El sitio en el que está usted a punto de entrar
El hall del edificio principal del Hotel Okura, amplio, sombrío y de techo alto, hacía pensar en una sofisticada y colosal caverna. Las voces de la gente charlando sentada en los sofás resonaban como suspiros de criaturas sin entrañas. La alfombra, gruesa y mullida, evocaba el musgo vetusto de las islas del lejano norte. Había ido absorbiendo el ruido de los pasos de la gente a lo largo del tiempo. Los hombres y mujeres que iban y venían por el hall parecían un tropel de espíritus, confinados desde tiempos remotos en aquel lugar a causa de alguna maldición, repitiendo sin cesar el papel que les habían asignado. Hombres ataviados con impolutos trajes de negocios, semejantes a armaduras, y chicas jóvenes y esbeltas engalanadas con elegantes vestidos negros para asistir a una ceremonia que se celebraba en algún salón. Los pequeños pero caros accesorios que las chicas llevaban ansiaban la tenue luz para emitir destellos, cual pájaros vampiro ávidos de sangre. Un matrimonio de ancianos extranjeros de gran estatura reposaba sus cuerpos fatigados en los tronos imperiales situados en un rincón, como un viejo rey y su consorte venidos a menos.
Ciertamente, los pantalones de algodón azul claro, la sencilla blusa blanca, las zapatillas de deporte blancas y la bolsa de deporte Nike de color azul que Aomame llevaba no encajaban en aquel lugar lleno de leyendas e insinuaciones. «Debo de parecer una canguro requerida por alguno de los clientes del hotel», pensó Aomame, mientras mataba el tiempo sentada en una gran butaca. «¡Pero qué se le va a hacer! No he venido aquí para una visita de cortesía». Mientras estaba sentada, tuvo la ligera sensación de que alguien la observaba. Sin embargo, miró varias veces a su alrededor y no vio a nadie que pareciera espiarla. «¡Bueno!», pensó. «¡Si quieren mirar, que miren cuanto les dé la gana!».
Cuando las agujas de su reloj de pulsera marcaron las seis y cincuenta minutos, Aomame se levantó y se dirigió al lavabo con la bolsa de deporte colgada al hombro. Se lavó las manos con jabón y comprobó una vez más que iba bien arreglada. Luego se colocó frente a un espejo grande y lustroso y respiró hondo varias veces. Los aseos eran enormes y estaban desiertos. Quizá fueran más grandes que el piso en el que vivía. «Este es el último trabajo», dijo en voz baja frente al espejo. «Voy a desaparecer. De repente, como un fantasma. Ahora estoy aquí. Mañana ya no lo estaré. Dentro de unos días tendré otro nombre y otro rostro».
Regresó al hall y volvió a sentarse. Dejó la bolsa de deporte sobre la mesa contigua. Dentro estaba la semiautomática de siete tiros y la aguja afilada para punzar la nuca de los hombres. «Tienes que tranquilizarte», pensó. «Es tu último trabajo y el más importante. Tienes que ser la Aomame fría y fuerte de siempre».
Pero Aomame no podía dejar de pensar en que aquélla no era una situación ordinaria. Le costaba un poco respirar y le preocupaba la velocidad de sus latidos. Las axilas le sudaban un poco. Sentía una picazón en la piel. «No es sólo que esté nerviosa. Tengo un presentimiento. Ese presentimiento me advierte. Llama sin cesar a la puerta de mi conciencia. Aún no es demasiado tarde, vete y olvídalo todo, apela».
Si hubiera sido posible, Aomame habría querido seguir aquella advertencia. Abandonar todo e irse en ese mismo momento del hall del hotel. Allí había algo que le daba mala espina. En el ambiente flotaba un indicio implícito de muerte. Una muerte silenciosa y pausada, pero ineludible. Sin embargo, no pensaba huir con el rabo entre las piernas. Eso iba en contra de su modo de vida.
Fueron unos diez minutos interminables. El tiempo apenas avanzaba. Ella tomaba aliento, sentada en el sofá. Los espíritus que rondaban el hall seguían vomitando ecos banales sin cesar. La gente se desplazaba en silencio sobre la gruesa alfombra, como almas buscando a tientas un lugar adonde ir. De vez en cuando, el ruido que hacía alguna camarera al transportar un servicio de café en una bandeja llegaba a sus oídos como el único sonido cierto. Pero ese sonido también entrañaba una sospechosa equivocidad. Aquél no era un buen clima. Si ya se ponía así de nerviosa, llegado el momento no podría hacer nada. Aomame cerró los ojos y, casi de forma automática, rezó una oración. Desde que tenía uso de razón, siempre la había rezado antes de las tres comidas. A pesar de haber pasado tanto tiempo desde la última vez, se la sabía al dedillo.
