Tenemos brazos muy largos
Después de aquello, durante un tiempo la situación no dio muestras de avanzar. Nadie se puso en contacto con Tengo. No recibió ningún tipo de mensaje de parte de Komatsu, del profesor Ebisuno o de Fukaeri. Quizá todos se habían olvidado de él y se habían ido a la Luna. «Para ser sinceros, eso sería demasiado bonito», pensó Tengo. Pero escabullirse de aquello no iba a ser tan sencillo. Ellos no se habían ido a la Luna. Simplemente tenían muchas cosas que hacer, estaban ocupados y no les quedaba tiempo ni amabilidad como para tomarse la molestia de informarlo sobre lo que fuera.
Tengo procuraba leer la prensa todos los días, como le había indicado Komatsu, pero, al menos en los periódicos que él leía, no venía ninguna noticia relacionada con Fukaeri. La prensa, aunque cubría de forma dinámica lo que «sucedía», trataba lo que «venía después» de una manera relativamente pasiva. Por lo tanto, aquello debía de ser un mensaje callado de que «por ahora no ha sucedido nada importante». Como Tengo no tenía televisor, no sabía si en los telediarios se hablaba sobre el caso.
En cuanto a las revistas semanales, casi todas cubrían aquella noticia. Sin embargo, Tengo no había leído los artículos. Le bastaba con echarles un vistazo a los titulares sensacionalistas que aparecían en el periódico anunciando las revistas, como TODA LA VERDAD SOBRE LA MISTERIOSA DESAPARICIÓN DE LA JOVEN Y GUAPA AUTORA DEL BEST SELLER, O ¿DÓNDE SE ENCUENTRA FUKAERI (17 AÑOS), LA AUTORA DE LA CRISÁLIDA DE AIRE? O EL PASADO «OCULTO» DE LA BELLA ESCRITORA DESAPARECIDA. Algunos de los anuncios traían fotos de Fukaeri. Todas habían sido sacadas durante la rueda de prensa. Aunque el hecho de no leerlos no quería decir, por supuesto, que no sintiera curiosidad por saber lo que decían, no le apetecía gastarse el dinero comprando aquellas revistas. Si hubiera algo escrito por lo que tuviera que preocuparse, Komatsu seguramente lo avisaría de inmediato. Si no lo llamaba era porque de momento no había nada nuevo. En definitiva, la gente todavía no se había dado cuenta de que (quizás) había un negro detrás de La crisálida de aire.
Por el contenido de los titulares parecía que, de momento, los medios de comunicación se centraban en el hecho de que el padre de Fukaeri había sido un famoso militante de un antiguo grupo radical, que Fukaeri se había criado en una comuna en las montañas de Yamanashi, apartada de la sociedad, y que su actual tutor era el profesor Ebisuno (conocido estudioso en el pasado). Y mientras el paradero de la bella y misteriosa escritora seguía sin conocerse, La crisálida de aire se mantenía en la lista de best sellers. Por ahora, aquello era suficiente para llamar la atención de la sociedad.
Sin embargo, si la desaparición de Fukaeri se prolongara, sólo sería cuestión de tiempo que los periodistas ampliaran sus investigaciones. En ese caso, la situación se complicaría. Por ejemplo, si alguien indagara a qué colegio había ido Fukaeri, probablemente saldría a la luz que apenas había sido escolarizada debido a la dislexia que padecía. Se conocerían sus notas en lengua japonesa y las redacciones que había escrito —suponiendo que hubiera escrito alguna. Lógicamente, se cuestionaría que una chica con dislexia pudiera escribir un texto como aquél. Llegados a tal punto, no hacía falta ser un genio para suponer que una tercera persona podría haberle echado una mano.
El primero al que se lo preguntarían sería, evidentemente, Komatsu, puesto que era el editor encargado de la obra y se había ocupado de todo lo relacionado con su publicación. Entonces Komatsu fingiría no saber nada. Alegaría impertérrito que él sólo había entregado al jurado la obra candidata que ella había enviado y que no había tenido nada que ver en el proceso de creación. Aunque se trataba de una habilidad que, en mayor o menor medida, todos los editores con experiencia poseían, a Komatsu se le daba bien afirmar, sin cambiar de expresión, cosas que no pensaba. Luego llamaría de inmediato a Tengo y le diría algo así como: «Tengo, están empezando a apretarnos las tuercas», en un tono teatral, como si disfrutara de los problemas.
A Tengo le daba la impresión de que quizá disfrutaba realmente con los problemas. A veces le parecía reconocer en Komatsu una especie de deseo de destrucción. Puede que en el fondo deseara que todo el plan se descubriera, que estallara un jugoso escándalo a gran escala y que todos los miembros implicados salieran volando por los aires. Pero, al mismo tiempo, Komatsu también era realista y calculador. Deseos aparte, en realidad no cruzaría los límites de la destrucción así como así.
