Va siendo hora de que los gatos aparezcan
Después de que un individuo apellidado Yasuda lo hubiera llamado por teléfono aquella noche y le hubiera comunicado que su esposa se había perdido y que no volvería a visitar a Tengo nunca más, y de que, una hora más tarde, Ushikawa lo llamara para decirle que él y Fukaeri desempeñaban la función de portadores principales de los gérmenes patógenos del «crimental», Tengo pasó el resto de la semana rodeado de una calma inusitada. Los dos le habían transmitido un mensaje de profunda relevancia (o eso quería pensar él). Como romanos vestidos con toga, erguidos sobre un estrado en medio del foro, haciendo una proclama frente a los ciudadanos interesados. Y tras haberle comunicado aquello que habían deseado decirle, ambos le habían colgado el teléfono.
Finalizadas las dos llamadas nocturnas, nadie más volvió a ponerse en contacto con Tengo. El teléfono no volvió a sonar y no recibió ninguna carta. Ni llamaron a la puerta, ni apareció ninguna avispada paloma mensajera zureando. Parecía que nadie, ni Komatsu, ni el profesor Ebisuno, ni Fukaeri o Kyōko Yasuda, tenía nada que comentarle.
Por su parte, era como si Tengo hubiera perdido todo interés hacia esas personas. O más que hacia esas personas, hacia todas las cosas. Nada le interesaba en absoluto: ni las ventas de La crisálida de aire; ni qué estaba haciendo la autora, Fukaeri, en ese momento; ni el desarrollo de la estratagema urdida por el ingenioso editor Komatsu; o si los serenos designios del profesor Ebisuno seguían en marcha; hasta qué punto conocían los medios de comunicación la verdad; o cómo estaba actuando la misteriosa organización Vanguardia… Una vez que el bote al que se había subido caía en picado hacia el fondo de la cascada, no había más remedio que seguir cayendo. Por mucho que luchara ya no iba a cambiar la corriente del río.
Evidentemente, el asunto de Kyōko Yasuda le preocupaba. Desconocía los detalles de la situación, pero si pudiera hacer algo, no escatimaría esfuerzos. Sin embargo, fueran cuales fueren los problemas a los que ella se estaba enfrentando, era un asunto que se encontraba fuera de su alcance. En realidad no podía hacer nada.
También había dejado de leer la prensa. El mundo avanzaba a pesar de él. La apatía había envuelto su cuerpo como una neblina individual. Se mantenía alejado de las librerías para no tener que ver los volúmenes de La crisálida de aire apilados en los escaparates. Se limitaba a ir y regresar de su casa a la academia. Aunque habían comenzado las vacaciones, como en la academia se ofrecían cursos especiales de verano era un periodo más ajetreado que de costumbre. No obstante, Tengo agradecía todo aquello. Al menos, mientras estaba subido en la tarima del profesor, no tenía que pensar en nada más que no fueran problemas matemáticos.
Tampoco escribía. Aun cuando se sentaba frente al escritorio, conectaba el ordenador y la pantalla se iluminaba, no se sentía con ganas de escribir. Cada vez que intentaba pensar en algo, le venían a la mente fragmentos de las conversaciones que había mantenido con el marido de Kyōko Yasuda y con Ushikawa. Era incapaz de concentrarse en la novela.
Mi esposa ya se ha perdido y no podrá volver a visitarlo bajo ningún concepto.
Esto se lo había dicho el marido de Kyōko Yasuda.
Utilizando una expresión clásica, ustedes han abierto la caja de Pandora. A pesar de que se han encontrado por casualidad, ustedes dos forman una combinación más poderosa de lo que usted cree. Complementan eficazmente las partes que a cada uno le faltan.
Esto lo dijo Ushikawa.
Ambos enunciados eran sumamente ambiguos. Se difuminaba y se eludía el quid de la cuestión. Pero lo que intentaban decirle tenía algo en común. Ambos parecían haber querido transmitirle que Tengo había revelado cierto poder, sin ser consciente siquiera de ello, y que éste estaba ejerciendo una influencia real en el mundo que lo rodeaba (probablemente un tipo de influencia poco agradable).
Tengo apagó el procesador de textos, se sentó sobre la cama y contempló el teléfono durante un rato. Necesitaba más pistas. Requería más piezas del puzle. Pero nadie se las iba a facilitar. La amabilidad era una de las cosas que escaseaban en el mundo últimamente (o quizá siempre).
Pensó en llamar por teléfono a alguien. A Komatsu o al profesor Ebisuno o a Ushikawa. Pero no se sentía con ganas de llamar. Estaba harto de sus absurdas y sugerentes insinuaciones. Cuando lo que les pedía era una pista para un enigma, lo que le daban era otro enigma más. Aquel juego interminable no podía durar siempre. Tengo y Fukaeri formaban una poderosa combinación. Si ellos lo decían, sería verdad. Tengo y Fukaeri eran como Sonny & Cher. El dúo más fuerte. The Beat Goes On.
Los días se sucedían. Al cabo de poco tiempo Tengo se hartó de estar esperando en su piso, sin hacer nada, a que ocurriera algo. Se metió la cartera y un libro en los bolsillos, se puso una gorra de béisbol y las gafas de sol y salió del apartamento. Caminó hacia la estación con paso firme, enseñó el abono y se subió en el expreso de la línea Chūo con dirección a Tokio. No tenía ni idea de adónde iba. Simplemente se subió en el primer tren que había llegado. Había pocos pasajeros. No tenía ningún plan en todo el día. Adonde ir, qué hacer (o qué no hacer) dependían exclusivamente de él. Eran las diez, una calurosa mañana de verano sin viento.
