Seamos felices o desdichadas
A la noche siguiente, aún había dos lunas. La grande era la Luna de siempre. Un misterioso albor la ceñía por completo, como si hubiera acabado de atravesar una montaña de ceniza, pero dejando eso de lado, era la vieja y conocida Luna. La Luna que, en el caluroso verano de 1969, Neal Armstrong había marcado con un modesto pero colosal primer paso. Luego, a su lado, estaba la pequeña y deforme luna verde. Ésta flotaba arrimada con cierto recato a la grande, como una niña traviesa.
«Tengo que haberme vuelto loca», pensó Aomame. «Siempre ha habido una sola Luna y ahora también debería haber una sola. Si apareciese otra, tendrían que producirse diversos cambios reales en la vida de la Tierra. Por ejemplo, la relación entre la pleamar y la bajamar cambiaría radicalmente y eso daría mucho de qué hablar. No puede ser, de ninguna manera, que no me haya dado cuenta. No es lo mismo que haberme despistado y haber pasado por alto un artículo del periódico.
»Pero ¿será real? ¿Puedo afirmarlo convencida al cien por cien?». Aomame frunció el ceño durante un rato. «A mi alrededor no dejan de ocurrir cosas extrañas. El mundo avanza a su capricho, a mis espaldas. Es como si estuviera jugando a que, en cuanto yo cierro los ojos, todo se mueve. En ese caso, tal vez no sea tan extraño que en el cielo se alineen dos lunas. A lo mejor, un día, mientras mis sentidos dormían, esa otra luna surgió de improviso, procedente de algún lugar del espacio, con pinta de ser prima lejana de la Luna, y decidió quedarse en el campo de gravitación de la Tierra».
El uniforme y el arma reglamentaria de la policía habían sido renovados. Una unidad policial y un grupo radical habían protagonizado un violento tiroteo en medio de las montañas de Yamanashi. Todo había sucedido sin que ella se diera cuenta. Otra noticia había sido que los Estados Unidos y la Unión Soviética estaban colaborando en la construcción de una base lunar. ¿Habría alguna relación entre todo eso y el hecho de que hubiera aumentado el número de lunas? Escarbó en su memoria para recordar si había encontrado algún artículo relacionado con esa nueva luna en las ediciones reducidas de los periódicos que había leído en la biblioteca, pero no se acordaba de ninguno.
Se lo podría preguntar a alguien, aunque no tenía ni idea de cómo podría plantearlo. ¿Y si dijera «Oye, me parece que hay dos lunas en el cielo. ¿Podrías mirar un segundo?», o algo por el estilo? Pero ésa era una pregunta estúpida, bajo cualquier óptica. Si fuera verdad que había dos lunas, el hecho de no saberlo resultaría extraño, y si sólo hubiera una, como siempre, pensarían que estaba desquiciada.
Aomame se hundió en una silla hecha de tubos, colocó ambas manos sobre los apoyabrazos y se puso a pensar en diez maneras distintas de preguntar algo así. Incluso probó a enunciar las preguntas en voz alta. Pero todas sonaban igual de idiotas. No había remedio. La situación en sí se salía de lo común. Plantear una pregunta lógica era imposible. Estaba claro como el agua.
De momento, decidió dejar aparcado el tema de las dos lunas. Ya reflexionaría más tarde, puesto que, por lo pronto, no le causaba ningún problema real. Además, tal vez desapareciese de repente sin que se diera cuenta.
Al día siguiente, pasado el mediodía, fue al club de deportes en Hiroo e impartió dos clases de artes marciales y una clase privada. Cuando pasó por la recepción del club, le hicieron llegar, cosa extraña, un mensaje de la anciana de Azabu. Le había escrito que hiciera el favor de contactar con ella cuando estuviera libre.
Tamaru se puso al teléfono, como de costumbre:
—Si te parece bien, ¿podrías pasarte por aquí mañana? Es el programa de siempre. Luego me ha dicho si podríais tomar una cena ligera las dos juntas.
—Iré pasadas las cuatro. Cenaré con ella con mucho gusto —contestó Aomame.
—Perfecto —dijo él—. Entonces, mañana a las cuatro y pico.
—Oye, Tamaru, ¿te has fijado en la Luna últimamente? —preguntó Aomame.
—¿En la Luna?—dijo Tamaru—. ¿La Luna que está en el cielo?
—Sí.
—No recuerdo haberme parado a mirarla. ¿Qué le pasa a la Luna?
—No importa —dijo Aomame—. Bueno, hasta mañana a las cuatro y pico.
Tamaru esperó un poco y colgó.
Aquella noche había dos lunas. A ambas les faltaban dos días para el plenilunio. Aomame, con una copa de coñac en la mano, contempló durante un buen rato la pareja de lunas, la grande y la pequeña, como si contemplara un enigma irresoluble. Cuanto más miraba, más incomprensible le parecía aquella combinación. Si fuera posible, le gustaría inquirir directamente a la Luna. «¿A qué se debe que de repente te haya salido esa pequeña acompañante de color verde?». Pero la Luna no le contestaría, por supuesto.
La Luna había contemplado la Tierra de cerca durante más tiempo que nadie. Tal vez hubiera sido testigo de todos los fenómenos acaecidos en la Tierra, de todos los actos cometidos en ella. Sin embargo, permanecía en silencio, no los contaba. Cargaba con un voluminoso pasado, fría y certeramente. En ella no había aire ni viento. Su vacío era idóneo para conservar intactos los recuerdos. Nadie podía abrir el corazón de la Luna. Aomame alzó la copa hacia ella.
