Era el pueblo más aburrido del mundo
El final de la estación de las lluvias aún no se había anunciado de manera oficial, pero el cielo estaba totalmente despejado, de un azul radiante, y el sol estival quemaba la tierra sin contemplaciones. Los sauces, colmados de hojas verdes, volvían a proyectar su densa sombra sobre el pavimento.
Tamaru salió a recibir a Aomame a la entrada de la casa. Llevaba un traje de verano de tonos oscuros y una camisa blanca con una corbata lisa. Ni una gota de sudor. A Aomame siempre le había parecido un misterio que tipos corpulentos como él no sudaran por mucho calor que hiciera.
Al ver a Aomame, Tamaru asintió brevemente, pronunció un sucinto saludo apenas perceptible y no volvió a abrir la boca. No intercambiaron unas palabras, como solían hacer. Sin volverse hacia atrás, la condujo por un largo pasillo hasta el lugar en donde la anciana la esperaba. Aomame supuso que quizá no se sentía con ganas de hablar con nadie de cosas superficiales. Tal vez le había afectado la muerte de la perra. «Podemos encontrar un perro guardián que la sustituya», le había dicho él por teléfono, como si estuviera hablando del tiempo. Pero Aomame sabía que en el fondo no se sentía así. A aquel pastor alemán hembra lo había querido mucho y ambos se habían entendido de maravilla durante muchos años. La absurda y repentina muerte de la perra la sentía como una especie de insulto o desafío personal. Mientras miraba la taciturna y ancha espalda de Tamaru, semejante al encerado de un aula, Aomame podía imaginarse la callada rabia que debía de sentir.
Tamaru abrió la puerta de la sala de estar, hizo pasar a Aomame y, quedándose de pie en la entrada, esperó las indicaciones de la señora.
—Por ahora, estamos bien de bebida —le dijo la señora.
Tamaru asintió en silencio y cerró la puerta sin hacer ruido. La señora y Aomame se quedaron a solas en la sala. En la mesa situada al lado del sillón en que se sentaba la señora había una pecera redonda de cristal, y en su interior nadaban cuatro pececillos rojos. Eran peces normales y corrientes, en una pecera normal y corriente como cualquier otra. Dentro del agua flotaban unas plantas acuáticas que parecían fijas. Pese a haber visitado aquella amplia y armoniosa sala en varias ocasiones, era la primera vez que Aomame veía los peces. De vez en cuando le llegaba una fresca y ligera brisa, como si hubieran puesto el aire acondicionado a poca intensidad. En la mesa, a sus espaldas, había un florero con tres azucenas. Eran flores grandes y flemáticas, como pequeños animales exóticos sumidos en un estado de meditación.
Con un gesto, la señora invitó a sentarse a Aomame en el sofá que tenía al lado. Los rayos de sol propios de la tarde estival eran demasiado intensos, a pesar de que las cortinas blancas de encaje de la ventana que daba al jardín estaban echadas. Bajo aquella luz, la señora parecía más extenuada que nunca. Abatida en medio de un gran sillón, la anciana apoyaba la mejilla sin energías en uno de sus delgados brazos. Tenía los ojos hundidos, y se le veían más arrugas en el cuello. Sus labios estaban pálidos, y los extremos de sus largas cejas le caían ligeramente, como si hubieran desistido de oponerse a la gravedad. Su piel había empalidecido por zonas, como si estuviera empolvada; tal vez por algún trastorno de la circulación. Había envejecido por lo menos cinco o seis años con respecto a la última vez que la había visto. Y, en ese momento, la señora no parecía darse cuenta de que el cansancio afloraba a su rostro. No era normal. Al menos las veces que Aomame la había visto, siempre iba bien arreglada, movilizaba todas sus energías, mantenía una postura erguida, contenía la expresión y se esforzaba para que ni un solo indicio de vejez se reflejara en su aspecto externo. Y aquel esfuerzo siempre había dado unos frutos dignos de admiración.
«Han cambiado varias cosas dentro de la casa», pensó Aomame. Hasta la luz de la sala presentaba un color diferente al habitual. Y luego estaban aquellos peces de colores y la pecera barata, que no encajaban demasiado bien con la sala de techo alto, repleta de mobiliario antiguo y refinado.
La señora permaneció un rato callada. Apoyaba la mejilla sobre el brazo, que a su vez descansaba en el reposabrazos del sillón, y miraba fijamente un punto en el aire próximo a Aomame. Pero Aomame sabía que aquel punto no tenía nada de especial. Simplemente necesitaba un lugar transitorio hacia el cual dirigir la vista.
—¿Tiene sed? —preguntó la señora en un tono tranquilo.
—No —respondió Aomame.
—Ahí hay té helado. Si le apetece, sírvase un vaso.
La anciana señaló una mesilla de servicio cercana a la entrada. En ella habían dejado agua y té helado con limón. Al lado, tres vasos de cristal tallado.
