¿Qué sentido tiene que exista otro mundo?
El jueves estuvo lloviendo desde la mañana. No era una lluvia demasiado intensa, pero sí terriblemente pertinaz. Desde que había empezado a llover, el día anterior por la tarde, aún no había escampado ni un solo momento. Cuando parecía que iba a despejar, el chaparrón se intensificaba de repente. Pese a que ya se encontraban en la segunda mitad de julio, la estación de las lluvias no daba señales de terminar. El cielo estaba oscuro, como si lo hubieran cubierto con una tapa, y el mundo entero se teñía de una pesada humedad.
Antes del mediodía se puso un impermeable y un sombrero, y cuando se disponía a ir de compras por el barrio, vio un grueso sobre acolchado de color marrón metido en el buzón. No llevaba matasellos, ni lo habían sellado. Tampoco aparecía una dirección, ni el nombre del remitente. En el centro del anverso habían escrito «Tengo» con bolígrafo, con una letra pequeña y angulosa. La caligrafía era como si hubieran escarbado con un clavo sobre arcilla seca. Era la típica letra de Fukaeri. Abrió el sobre y en su interior encontró un casete TDK de sesenta minutos de apariencia sumamente impersonal. No se adjuntaba ningún tipo de carta o nota. No traía carcasa, ni una etiqueta pegada en la cinta.
Tengo dudo un instante, pero acabó desistiendo de salir a comprar, regresó a su piso y decidió escuchar la cinta. La examinó en el aire y luego la sacudió varias veces. A pesar de tener un aspecto un tanto enigmático, se trataba sin duda de un simple producto fabricado en serie. Era improbable que el radiocasete fuera a explotar al reproducir la cinta.
Se quitó el impermeable, colocó el radiocasete sobre la mesa de la cocina y metió la cinta en el aparato. También se proveyó del cuaderno y el bolígrafo que tenía para cuando necesitaba tomar notas. Al mirar a su alrededor y comprobar que no había nadie, pulsó el botón del play.
Al principio no se oía nada. La habitación se quedó en silencio durante un rato. Cuando empezaba a pensar si no sería sólo una cinta virgen, de repente se oyó un ruido de fondo, como de un objeto pesado. Parecía que arrastraban una silla. Se escuchó algo parecido a un ligero carraspeo. A continuación, Fukaeri se puso a hablar.
«Tengo», dijo, como si estuviera realizando una prueba de sonido. Aquélla debía de ser la primera vez, por lo que Tengo recordaba, que Fukaeri pronunciaba su nombre.
La chica volvió a carraspear. Parecía un poco nerviosa.
«Te podría haber escrito una carta, pero como no se me da bien, grabo esta cinta. Así me siento más a gusto que hablando por teléfono. Por teléfono nos podrían escuchar a escondidas. Un segundo, voy a beber».
Se oyó cómo Fukaeri tomaba un vaso, bebía un sorbo y volvía a colocarlo (quizá) sobre una mesa. Registrada en la cinta, su peculiar manera de hablar, carente de acento, signos de interrogación y puntuación, sonaba todavía menos normal que cuando se charlaba con ella. Incluso podría decirse que parecía irreal. Pero, a diferencia de cuando mantenía una conversación corriente, en el casete hablaba enlazando numerosas oraciones.
«Te has enterado de que he desaparecido. Quizás estés preocupado, pero tranquilo, en el sitio en el que me encuentro ahora no corro ningún peligro. Quería que lo supieras. Aunque he hecho algo malo, creí que era mejor avisarte».
(Pausa de diez segundos)
«Te pido que no le digas a nadie que estoy aquí. El profesor denunció mi desaparición a la policía. Pero la policía no va a actuar. Los niños que se fugan de casa no son algo raro, así que me voy a quedar aquí durante un tiempo».
(Pausa de diez segundos)
«Estoy en un lugar lejano y, mientras no salga afuera, nadie me va a encontrar. Muy lejano. Azami te ha llevado esta cinta a casa. El correo no es seguro. Tengo que ser precavida. Un minuto. Voy a ver si está grabando
(Ruido de botón. Breve pausa. Vuelve el sonido)
«Está grabando bien».