«Padre nuestro, que estás en el cielo. Santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino. Perdona nuestras ofensas y bendice nuestro humilde caminar. Amén».
A regañadientes, Aomame tuvo que reconocer que aquella oración que una vez la había martirizado ahora la estaba ayudando. La resonancia de aquellas palabras consolaba su espíritu, mantenía el miedo en el umbral, hacía que su respiración se relajara. Se cubrió ambos párpados con los dedos y repitió mentalmente aquellas frases varias veces.
—Es usted Aomame, ¿verdad? —dijo un hombre próximo a ella. Era la voz de un hombre joven.
Al escuchar aquellas palabras, ella abrió los ojos y, levantando la cara poco a poco, miró al dueño de aquella voz. Dos hombres jóvenes se encontraban de pie frente a ella. Ambos vestían el mismo traje oscuro. Por el tejido y la hechura se sabía que no eran caros. Quizá fueran trajes de confección comprados en un hipermercado. No les sentaba bien del todo, pero asombrosamente no tenían ni una sola arruga. Debían de plancharlos cada vez que se los ponían. Ninguno llevaba corbata. Uno tenía los botones de la camisa blanca abrochados hasta arriba del todo y el otro llevaba bajo la chaqueta del traje una especie de camiseta gris de cuello redondo. Calzaban unos recios zapatos de cuero completamente negros.
El hombre de la camisa blanca debía de medir un metro ochenta y cinco y llevaba el pelo recogido en una coleta. Tenía las cejas largas y hacia arriba formando un bello ángulo, como una gráfica lineal, y unas facciones frescas y proporcionadas. No resultaría extraño que fuera actor. El otro mediría un metro sesenta y llevaba el pelo rapado. Tenía la nariz ancha, y en el mentón acumulaba un poco de perilla, que parecía una sombra colocada por error. Al lado del ojo derecho tenía una pequeña incisión. Ambos eran delgados, de rostro afilado, y estaban morenos. No les sobraba ni un solo gramo de grasa. Por cómo se extendía el traje sobre sus hombros, se podía adivinar la recia musculatura que había debajo. Andarían entre los veinticinco y los treinta años. Ambos tenían una mirada honda y penetrante. No hacían ningún movimiento en vano, como los ojos de una fiera al acecho.
Aomame se levantó de forma automática del asiento y miró el reloj de pulsera. Las agujas marcaban las siete en punto. Habían sido escrupulosamente puntuales.
—Sí, soy yo —dijo Aomame.
En el rostro de ambos hombres no había ni un asomo de expresión. Con ojos prestos examinaron su vestimenta y miraron la bolsa de deporte azul colocada a su lado.
—¿Sólo lleva ese equipaje? —preguntó el rapado.
—Sólo, sí —respondió Aomame.
—Perfecto. Vayamos, entonces. ¿Está lista? —dijo el rapado. El de la coleta sólo observaba a Aomame en silencio.
—Claro —dijo Aomame. Supuso que, de los dos, el más bajo debía de ser un poco mayor y debía de ser el que daba las órdenes.
El rapado tomó la delantera y atravesó a paso lento el hall. Se dirigió hacia los ascensores para los clientes. Aomame lo siguió con la bolsa colgada al hombro. El de la coleta los seguía a unos dos metros de distancia. La habían situado en el medio. «Tienen experiencia», pensó Aomame. Ambos caminaban erguidos, con paso firme y seguro. La señora le había dicho que hacían karate. Enfrentándose a los dos cara a cara al mismo tiempo seguramente no tendría ninguna posibilidad de vencer. Lo sabía porque practicaba artes marciales desde hacía mucho tiempo. Sin embargo, no producían esa acongojante sensación de amenaza que desprendía Tamaru. Tampoco eran invencibles. En una pelea a corta distancia, primero tendría que neutralizar al bajito rapado. Él era la pieza clave del juego. Quedándose a solas con el de la coleta, probablemente se las podría apañar de alguna manera para escabullirse.
Los tres entraron en el ascensor. El de la coleta pulsó el botón del séptimo piso. El rapado estaba al lado de Aomame y el de la coleta se había colocado, de cara a los dos, en la esquina en diagonal a ellos. Todo sucedía en silencio. De manera totalmente sistemática. Como una pareja formada por un segunda base y un parador en corto haciendo de los double plays su alegría de vivir.