—Muchas gracias —dijo Aomame, pero no cambió de postura, esperando nuevas palabras.
La señora volvió a guardar silencio durante un rato. Tenía algo que decir, pero a lo mejor, al contarlo, la realidad a la que se iba a referir podría tornarse más auténtica que la propia realidad. Prefería posponer ese punto para un poco más adelante. Ése era el sentido de aquel silencio. Miró de reojo la pecera que estaba a su lado. Luego, resignada, por fin miró de frente a Aomame. Tenía los labios completamente cerrados, con las comisuras algo levantadas a propósito.
—¿Le ha comunicado Tamaru que la perra que vigilaba la casa de acogida ha muerto en circunstancias extrañas? —preguntó la anciana.
—Sí.
—Pues después de eso, Tsubasa ha desaparecido.
Aomame frunció un poco el ceño.
—¿Ha desaparecido?
—Se ha esfumado. Probablemente haya ocurrido de noche. Esta mañana ya no estaba.
Aomame frunció los labios y buscó las palabras adecuadas. Éstas tardaron en salir.
—Pero…, según tenía entendido, Tsubasa siempre dormía con alguien en la misma habitación, por si acaso.
—Así es. Sin embargo, por lo visto la chica que dormía con ella se quedó profundamente dormida y no se dio cuenta de que había desaparecido. Al amanecer, Tsubasa no estaba en el futón.
—El pastor alemán muere y, al día siguiente, Tsubasa desaparece —dijo Aomame para confirmar los hechos.
La señora asintió.
—Por ahora no sabemos con certeza si existe alguna relación entre una cosa y otra. Pero yo creo que probablemente hay alguna conexión.
Sin motivo aparente, Aomame miró hacia la pecera sobre la mesa. La señora hizo lo mismo, siguiendo los ojos de Aomame. Los cuatro peces de colores, impasibles, iban y venían dentro del estanque de cristal, moviendo ligeramente las aletas. La luz estival se refractaba de manera extraña en la pecera y producía la ilusión de estar observando un misterioso fragmento de las profundidades marinas.
—Estos peces los compré para Tsubasa —le explicó la señora a Aomame, mirándola a la cara—. Había una pequeña feria en el mercado de Azabu y me llevé a Tsubasa a dar un paseo. No me parecía bueno que se pasara todo el tiempo encerrada en casa. Tamaru también vino, claro. En uno de los puestos de la feria compramos la pecera con los peces de colores. A la niña los peces de colores le llamaban mucho la atención. Los puso en su habitación y se pasaba todo el día mirándolos. Pero tras su desaparición los he traído aquí. Desde entonces, yo también los miro a menudo. Me quedo quieta, observándolos, sin más. Le parecerá raro, pero no me canso de mirarlos. Hasta ahora nunca había observado unos peces con tanto celo.
—¿Tiene alguna idea de dónde podría estar Tsubasa? —preguntó Aomame.
—No —dijo la señora—. No cuenta con la casa de ningún familiar. Por lo que yo sé, no tiene ningún lugar adonde ir.
—¿Existe la posibilidad de que alguien se la haya podido llevar a la fuerza?
La señora hizo un pequeño y nervioso movimiento de cabeza, como para espantar una mosca invisible.
—No, simplemente se fue. Nadie ha podido entrar y llevársela. Si así fuera, la gente de la casa se habría despertado. Las mujeres que viven allí ya tienen el sueño bastante ligero de por sí. Creo que Tsubasa se ha marchado por voluntad propia. Se levantó sin hacer ruido, bajó las escaleras, abrió en silencio la puerta, con la llave, y salió. Me lo estoy imaginando. Al salir, la perra no ha ladrado, puesto que había muerto la noche anterior. No se ha cambiado de ropa. Aunque tenía una muda ya preparada y doblada en la habitación, se ha ido en pijama. No debía de tener ni un yen.
El rostro de Aomame se deformó todavía más.
—¿Se ha ido sola, en pijama?
La señora asintió.
—Sí. No sé adónde demonios podrá haber ido una niña de diez años, sola, en pijama, sin dinero, en plena noche. Resulta difícil hacerse una idea. Pero, de algún modo, tampoco me parece raro. Es más, incluso tengo la sensación de que ha ocurrido lo que tenía que ocurrir. Por eso no la he buscado. Simplemente me he quedado quieta, mirando los peces de colores.
La señora echó otra ojeada a la pecera. Luego volvió a mirar a Aomame a la cara.
—Sé que buscarla sería en vano. La niña se ha marchado fuera de nuestro alcance.
Una vez dicho eso, dejó de apoyar la mejilla en el brazo y soltó lentamente un suspiro que llevaba acumulado en su cuerpo desde hacía mucho tiempo. Colocó ambas manos sobre las rodillas.
—¿Pero por qué se habrá ido?—dijo Aomame—. En la casa de acogida tiene protección, y no dispone de ningún otro sitio al que ir.