Pensó si no le estaría siguiendo el rastro alguno de los «investigadores» de Ushikawa y prestó atención. Durante el trayecto hasta la estación, se detuvo de improviso y se volvió hacia atrás rápidamente, pero no vio a nadie sospechoso. En la estación se dirigió a propósito hacia el andén que no era, para luego fingir que había cambiado repentinamente de parecer, variar de rumbo y bajar corriendo las escaleras. Aun así, no vio a nadie que imitara sus movimientos. El típico caso de manía persecutoria. Nadie le seguía los pasos. Ni Tengo era una persona de tanta relevancia, ni a ellos les sobraba el tiempo. Además, ni él mismo sabía adónde se dirigía y qué iba a hacer. Sin embargo, le gustaría observarse a sí mismo con curiosidad, y desde una posición alejada, para saber cómo iba a actuar a continuación.
El tren al que se subió pasó por Shinjuku, por Yotsuya, por Ochanomizu, hasta llegar a la terminal, la estación de Tokio. Todos los pasajeros se apearon del tren. Él también se bajó allí. Entonces se sentó en un banco y se puso a pensar qué podría hacer. «¿Adonde puedo ir? Ahora estoy en la estación de Tokio», pensó Tengo. «No dispongo de ningún plan en todo el día. Puedo ir a donde me plazca. Parece que va a ser un día caluroso. Podría ir al mar». Alzó la cabeza y observó el panel que indicaba las diferentes conexiones entre los trenes.
Después, Tengo se preguntó qué era lo que estaba haciendo.
Sacudió varias veces la cabeza, pero por más que la sacudiera, aquel pensamiento no parecía que fuera a desaparecer. Quizás había tomado la resolución sin darse cuenta en el momento en el que había cogido el tren de la línea Chūo con dirección a Tokio en la estación de Kōenji. Soltó un suspiro, se levantó del banco, bajó las escaleras del andén y se dirigió hacia la parada de la línea Sōbu. Cuando le preguntó a un empleado cómo podía llegar hasta Chikura lo antes posible, éste consultó un folleto con los horarios. Había un expreso provisional hacia Tateyama a las once y media y, cogiendo luego un tren normal, llegaría a la estación de Chikura pasadas las dos. Tengo compró un billete de ida y vuelta y reservó asiento para el expreso. A continuación entró en el restaurante de la estación y pidió arroz con curry y una ensalada. Tras el almuerzo, mató el tiempo bebiendo un café poco cargado.
Ir a ver a su padre lo deprimía. Nunca le había caído simpático y tampoco creía que su padre sintiera un gran afecto por él. Ni siquiera sabía si querría ver a Tengo o no. Desde que, estando en primaria, Tengo se había negado rotundamente a acompañarlo a cobrar la cuota de la NHK, la relación entre los dos se había vuelto gélida. Y a partir de cierta época, Tengo apenas se había aproximado a su padre. Tampoco le había dirigido la palabra, a menos que hubiera sido necesario. Su padre se había jubilado hacía cuatro años y poco después había ingresado en una clínica de Chikura especializada en cuidar a pacientes con demencia. Desde entonces sólo lo había visitado en dos ocasiones. Inmediatamente después de su ingreso en la clínica, Tengo tuvo que presentarse, por ser su única familia, debido a un problema de orden burocrático. Luego tuvo que volver otra vez por un asunto práctico. Eso había sido todo.
La clínica se erguía en un amplio solar separado de la costa por una carretera. Originariamente había sido la villa de alguien relacionado con los grandes consorcios financieros nipones, pero luego la había comprado una agencia de seguros de vida como instalaciones de recreo para sus empleados y, finalmente, en los últimos años se había reconvertido en una clínica que trataba a pacientes con demencia. Por eso mezclaba un edificio de madera de apariencia anticuada con un edificio nuevo de hormigón armado de tres pisos, y al mirar daba cierta impresión de discordancia. No obstante, el aire era puro y, exceptuando el ruido de las olas, siempre reinaba la calma. Cuando no hacía demasiado viento, se podía pasear por la playa. En el jardín había un espléndido pinar que servía de protección contra el viento. También disponía de instalaciones médicas.
Gracias al seguro médico, al subsidio de jubilación, a los ahorros y la pensión, el padre de Tengo podría vivir el resto de su vida sin pasar ninguna privación. Y todo gracias a que, por un golpe de suerte, había sido contratado como empleado fijo de la NHK. Aunque no fuera a dejar ninguna fortuna, por lo menos podía cuidar de sí mismo. Para Tengo aquello era sobre todo digno de agradecer. Fuera su verdadero padre biológico o no, Tengo no tenía intención de recibir nada de ese hombre y ese hombre no tenía ninguna intención de legarle nada. Eran seres humanos con distintas procedencias que marchaban hacia lugares distintos. Por casualidad habían pasado varios años de sus vidas juntos. Eso era todo. Le daba lástima que hubiera sido así, pero no había nada que Tengo pudiera hacer al respecto.
Sin embargo, había llegado la hora de volver a visitar a su padre. Tengo lo sabía. No le apetecía y habría preferido dar media vuelta y regresar a casa. Pero ya llevaba en el bolsillo el billete de ida y vuelta y el billete para el expreso. La suerte estaba echada.
Se levantó, pagó la cuenta del restaurante, salió al andén y esperó a que llegara el tren rápido para Tateyama. Volvió a mirar atentamente a su alrededor, pero no vio a nadie con aspecto de investigador. Apenas había familias con cara de entusiasmo que salían de viaje para pasar unos días en la playa. Tengo se guardó las gafas de sol en el bolsillo y se ajustó la gorra de béisbol. «¡Qué más da!», pensó. «¡Si quieren vigilarme, que me vigilen cuanto quieran! Yo ahora voy a ir a un pueblo costero en la prefectura de Chikura a visitar a mi padre, que padece demencia. Quizá se acuerde de su hijo o quizá no. La última vez que lo vi, su memoria era bastante precaria. Ahora seguramente haya empeorado. La demencia progresa, pero no se recupera. Eso dicen. Igual que una rueda dentada que sólo avanza hacia delante». Era uno de los escasos conocimientos que tenía Tengo respecto a la demencia.