—¿Has dormido abrazada a alguien últimamente? —le preguntó Aomame.
La Luna no respondió.
—¿Tienes amigos? —preguntó Aomame.
La Luna no respondió.
—¿No te cansa vivir siempre así de impasible?
La Luna no respondió.
Como de costumbre, Tamaru la recibió a la entrada de la casa.
—Anoche miré la Luna —fue lo primero que le dijo Tamaru.
—¿Sí? —preguntó Aomame.
—Como me hablaste de ella, me inquietó. Al mirarla de nuevo, después de mucho tiempo, me pareció hermosa. Me produjo una sensación de calma.
—¿La miraste con tu novio?
—Así es —respondió Tamaru. Luego se rascó un lado de la nariz con los dedos—. Entonces, ¿qué le pasa a la Luna?
—No le pasa nada —dijo Aomame. Luego midió las palabras—. Sólo que últimamente, no sé por qué, me preocupa la Luna.
—¿Sin ningún motivo?
—Sin ningún motivo en particular —contestó Aomame.
Tamaru asintió en silencio. Parecía estar suponiendo algo. No se creía que careciera de motivo. Sin embargo, la guió hasta el solárium, como las otras veces, sin pedir más explicaciones. La señora, ataviada con el chándal de entrenamiento, estaba sentada en una butaca de lectura, leyendo un libro mientras escuchaba Lachrimae, una obra instrumental de John Dowland. Era una pieza que adoraba. Aomame, a quien se la había hecho escuchar varias veces, reconoció la melodía.
—Siento haberte avisado de un día para otro —dijo la anciana—. Debería haber concertado la cita antes, pero como tenía justo este hueco libre…
—Por mí no se preocupe —dijo Aomame.
Tamaru trajo una tetera cargada de infusión en una bandeja. La sirvió en dos elegantes tazas y después salió de la habitación y cerró la puerta. La señora y Aomame bebieron tranquilamente la tisana mientras escuchaban la música de Dowland y contemplaban las azaleas del jardín, que habían florecido con una explosión de color. Siempre que iba a aquel lugar, Aomame tenía la impresión de encontrarse en un mundo aparte. El ambiente era majestuoso y el tiempo fluía de forma especial.
—Al escuchar esta música, de vez en cuando me invade una extraña emoción relativa al tiempo —dijo la anciana, como leyendo la psique de Aomame—. Se dice que hace cuatrocientos años la gente escuchaba la misma música que estamos escuchando ahora. Cuando lo piensa, ¿no tiene una sensación rara?
—Pues sí —contestó Aomame—. Pero, ahora que lo dice, la gente de hace cuatrocientos años también veía la misma Luna que nosotras.
La anciana miró a Aomame un tanto sorprendida. Luego asintió.
—Es cierto. Tienes razón. Viéndolo de esa forma, el hecho de que en un intervalo de cuatrocientos años se escuche la misma música quizá no sea tan extraño.
—Casi la misma Luna, debería decir.
Después de decir eso, Aomame miró a la anciana a la cara. Pero su enunciado no pareció despertar ningún interés en ella.
—La interpretación de este cedé está ejecutada con instrumentos antiguos —dijo la anciana—. Utilizaron los mismos instrumentos y la interpretaron siguiendo las partituras de aquel entonces. Es decir, parece que la acústica de la música es, más o menos, la misma que la de aquella época. Igual que la Luna.
—Aunque la cosa sea la misma, supongo que la manera de entenderla ha cambiado mucho con respecto a ahora. La oscuridad nocturna de aquel entonces era más profunda y sombría, y la Luna brillaría con más fulgor, más grande. Y ni que decir tiene que esa gente no disponía ni de discos, ni de casetes ni de cedés. No podían permitirse escuchar a diario, cuando les viniera en gana, música tan bien ejecutada. Era algo muy especial.
—Efectivamente —reconoció la anciana—. Como vivimos en un mundo tan cómodo, nuestra sensibilidad ha languidecido. Aunque la Luna en el cielo sea la misma, nosotras tal vez veamos algo diferente. Hace cuatro siglos, seguro que hubiéramos poseído un espíritu más rico y próximo a la Naturaleza.
—Pero aquél era un mundo cruel. Más de la mitad de los niños perdían la vida antes de llegar a la edad adulta, a causa de infecciones crónicas y deficiencias nutritivas. La gente iba muriéndose como si nada por la polio, la tuberculosis, la viruela o el sarampión. Entre la plebe, no debía de haber muchos que pasaran de los cuarenta años. Las mujeres daban a luz a numerosos niños, a los treinta ya se les caían los dientes y se convertían en abuelas. A menudo, para sobrevivir, la gente tenía que recurrir a la violencia. A los niños se les imponían trabajos penosos que les causaban deformaciones en los huesos, y la prostitución de niñas era algo habitual. Quizá también de niños. Mucha gente vivía al límite, en un mundo ajeno a la sensibilidad y a la riqueza espiritual. Las calles de las ciudades estaban infestadas de discapacitados, mendigos y delincuentes. Los que podían sentir emociones profundas, contemplar la Luna, admirar obras de Shakespeare y escuchar la bella música de Dowland seguramente eran una pequeña porción de gente.
La anciana sonrió.
—Eres una mujer realmente interesante.