—Desconozco el motivo. Pero me da la impresión de que la muerte de la perra debe de haber sido el detonador. Desde que llegó aquí, mimó muchísimo a la perra y ésta también se encariñó una barbaridad con la niña. Su relación era como la de dos buenas amigas, así que cuando la perra falleció, y encima de una manera tan sangrienta e inexplicable, Tsubasa sufrió un impacto enorme, naturalmente. Nos afectó a todos en la casa. Pero, ahora que lo pienso, la espantosa muerte de la perra ha debido de ser una especie de mensaje dirigido a Tsubasa.
—¿Un mensaje?
—Un mensaje de que no podía quedarse aquí. «Sabemos que te escondes ahí. Tienes que irte o, si no, quizá le ocurran más desgracias a la gente que te rodea». Ese tipo de mensaje.
Los dedos de la señora marcaban sobre sus rodillas el paso de un tiempo imaginario. Aomame esperó a que siguiera hablando.
—Seguro que la niña comprendió el mensaje y se fue por sí misma. No creo que se marchara porque quisiera hacerlo. Tuvo que irse, a sabiendas de que no contaba con ningún otro sitio adonde ir. Cuando pienso en ello, se me cae el alma a los pies. ¡Que una niña de tan sólo diez años tenga que tomar semejante decisión!
Aomame pensó en estirar el brazo y agarrar la mano de la señora, pero desistió. La conversación aún no había terminado.
—Huelga decir que para mí ha sido un gran golpe. Es como si me hubieran arrancado un miembro del cuerpo, porque pensaba encargarme legalmente de ella como si de mi propia hija se tratara. Sabía, por supuesto, que las cosas no serían tan sencillas, pero pese a las dificultades que pudiera acarrear, era algo que deseaba hacer. Aunque no saliera bien, nadie podría decirme nada. Sin embargo, para serle franca, a esta edad el cuerpo se resiente.
—Pero Tsubasa podría regresar de repente cualquier día. No tiene dinero, ni un sitio adonde ir…
—Quiero pensar que así será, pero no va a suceder —dijo la señora con una voz desprovista de inflexiones—. La niña todavía tiene diez años, pero también piensa a su manera, y se ha marchado motu proprio. No creo que regrese de forma voluntaria.
Aomame le pidió permiso, se levantó, fue hasta la mesilla próxima a la puerta y se sirvió té helado en un vaso de cristal azul tallado. No tenía demasiada sed, pero quería levantarse del asiento y tomar un respiro. Volvió al sofá, bebió un trago del té helado y dejó el vaso sobre la mesa de cristal.
—Por ahora, el asunto de Tsubasa termina ahí —dijo la señora, esperando a que Aomame se acomodara en el sofá. Luego, como para pasar página, se enderezó y juntó los dedos de ambas manos—. Ahora hablemos de Vanguardia y de su líder. Quiero contarle lo que he descubierto sobre él. Es el asunto principal por el que la he hecho venir hoy, aunque al fin y al cabo está relacionado con el caso de Tsubasa, por supuesto.
Aomame asintió. Eso ya se lo había imaginado.
—Como le dije anteriormente, pase lo que pase, tenemos que despachar al tipo ese al que llaman líder. Me refiero a enviarlo al otro barrio. Como ya sabrá, ese hombre tiene por costumbre violar a niñas de diez años. Todas, niñas a las que aún no les ha venido la primera menstruación. Para justificar tal acto, se ha sacado una doctrina de la manga y se aprovecha del sistema de la comunidad religiosa. He averiguado todo lo que he podido. Encargué que se investigaran las fuentes apropiadas e invertí algo de dinero. No fue fácil. Requirió una cantidad mayor que la que había previsto, pero, al final, he podido identificar a cuatro de las niñas que se cree que el hombre ha violado. La cuarta es Tsubasa.
Aomame cogió el vaso de té helado y tomó un sorbo. No le supo a nada, como si tuviera un algodón dentro de la boca que absorbiera todo el sabor.
—Aunque todavía no se han precisado los detalles, al menos dos de las cuatro niñas viven actualmente dentro de la comunidad religiosa —dijo la anciana—. Al parecer, desempeñan el papel de sacerdotisas allegadas al líder. Nunca se muestran delante de los fieles. No sé si permanecen en la comunidad por voluntad propia o si han tenido que quedarse porque les impidieron huir. Tampoco está claro si todavía mantienen relaciones sexuales con el líder. De todas maneras, parece ser que el líder y las niñas viven en el mismo sitio, como una familia. El acceso al área residencial del líder está prohibido, y los fieles comunes no pueden acercarse a ella. Hay muchas cosas envueltas en misterio.
El vaso de cristal tallado empezó a exudar sobre la mesa. Tras hacer una pausa y tomar aliento, la señora prosiguió.
—Una cosa es cierta: se dice que la primera víctima de las cuatro fue la propia hija del líder.