Cuando el tren partió de la estación de Tokio, él sacó del bolsillo el libro que se había llevado y se puso a leer. Era una antología de relatos cortos cuya temática giraba en torno a los viajes. Entre ellos había una historia sobre un joven que viajaba a un pueblo dominado por gatos. Se titulaba «El pueblo de los gatos». Se trataba de una historia fantástica escrita por un autor alemán de quien nunca había oído hablar. En el libro se explicaba que había sido escrita en algún momento entre la primera y la segunda guerra mundial.
El joven viajaba solo, a su gusto, con una única maleta como equipaje. No tenía un destino. Se subía al tren, viajaba y, cuando encontraba un lugar que le atraía, se apeaba. Buscaba alojamiento, visitaba el pueblo y permanecía allí cuanto quería. Si se hartaba, volvía a subirse al tren. Así era como pasaba siempre sus vacaciones.
Desde la ventana del tren se veía un hermoso río serpenteante, a lo largo del cual se extendían elegantes colinas verdes. En la falda de aquellas colinas había un pueblecillo en el que se respiraba un ambiente de calma. Tenía un viejo puente de piedra. Aquel paisaje lo cautivó. Allí quizá podría probar deliciosos platos a base de trucha de arroyo. Cuando el tren se detuvo en la estación, el joven se apeó con su maleta. Ningún otro pasajero se bajó allí. El tren partió inmediatamente después de que se hubiera bajado.
En la estación no había empleados. Debía de ser una estación poco transitada. El joven atravesó el puente de piedra y caminó hasta el pueblo. Estaba completamente en silencio. No se veía a nadie. Todos los comercios tenían las persianas bajadas y en el ayuntamiento no había ni un alma. En la recepción del único hotel del pueblo tampoco había nadie. Llamó al timbre, pero nadie acudió. Parecía un pueblo deshabitado. A lo mejor todos estaban echando la siesta. Pero todavía eran las diez y media de la mañana. Demasiado temprano para echar una siesta. O quizá, por algún motivo, la gente había abandonado el pueblo y se había marchado. En cualquier caso, hasta la mañana del día siguiente no llegaría el próximo tren, así que no le quedaba más remedio que pasar allí la noche. Para matar el tiempo, se paseó por el pueblo sin rumbo fijo.
Pero en realidad aquél era el pueblo de los gatos. Cuando el sol se ponía, numerosos gatos atravesaban el puente de piedra y acudían a la ciudad. Gatos de diferentes tamaños y diferentes especies. Aunque más grandes que un gato normal, seguían siendo gatos. Sorprendido al ver aquello, el joven subió deprisa al campanario que había en medio del pueblo y se escondió. Como si fuera algo rutinario, los gatos abrieron las persianas de las tiendas, o se sentaron delante de los escritorios del ayuntamiento, y cada uno empezó su trabajo. Al cabo de un rato, un grupo aún más numeroso de gatos atravesó el puente y fue a la ciudad. Unos entraban en los comercios y hacían la compra, iban al ayuntamiento y despachaban papeleo burocrático o comían en el restaurante del hotel. Otros bebían cerveza en las tabernas y cantaban alegres canciones gatunas. Unos tocaban el acordeón y otros bailaban al compás. Al poseer visión nocturna, apenas necesitaban luz, pero gracias a que aquella noche la luna llena iluminaba hasta el último rincón del pueblo, el joven pudo observarlo todo desde lo alto del campanario. Cerca del amanecer, los gatos cerraron las tiendas, ultimaron sus respectivos trabajos y ocupaciones y fueron regresando a su lugar de origen atravesando el puente.
Al amanecer los gatos ya se habían ido y el pueblo se había quedado desierto de nuevo, entonces el joven bajó, se metió en una cama del hotel y durmió todo cuanto quiso. Cuando le entró hambre, se comió el pan y el pescado que habían sobrado en la cocina del hotel. Luego, cuando a su alrededor todo empezó a oscurecer, volvió a esconderse en lo alto del campanario y observó hasta el albor el comportamiento de los gatos. El tren paraba en la estación antes del mediodía y antes del atardecer. Si se subía en el de la mañana, podría continuar su viaje, y si se subía en el de la tarde, podría regresar al lugar del que procedía. Ningún pasajero se apeaba ni nadie cogía el tren en aquella estación. Y sin embargo el ferrocarril siempre se detenía cumplidamente y partía un minuto después. Por lo tanto, si así lo deseara, podría subirse al tren y abandonar el pueblo de los gatos en cualquier momento. Pero no quiso. Era joven, sentía una profunda curiosidad y estaba lleno de ambición y de ganas de vivir aventuras. Deseaba seguir observando aquel enigmático pueblo de los gatos. Quería saber, si era posible, desde cuándo habían ocupado los gatos aquel pueblo, cómo funcionaba el pueblo y qué demonios hacían allí aquellos animales. Nadie más, aparte de él, debía de haber sido testigo de aquel misterioso espectáculo.
A la tercera noche, se armó cierto revuelo en la plaza que había bajo el campanario. «¿Qué es eso? ¿No os huele a humano?», soltó uno de los gatos. «Pues ahora que lo dices, últimamente tengo la impresión de que huele raro», asintió olfateando uno de ellos. «La verdad es que yo también lo he notado», añadió otro. «¡Qué raro! Porque no creo que haya venido ningún ser humano», comentó otro de los gatos. «Sí, tienes razón. No es posible que un ser humano haya entrado en el pueblo de los gatos.» «Pero no cabe duda de que huele a uno de ellos».
