.

Tengo se detuvo frente a la puerta de su piso, sacó la llave del bolsillo, la metió en la cerradura y la giró. Entonces, antes de abrir la puerta, dio tres golpecitos, esperó un rato y volvió a dar dos golpes. Luego abrió la puerta en silencio.

Fukaeri estaba sentada delante de la mesa y bebía zumo de tomate que se había servido en un vaso alto. Llevaba la misma ropa que cuando llegó al piso. La camisa a rayas de hombre y unos vaqueros ajustados. Sin embargo, la impresión que daba era muy distinta a la de la mañana. Se debía —Tengo tardó un poco en darse cuenta— a que se había recogido el pelo, lo cual dejaba expuestas a la vista las orejas y la cerviz. Tenía unas orejas pequeñas y rosadas que parecían recién hechas, y a las que acabaran de quitarles el polvo con un cepillo blando. Más que para oír sonidos reales, habían sido creadas desde un punto de vista puramente estético. Al menos, así las veía Tengo. Y la armoniosa y esbelta nuca que se extendía por debajo resplandecía como una hortaliza cultivada bajo muchísima luz. Tenía un cuello inmaculado al que le sentarían bien el rocío y las mariquitas. Era la primera vez que la veía con el cabello recogido; un espectáculo de una intimidad y una hermosura pasmosas.

Tengo se quedó de pie junto a la puerta aún después de haberla cerrado. Las orejas y la nuca de la chica agitaban su corazón y lo subyugaban igual que si estuviera delante del cuerpo desnudo de otra mujer. Durante un rato perdió el habla y se quedó observando a Fukaeri con los ojos entornados, como el explorador que descubrió el manantial secreto que da origen al Nilo. Su mano todavía agarraba el pomo de la puerta.

—Me he duchado hace un rato —le dijo a Tengo, que seguía allí quieto. Lo dijo con voz seria, como si se hubiera acordado de un acontecimiento importante—. Te he cogido prestados el champú y el acondicionador.

Tengo asintió. Luego suspiró, por fin soltó el pomo de la puerta y cerró con llave. «¿El champú y el acondicionador?». Dio unos pasos y se alejó de la puerta.

—¿Han llamado? —preguntó Tengo.

—No, ni una vez —repuso Fukaeri, e hizo un breve movimiento negativo con la cabeza.

Tengo se acercó a la ventana, descorrió un poco la cortina y miró hacia fuera. En la escena que se contemplaba desde la ventana del tercer piso no había ningún cambio. No se veía a nadie sospechoso, ni había ningún coche sospechoso aparcado. Sólo se extendía el mismo paisaje insulso de la misma zona residencial insulsa de siempre. Los árboles de ramas deformes que había en la calle estaban cubiertos de polvo gris; los quitamiedos, llenos de abolladuras, y había unas cuantas bicicletas oxidadas abandonadas al borde de la carretera. De una tapia colgaba un eslogan de la policía: CONDUCCIÓN BAJO LOS EFECTOS DEL ALCOHOL: VÍA ÚNICA HACIA LA DESTRUCCIÓN DE LA VIDA (¿existiría un puesto en la policía encargado de inventar eslóganes?). Un anciano de aspecto insidioso paseaba un perro mestizo lerdo. Una mujer lerda conducía un coche utilitario feo. Un poste eléctrico feo extendía insidiosamente los cables eléctricos en el aire. Aquel paisaje al otro lado de la ventana sugería que el mundo se situaba entre «lo trágico» y «la ausencia de júbilo» y que se componía de la acumulación infinita de pequeños mundos que adquieren su propia forma.

Pero, por otra parte, en el mundo también existían paisajes hermosos, sin discusión alguna, como las orejas y la nuca de Fukaeri. No era sencillo decidir en qué realidad debería creer. Tras emitir un pequeño gruñido desde el fondo de la garganta, como un perro grande azorado, Tengo corrió la cortina y regresó a su humilde mundo propio.

—¿Sabe el profesor Ebisuno que estás aquí? —preguntó.

Fukaeri negó con la cabeza. El profesor no lo sabía.

—¿No se lo piensas decir?

Fukaeri sacudió la cabeza.

—No puedo ponerme en contacto con él.

—¿Porque sería peligroso?

—Podrían escucharnos por teléfono o quizás el correo no le llegue.

—Soy el único que sabe que estás aquí.

Fukaeri asintió.

—¿Has traído ropa de repuesto y esas cosas?

