La propuesta ha sido rechazada
Antes de las seis, Tengo se despidió de su padre. Mientras esperaban a que llegara el taxi, los dos permanecieron callados, sentados frente a la ventana. Tengo estaba absorto en sus lenes pensamientos; el padre miraba fijamente el paisaje por la ventana, con cara seria. El sol ya había empezado a declinar y el azul claro del cielo iba dando paso poco a poco a un azul más profundo.
Tenía muchas otras preguntas, pero por mucho que las formulara no obtendría respuesta. Lo sabía con sólo mirar los labios sellados de su padre. Parecía determinado a no volver a abrir la boca. Por eso ya no le preguntó nada más. «Si no lo entiendes sin que te lo explique, quiere decir que no lo entenderás por más que te lo explique», había dicho su padre.
La hora de irse había llegado y Tengo se dirigió a su padre:
—Hoy me ha contado muchas cosas. Aunque haya utilizado expresiones enrevesadas y difíciles de entender, creo que se ha sincerado a su manera —dijo y miró a su padre a la cara. Pero su expresión no había cambiado en absoluto—. Aún tenía unas cuantas preguntas para hacerle, pero sé que le harían sufrir, así que no me queda más remedio que adivinar el resto a partir de lo que me ha contado. Probablemente usted y yo no compartamos la misma sangre. Eso supongo. Desconozco los detalles, pero en general no puedo evitar pensarlo. Si estuviera equivocado, ¿me lo diría?
El padre no contestó.
—Si fuese verdad, me sentiría aliviado. Pero no porque lo odie a usted, ya que, como le he dicho antes, no tendría la necesidad de odiarlo. Usted me habría criado como a un hijo a pesar de no tener ningún vínculo sanguíneo conmigo. Debería estarle agradecido por ello. Desgraciadamente, nuestra relación como padre e hijo no ha sido muy buena, pero ése es un asunto diferente.
El padre seguía admirando el paisaje sin decir nada. Como un centinela tratando de no perder de vista las señales de humo de los bárbaros en una colina a lo lejos. Tengo probó a mirar hacia donde desembocaba la vista de su padre, pero no vio señales de humo, ni nada que se le semejara. Allí sólo estaba el pinar, teñido por el presentimiento del crepúsculo.
—Sintiéndolo mucho, no hay prácticamente nada que pueda hacer por usted. Tan sólo desear que el proceso que va a ir creando ese vacío en su interior no sea demasiado doloroso. Usted ya ha sufrido bastante en esta vida. Seguro que usted amó profundamente a mi madre. Tengo esa impresión. Pero ella se marchó. No sé si su compañero era mi padre biológico u otro hombre distinto. Parece que usted no tiene intención de darme ninguna información al respecto. En cualquier caso, ella se alejó de usted. Y me abandonó a mí, siendo niño. Criándome quizás abrigaba la esperanza de que, al estar conmigo, algún día ella regresaría junto a usted. Pero al final no regresó. Ni junto a usted, ni junto a mí. Está claro que para usted fue doloroso. Debió de ser como seguir viviendo en una ciudad vacía. Con todo, usted me crió en esa ciudad. Para llenar el vacío.
La expresión del padre no varió. Tengo ignoraba si comprendía lo que decía o si estaba escuchando siquiera.
—Tal vez me equivoque en mis conjeturas. Y quizá sea mejor que esté equivocado. Para los dos. Sin embargo, pensar de esa manera hace que muchas cosas encajen en mi cabeza. Disuelve unas cuantas preguntas.
Una bandada de cuervos atravesó el cielo graznando. Tengo miró su reloj de pulsera. Ya era hora de irse. Se levantó de la silla, fue junto al padre y puso la mano sobre su hombro.
—Adiós, papá. Volveré pronto.
Agarró el picaporte de la puerta y, cuando se volvió por última vez, a Tengo le sorprendió ver que una lágrima se había derramado de los ojos del padre. La luz de la lámpara halógena del techo incidía sobre ella, que brillaba con un color plateado opaco. Seguramente había exprimido los pocos sentimientos que le quedaban para derramar aquella lágrima. Resbaló despacio a lo largo de la mejilla y al final cayó sobre su rodilla. Tengo abrió la puerta y salió sin más de la habitación. Se subió al taxi, fue hasta la estación y cogió el primer tren.
