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TENGO

No tengo nada, aparte de alma

Colocó el disco de la Sinfonietta de Janáček en el plato del tocadiscos y pulsó el botón de reproducción automática. Era la Orquesta Sinfónica de Chicago dirigida por Seiji Ozawa. El plato empezó a girar a una velocidad de treinta y tres revoluciones por minuto, el brazo se movió hacia el interior y la aguja siguió los surcos del disco. Tras la introducción de metales, el espléndido sonido de los timbales salió por los altavoces. Era la parte favorita de Tengo.

Mientras escuchaba la música, tecleaba frente a la pantalla del ordenador. Escuchar la Sinfonietta de Janáček temprano por la mañana se había convertido en una costumbre diaria. Desde que la interpretó siendo percusionista sustituto en su época de bachiller, se había tornado para Tengo en una obra muy especial. Siempre le había dado ánimos y lo había protegido. Al menos, eso era lo que a él le parecía.

También la había escuchado con su novia mayor que él. «No está nada mal», le había dicho ella. Pero su novia prefería los viejos discos de jazz a la música clásica. Y daba la impresión de que cuanto más viejos, mejor. Era una afición un tanto extraña para una mujer de su edad. Sobre todo le gustaba un disco en el que un joven Louis Armstrong cantaba una recopilación de blues de W.C. Handy. Barney Bigard tocaba el clarinete y Trummy Young, el trombón. Ella le había regalado el disco a Tengo, pero más que para que lo escuchara él, era para escucharlo ella.

Después de hacer el amor, escuchaban el disco metidos en la cama. Ella nunca se cansaba de oírlo. «La trompeta y la voz de Louis son intachables, formidables, pero si quieres que te dé mi opinión, sobre todo deberías prestar atención al clarinete de Barney Bigard», le había dicho ella. Sin embargo, en aquel álbum, apenas había solos de Barney Bigard. Además, todos sus solos se limitaban a un chorus, ya que se trataba de un disco en el que el protagonista era Louis Armstrong. Sin embargo, ella había memorizado con mimo cada uno de los escasos solos de Bigard y siempre los tatareaba al unísono en voz baja.

«Tal vez haya mejores clarinetistas de jazz que Barney Bigard, pero por mucho que busque no encuentro a ninguno que tocara con tanta calidez y delicadeza», le había dicho ella. Sus ejecuciones —en sus mejores momentos, por supuesto— siempre se convertían en un paisaje sensorial. Sin embargo, Tengo desconocía cómo eran otros clarinetistas de jazz. En cualquier caso, a fuerza de escucharlo se fue dando cuenta, poco a poco, de que en ese álbum el clarinete poseía una bella presencia, nada forzada, sustanciosa e imaginativa. Pero para comprenderlo tuvo que escucharlo con mucha atención. También necesitó una guía competente. Si se hubiera limitado a escuchar, lo habría pasado por alto.

«Barney Bigard tiene una forma de tocar preciosa, como un jugador, con mucho talento, de la segunda base», le había dicho ella una vez. «Sus solos son fantásticos, pero cuando mejor se aprecia su arte es en los momentos en que acompaña a otros. Hace que cosas realmente difíciles parezcan un juego de niños. Sólo un oyente atento se da cuenta del valor que tiene».

Cada vez que empezaba la sexta pieza de la cara B del LP Atlanta Blues, ella se agarraba a alguna parte del cuerpo de Tengo y ponía por las nubes el modesto y preciso solo de Bigard, que se intercalaba entre el canto y el solo de Louis Armstrong. «¡Mira, presta atención! Al principio, de pronto suena un largo chillido, como de un niño pequeño. Quizás una efusión de sorpresa o alegría, o una muestra de dicha. Se convierte en un placentero suspiro, que avanza serpenteando por un bello cauce y se va desvaneciendo de manera natural en algún lugar armonioso y secreto. ¡Escucha! Nadie más puede tocar un solo tan conmovedor. Jimmie Noone, Sidney Bechet, Pee Wee o Benny Goodman son todos grandes clarinetistas, pero ninguno puede conseguir esa especie de delicadas obras de artesanía».

—¿Por qué sabes tanto de jazz viejo? —le había preguntado Tengo en una ocasión.

—Hay muchas cosas de mi pasado que desconoces. Un pasado que nadie puede reescribir. —Y le había acariciado los testículos suavemente con la palma de la mano.

Después de terminar con su trabajo matinal, Tengo dio un paseo hasta la estación y compró el periódico en el quiosco. Luego entró en una cafetería, pidió un desayuno a base de tostadas con mantequilla y huevo cocido y, mientras esperaba a que se lo prepararan, abrió el periódico y se tomó un café. Tal como Komatsu había predicho, en la página de sucesos venía un artículo sobre Fukaeri. No era muy grande. Aparecía al final de la página, por encima de un anuncio de un automóvil Mitsubishi. El titular rezaba DESAPARICIÓN DE LA POPULAR ESCRITORA ESTUDIANTE DE INSTITUTO.