Aomame frunció el ceño. Los músculos de su cara se movieron solos y le deformaron el rostro. Quiso decir algo, pero las palabras no acudieron a su boca.
—Sí. Se cree que el hombre violó a su propia hija en primer lugar. Fue hace siete años, cuando ella tenía diez —dijo la señora.
A través del interfono, la señora le pidió a Tamaru que les llevara una botella de jerez y dos copas. Entretanto, ambas permanecieron calladas, sumida cada una en sus pensamientos. Tamaru trajo una bandeja con una botella de jerez sin abrir y dos refinadas copas de cristal. Dejó todo sobre la mesa y seguidamente abrió la botella con un movimiento resuelto y preciso, como si le retorciera el cuello a un ave. El jerez borboteó al caer en las copas. Al asentir la señora con la cabeza, Tamaru hizo una reverencia y se marchó. Igual que antes, no dijo una sola palabra. Ni siquiera se oían sus pisadas.
«No se trata sólo de lo de la perra», pensó Aomame. Tamaru estaba profundamente herido por el hecho de que la niña (a quien la señora estimaba más que a nadie) hubiera desaparecido delante de sus narices. En sentido estricto, no podía decirse que fuera responsabilidad suya. No vivía en la casa de la patrona y, a no ser por algún asunto especial, de noche siempre regresaba a su casa, que estaba a unos diez minutos a pie, y dormía allí. La muerte de la perra y la desaparición de la niña habían ocurrido de noche, en su ausencia. No había podido evitar ninguna de las dos cosas. Su trabajo consistía en proteger a la señora y la Villa de los Sauces y no podía apañárselas para garantizar también la seguridad de la casa de acogida, que se encontraba fuera del terreno. Y sin embargo, aquellos acontecimientos suponían para él un fracaso personal y una humillación imperdonable hacia su persona.
—¿Está preparada para encargarse de esa persona? —le preguntó la señora a Aomame.
—Sí, lo estoy —respondió Aomame con claridad.
—No va a ser una tarea sencilla —dijo la señora—. Es cierto que los trabajos que le encargo nunca son fáciles, pero esta vez todavía menos. Por mi parte, haré todo lo posible, pero aún no estoy convencida de hasta qué punto puedo garantizar su seguridad. Posiblemente entrañe un riesgo mayor al que ha estado expuesta hasta ahora.
—Soy consciente de ello.
—Como ya le he dicho antes, no quiero ponerla en una situación de peligro, pero, francamente, en este caso las opciones son limitadas.
—No importa —dijo Aomame—. Ese hombre no puede seguir viviendo.
La señora alcanzó la copa y tomó un sorbo de jerez para probarlo. Luego volvió a contemplar los peces de colores durante un buen rato.
—Siempre me ha gustado beber jerez a temperatura ambiente en las tardes de verano. No me gusta beber cosas frías cuando hace calor. Después de beber jerez, me tumbo un poco y duermo. Me quedo dormida sin darme cuenta. Al despertarme, hace un poquito menos de calor. Ojalá pudiera morirme así algún día. Beber jerez en una tarde de verano, recostarme en el sofá, quedarme dormida sin darme cuenta y no volver a despertar.
Aomame tomó su copa y bebió a su vez un poco de jerez. El sabor de aquel vino no le gustaba demasiado, pero le apetecía beber algo. A diferencia de lo que le había sucedido con el té helado, esta vez sí que podía sentir el sabor. El gusto punzante del alcohol le aguijoneó la lengua.
—Quiero que me responda con sinceridad —dijo la señora—: ¿Tiene usted miedo a morir?
La respuesta se demoró. Aomame negó con la cabeza.
—Comparado con el miedo que tengo a vivir siendo yo misma, no.
Una fugaz sonrisa afloró a los labios de la señora. Parecía que había rejuvenecido un tanto con respecto a hacía un rato. La vitalidad volvió a sus labios. Quizá la conversación con Aomame la había estimulado. O quizá se tratara de la pequeña cantidad de jerez, que había hecho su efecto.
—Pero seguro que hay algún hombre al que ama.
—Sí, pero las posibilidades de unirme a él son prácticamente nulas, así que, aunque me muriera, lo que perdería sería también prácticamente nulo.
La señora entornó los ojos.
—¿Existe algún motivo en particular por el que cree que nunca podrá unirse a ese hombre?
—No, no hay ningún motivo —dijo Aomame—. Salvo que yo soy yo.
—¿No tiene intención de acercarse a él?
Aomame negó con la cabeza.
—Para mí, el hecho de que lo deseo con todo mi corazón es lo más importante.
La señora se quedó un rato mirándola a la cara, admirada.
—Es usted una persona con las ideas muy claras.
—Necesito que sea así —dijo Aomame. Entonces se llevó la copa de jerez a los labios, por pura formalidad—. No es por gusto.
En la sala se hizo el silencio durante un rato. Las azucenas seguían con la cabeza gacha y los peces de colores nadaban en medio de la luz estival refractada.