El tren rápido que partía de Tateyama hacia Tokio iba más lleno y había más bullicio que en el de ida. La mayoría de los pasajeros eran familias que volvían de la playa. Al verlos, Tengo se acordó de su infancia. Él nunca había hecho excursiones o viajes en familia. Durante las vacaciones del O-bon[19] y de Año Nuevo su padre nunca hacía nada; simplemente se acostaba en casa y dormía. En aquellas ocasiones, su padre parecía un aparato que había sido desenchufado.
Cuando se sentó y se dispuso a seguir leyendo el libro, se dio cuenta de que se lo había dejado en la habitación del padre. Primero soltó un suspiro, pero luego lo reconsideró y pensó que quizá fuera mejor así. No tenía la cabeza para andar leyendo. Además, «El pueblo de los gatos» era un relato que debía estar en la habitación de su padre, en vez de en sus manos.
El paisaje al otro lado de la ventana se iba desplazando en sentido inverso al viaje de ida. El oscuro y solitario litoral, completamente arrimado a las montañas, enseguida dio paso a una zona industrial costera abierta. Muchas fábricas seguían operativas, pese a que ya era de noche. Una arboleda de chimeneas se erigía en medio de las sombras nocturnas y vomitaba fuego rojo como serpientes sacando sus largas lenguas. Los tráileres iluminaban el asfalto con sus potentes faros. Al otro lado, el mar estaba completamente negro, como el lodo.
Llegó a casa poco antes de las diez. El buzón de correos estaba vacío. Al abrir la puerta, la habitación parecía más vacía que nunca. Era el vacío que él había dejado por la mañana, tal cual. La camisa tirada en el suelo, el ordenador apagado, la silla giratoria con la concavidad dejada por el peso de su cuerpo, restos de goma de borrar esparcidos sobre el escritorio. Bebió dos vasos de agua, se desnudó y se metió en la cama. El sueño lo invadió enseguida, y fue un sueño profundo como hacía tiempo que no tenía.
A la mañana siguiente, cuando se despertó pasadas las ocho, Tengo se dio cuenta de que se había convertido en una nueva persona. Tuvo un despertar agradable; los músculos de sus piernas y de sus brazos estaban ágiles, a la espera de un estímulo total. El cansancio corporal había desaparecido. Era el mismo estado de ánimo que había sentido en su infancia cuando abría un nuevo libro de texto al inicio del curso. Aunque todavía no comprendía la materia, con ello obtenía un adelanto de los nuevos conocimientos. Fue al lavabo y se afeitó. Se secó la cara con una toalla, aplicó loción aftershave y volvió a mirarse en el espejo. Reconoció que era una persona nueva.
Lo que había pasado el día anterior parecía un sueño de principio a fin. No daba la impresión de ser real. Aunque seguía viéndolo con nitidez, iban apareciendo por los extremos zonas de irrealidad. Había cogido el tren, había ido al pueblo de los gatos y regresado. Afortunadamente, a diferencia del protagonista del relato, había podido subirse al tren de vuelta sin incidencias. Y parecía que los acontecimientos vividos en ese pueblo habían provocado un gran cambio en su persona.
Desde luego, las circunstancias reales en las que se encontraba no habían cambiado ni un ápice. Caminaba a disgusto por unas tierras peligrosas, llenas de problemas y enigmas. La situación estaba tomando un derrotero imprevisto. No se imaginaba qué le iba a ocurrir a continuación. Pero, de todas formas, Tengo sabía con certeza que, de un modo u otro, podría superar los contratiempos.
«Por fin, heme aquí en un punto de partida», pensó Tengo. La verdad definitiva no se había aclarado, pero había logrado vislumbrar algo parecido a la verdad sobre su nacimiento a partir de lo que su padre le había dicho y de su actitud. La «imagen» que lo había atormentado y confundido durante tanto tiempo no era una mera ilusión desprovista de sentido. No sabía con precisión hasta qué punto reflejaba la realidad, pero probablemente fuera la única información que su madre le había dejado y, para bien o para mal, se había transformado en la base de su vida. Habiéndolo esclarecido, Tengo se sentía como si se hubiera quitado un peso de encima. Una vez eliminado, se daba cuenta de todo el peso que había tenido que soportar hasta entonces.