Puede que, pasara lo que pasara, Komatsu tuviera posibilidades de salir ileso. Tengo desconocía los planes del editor para escabullirse. En cualquier caso —tanto si aquello derivaba en un amenazador escándalo o en la ruina—, el editor sabría sacar provecho de ello. Era un viejo zorro. No estaba en situación de criticar al profesor Ebisuno. Sin embargo, cuando la nube de la incertidumbre en lo relativo al proceso de creación de La crisálida de aire empezara a vislumbrarse en el horizonte, Komatsu se pondría en contacto con Tengo sin falta. De eso estaba seguro Tengo. Hasta ahora, para Komatsu, él había funcionado como una especie de conveniente y eficaz herramienta, pero al mismo tiempo se había convertido en su talón de Aquiles. Si Tengo desembuchara toda la verdad, sin duda se vería en un aprieto. Tengo se había convertido en un elemento que no podía ignorar. Por eso sólo tenía que esperar a que Komatsu lo llamara. Mientras no recibiera ninguna llamada, querría decir que no les estaban «apretando las tuercas».
En cambio, le picaba la curiosidad por saber qué estaba haciendo el profesor Ebisuno. No le cabía duda de que estaba urdiendo algo con la policía. Debía de estar insinuándoles continuamente la posibilidad de que Vanguardia tuviera algo que ver con la desaparición de Fukaeri. Intentaba forzar la dura concha de aquella comunidad valiéndose de su desaparición como palanca. ¿Estaría actuando la policía en esa línea? Tal vez. Los medios de comunicación ya estaban armando jaleo por la relación entre Fukaeri y Vanguardia. Si la policía se quedara sin hacer nada y luego se descubriera algún hecho importante en aquella línea, se criticaría su negligencia en la investigación. En cualquier caso, debían de estar indagando subrepticiamente. En definitiva, aunque leyera los semanales o viera los telediarios, no iba a obtener ninguna información nueva de provecho.
Un buen día, cuando regresó a casa después de su jornada en la academia, encontró un grueso sobre metido en el buzón de la entrada. El sobre, que había sido remitido por Komatsu y que llevaba el logo de la editorial, tenía el sello de correo urgente en seis lugares. Tras entrar en el piso y abrir el sobre, vio que contenía fotocopias de reseñas sobre La crisálida de aire. También incluía una carta de Komatsu, que le llevó tiempo descifrar porque estaba escrita con la misma letra garabateada de siempre.
«Tengo:
»Por ahora no ha habido grandes acontecimientos. Fukaeri sigue en paradero desconocido. Los semanales y la televisión se ocupan principalmente de su pasado. Por suerte, a nosotros no nos afecta. El libro se vende cada vez más. Resulta difícil decir si llegados a este punto deberíamos congratularnos o no, pero en la editorial están muy contentos y he recibido un certificado de mérito y una prima de parte del director. Hace más de veinte años que trabajo en esta empresa y es la primera vez que el director me elogia. Estoy deseando ver la cara que van a poner cuando sepan la verdad.
»He adjuntado copias de las reseñas y artículos que se han publicado hasta ahora sobre La crisálida de aire. Échales un vistazo cuando tengas un rato libre por si nos sirve en el futuro. Seguro que hay algo que te interesa. Si tienes ganas de reírte, incluso hay unas cuantas con las que te vas a tronchar.
»Un conocido mío ha indagado sobre la Nueva Asociación para el Fomento de las Ciencias y las Artes de Japón de la que hablamos el otro día. Se fundó hace unos años, tiene licencia y realmente está en activo. Tienen oficinas y realizan los informes financieros anuales. Cada año seleccionan a unos cuantos investigadores y creadores y les conceden una subvención. Al menos eso es lo que afirman desde la asociación. No se sabe de dónde sale el dinero. Mi conocido cree sinceramente que huele a chamusquina. Es posible que se trate de una asociación fantasma creada para ahorrarse impuestos. Si investigara más a fondo, podría obtener alguna información, pero no dispongo de tiempo. En cualquier caso, como te dije el otro día por teléfono, me escama que te hayan ofrecido esa suma de tres millones a ti, que eres un completo desconocido. Debe de haber gato encerrado. No se puede descartar la posibilidad de que Vanguardia tenga algo que ver. En ese caso, significaría que se huelen que has colaborado en La crisálida de aire. De todos modos, lo más prudente es no mezclarse con esa organización».
Tengo guardó la carta de Komatsu en el sobre. ¿Por qué se habría tomado la molestia de escribirle aquella carta? Quizá lo hubiera hecho aprovechando que le enviaba las reseñas, pero aquello no era propio de él. Si tuviera algo que comentarle, podría haberlo llamado por teléfono, como siempre. Al escribirle aquella carta estaba dejando una evidencia. Era imposible que alguien precavido como él no se hubiera dado cuenta. Quizá la posibilidad de ser escuchado a través del teléfono le pareciera más peligrosa que dejar una prueba.
Tengo dirigió la mirada hacia el teléfono. ¿Escuchas telefónicas? No se le había ocurrido que podrían haberle pinchado el teléfono. Pero ahora que lo pensaba, hacía una semana que nadie lo llamaba. Quizá la gente supiera que se lo habían pinchado. Era extraño que incluso su novia, a la que le encantaba llamarlo, no lo hubiera telefoneado ni una sola vez.
Y eso no era todo. El viernes de la semana anterior, ella no fue a visitarlo. Nunca antes había ocurrido. Si por la circunstancia que fuera no hubiera podido ir, lo habría avisado de antemano. Normalmente se debía a que sus hijas se habían acatarrado o estaban de vacaciones, o a que de repente le había bajado la regla. Pero el viernes pasado simplemente no apareció, ni lo llamó. Tengo había preparado un almuerzo sencillo y la había esperado, pero al final se quedó plantado. Aunque quizás había surgido algún imprevisto, no era normal que no lo avisara antes o después. Con todo, él no podía llamarla.