—Un poco —contestó Fukaeri. Entonces miró hacia el bolso bandolera de lona que se había traído. Efectivamente, no parecía contener muchas cosas.

—Pero a mí no me importa —declaró ella.

—Si a ti no te importa, a mí desde luego tampoco —dijo él.

Tengo fue a la cocina y puso agua a hervir en un cazo. Luego metió unas hojas de té negro en la tetera.

—Viene aquí esa mujer con la que te llevas bien —preguntó Fukaeri.

—Ya no viene —respondió lacónicamente Tengo.

Fukaeri se quedó mirándolo en silencio.

—De momento —añadió él.

—Es por mi culpa —preguntó Fukaeri. Tengo sacudió la cabeza.

—No sé de quién es la culpa, pero no creo que sea tuya. Quizá mía. Aunque ella también tendrá una parte de culpa.

—Pero de momento esa mujer no va a volver.

—Eso es. No va a volver. Probablemente. Así que puedes quedarte cuanto quieras.

Fukaeri estuvo reflexionando sola sobre ello durante un rato.

—Estaba casada —preguntó.

—Sí, está casada y tiene dos hijas.

—No son hijas tuyas.

—Claro que no. Ya las tenía antes de conocerme.

—A ti te gustaba ella.

—Tal vez —dijo Tengo. «Con determinadas condiciones», añadió Tengo para sí mismo.

—Tú le gustabas a ella.

—Quizás. En cierto sentido.

—Manteníais relaciones-sexuales.

Tengo tardó un poco en darse cuenta de lo que quería decir la palabra relaciones-sexuales. Nunca se habría imaginado que esas palabras pudieran salir de la boca de Fukaeri.

—¡Claro! No iba a venir aquí todas las semanas para jugar al Monopoly…

¿Monopoli? —preguntó ella.

—Olvídalo —dijo Tengo.

—Pero ahora ya no va a venir.

—Al menos, eso me han dicho. Que no va a volver…

—Te lo ha dicho ella —preguntó Fukaeri.

—No, no me lo ha dicho ella directamente. Ha sido su marido. Me dijo que ella se ha perdido y que no volverá a mi lado.

—Se ha perdido.

—Yo tampoco sé qué quiso decir exactamente con eso. Aunque se lo hubiera preguntado, no me habría contestado. Tengo muchas preguntas y pocas respuestas. Como en el comercio deficitario. ¿Quieres té?

Fukaeri asintió con la cabeza.

Tengo echó el agua hirviendo en la tetera. La tapó y esperó a que pasara el tiempo necesario.

—Qué se le va a hacer —dijo Fukaeri.

—¿A que tenga pocas respuestas o a que se haya perdido?

Fukaeri no le contestó.

Tengo se dio por vencido y sirvió el té en dos tazas.

—¿Quieres azúcar?

—Una cucharadita —dijo ella.

—¿Limón o leche?

Fukaeri negó con la cabeza. Tengo echó una cucharada de azúcar en la taza, removió despacio y la colocó delante de ella. Luego alcanzó su taza de té, sin añadirle nada, y se sentó frente a ella, al otro lado de la mesa.

—Te gustaba tener relaciones-sexuales —preguntó Fukaeri.

—¿Que si me gustaba tener relaciones sexuales con mi novia? —Tengo reformuló correctamente aquella pregunta.

Fukaeri asintió.

—Sí, me gustaba. Tener relaciones sexuales con alguien del sexo contrario que te atrae es algo que le gusta a casi todo el mundo.

«Además…», pensó para sus adentros. «A ella se le daba muy bien. Era buena haciendo el amor, de la misma manera que a un granjero de cualquier aldea se le da bien regar. Le gustaba probar distintas maneras de hacerlo».

—Te da pena que no vaya a volver —preguntó Fukaeri.

—Puede ser —contestó Tengo. Luego bebió té.

—Porque no puedes mantener relaciones-sexuales.

—Eso también influye.

Fukaeri se quedó observando su rostro fijamente durante un rato. Daba la impresión de que estaba reflexionando sobre las relaciones sexuales. Pero huelga decir que nadie sabía en qué pensaba en realidad.

—¿Tienes hambre? —le preguntó Tengo. Ella asintió.

—Apenas he comido nada desde la mañana.

—Te voy a preparar algo de comer —dijo Tengo. El tampoco había comido prácticamente nada desde la mañana y tenía el estómago vacío. Además, no se le ocurría nada más que hacer, aparte de cocinar.