—Soy una persona del montón. Sólo que me gusta leer. Sobre todo, libros de historia —dijo Aomame.
—A mí también me gustan los libros de historia. Me enseñan que, tanto antes como ahora, seguimos siendo básicamente los mismos.
Aunque la forma de vestir o de vivir se diferencie un poco, aquello en lo que pensamos y que realizamos apenas ha cambiado. El ser humano, en resumidas cuentas, sólo es un portador de genes, no es más que una vía. Esos genes van pasando de época en época a través de nosotros, como si corrieran en caballos hasta reventarlos. Y no se pueden juzgar en términos de bueno o malo. Podemos tener suerte con ellos o no, pero de eso ellos no saben nada. Nosotros tan sólo somos un medio. Ellos únicamente tienen en cuenta lo que les resulta más eficaz para sí mismos.
—Sin embargo, nosotros sí que nos tenemos que juzgar en términos de bondad o maldad. ¿No le parece?
La anciana asintió.
—En efecto. Tenemos que juzgarnos. Pero los que rigen los fundamentos de nuestra vida son los genes. Naturalmente, ahí se produce una contradicción —dijo la anciana, y sonrió.
La conversación sobre la historia se terminó en ese punto. Ambas bebieron lo que les quedaba de infusión y pasaron al entrenamiento de artes marciales.
Ese día, comieron un ligero almuerzo dentro de la mansión.
—La verdad es que sólo hemos podido preparar cosas sencillas. ¿Le importa? —preguntó la anciana.
—Por supuesto que no —dijo Aomame.
Tamaru trajo la comida en un carrito. El que había preparado la comida debía de ser un cocinero profesional, pero Tamaru se encargaba de llevarla y servirla. Descorchó una botella de vino blanco que había en una cubitera y lo sirvió con manos expertas en dos copas. La anciana y Aomame bebieron de ellas. Tenía un buen aroma y estaba frío, en su punto. La comida consistía únicamente en espárragos blancos cocidos, ensalada nigoise y tortilla de cangrejo. Además, un bollo de pan y mantequilla. Todos los ingredientes eran frescos y deliciosos. La cantidad era la suficiente. De cualquier modo, la anciana siempre comía muy poco. Utilizaba tenedor y cuchillo con elegancia y se llevaba a la boca pequeñas cantidades, como un pajarillo. Mientras, Tamaru esperaba con paciencia, apartado en el rincón más alejado de la habitación. A Aomame siempre la sorprendía que un hombre con un físico voluminoso como el suyo fuera capaz de hacer desaparecer por completo cualquier indicio de su existencia durante tan largo tiempo.
En cuanto empezaban a comer, sólo charlaban entrecortadamente. Se concentraban en comer. La música sonaba a bajo volumen. Los conciertos para violoncelo de Haydn eran otras de las piezas que le gustaban a la anciana.
Les retiraron la comida y les trajeron una cafetera. Cuando Tamaru les sirvió el café, la anciana alzó un dedo hacia él.
—Eso es todo. Muchas gracias —le dijo.
Tamaru hizo una pequeña reverencia. Luego se fue de la sala sin hacer ruido al caminar, como siempre. La puerta se cerró en silencio. Mientras ellas bebían el café de sobremesa, el disco se terminó y un nuevo silencio reinó en la habitación.
—Usted y yo confiamos la una en la otra. ¿Verdad? —dijo la anciana mirando a Aomame directamente a la cara. Aomame asintió modestamente, pero sin reservas—. Ambas compartimos un valioso secreto. Como si dijéramos, nos entregamos la una a la otra.
Aomame asintió en silencio.
La primera vez que le reveló su secreto a la anciana fue en aquella misma habitación. Aomame se acordaba perfectamente. Tenía que confesarle a alguien aquel peso que llevaba en el corazón. La carga de seguir viviendo con aquello oprimiéndole el pecho comenzaba a resultar demasiado pesada. Por eso, cuando la anciana la incitó, Aomame abrió de par en par las puertas de su secreto, que habían permanecido cerradas durante largo tiempo. Su amiga del alma había sufrido la violencia de su marido durante años, su equilibrio psíquico se había desmoronado, y, después de tanto sufrimiento, había acabado suicidándose, al no encontrar una escapatoria. Aproximadamente un año más tarde, Aomame se inventó una excusa para hacer una visita a la casa del hombre. Luego se las apañó, de forma artera, para asesinarlo clavándole una aguja afilada en la nuca. Le dio un único pinchazo, sin dejarle marca de herida ni hemorragia. Se consideró que había muerto por enfermedad. Nadie sospechó nada. Aomame no pensó que hubiera hecho algo incorrecto y, aun ahora, no lo pensaba. Tampoco sentía remordimientos de conciencia. Sin embargo, no por eso se aligeraba la carga de haberle robado a propósito la vida a una persona.
La anciana prestó atención a la larga confesión de Aomame. La escuchó en silencio, hasta que terminó de contar los detalles, entre titubeos. Una vez que Aomame acabó, le hizo algunas preguntas sobre pormenores que no le habían quedado claros. Luego extendió el brazo y agarró con fuerza la mano de Aomame durante un largo rato.
—Hizo lo que debía —le dijo lentamente, para que le entrara en la cabeza—. Si ese hombre siguiera con vida, tarde o temprano acabaría haciéndoles pasar por lo mismo a otras mujeres. Ellos siempre encuentran víctimas. Pueden repetir lo mismo una y otra vez. Usted eliminó el mal de raíz. No se trata de una simple venganza personal. Esté tranquila.