«En la tarde del ** se confirmó que Fukaeri, de nombre real Eriko Fukada (17 años), autora del actual best seller La crisálida de aire, se encuentra en paradero desconocido. Según el señor Takayuki Ebisuno (63 años), antropólogo cultural y tutor de la menor, que solicitó una orden de búsqueda en la comisaría de Aoume, Eriko no ha regresado a su casa en la ciudad de Aoume ni al apartamento que tienen en Tokio, y no se ha puesto en contacto con él desde la noche del 27 de junio. El señor Ebisuno declaró en una entrevista telefónica que, la última vez que estuvo con ella, Eriko tenía el mismo carácter jovial de siempre, que no recordaba ningún motivo por el que pudiera haber desaparecido, aparte de que era la primera vez que no regresaba a casa sin haber pedido antes permiso, y mostró su preocupación por la posibilidad de que le hubiera ocurrido algo. El señor Yūji Komatsu, editor responsable de la editorial **, que ha publicado La crisálida de aire, declaró lo siguiente: “El libro ha estado en las primeras posiciones del ranking de best sellers durante seis semanas consecutivas y ha sido foco de mucha atención, pero a Fukada no le gusta mostrarse delante de los medios de comunicación. En la editorial aún no sabemos si el actual revuelo a causa de su desaparición responde a una decisión propia. Fukada es una escritora joven, rebosante de talento y con un futuro prometedor y esperamos que aparezca sana y salva cuanto antes”. La policía avanza en la investigación, con varias posibilidades en perspectiva».

Tengo se imaginó que, en la fase en la que se encontraban actualmente, aquello debía de ser todo lo que podía escribirse en el periódico. Si le dieran una amplia cobertura de tipo sensacionalista y al cabo de un par de días Fukaeri regresara a casa como si nada, el articulista quedaría en evidencia y la reputación del periódico también se resentiría. Lo mismo podía decirse de la policía. Ambos realizaban declaraciones sencillas y neutras, como un globo sonda, y esperaban a ver cómo se desarrollaba la situación. Observaban las tendencias del público. El interés en el tema crecería después de que los semanales le dieran cobertura y los telediarios empezaran a montar escándalo. Hasta entonces había una prórroga de unos cuantos días.

No cabía duda, sin embargo, de que tarde o temprano la situación se pondría al rojo vivo. La crisálida de aire se había convertido en un best seller y su autora, Fukaeri, era una guapa chica de diecisiete años que atraía la mirada de la gente. Se encontraba en paradero desconocido. Era imposible que no se armara un jaleo. Sólo cuatro personas en todo el mundo debían de saber que no la habían raptado, sino que se había escondido en algún lugar ella sola. Lo sabía ella, por supuesto. Lo sabía Tengo y lo sabían el profesor Ebisuno y su hija Azami. Pero nadie más sabía que la desaparición era una farsa para desviar la atención de la gente.

Tengo era incapaz de juzgar si debía alegrarse por saberlo, o si bien tendría que inquietarse. Quizá debiera alegrarse, ya que no era necesario preocuparse por Fukaeri. Estaba en un lugar seguro. Sin embargo, al mismo tiempo, se confirmaba su propia participación en aquella embarazosa intriga. El profesor Ebisuno había levantado una gran roca funesta valiéndose de una palanca y expuesto a la luz del sol lo que había debajo, y ahora estaba al acecho, para ver qué salía arrastrándose de debajo de la roca. Tengo se encontraba a su lado, a regañadientes. No tenía ningún interés en saber qué iba a salir de allí. Si fuera posible, preferiría no verlo. De todos modos estaba claro que iba a ser alguna maldita fuente de problemas. Sin embargo, tenía la impresión de que no podía evitar no verlo.

Una vez terminado el café, las tostadas y el huevo, dejó el periódico que había acabado de leer y se fue de la cafetería. Entonces regresó a casa, se lavó los dientes, se dio una ducha y se preparó para ir a la academia.

Durante la pausa del mediodía, Tengo recibió la visita de un desconocido. Había terminado las clases de la mañana y estaba descansando en la sala de profesores, abriendo la edición matutina de un periódico que todavía no había ojeado. La secretaria del director se le acercó y le dijo que una persona quería verlo. La secretaria era un año mayor que Tengo, una mujer competente. Tenía el título de secretaria, pero se encargaba de casi todas las tareas relacionadas con la gestión de la academia. Sus facciones eran un tanto caóticas para ser considerada guapa, pero tenía estilo y un excelente gusto a la hora de vestir.

—Es un señor que se llama Ushikawa —dijo ella.

El nombre no le sonaba de nada.

No sabía por qué, pero ella frunció un poco el ceño.

—Dijo que se trataba de un asunto importante y que, si podía ser, querría hablar contigo a solas.

—¿Un asunto importante? —repitió Tengo sorprendido. Nunca antes le habían venido con un asunto importante a la academia.

—Como la sala de visitas estaba vacía, lo he llevado allí. Aunque la verdad es que no sé si un subalterno como tú puede utilizarla así como así.

—Muchas gracias —le dijo Tengo, esbozando su mejor sonrisa.

Pero ella se arremangó el dobladillo de su nueva chaqueta de verano de Agnès B. y se marchó de allí a paso ligero, sin prestarle atención.