A lo lejos se oían voces de niños gritando. También se escuchaba vagamente una música. Quizás entraba por alguna ventana abierta. A lo mejor había un jardín de infancia cerca.
«Muchas gracias por dejar que me quedara en tu piso el otro día. Lo necesitaba. También necesitaba conocerte. Gracias por leerme el libro. Los guiliacos me han fascinado. Por qué andarán por las ciénagas del bosque en vez de caminar por carreteras amplias».
(Tengo le añadió los signos de interrogación)
«Aunque las carreteras son más cómodas, los guiliacos se apartan de ellas y se sienten más a gusto caminando por el bosque. Para caminar por la carretera tendrían que volver a aprender desde el principio a caminar. Al volver a aprender a caminar, tendrían que volver a aprender otras cosas. Yo no podría vivir como los guiliacos. Tampoco me gustaría que los hombres me estuvieran pegando siempre. Ni vivir en una casa sucia, llena de gusanos. Sin embargo, a mí tampoco me gusta demasiado andar por carreteras amplias. Voy a beber otra vez».
Fukaeri volvió a beber agua. Hubo un instante de silencio y luego se escuchó cómo devolvía el vaso a la mesa dando un golpe. A continuación se secó los labios con la punta de los dedos. ¿No sabría que la grabadora tenía un botón para interrumpir la grabación?
«Quizás haya hecho mal desapareciendo. Pero es que yo no quiero ser novelista, ni tengo intención de escribir nada más. Azami me buscó información sobre los guiliacos. Fue a la biblioteca a investigar. Los guiliacos viven en Sajalín y no tienen alfabeto, como los ainus o los indios de Norteamérica. No dejan nada por escrito. Igual que yo. Cuando se transforma en letras, deja de ser lo que yo digo. Tú lo has convertido en un texto muy bonito y creo que nadie podría haberlo hecho tan bien como tú. Sin embargo, ya no es lo que yo dije. Pero no te preocupes. No es tu culpa. Tan sólo es que camino alejándome de carreteras amplias».
En ese punto, Fukaeri volvió a hacer una pausa. Tengo se imaginó a la chica caminando en silencio, alejada de una amplia carretera.
«El profesor posee una gran fuerza y una gran sabiduría. Pero la lítel pípol no es menos. Ten cuidado dentro del bosque. En el bosque hay algo valioso y la lítel pípol se encuentra en el bosque. Tenemos que encontrar lo que la lítel pípol no tiene para que no nos haga daño. De ese modo, podremos atravesar el bosque sanos y salvos».
Tras soltar todo eso casi sin tomar aliento, Fukaeri respiró hondo. Como lo hizo sin alejarse del micrófono, quedó grabado un ruido semejante a una ráfaga de viento soplando entre dos edificios. Una vez que se restauró el silenció, se oyó el claxon de un vehículo a lo lejos. Era el profundo y característico sonido de los camiones pesados, similar a una sirena de niebla. Dos veces, y breves. No debía de encontrarse muy lejos de una autopista.
(Carraspeo) «Se me ha puesto la voz ronca. Gracias por preocuparte por mí. Gracias por gustarte mi pecho, por dejarme dormir en tu piso y por prestarme tu pijama. Probablemente no podamos volver a vernos durante un tiempo. Como escribiste sobre ella, la lítel pípol debe de estar enfadada. Pero no te preocupes. Yo estoy acostumbrada al bosque. Adiós».
Entonces se oía un ruido y la grabación finalizaba.
Tengo pulsó el botón, detuvo la cinta y la rebobinó hasta el principio. Mientras escuchaba, gotas de lluvia caían de los aleros. Respiró hondo varias veces y dio vueltas al bolígrafo de plástico en la mano. Luego lo dejó sobre la mesa. Al final no tomó ninguna nota. Tan sólo prestó atención a la siempre peculiar voz de Fukaeri. Sin embargo, incluso sin haber tomado una sola nota, los puntos esenciales del mensaje de Fukaeri estaban claros.
(1) No había sido secuestrada, sino que simplemente se había escondido en algún lugar por algún tiempo.
(2) No tenía intención de escribir más libros. Sus historias estaban hechas para ser narradas oralmente; no se adaptaban bien a la escritura.
