Me alegro de que te haya gustado
Tras los diez días durante los cuales estuvo corrigiendo La crisálida de aire, Tengo dio por acabada la versión de la nueva obra y se la entregó a Komatsu, luego disfrutó de una temporada apacible como una bonanza. Dos veces por semana daba clases en la academia y quedaba con su novia. El resto del tiempo lo dedicaba a realizar las tareas domésticas, dando paseos o escribiendo su propia novela. Así pasó abril. Los cerezos se deshojaron, asomaron nuevos brotes, los magnolios florecieron y la estación dio paso a una nueva etapa. Los días transcurrían en orden, con normalidad, como si nada. Aquélla era, precisamente, la vida que Tengo deseaba: en la que una semana enlazaba con la siguiente de manera automática, sin interrupciones.
No obstante, se podía observar un cambio. Un cambio para mejor. Mientras escribía, Tengo se dio cuenta de que una nueva fuente había nacido en su interior. El agua no manaba precisamente a borbotones; era más bien un modesto manantial entre rocas. Pero aunque la cantidad fuese pequeña, el agua parecía brotar sin cesar. No había prisa. No había que precipitarse. Bastaba con esperar pacientemente a que el agua se acumulara en las cavidades de la roca. Una vez acumulada, se podría coger con las manos. El resto sólo era sentarse frente al escritorio y verter lo tomado en forma de texto. Así era como había progresado la historia, de manera espontánea.
Al concentrarse tantísimo en la corrección de la obra, probablemente había logrado apartar la roca que hasta entonces había obstruido la fuente. Tengo desconocía cómo había sido posible, pero, sin lugar a dudas, había sentido que «al final, aquella pesada tapa había cedido». Tenía la impresión de que su cuerpo se había aligerado, de que había salido de un lugar angosto y podía estirar las extremidades libremente. Tal vez la obra La crisálida de aire hubiera despertado algo latente en su interior.
Se dio cuenta de que dentro de él había surgido una especie de entusiasmo. Era algo que no recordaba haber experimentado muchas veces a lo largo de su vida. Ya se lo decían sus entrenadores y sus compañeros de judo en el instituto y la universidad: «Tienes cualidades, tienes fuerza y entrenas bien. Sin embargo, te falta entusiasmo». Quizá tuvieran razón. Era raro que a Tengo le pasara por la cabeza: «Quiero ganar tal cosa». Por eso muchas veces se había clasificado para las semifinales o la final, pero en el momento decisivo siempre había perdido. Era una tendencia que lo afectaba en todos los ámbitos de la vida, no sólo en el judo. Podría decirse que gastaba flema, que no lo daba todo. Lo mismo le ocurría con las novelas. Sus textos no estaban nada mal y podía crear historias bastante interesantes, pero carecía de la fuerza necesaria para, arriesgándose, apelar al corazón del lector. Al terminar de leer, uno se quedaba insatisfecho, como si faltara algo. Por eso siempre había llegado a la final, pero nunca se había llevado el premio. Era exactamente como Komatsu le había dicho.
Sin embargo, después de reescribir La crisálida de aire, Tengo sintió una especie de rabia que no había sentido en su vida. En el momento de corregir, se había entregado por completo a la tarea. Tan sólo movía las manos, sin pensar en nada. Sin embargo, cuando la terminó y se la entregó a Komatsu, lo asaltó una profunda impotencia. Una vez pasado ese sentimiento, una especie de ira lo invadió, procedente del fondo del estómago. Era ira hacia sí mismo. «Me he valido de la historia de otra persona para reescribirla, y eso equivale a un embaucamiento. Además lo he hecho con mayor entusiasmo que cuando escribo mi propia obra». Tengo sintió vergüenza de sí mismo. «¿Acaso no saca el escritor una historia que late en su interior para expresarla con las palabras adecuadas? ¿Es que no te parece vergonzoso? Si realmente quisieras, tú también podrías escribir algo así. ¿O no?».
Pero tenía que demostrárselo.
Tengo decidió abandonar todas las obras que había escrito hasta entonces y escribir una nueva historia a partir de una hoja en blanco. Cerró los ojos y durante un buen rato prestó oído al reguero que manaba de la pequeña fuente en su interior. Al cabo de un tiempo, las palabras le vinieron de forma espontánea a la cabeza. Poco a poco, con el tiempo, fue componiendo un texto.
En mayo, después de mucho tiempo, recibió una llamada de Komatsu. Fue antes de las nueve de la noche.