Aquella inusitada calma y tranquilidad se prolongó durante las dos semanas siguientes. Fueron como una larga bonanza. Durante las vacaciones de verano, Tengo daba clases cuatro días a la semana en la academia y el resto del tiempo lo dedicaba a la escritura. Nadie se puso en contacto con él. Tengo carecía de información sobre cómo evolucionaba el caso de la desaparición de Fukaeri o sobre si La crisálida de aire seguía vendiéndose todavía. Por otra parte, tampoco quería saber nada de ello. El mundo podía avanzar a su ritmo. Si hubiera algún asunto, ya se encargarían ellos de avisarlo.
Terminó agosto y llegó septiembre. «Estos días de tranquilidad no durarán para siempre», pensó Tengo una mañana para sus adentros mientras se preparaba un café. Si lo expresara en voz alta, quizás algún demonio de oído agudo lo escucharía, así que rezó calladamente para que aquella quietud continuara. Pero, como siempre, las cosas nunca salen como uno desea. Es más, el mundo parecía conocer a la perfección qué era lo que él no deseaba.
Pasadas las diez de la mañana de aquel día, el teléfono se puso a sonar. Tras dejarlo sonar siete veces, Tengo estiró el brazo con resignación y cogió el aparato.
—Puedo ir ahí ahora —dijo alguien en voz baja. Que Tengo supiera, sólo había una persona en el mundo que pudiera formular una pregunta sin entonación interrogativa. De fondo oyó un anuncio por megafonía y el ruido de tubos de escape.
—¿Dónde estás ahora? —preguntó Tengo.
—En la entrada de una tienda que se llama Marusho.
Desde el edificio donde vivía hasta ese supermercado no había ni doscientos metros de distancia. Llamaba desde la cabina pública que había allí.
Tengo miró de forma involuntaria a su alrededor.
—No sé si será buena idea que vengas… Alguien podría estar vigilando mi piso. Y para el resto de la gente, tú estás desaparecida.
—Puede que alguien esté vigilando el piso. —Fukaeri repitió las palabras de Tengo.
—Sí —dijo Tengo—. Últimamente me están ocurriendo cosas extrañas. Supongo que tendrá que ver con el asunto de La crisálida de aire.
—Gente enfadada.
—Quizás. A lo mejor están enfadados contigo y, de paso, conmigo, porque he reescrito la obra.
—A mí no me importa —dijo Fukaeri.
—A ti no te importa. —Tengo repitió a su vez aquellas palabras. Debía de ser una costumbre contagiosa—. ¿El qué?
—Aunque estén vigilando el piso.
Durante un instante no le salieron las palabras.
—Pero a mí quizá sí me importe —replicó por fin Tengo.
—Es mejor que estemos juntos —dijo Fukaeri—. Que unamos nuestras fuerzas.
—Sonny y Cher —dijo Tengo—. El dúo más fuerte.
—El qué más fuerte.
—Nada. Cosas mías… —dijo Tengo.
—Voy para allá.
Cuando Tengo se disponía a decir algo, la línea se cortó. Todo el mundo le colgaba el teléfono cuando le venía en gana, en medio de la conversación. Como si derribaran un puente colgante blandiendo un hacha.
Diez minutos después llegó Fukaeri. Traía en ambas manos bolsas de plástico del supermercado. Vestía una camisa azul de manga larga a rayas y unos vaqueros ajustados. La camisa, que era de hombre, se había arrugado al secarse y no estaba planchada. Además, llevaba un bolso bandolera de lona colgado al hombro. También llevaba unas gafas de sol muy grandes para cubrirse la cara, aunque no podía decirse que desempeñaran su función de máscara. Muy al contrario, sólo llamaban la atención.
—Me ha parecido mejor tener comida de sobra —dijo Fukaeri, y metió el contenido de las bolsas en la nevera. Casi todo lo que había comprado eran productos precocinados para calentar en el microondas y comer de inmediato. Aparte de crackers y queso. Manzanas y tomates. El resto eran conservas.
—Dónde está el microondas —preguntó mirando por toda la diminuta cocina.
—No hay microondas —contestó Tengo.