(3) La Little People no le va a la zaga en fuerza e inteligencia al profesor Ebisuno. Había que tener cuidado.
Esos eran los tres puntos que le había querido transmitir. El resto era la historia de los guiliakos. Un grupo de gente que tenía que caminar alejada de las amplias carreteras.
Tengo fue a la cocina y preparó café. Luego, mientras bebía el café, estuvo observando el casete, sin ningún propósito en particular. Entonces decidió volver a escucharlo una vez más desde el principio. En esta ocasión, por si acaso, detuvo la grabación a cada tanto y anotó concisamente los puntos esenciales. Luego repasó lo que había anotado, pero no descubrió nada nuevo.
¿Habría preparado Fukaeri unas sencillas notas para después hablar siguiendo lo que tenía escrito? A Tengo no le parecía que hubiera sido así. Ella no era de ésas. Seguro que había dicho frente al micrófono lo que se le había ocurrido, a tiempo real (sin detener siquiera la grabación).
¿Dónde podría estar? Los ruidos de fondo no le daban demasiadas pistas. Un portazo a lo lejos. El griterío de unos niños que parecía entrar por una ventana abierta. ¿Un jardín de infancia? El claxon de un camión pesado. No parecía que estuviera en medio de un denso bosque. Más bien debía de tratarse de algún rincón en una ciudad. En cuanto a la hora, podía ser bien entrada la mañana o temprano por la tarde. El ruido de la puerta al cerrarse sugería que quizá no estaba sola.
Lo que estaba claro era que Fukaeri se había escondido por su propia voluntad en algún sitio. No se trataba de una cinta que alguien le hubiera obligado a grabar. Uno se daba cuenta de ello al escuchar su voz y su manera de hablar. Aunque al principio se notaba un poco nerviosa, por lo demás parecía hablar libremente frente al micrófono y contar lo que ella pensaba.
«El profesor posee una gran fuerza y una gran sabiduría. Pero la lítel pípol no es menos. Ten cuidado dentro del bosque. En el bosque hay algo valioso y la lítel pípol se encuentra en el bosque. Tenemos que encontrar lo que la lítel pípol no tiene para que no nos haga daño. De ese modo podremos atravesar el bosque sanos y salvos».
Tengo volvió a escuchar esa parte. En ese instante, Fukaeri hablaba un tanto atropelladamente. Apenas hacía una pausa entre una frase y otra. La Little People representaba una amenaza para Tengo y para el profesor. Pero en el tono de Fukaeri nada indicaba que estuviera tachándola de maligna. Por su forma de hablar, parecía que eran más bien unos seres neutrales. Había otra parte que había llamado la atención de Tengo:
«Como escribiste sobre ella, la lítel pípol debe de estar enfadada».
Si realmente estaba enfadada, era natural que Tengo fuera uno de los objetivos de su cólera. Después de todo, era uno de los responsables de haber difundido su existencia entre la gente al hablar de ella en un texto. Si se disculpara diciendo que no lo había hecho con mala intención, seguro que no lo escucharían.
¿Qué tipo de daño podía infligir la Little People a las personas? Evidentemente, no había forma de que Tengo lo supiera. Rebobinó una vez más la cinta, la metió en el sobre y lo guardó en un cajón. Volvió a ponerse el impermeable y el sombrero y salió a hacer compras en medio de la incesante lluvia.
Pasadas las nueve de aquella noche, Komatsu lo telefoneó. Como las otras veces, supo que era él antes de descolgar el aparato. Tengo estaba en la cama, leyendo un libro. Después de dejarlo sonar tres veces, se levantó despacio y alcanzó el teléfono, que estaba frente a la mesa de la cocina.
—¡Eh, Tengo!—dijo Komatsu—. ¿Por casualidad estabas bebiendo alcohol ahora mismo?
—No, estoy sobrio.
—Pues después de lo que debo contarte, quizá te entren ganas —dijo Komatsu.
—Debe de ser algo divertido, entonces.
—No sé qué decirte. Me parece que no es tan divertido. Aunque, paradójicamente, quizá resulte un tanto gracioso.
—Como los relatos de Chéjov.