—¡Se lo han dado! —exclamó Komatsu. En su voz se percibía un eco de entusiasmo; algo raro en él.
Al principio, Tengo no comprendió qué estaba diciendo.
—¿El qué?
—¿Cómo que «el qué».? ¡Por fin le han dado el premio a La crisálida de aire! La decisión ha sido unánime. No ha sido necesaria ninguna deliberación. Aunque claro, es normal. La obra vale eso y mucho más. En fin, que el asunto va para adelante. Ahora, vamos en el mismo barco. Tenemos que darlo todo.
Miró al calendario de pared. Ahora que lo decía, era el día en el que se elegía al ganador. Como había estado concentrado en su obra, había perdido la noción del tiempo.
—Entonces, ¿qué va a pasar a partir de ahora? Es decir, ¿qué ha programado? —preguntó Tengo.
—Mañana se presenta la obra en la prensa. Todos los periódicos del país van a sacar un artículo. Quizá también publiquen alguna foto. Una guapa escritora de diecisiete años va a ser un bombazo. El valor informativo no es el mismo, por ejemplo, que si el ganador del premio fuese un profesor de matemáticas de treinta años que trabaja en una academia preparatoria y que tiene pinta de oso recién despertado de la hibernación.
—La diferencia es como el día y la noche —admitió Tengo.
—La ceremonia de entrega se va a celebrar el dieciséis de mayo en un hotel de Shinbashi. Habrá una rueda de prensa.
—¿Fukaeri va a asistir?
—Claro que sí. Sólo esta vez. Sería inaudito que el ganador del premio no asistiera a la ceremonia de entrega. Si sale bien, luego mantendremos un secretismo absoluto. Lo sentimos mucho, pero a la autora no le gusta mostrarse en público. En esa línea, tendremos todo bajo control. Así evitaremos que salgan trapos sucios.
Tengo se imaginó a Fukaeri dando una rueda de prensa en un salón del hotel. Una hilera de micrófonos y los destellos de los flashes. Le costaba imaginárselo.
—Señor Komatsu, ¿de veras tiene usted intención de dar la rueda de prensa?
—Debemos dar al menos una para guardar las apariencias.
—Va a ser un desastre, está claro.
—Pues entonces, tú te vas a encargar de que no lo sea.
Tengo se quedó mudo delante del aparato. Un mal presentimiento se asomó en el horizonte, como una nube oscura.
—¡Eh! ¿Estás ahí? —preguntó Komatsu.
—Sí —respondió Tengo—. ¿Qué demonios quiere decir eso? ¿Lo de que me voy a encargar?
—Pues que vamos a preparar a Fukaeri para la rueda de prensa. Algo parecido, más o menos, a plantearle las cuestiones que suelen caer en ese tipo de actos. Prepararemos de antemano las respuestas para una serie de preguntas previsibles y se las aprenderá de memoria. Tú enseñas en una academia. Supongo que sabrás de eso.
—¿Soy yo el que lo va a hacer?
—Claro. Fukaeri parece confiar en ti. A ti te va a escuchar. Yo no puedo hacerlo. Ni siquiera se ha dignado a verme.
Tengo soltó un suspiro. Si fuera posible, le gustaría romper por completo con todo el asunto de La crisálida de aire. Había hecho lo que le habían mandado y ahora quería centrarse en su trabajo. Pero presentía que no sería tan fácil. Y los malos presentimientos suelen hacerse realidad más veces que los buenos.
—¿Estás libre pasado mañana por la tarde? —le preguntó Komatsu.
—Sí.
—A las seis, en la cafetería de siempre en Shinjuku. Fukaeri estará allí.
—Oiga, señor Komatsu, no puedo hacerlo. No sé cómo son las ruedas de prensa. Nunca he visto una.
—¿No quieres ser novelista? Pues usa la imaginación. El cometido del escritor consiste en imaginarse lo que no ha visto, ¿no?
—Pero usted me dijo que sólo tenía que corregir la obra y que ya estaba, que del resto ya se encargaba usted, que me sentara, me relajara y viera el partido…
—Tengo. Si por mí fuera, lo haría yo mismo, de buena gana. No me gusta depender de los demás. Pero, como no puedo, debo agachar la cabeza y pedírtelo. Comparándolo con un bote que desciende por unos rápidos, yo ahora mismo estoy ocupado manejando el timón y no puedo soltar las manos. Por eso te paso los remos a ti. Si tú no puedes, el bote volcará y nos iremos todos a pique. Fukaeri incluida. Supongo que no querrás que eso pase.