Fukaeri frunció el ceño y reflexionó un rato, pero no manifestó su opinión. Parecía incapaz de concebir un mundo sin microondas.
—Me voy a quedar aquí —dijo Fukaeri como si anunciara un hecho objetivo.
—¿Hasta cuándo? —preguntó Tengo.
Fukaeri sacudió la cabeza. Quería decir que no lo sabía.
—¿Qué le ha pasado a tu escondrijo?
—No quiero estar sola cuando ocurra algo.
—¿Crees que va a ocurrir algo?
Fukaeri no respondió.
—Ya te he dicho que éste no es un lugar seguro —dijo Tengo—. Me da la impresión de que cierta gente me vigila. Aunque todavía no sé de quién se trata.
—No existe ningún lugar seguro —repuso Fukaeri. Entonces entrecerró los ojos de manera significativa y se pellizcó ligeramente los lóbulos de las orejas. Tengo no tenía ni idea de qué quería decir aquel lenguaje corporal. Era probable que no significara nada.
—Entonces da igual dónde estés —afirmó Tengo.
—No existe ningún lugar seguro —repitió Fukaeri.
—Quizá tengas razón —dijo Tengo resignado—. Superado cierto nivel, no existe mucha diferencia entre los distintos grados de riesgo. Pero, de todas formas, voy a tener que ir al trabajo dentro de un rato.
—En la academia.
—Sí.
—Yo me quedo aquí —dijo Fukaeri.
—Te quedas aquí —repitió Tengo—. Mejor. No salgas y no respondas aunque llamen a la puerta. Si suena el teléfono, no lo cojas.
Fukaeri asintió en silencio.
—Por cierto, ¿qué está haciendo el profesor Ebisuno?
—Ayer registraron Vanguardia.
—¿Quieres decir que la policía registró la sede de Vanguardia con relación a tu caso? —preguntó asombrado Tengo.
—No lees la prensa.
—No leo la prensa —repitió Tengo—. Últimamente no me apetece leerla y por eso desconozco la situación. Pero si es así, la organización debe de andar fastidiada.
Fukaeri asintió.
Tengo soltó un hondo suspiro.
—Y seguro que están más enfadados todavía que antes. Como avispas, tras haber golpeado la colmena.
Fukaeri entornó los ojos y se quedó callada un buen rato. Debía de estar imaginándose un enjambre de avispas enfurecidas saliendo de la colmena.
—A lo mejor —dijo Fukaeri en voz baja.
—¿Y se sabe algo de tus padres?
Fukaeri negó con la cabeza. Aún no sabía nada.
—En cualquier caso, los de la comunidad estarán cabreados —dijo Tengo—. Si la policía se entera de que la desaparición es un montaje, seguro que ellos también se van a enfadar contigo. Y, de paso, se enfadarán conmigo, por haberte acogido a sabiendas de lo que ocurre.
—Precisamente por eso tenemos que unir nuestras fuerzas —dijo Fukaeri.
—¿Acabas de decir precisamente por eso?
Fukaeri asintió.
—He utilizado mal la expresión —preguntó ella.
Tengo negó con la cabeza.
—No, no es eso… Es que me ha sonado fresco…
—Si te molesto, me voy a otro sitio —dijo Fukaeri.
—Puedes quedarte —cedió Tengo—. Me imagino que no tienes otro sitio adonde ir, ¿no?
Fukaeri asintió con un breve y preciso movimiento de cabeza.
Tengo sacó de la nevera té frío de cebada tostada y echó un trago.
—A un enjambre de avispas cabreadas no le daría la bienvenida, pero creo que me las arreglaré para ocuparme de ti.
Fukaeri se quedó mirándolo a la cara durante un rato. Luego habló.
—Hoy pareces diferente.
—¿En qué sentido?
Fukaeri hizo una mueca. Era incapaz de explicarlo.
—No hace falta que me lo expliques —dijo Tengo. «Si no lo entiendes sin que te lo explique, quiere decir que no lo entenderás por más que te lo explique».
Antes de marcharse, Tengo dio instrucciones a Fukaeri:
—Cuando yo te llame por teléfono, dejaré sonar tres veces y colgaré. Luego volveré a llamarte y entonces tú coge el teléfono. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —contestó Fukaeri, y repitió—: dejas sonar tres veces y luego cuelgas. Entonces vuelves a llamar. Cojo el teléfono. —Sonó como si estuviera traduciendo de forma improvisada un epitafio de una antigua lápida.