Tengo dejó de pensar en su novia y en el teléfono, se sentó a la mesa de la cocina y leyó una por una las fotocopias de las reseñas. Estaban ordenadas cronológicamente y en la parte superior izquierda tenían anotadas a bolígrafo el nombre del periódico o revista y la fecha de publicación. Seguro que se lo había encargado a la chica empleada a tiempo parcial. Komatsu no se tomaría tantas molestias. Casi todas las reseñas eran favorables. La mayoría de los críticos valoraban la profundidad y la audacia de la historia y reconocían la precisión de su estilo. Unos cuantos habían escrito: «Parece increíble que esta obra haya sido escrita por una chica de diecisiete años».
«No andan desencaminados», pensó Tengo.
Otro artículo la consideraba «una Françoise Sagan impregnada de realismo mágico». En todas había reservas, condiciones colaterales y algunos puntos vagos, pero parecía que en general tenía buena acogida.
Sin embargo, en lo referente al significado de la crisálida de aire y la Little People, bastantes de los críticos estaban desconcertados o eran incapaces de tomar una decisión. Uno de ellos afirmaba: «La historia es apasionante y arrastra al lector hasta el final, pero el significado de la crisálida de aire y de la Little People permanece en un misterioso mar de preguntas hasta el final. Quizá sea ésa la intención de la autora, pero no creo que sean pocos los lectores que lo consideren una “negligencia por su parte”. Aunque por ahora doy el aprobado a esta ópera prima, si la autora tiene intención de seguir escribiendo en el futuro, tal vez debería plantearse reconsiderar seriamente esa actitud sugestiva».
Al leer aquello, Tengo torció el cuello en un gesto de extrañamiento. Si la escritora había tenido éxito al conseguir que «la historia fuera apasionante y arrastrara al lector hasta el final», nadie podría decir de ella que fuera negligente.
Pero a decir verdad, él no las tenía todas consigo. Tal vez estuviera equivocado en su forma de pensar y la objeción del crítico fuera acertada. Tengo había estado literalmente sumergido en la corrección de La crisálida de aire y le resultaba prácticamente imposible observarla de manera objetiva, como alguien ajeno a la obra. En aquel momento veía la crisálida de aire y a la Little People como si fueran partes de sí mismo. Francamente, no sabía qué significaban, pero eso no le importaba. Lo más importante era si podía aceptarlos o no como algo real. Y, de hecho, Tengo era capaz de aceptar esa realidad. Justo por eso había podido entregarse en cuerpo y alma a la tarea de reescribir la obra. Si no pudiera considerar aquella historia como algo evidente, por mucho dinero que le hubieran ofrecido o aunque lo hubieran amenazado, nunca habría colaborado en aquel fraude.
Sin embargo, aquello no dejaba de ser su opinión personal. No podía imponérsela a los demás. Pero Tengo no podía dejar de sentir empatía hacia aquellos que creían que, tras leer La crisálida de aire, ésta «permanecía en un misterioso mar de preguntas». En su mente afloró la imagen de personas equipadas con flotadores yendo a la deriva en un vasto mar lleno de preguntas. Un sol irreal brillaba en el cielo. Como persona implicada en la divulgación de aquello entre la sociedad, Tengo sentía cierta responsabilidad.
«Pero ¿quién demonios puede salvar a toda la humanidad?», pensó Tengo. ¿Acaso eran capaces de reunirse en un lugar todas las divinidades mundiales y eliminar todas las armas nucleares y erradicar el terrorismo? Ni mucho menos, ¿pues no habían roto su amistad esas divinidades y habían iniciado una violenta disputa, incapaces de terminar con la sequía en África o de resucitar a John Lennon? Es más, el mundo se había convertido posiblemente en un lugar más caótico. Teniendo en cuenta la impotencia por haber provocado tal situación, ¿acaso no era un pecado menor el hecho de hacer flotar a la gente durante un rato en un misterioso mar de preguntas?
Tengo leyó la mitad de las críticas de La crisálida de aire que Komatsu le había enviado, dejó las demás y las guardó en el sobre. Leyendo la mitad podía hacerse una idea aproximada de lo que habían escrito en las demás. La crisálida de aire había cautivado a mucha gente. Había cautivado a Tengo, a Komatsu, al profesor Ebisuno y a un sorprendente número de lectores. ¿Qué más necesitaba saber?
Pasadas las nueve de la noche del martes, sonó el teléfono. Tengo estaba leyendo y escuchando música. Era su momento preferido del día. Leía cuanto le apetecía y, cuando se cansaba, se ponía a dormir.
Aunque hacía tiempo que no oía el timbre del teléfono, le pareció que no auguraba nada bueno. No era Komatsu quien llamaba. Las llamadas de Komatsu sonaban diferente. Durante un instante, Tengo no supo si contestar o no. Lo dejó sonar cinco veces. Luego levantó la aguja del disco que estaba sonando y cogió el teléfono. Quizá fuera su novia.