Tengo volvió a lanzar un suspiro. ¿Por qué lo tenía que meter siempre en aquellos embrollos?
—De acuerdo. Haré lo que pueda. Pero no le garantizo que vaya a salir bien.
—Hazlo. Te debo una. Parece que Fukaeri no quiere hablar con nadie que no seas tú —dijo Komatsu—. Hay otra cosa. Vamos a fundar una nueva empresa.
—¿Una empresa?
—Oficina, agencia, promotora…, el nombre es lo de menos. Se trata de una empresa para gestionar la actividad literaria de Fukaeri. Una empresa fantasma, claro. Oficialmente, pagaría un salario a Fukaeri. La representación se la concederíamos al profesor Ebisuno. Tú serías un empleado de la empresa. Ya te asignaremos un puesto; lo que importa es que ganarás un sueldo. Yo también participaré, sin que mi nombre trascienda. Si se supiera que estoy detrás de todo esto, sería un problema. Haremos lo que te he dicho y nos repartiremos los beneficios. Tú sólo tendrás que ponerle el cuño a algunos documentos. Del resto ya me encargo yo. Conozco a varios abogados muy competentes.
Tengo reflexionó sobre ello.
—Mire, señor Komatsu, ¿no podría dejarme al margen? No necesito un sueldo. Lo pasé muy bien corrigiendo La crisálida de aire y aprendí muchas cosas de ello. Me alegro de que Fukaeri haya ganado el concurso. Haré todo lo posible para que la rueda de prensa le salga bien. Pero no quiero tener nada que ver con ese rollo de la empresa. Es un fraude organizado en toda regla.
—Tengo, ya no hay vuelta atrás —le dijo Komatsu—. ¿Un fraude organizado? Pues ahora que lo dices, quizá. Se podría llamarle así. Pero supongo que lo sabías desde un principio. ¿Acaso no era nuestro objetivo inventarnos a una escritora medio imaginaria llamada Fukaeri y engañar a la gente? Sí, ¿no? Naturalmente, el dinero forma parte del juego y ahora necesitamos idear un sistema para gestionarlo. No es un juego de niños. Ahora ya no vale decir: «Tengo miedo, no quiero involucrarme. No necesito dinero». Si querías bajarte del bote, debiste haberlo hecho antes, cuando el agua todavía estaba mansa. Ahora es demasiado tarde. Necesitamos unos cuantos nombres para fundar la empresa y no voy a contratar a desconocidos. Tienes que hacerme el favor y participar en la empresa. Contigo dentro, las cosas saldrán adelante.
Tengo le dio unas cuantas vueltas al asunto, pero de allí no salía nada bueno.
—Quiero hacerle una pregunta —le dijo Tengo—. Por como me lo ha dicho, me ha parecido entender que el profesor Ebisuno tiene intención de participar totalmente en el plan. Es como si ya le hubiera dado su aprobación para crear la empresa fantasma y ser delegado.
—Como tutor de Fukaeri, el profesor ha reconocido la situación, está convencido y ya ha dado luz verde. Justo antes de hablar contigo, lo he llamado a él por teléfono. Por supuesto, se acordaba de mí. Simplemente debió de querer escuchar una opinión sobre mí de tu boca. Estaba asombrado de tu capacidad para conocer a las personas. ¿Qué narices le dijiste de mí al profesor?
—¿Qué gana el profesor Ebisuno participando en el proyecto? No creo que lo haga por dinero…
—Por supuesto. No es alguien que se mueva por dinero.
—Entonces, ¿por qué va a colaborar en un plan tan peligroso? ¿Tiene algo que ganar?
—No lo sé. La verdad es que es un tipo difícil de calar.
—Si usted es incapaz de calarlo, sí que debe de resultar difícil de calar.
—Bueno —dijo Komatsu—, parece un vejete inocente, pero en realidad es una persona enigmática.
—¿Cuánto sabe Fukaeri de este asunto?
—No sabe nada de lo que hay detrás, ni falta que le hace. Fukaeri confía en el profesor Ebisuno, y tú le caes bien; así que tienes que arrimar el hombro y echarnos una mano.
Tengo cambió el auricular de mano. Necesitaba asimilar la situación.
—Por cierto, el profesor Ebisuno ya no se dedica a la investigación. Ha dejado la universidad y tampoco escribe libros.
—Sí, ha cortado toda su relación con el ámbito académico. Era un estudioso formidable, pero parecía que no tenía demasiado apego por el mundo del academicismo. Nunca congenió con la autoridad ni con el sistema; es, más bien, una persona herética.