Ushikawa era un hombre de baja estatura, que aparentaba unos cuarenta y cinco años. Su torso había perdido todo estrechamiento en la cintura, era gordo, y la grasa se le acumulaba alrededor del cuello. Pero, en cuanto a la edad, Tengo no estaba completamente seguro, puesto que la singularidad de sus rasgos (o la rareza) dificultaba captar los elementos que permitían deducir su edad. Parecía mayor y parecía más joven. Aunque se nos dijera que tenía entre treinta y dos y cincuenta y seis años, no nos quedaría más remedio que aceptarlo. Tenía la dentadura en mal estado y la columna un tanto combada. Su gran coronilla, chata de un modo poco natural, estaba calva, y, alrededor, la cabeza parecía deforme. La forma achatada le recordaba a Tengo un helipuerto militar construido en lo alto de una pequeña colina estratégica. Lo había visto en un documental sobre la guerra de Vietnam. Los gruesos pelos rizados de color negro que le quedaban, aferrados alrededor de la cabeza chata y deforme, se extendían más de lo necesario cubriéndole las orejas sin ton ni son. La forma de aquel cabello probablemente haría pensar, a noventa y ocho de cada cien personas, en un pubis. Qué les evocaría a las otras dos personas no le incumbía a Tengo.

Por la fisonomía y las facciones de aquel personaje, se diría que era completamente asimétrico. Fue lo primero que Tengo advirtió cuando lo vio. Es cierto que todas las personas son asimétricas en mayor o menor medida, así que no contravenía las leyes de la Naturaleza. Sus propios párpados, el izquierdo y el derecho, tenían una forma un tanto diferente el uno del otro. El testículo izquierdo le colgaba un poco más abajo que el derecho. Nuestros cuerpos no son productos elaborados en masa en una fábrica, siguiendo un mismo patrón. Pero la asimetría en el caso de aquel hombre sobrepasaba los límites de lo razonable. El desbarajuste de proporciones que cualquiera podía captar con claridad irritaba forzosamente y provocaba malestar a quien se ponía frente a él. Era como colocarse delante de un espejo totalmente torcido (y, a pesar de ello, de una nitidez repugnante).

El traje gris que llevaba estaba lleno de pequeñas arrugas. Traía a la mente la imagen de una planicie erosionada por un glaciar. Una parte del cuello de la camisa se le salía del traje y el nudo de la corbata estaba torcido, como si se contorsionara por el desagrado de tener que estar allí. Tanto el traje como la corbata y la camisa eran, cada uno, de una talla diferente. El diseño de la corbata podría ser una descripción sensorial de unos fideos sōmen[15] estirados y embrollados realizada por un estudiante de arte desmañado. Todos parecían artículos comprados en tiendas baratas para salir del paso. Sin embargo, al observarlo durante un buen rato la ropa que vestía producía progresivamente una sensación de lástima. Tengo era de los que casi no prestaba atención a la ropa que él mismo llevaba, pero se fijaba en cómo iban vestidos los demás. Si tuviera que elegir a las personas peor vestidas de entre toda la gente que había conocido durante los últimos diez años, aquel hombre formaría parte de la considerablemente breve lista. No se trataba sólo de que fuera mal vestido, sino que además daba la impresión de que estaba profanando a propósito la idea de la moda en sí misma.

Cuando Tengo entró en la sala de visitas, el hombre se levantó, sacó una tarjeta de presentación de un estuche y se la entregó a Tengo con una pequeña reverencia. En la tarjeta ponía «Toshiharu Ushikawa», escrito en ideogramas. Debajo aparecía en alfabeto latino. El título era «Presidente titular de la fundación Nueva Asociación para el Fomento de las Ciencias y las Artes de Japón». El domicilio social estaba en Kōjima, en el distrito de Chiyoda, y también incluía un número de teléfono. Tengo no tenía ni idea de qué tipo de organización podía ser la Nueva Asociación para el Fomento de las Ciencias y las Artes de Japón, ni en qué podría consistir el puesto de presidente titular. Sin embargo, la tarjeta de presentación era estupenda, con el anagrama en relieve; no parecía una cosa hecha para salir del paso. Tras quedarse observando un rato la tarjeta, Tengo volvió a mirar al hombre a la cara. Pensó que no debía de haber nadie que diera una impresión tan poco acorde con el título de presidente titular de la Nueva Asociación para el Fomento de las Ciencias y las Artes de Japón.

Se sentaron en sendos sofás que había separados por una mesa, mirándose de frente. Después de frotarse la frente varias veces con un pañuelo para limpiarse el sudor, el hombre volvió a guardar el pobre pañuelo en el bolsillo de la chaqueta. La señora de la recepción les trajo té. Tengo le dio las gracias. Ushikawa no dijo nada.

—Siento muchísimo molestarlo en su rato de descanso y sin haber pedido cita previa. —Se disculpó Ushikawa. Aunque tenía una forma de hablar cortés, el tono albergaba un eco de familiaridad que a Tengo no le agradaba nada—. ¡Ah! ¿Ya ha almorzado? Si usted quiere, podríamos salir afuera y charlar mientras comemos algo.

—No almuerzo cuando estoy en el trabajo —dijo Tengo—. Después de las clases de la tarde, como algo ligero, de modo que no hace falta que se preocupe por la comida.

—De acuerdo. Charlemos aquí entonces. Así podremos hablar con más calma y tranquilidad. —El hombre echó una mirada a su alrededor, como si estuviera tasando la sala de visitas. No era demasiado grande. En la pared había colgado un gran óleo de una montaña. No tenía ningún interés en particular, a no ser por el considerable peso de los colores empleados. Había un jarrón con unas flores que parecían dalias. Eran unas flores con un aspecto ciertamente tosco, que hacían pensar en una mujer de mediana edad falta de tacto. Tengo no tenía ni la menor idea de para qué hacía falta en la academia una sala de visitas tan deprimente como aquélla.