—¿Es ésta la casa del señor Kawana? —preguntó un hombre. Era una voz suave y profunda de un hombre de mediana edad. No le sonaba.
—Sí —respondió Tengo con cautela.
—Siento llamarlo a estas horas. Me llamo Yasuda —dijo el hombre en un tono neutral; ni amistoso ni hostil. No era un tono de tipo administrativo, ni tampoco familiar.
¿Yasuda? No le sonaba ese apellido.
—Lo llamo para comunicarle algo —dijo. Entonces hizo una breve pausa, como si introdujera un punto de libro entre las páginas de una novela—. Me temo que mi esposa ya no podrá ir a visitarlo a su casa. Esto es todo lo que quería decirle.
De repente, Tengo se dio cuenta. Yasuda era el apellido de su novia. Kyōko Yasuda, ése era su nombre completo. Como ella había mencionado su apellido delante de Tengo muy pocas veces, le llevó tiempo recordarlo. Aquel hombre era su marido. Sintió que se le formaba un nudo en la garganta.
—¿Lo ha comprendido? —preguntó el hombre. Su voz no encerraba ningún sentimiento. Al menos Tengo no percibía nada que se le pareciera. Sólo quedaba la entonación y cierto deje. Quizá fuera oriundo de Hiroshima o de Kyūshū. No lo distinguía.
—No puede venir —repitió Tengo.
—Eso es. No puede visitarlo.
Tengo se armó de valor y le hizo una pregunta.
—¿Le ha pasado algo?
Hubo un silencio. La pregunta de Tengo se quedó en el aire, sin obtener respuesta. A continuación el hombre volvió a hablar.
—Así que me temo que usted no volverá a verla nunca jamás. Tan sólo quería informarlo de eso.
Aquel hombre sabía que su esposa y Tengo se habían acostado juntos. Y que habían mantenido relaciones durante un año, una vez por semana. Tengo se dio cuenta. Sin embargo, era extraño que en su voz no se percibiera ningún odio o rencor. Destilaba algo de una naturaleza diferente. Más que un sentimiento personal era algo parecido a una imagen objetiva. Por ejemplo, la imagen de un jardín abandonado y en ruinas, o el lecho de un río después de un gran aluvión.
—Creo que no lo he entendido…
—En ese caso, es mejor que lo olvide —lo interrumpió el hombre. En su voz se percibió una sombra de fatiga—. Sólo voy a dejarle claro una cosa: mi esposa ya se ha perdido y no podrá volver a visitarlo bajo ningún concepto.
—Se ha perdido —repitió Tengo confuso.
—Señor Kawana, yo no quería llamarlo. Pero si no le hubiera dicho nada habría tenido remordimientos. ¿Cree usted que me satisface hablar de esto?
Cuando se callaba, no se oía ningún ruido a través del auricular. Parecía que estaba llamando desde un lugar sumamente silencioso. O que quizá los sentimientos del hombre funcionaran como un vacío que absorbía las ondas sonoras de todo lo que lo rodeaba.
«Hay algo que debo preguntarle», pensó Tengo. Si no, todo se terminaría con aquel absurdo mar de preguntas. No podía permitir que la conversación se interrumpiera. Pero aquel hombre no tenía intención de darle ningún detalle sobre la situación. ¿Qué demonios podía preguntarle a alguien que no estaba dispuesto a informarlo de la realidad? ¿Qué palabras debería utilizar frente al vacío? Mientras Tengo buscaba desesperadamente las palabras adecuadas, la línea se cortó sin previo aviso. El hombre había colgado sin decir nada y se había esfumado. Quizá para siempre.
Tengo estuvo un rato con la oreja pegada al auricular muerto. Si alguien lo estuviera escuchando a hurtadillas, quizá lo notaría. Aguantó la respiración y aguzó el oído, pero no percibió ningún sonido sospechoso. Sólo oía sus propios latidos. Mientras escuchaba, se sintió como si él mismo se hubiera convertido en un vil ladrón y hubiera entrado en casa ajena durante la noche. Estaba escondido a la sombra de algo, conteniendo el aliento, esperando a que los inquilinos se quedaran dormidos.
Tengo hirvió agua en una tetera y preparó té verde para relajarse. Luego cogió la taza, se sentó a la mesa e intentó reproducir en su cabeza de forma ordenada toda la conversación telefónica.
«Mi esposa ya se ha perdido y no podrá volver a visitarlo bajo ningún concepto», le había dicho el hombre. Sobre todo, la expresión «bajo ningún concepto» había dejado perplejo a Tengo. Le había hecho sentir algo semejante a un húmedo y oscuro pantano.
Parecía que lo que aquel hombre llamado Yasuda le había querido transmitir era que, aunque su esposa deseara volver a visitar a Tengo una vez más, le sería imposible. Pero ¿por qué habría de ser imposible? ¿Qué había querido decir con que se había perdido? Tengo se imaginó a Kyōko Yasuda gravemente herida en un accidente, presa de una enfermedad incurable o con el rostro desfigurado por una paliza. Iba en una silla de ruedas, había perdido algún miembro de su cuerpo o estaba vendada de la cabeza a los pies, de manera que no se podía mover. También se la imaginó atada con gruesas cadenas en un sótano, como una perra. Pero cualquiera de esas opciones era demasiado disparatada como para ser verdad.