—Es importante, así que no lo olvides —dijo Tengo.
Fukaeri asintió dos veces.
Tengo dio sus dos clases, volvió a la sala de profesores y se preparó para marcharse. La chica de recepción llegó y le informó de que Ushikawa se había presentado para verlo. Se lo dijo con pena, como una mensajera de buen corazón comunicando una noticia desafortunada. Tengo le dio las gracias con una luminosa sonrisa. No podía culpar a la mensajera.
Ushikawa lo esperaba en la cafetería que había junto al vestíbulo, tomándose un café con leche. El café con leche era una bebida que no le pegaba en absoluto. Además, mezclado entre aquellos estudiantes jóvenes y animados, la singularidad de su apariencia destacaba aún más. Daba la impresión de que la fuerza de la gravedad, los grados de concentración atmosférica y de refracción de la luz fueran diferentes en la zona en la que se encontraba. Desde lejos parecía realmente una noticia desafortunada. La cafetería se llenaba durante el recreo, pero en la mesa para seis personas en la que estaba sentado Ushikawa no había nadie más. Siguiendo su instinto natural, los estudiantes evitaban a Ushikawa, igual que ciervos huyendo de un lobo.
Tengo pidió un café en la barra y se sentó frente a Ushikawa, que parecía acabar de tomarse en ese instante un bollo de crema. Sobre la mesa había una bolsa de papel enrollada y en la comisura de los labios tenía restos de bollo. El bollo de crema también era un alimento que no le pegaba.
—¡Cuánto tiempo, señor Kawana! —Al ver a Tengo, Ushikawa se levantó ligeramente y lo saludó—. Siento presentarme así de pronto, como siempre.
Tengo obvió los saludos y fue al grano.
—Supongo que vendrá buscando mi respuesta, ¿no? Quiero decir, la respuesta a la proposición del otro día…
—Pues sí —dijo Ushikawa—, en resumidas cuentas sí.
—Señor Ushikawa, ¿podría hablar hoy de forma un poco más abierta y concreta? ¿Qué es lo que quieren ustedes de mí a cambio de esa «subvención»?
Ushikawa miró con cautela a su alrededor, pero no había nadie cerca, y como los estudiantes armaban mucho barullo en la cafetería, no había peligro de que alguien los escuchara a escondidas.
—Bien. Le haré un gran favor y le hablaré francamente —dijo Ushikawa reclinando medio cuerpo sobre la mesa y haciendo un punto de inflexión—. El dinero no es más que un pretexto. Tampoco es una cantidad excesiva, ¿no le parece? Lo más importante que mi cliente le ofrece es su propia seguridad. En resumen, que no vaya a sufrir ningún daño. Eso se lo garantiza.
—¿Y a cambio? —dijo Tengo.
—A cambio le pide silencio y olvido. Usted ha tomado parte en todo este asunto, pero lo ha hecho sin saber cuál es el propósito y las circunstancias. Es usted un simple soldado que cumplió órdenes. En ese sentido no se le puede reprochar nada. Por lo tanto, si olvida todo lo que ha ocurrido, no habrá ningún problema. Haremos borrón y cuenta nueva. La sociedad no sabrá que fue usted quien escribió La crisálida de aire. Usted no tiene nada que ver con esa obra y nunca lo tendrá en el futuro. Queremos dejar las cosas así. Y supongo que para usted también es un buen negocio, ¿no le parece?
—Resumiendo: yo no sufriré ningún daño —dijo Tengo—. ¿Pero sufrirán algún daño los otros implicados?
—Eso, bueno, probablemente dependerá de cada caso —dijo Ushikawa, como si le costara hablar de ello—. Al no ser decisión mía, no puedo decirle nada en concreto, pero supongo que, en mayor o menor grado, se tomará alguna medida.
—Y ustedes tienen unos brazos largos y poderosos.
—Eso es. Como le dije en otra ocasión. Nuestros brazos son muy largos y muy fuertes. Entonces, ¿cuál es su respuesta?