Aomame hundió la cara entre las manos y se echó a llorar durante un rato. Lloraba por Tamaki. La anciana sacó un pañuelo y le enjugó las lágrimas.
—Extraña coincidencia —dijo la anciana con calma, sin vacilar—. Yo también hice desaparecer a alguien prácticamente por la misma razón.
Aomame alzó el rostro y miró a la señora. Se había quedado sin palabras. ¿De qué demonios le estaba hablando?
La anciana continuó:
—Por supuesto, no lo hice yo, con mis propias manos. No tengo fuerza suficiente, ni he aprendido ninguna técnica especial como la suya. Utilicé todos los medios a mi alcance para hacerlos desaparecer. Pero no dejé ninguna evidencia concreta. Aunque ahora me llamaran a declarar, no podrían demostrar nada. Igual que en su caso. Si es que existe un juicio después de la muerte, Dios me juzgará. Pero no me da ningún miedo. Yo no he hecho nada incorrecto. Me permitirá exponer abiertamente mi opinión. —La anciana soltó un suspiro, como de desahogo. Luego prosiguió—. Bueno, ahora compartimos secretos trascendentes la una de la otra. ¿No le parece?
Aun así, Aomame era incapaz de comprender de qué estaba hablando. ¿Hacer desaparecer? La cabeza de Aomame empezó a perder su forma natural, entre dudas profundas e impactos agresivos. Para tranquilizarla, la señora le dio más explicaciones en un tono apacible.
Su hija se había quitado la vida bajo unas circunstancias similares a las de Tamaki. Ella se había casado con el hombre equivocado. La anciana sabía desde un principio que la vida matrimonial de su hija no marcharía bien. Desde su punto de vista, el marido tenía, inequívocamente, un espíritu retorcido. Ya había causado problemas en el pasado y el origen del conflicto parecía profundo. No obstante, nadie podía detener aquella boda. Como cabía esperar, la intensa violencia doméstica empezó a repetirse una y otra vez. La hija fue perdiendo poco a poco su autoestima y la confianza en sí misma, se vio acorralada y cayó en una depresión. Le habían arrebatado su capacidad de autonomía y no podía escapar de allí, como una hormiga que ha caído en el agujero de una hormiga león. Entonces, un buen día, se atiborró de somníferos, acompañados de whisky.
Durante la autopsia encontraron en su cuerpo indicios de violencia. Había marcas de contusiones y palizas, fracturas y numerosas quemaduras infligidas con cigarros. En ambas muñecas se veía que la habían atado con demasiada fuerza. Parecía que al marido le gustaba utilizar cuerdas. Tenía los pezones deformados. La policía llamó al marido y le tomó declaración. Hasta cierto punto, reconoció que había empleado la violencia, pero alegó que había sucedido con consentimiento mutuo, siempre como una parte de sus relaciones sexuales, y que a su mujer le gustaba.
Finalmente, al igual que en el caso de Tamaki, la policía no pudo imputar al marido. La mujer no lo había denunciado y ahora ya estaba muerta. El marido gozaba de un elevado estatus social y disponía de un abogado criminal muy competente. La causa del fallecimiento también fue suicidio, sin lugar a dudas.
—¿Mató usted a ese hombre? —preguntó Aomame con decisión.
—No, yo no lo maté —dijo la anciana.
Aomame la observaba en silencio, sin acabar de comprender.
—El que fue una vez marido de mi hija, ese hombre despreciable, aún sigue con vida. Se levanta de la cama todas las mañanas y camina por la calle con sus propias piernas. No tengo ninguna intención de matarlo. —La anciana hizo una breve pausa. Esperó a que Aomame asimilara sus palabras—. Lo que le hice al que un día fue mi yerno fue eliminarlo de la sociedad. Lo he eliminado en todos los aspectos. Por azar, dispongo de esa capacidad. Ese hombre era una persona débil. No era tonto del todo, tenía elocuencia y poseía cierto reconocimiento social, pero en el fondo era un hombre débil y ruin. Los hombres que emplean la violencia en el hogar, con sus mujeres e hijos, son todos hombres de carácter débil. Es justo esa debilidad la que los obliga a encontrar a personas más débiles y victimizarlas. Eliminarlo fue sencillo y, una vez eliminado, ya no podrá levantarse nunca jamás. Hace ya tiempo de la muerte de mi hija, y sin embargo al hombre no le quito el ojo de encima. Aunque decidiera levantarse, yo no se lo permitiría.
Sigue con vida, pero es como un cadáver. No se ha suicidado porque no dispone del valor necesario. Ese es mi método. No mato así por las buenas. Inflijo dolor continuo y despiadado, sin llegar a matarlo. Es como si lo despellejara. A quienes hice desaparecer fueron otros. Tenía un motivo real para enviarlos al otro barrio.