Mientras pensaba en aquello, Aomame fue consciente de repente de que el ritmo de su respiración y los latidos del corazón se habían normalizado. «No tengo por qué preocuparme», pensó. «Soy la misma de siempre. La Aomame fría y fuerte. Todo va a salir bien. El presentimiento funesto se ha ido».
La puerta del ascensor se abrió silenciosamente. Mientras el de la coleta pulsaba el botón para mantener la puerta abierta, el rapado salió primero. Luego lo siguió Aomame y, en último lugar, el de la coleta, que salió tras soltar el botón. Entonces el rapado se puso a la cabeza y echó a andar por el pasillo. Aomame lo siguió. El de la coleta, como siempre, se mantuvo en la retaguardia. En el amplio pasillo no había ni un alma. Reinaba una tranquilidad absoluta y estaba todo limpísimo. En cualquier rincón se podía percibir que era un hotel de primera categoría. No había platos y cubiertos del servicio de habitaciones abandonados desde hacía rato frente a las puertas. Ni una sola colilla en el cenicero que estaba delante del ascensor. Las flores que adornaban los jarrones desprendían un fresco aroma, como si las hubieran acabado de cortar hacía un instante. Los tres doblaron unas cuantas esquinas y se detuvieron delante de una puerta. El de la coleta llamó dos veces con los nudillos. A continuación, sin esperar a que respondieran, abrió la puerta con una tarjeta magnética. Entró, miró a su alrededor y, después de cerciorarse de que no había ninguna anomalía, se volvió hacia el rapado y asintió con un pequeño movimiento de cabeza.
—Pase, por favor —dijo secamente el rapado.
Aomame entró. El rapado la siguió y cerró la puerta tras de sí. Luego, desde dentro, puso una cadena. La habitación era grande. Diferente de un cuarto de hotel normal. Había un gran tresillo con una mesa delante y un escritorio para trabajar. La televisión y la nevera también eran de envergadura. Debía de ser el recibidor de una suite especial. Desde la ventana se podía admirar el paisaje nocturno de Tokio. Seguramente les habían pedido una fortuna. Tras comprobar la hora en el reloj de pulsera, el rapado la invitó a sentarse en el sofá. Ella lo obedeció. La bolsa de deporte la colocó a su lado.
—¿Desea cambiarse de ropa? —preguntó el rapado.
—Si es posible… —dijo Aomame—. Me resulta más cómodo trabajar con el chándal puesto.
El rapado asintió.
—Antes, sin nos lo permite, la inspeccionaremos. Lo sentimos mucho, pero forma parte de nuestro trabajo.
—De acuerdo. Pueden inspeccionar lo que deseen —dijo Aomame. En su voz no había ni un ápice de nerviosismo. Incluso sonaba como si la desazón de los dos hombres le pareciera graciosa.
El de la coleta se acercó a ella, la cacheó con ambas manos y se cercioró de que no llevaba nada sospechoso encima. Sólo unos finos pantalones de algodón y una blusa. No era necesario cachearla para darse cuenta de que no podía ocultar nada debajo. Ellos sólo seguían unos procedimientos establecidos. Las manos del hombre de la coleta parecían tiesas de nerviosismo. Cuando menos, le faltaba maña. Seguramente apenas había cacheado a mujeres. Apoyado contra el escritorio, el rapado observaba cómo trabajaba el de la coleta.
Cuando terminó, Aomame abrió por sí misma la bolsa de deporte. Dentro había una fina rebeca de verano, el chándal para el trabajo y una pequeña toalla. Un set sencillo de maquillaje y un libro de bolsillo. También contenía un pequeño bolso hecho con abalorios, dentro del cual había una cartera, un portamonedas y un llavero. Aomame sacó todas las cosas, una por una, y se las entregó al de la coleta. En último lugar, sacó un neceser de plástico negro y abrió la cremallera. Dentro llevaba ropa interior de muda, tampones y compresas.
—Voy a sudar, así que necesitaré cambiarme —dijo Aomame. Entonces sacó una de las prendas de ropa interior con encaje blanco, la extendió y se la mostró. El de la coleta, un poco ruborizado, asintió varias veces con un gesto breve. «Ya nos hemos dado cuenta», quería decir. Aomame se preguntó si aquel hombre no sería mudo.