Los gatos formaron varios grupos e inspeccionaron hasta el último rincón del pueblo, como una patrulla vecinal. Cuando se lo toman en serio, los gatos tienen un olfato excelente. No tardaron mucho en darse cuenta de que el olor procedía de lo alto del campanario. El joven oía cómo sus blandas patas subían ágilmente por las escaleras del campanario. «¡Esto es el fin!», pensó. Los gatos parecían muy excitados y enfadados por el olor a humano. Tenían las uñas grandes y aguzadas y los dientes blancos y afilados. Además, aquél era un pueblo en el que los seres humanos no debían adentrarse. No sabía qué suerte le esperaría cuando lo encontraran, pero no creía que fueran a permitirle irse de allí habiendo descubierto el secreto.
Tres de los gatos subieron hasta el campanario y se pusieron a olfatear. «¡Qué extraño!», dijo uno sacudiendo sus largos bigotes. «Aunque huele a humano, no hay nadie». «¡Sí que es raro!», comentó otro. «En todo caso, aquí no hay nadie. Busquemos en otra parte». «¡Esto es de locos!». Movieron extrañados la cabeza y se fueron. Los gatos bajaron las escaleras sin hacer ruido y se esfumaron en medio de la oscuridad nocturna. El joven soltó un suspiro de alivio; a él también le parecía de locos. Los gatos y él habían estado literalmente a un palmo de distancia en un lugar angosto. No habría podido escapárseles. Y sin embargo, parecían no haberlo visto. El joven examinó sus manos. «Las estoy viendo. No me he vuelto invisible. ¡Qué raro! En cualquier caso, por la mañana iré hasta la estación y me marcharé de este pueblo en el primer tren. Quedarme aquí es demasiado peligroso. La suerte no puede durar siempre».
Pero al día siguiente, el tren de la mañana no se detuvo en la estación. Pasó delante de sus ojos sin disminuir siquiera la velocidad. Lo mismo ocurrió con el tren de la tarde. Se veía al conductor en su asiento y los rostros de los pasajeros al lado de las ventanillas. Pero el tren no dio señales de que fuera a pararse. Era como si la silueta del joven que esperaba el tren no se reflejara en los ojos de la gente. O como si fuera la estación la que no se reflejara. Cuando el tren de la tarde desapareció a lo lejos, a su alrededor se hizo un silencio absoluto, como nunca antes había sentido. Entonces, el sol empezó a ponerse. «Va siendo hora de que los gatos aparezcan». El joven supo que se había perdido. «Éste no es el pueblo de los gatos», se dio cuenta al fin. Aquél era el lugar en el que debía perderse. Un lugar ajeno a este mundo que habían dispuesto para él. Y el tren jamás volvería a detenerse en aquella estación para llevarlo a su mundo de origen.
Tengo volvió a leer el relato. La frase Aquél era el lugar en el que debía perderse despertó su interés. Luego cerró el libro y observó sin ningún propósito en particular el insulso paisaje de la zona industrial litoral que iba pasando al otro lado de la ventana. Las llamas de una refinería, inmensos depósitos de gas e inmensas y rechonchas chimeneas que semejaban cañones de largo alcance. Una fila de trailers y camiones cisterna circulando por la carretera. Una escena que distaba mucho del pueblo de los gatos. No obstante, en aquel paisaje existía cierto componente fantástico. Era como un Hades que, bajo tierra, sustentaba la vida de la urbe.
Al cabo de un rato, Tengo cerró los ojos y se imaginó a Kyōko Yasuda encerrada en el lugar en el que debía perderse. Allí no se detenían los trenes. No había teléfono, ni buzón de correos. Al mediodía estaba completamente sola y cuando anochecía los gatos iniciaban una búsqueda pertinaz. Aquella situación se repetía sin cesar. Cuando se dio cuenta, le pareció que se había quedado dormido. Había sido un sueño corto, pero profundo. Al despertarse, su cuerpo sudaba. El tren avanzaba a lo largo del litoral veraniego de Minamibōsō.
En Tateyama se bajó del expreso y se subió a un tren normal que lo llevó hasta Chikura. Al apearse en la estación, sintió el viejo olor del mar, y observó que toda la gente que caminaba por la calle estaba bronceada. Desde la estación fue hasta la clínica en taxi. En la recepción dio su nombre y el nombre de su padre.
—¿Ha avisado usted de que iba a venir hoy de visita? —preguntó en tono serio la enfermera de mediana edad que estaba sentada frente al mostrador. Era menuda, con gafas de montura metálica y algunas canas mezcladas en su corto cabello. En el dedo anular, también corto, llevaba un anillo que parecía comprado a juego con las gafas. La tarjeta de identificación decía «Tamura».
—No. Es que esta mañana se me ha ocurrido venir y he cogido el tren, así sin más —se sinceró Tengo.
La enfermera lo miró a la cara con cierta resignación.
—Cuando venga de visita, haga el favor de avisarnos con antelación, porque existen diferentes programas para cada día y también hay que tener en cuenta la situación del paciente.
—Lo siento. No lo sabía.
—¿Cuándo fue la última vez que vino?
—Hace dos años.
—Dos años —dijo la enfermera Tamura comprobando una lista de visitantes con el bolígrafo en mano—. Es decir, que en dos años no ha venido ni una sola vez, ¿no?
—Eso es —respondió Tengo.
—Según este registro, usted es la única familia del señor Kawana.
—Efectivamente.
La enfermera dejó la lista sobre el mostrador y miró a Tengo a la cara, pero no dijo nada. Aquellos ojos no le hacían ningún reproche. Simplemente comprobaban algo. Parecía que Tengo no debía de ser un caso especial.
—Ahora mismo su padre está en una sesión de rehabilitación en grupo. Terminará dentro de media hora. Luego podrá verlo.
—¿Cómo se encuentra?