La anciana le dio más explicaciones. Al año siguiente del suicidio de su hija, preparó una casa de acogida privada para mujeres que también padecían la violencia doméstica. En un solar colindante con la mansión de Azabu había un pequeño edificio de dos plantas deshabitado, porque estaba a punto de ser demolido. Ella lo adquirió fácilmente y decidió rehabilitarlo como casa de acogida de mujeres sin un lugar adonde ir. Fundó un «consultorio para mujeres víctimas de la violencia», integrado por abogados del área metropolitana, en el que unos voluntarios realizaban entrevistas y recibían consultas telefónicas por turno. A continuación, las ponían en contacto con la señora. A las mujeres que necesitaban un lugar de amparo urgente las enviaban al centro de acogida. No eran pocos los casos en los que acudían acompañadas de sus hijos. Entre ellos incluso había niñas adolescentes que habían sufrido abusos sexuales por parte de sus padres. Se quedaban allí hasta que encontraban un lugar donde instalarse. Se les proporcionaba lo que necesitaban para un día a día provisional. Recibían alimentos y ropa y llevaban una especie de vida en común, ayudándose las unas a las otras. La anciana se encargaba personalmente de los costes que acarreaba.
Los abogados y asesores visitaban regularmente la casa de acogida, cuidaban de ellas y charlaban sobre medidas posteriores. La anciana también se pasaba por allí cuando estaba libre, escuchaba las historias de cada una de las mujeres que allí se albergaban y les ofrecía consejos apropiados. Además, les buscaba trabajo y vivienda. Si se producía algún problema que requería una intervención física, Tamaru se presentaba y lo despachaba de forma adecuada. Por ejemplo, habían tenido casos en los que el marido conocía el paradero de su mujer y se presentaba allí para llevársela por la fuerza a casa. Y Tamaru era el único que podía encargarse con eficacia y rapidez de ese tipo de problemas.
—Pero también se nos presentan casos que ni Tamaru ni yo podemos resolver, para los que no podemos encontrar una medida de auxilio real por mucho que recurramos a las leyes —dijo la anciana.
Aomame observó que, a medida que hablaba, el rostro de la señora iba tiñéndose de un brillante y peculiar bronceado. Al mismo tiempo, la impresión de afabilidad y elegancia de siempre disminuía e iba desapareciendo. Se atisbaba en ella algo que trascendía la simple ira o aversión. Quizá se tratara de algo semejante a un núcleo sin nombre, duro y pequeño, situado en lo más hondo de sus sentidos. No obstante, la frialdad de su voz nunca cambiaba.
—Obviamente, no vamos a jugar con la vida de alguien sólo porque, si desapareciera, se evitaría la faena de una demanda de divorcio y se entraría de inmediato en el cobro de un seguro. Reunimos todos los factores, realizamos una investigación rigurosa e imparcial y, sólo cuando llegamos a la conclusión de que el hombre no merece piedad, nos vemos obligados a actuar. Es el caso de hombres parásitos, que sólo son capaces de vivir chupándole la sangre a seres débiles. Cabrones de espíritu retorcido, sin posibilidad de cura, en los que no encontramos un motivo para que sigan viviendo en este mundo.
La anciana cerró la boca y se quedó mirando a Aomame como si penetrara en una pared de roca. Luego habló en tono sereno.
—No nos queda otro remedio que hacerlos desaparecer, sea como sea. Siempre de modo que no llame la atención de la gente.
—¿Eso es posible?
—Existen diversas formas para que alguien desaparezca —dijo la anciana, tras medir sus palabras. Luego hizo una pausa—. Yo he establecido una forma de hacer desaparecer. A mí me funciona.
Aomame reflexionó sobre ello. Pero la expresión de la anciana era demasiado ambigua.
—Todas perdemos a personas queridas de manera absurda y nos dejan heridas profundas. Probablemente esas heridas del corazón no puedan curarse. Sin embargo, no podemos quedarnos sentados admirando las cicatrices para siempre. Debemos levantarnos y pasar a la acción. No por venganza personal, sino por amplia justicia. ¿Qué le parece? ¿Le gustaría participar en mi causa? Necesito una colaboradora competente en quien depositar mi confianza. Alguien que pueda compartir secretos y, al mismo tiempo, llevar a cabo misiones.
Aomame tardó un rato en ordenar y comprender lo que le había dicho la señora. Se trataba de una confesión y de una propuesta difíciles de creer. Y para tomar una resolución, necesitaba más tiempo. Entretanto, la anciana guardaba silencio, sin cambiar de postura, y miraba a Aomame. No tenía prisa. Parecía estar dispuesta a esperar todo lo que hiciera falta.
«No me cabe duda de que esta señora debe de padecer algún tipo de demencia», pensó Aomame. Pero no estaba loca. No sufría ninguna enfermedad mental. No, su mente era toda serenidad y permanecía estable, sin perturbaciones. Se podía corroborar con pruebas. Más que demencia, era algo semejante a la demencia. Tal vez llamarlo «obsesión por la justicia» se aproximaría a la idea. Ahora buscaba compartir con ella esa demencia, esa obsesión. Con la misma serenidad. Aomame estaba convencida de que era capaz.
¿Cuánto rato había estado pensando? Inmersa en aquellos profundos pensamientos debía de haber perdido el sentido del tiempo. Sólo el corazón marcaba su paso a un ritmo fijo y firme. Aomame visitó unas cuantas salitas situadas en su interior y remontó el tiempo, como un pez que remonta el río. En ellas había escenas familiares y olores que habían permanecido en el olvido durante largo tiempo. Había nostalgia dulce y dolor amargo. Un fino rayo de luz que había entrado por algún sitio le atravesó el cuerpo de repente. Tuvo la extraña sensación de haberse hecho invisible. Al introducir las manos en la luz, el otro lado se veía transparente. El cuerpo pareció aligerársele de pronto. Entonces, Aomame pensó: «Aunque me entregue a la demencia y la obsesión, aquí y ahora, y destruya así mi cuerpo, aunque este mundo desaparezca para siempre, ¿qué demonios tengo que perder?».