—Es posible que consiga crear las circunstancias necesarias para que el líder y usted se queden a solas —dijo la señora—. No va a ser fácil y llevará bastante tiempo, pero puedo conseguirlo. Entonces, usted tendrá que hacer lo de siempre. No obstante, una vez realizado el trabajo deberá esfumarse. Le pagaré una operación de cirugía estética facial. Dejará su empleo y se marchará lejos. También se cambiará de nombre. Tendrá que abandonar todo lo que ha poseído hasta ahora y convertirse en otra persona. Por supuesto, recibirá un salario generoso. De todo lo demás me encargaré yo. ¿Está dispuesta a ello?
—Como le he dicho antes, no tengo nada que perder. Mi empleo, mi nombre, mi vida en Tokio carecen de importancia para mí. No tengo nada que objetar.
—También le van a cambiar la cara.
—¿Va a ser mejor que la que tengo ahora?
—Si eso es lo que desea, se puede hacer, por supuesto —contestó la señora toda seria—. Naturalmente, hay unos límites, pero podemos hacerle una cara conforme a sus deseos.
—De paso, quizá podrían hacerme un aumento de pecho, ¿no?
La señora asintió.
—Puede ser una buena idea. Me refiero a que puede ser una buena idea para engañar a la gente, claro.
—Estoy bromeando —dijo Aomame. A continuación dulcificó el gesto—. Aunque no me siento orgullosa de él, no me importa quedarme con este pecho. Es ligero y fácil de llevar y, además, cambiar de talla de ropa interior a estas alturas sería un lío.
—Si es por eso, le compro lo que usted quiera.
—También estaba bromeando —dijo Aomame.
La señora sonrió.
—Perdone. No estoy acostumbrada a oírla bromear.
—No me opongo a que me hagan una operación estética —dijo Aomame—. Hasta ahora nunca había pensado en operarme, pero no tengo ningún motivo para negarme. Nunca me ha gustado mi cara, y tampoco ha habido nadie a quien le gustara demasiado.
—También perderá a sus amigos.
—No tengo a nadie a quien pueda llamar amigo —dijo Aomame. Luego se acordó de súbito de Ayumi. «Si desapareciera repentinamente, sin dar una sola explicación, Ayumi quizá me añoraría. O tal vez se sentiría como si la hubiera traicionado». Pero llamar amiga a Ayumi había sido imposible desde un principio. Su vida había tomado unos derroteros demasiado peligrosos para hacerse amiga de una agente.
—Yo tenía dos hijos —dijo la señora—. Un niño y una niña tres años menor. Mi hija se murió. Se suicidó, como le comenté en otra ocasión. Ella no tenía hijos. Con mi hijo hace ya mucho tiempo que, por circunstancias de la vida, las cosas no van bien. Actualmente casi no nos dirigimos la palabra. Tengo tres nietos a los que hace una eternidad que no veo. Se supone que si me muriera, mi único hijo y mis nietos heredarían toda la fortuna que poseo. Casi de manera automática. Últimamente, el testamento no tiene tanta validez como antaño. Sin embargo, ahora mismo dispongo de dinero suficiente. Si lleva a cabo bien este trabajo, quiero legarle la mayor parte. No me malinterprete: no pretendo comprarla con dinero. Lo que quiero decir es que la considero como si fuera mi propia hija. Ojalá fuera usted mi hija.
Aomame miró a la señora a la cara en silencio. De pronto, la señora dejó sobre la mesa la copa de jerez. Luego se volvió hacia atrás y miró los resplandecientes pétalos de las azucenas. Olió aquella exuberante fragancia y a continuación miró de nuevo a Aomame a la cara.
—Como le he dicho antes, estaba pensando en encargarme de Tsubasa y adoptarla, pero al final ha desaparecido. No he podido ayudarla. Me he quedado de brazos cruzados, mirando cómo desaparecía sola en la oscuridad de la noche. Y ahora pretendo enviarla a usted a un lugar peligrosísimo. Ojalá no tuviera que hacerlo, pero, sintiéndolo mucho, ahora mismo no encuentro otra manera de cumplir el objetivo. Todo lo que puedo hacer es compensarla de esta forma tan vulgar.
Aomame escuchaba atentamente y en silencio. Cuando la señora dejó de hablar, se oyó con claridad el canto de un pájaro al otro lado de la puerta de cristal. Después de gorjear un rato se marchó.
—Lo importante, pase lo que pase, es encargarse de ese hombre —dijo Aomame—. Le estoy profundamente agradecida por tenerme en tanta estima. Me imagino que ya sabe que, por cierto motivo, yo abandoné a mis padres. Ellos me dejaron de lado cuando era pequeña. Me vi obligada a llevar una vida carente de todo sentimiento de consanguinidad. Para sobrevivir sola tuve que adaptarme a ese estado anímico. No fue sencillo. A veces me sentía como un desperdicio. Un desperdicio inútil e inmundo. Por eso le agradezco enormemente que me diga estas palabras. Ya es un poco tarde para cambiar mi forma de pensar y de vivir, pero no para Tsubasa. Ella todavía puede salvarse. No se rinda así como así, por favor. No pierda la esperanza y recupere a la niña.