—Definitivamente, no puedo aceptar su dinero.
Ushikawa se llevó las manos a las gafas, sin decir nada; entonces se las quitó, limpió los cristales cuidadosamente con un pañuelo que se había sacado del bolsillo y luego volvió a ponérselas. Como si entre lo que había escuchado y su agudeza visual existiera algún tipo de relación.
—En definitiva, que rechaza la propuesta, ¿no?
—Exacto.
Ushikawa observó a Tengo desde el fondo de las gafas como si mirara una nube o algo con forma rara.
—¿Y por qué? Desde mi humilde punto de vista opino que no es, para nada, un mal negocio.
—Pase lo que pase, nosotros vamos montados en el mismo barco. No puedo escaparme solo así como así —dijo Tengo.
—¡Qué extraño! —exclamó Ushikawa, ciertamente extrañado—. No lo entiendo. Porque permítame que le diga que al resto de la gente usted le importa un pimiento. En serio. Simplemente se aprovechan de usted a su conveniencia a cambio de una cantidad de dinero ínfima. Y encima se tiene que comer el marrón. «¿Estáis riéndoos de mí? ¿Me tomáis el pelo?» ¿No sería natural enfadarse? Si yo fuera usted, estaría furioso. Sin embargo, usted los defiende. Que no puede escaparse solo o algo por el estilo, dice. No sé qué de un barco… No me lo explico. ¿Por qué?
—Uno de los motivos es una mujer llamada Kyōko Yasuda.
Ushikawa cogió el café frío y tomó un sorbo con cara de asco.
—¿Kyōko Yasuda?
—Ustedes saben algo sobre Kyōko Yasuda —dijo Tengo.
Ushikawa permaneció un rato con la boca entreabierta, como si no supiera de qué le estaba hablando.
—No, francamente, no sé nada de esa mujer. Le juro que es verdad. ¿Quién demonios es?
Tengo se quedó mirándolo a la cara en silencio durante un rato, pero no captó nada.
—Una conocida mía.
—¿No será alguien con quien usted tenía una relación profunda?
Tengo no respondió.
—Lo que quiero saber es qué le han hecho ustedes a ella.
—¿Que qué le hemos hecho? ¿De qué habla? No le hemos hecho nada —respondió Ushikawa—. No le miento. Como acabo de decirle, no sé nada de esa persona. No puedo hacerle nada a alguien que no conozco.
—Pero usted me dijo que habían contratado a un competente investigador para que hiciera pesquisas sobre mí de forma meticulosa. Han averiguado que he corregido la obra escrita por Eriko Fukada. Saben muchas cosas de mi vida privada, por lo tanto me parecería natural que el investigador conociera mi relación con Kyōko Yasuda.
—Sí, es cierto que hemos contratado a un investigador competente. Ha investigado minuciosamente varios aspectos relacionados con usted, de manera que quizás esté al tanto de su relación con esa tal Yasuda, tal y como usted dice. Pero suponiendo que esa información exista, a mí no me ha llegado.
—Yo salía con ella, Kyōko Yasuda —dijo Tengo—. Nos veíamos una vez a la semana. A escondidas, ya que ella tenía familia. Sin embargo, un buen día desapareció repentinamente, sin haberme dicho nada.
Ushikawa utilizó el pañuelo con el que se había limpiado las gafas para enjugarse levemente el sudor en la punta de la nariz.
—Y usted, señor Kawana, ha pensado que nosotros teníamos algo que ver con la desaparición de esa mujer casada. ¿Me equivoco?
—Tal vez le comunicaron a su marido que ella se veía conmigo.
Ushikawa frunció los labios, formando un círculo, con expresión de perplejidad.
—¿Para qué íbamos nosotros a hacer algo así?
Tengo, que tenía ambas manos sobre las rodillas, hizo fuerza con ellas.
—Me preocupa lo que me dijo el otro día por teléfono.
—¿Qué demonios le dije?
—Que al pasar cierta edad, la vida no es más que un proceso de pérdida continuada. Las cosas importantes caen de nuestras manos como los pétalos de una flor. Las personas que amamos van desapareciendo de nuestro alrededor, una a una. A eso me refiero. ¿No se acuerda?