—Físicamente, está sano. No tiene ningún problema. En cuanto a lo demás, tiene sus altibajos —dijo la enfermera, y se presionó ligeramente la sien con el dedo índice—. Cómo de altos y cómo de bajos, podrá comprobarlo usted por sí mismo.
Tengo le dio las gracias y mató el tiempo en la sala de espera que había al lado del recibidor. Se sentó en un sofá que olía a épocas pasadas, se sacó el libro del bolsillo y siguió leyendo. De vez en cuando soplaba una ráfaga de aire que olía a mar y las ramas de los pinos murmuraban a su paso refrescando el ambiente. Numerosas cigarras se aferraban a esas ramas y se desgañitaban cantando. El verano estaba en su cénit y las cigarras eran conscientes de que no duraría mucho más. Hacían resonar sus voces a su alrededor como mimando la corta vida que les quedaba.
Poco después vino la enfermera Tamura, con las gafas puestas, y le comunicó que la terapia de rehabilitación había terminado y que ya podía ver a su padre.
—Lo llevaré hasta su habitación —dijo.
Tengo se levantó del sofá, pasó por delante del gran espejo colgado en la pared y reparó en su aspecto descuidado: una camisa vaquera descolorida, a la que le faltaban varios botones, por encima de una camiseta de la gira oficial por Japón de Jeff Beck, unos chinos con una pequeña mancha de salsa para pizza en la rodilla, unas zapatillas de deporte de color caqui que no había lavado desde hacía bastante tiempo y una gorra de béisbol. Sin duda, no era la vestimenta de un hijo de treinta años que iba a visitar a su padre después de dos años sin verlo. Ni siquiera le había traído un regalo. Sólo tenía el libro que llevaba metido en el bolsillo. No era de extrañar que la enfermera lo hubiera mirado con aquella cara de resignación.
Cruzaron el jardín y, mientras se dirigían hacia el ala donde se encontraba la habitación del padre, la enfermera le dio unas breves explicaciones: la clínica estaba formada por tres alas, divididas según el estadio en la evolución de la enfermedad. En aquel momento, el padre de Tengo se encontraba en el ala de «estadio intermedio». Normalmente, los pacientes ingresaban en el ala de «estadio leve», luego eran transferidos al ala de «estadio intermedio» y después, a la de «estadio grave». Igual que una puerta que sólo se abre en una dirección, no existía la transferencia del estadio grave al leve. Más allá del estadio grave no había a donde ir. Naturalmente, la enfermera no llegó a mencionar el crematorio. Pero estaba claro lo que pretendía insinuar.
Aunque la habitación del padre era doble, su compañero se encontraba ausente porque había ido a alguna clase. En la clínica ofrecían diversas clases de rehabilitación: clases de cerámica, jardinería y ejercicio físico. Aunque se les llamara de rehabilitación, no eran para recuperarse. El objetivo consistía en ralentizar lo máximo posible el desarrollo de la enfermedad. O simplemente matar el tiempo. El padre estaba sentado en una silla al lado de la ventana abierta, contemplando el paisaje. Tenía las manos colocadas sobre las rodillas. En una mesa, cerca de él, había una maceta. Las flores tenían unos cuantos pétalos diminutos de color amarillo. El suelo estaba hecho de un material blando, para que no se lastimaran los pacientes en caso de caerse. Había dos camas sencillas de madera, dos escritorios y un armario para guardar ropa y enseres varios. Al lado de los escritorios, cada uno tenía su pequeña estantería, y las cortinas de la ventana estaban amarillentas por la prolongada exposición a los rayos del sol.
Tengo no reconoció de inmediato como su padre a aquel anciano sentado en una silla al lado de la ventana. Se había encogido. No, la expresión más correcta quizá sería que había menguado. Llevaba el pelo corto y se le había encanecido, como un césped cubierto de escarcha. Tenía las mejillas demacradas, y tal vez por eso las cuencas de los ojos parecían mucho más grandes que antaño. En la frente se le marcaban tres arrugas profundas. Aunque parecía que la cabeza se le había deformado, quizá se debiera a que llevaba el pelo más corto, lo cual acentuaba esa deformidad. Tenía las cejas largas y tupidas. Y de las orejas le salían pelos blancos. Sus grandes y afiladas orejas se veían ahora todavía más grandes, como alas de murciélago. Sólo la nariz tenía la misma forma de siempre. Redonda e hinchada, en contraste con las orejas. Y teñida de un color rojo oscuro. Las comisuras de los labios pendían hacia abajo, y daba la impresión de que en cualquier momento iba a escapársele baba. Tenía la boca entreabierta, mostrando una dentadura incompleta. La figura de su padre sentado, quieto junto a la ventana, le recordó un autorretrato de Van Gogh en sus últimos años de vida.
Cuando Tengo entró en la habitación, aquel hombre sólo lo miró de reojo para luego seguir observando el paisaje por la ventana. A distancia, más que un ser humano parecía una criatura similar a una rata o a una ardilla. Una criatura no demasiado limpia, pero dotada de una inteligencia considerable. Sin embargo, aquél era, sin lugar a dudas, el padre de Tengo. O quizá sería más correcto decir los despojos de su padre. Aquellos dos años se habían llevado muchas cosas de su cuerpo. Como un cobrador de impuestos que despoja sin piedad a un hogar pobre de todos sus enseres. El padre que Tengo recordaba era un hombre fuerte que siempre trabajaba con afán. La introspección y la imaginación eran ajenas a él, pero estaba dotado de cierta moral y tenía ideas sencillas pero firmes. Era sufrido, y Tengo nunca había escuchado de su boca excusas o lamentos. Sin embargo, aquel que estaba ahora delante de él no era más que una cáscara. Una casa deshabitada a la que habían arrebatado todo calor.