La señora asintió.
—Creo que me he expresado mal. Por supuesto que no voy a rendirme con respecto a Tsubasa. Pase lo que pase, pienso emplear todas mis fuerzas en traerla de vuelta. Pero como puede ver, ahora mismo me siento agotada. Me embarga un profundo sentimiento de impotencia por no haber podido proteger a la niña. Necesito algo de tiempo antes de volver a la acción. También puede ser que ya esté demasiado vieja. Tal vez nunca recupere el vigor de antes, por mucho que espere.
Aomame se levantó del sofá y se acercó a la señora. Se sentó en el reposabrazos del sillón, estiró los brazos y agarró aquellas pequeñas manos, esbeltas y refinadas.
—Es usted una mujer de armas tomar. Tiene más energía que nadie. Ahora mismo, simplemente está desanimada y cansada. Debería acostarse y descansar un poco. Cuando se despierte, lo verá todo de otra manera —dijo Aomame.
—Gracias. —La señora sujetó a Aomame de las manos—. Es cierto; me convendría dormir un poco.
—Yo ya me tengo que ir —dijo Aomame—. Espero noticias suyas. Dejaré todos mis asuntos en orden. Aunque no habrá demasiado equipaje.
—Esté preparada para poder trasladarse en cualquier momento. En caso de que necesitara algo, yo se lo proporcionaría de inmediato.
Aomame soltó las manos de la señora y se levantó.
—Buenas noches. Todo va a salir bien.
La señora hizo un gesto afirmativo con la cabeza y, sentada en el sillón, cerró los ojos. Aomame volvió a mirar la pecera que estaba sobre la mesa, aspiró la fragancia de las azucenas y abandonó aquella sala de techo alto.
Tamaru la esperaba a la entrada. Eran las cinco, pero el sol aún estaba alto y no había perdido ni un ápice de vigor. Llevaba los zapatos negros de cordobán bien pulidos, como de costumbre, y la luz se reflejaba en ellos de manera radiante. Dispersas en el cielo había algunas nubes blancas, pero se hallaban recluidas en un rincón para no molestar al sol. Aunque todavía era temprano para el final de la estación de las lluvias, los últimos días se habían sucedido como si fuera pleno verano. Desde el centro de la arboleda del jardín, podían oírse las cigarras. Su canto todavía no sonaba muy fuerte, sino más bien discreto, pero resultaba un presagio certero. Los mecanismos del universo se conservaban igual que siempre. Las cigarras cantaban, las nubes estivales fluían y los zapatos de piel de Tamaru estaban impolutos. Sin embargo, por algún motivo, a Aomame le resultaba reconfortante el hecho de que el mundo se preservara tal y como era, sin ninguna alteración.
—Tamaru —dijo Aomame—, me gustaría charlar un poco contigo. ¿Tienes tiempo?
—Claro —respondió Tamaru con semblante impertérrito—. Tengo tiempo y matarlo forma parte de mi trabajo. —Se sentó en la silla de jardín que había al salir del recibidor. Aomame se sentó en la silla contigua. Como el alero que sobresalía del tejado obstruía la luz, ambos se hallaban a la sombra. Olía a hierba fresca.
—Ya es verano —dijo Tamaru.
—Las cigarras han comenzado a cantar —añadió Aomame.
—Parece que este año han empezado un poco antes que de costumbre. A partir de ahora armarán tanto ruido que será hasta molesto para los oídos. Será el mismo ruido que cuando me alojé en un pueblo cercano a las cataratas del Niágara. Se las oía sin cesar, de la mañana a la noche. Igual que un millón de cigarras, grandes y pequeñas, cantando a la vez.
—¿Has estado en las cataratas del Niágara?
Tamaru asintió.
—Era el pueblo más aburrido del mundo. Pasé allí tres días solo, y, aparte de escuchar el ruido de las cataratas, no había nada más que hacer. Era tan molesto que ni siquiera podías leer.
—¿Qué pintabas tú allí solo durante tres días?
Tamaru no contestó. Se limitó a hacer un pequeño movimiento negativo con la cabeza.
Durante un buen rato, Tamaru y Aomame se quedaron en silencio, prestando atención al sutil canto de las cigarras.
—Quería pedirte un favor —dijo Aomame.
Tamaru pareció mostrarse interesado. Aomame no era de las que solían pedir favores.
—Se trata de un favor un poco inusual. Espero que no sea una molestia.
—No sé si podré hacerlo o no, pero te escucho. Eso sí, tengo la cortesía de no considerar una molestia los favores cuando me los pide una dama.