—Sí, me acuerdo. Es verdad que dije eso el otro día. Pero, señor Kawana, yo simplemente estaba generalizando. Sólo expresé mi humilde opinión sobre lo penoso y amargo que es envejecer. No me refería en concreto a esa tal Yasuda, o como se llame.
—Pues a mí me sonó como una advertencia.
Ushikawa sacudió la cabeza con vigor varias veces.
—¡Qué va! No era una advertencia. Era una mera opinión personal. Le juro que no sé nada de nada sobre la señora Yasuda. ¿Ha desaparecido?
—No he terminado: también me advirtió que si hacía caso omiso de lo que ustedes me decían, podría acarrearle consecuencias poco agradables a la gente que me rodea.
—Sí, es verdad que lo dije.
—¿Y acaso eso no es una advertencia?
Ushikawa se guardó el pañuelo en el bolsillo de la americana y suspiró.
—Ciertamente, suena como una advertencia, pero sólo estaba generalizando. Mire, señor Kawana, yo no sé nada de la señora Yasuda. Ni siquiera me suena ese nombre. Se lo juro por lo más sagrado.
Tengo examinó una vez más su rostro. Quizá fuera cierto que no sabía nada de ella. La expresión de turbación en su cara parecía real. Pero que aquel hombre no supiera nada no quería decir que ellos no le hubieran hecho nada. A lo mejor, simplemente no le habían informado.
—Señor Kawana, quizá me meta en donde no me llaman, pero tener una relación con una mujer casada es peligroso. Es usted un hombre soltero, joven y sano. Seguro que tiene a su disposición a cuantas chicas jóvenes quiera sin necesidad de correr ese tipo de riesgos. —Dicho lo cual, Ushikawa lamió habilidosamente las migas de bollo que tenía en los labios.
Tengo se quedó callado, mirando a Ushikawa.
—Desde luego, las relaciones entre hombres y mujeres no se pueden explicar mediante la lógica. La monogamia adolece de numerosas contradicciones. Pero, si me permite que le dé un consejo, si esa mujer se ha ido de su lado, creo que es mejor que lo deje estar. Lo que quiero decirle es que en este mundo hay cosas que es mejor no saberlas. Por ejemplo, lo mismo ocurre con respecto a su madre. Conocer la verdad puede herirlo a uno. Además, una vez que se conoce la verdad, no pueden evitarse las responsabilidades que ello acarrea.
Tengo frunció el ceño y contuvo el aliento durante un rato.
—¿Sabe usted algo de mi madre?
Ushikawa se relamió ligeramente los labios.
—Sí, sé ciertas cosas. El investigador se informó con detalle al respecto, así que si desea saber más, podríamos facilitarle información sobre su madre. Por lo que he podido entender, usted se ha criado sin saber nada de ella. Pero quizás incluya algún dato que no le haga mucha gracia.
—Señor Ushikawa —dijo Tengo. Entonces echó la silla hacia atrás y se levantó—. Haga el favor de marcharse de inmediato. No quiero seguir hablando con usted. Y no vuelva a presentarse delante de mí. Prefiero que me inflijan algún daño antes que negociar con usted. No necesito sus subvenciones, ni sus garantías de seguridad. Lo único que deseo es no volver a verlo nunca más.
Ushikawa no mostró reacción alguna. Quizá le habían dicho cosas mucho peores en otras ocasiones. En el fondo de sus ojos se percibía una tenue luz semejante a una sonrisa.
—Perfecto —dijo Ushikawa—. De todos modos, me alegro de haber oído una respuesta. Ha respondido «no». La propuesta ha sido rechazada. Simple y llanamente. Se lo comunicaré a mis superiores, porque yo no soy más que un mandado. Que haya respondido no, no quiere decir que vaya a sufrir algún daño de inmediato. Sólo estoy diciendo que puede que lo sufra. A lo mejor todo acaba en nada. ¡Ojalá sea así! No, no miento, se lo digo de corazón. Porque a mí usted me cae bien. Yo a usted no debo de caerle nada bien, pero ¡qué se le va a hacer! Soy un hombre disparatado que le he venido con una historia disparatada. En efecto, incluso mi apariencia es penosa a más no poder. Nunca me ha importado gustarle a los demás. Aunque le desagrade, siento cierta simpatía por usted, señor Kawana. ¡Ojalá no le ocurra nada y triunfe usted en la vida! —Dicho eso, Ushikawa observó los dedos de sus manos. Unos dedos cortos y rechonchos. Los movió varias veces. A continuación se levantó—. Siento haberlo molestado. Por cierto, ésta debería ser la última vez que me vea. Sí, tratare de cumplir su deseo, señor Kawana. Le deseo toda la suerte del mundo. ¡Adiós!