—¿A qué se dedica ahora?
—Parece ser que es bolsista —contestó Komatsu—. Si la palabra bolsista te resulta trasnochada, asesor financiero. Recauda grandes cantidades de capital de otros y obtiene beneficios poniéndolo en circulación. Se recluye en lo alto de la montaña y da instrucciones de compraventa. Tiene un olfato extraordinario. Es un hacha para el análisis de datos y ha creado su propio sistema. Al principio lo hacía como hobby, pero pronto se convirtió en su profesión. Eso dicen. Parece que tiene bastante fama en el mundillo. Lo que sí es verdad es que no debe de pasar muchos apuros económicos.
—No entiendo qué relación puede existir entre la antropología cultural y las acciones.
—En general, ninguna, pero para él existe.
—Y es difícil de calar.
—Exacto.
Tengo se masajeó las sienes con la punta de los dedos durante un rato. Luego habló, resignado.
—Pasado mañana a las seis me encontraré con Fukaeri en la cafetería de siempre de Shinjuku y haremos los preparativos para la próxima rueda de prensa. Supongo que con eso basta.
—Ya está todo dispuesto —dijo Komatsu—. Mira, Tengo, no te compliques la vida. Tú déjate llevar por la corriente. Oportunidades como ésta no se presentan muchas en la vida. Es el magnífico mundo de la novela picaresca. Echémosle valor y disfrutemos del empalagoso olor del mal. Disfrutemos del descenso por los rápidos. Y cuando caigamos por la cascada, hagámoslo juntos y a lo grande.
Dos días después, Tengo se encontró con Fukaeri en la cafetería de Shinjuku. Ella llevaba un fino jersey de verano que le marcaba el pecho y unos pantalones vaqueros ajustados. Tenía el cabello largo y liso, y la piel suave. Los hombres a su alrededor la miraban de reojo. Tengo sentía aquellas miradas, pero Fukaeri parecía no darse cuenta. Era evidente que cuando le entregaran el premio iba a montarse cierto revuelo.
Fukaeri ya se había enterado de que La crisálida de aire había ganado el premio. Sin embargo, no parecía especialmente contenta o ilusionada. Era como si le importara un pimiento ganarlo o no. Estaban en verano, pero ella pidió chocolate caliente. Entonces levantó la taza con las dos manos y bebió con cuidado. No le habían dicho que iba a celebrarse una rueda de prensa, pero cuando lo supo, no mostró ninguna reacción.
—¿Sabes qué es una rueda de prensa?
—Rueda-de-prensa —repitió Fukaeri.
—Consiste en que los periodistas de los periódicos y las revistas se reúnen y te hacen preguntas a ti, que estás sentada en un estrado. También te sacarán fotos. Incluso puede que salgas en la televisión. Tus respuestas se publicarán en todo el país. Que una chica de diecisiete años gane un premio literario no pasa todos los días, así que será una noticia sensacional. También se hablará de que los miembros del jurado te nombraron ganadora por unanimidad, porque es algo raro.
—Me van a hacer preguntas —inquirió Fukaeri.
—Te van a hacer preguntas y tú tienes que contestar.
—Qué preguntas.
—De todo tipo. Sobre la obra, sobre ti misma, tu vida personal, aficiones y planes para el futuro. Quizá sería mejor que preparáramos ahora las respuestas a esas preguntas.
—Por qué.
—Porque es más seguro. Para que no te enredes al contestar o digas algo que dé pie a malas interpretaciones. No pierdes nada por dejarlas preparadas. Será como un ensayo general.
Fukaeri bebió chocolate en silencio. Luego miró a Tengo con ojos de «no me interesa en absoluto, pero si tú crees que es necesario…». A veces, su mirada era más elocuente que sus palabras. Al menos transmitían frases más largas. Sin embargo, en la rueda de prensa no iba a poder comunicarse con la mirada.
Tengo sacó un papel de su maletín y lo abrió. En él había escrito supuestas preguntas que podrían salir en la rueda de prensa. La noche anterior se había pasado una hora estrujándose los sesos para prepararlas.
—Yo pregunto. Tú imagínate que soy un periodista, e intenta contestarme, ¿vale?
Fukaeri asintió.
—¿Ha escrito usted muchas novelas antes de ésta?
—Muchas —respondió Fukaeri.
—¿Cuándo empezó a escribir?
—Hace mucho tiempo.
—Está bien —dijo Tengo—. Vale con respuestas cortas. No tienes por qué hablar demasiado. Está bien. Azami era la que escribía por ti, ¿verdad?