A continuación guardó despacio la ropa interior y los objetos de higiene personal femenina en el neceser y cerró la cremallera. Lo metió en la bolsa, como si nada ocurriera. «Estos tipos son unos aficionados», pensó Aomame. Alguien que se ruborizaba con sólo ver lencería bonita y productos de higiene femenina no estaba capacitado para ser guardaespaldas. Si Tamaru realizara ese trabajo, ya podría ponérsele delante Blancanieves que la cachearía escrupulosamente de arriba abajo. Aunque tuviera que hurgar y remover un almacén entero de sujetadores, camisolas y shorts, rebuscaría hasta el fondo del neceser. Para él —por supuesto, el hecho de que fuera gay de los pies a la cabeza también influía—, eso no eran más que harapos. O tal vez, sin llegar a tanto, cogería el neceser en la mano y comprobaría su peso. Entonces hallaría sin duda la Heckler & Koch envuelta en el pañuelo (debía de pesar unos quinientos gramos) y el pequeño picahielos de fabricación casera guardado en el estuche rígido.
Aquellos dos eran unos aficionados. Puede que se les diera bien el karate y puede que hubieran jurado lealtad absoluta a su líder. Sin embargo, no dejaban de ser unos aficionados. Como había predicho la señora. Aomame suponía que no llegarían a tocar con sus propias manos el contenido del neceser en el que había embutido los artículos de higiene femenina, y su pronóstico se estaba cumpliendo. Era una especie de apuesta que se había hecho consigo misma, claro, pero no había pensado en lo que ocurriría si su suposición fallara. Lo único que podía hacer era rezar. Pero ella sabía que los rezos funcionaban.
Aomame entró en un amplio tocador y se puso el chándal. Dobló la blusa y los pantalones y los guardó en la bolsa. Comprobó que tenía el cabello bien sujeto. Se echó en la boca un espray para el mal aliento. Sacó la Heckler & Koch del neceser y, después de abrir el grifo del lavabo para que no la oyeran, tiró de la corredera hacia atrás y envió una bala a la recámara. Luego puso el seguro. También colocó el estuche del picahielos en la parte superior de la bolsa para poder sacarlo rápidamente. Una vez todo dispuesto, se miró en el espejo y distendió la expresión de crispación en su rostro. «Tranquila, por ahora lo tienes todo bajo control».
Al salir del tocador, el rapado estaba de pie, de espaldas a ella, hablando en voz baja por teléfono. Cuando vio a Aomame vestida con el chándal de Adidas, interrumpió la conversación y colgó el auricular con calma. Entonces la miró como si estuviera examinándola.
—¿Está lista? —le preguntó.
—Sí —respondió ella.
—Antes me gustaría pedirle un favor —dijo el rapado.
Aomame sonrió ligeramente como muestra de afirmación.
—Le pido que guarde en secreto lo que pase esta noche —le dijo. Luego hizo una breve pausa y esperó a que el mensaje se asentara en la mente de Aomame. Como si esperara a que el agua vertida calara en la tierra seca y desapareciera. Entretanto, Aomame lo miró a la cara sin decir nada. El rapado siguió hablando—: Permítame que le diga que la remuneraremos con creces. Incluso puede que volvamos a solicitar su servicio en el futuro. Así que le pedimos que olvide por completo lo que ocurra aquí. Todo lo que vea y lo que oiga.
—Mi trabajo consiste en ocuparme de los cuerpos de la gente —contestó Aomame en un tono un tanto frío—. Por lo tanto, soy perfectamente consciente de mi deber con respecto a la confidencialidad. Ninguna información relativa al cuerpo del cliente, sea del tipo que sea, saldrá de esta habitación. Si eso les preocupa, pueden estar completamente tranquilos.
—Perfecto. Eso es lo que queríamos oír —dijo el rapado—. Sin embargo, quiero que tenga en cuenta que se trata de algo más que un deber de confidencialidad en su sentido más general. Se podría decir que el sitio en el que está usted a punto de entrar es un santuario.
—¿Un santuario?
—Quizá le suene exagerado, pero no se trata de ninguna hipérbole. Lo que va usted a ver y a tocar con sus manos es algo sagrado. No existe otra expresión más adecuada.
Aomame asintió en silencio. Más le valía no irse de la lengua.
—Sentimos haber tenido que registrarla, pero resultaba necesario. Existen motivos por los que debemos ser prudentes.
Mientras lo escuchaba, Aomame miró hacia el de la coleta. Estaba sentado en una silla al lado de la puerta. Tenía la espalda recta, ambas manos colocadas sobre las rodillas y la barbilla erguida. No cambiaba de postura ni un ápice, como si estuviera posando para una fotografía conmemorativa. No apartaba la vista de Aomame.