—Señor Kawana. —La enfermera se dirigió al padre de Tengo con voz penetrante, bien articulada. Había sido formada para dirigirse así a los pacientes—. Señor Kawana. ¡Venga! ¡Que está aquí su hijo de visita!
El padre se limitó a mirar hacia ellos. Sus ojos, carentes de expresión, evocaron a Tengo dos nidos de golondrinas vacíos abandonados bajo un alero.
—¡Hola! —saludó Tengo.
—Señor Kawana, su hijo ha venido desde Tokio para verlo —dijo la enfermera.
El padre sólo miraba a Tengo a la cara, sin decir nada. Como si leyera un edicto incomprensible escrito en una lengua extranjera.
—A las seis y media es la hora de la cena —le dijo a Tengo la enfermera—. Hasta entonces, haga usted lo que le parezca.
Cuando la enfermera se marchó, Tengo, después de titubear un poco, se acercó a su padre y se sentó en la silla que había enfrente.
Una silla tapizada y descolorida. La parte de madera estaba llena de arañazos, como si la hubieran usado durante mucho tiempo. El padre siguió con la mirada sus movimientos al sentarse.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó Tengo.
—Bien, gracias a Dios —contestó el padre en un tono formal.
Tengo no supo cómo continuar. Mientras toqueteaba con los dedos los tres botones de su camisa vaquera, dirigió la mirada hacia el pinar al otro lado de la ventana y luego miró a su padre a la cara.
—¿Ha venido desde Tokio? —dijo el padre. No parecía acordarse de Tengo.
—Sí, desde Tokio.
—¿Ha cogido el expreso para venir aquí?
—Eso es —respondió Tengo—. He ido en expreso hasta Tateyama y luego me he subido a un tren normal que me ha traído hasta Chikura.
—¿Ha venido para darse un baño en el mar? —preguntó el padre.
—Soy Tengo. Tengo Kawana. Su hijo.
—¿De qué parte de Tokio viene? —preguntó el padre.
—De Kōjien, del barrio de Suginami.
Las tres arrugas en la frente de su padre se hicieron más profundas.
—Mucha gente cuenta mentiras para no pagar la cuota de recepción de la NHK.
—Papá —lo llamó Tengo. Hacía mucho tiempo que no pronunciaba aquella palabra—. Soy Tengo. Su hijo.
—Yo no tengo hijos —afirmó categóricamente el padre.
—No tiene hijos —repitió de manera automática Tengo.
El padre asintió.
—Entonces, ¿quién demonios soy yo? —preguntó Tengo.
—Tú no eres nadie —dijo el padre. Y sacudió la cabeza dos veces con un simple movimiento.
Tengo tragó saliva y se quedó sin habla durante un instante. El padre tampoco volvió a hablar. En medio de aquel silencio, ambos sondeaban la maraña de sus respectivos pensamientos. Las cigarras seguían cantando hasta la extenuación, sin inmutarse.
«Seguro que este hombre está diciendo la verdad», sintió Tengo. Puede que se le hubiera arruinado la memoria y que no tuviera la mente clara, pero lo que decía probablemente fuera la verdad. Tengo lo comprendió de manera intuitiva.
—¿Qué quiere decir con eso? —inquirió Tengo.
—Tú no eres nadie. —El padre repitió aquellas misma palabras en un tono desprovisto de sentimiento—. Nunca fuiste nada, no eres nada y nunca lo serás.
«Eso es suficiente», pensó Tengo.
Quería levantarse de la silla, caminar hasta la estación y regresar a Tokio. Ya había oído todo lo que tenía que oír. Pero no pudo levantarse. Igual que el joven que había llegado al pueblo de los gatos. Sentía curiosidad. Quería conocer las profundas circunstancias que había detrás. Quería oír una respuesta más precisa. Naturalmente, entrañaba un peligro. Pero si dejaba pasar aquella oportunidad, seguramente nunca conocería el secreto de su vida. Este probablemente se hundiría en medio de la confusión.
Tengo ordenó las palabras en su mente una y otra vez. Luego habló con resolución. Se trataba de una pregunta que le había querido hacer en numerosas ocasiones desde pequeño, pero que nunca fue capaz de formular.
—¿Me está diciendo, entonces, que usted no es mi padre en el sentido biológico? ¿Que entre nosotros no existe ningún lazo de sangre?
El padre lo miraba a la cara, en silencio. Por su expresión no se sabía si había comprendido o no el meollo de la pregunta.
—Robar ondas electromagnéticas es un acto delictivo —dijo el padre mirándolo a los ojos—. Exactamente lo mismo que robar dinero. ¿No cree?
—Sí, es verdad —reconoció Tengo.
Satisfecho, el padre asintió varias veces con la cabeza.
—Las ondas electromagnéticas no caen del cielo, gratis, como la lluvia o la nieve —dijo el padre.
Tengo miraba las manos de su padre con la boca cerrada. Estaban bien colocadas sobre sus rodillas. La mano derecha sobre la rodilla derecha; la mano izquierda sobre la rodilla izquierda. No se movían ni un ápice. Eran unas manos pequeñas y oscuras. Parecía que el bronceado había calado hasta el cerne en su cuerpo. Eran unas manos que habían trabajado a la intemperie durante muchos años.
—Mamá no se murió cuando yo era pequeño, ¿verdad? —preguntó Tengo despacio, dividiendo las palabras.
El padre no respondió. Su expresión no cambió, sus manos no se movieron. Aquellos ojos miraban a Tengo como si observaran algo nunca visto.
—Mamá se marchó de su lado. Lo dejó a usted y me abandonó a mí. Probablemente se fue con otro hombre. ¿Me equivoco?
El padre asintió.
—Robar ondas electromagnéticas no está bien. Uno no puede hacer lo que le viene en gana y escaparse tan pancho.
Aquel hombre había entendido a la perfección el meollo de la pregunta. A Tengo le pareció que simplemente no quería hablar de ello.