—Disculpe que no le haya dicho aún mi nombre. Como pone en la tarjeta, me llamo Ushikawa. Ushi, todos mis amigos me llaman Ushi. Nadie me llama por mi apellido completo. Sólo Ushi —dijo Ushikawa, y esbozó una sonrisa.

«¿Amigos? ¿Quién narices querría ser amigo de alguien así?», se preguntó de pronto Tengo. Era una pregunta fruto de la pura curiosidad.

La primera impresión que le evocó Ushikawa a Tengo fue la de algo desagradable saliendo a rastras de un sombrío agujero en la tierra. Algo inidentificable y viscoso, algo que en realidad nunca debería haber salido a la luz. Tal vez aquel hombre fuera una de las cosas que el profesor Ebisuno había atraído al exterior al levantar la roca. Tengo frunció de forma inconsciente el ceño y dejó sobre la mesa la tarjeta de presentación que aún tenía en la mano. Toshiharu Ushikawa, así se llamaba aquel hombre.

—Supongo que estará usted ocupado, así que en esta ocasión me ahorraré los prolegómenos. Iré directo al grano —dijo Ushikawa.

Tengo asintió brevemente.

Ushikawa tomó un sorbo de té y luego entró en materia.

—Es posible que nunca haya oído hablar de la Nueva Asociación para el Fomento de las Ciencias y las Artes de Japón. —Tengo asintió—. Es una fundación que ha sido creada hace relativamente poco tiempo y cuya actividad se centra en la selección de jóvenes que contribuyen con su trabajo al desarrollo de áreas científicas y artísticas, sobre todo gente poco conocida todavía, para ofrecerles ayuda. En resumidas cuentas, se puede decir que formamos a los jóvenes que constituirán las próximas generaciones en distintos ámbitos de la cultura contemporánea japonesa. Contratamos a investigadores especializados en cada área y realizamos una selección de candidatos. Cada año elegimos a cinco artistas o investigadores y les ofrecemos una subvención. Durante un año pueden hacer lo que quieran. No existe ningún tipo de condición. Lo único que exigimos es que, pasado ese año, entreguen un trabajo puramente formal, en el que expliquen de forma concisa qué han realizado durante ese periodo y qué resultados han obtenido. Estos se publicarán en la revista editada por la fundación. No supone ningún tipo de engorro. Como acabamos de empezar, la tarea más importante es que dejen algún tipo de testimonio formal. En resumen, todavía estamos en la fase de siembra. Hablando en plata, ofrecemos una subvención anual de tres millones de yenes por persona.

—Es una cantidad muy generosa —dijo Tengo.

—Para conseguir algo de envergadura, o encontrar algo de envergadura, se necesita tiempo y dinero. Claro que eso tampoco significa que con tiempo y dinero se tenga que conseguir algo estupendo. De todas maneras, disponer de ambas cosas no hace ningún daño. Sobre todo, la cantidad de tiempo es limitada. El reloj no para de marcar la hora. Tictac. El tiempo pasa enseguida. La oportunidad se va perdiendo. Y si usted tiene dinero, puede comprar el tiempo. Puestos a comprar, hasta puede comprarse la libertad. El tiempo y la libertad son lo más importante que el dinero puede comprar para el ser humano.

Tras escuchar aquello, Tengo miró casi de forma automática su reloj de pulsera. Ciertamente, el tiempo pasaba sin cesar. Tictac.

—Siento robarle el tiempo —se disculpó Ushikawa de inmediato. Parecía que había entendido ese gesto como una protesta—. Iré directo al grano. Es cierto que, hoy en día, con tres millones anuales de yenes no se puede llevar una vida de lujo, pero para alguien joven que se las va apañando debería ser una ayuda considerable. Nuestro propósito, desde un principio, ha sido permitir que no tengan que dejarse la piel trabajando para ganarse la vida y que puedan concentrarse plenamente en la investigación o la creación durante un año. Si en la evaluación realizada al final de año, la junta directiva estima que durante ese periodo se han conseguido resultados interesantes, también queda abierta la posibilidad de seguir recibiendo la beca durante más tiempo.

Tengo se quedó callado, esperando a que prosiguiera.

—El otro día estuve escuchando sus clases en la academia durante una buena hora —dijo Ushikawa—. La verdad es que fue muy interesante. Yo soy completamente lego en esto de las matemáticas; podría decirse que siempre les he tenido tirria y, ya en mi época escolar, odiaba las clases de matemáticas. Bastaba con oír hablar de ellas para volverme y huir. Sin embargo… ¡Ah!…, disfruté de sus clases como un enano. Por supuesto, no entiendo nada de la lógica del cálculo infinitesimal, pero fue escucharlo y sentir que, si eran así de interesantes, debería probar a estudiar un poco de matemáticas desde ya mismo. Fue increíble. Tiene usted un talento fuera de lo común. Quizás incluso podría decirse que posee el talento de arrastrar a la gente hacia alguna parte. He oído que se ha ganado usted en la academia fama como profesor, lo cual me parece natural.

Tengo no sabía cuándo ni dónde había escuchado Ushikawa sus clases. Mientras las impartía, siempre inspeccionaba con atención quién estaba en el aula. No se acordaba de las caras de todos los alumnos, pero si alguien con un aspecto tan singular como el de Ushikawa hubiera asistido, no podría haberle pasado inadvertido. Hubiera llamado la atención como un ciempiés en un tarro de azúcar. Sin embargo, decidió no preguntárselo. Sólo conseguiría que la charla se eternizara.