—En efecto —dijo Komatsu—. Como los relatos de Chéjov. Nunca mejor dicho. Tu forma de expresarte siempre es sencilla pero certera.
Tengo se quedó callado y Komatsu prosiguió:
—Ha surgido un pequeño problema. La policía ha tomado en consideración la denuncia del profesor Ebisuno y ha comenzado de forma oficial una investigación. Bueno, tratándose de la policía supongo que tampoco se pondrán en serio en la investigación. Y es que ni siquiera se ha exigido que se pague un rescate. Lo dejarán estar y, cuando algo ocurra y la situación se complique, simularán que de momento están investigando. Sin embargo, los medios de comunicación no se van a quedar quietos. Ya han venido de algunos periódicos a preguntarme. Yo me he mantenido firme en la postura de no saber nada, desde luego. Y es que, por ahora, no hay nada que contar. Esos tipos ya deben de estar removiendo cielo y tierra para averiguar la relación de Fukaeri y el profesor Ebisuno y el pasado revolucionario de los padres de la chica. Supongo que poco a poco la información irá saliendo a la luz. El problema son las revistas semanales. Los escritores freelance y los periodistas pululan como tiburones que han olfateado sangre. Son diestros y, una vez que muerden, no sueltan su presa. Después de todo, viven de ello. La privacidad y la mesura les importa un bledo. También viven de la escritura, pero no se trata de jóvenes escritores apacibles como tú.
—¿Lo que me quiere decir, entonces, es que debería andarme con ojo?
—Efectivamente. Deberías estar alerta y cubrirte las espaldas. Nunca se sabe dónde ni qué podrían estar hurgando.
Tengo se imaginó un pequeño bote, rodeado por una manada de tiburones. Pero no parecía más que una viñeta sin gracia de un tebeo. «Tenemos que encontrar lo que la lítel pípol no tiene», había dicho Fukaeri. ¿A qué demonios se referiría?
—Pero, señor Komatsu, ¿acaso no era justo esto lo que el profesor Ebisuno buscaba?
—Sí, puede ser —dijo Komatsu—. Quizá nos haya utilizado con mucho tacto. Pero, más o menos, sabíamos desde el principio cuál era su idea. Él no nos ocultó su intención. En ese sentido ha jugado limpio. En cierto momento, yo también pude decirle: «Profesor, me parece peligroso. Yo no voy a participar». Si fuera un editor honrado, eso sería lo que hubiera dicho, sin duda. Sin embargo, como bien sabes, no se puede decir precisamente que sea un editor honrado. En aquel momento el asunto ya estaba en marcha y a mí también me apetecía. Quizás hemos bajado un poco la guardia.
Se hizo un silencio al aparato. Era un silencio breve pero tenso.
—En definitiva, que el profesor Ebisuno se apoderó del plan que usted había ideado cuando éste ya estaba en marcha —señaló Tengo.
—Sí, podría decirse así. O sea, sus designios fueron más fuertes.
—¿Cree que el profesor Ebisuno será capaz de zafarse de todo este jaleo?
—Desde luego que sí. Es un hombre perspicaz, que confía en sí mismo. Posiblemente las cosas le salgan bien. Sin embargo, si el jaleo supera sus planes, puede que la situación se le escape de las manos.
Por muy excelente persona que se sea, todos tenemos nuestros límites. Así que te recomiendo que te abroches bien abrochado el cinturón de seguridad.
—Señor Komatsu, cuando se viaja en un avión que se va a estrellar el cinturón no sirve para nada.
—Pero consuela.
Tengo sonrió involuntariamente. Aunque fue una sonrisa floja.
—¿Ése es el quid de todo este asunto? ¿Del asunto no divertido pero, paradójicamente, un tanto gracioso?
—Siento haberte metido en todo esto. Sinceramente —dijo Komatsu en un tono inexpresivo.
—Yo doy igual. No tengo nada que perder. Ni familia, ni un estatus social, ni un futuro prometedor. La que me preocupa es Fukaeri. Es una chica de tan sólo diecisiete años.
—A mí también me preocupa, por supuesto. ¿Cómo podría no preocuparme? Pero con darle vueltas al asunto no resolveremos nada, Tengo. De momento, pensemos en amarrarnos fuerte a alguna parte para que el vendaval no nos golpee y se nos lleve. Por ahora, deberías estar atento a los periódicos.