Tengo lavó arroz, encendió la olla eléctrica para hacer el arroz y, mientras se cocía, preparó una sopa de miso con alga wakame y puerro, frió unos jureles secos, sacó tofu de la nevera y lo condimentó con jengibre. Ralló rábano daikon. Recalentó un caldo de verduras que le había sobrado en una olla. Acompañó todo con nabo en salmuera y unas ciruelas ume encurtidas. Debido a su corpulencia, cuando Tengo se movía, la pequeña y angosta cocina parecía más angosta y pequeña todavía. Pero Tengo no se sentía incómodo. Se había acostumbrado a aquella vida hacía mucho tiempo, apañándoselas con lo que allí tenía.

—Lástima que sólo pueda prepararte algo sencillo —dijo Tengo.

Fukaeri observó los ágiles movimientos de Tengo en la cocina sin perder detalle y, tras admirar con interés lo que iba disponiendo encima de la mesa, le dijo:

—Estás acostumbrado a cocinar.

—Porque llevo bastante tiempo viviendo solo. Siempre me preparo solo algo rápido y me lo como solo enseguida. Se ha convertido en una rutina.

—Siempre comes solo.

—Sí. Me resulta extraño comer así, cara a cara con alguien. Una vez por semana esa mujer venía y almorzábamos juntos. Pero, ahora que lo pienso, hacía una eternidad que no cenaba con alguien…

—Estás nervioso —preguntó Fukaeri.

Tengo sacudió la cabeza.

—No, para nada. Sólo es una cena. Aunque me resulta un poco raro…

—Yo siempre he comido rodeada de gente, porque desde pequeña siempre he vivido con otras personas. También en casa del profesor comemos siempre con otra gente, porque en casa del profesor siempre hay invitados.

Era la primera vez que Fukaeri pronunciaba tantas oraciones seguidas.

—Pero en el escondrijo comerías sola, ¿no? —preguntó Tengo.

Fukaeri asintió.

—¿Dónde está ese escondrijo en el que te refugiaste? —inquirió él.

—Lejos. Lo preparó el profesor.

—¿Qué comías allí sola?

—Cosas precocinadas. Cosas envasadas —dijo Fukaeri—. Hacía mucho tiempo que no comía algo así.

Fukaeri se tomaba su tiempo extrayendo las espinas de un jurel con el extremo de los palillos. Luego se lo llevó a la boca y lo masticó con calma. Como si estuviera comiendo algo muy raro. A continuación, bebió un sorbo de sopa de miso, examinó el sabor, determinó algo y luego dejó los palillos sobre la mesa y se puso a meditar.

Cerca de las nueve les dio la impresión de que habían oído casi imperceptiblemente un trueno a lo lejos. Al abrir un poco las cortinas y mirar afuera, vieron que unas nubes de aspecto funesto iban cubriendo el cielo, que se había oscurecido por completo.

—Tenías razón. El cielo tiene un aspecto amenazador —dijo Tengo cerrando las cortinas.

—Porque la lítel pípol anda agitada —dijo Fukaeri con semblante serio.

—¿Cuando la Little People anda agitada se producen trastornos en el tiempo?

—Según cómo. Porque el tiempo depende totalmente de cómo se perciba.

—¿Depende de cómo se perciba?

Fukaeri sacudió la cabeza.

—No sé…

Tengo tampoco sabía. Para él el tiempo era una circunstancia autónoma y objetiva. Pero si seguía tratando ese tema seguro que no iba a llegar a ninguna parte, así que decidió hacerle una pregunta diferente.

—¿La Little People está enfadada por algo?

—Intenta que se produzca algo —contestó.

—¿El qué?

Ella negó con la cabeza.

—Lo vamos a saber ahora.

Tras lavar los platos en el fregadero, secarlos y guardarlos en el aparador, se sentaron con la mesa de por medio y bebieron té. A Tengo le apetecía tomarse una cerveza, pero pensó que sería más prudente abstenerse de beber alcohol aquel día. En el ambiente se respiraba cierta sensación de peligro. Mejor preservar todos sus sentidos para cuando sucediera algo.

—Quizá sea mejor acostarse pronto —dijo Fukaeri. Y se presionó las mejillas con ambas manos, como la persona que grita sobre el puente en el cuadro de Munch. Pero ella no gritaba. Sólo parecía somnolienta.

—Vale. Puedes utilizar mi cama. Yo dormiré en el sofá, como la última vez —dijo Tengo—. No te preocupes; yo duermo donde sea.

Eso era cierto. Tengo era capaz de dormirse de inmediato en cualquier parte. Hasta podría considerarse un don.