—Como sabrá, sólo soy un profesor contratado por la academia —intervino Tengo para ahorrar algo de tiempo—. No me dedico a investigar sobre las matemáticas, ni nada parecido. Simplemente explico a mis alumnos, de manera entretenida y fácil de entender, conocimientos bastante extendidos ya. Les enseño métodos eficientes para resolver los problemas que les van a caer en la prueba de acceso a la universidad. Quizás haya nacido para ello. Pero hace mucho tiempo que abandoné la idea de ser un investigador especializado. Aparte de que no tenía los medios económicos necesarios, creía que no poseía el talento ni la capacidad para hacerme un hueco en el ámbito científico. Por eso no voy a servirle de ayuda, señor Ushikawa.

Ushikawa levantó enseguida una mano y dirigió la palma hacia Tengo.

—No, no se trata de eso. Tal vez no he sabido explicarme bien. Le pido que me disculpe. Sus clases de matemáticas son entretenidas, sin duda. Le soy sincero cuando le digo que son únicas y que desbordan imaginación. Pero hoy no he venido para hablarle de eso. Lo que a nosotros nos interesa es su actividad como escritor.

Aquello pilló a Tengo tan desprevenido, que se quedó sin palabras durante unos segundos.

—¿Mi actividad como escritor? —dijo.

—Efectivamente.

—No entiendo de qué me está hablando. Es cierto que estos años he escrito novelas, pero ninguna ha sido publicada todavía. No creo que se me pueda llamar escritor. ¿Por qué les interesa?

Al observar la reacción de Tengo, Ushikawa se rió entre dientes, con aire de contento. Al reírse, mostró aquella horrible dentadura. Tenía los dientes torcidos en distintos ángulos, buscando distintas direcciones, manchados con distintos tipos de suciedad, como estacas en una playa bañadas hacía unos días por grandes olas. Ya era demasiado tarde para corregirlos, pero, al menos, alguien debería enseñarle cómo cepillárselos correctamente.

—He ahí, precisamente, una característica exclusiva de nuestra fundación —dijo Ushikawa, como orgulloso—. Los investigadores que contratamos se fijan en aquello que el resto de la sociedad todavía no se ha fijado. Ese es uno de nuestros objetivos. Como usted bien dice, aún no se ha publicado ninguna de sus obras de forma organizada. Somos conscientes. Hasta el día de hoy, usted se ha presentado cada año, bajo un pseudónimo, al premio literario para autores noveles de una revista literaria. Desgraciadamente aún no ha ganado el premio, pero en varias ocasiones ha llegado hasta la final. Y, por supuesto, un número considerable de gente se ha fijado en ello. A unos cuantos de ellos les interesa su talento. Nuestros investigadores consideran que, sin lugar a dudas, en un futuro próximo usted ganará el premio y realizará su debut como autor. Llamarlo compra de futuros quizá resulte un tanto negativo, pero, como le he dicho hace un rato, nuestro propósito siempre ha sido «formar a los jóvenes que constituirán las próximas generaciones».

Tengo cogió la taza y bebió un poco de té frío.

—Soy un candidato para esa subvención como escritor novato. ¿Es eso lo que me quiere decir?

—Eso es. Aunque diga candidato, la verdad es que ya prácticamente está decidido. Si usted acepta, yo pondría el punto y final a esta conversación. Si hiciera el favor de firmar un documento, le enviaríamos de inmediato al banco los tres millones de yenes. Podrá cesar en la academia durante seis meses o un año y entregarse a la escritura. He oído que está usted escribiendo en la actualidad una novela larga. ¡Qué mejor ocasión!

Tengo frunció el ceño.

—¿Cómo sabe usted que estoy escribiendo una novela?

Ushikawa volvió a reírse mostrando los dientes. Sin embargo, bien mirado, sus ojos no sonreían en absoluto. La luz que había en el fondo de sus pupilas era totalmente fría.

—Nuestros investigadores son aplicados y competentes. Eligen a unos cuantos candidatos y los investigan a fondo. Posiblemente varios de sus allegados sepan que está usted escribiendo esa novela. Sin duda, la información se ha filtrado.

Komatsu sabía que Tengo estaba escribiendo una novela larga. Su novia mayor también lo sabía. ¿Quién más? Probablemente nadie más.

—¿Podría hacerle una pregunta con respecto a su fundación? —dijo Tengo.

—Adelante. Pregunte lo que desee.

—¿De dónde proceden los fondos que emplean?

—Cierto individuo proporciona el capital. O quizá debería decir: la corporación que posee ese individuo. En la práctica, y esto que quede entre usted y yo, también influye la desgravación de impuestos. Aparte de eso, naturalmente, a esta persona le interesan mucho el arte y las ciencias, y quiere ofrecer su apoyo a las nuevas generaciones. No puedo darle más información. Esa persona desea permanecer en el anonimato, lo que incluye a la organización que posee. La gestión del capital está en manos del comité de la Fundación. Y un servidor es, actualmente, miembro de ese comité.

Tengo intentó considerar todo aquello, pero no había nada que considerar. Puso en orden los datos que Ushikawa le había dado y simplemente los alineó.

—No le importa que fume, ¿verdad? —preguntó Ushikawa.