Kyōko Yasuda (Tengo empezó a pensar en ella por su nombre y apellidos) apenas le había contado nada de su marido. No tenía ni idea de a qué se dedicaba, cuántos años tenía, cómo era su rostro, qué carácter tenía, dónde se habían conocido o cuándo se habían casado. No sabía si era gordo o delgado, alto o bajo, guapo o feo; si mantenían una buena relación conyugal o no. Lo único que sabía era que ella no se privaba de nada en su vida (más bien, parecía que vivía de forma holgada) y que no debía de estar demasiado satisfecha con el número de veces (o con la calidad) de las relaciones sexuales con su marido. Sin embargo, todo aquello no dejaba de ser una impresión suya. Ella y él habían pasado muchas tardes charlando en la cama, pero el tema de su marido nunca había salido a colación. Y a Tengo tampoco le interesaba hablar de ello. A ser posible, prefería no saber cómo era el hombre al que le estaba hurtando la mujer. Lo consideraba una especie de cortesía. Pero dadas las circunstancias, se arrepintió de no haberle preguntado nunca nada sobre su marido (si se lo hubiera preguntado, ella habría respondido sinceramente). ¿Sería un hombre celoso, posesivo o violento?
«Piensa por ti mismo», reflexionó Tengo. «Si te hallaras en su lugar, ¿cómo te sentirías? Es decir, supongamos que tienes una mujer, dos niñas y llevas una vida familiar normal y tranquila. Sin embargo, descubres que tu mujer se acuesta con otro hombre una vez por semana. Él es diez años menor. La relación se prolonga durante un año. Si estuviera en su situación, ¿cómo pensaría? ¿Qué sentimientos me dominarían? ¿Odio intenso, profunda desesperación, tristeza inconmensurable, risa sardónica de apatía, pérdida del sentido de la realidad o una mezcla de emociones imposibles de discernir?».
Por muchas vueltas que le daba, Tengo no lograba hacerse a la idea de qué sentiría él en esas circunstancias. Mientras especulaba sobre aquello, le vino a la mente la imagen de su madre, vestida con la combinación blanca, ofreciéndole los pezones al hombre joven desconocido. Tenía unos pechos exuberantes y los pezones, grandes y duros. Su rostro esbozaba una voluptuosa sonrisa de embelesamiento. Tenía la boca entreabierta y los ojos cerrados. Sus labios, ligeramente temblorosos, evocaban un sexo húmedo. A su lado, el propio Tengo dormía. «Es como si estuviera pagando el karma», pensó Tengo. Aquel misterioso hombre joven era él mismo y la mujer que Tengo tomaba era Kyōko Yasuda. Se trataba de la misma escenificación; sólo cambiaban los personajes. «¿Y si mi vida no fuera más que una materialización, un calco de esa imagen latente en mi interior?». Entonces, ¿qué responsabilidad tenía él en el hecho de que ella se hubiera perdido?
Tengo fue incapaz de dormir. La voz del marido resonaba continuamente en sus oídos. La insinuación tenía un gran peso y sus palabras estaban dotadas de un extraño realismo. Tengo pensó en Kyōko Yasuda. Se imaginó con detalle su rostro y su cuerpo. La última vez que la vio fue el viernes de hacía dos semanas. Hicieron el amor pausadamente, como de costumbre. Sin embargo, tras la llamada del marido, aquello le parecía que había ocurrido en un pasado remoto. Como un episodio histórico.
En el estante de los discos tenía varios elepés que ella había traído de su casa para escucharlos juntos en la cama. Sólo eran discos de jazz antiguos: Louis Armstrong, Billie Holiday (en ese disco también colaboraba Barney Bigard), el Duke Ellington de los años cuarenta… Todos los había escuchado repetidas veces y se encontraban en buen estado. Aunque las fundas estaban descoloridas por el paso del tiempo, los discos parecían recién comprados. Mientras cogía las fundas y las observaba, la sensación de que seguramente no volvería a verla nunca más fue tomando forma poco a poco en su interior.
Obviamente, en un sentido estricto, Tengo no amaba a Kyōko Yasuda. Nunca había querido compartir su vida con ella, ni le había costado despedirse de ella. Con ella tampoco había sentido ese intenso estremecimiento del corazón. No obstante, estaba acostumbrado a su presencia y sentía un afecto espontáneo hacia ella. Habían fijado un día por semana para encontrarse en su piso y acostarse, y él siempre había esperado con ansia ese momento. Para Tengo era un caso más bien peculiar. No había sentido aquella intimidad con muchas mujeres. Es decir, mantuviera relaciones sexuales o no con ellas, la mayoría de las mujeres lo hacían sentirse incómodo. Y para controlar esa incomodidad tenía que encerrarse en una especie de territorio interior. Dicho con otras palabras, tenía que dejar cerradas por completo algunas de las habitaciones de su corazón. Pero cuando estaba con Kyōko Yasuda, no necesitaba realizar esa operación tan compleja. Era como si ella comprendiera lo que él quería y lo que no quería. Por eso Tengo se consideraba afortunado por poder verse con ella.
Sin embargo, había ocurrido algo y ella se había perdido. Por algún motivo no volvería a visitarlo bajo ningún concepto. Y según su marido, más le valía no saber nada sobre ese motivo y las consecuencias que había provocado.