—Papá —lo llamó Tengo—. Tal vez no sea mi padre realmente, pero le voy a llamar así, ya que no sé hacerlo de otra manera. Si le soy sincero, nunca me ha caído bien. Hasta puede que le odiara muchas veces. Lo entiende, ¿no? Suponiendo que usted no sea mi verdadero padre, que no existe ningún vínculo de sangre entre nosotros, dejaría de tener motivos para odiarlo. No sé si podría llegar a sentir simpatía hacia usted. Pero, por lo menos, creo que podría comprenderlo mejor que ahora. Porque lo que siempre he buscado es la verdad. Quién soy, de dónde vengo. Eso es lo único que quiero saber. Pero nadie me lo ha revelado. Si usted me contara la verdad ahora, aquí mismo, yo ya no lo odiaría, no lo detestaría. Y para mí, no tener que odiarlo, que detestarlo más, sería una bendición.
El padre se quedó callado, observando a Tengo con los mismos ojos inexpresivos. Pero en el fondo de aquellos nidos de golondrina vacíos parecía resplandecer algo minúsculo.
—Yo no soy nada —dijo Tengo—. Tiene usted razón. No soy más que algo flotante, solo, que arrojaron de noche al mar. Estiro el brazo y no hay nadie. Grito y nadie me responde. No estoy vinculado a nada. La única familia que tengo a mi alrededor es usted. Pero usted lleva consigo el secreto y no quiere contármelo. Y su memoria, con sus continuos altibajos, se va desvaneciendo con el paso del tiempo en este pueblo a orillas del mar. Mi verdad va desapareciendo de igual modo. Sin la verdad, no soy nada ni nunca lo seré. En ese sentido, también tiene razón.
—El saber es un valioso patrimonio social —dijo el padre como si leyera en un tono monótono. No obstante, su voz había disminuido un poco de intensidad con respecto a antes. Como si alguien a su espalda hubiera estirado el brazo y le hubiera bajado el volumen—. Ese patrimonio debe ser acumulado en abundancia y usado con prudencia. Tenemos que transmitirlo a las generaciones futuras de manera fecunda. Por eso la NHK necesita la cuota de recepción de todos…
«Lo que este hombre dice es como una especie de mantra», pensó Tengo. Recitando esas frases había conseguido protegerse hasta la actualidad. Tengo debía quebrar esa especie de amuleto obstinado. Tenía que hacer salir a la persona de carne y hueso del fondo de esa fortaleza.
Tengo interrumpió a su padre.
—¿Cómo era mi madre? ¿Adonde fue? ¿Y qué ocurrió?
El padre se calló súbitamente. Ya no recitaba el conjuro.
—Estoy cansado de vivir detestando, odiando, guardando rencor. Estoy cansado de vivir sin amar a nadie. No tengo ni un solo amigo. Ni uno solo. Y, sobre todo, ni siquiera soy capaz de amarme a mí mismo. ¿Por qué no puedo amarme? Pues porque no puedo amar a otros. Cuando uno ama y es amado, la gente aprende la manera de amarse a sí mismo. ¿Entiende lo que le digo? Quien es incapaz de amar a alguien, no puede amarse debidamente a sí mismo. No, no estoy diciendo que sea culpa de usted. Ahora que lo pienso, usted quizá sea una víctima. Seguro que usted tampoco sabe cómo amarse a sí mismo. ¿Me equivoco?
El padre guardaba silencio. Sus labios permanecían sellados. Por la expresión de su cara, no se sabía si había entendido lo que Tengo le había dicho. Tengo se hundió callado en la silla. Una ráfaga de viento entró por la ventana abierta. Hizo ondear las cortinas descoloridas por el efecto del sol, y agitó los pequeños pétalos de las flores que había en la maceta. Luego se fue por la puerta que había quedado abierta y atravesó el pasillo. El olor a mar se intensificó. Se oyó el tierno ruido producido por el roce de la pinocha, mezclado con el canto de las cigarras.
Tengo prosiguió en un tono calmo.
—A menudo tengo una visión. Se repite constantemente desde hace mucho tiempo. Creo que a lo mejor no se trata de una visión, sino de una escena real que recuerdo. A mi lado, yo tengo un año y medio de edad, está mi madre. Un hombre joven la abraza. Y ese hombre no es usted. No sé quién es. Pero lo único cierto es que usted no aparece. No sé por qué, pero esa escena está grabada en mi mente y no se desprende.
El padre no dijo nada. Pero sus ojos veían claramente algo diferente. Algo que no estaba allí. Entonces, los dos guardaron silencio. Tengo prestó atención al ruido del viento, que de repente se había intensificado. Desconocía qué escuchaban los oídos de su padre.
—¿Me podría leer algo?—dijo el padre en un tono formal tras un largo silencio—. Como me duelen los ojos, no puedo leer. Soy incapaz de seguir las letras durante mucho rato. En esa estantería tiene libros. Elija uno que a usted le guste.
Tengo se levantó de la silla y echó un vistazo al lomo de los libros colocados en la estantería. La mayoría eran novelas históricas. Estaba la colección completa de Daibosatsu-toge.[18] Pero Tengo no se sentía con ganas de leer en voz alta delante de su padre una novela antigua en la que se utilizaban palabras anticuadas.
—Si le parece bien, me gustaría leerle la historia del pueblo de los gatos —dijo Tengo—. Viene en un libro que me he traído para leer.
—La historia del pueblo de los gatos —dijo el padre, e inspeccionó mentalmente aquellas palabras durante un rato—. Si no le es molestia, querría que me la leyera.
Tengo miró el reloj de pulsera.