—Adelante —contestó Tengo, y empujó hacia él el pesado cenicero de cristal.

Ushikawa sacó una cajetilla de Seven Stars del bolsillo de su chaqueta, se llevó un cigarro a la boca y lo encendió con un mechero fino y de aspecto caro.

—Así pues, ¿qué le parece, señor Kawana?—dijo Ushikawa—. ¿Acepta nuestra subvención? Para serle franco, personalmente, después de haber asistido a una clase tan divertida, siento un gran interés por saber en qué universos literarios se embarcará en el futuro.

—Le agradezco que me haga esta proposición —dijo Tengo—. Es un honor que no me merezco. Sin embargo, no puedo aceptar la subvención.

Ushikawa lo miró a la cara, con los ojos entrecerrados y el pitillo humeante entre los dedos.

—¿Qué quiere decir?

—En primer lugar, no quiero recibir dinero de alguien a quien no conozco bien. En segundo lugar, ahora mismo no tengo ninguna necesidad de dinero. Dando clases en la academia tres días por semana y escribiendo el resto de los días me las arreglo bastante bien. A poder ser, preferiría no cambiar mi vida. Por esos dos motivos.

«En tercer lugar, señor Ushikawa, no tengo ninguna gana de relacionarme personalmente con usted. En cuarto lugar, el tema de la subvención me huele a cuerno quemado. Parece demasiado bonito. Debe de haber gato encerrado. No tengo precisamente el mejor olfato del mundo, pero algo así puedo olerlo», pensó Tengo sin llegar a decírselo.

—Ya veo —dijo Ushikawa. Entonces llenó los pulmones de humo y lo expulsó con aspecto de estar disfrutando—. Ya veo. Comprendo su forma de pensar. Lo que dice tiene sentido. No obstante, señor Kawana, está bien, no tiene por qué responderme ahora, de inmediato. ¿Por qué no vuelve a casa y se lo piensa con calma dos o tres días? Luego ya tomará una decisión tranquilamente. Nosotros no tenemos prisa. Tómese su tiempo y piénselo, porque no es un mal negocio.

Tengo hizo un breve movimiento con la cabeza para decir que no.

—Se lo agradezco, pero tomar ahora mismo la decisión me ahorra tiempo y trabajo. Es un honor para mí que me hayan elegido como candidato para la subvención y aprecio que haya venido hasta aquí para comunicármelo. Sin embargo, lo siento mucho, pero la decisión es definitiva y no tengo tiempo para pensármelo dos veces.

Ushikawa asintió varias veces y, apenado, apagó en el cenicero el cigarro, al que sólo había dado dos caladas.

—Está bien. Lo comprendo y respeto su voluntad. Siento haberle robado tiempo. Muy a mi pesar, esta vez tendré que darme por vencido y marcharme. —Pero Ushikawa no dio señales de levantarse. Simplemente se rascó la nuca, con los ojos entrecerrados—. Pero, señor Kawana, quizá no se haya dado cuenta de que posee un brillante futuro como escritor. Tiene madera. Tal vez las matemáticas y la literatura no están relacionadas de forma directa, pero cuando uno va a sus clases de matemáticas, da la impresión de que está escuchando una historia. Eso no lo logra cualquiera tan fácilmente. Usted tiene algo especial que contar. Si alguien como yo lo ve, es porque resulta evidente, así que más le vale cuidar de sí mismo. Igual me meto en donde no me llaman, pero debería hacer su propio camino, con decisión, sin meterse en embrollos.

—¿Embrollos? —repitió Tengo.

—Por ejemplo, parece que tiene usted algún tipo de relación con Eriko Fukada, la escritora de La crisálida de aire. Bueno, me refiero a que, al menos, la ha visto en varias ocasiones. ¿No es así? Y según un artículo en el periódico de hoy, que casualmente he leído hace un momento, parece ser que la chica se encuentra en paradero desconocido. Los medios de comunicación deben de haber empezado a montar jaleo, supongo, porque se trata de un auténtico bombazo.

—¿Y qué quiere decir con que me haya visto con Eriko Fukada?

Ushikawa volvió a dirigir la palma de la mano hacia Tengo. Tenía las manos pequeñas, pero los dedos rollizos.

—¡Por favor! No hace falta que se ponga así. No lo digo con mala intención. No, a lo que me refiero es a que vender su tiempo y su talento para ganarse la vida no da buenos resultados. Si me permite que le sea sincero, no me gustaría ver un talento extraordinario como el de usted, una auténtica joya si se puliera bien, perturbado y echado a perder por culpa de una tontería. Si la relación entre usted y la señorita Fukada trascendiera a la opinión pública, no cabe duda de que acudirían a usted. Entonces lo importunarían y lo perseguirían, ¿no? Investigarían todo lo habido y por haber, porque son unos pesados.

Tengo se quedó callado, mirándolo a la cara. Ushikawa entrecerró los ojos y se rascó sus enormes lóbulos. Tenía las orejas pequeñas, pero unos lóbulos desproporcionadamente grandes. Por mucho que mirase la fisonomía de aquel hombre, nunca se cansaría.

—No, no, no voy a ser yo quien lo difunda —comentó Ushikawa. Entonces hizo ademán de cerrar una cremallera sobre los labios—. Se lo juro. Aquí donde me ve, sé mantener la boca cerrada. A veces me dicen si no habré sido una almeja en otra vida. Eso me lo voy a guardar para mis adentros. Como símbolo de aprecio personal hacia usted.