—Necesito una pistola —dijo Aomame con voz seria—. Una que quepa en un bolso. Que tenga poco retroceso, pero que sea bastante potente y que me garantice el éxito. No quiero réplicas de juguete, ni copias de fabricación filipina. Sólo voy a utilizarla una vez. Con una bala debería ser suficiente.
Se hizo un silencio durante el cual Tamaru no apartó la mirada ni un momento de la cara de Aomame. No movió los ojos ni un milímetro.
Tamaru habló lentamente, para enfatizar lo que decía.
—En este país, la ley prohíbe que los ciudadanos porten armas de fuego. Lo sabías, ¿no?
—Claro.
—Te lo digo por si acaso: a mí nunca me han inculpado por ningún delito —dijo Tamaru—. En otras palabras, no tengo antecedentes penales. Es cierto que quizás he cometido alguna infracción en lo que respecta a la justicia. No lo puedo negar. Pero en cuanto a los archivos policiales, soy un ciudadano completamente limpio. Recto e íntegro, sin una sola tacha. Soy homosexual, pero eso no va en contra de la Ley. Pago los impuestos, como se me pide, y voto en las elecciones, a pesar de que los candidatos que he votado nunca han salido electos. También he pagado todas las multas de tráfico dentro del plazo. En los últimos diez años nunca me han detenido por exceso de velocidad. Además, estoy dado de alta en el sistema sanitario japonés, pago la cuota de recepción de la NHK mediante transferencia bancaria y tengo una American Express y una MasterCard. Si quisiera, podría pedir un préstamo hipotecario a treinta años, aunque ahora mismo no tengo intención de hacerlo. Y siempre es una alegría saber que me encuentro en esta situación. ¿Te das cuenta de que estás pidiendo que te consiga un arma a alguien a quien no sería exagerado considerar un pilar de la sociedad?
—Por eso te dije que esperaba que no fuera una molestia.
—Bueno, eso es verdad.
—Siento tener que pedírtelo, pero es que no se me ocurre nadie más a quien acudir.
De la garganta de Tamaru salió un débil ruido sordo. Sonaba un poco como un suspiro ahogado.
—Suponiendo que estuviera en situación de poder conseguírtela, lo lógico sería, probablemente, que te preguntara a quién tienes intención de disparar con el arma.
Aomame señaló su propia sien con el índice.
—Aquí, tal vez.
Tamaru se quedó mirando el dedo, totalmente inexpresivo, durante un rato.
—Entonces te preguntaría el motivo.
—Porque no quiero que me arresten. Morir no me da miedo. Aunque ir a la cárcel sea en extremo desagradable, creo que no hay más remedio que aguantarlo. Pero no quiero que una pandilla de indeseables me detenga y me torture, y tampoco quiero dar nombres de nadie. ¿Entiendes lo que digo?
—Creo que sí.
—No tengo intención de disparar a nadie, ni de atracar un banco. Por eso tampoco te estoy pidiendo una semiautomática de veinte tiros. Me basta con algo compacto y de poco retroceso.
—También puedes recurrir a una droga. Es más práctico que conseguir un arma de fuego.
—Sacar una droga y tomársela lleva su tiempo. Antes de haber mordido una cápsula me la podrían sacar de la boca e inmovilizarme. Sin embargo, con una pistola podría contener al enemigo y acabar con todo.
Tamaru reflexionó un rato. Tenía la ceja derecha un tanto erguida.
—Si por mí fuera, no querría perderte —dijo—. Me gustas bastante. Me refiero a nivel personal.
Aomame sonrió un poco.
—¿Para ser una mujer, quieres decir?
—Hombre, mujer o perro, no hay demasiados seres que me gusten —respondió Tamaru, sin cambiar de expresión.
—Desde luego —dijo Aomame.
—Pero, al mismo tiempo, mi prioridad en este momento es garantizar la tranquilidad y la salud de Madame. Y en cierto modo soy un profesional.
—Cae por su propio peso.
—Mirándolo desde ese punto de vista, veré qué puedo hacer. No te garantizo nada, pero a lo mejor encuentro a algún conocido que pueda atender a lo que me pides. Sin embargo, es un asunto extremadamente delicado. No es como comprar una manta eléctrica por correspondencia. Podría pasar una semana antes de que obtenga una respuesta.
—Está bien —dijo Aomame.
Tamaru achicó los ojos y alzó la vista hacia la arboleda en donde cantaban las cigarras.
—Espero que todo salga bien. Colaboraré en todo lo que pueda.
—Gracias. Este, probablemente, sea mi último trabajo. Quizá no vuelva a verte nunca más.
Tamaru estiró las manos, con las palmas mirando hacia arriba, como quien espera a que llueva en pleno desierto. Pero no dijo nada. Sus palmas eran grandes y gruesas, salpicadas de cortes. En vez de partes del cuerpo parecían enormes piezas de maquinaria pesada.
—No me gustan demasiado las despedidas —dijo Tamaru—. Yo ni siquiera tuve la oportunidad de decirles adiós a mis padres.