El rapado miró durante un rato hacia abajo para examinar lo gastados que estaban sus zapatos de cuero negros y, seguidamente, levantó la cabeza y volvió a mirar a Aomame.
—Por último debo decir que no hemos encontrado nada que pudiera suponer un problema, así que le rogamos que actúe como le hemos indicado. Se dice que es usted una instructora muy competente y la verdad es que tiene una reputación excelente.
—Muchas gracias —dijo Aomame.
—Por lo visto, en su día fue usted devota de la Asociación de los Testigos. ¿No es así?
—Exacto. Mis padres eran devotos y, por supuesto, me educaron en esa fe desde mi más tierna infancia —dijo Aomame—. No fue algo que eligiera voluntariamente y ya hace mucho tiempo que dejé de serlo.
«¿Habrán descubierto en sus pesquisas que Ayumi y yo recorríamos a veces Roppongi en busca de hombres? Bueno, ¡qué más da! Aunque lo sepan, no parece que lo consideren un inconveniente. Si no, no estaría aquí».
—Lo sabemos. Pero hubo una época en la que vivió en la fe. Además, durante la infancia eso cala mucho. Así que entenderá a qué nos referimos cuando decimos que es sagrado. Lo sagrado constituye la raíz de cualquier credo. En este mundo existen territorios que no podemos o no debemos traspasar. El primer paso de toda religión consiste en reconocer esa presencia, en aceptarla y tributarle el más absoluto respeto. Entiende de lo que le hablo, ¿verdad?
—Creo que sí —dijo Aomame—. Dejando de lado el hecho de que lo comparta o no.
—Por supuesto —añadió el rapado—. Desde luego, no es necesario que usted lo comparta. Se trata de nuestro credo, no del suyo. Pero hoy seguramente presencie algo especial, que va más allá de la fe. Un ser extraordinario.
Aomame se quedó callada. Un ser extraordinario.
El rapado entornó los ojos y tanteó el silencio de Aomame durante un rato. Luego volvió a hablar pausadamente.
—Sea lo que fuere lo que va a ver, no hable de ello en ninguna parte. Si alguna información se filtrase al exterior, su sacralidad sería profanada de manera irreparable. Como un estanque limpio y cristalino amancillado por un cuerpo extraño. Ésta es nuestra manera de sentir las cosas, con independencia de la forma de pensar de la sociedad o de las leyes que rigen el mundo. Quiero que nos comprenda. Si lo entiende y cumple su promesa, como le dije hace un instante, se lo agradeceremos debidamente.
—De acuerdo —respondió Aomame.
—Formamos parte de una pequeña comunidad religiosa, pero tenemos espíritus fuertes y los brazos largos —dijo el rapado.
«Tenéis los brazos largos», pensó Aomame. «Dentro de poco comprobaré lo largos que son».
El rapado cruzó los brazos y, apoyado contra el escritorio, observó atentamente a Aomame, de la misma manera que se aseguraría de que un marco colgado de la pared no estaba torcido. El de la coleta mantenía la misma postura que hacía un rato, con la vista clavada en Aomame. De manera muy homogénea y sin resquicios.
A continuación, el rapado miró su reloj de pulsera y comprobó la hora.
—Vayamos pues —dijo. Carraspeó secamente, atravesó despacio la sala con paso grave, como un asceta caminando por la superficie de un lago, y llamó con los nudillos suavemente dos veces a la puerta que conectaba con la habitación contigua. Sin esperar ninguna respuesta, la abrió. Entonces hizo una pequeña reverencia y entró. Aomame cogió la bolsa de deporte y lo siguió. Mientras pisaba la alfombra, se cercioró de que respiraba con normalidad. Los dedos de su mano sujetaban el gatillo de una pistola imaginaria. No había por qué preocuparse. Era como de costumbre. Pero aun así, Aomame sentía miedo. Una especie de témpano se extendía a lo largo de su espalda. Era de un hielo que no se iba a derretir fácilmente. «Estoy serena y relajada, y siento un miedo cerval».
«En este mundo existen territorios que no podemos o no debemos traspasar», había dicho el hombre rapado. Aomame entendía qué había querido decir con eso. Una vez, ella misma había vivido en un mundo asentado en un territorio de ese tipo; aunque la verdad era que quizá todavía vivía en él. A lo mejor, simplemente no se había dado cuenta.
Aomame volvió a rezar para sí misma, sin pronunciar las palabras en voz alta. Luego tomó aliento y, echándole coraje, se adentró en la sala contigua.