—No es ninguna molestia. Todavía tengo tiempo hasta que venga el tren. Se trata de una historia rara, así que no sé si va a gustarle…
Tengo sacó el libro del bolsillo y empezó a leer «El pueblo de los gatos» en voz alta. El padre prestaba atención a la historia, sentado sin cambiar de postura, en la silla al lado de la ventana. Tengo leía despacio, con voz clara. En medio hizo dos o tres pausas para tomar un respiro. En cada ocasión miró al padre a la cara, pero nunca percibió ningún tipo de reacción. No sabía si estaba disfrutando o no de la historia. Cuando terminó de leerla, el padre se quedó quieto, con los ojos cerrados, sin hacer un solo movimiento. Parecía dormido, pero no lo estaba. Simplemente se había metido en el mundo del relato. Tardó un buen rato en salir de allí. Tengo esperó con paciencia. La luz de la tarde se debilitó un poco y alrededor empezaron a percibirse indicios del atardecer. El viento procedente del mar seguía meciendo las ramas de los pinos.
—¿Habrá televisión en ese pueblo de los gatos? —preguntó su padre desde una perspectiva profesional.
—La historia se escribió en la Alemania de los años treinta y, en aquella época, aún no había televisión, pero sí radio.
—Yo estuve en Manchuria, y allí ni siquiera había radios. Ni emisoras. Apenas llegaba la prensa y leíamos periódicos de hacía medio mes. No teníamos nada que llevarnos a la boca y tampoco había mujeres. De vez en cuando aparecían lobos. Aquello estaba en el fin del mundo.
Permaneció un tiempo callado, reflexionando sobre algo. Quizá recordara la ardua vida que había llevado como colono en Manchuria, siendo joven. Pero los recuerdos enseguida se enturbiaron y fueron tragados por el vacío. Gracias a los cambios en la expresión del padre era posible entrever esa actividad mental.
—¿Construyeron los gatos el pueblo? ¿O fueron los antiguos humanos los que lo construyeron y luego los gatos se asentaron allí? —preguntó el padre frente al cristal de la ventana, como si hablara consigo mismo. No obstante, aquella pregunta parecía dirigida a Tengo.
—No lo sé —contestó Tengo—. Pero supongo que lo construyeron los seres humanos hace mucho tiempo. Por algún motivo, éstos desaparecieron y los gatos se asentaron allí. Quizá se murieron todos por alguna epidemia.
El padre asintió.
—Cuando surge un vacío, algo tiene que llenarlo. Todos lo hacemos.
—¿Todos lo hacemos?
—Eso es —afirmó el padre.
—¿Qué vacío llena usted?
El padre se puso serio. Sus tupidas cejas descendieron y le cubrieron los ojos. Luego habló con cierto tono de burla.
—Tú no lo entiendes.
—No lo entiendo —dijo Tengo.
El padre hinchó las narinas. Tenía una ceja ligeramente levantada. Aquélla era la expresión que siempre adoptaba cuando no estaba contento con algo.
—Si no lo entiendes sin que te lo explique, quiere decir que no lo entenderás por más que te lo explique.
Tengo entrecerró los ojos y leyó la expresión en el rostro del anciano. Era la primera vez que su padre hablaba de una manera tan extraña y sugerente. Él siempre se había expresado de manera concreta y práctica. Decir sólo lo necesario cuando fuera necesario: ésa era la inmutable definición de una conversación para su padre. Sin embargo, en su rostro no había ninguna expresión legible.
—De acuerdo. En todo caso, usted llena algún vacío —dijo Tengo—. Entonces, ¿quién va a llenar el vacío que usted ha dejado?
—Tú —respondió lacónico el padre, y señaló enérgicamente a Tengo con el dedo índice—. ¿Acaso no es obvio? Yo he llenado el vacío que alguien creó y, a la vez, tú vas llenando el vacío que yo he creado. Como si fuéramos turnándonos.
—De igual modo que los gatos llenaron el pueblo deshabitado.
—Eso, está perdida como el pueblo —dijo el padre, y se quedó observando abstraído el dedo índice con el que había señalado a Tengo, como si mirara algo extraño y fuera de lugar.
—Está perdida como el pueblo —repitió Tengo.
—La mujer que te dio a luz ya no está en ninguna parte.
—No está en ninguna parte. Está perdida como el pueblo. ¿Quiere decir que ha fallecido?
El padre no contestó. Tengo soltó un suspiro.
—¿Y quién es mi padre?
—Un simple vacío. Tu madre se juntó con un vacío y te dio a luz. Yo llené ese vacío.
Tras decir aquellas palabras, el padre cerró los ojos y se calló.
—¿Se juntó con un vacío?
—Sí.
—Y usted me crió. ¿Me equivoco?
—Ya te lo he dicho —dijo el padre con aire grave tras haber carraspeado. Como si enseñara un razonamiento sencillo a un niño corto de entendederas—. Si no lo entiendes sin que te lo explique, quiere decir que no lo entenderás por más que te lo explique.
—¿He salido de un vacío? —preguntó Tengo.
No obtuvo respuesta.
Tengo juntó los dedos de las manos sobre las rodillas y volvió a mirar de frente a su padre. Entonces pensó: «Este hombre no es un despojo vacío. No es una simple casa deshabitada. Es un hombre de carne y hueso que sobrevive mal que bien en un lugar en la costa, cargando con un espíritu estrecho y obstinado y unos recuerdos sombríos. Se ve obligado a convivir con ese vacío que se va expandiendo de forma paulatina en su interior. En este momento, el vacío y la memoria todavía luchan entre sí, pero, lo quiera o no, pronto el vacío engullirá los recuerdos restantes. Es cuestión de tiempo. ¿Será ese vacío al que está haciendo frente el mismo vacío que me engendró a mí?».
Mientras se acercaba el crepúsculo, a Tengo le pareció oír el lejano fragor del mar mezclado con el viento que soplaba entre las copas de los pinos. Pero quizá sólo fuera una ilusión.