—Últimamente me preocupo de leer el periódico todos los días.
—Bien hecho —dijo Komatsu—. Por cierto, ¿se te ha ocurrido dónde podría estar Fukaeri? Cualquier dato puede servir.
—Nada —respondió Tengo. Contar mentiras no se le daba bien. Y Komatsu tenía un olfato muy fino. Pero Komatsu no pareció percibir el leve temblor en la voz de Tengo. Debía de tener la cabeza llena de asuntos propios.
—Si surge cualquier cosa, me avisas —dijo Komatsu, y colgó el teléfono.
Tras dejar el auricular, lo primero que hizo Tengo fue echar mano de un vaso y servirse unos dos centímetros de bourbon. Tal como había dicho Komatsu, necesitaba un trago después de aquella llamada.
El viernes, su novia lo visitó, como siempre. Aunque había escampado, el cielo estaba encapotado. Los dos tomaron un almuerzo ligero y se metieron en la cama. Mientras hacían el amor, Tengo no dejaba de pensar entrecortadamente en diferentes cosas, pero no afectó al alborozo carnal que le producían las relaciones sexuales. Como de costumbre, ella supo extraer hábilmente y despachar con desenvoltura el deseo que Tengo había acumulado durante una semana. Al mismo tiempo, ella también obtuvo su satisfacción. Igual que un competente asesor fiscal que se deleita realizando complejas operaciones numéricas en su libro de cuentas. Y, sin embargo, pareció darse cuenta de que Tengo estaba absorto en otra cosa.
—Parece que últimamente el whisky ha bajado bastante —dijo ella. Para gozar de las reverberaciones de su encuentro sexual, colocó las manos sobre el grueso pecho de Tengo. En el dedo anular llevaba una alianza con un pequeño pero refulgente diamante. Ella se refería a la botella de Wild Turkey que estaba en una repisa desde hacía mucho tiempo. Al igual que otras muchas mujeres de mediana edad que hacían el amor con hombres más jóvenes, se fijaba en el mínimo cambio.
—Últimamente me despierto muchas veces de noche —dijo Tengo.
—¿No será que estás enamorado?
Tengo sacudió la cabeza.
—No, no estoy enamorado.
—¿Te va todo bien en el trabajo?
—Por ahora, todo avanza en orden. Por lo menos avanza hacia algún sitio.
—Sin embargo, pareces preocupado por algo.
—No sé. Quizá simplemente me cueste dormir. Aunque no es algo que suela pasarme. Siempre he sido de los que, cuando duermen, duermen como un lirón.
—¡Pobre Tengo! —exclamó ella. Entonces le masajeó suavemente los testículos con la mano en la que no llevaba alianza—. ¿Y tienes pesadillas?
—Casi nunca sueño —dijo Tengo. Eso era verdad.
—Yo sueño a menudo. Y sueño varias veces con lo mismo. Dentro del sueño, yo misma soy consciente de que es algo que ya he visto otras veces. ¿No te parece raro?
—¿En qué consisten los sueños?
—Pues, por ejemplo, a veces sueño con una cabaña en un bosque.
—Una cabaña en un bosque —dijo Tengo. Pensó en las personas que estaban dentro del bosque: los guiliakos, la Little People y Fukaeri—. ¿Cómo es la cabaña?
—¿De veras quieres que te lo cuente? ¿No te aburre escuchar los sueños de los demás?
—No, para nada. Si tú quieres, me encantaría escucharte —dijo Tengo con franqueza.
—Camino sola por el bosque. No es un bosque oscuro y lúgubre como en el que se perdieran Hansel y Gretel, sino uno más bien luminoso, liviano. Es por la tarde, hace un tiempo cálido, agradable y camino plácidamente. Entonces me encuentro con una casita en el camino. Tiene una chimenea y un pequeño porche, y de las ventanas cuelgan cortinas de algodón a cuadros. En fin, una apariencia bastante acogedora. Llamo a la puerta y digo «¡Hola!», pero no contestan. Cuando vuelvo a golpear la puerta, un poco más fuerte, ésta se abre sola. No debía de estar bien cerrada. Entro en la casa, avisando: «¡Hola! ¿Hay alguien ahí? ¡Voy a entrar!».