Fukaeri sólo asintió con la cabeza. Se quedó mirándolo a la cara durante un rato sin expresar su opinión. Luego se llevó las manos momentáneamente a aquellas hermosas orejas recién hechas. Como para comprobar que todavía seguían allí.

—Me prestas un pijama. No me he traído el mío.

Tengo sacó un pijama de un cajón de la cómoda de su dormitorio y se lo entregó. Era el mismo pijama que le había dejado la vez anterior, cuando Fukaeri pernoctó allí. Un pijama liso de algodón. Estaba lavado y doblado, tal y como lo había dejado. Por si acaso, Tengo acercó la nariz y lo olió, pero no olía a nada. Fukaeri tomó el pijama, se cambió en el cuarto de baño y regresó a la mesa. Ahora llevaba el pelo suelto. Se había arremangado las mangas y los bajos del pantalón del pijama, igual que la otra vez.

—Aún no son las nueve —dijo Tengo mirando el reloj de pared—. ¿Siempre te acuestas tan temprano?

Fukaeri sacudió la cabeza.

—Hoy es diferente.

—¿Porque la Little People anda agitada ahí afuera?

—No lo sé. Ahora mismo simplemente tengo sueño.

—Es cierto que se te ven los ojos cansados —corroboró Tengo.

—Cuando me meta en la cama, me leerás un libro o me contarás algo —preguntó Fukaeri.

—Vale —dijo Tengo—. No tengo nada más que hacer, así que…

A pesar de ser una noche de bochorno, al meterse en la cama, Fukaeri se cubrió con el edredón hasta el cuello, separando rigurosamente el mundo exterior de su propio mundo. Dentro de la cama, de algún modo, parecía una niña pequeña. Daba la impresión de que no tenía más de doce años. Cada vez se oían más truenos procedentes del exterior. Parecía que la tormenta había empezado a caer cerca de allí. Cada vez que había un trueno, los cristales de la ventana temblaban haciendo ruido. Sin embargo, misteriosamente no se veían los relámpagos. En el cielo sombrío sólo retumbaban los truenos. Ni siquiera tenía aspecto de que fuera a llover. Sin duda alguna, se estaba produciendo algún desequilibrio.

—Ellos nos están viendo —dijo Fukaeri.

—¿La Little People? —preguntó Tengo.

Fukaeri no contestó.

—Saben que estamos aquí —dijo él.

—Claro que lo saben —afirmó Fukaeri.

—¿Querrán hacernos algo?

—No pueden hacernos nada.

—Me alegro —dijo Tengo.

—Por ahora.

—Por ahora no pueden tocarnos —repitió Tengo en un tono apagado—. Pero no sabemos hasta cuándo va a ser así.

—Nadie lo sabe —aseguró Fukaeri.

—No pueden hacernos nada, pero en cambio pueden hacerle algo a la gente que nos rodea —preguntó Tengo.

—Es posible.

—Puede que a esa gente le pasen cosas espantosas.

Fukaeri entornó los ojos con aspecto serio durante un rato, como un marinero escuchando los cantos de un barco fantasma.

—Depende.

—A lo mejor la Little People ha utilizado su poder contra mi novia para advertirme.

Fukaeri sacó con sigilo una mano del edredón y se rascó sus orejas recién hechas. Luego volvió a meterla sin hacer ruido.

—Lo que la lítel pípol puede hacer tiene unos límites.

Tengo se mordió el labio. Luego habló:

—Por ejemplo, ¿qué pueden hacer en concreto?

Fukaeri estuvo a punto de decir algo, pero cambió de idea y desistió. Las palabras que iba a decir se replegaron silenciosamente al lugar del que procedían, sin ser pronunciadas. Cuál era ese lugar, no se sabía, pero era un sitio profundo y oscuro.

—Has dicho que la Little People es fuerte e inteligente.

Fukaeri asintió.

—Pero tienen límites.

Fukaeri asintió.

—Porque viven en el interior del bosque y al alejarse de ese bosque les cuesta desplegar sus habilidades. Además, en este mundo existe algo semejante a unos valores que pueden competir con su fuerza y con su inteligencia. Es así, ¿verdad?

Fukaeri no respondió. Seguramente la pregunta era demasiado larga.

—Tú has conocido a la Little People —preguntó Tengo.

Fukaeri se quedó observando confusa el rostro de Tengo. Como si no hubiera comprendido el meollo de la pregunta.

—Los has visto realmente —preguntó Tengo de nuevo.