Ushikawa cogió la cartera de piel gastada que había dejado en la silla de al lado y desapareció entre la muchedumbre que se agolpaba en la cafetería. A medida que caminaba, los estudiantes se apartaban de forma espontánea hacia los lados y le abrían paso. Como niños pequeños en una aldea retrocediendo ante un terrible traficante de seres humanos.
Tengo llamó a su piso desde el teléfono público que había en el vestíbulo de la academia. Se disponía a dejarlo sonar tres veces y colgar, pero al segundo tono Fukaeri cogió el aparato.
—Habíamos quedado en que lo dejaría sonar tres veces y después volvería a llamar —dijo Tengo con voz débil.
—Me he olvidado —contestó Fukaeri como si no hubiera pasado nada.
—Te dije que no lo olvidaras.
—Lo volvemos a hacer —preguntó ella.
—No, no hace falta. Ahora ya has descolgado. ¿Ha habido alguna novedad mientras estaba fuera?
—No han llamado, ni ha venido nadie.
—Bien. Ya he terminado el trabajo, así que ahora vuelvo.
—Hace un rato vino un cuervo y se puso a chillar al lado de la ventana —dijo Fukaeri.
—Ese cuervo siempre viene al atardecer. No te preocupes. Es como una especie de visita para socializar. Estaré ahí hacia las siete.
—Es mejor que te apresures.
—¿Por qué? —preguntó Tengo.
—La lítel pípol anda agitada.
—La Little People anda agitada. —Tengo repitió sus palabras—. ¿Quieres decir que anda agitada en mi piso?
—No. En otra parte.
—Otra parte.
—Muy lejos.
—Pero puedes oírlos.
—Sí.
—¿Y eso qué significa? —preguntó Tengo.
—Va a producirse una anomalía.
—Anomalía —repitió Tengo. Tardó un poco en darse cuenta de lo que significaban esas palabras—. ¿Qué clase de anomalía?
—Eso no lo sé.
—¿Es la Little People la que va a provocar esa anomalía?
Fukaeri negó con la cabeza. Una señal de que estaba negando con la cabeza se transmitió a través del teléfono. Quería decir que no lo sabía.
—Es mejor que vuelvas antes de que se ponga a tronar.
—¿Tronar?
—Si el tren se detiene, estaremos separados.
Tengo se dio la vuelta y miró por la ventana. Era un apacible atardecer de finales de verano sin una nube.
—No tiene pinta de que vaya a tronar.
—Por la apariencia no se sabe.
—Me daré prisa —dijo Tengo.
—Mejor que te des prisa —dio Fukaeri. Luego colgó el aparato.
Tengo salió de la academia, volvió a mirar el cielo despejado del crepúsculo y a continuación se dirigió a paso ligero hacia la estación de Yoyogi. Entretanto, las palabras de Ushikawa se reproducían en su mente como una cinta de casete puesta en modo de repetición automática.
Lo que quiero decirle es que en este mundo hay cosas que es mejor no saberlas. Por ejemplo, lo mismo ocurre con respecto a su madre. Conocer la verdad puede herirlo a uno. Además, una vez que se conoce la verdad, no pueden evitarse las responsabilidades que ello acarrea.
Y en alguna parte la Little People andaba agitada. Parecía que tenían algo que ver con la anomalía que estaba a punto de producirse. De momento, el cielo estaba despejado, pero uno no podía fiarse de las apariencias. Quizás iba a tronar y llover, y el tren se detendría. Tenía que regresar a casa deprisa. La voz de Fukaeri poseía un enigmático poder persuasivo.
«Tenemos que unir nuestras fuerzas», había dicho ella.
«Un largo brazo se está extendiendo. Tenemos que unir nuestras fuerzas. Porque somos el dúo más fuerte sobre la Tierra».
The Beat Goes On.