Mientras le acariciaba suavemente los testículos, lo miraba a la cara.
—¿Sigues la historia hasta ese punto?
—Sí, la sigo.
—Es una cabaña de una sola pieza. Con una construcción muy simple. Tiene una pequeña cocina, una cama y un comedor. En el centro hay una estufa de leña, y en una mesa hay dispuesta comida para cuatro personas, bien presentada. Los platos despiden vapor blanco. Sin embargo, dentro no hay nadie. Es como si en el momento en el que la comida estaba lista y todos iban a sentarse a la mesa, algo extraño hubiera ocurrido, por ejemplo, que había aparecido de repente algún tipo de bestia, y todos habían huido de allí juntos. Pero las sillas no estaban mal puestas. Es un ambiente tranquilo, de una cotidianidad inexplicable. Con la salvedad de que no hay nadie.
—¿Qué comida había sobre la mesa?
Ella hizo un gesto como de pensar.
—No me acuerdo. Ahora que lo dices, ¿qué comida había? Bueno, la comida no es lo importante. El asunto es que estaba caliente, recién hecha. En fin, me siento en una silla y espero a que la familia que allí vive regrese. Por algún motivo, necesito esperar a que vuelvan. Por qué, no lo sé. Después de todo, no es más que un sueño, y no todas las cosas deben tener una explicación precisa. Quizá quiero que me indiquen el camino de vuelta, tengo que conseguir alguna cosa, o algo por el estilo. Entonces me pongo a esperar a que vuelvan. Pero espero y espero, y ellos no vienen. La comida sigue desprendiendo vapor. Al verla, me entra un hambre canina. Pero por mucha hambre que tenga, como no hay nadie, no voy a coger así como así comida de la mesa. ¿No crees?
—Supongo que sí —dijo Tengo—. Pero siendo un sueño, tampoco estoy tan seguro.
—Pero, entretanto, se hace de noche. El interior de la cabaña se oscurece. El bosque se va ensombreciendo rápidamente. Quiero encender la luz de la cabaña, pero no sé cómo hacerlo. Poco a poco me invade la angustia. Y, de repente, me doy cuenta de algo: resulta extraño que la cantidad de vapor que desprende la comida no haya disminuido ni un ápice con respecto a hace un rato. Pese al tiempo que ha transcurrido, la comida sigue humeante. Entonces me empieza a parecer raro. Hay algo extraño. Y el sueño se termina.
—No sabes qué ocurre a continuación.
—Estoy segura de que ocurre algo —dijo ella—. Se hace de noche, no sé el camino de regreso y me encuentro sola dentro de esa absurda cabaña. Algo está ocurriendo. Me da la impresión de que no se trata de algo bueno. Pero el sueño siempre se acaba en ese punto. Y he tenido el mismo sueño montones de veces.
Ella dejó de acariciarle los testículos y apoyó la mejilla contra el pecho de Tengo.
—Puede que el sueño sugiera algo.
—¿El qué?
Ella no contestó. En cambio, le hizo otra pregunta.
—Tengo, ¿quieres saber cuál es la parte más terrorífica de todo el sueño?
—Sí.
Ella liberó un hondo suspiro que golpeó los pezones de Tengo, como una cálida ráfaga de viento que llega tras pasar por un angosto estrecho en el mar.
—Que esa bestia quizá sea yo misma. En un momento dado se me ocurrió esa posibilidad. A lo mejor aquellas personas habían interrumpido la cena y habían huido de la casa precisamente al ver cómo me aproximaba caminando hacia ellos. Y a lo mejor, mientras yo esté ahí, nunca podrán volver. Pero, a pesar de ello, tengo que quedarme dentro de la cabaña esperando a que regresen. Esa idea me produce un miedo terrible e incontrolable.
—O también puede ser que estés en tu casa y que esperes a tu otra tú, la tú que ha huido.
Una vez dicho eso, Tengo se dio cuenta de que no debió haberlo dicho. Pero ahora ya no podía retirar sus palabras. Ella se quedó callada durante un largo rato. Luego le agarró los testículos con determinación. Tan fuerte que no le dejaba respirar.