—De acuerdo —dijo Aomame. Tras morderse los labios durante un instante, volvió a hablar—. Si puedo hacer algo, me gustaría ayudar.
La anciana extendió ambas manos y agarró las de Aomame. A partir de entonces, Aomame compartiría sus secretos con la anciana y colaboraría en sus misiones y en esa especie de demencia. Pero quizá no fuera demencia del todo, aunque ella no era capaz de discernir dónde se encontraba la línea divisoria. Además, ella y la anciana iban a enviar a un mundo lejano a hombres por los cuales, desde cualquier punto de vista, era imposible sentir piedad.
—No ha pasado demasiado tiempo desde que trasladó al otro barrio a aquel hombre, en el City Hotel de Shibuya —dijo la señora con tranquilidad. Cuando utilizó la expresión «trasladó al otro barrio», sonó como si hablase de trasladar muebles.
—Dentro de cuatro días hará dos meses —dijo Aomame.
—Apenas dos meses —prosiguió la anciana—. Por eso no me agrada en absoluto tener que encargarle un nuevo trabajo. Me gustaría dejar, al menos, medio año de por medio. Si el intervalo fuera demasiado corto, la carga mental que representa para usted sería demasiado grande, ya que, cómo podría decirlo, no es normal. Además, seguro que comenzaría a aparecer gente que sospecharía de la frecuencia con que los hombres relacionados con la casa de acogida que regento fallecen de un infarto de miocardio.
Aomame sonrió ligeramente y luego habló.
—Es que en el mundo hay gente muy desconfiada.
La anciana sonrió también.
—Como sabrá, soy una persona sumamente cautelosa. No me fio ni de las casualidades, ni de las expectativas, ni de la suerte. Busco como puedo una salida pacífica hasta el último momento y, sólo si juzgo que esta posibilidad no existe, elijo esa opción. Y cuando llevo a cabo eso que me veo obligada a realizar, elimino todos los riesgos que se me ocurren. Inspecciono de forma esmerada y meticulosa todos los factores, dejo todo bien preparado y, después de confirmar que todo está en orden, le toca a usted. Por eso, hasta ahora, no ha tenido ningún problema, ¿verdad?
—En efecto —confirmó Aomame.
Era, en efecto, tal y como decía. Preparaba los útiles y se presentaba en el lugar indicado. La situación había sido preparada con todo detalle de antemano. Clavaba una sola vez una aguja afilada en un punto determinado de la nuca del hombre y luego, después de confirmar que «lo había enviado al otro barrio», se marchaba. Hasta entonces, todo había transcurrido de forma armoniosa y organizada.
—Pero, en lo que respecta a este trabajo, aunque me duela, tengo que abusar, en cierto modo, de su confianza. El programa aún no está lo bastante maduro, hay diversos factores indeterminados y existe la posibilidad de que no se pueda facilitar la situación que hasta ahora siempre habíamos preparado. Las circunstancias cambian ligeramente con respecto a las de siempre.
—¿De qué manera cambian?
—El hombre no es una persona con un estatus normal y corriente —dijo la anciana, midiendo con cuidado sus palabras—. Para empezar, lleva una escolta muy estricta.
—¿Se trata de un político?
La anciana negó con la cabeza.
—No, no es un político. Ya hablaremos de ese asunto más tarde. También he estudiado detenidamente la posibilidad de no tener que enviarla a usted. Pero, por ese lado, cualquier opción no parecía que fuera a salir bien. La manera convencional de hacerlo no vale en este caso. Lo siento mucho, pero no se me ocurre otro remedio que pedírselo a usted.
—¿Es un trabajo urgente? —preguntó Aomame.
—No, no es urgente. Tampoco hay un plazo determinado para realizarlo. Sin embargo, si tardáramos, el número de personas afectadas podría aumentar. Y la oportunidad que nos han concedido tiene un límite. No se puede prever cuándo se nos presentará la siguiente.
Al otro lado de la ventana había oscurecido por completo y el solárium estaba envuelto en silencio. «¿Habrá salido la Luna?», pensó Aomame. Pero desde el lugar en el que estaba sentada no se veía el exterior.
—Voy a explicarle la situación con el máximo detalle posible. Pero antes me gustaría que conociera a alguien. Ahora iremos a su encuentro —dijo la anciana.
—¿Vive esa persona en la casa de acogida? —preguntó Aomame.
La señora aspiró despacio y desde el fondo de la garganta se oyó un pequeño ruido. En sus ojos había aflorado una luz especial que normalmente no se podía captar.
—La enviaron hace seis semanas de la consultoría. Ha estado cuatro semanas sin abrir la boca; ha perdido totalmente el habla, como en un estado de abstracción. Sólo sabemos su nombre y edad. La ampararon cuando la encontraron alojada en una estación, con un aspecto horrible; y, después de un tira y afloja, nos la enviaron aquí. Con el tiempo, he conseguido poco a poco hablar con ella. Me ha llevado tiempo hacerle entender que éste es un lugar seguro y que no tiene nada que temer. Ahora ha empezado a hablar algo. Tiene una forma de expresarse confusa y entrecortada, pero juntando pedazos pude comprender más o menos que algo le había ocurrido. Algo horrible que es incapaz de contar. Algo trágico.
—¿También la maltrata su marido?