Una vez dicho eso, Ushikawa se levantó por fin del sofá y estiró varias veces las finas arrugas del traje, pero no pudo alisarlas. Sólo consiguió que llamaran más la atención.

—Si cambiara de parecer en cuanto a lo de la subvención, contacte en cualquier momento con el número que aparece en la tarjeta. Todavía hay tiempo. Si este año no puede ser, bueno, le queda el año que viene. —En ese instante, valiéndose de ambos dedos índices, representó la Tierra girando alrededor del sol—. Nosotros no tenemos prisa. Por lo menos se me ha brindado la ocasión de verlo, charlar con usted y transmitirle nuestro mensaje.

Luego, tras volver a reírse entre dientes y mostrar durante un instante, como si alardeara, aquella ruina de dentadura, Ushikawa se dio la vuelta y salió de la sala de recepciones.

Hasta que empezó la siguiente clase, Tengo estuvo pensando en lo que Ushikawa le había dicho e intentó reproducirlo en su cabeza. Aquel hombre parecía saber que Tengo había participado en la producción de La crisálida de aire. Su manera de hablar se lo había dado a entender. «Lo que quiero decir es que vender su tiempo y su talento para ganarse la vida no da buenos resultados», le había dicho Ushikawa para hacerlo pensar.

«Lo sabemos»: ése debía de ser el mensaje que le habían enviado.

«Se me ha brindado la ocasión de verlo, charlar con usted y transmitirle nuestro mensaje».

¿Le habían enviado a Ushikawa y le habían ofrecido una «subvención» de tres millones de yenes para llevarle ese mensaje, y sólo para eso? No era demasiado razonable. No era necesario idear un plan tan elaborado. Conocían su punto débil. Si hubieran querido amenazar a Tengo, habría bastado con mencionar ese hecho desde el principio. O puede que estuvieran intentando comprarle con esa «subvención». De una manera o de la otra, todo resultaba demasiado exagerado. ¿Quiénes demonios eran ellos? ¿Tenía algo que ver la fundación Nueva Asociación para el Fomento de las Ciencias y las Artes de Japón con Vanguardia? ¿Existía realmente esa organización?

Tengo tomó la tarjeta de Ushikawa y se acercó a la secretaria.

—Oye, te quería pedir otro favor —le dijo.

—¿De qué se trata? —preguntó ella, sentada en la silla, tras alzar la cara.

—Me gustaría que llamaras a este número y preguntaras si es la Nueva Asociación para el Fomento de las Ciencias y las Artes de Japón. También si el director Ushikawa se encuentra allí en este momento. Te deberían decir que no está, así que pregunta sobre qué hora volverá. Si te preguntaran tu nombre, diles lo primero que se te ocurra. Lo haría yo mismo, pero es que podrían reconocer mi voz.

Ella marcó los números en el teléfono. Alguien se puso al aparato y contestó debidamente. Tuvo lugar una breve y condensada conversación entre dos profesionales.

—La Nueva Asociación para el Fomento de las Ciencias y las Artes de Japón existe de verdad. Se ha puesto la secretaria. Tendría unos veintipocos años. El trato ha sido bastante correcto. Ushikawa trabaja allí de verdad. Volverá a la oficina hacia las tres y media. No me ha preguntado quién era. Aunque si hubiera sido yo, lo habría preguntado.

—Claro —dijo Tengo—. Gracias por todo.

—De nada —dijo ella mientras le entregaba la tarjeta de Ushikawa—. Por cierto, ¿es Ushikawa la persona que ha venido hace un instante?

—Sí.

—Sólo lo he visto de reojo, pero era un tanto siniestro.

Tengo se metió la tarjeta de presentación en la cartera.

—Creo que aunque te pararas a mirarlo bien, la impresión no cambiaría.

—Normalmente, no me gusta juzgar a la gente por la apariencia, porque no es la primera vez que me equivoco y luego me arrepiento. Pero, sólo con echarle una mirada, me ha dado la impresión de que esa persona no es de fiar. Y lo sigo pensando.

—No eres la única que lo piensa —dijo Tengo.

—No soy la única que lo piensa —repitió ella, como si comprobara la precisión de esa construcción gramatical.

—Esa chaqueta es preciosa —le dijo Tengo. No era un piropo para ganarse su simpatía, sino una impresión pura y dura. Después de haber visto el traje cutre lleno de arrugas de Ushikawa, aquella elegante chaqueta de confección de lino le parecía un hermoso tejido caído del cielo en un mediodía sin viento.

—Gracias —respondió ella.

—Pero haber llamado y que alguien haya contestado, no significa que la Nueva Asociación para el Fomento de las Ciencias y las Artes de Japón tenga que existir —dijo Tengo.

—Eso es cierto. Por supuesto, podría ser una farsa muy elaborada. Porque bastaría con instalar un teléfono y contratar un número. Como en la película de El golpe. Pero ¿por qué iban a hacer algo así? Tengo, no te lo tomes a mal, pero por tu aspecto nadie diría que tienes tanto dinero como para que te extorsionen.

—No tengo nada —dijo Tengo—, aparte de alma.

—Es como esa historia en la que aparece Mefistófeles —dijo ella.

—Quizá debería ir a esta dirección y cerciorarme de si la oficina existe o no.