—¿Fallecieron?
—No sé si están vivos o muertos. Nací en Sajalín un año antes de que terminara la guerra. El sur de Sajalín era una colonia japonesa llamada, por aquel entonces, Karafuto, pero en el verano de 1945 fue ocupada por el Ejército soviético, y mis padres fueron capturados como prisioneros de guerra. Por lo visto, mi padre trabajaba en unas instalaciones portuarias. La mayoría de los prisioneros civiles japoneses fueron repatriados, pero como mis padres eran coreanos que habían sido enviados a Sajalín como mano de obra, no les permitieron regresar a Japón. El Gobierno japonés se negó a reclamarlos. El motivo era que, al terminar la guerra, las personas oriundas de la península de Corea dejaron de ser súbditas del Imperio del Japón. Algo espantoso. No había ni un ápice de humanidad. Los que lo desearan podían ir a Corea del Norte, pero no les dejaban regresar al sur, porque por aquel entonces la Unión Soviética no reconocía la existencia de Corea del Sur. Mis padres habían nacido en un pueblo pesquero a las afueras de Busan y no querían ir al norte, donde no tenían familiares ni conocidos. A mí, que todavía era un bebé, me dejaron en manos de unos repatriados japoneses que me llevaron a Hokkaidō. La situación del suministro de víveres en Sajalín por aquella época, así como el trato que recibían los prisioneros del Ejército soviético, eran terribles. Aparte de mí, mis padres tenían unos cuantos hijos más, todos niños pequeños, y criarme allí debía de ser complicado. Supongo que querían enviarme a Hokkaidō a mí primero para luego poder volver a juntarnos todos. O tal vez simplemente querían librarse con tacto de una molestia. Ignoro qué fue lo que ocurrió con exactitud. De todos modos, nunca volvimos a vernos. Quizás aún permanezcan en Sajalín. Quiero decir que quizá no hayan muerto todavía.
—¿No recuerdas nada de tus padres?
—Absolutamente nada, porque cuando me separé de ellos sólo tenía un año de edad. Tras haber sido criado durante un tiempo por aquel matrimonio, me metieron en un orfanato en medio de las montañas, en las afueras de Hakodate. Supongo que ellos tampoco se podían permitir ocuparse de mí para siempre. Se trataba de un centro dirigido por una comunidad católica, pero era un lugar terrible. Había una cantidad enorme de niños que se habían quedado huérfanos tras la guerra, y la comida y la calefacción eran insuficientes. Teníamos que hacer muchas cosas para poder sobrevivir. —Tamaru miró de reojo el dorso de su mano derecha—. Luego me adoptaron por pura formalidad, obtuve la nacionalidad japonesa y recibí un nombre japonés: Ken'ichi Tamaru. Sólo recuerdo que mi nombre verdadero era Pak. Y coreanos que se llamen Pak los hay a patadas.
Aomame y Tamaru estaban sentados, el uno junto al otro, escuchando el canto de las cigarras.
—Deberías comprar otro perro —dijo Aomame.
—Eso dice Madame. Que necesitan otro perro guardián en el centro de acogida. Sin embargo, todavía soy incapaz de hacerme a la idea.
—Te entiendo, pero es mejor que busques otro perro. Aunque, bueno, tampoco soy la más apropiada para ir dando consejos a los demás.
—Lo haré —dijo Tamaru—. Es cierto que necesitamos un perro adiestrado. En cuanto pueda, llamaré a la tienda de perros.
Aomame miró el reloj de pulsera y se levantó. Aún faltaba un buen rato hasta la puesta del sol, pero en el cielo se atisbaba un tenue indicio crepuscular. En medio del verdor se empezaba a mezclar un verde de un matiz diferente. Notaba todavía una ligera ebriedad provocada por el jerez. ¿Seguiría durmiendo la señora?
—Chéjov dijo una vez —comentó Tamaru levantándose lentamente—: «Cuando en una historia aparece un arma de fuego, ésta deberá ser disparada».
—¿Qué quiere decir?
Tamaru se levantó para colocarse frente a Aomame y le habló. El era unos centímetros más alto.
—Que no debe utilizarse un accesorio innecesario en medio de una historia. Si aparece una pistola, en algún momento de la historia es necesario dispararla. Chéjov prefería escribir obras desprovistas de florituras inútiles.
Aomame estiró de las mangas de su vestido y se echó el bolso bandolera al hombro.
—Entonces, eso es lo que te preocupa: que si surge una pistola quiere decir que, sin lugar a dudas, en un momento dado va a ser disparada.
—Visto desde la perspectiva de Chéjov.
—Y por eso preferirías no tener que conseguirme un arma.
—Es peligroso e ilegal. Y además Chéjov es un autor en el que se puede confiar.
—Pero esto no es una historia, sino el mundo real.
Tamaru entornó los ojos y miró fijamente a la cara a Aomame. Luego abrió poco a poco la boca.
—¡Quién sabe!