—Sí —dijo ella.

—¿Con cuántos te encontraste?

—No lo sé. Es que no se pueden contar con los dedos de la mano…

—Pero nunca a uno solo.

—A veces aumentan de número y a veces disminuyen. Pero nunca hay uno solo.

—Como tú describiste en La crisálida de aire.

Fukaeri afirmó con la cabeza.

Tengo se atrevió a preguntarle lo que desde hacía un rato le rondaba por la cabeza:

—Oye, ¿hasta qué punto es verdad lo que se cuenta en La crisálida de aire?

—Qué quiere decir verdad —preguntó Fukaeri sin entonación interrogativa.

Naturalmente, Tengo no tenía una respuesta.

Los truenos retumbaban en el cielo. Los cristales de la ventana temblaban ligeramente. Pero seguía sin haber relámpagos, ni se oía llover. Tengo se acordó de una película de submarinos que había visto hacía tiempo. Las cargas de profundidad estallaban una tras otra y sacudían con violencia el submarino. Sin embargo, la gente estaba encerrada dentro de aquella oscura caja de acero y desde dentro no veían nada. Sólo sentían el ruido y los incesantes temblores.

—Me lees un libro o me cuentas una historia —dijo Fukaeri.

—De acuerdo —contestó Tengo—. Pero no se me ocurre nada adecuado para leer en voz alta. Aunque no tengo el libro a mano, si quieres te cuento la historia de «El pueblo de los gatos».

—El pueblo de los gatos.

—Una historia sobre un pueblo gobernado por gatos.

—Me gustaría escucharla.

—Pero, antes de dormir, quizá te dé algo de miedo…

—No importa. Sea como sea, no voy a tener problemas para dormirme.

Tengo cogió la silla que había al lado de la cama, se sentó, juntó los dedos de ambas manos sobre las rodillas y empezó a relatarle «El pueblo de los gatos», con el ruido de la tormenta de fondo. Había leído aquel relato dos veces en el tren rápido y se la había leído a su padre en la habitación de la clínica. Más o menos conocía el argumento de memoria. No era una historia demasiado intrincada ni escrita con una bella prosa, fluida y elegante, así que no sintió ningún reparo en modificarla a su antojo. Y omitiendo partes redundantes y añadiendo anécdotas a su gusto, Tengo le narró aquella historia a Fukaeri.

Aunque originariamente no era demasiado larga, a Tengo le llevó más tiempo del que había calculado contarla, pues Fukaeri no paraba de preguntar cada vez que tenía una duda. Entonces, Tengo interrumpía la historia y contestaba de forma minuciosa a cada pregunta. Le daba explicaciones sobre detalles del pueblo, el comportamiento de los gatos y la personalidad del protagonista. Cuando se trataba de cuestiones que no aparecían en el libro —cosa que ocurría la mayoría de las veces—, se las inventaba. Igual que cuando había reescrito La crisálida de aire. Fukaeri parecía completamente absorta en el cuento. Sus ojos ya no se veían somnolientos. De vez en cuando los cerraba y se imaginaba el pueblo de los gatos. Luego los abría y apremiaba a Tengo para que siguiera contándole la historia.

Una vez terminada, Fukaeri abrió los ojos como platos y se quedó mirando a Tengo durante un rato. Como cuando los gatos dilatan las pupilas y observan algo en la oscuridad.

—Tú fuiste al pueblo de los gatos —le recriminó a Tengo.

—¿Yo?

—Fuiste a tu pueblo de los gatos. Y regresaste en tren.

—¿Eso crees?

Fukaeri, con el edredón de verano subido hasta el mentón, asintió con una cabezada.

—Tienes razón —dijo Tengo—. Fui al pueblo de los gatos y regresé en tren.

—Te has purificado —preguntó ella.

¿Purificar? —dijo Tengo. «¿Purificarme?»—. No, creo que todavía no.

—Tienes que hacerlo.

—¿Qué clase de purificación?

Fukaeri no contestó a esa pregunta.

—No es bueno ir al pueblo de los gatos y quedarte tal cual.

Los truenos resonaban violentamente, como si fueran a rajar el cielo en dos. El ruido era cada vez más intenso. Fukaeri se acurrucó en la cama.

—Ven aquí y abrázame —dijo Fukaeri—. Tenemos que ir juntos al pueblo de los gatos.

—¿Por qué?

—La lítel pípol podría encontrar la entrada.

—¿Porque no me he purificado?

—Porque juntos somos uno —dijo la chica.