—No —dijo la anciana con voz seca—. Sólo tiene diez años.
Aomame y la anciana cruzaron el jardín, abrieron el cerrojo de un portillo por el cual pasaron y se dirigieron hacia la casa de acogida colindante. Era un edificio de madera apartado que, en otro tiempo, se había utilizado principalmente como vivienda para los empleados que trabajaban en la casa, en una época en la que éstos eran mucho más numerosos. Tenía dos pisos y, aunque en sí el edificio era elegante, había envejecido demasiado como para alquilarlo. Sin embargo, valía como refugio para mujeres sin un techo bajo el que vivir. Un viejo roble extendía ampliamente sus ramas, como protegiendo el edificio, y en la puerta de la entrada había un bello vidrio translúcido. Constaba de diez habitaciones en total. En ciertas épocas estaban repletas y en otras vacías; pero, por lo general, en ellas solían vivir en retiro cinco o seis mujeres. En aquel momento, la mitad de las ventanas estaban iluminadas. Aparte de las voces de niños pequeños que de cuando en cuando podían escucharse, un extraño silencio imperaba siempre en la casa. Era como si el edificio en sí mismo contuviera la respiración. Faltaban los diversos sonidos que acompañan el día a día. Cerca del portalón de la entrada había atado un pastor alemán hembra, y, cuando se le aproximaron, gruñó por lo bajo y luego dio unos cuantos ladridos. Aomame no sabía cómo la habían adiestrado, pero la habían educado para que ladrara agresivamente si un hombre se le acercaba. No obstante, era con Tamaru con quien más encariñada estaba.
Cuando la anciana se le acercó, la perra dejó de ladrar de inmediato, meneó la cola y dio un resoplido con aire de felicidad. La anciana se inclinó y le dio varias palmaditas en la cabeza. Aomame también le rascó detrás de las orejas. La perra se acordaba de la cara de Aomame. Era una perra inteligente. Y por algún motivo le gustaba comer espinacas crudas. A continuación, la anciana abrió la puerta de la entrada con una llave.
—Las mujeres que están aquí se ocupan de la niña —le dijo la señora—. Viven en la misma habitación que ella y tratan de no quitarle el ojo, porque aún me preocupa dejarla sola.
En la casa de acogida, las mujeres se cuidaban las unas a las otras cada día, y se fomentaba tácitamente que se contaran las experiencias por las que habían pasado y que compartieran su dolor. Muchas de ellas se habían ido curando, poco a poco, de forma natural, gracias a ello. Las que ya llevaban tiempo residiendo allí enseñaban lo fundamental para adaptarse a aquella vida y les proporcionaban los artículos necesarios a las que llegaban nuevas. La limpieza y la cocina estaban organizadas por un sistema de turnos. También había, claro, quien prefería estar sola o quien no quería compartir su experiencia con los demás. La soledad y el silencio de esas mujeres eran respetados. Sin embargo, la mayoría de las mujeres deseaba contar su historia con sinceridad a otras mujeres que habían corrido la misma suerte, y relacionarse con ellas. Dentro de la casa estaba prohibido beber alcohol y fumar, además de salir sin permiso, pero no existía ninguna otra restricción.
En el edificio había un teléfono, un televisor y una sala común al lado del vestíbulo. Esa sala disponía de un viejo juego de sofás y una mesa de comedor. Parecía que muchas de las mujeres se pasaban la mayor parte del día en sus habitaciones. El televisor, sin embargo, apenas lo encendían, y si lo hacían lo ponían a un volumen prácticamente imperceptible. Las mujeres preferían leer a solas, abrir el periódico, hacer punto o pegarse a alguien y cuchichear. Alguna también pintaba a diario. Era un espacio extraño. Como en un limbo transitorio entre el mundo real y el mundo de ultratumba, la luz se apagaba y se estancaba. Siempre dominaba el mismo tipo de luz, estuviera el día despejado o nublado, fuera de día o de noche. Cada vez que visitaba aquellas habitaciones, Aomame sentía que se encontraba fuera de lugar, que era una intrusa desconsiderada. Aquello era como un club que requería un carácter especial. El origen de la soledad que embargaba a las mujeres era diferente al de la soledad que Aomame sentía.
Cuando la anciana se asomó, las tres mujeres que había en la sala de estar se levantaron. Se veía a primera vista que sentían un profundo respeto por ella. La anciana les dijo que se sentasen.
—No se molesten. Sólo quiero hablar con Tsubasa.
—Tsubasa está en su habitación —dijo una chica que debía de ser de la misma quinta que Aomame. Tenía el cabello largo y liso.
—Está con Saeko. Parece que aún no va a bajar —dijo una mujer un poco mayor.
—Todavía tardará algún tiempo —dijo sonriendo la anciana.
Las tres mujeres asintieron en silencio. Sabían lo que quería decir con «tardar algún tiempo».
Al subir al segundo piso y entrar en la habitación, la anciana le pidió a la chica de baja estatura que allí estaba, de algún modo desanimada, si se podía ir un rato. La chica, llamada Saeko, sonrió ligeramente, salió de la habitación, cerró la puerta y se marchó bajando las escaleras. Sólo quedaba la niña de diez años, Tsubasa. En la habitación había una mesita para comer. La niña, la anciana y Aomame se sentaron a la mesa. La ventana tenía una gruesa cortina echada.
—Esta chica se llama Aomame —dijo la anciana a la niña—. Hace el mismo trabajo que yo, así que no tienes por qué preocuparte.