—¿Por qué me dices esa cosa tan horrible?
—No lo he dicho por nada. Simplemente se me ha pasado por la cabeza. —Tengo consiguió exprimir un hilo de voz.
Ella aflojó la mano que le agarraba los testículos y soltó un suspiro
—Ahora háblame de tus sueños. De qué tratan tus sueños.
—Ya te he dicho antes que apenas sueño. Sobre todo últimamente —dijo Tengo, una vez que recuperó el aliento.
—Pero algo soñarás. No hay nadie que no sueñe. Con tus palabras ofendes al doctor Freud.
—Puede que sueñe, pero no me acuerdo de nada.
Ella colocó el pene flácido de Tengo sobre la palma de su mano y lo sopesó con cuidado. Como si su peso revelara una verdad primordial.
—Entonces, dejémoslo. En lugar de ello, háblame de la novela que estás escribiendo.
—Si es posible, preferiría no hablar de la novela que estoy escribiendo.
—Oye, no te estoy diciendo que me cuentes toda la historia. No te pido tanto. Sé de sobra que, a pesar de esa constitución tuya, eres un chico sensible. Me basta con un aperitivo, con un pequeño episodio secundario, o con que me hables un poquito de lo que sea. Quiero que me confieses a mí sola algo que nadie más sabe todavía. Me has dicho algo terrible, así que quiero que lo repares. ¿Me entiendes?
—Creo que sí —replicó Tengo, poco seguro de sí mismo.
—Pues, venga, habla.
Tengo se puso a hablar, con el pene sobre la palma de la mano de su novia.
—Es una historia sobre mí mismo. O más bien una historia sobre alguien basado en mí.
—Quizá sea eso —dijo su novia—. ¿Y yo aparezco en la historia?
—No, porque me encuentro en un mundo que no es éste.
—Yo no estoy en el mundo que no es éste.
—No sólo tú. La gente que se encuentra en este mundo no está en el otro.
—¿En qué se diferencia ese mundo de éste? ¿Te das cuenta de en cuál de los dos mundos estás?
—Sí que me doy cuenta, porque soy yo quien escribe.
—Me refiero al resto de la gente. Por ejemplo, si de repente, por algún motivo, yo me metiera en ese mundo.
—Supongo que sí —dijo Tengo—. Porque, por ejemplo, en el otro mundo hay dos lunas.
La idea de un mundo con dos lunas en el firmamento la había sacado de La crisálida de aire. Tengo intentaba escribir una historia más larga y compleja sobre aquel mundo —y que fuera su propia historia. Que el escenario fuera el mismo podría resultar un problema a posteriori. Pero, de momento, Tengo quería escribir una historia situada en un mundo con dos lunas. De lo que pudiera ocurrir ya se preocuparía más tarde.
—O sea, que al mirar al cielo de noche y ver dos lunas, te das cuenta: «¡Ah! Este es el otro mundo».
—Sí, ése es un indicio.
—¿Y no se superponen las dos lunas? —preguntó ella.
Tengo negó con la cabeza.
—No me preguntes por qué, pero entre las dos lunas siempre se preserva una distancia fija.
La novia se quedó pensando un rato sobre ese mundo. Sus dedos trazaban una figura sobre el pecho desnudo de Tengo.
—¿Sabes cuál es la diferencia en inglés entre lunatic e insane? —le preguntó ella.
—Ambos son adjetivos que indican una anomalía psicológica. La diferencia de matices no la conozco.
—Insane es un problema mental congénito, y se considera conveniente tratarlo con una terapia especializada. En cambio, lunatic se refiere a una pérdida temporal del juicio debido al efecto de la Luna. En la Inglaterra del siglo XIX, si una persona considerada lunática cometía un crimen, se le rebajaba la pena un grado, con el atenuante de que no había sido responsabilidad suya, sino que había actuado inducida por la luz de la Luna. Parece increíble, pero tal ley existió de verdad. Es decir, el hecho de que la Luna enloquecía a las personas se recogía en la ley.
—¿Cómo sabes eso? —preguntó Tengo sorprendido.