Cuando, incapaz de dormir, Tengo se sentó en el suelo y se puso a escuchar un disco de Duke Ellington a bajo volumen, el teléfono volvió a sonar. El reloj de pared marcaba las diez y doce minutos. No se le ocurrió nadie más, aparte de Komatsu, que pudiera llamar a aquellas horas. Sin embargo, por la forma de sonar no parecía él. Las llamadas de Komatsu sonaban de una manera más apresurada y precipitada. Quizá Yasuda hubiera recordado algo que se había olvidado de comunicarle a Tengo. Si fuera posible, preferiría no responder al aparato. La experiencia le decía que una llamada a aquellas horas nunca podía ser buena. Sin embargo, teniendo en cuenta la situación en la que se encontraba, no había más opción que coger el teléfono.
—Señor Kawana —dijo un hombre. No era Komatsu, ni Yasuda. Aquella voz pertenecía, sin lugar a dudas, a Ushikawa. Hablaba como si tuviera la boca llena de agua (o de un líquido misterioso). Automáticamente, su extraño rostro y su cabeza chata y ovalada le vinieron a la mente—. Esto…, siento llamarlo a estas horas. Soy Ushikawa. El otro día me presenté de repente y le robé su tiempo. Hoy ha surgido un asunto urgente del que quería hablarle y, cuando me he dado cuenta, ya era muy tarde; sin embargo, espero ser más breve que la vez anterior. Sé perfectamente que usted se acuesta y se levanta temprano. Me parece estupendo. Acostarse tarde y levantarse a las tantas no es nada bueno. Lo mejor es meterse en la cama en cuanto oscurece y despertarse con los primeros rayos de sol. Sin embargo, esto…, llámele corazonada o como quiera, esta noche he tenido la sensación, señor Kawana, de que todavía estaría en pie. A sabiendas de que es una falta de educación, me he permitido llamarlo. ¿Qué me dice? ¿Lo molesto?
A Tengo no le gustó lo que Ushikawa acababa de decir. Tampoco le gustaba que supiera el número de teléfono de su casa. Aquello no era una corazonada. Sabía que Tengo era incapaz de dormir y por eso lo había llamado. Probablemente supiera que la luz de su piso estaba encendida. ¿Habría alguien vigilando el piso? Tengo se imaginó al aplicado y competente investigador con unos potentes prismáticos en la mano, acechando el piso de Tengo.
—Efectivamente, esta noche aún estoy en pie —dijo Tengo—. Ha acertado con su corazonada. Quizá se deba a que hace un rato he bebido demasiado té verde.
—¿Ah, sí? Eso no es bueno. A veces, las noches en que uno no puede dormir le hacen pensar cosas disparatadas. ¿Qué me dice? ¿Puedo charlar un rato con usted?
—Mientras no sea sobre algo que me quite aún más el sueño…
Ushikawa soltó una extraña y sonora carcajada. Su cabeza ovalada se agitó elípticamente al otro lado de la línea —en algún lugar de este mundo.
—¡Ja, ja, ja! ¡Qué gracioso es usted, señor Kawana! Quizá no sea tan agradable como una nana, pero el tema en sí no es tan serio como para quitarle el sueño. Esté tranquilo. Se trata de una simple cuestión de sí o no. Me refiero, esto…, a la subvención de la que le hablé. Los tres millones anuales de yenes. No es un mal negocio. ¿Qué me dice? ¿Lo ha considerado? Porque nosotros necesitamos que nos dé una respuesta definitiva.
—Creía que la otra vez ya había rechazado claramente la subvención. Le agradezco muchísimo la oferta, pero ahora mismo no me falta nada. No paso por ninguna estrechez económica y, a ser posible, prefiero seguir con este ritmo de vida.
—No quiere depender de nadie.
—No, en resumidas cuentas.
—¡Vaya! Debo decir que me parece una postura admirable —dijo Ushikawa, y emitió una especie de pequeño carraspeo—. Quiere vivir por sí mismo y a ser posible no mezclarse con el sistema. Comprendo cómo se siente. Sin embargo, señor Kawana, permítame que me meta en donde no me llaman, pero este mundo es como es. Nunca se sabe lo que le va a pasar, así que necesita algún tipo de protección. No es conveniente carecer de algo en lo que apoyarse, de algo que proteja contra el viento. Aunque me duela decírselo, señor Kawana, ahora mismo, esto…, usted no tiene nada en lo que apoyarse. Nadie a su alrededor le ofrece protección. Parece que a su lado sólo hay gente que, llegada la hora, si corrieran malos vientos, lo dejaría en la estacada y huiría. ¿Me equivoco? Se suele decir que hombre precavido vale por dos. ¿Acaso no es importante asegurarse contra cualquier imprevisto? No se trata sólo de dinero. El dinero no es más que una especie de muestra.
—No entiendo de qué me habla —dijo Tengo. El desagrado que había sentido de forma intuitiva la primera vez que lo vio resucitaba paulatinamente.