—Avísame cuando sepas algo, ¿vale? —le dijo ella mientras se inspeccionaba la manicura de las uñas con los ojos entrecerrados.

La Nueva Asociación para el Fomento de las Ciencias y las Artes de Japón existía realmente. Al terminar las clases, Tengo fue en tren hasta Yotsuya y luego caminó hasta Kōjimachi. Cuando se presentó en la dirección que venía en la tarjeta, se encontró con un edificio de cuatro plantas en cuya entrada había una placa metálica que rezaba NUEVA ASOCIACIÓN PARA EL FOMENTO DE LAS CIENCIAS Y LAS ARTES DE JAPÓN. Las oficinas se encontraban en la tercera planta. En el mismo piso estaban la editorial musical Mikimoto y la contaduría Kōda. Por la envergadura del edificio, no debían de ser unas oficinas muy amplias. En apariencia, ninguno de los negocios se diría que marchaba muy bien. Pero, por supuesto, sólo era pura apariencia y desconocía qué ocurría dentro. Tengo pensó en subir en ascensor hasta el tercer piso. Quería saber cómo eran las oficinas, aunque sólo fuera la puerta, pero si se encontrara con Ushikawa en el pasillo, se vería en una situación embarazosa.

Tengo volvió a casa en tren y llamó por teléfono a la empresa de Komatsu. Para su sorpresa, Komatsu estaba allí y contestó enseguida.

—Me pillas en un mal momento —dijo Komatsu. Habló más rápido de lo habitual, en un tono un tanto agudo—. Lo siento, pero ahora mismo no puedo hablar.

—Es un asunto muy importante, señor Komatsu —dijo Tengo—. Hoy ha venido un tipo raro a la academia. Parece que sabe algo sobre mi relación con La crisálida de aire.

Komatsu se quedó callado durante unos segundos.

—Creo que podré llamarte dentro de veinte minutos. ¿Estás en casa?

Tengo le contestó que sí. Komatsu colgó el teléfono. Mientras esperaba la llamada, Tengo aguzó dos cuchillos con una piedra de afilar, puso agua a hervir y preparó té. Justo veinte minutos después, sonó el teléfono. No era normal, tratándose de Komatsu.

Su tono de voz era mucho más relajado que hacía un momento. Parecía que se había ido a un sitio más tranquilo para llamarlo. Tengo le contó de manera resumida lo que Ushikawa le había dicho en la sala de visitas.

—¿Nueva Asociación para el Fomento de las Ciencias y las Artes de Japón? Nunca lo he oído. Lo de que te quieran dar una subvención de tres millones de yenes me parece absurdo. Por supuesto, yo también reconozco que tienes un futuro prometedor como escritor. Pero ninguna de tus obras ha sido publicada todavía. Me parece poco creíble. Ahí hay gato encerrado.

—Eso es justo lo que yo pensé.

—Dame un poco de tiempo. Voy a investigar por mi cuenta esa supuesta asociación. Si me entero de algo, te llamo. Pero ese tal Ushikawa conoce tu relación con Fukaeri, ¿no?

—Eso parece.

—Pues tenemos un problema.

—Está ocurriendo algo —dijo Tengo—. Hemos levantado la roca con la palanca, muy bien; pero parece que una cosa absurda ha salido a rastras de debajo.

Komatsu suspiró por el auricular.

—Yo también ando bastante agobiado. Las revistas semanales andan revolucionadas. Incluso han venido de la televisión. Hoy por la mañana se ha presentado la policía en la empresa y ha tomado declaraciones. Saben que existe una relación entre Fukaeri y Vanguardia. También, por supuesto, que sus padres se encuentran en paradero desconocido. Seguro que los medios de comunicación ya le está dando algún tipo de cobertura sensacionalista.

—¿Qué hace el profesor Ebisuno?

—Hace algún tiempo que no puedo ponerme en contacto con él. No responde al teléfono ni se comunica conmigo. Puede que le haya ocurrido algo grave. O que esté tramando algo de nuevo.

—Por cierto, señor Komatsu, cambiando de tema, ¿le ha dicho a alguien que estoy escribiendo una novela larga?

—No, no se lo he dicho a nadie —contestó Komatsu de inmediato—. ¿Qué necesidad podía tener de decirle eso a alguien?

—Está bien. Sólo preguntaba.

Komatsu se quedó un rato en silencio.

—Tengo, no está bien que yo lo diga a estas alturas, pero no sé si no nos habremos metido en un follón.

—No importa en dónde nos hayamos metido. Lo único seguro es que ahora ya no podemos volvernos atrás.

—Si no podemos volvernos atrás, no queda más remedio que tirar para adelante. Aunque esa cosa absurda que mencionaste haya aparecido.

—Más nos vale abrocharnos el cinturón de seguridad —dijo Tengo.

—Eso es —dijo Komatsu, y colgó.

Fue una larga jornada. Tengo se sentó a la mesa y pensó en Fukaeri mientras se bebía el té negro frío. ¿Qué haría durante todo el día, encerrada a solas en aquel escondrijo? Pero, naturalmente, nadie podía saber qué hacía Fukaeri.

«La sabiduría y la fuerza de la lítel pípol podrían haceros daño a ti y al profesor», le había dicho Fukaeri en la cinta. Ten cuidado dentro del bosque. Sin darse cuenta, Tengo miró a su alrededor. Sí, el interior del bosque era el mundo de ellos.