—No sé por qué te extrañas. He vivido diez años más que tú. Por lo tanto, será normal que sepa más cosas que tú.
Tengo reconoció que tenía razón.
—Para ser exacta, recibí clases de literatura inglesa en la Nihon Joshi Daigaku.[14] Lecturas de Dickens. Tenía un profesor un tanto extravagante que no hacía más que digresiones que no tenían nada que ver con el argumento de la obra. Lo que te quería decir es que si una luna basta para enloquecer a una persona, si hubiera dos, ¿la gente no acabaría aún más trastocada? Las mareas también cambiarían y aumentarían los trastornos de la regla en las mujeres. Supongo que irían surgiendo irregularidades, una tras otra.
Tengo se puso a pensar en ello.
—Pues la verdad es que quizá sí.
—¿En el otro mundo, la gente enloquece a menudo?
—No. No más que en éste. Quiero decir, la gente hace más o menos lo mismo que hacemos aquí.
Ella le agarró suavemente el pene.
—En el otro mundo, la gente hace lo mismo que hacemos aquí. Entonces, ¿qué sentido tiene que exista otro mundo?
—El sentido de que exista otro mundo es que se puede reescribir el pasado de este mundo —dijo Tengo.
—¿Lo puedes reescribir como te dé la gana?
—Sí.
—¿Tú quieres reescribir el pasado?
—¿Tú no?
Ella negó con la cabeza.
—No tengo ningún interés por reescribir el pasado o la Historia. Yo lo que quiero reescribir es el presente.
—Pero si reescribes el pasado, el presente también cambiaría de forma espontánea. Y es que el presente se forma por acumulación del pasado.
Ella volvió a suspirar. Entonces, movió repetidamente arriba y abajo la mano que agarraba el pene de Tengo. Como si estuviera haciéndole una prueba de funcionamiento a un ascensor.
—Sólo hay algo que puedo afirmar y es que una vez fuiste un niño prodigio de las matemáticas, tuviste algún dan en judo y escribes novelas, pero a pesar de ello no tienes ni puñetera idea de este mundo.
A Tengo no le sorprendió ser juzgado de forma tan categórica. Últimamente, el hecho de no saber nada se había convertido para él en una situación habitual. No era ninguna novedad.
—Pero no supone ningún problema que no sepas nada. —Su novia cambió de postura y arrimó el pecho contra el cuerpo de él—. Mira, Tengo, tú eres un profesor de matemáticas soñador, que da clases en una academia, y que día tras día escribe novelas. Sé tal como eres. A mí me encanta tu polla. Su forma, su tamaño y su tacto. Dura y flácida. Estando enfermo y estando sano. Y desde hace un tiempo es toda para mí sola. Es así, ¿no?
—Efectivamente —reconoció Tengo.
—¿Te he dicho alguna vez que soy muy celosa?
—Sí, me lo has dicho. De unos celos desmesurados.
—Completamente desmesurados. Siempre ha sido así. —En ese momento, empezó a mover poco a poco los dedos en todas las direcciones—. Te la voy a poner dura otra vez. ¿Alguna objeción al respecto?
Tengo le contestó que no había ninguna objeción.
—¿En qué piensas ahora?
—En que fuiste a la universidad y recibiste clases de literatura inglesa en la Nihon Joshi Daigaku.
—El libro que leíamos era Martin Chuzzlewit. Yo tenía dieciocho años, llevaba un vestido muy mono con volantes y el pelo recogido en una coleta. Era muy estudiosa y, por aquel entonces, aún era virgen. A lo mejor te parece que estoy hablando de otra vida, pero la cuestión es que lo primero que aprendí al llegar a la universidad fue la diferencia entre lunatic e insane. ¿Qué? ¿No te excita imaginártelo?
—Claro que sí. —Cerró los ojos y se imaginó el vestido de volantes y la coleta. Una chica estudiosa aún virgen. Pero de unos celos completamente desmesurados. La Luna iluminando el Londres de Dickens. Gente insana y gente lunática deambulando por sus calles. Todos llevan sombreros y bigotes similares. ¿Cómo se distingue la diferencia? Al cerrar los ojos, Tengo dejó de estar seguro de a qué mundo pertenecía.