—Esto…, ¡claro! Supongo que como usted todavía es joven no entiende estas cosas. Me refiero a que a medida que pasan los años, la vida no es más que un constante proceso de pérdida. Todo aquello que le importa en la vida va cayendo de sus manos como los pétalos de una flor. Y lo único que obtiene a cambio son imitaciones sin valor. Sus capacidades físicas, sus esperanzas, sus sueños e ideales, certezas y personas amadas: todas esas cosas van desapareciendo una por una de su lado. Se despiden y se marchan o cierto día desaparecen de repente, sin previo aviso. Una vez desaparecidas, nunca más podrá volver a tenerlas. Tampoco encontrará nada que las sustituya. Es bastante penoso. A veces resulta de una angustia martirizadora. Señor Kawana, pronto va a cumplir treinta años. A partir de entonces, su vida va a ir entrando poco a poco en el dominio del crepúsculo. Esto…, me refiero a que va a ir envejeciendo. Supongo que ya habrá empezado a conocer esa penosa sensación de perder algo. ¿No es cierto?
«Espero que este tipo no esté sugiriéndome algo sobre Kyōko Yasuda», pensó Tengo. Quizá supiera que se veían en secreto una vez por semana y que, por alguna razón, ella lo había abandonado.
—Parece estar bastante informado sobre mi vida personal —dijo Tengo.
—No, en absoluto —contestó Ushikawa—. Simplemente estoy generalizando sobre la vida. De verdad. No sé nada sobre su vida privada. —Tengo se quedó callado—. Por favor, acepte la subvención de buena gana, señor Kawana —dijo con voz entrecortada Ushikawa—. Sinceramente, ahora mismo se encuentra usted en una situación delicada. Si algo ocurriera, nosotros estaríamos ahí para protegerlo. Puede soltar el flotador. Si sigue así, podría verse en un callejón sin salida.
—Un callejón sin salida —dijo Tengo.
—Efectivamente.
—¿A qué se refiere, en concreto?
Ushikawa hizo una breve pausa. Luego le respondió.
—Da igual, señor Kawana. Es mejor que no lo sepa. Ciertas informaciones le quitan a uno el sueño. Y no le hablo de té verde. Quizá le impediría volver a dormir apaciblemente para siempre. Esto…, en resumen, mírelo de este modo: sin darse usted cuenta, ha abierto un grifo especial del que parece que ha salido algo especial, lo cual está teniendo efecto sobre la gente que lo rodea. Un efecto nada agradable, cabe decir.
—¿La Little People tiene algo que ver?
Aunque se trataba de una conjetura a medias, Ushikawa se quedó callado durante un rato. Se hizo un silencio plomizo, como una piedra negra en el fondo de un profundo pozo.
—Señor Ushikawa, quiero que me conteste a algo sin rodeos. Déjese de acertijos y hábleme en plata. ¿Qué le ha ocurrido a ella?
—¿Ella? No sé de qué me habla.
Tengo soltó un suspiro. Era un tema demasiado delicado como para hablarlo por teléfono.
—Lo siento, señor Kawana, pero yo no soy más que un mandado. Un mensajero enviado de parte de nuestro cliente. El papel que se me ha encomendado es hablar de la forma más indirecta posible sobre unos principios —dijo Ushikawa en tono serio—. Siento impacientarlo, pero de este tema sólo puedo hablar de manera ambigua. Y, francamente, mis propios conocimientos son bastante limitados. De todas maneras, no sé a quién se refiere con ella. ¿No podría hablarme de manera más concreta?
—Entonces, ¿quién narices es la Little People?
—Mire, señor Kawana, de esa Little People o como se llame yo no tengo ni idea. Sólo sé, desde luego, que aparece en La crisálida de aire. Sin embargo, por como se está desenvolviendo este asunto, diría que usted ha soltado algo en el mundo sin saber de qué se trata. Ese algo podría resultar muy peligroso. Mi cliente sabe lo peligroso que es y de qué manera lo es. Además, posee ciertos conocimientos para hacer frente a la amenaza. Por eso le extendemos el brazo y le ofrecemos nuestra ayuda. Es más, para serle franco, nosotros tenemos brazos muy largos. Largos y fuertes.
—¿Quién es ese cliente del que me habla? ¿Tiene algo que ver con Vanguardia?
—Desgraciadamente, esto…, no estoy autorizado para revelar su nombre —afirmó Ushikawa con lástima—. Pero, sea quien sea, nuestro cliente es bastante poderoso. Tiene un poder considerable. Podemos protegerlo. Mire, ésta es nuestra última oferta, señor Kawana. Es usted libre de aceptarla o no. Eso sí: una vez decidido, no podrá volverse atrás así como así. Por eso le pido que reflexione bien. Además, mire, si usted no se pone de su lado, lamentándolo mucho es posible que esos brazos tan largos le deparen cosas poco agradables.
—¿Qué tipo de cosas poco agradables podrían depararme sus largos brazos?
Ushikawa permaneció un rato sin contestarle. Del otro lado de la línea llegó un delicado ruido, como si se sorbiera una baba de la comisura de los labios.
—Yo no conozco los detalles —respondió Ushikawa—. No puedo decirle lo que le podría ocurrir, así que sólo generalizo.
—¿Y qué es lo que he soltado? —preguntó Tengo.