La niña miró de reojo a Aomame y luego asintió ligeramente, con un pequeño movimiento, casi imperceptible.
—Esta niña es Tsubasa. —La anciana se la presentó. Luego preguntó a la niña—. ¿Hace cuánto tiempo que estás aquí, Tsubasa?
La niña movió la cabeza un poco hacia los lados, como diciendo «no sé». Apenas debió de desplazarla un centímetro.
—Seis semanas y tres días —dijo la anciana—. Quizá tú no lleves la cuenta, pero yo sí. ¿Sabes por qué?
La niña volvió a negar ligeramente con la cabeza.
—Porque, en ciertos casos, el tiempo es muy valioso —dijo la anciana—. El mero hecho de llevar la cuenta tiene un significado muy importante.
A ojos de Aomame, Tsubasa tenía el aspecto de una niña de diez años como cualquier otra. Era bastante alta para su edad, pero estaba delgada y aún no tenía pecho. Parecía sufrir una malnutrición crónica. Aunque no era fea, no causaba ninguna impresión. Sus pupilas recordaban a los cristales empañados de una ventana. Si se escudriñaban, no se veía el interior. Unos labios secos y finos se movían inquietos de vez en cuando y parecían querer dar forma a algunas palabras, pero éstas nunca llegaban a materializarse.
La anciana sacó una caja de bombones de una bolsa de papel que había llevado. En la caja aparecía dibujado un paisaje de las montañas suizas. Sólo contenía una docena de bellos bombones de diferentes formas. La anciana ofreció uno a Tsubasa, otro a Aomame, y se llevó otro a la boca. Aomame hizo lo mismo con el suyo. Después de ver lo que habían hecho, Tsubasa también se comió su bombón. Las tres permanecieron un rato en silencio, comiendo bombones.
—¿Se acuerda de cuando usted tenía diez años? —le preguntó la anciana a Aomame.
—Sí que me acuerdo —respondió Aomame. Aquel año había agarrado la mano de un niño y había jurado seguir amándolo de por vida. Varios meses después le vino la primera menstruación. Por aquel entonces, había sufrido numerosos cambios en su interior. Aomame se alejó de la religión y cortó la relación con sus padres.
—Yo también me acuerdo —dijo la anciana—. A los diez años fui a París con mi padre y residimos allí durante un año. Mi padre trabajaba de diplomático por aquel entonces. Vivíamos en un viejo apartamento cerca de los Jardines de Luxemburgo. Transcurría la última etapa de la primera guerra mundial y las estaciones de tren rebosaban de soldados heridos. Había niños soldado y también ancianos. París era una ciudad de una belleza apabullante en cualquier estación del año, pero a mí no me ha quedado más que una impresión ensangrentada. En el frente de batalla se desarrollaba una encarnizada guerra de trincheras y por las calles deambulaban, como almas en pena, personas que habían perdido brazos, piernas y ojos. Sólo se veía el blanco de sus vendajes y el negro de los brazaletes de luto que llevaban las mujeres. Se transportaban muchos ataúdes nuevos en coches de caballos hasta los cementerios. Cuando pasaba un ataúd, los viandantes apartaban la vista y guardaban silencio.
La anciana extendió la mano a través de la mesa. La niña, después de pensárselo un poco, levantó la mano que tenía sobre la rodilla y la puso encima de la mano de la señora. La anciana se la agarró. Seguramente, a ella también se la había agarrado su padre o su madre así, con firmeza, cuando durante su niñez se habían cruzado en algún rincón de París con algún coche de caballos en el que iban apilados ataúdes. Y la habrían animado, diciéndole que no había por qué preocuparse: «Tranquila. Estás en un lugar seguro, no tienes nada que temer».
—Los hombres producen millones de espermatozoides al día —le dijo la anciana a Aomame—. ¿Lo sabía?
—No sé el número exacto —dijo Aomame.
—Por supuesto, yo sólo sé la cantidad aproximada. En cualquier caso, son innumerables. Y los hombres los envían de una sola vez. Sin embargo, el número de óvulos maduros que las mujeres envían es limitado. ¿Sabe cuántos?
—Exactamente no lo sé.
—En toda su vida, no son más de, aproximadamente, cuatrocientos —dijo la anciana—. Los óvulos no se renuevan cada mes, sino que el cuerpo femenino los alberga tal cual desde su nacimiento. Tras la primera menstruación, cada mes, la mujer los madura uno a uno y los expulsa. Esta niña atesora esos óvulos en su interior. Como aún no le ha venido la primera regla, deben de estar prácticamente intactos. Deben de estar bien guardados en su cajón. Huelga decir que la función de esos óvulos consiste en ir al encuentro de los espermatozoides y ser fecundados.
Aomame asintió.
—Las numerosas diferencias en la mentalidad del hombre y de la mujer parecen tener su origen en esa disparidad de los sistemas reproductores. Desde un punto de vista puramente fisiológico, nosotras, las mujeres, vivimos protegiendo un número limitado de óvulos. Usted, yo y esta niña. —Entonces sus labios esbozaron una tenue sonrisa—. Aunque en mi caso, por supuesto, debería decir «viví», en pasado.
Aomame hizo unos rápidos cálculos mentales: «Hasta ahora debo de haber expulsado unos doscientos óvulos aproximadamente; por lo tanto, me queda la mitad. Y seguro que llevan el cartel de RESERVADO».