—Eso tampoco lo sé —respondió Ushikawa—. Le repito que yo no soy más que un representante. Desconozco el trasfondo. Sólo me han dado información limitada. La copiosa fuente de información está cerrada de manera que a mí sólo me llegan unas cuantas gotas. El cliente me ha dado una autoridad limitada y yo simplemente le comunico lo que me han ordenado que le diga. Supongo que se pregunta por qué el cliente no se ha puesto en contacto directo con usted, lo cual haría avanzar las cosas más rápidamente, y por qué ha tenido que valerse de alguien tan inepto como yo de mediador. ¿Por qué será? Yo tampoco lo sé.
Ushikawa emitió un carraspeo y esperó la respuesta de Tengo. Pero no hubo respuesta, así que prosiguió:
—Me preguntaba usted qué ha soltado, ¿no?
Tengo asintió.
—Me da la impresión, señor Kawana, de que no se trata de algo para lo que la gente pueda ofrecer fácilmente una respuesta. «Sí, es esto». Supongo que usted tiene que salir ahí afuera y descubrirlo con el sudor de su frente. Pero, cuando al fin sepa lo que es, quizá sea demasiado tarde. Por lo que he podido ver, tiene usted un talento especial. Un talento bastante hermoso y extraordinario que la mayoría de la gente no posee. No me cabe la menor duda. Precisamente por eso tiene usted una influencia en todo este asunto que no se puede pasar por alto. Y, al parecer, mi cliente estima ese talento que usted tiene. Por eso le ofrecemos la subvención. Sin embargo, desgraciadamente no basta con tener talento. Y pensándolo bien, poseer un talento extraordinario pero insuficiente puede ser más peligroso que no tener ningún talento. Esa es mi vaga impresión con respecto a todo este asunto.
—En cambio, su cliente posee conocimientos y talento suficientes. ¿Tengo razón?
—Bueno, resulta difícil de decir. Nadie puede afirmar que sea suficiente o no. ¡Eso es!: quizá se pueda considerar como una especie de nueva epidemia. Ellos tienen los conocimientos y, en definitiva, la vacuna. Actualmente incluso se ha demostrado que revela cierta eficacia. Pero los gérmenes patógenos están vivos, a cada instante se fortalecen y evolucionan. Son unos tipos inteligentes y duros de pelar. Se esfuerzan por superar la fuerza de los anticuerpos. No se sabe hasta cuándo va a resultar eficaz la vacuna y si la cantidad almacenada de vacunas va a ser suficiente. Por eso mismo, el cliente está enviando una señal de alarma.
—¿Por qué me necesitan?
—Volviendo a usar la analogía de la epidemia, si me lo permite, ustedes probablemente desempeñen la función de portador principal del germen.
—¿Ustedes? —dijo Tengo—. Se refiere a Eriko Fukada y a mí.
Ushikawa no respondió a la pregunta.
—Esto…, utilizando una expresión clásica, ustedes han abierto la caja de Pandora. De ella han salido varias cosas. Al menos eso es, según la impresión que yo tengo, lo que parece pensar mi cliente. A pesar de que se han encontrado por casualidad, ustedes dos forman una combinación más poderosa de lo que usted cree. Complementan eficazmente las partes que a cada uno le faltan.
—Pero eso no es ningún delito en el sentido legal.
—Efectivamente, en el sentido legal, en el sentido terrenal, no es ningún crimen. Pero haciendo referencia al magnífico clásico de George Orwell (magnífica fuente de citas), se parece a la idea de «crimental». Curiosamente estamos en 1984. ¡Caprichos del destino! Sin embargo, señor Kawana, me da la impresión de que esta noche he hablado demasiado y la mayoría de las cosas que he dicho no dejan de ser conjeturas aventuradas. Meras conjeturas personales sin una base cierta. Usted me ha preguntado y yo le he ofrecido mi impresión, grosso modo.
Ushikawa se quedó callado, mientras tanto Tengo reflexionaba. ¿Meras conjeturas personales? ¿Hasta qué punto era verdadero lo que aquel hombre decía?
—Voy a tener que colgar ahora —dijo Ushikawa—. Se trata de un asunto importante, así que le daremos un poco más de tiempo. Pero no podemos eternizarnos. El tiempo corre, tictac, sin descanso. Por favor, reconsidere con calma nuestra propuesta. Volveré a ponerme en contacto con usted dentro de poco. ¡Buenas noches! Me alegro de haber podido hablar con usted. Esto…, señor Kawana, que duerma usted bien.
Tras aquel monólogo, Ushikawa colgó con decisión. Tengo se quedó observando en silencio el auricular muerto en su mano durante un rato. Igual que un campesino recogiendo y observando las hortalizas echadas a perder por una sequía. Últimamente mucha gente ponía fin sin consensuarlo a las conversaciones que mantenían con él.
Como había previsto, fue incapaz de conciliar el sueño. Hasta que la tenue luz de la mañana no tiñó las cortinas y los afanosos pájaros de la ciudad no se despertaron y dieron comienzo a una nueva jornada, Tengo estuvo sentado en el suelo, apoyando la espalda contra la pared, mientras reflexionaba sobre lo de su novia y sobre los largos y fuertes brazos que se habían extendido desde algún sitio. Sin embargo, aquellos pensamientos no lo llevaron a ninguna parte. Su mente giraba sin rumbo fijo en torno al mismo punto.
Tras mirar a su alrededor, soltó un suspiro. Entonces se dio cuenta de que volvía a estar solo. Quizás Ushikawa tuviera razón: a su alrededor no había nada en lo que apoyarse.