Fukaeri asintió.
—Eso es mejor que no lo digas. Es un secreto entre tú y yo.
—No lo voy a decir —repuso Fukaeri.
—Cuando se presentó al concurso, ¿pensaba que iba a ganar?
Ella sonrió, pero no dijo nada. Permaneció callada.
—¿No quieres contestar? —preguntó Tengo.
—No.
—Está bien. Si no quieres contestar, puedes sonreír y quedarte callada. Era una pregunta un poco tonta.
Fukaeri volvió a asentir.
—¿De dónde le vino el argumento de La crisálida de aire?
—De una cabra ciega.
—No digas «ciega» —comentó Tengo—. Mejor di «una cabra invidente».
—Por qué.
—Ciega es un término discriminatorio. Si escucharan esa palabra, seguramente habría entre los periodistas alguno al que le daría un infarto.
— Término-discriminatorio.
—Sería largo de explicar. De todos modos, es mejor que cambies lo de cabra ciega por cabra invidente.
Fukaeri hizo una breve pausa y después habló.
—Me vino de una cabra invidente.
—Así está bien —dijo Tengo.
—Ciega no —confirmó Fukaeri.
—Eso es. Pero la respuesta no está nada mal.
Tengo siguió preguntándole.
—¿Qué le dijeron sus amigos del instituto cuando se enteraron de lo del premio?
—No voy al instituto.
—¿Por qué no va al instituto?
No hubo respuesta.
—¿Va a seguir escribiendo en el futuro?
Otra vez silencio.
Tengo se bebió todo el café y dejó la taza sobre el platillo. Por los altavoces integrados en el techo del local sonaba a bajo volumen el tema inicial de Sonrisas y lágrimas, interpretado con instrumentos de cuerda. Gotas de lluvia, rosas, bigotes de minino…
—Mis respuestas son malas —preguntó Fukaeri.
—No son malas —dijo Tengo—. Para nada. Están bien.
—Mejor —dijo Fukaeri.
Tengo había sido sincero. Aunque no había proferido una sola oración y su entonación era monótona, las respuestas eran perfectas, en cierto sentido. Lo mejor era que contestaba al instante. Y lo hacía mirando a la otra persona directamente a los ojos, sin pestañear. Era la prueba de que contestaba con sinceridad. Si se burlara de la gente, no respondería con frases cortas. Es más, no creía que nadie pudiera comprender exactamente lo que la chica quería decir. Eso era justo lo que Tengo buscaba: dar una imagen de honestidad y al mismo tiempo desconcertarlos a todos.
—¿Qué libros le gustan?
—El heike-monogatari.
A Tengo le pareció una respuesta fantástica.
—¿Qué le gusta del Heike monogatari?
—Todo.
—¿Aparte de ése?
—El konjaku-monogatari.
—¿No lee literatura reciente?
Fukaeri se quedó pensando un rato.
—El intendente-sansho.
Espléndido. Ōgai Mori había escrito El intendente Sansho a principios de la era Taishō. Eso era lo que ella consideraba literatura reciente.
—¿Cuáles son sus aficiones?
—Escuchar música.
—¿Qué música?
—Me gusta Bach.
—¿Alguna obra en particular?
—De la BWV846 a la BWV893.
Tras reflexionar durante un instante, Tengo le dijo:
—El clave bien temperado. Volúmenes primero y segundo.
—Sí.
—¿Por qué respondes con números?
—Me resulta más fácil de recordar.
Para un matemático, El clave bien temperado es, realmente, una música celestial. Está compuesta de preludios y fugas en tonos mayores y menores, respectivamente, y en ella se hace uso por igual de doce escalas. Son veinticuatro en total. Cuarenta y ocho piezas repartidas en dos volúmenes. Forman un círculo perfecto.
—¿Qué más?
—La BWV244.
A Tengo le costó recordar cuál era la BWV244. El número le sonaba, pero no se acordaba del título de la pieza.
Fukaeri empezó a cantar.
Buß' und Reu'
Buß' und Reu'
Knirscht das Sündenherz entzwei
Buß' und Reu' Buß'undReu'
Knirscht das Sündenherz entzwei
Knirscht das Sündenherz entzwei
Buß' und Reu' Buß' und Reu'
Knirscht das Sündenherz entzwei
Buß' und Reu'
Knirscht das Sündenherz entzwei
Dafi die Tropfen miner Zahren
Angenehme Spezerei
Treuer Jesu, dir gebaren.
Tengo se quedó sin habla durante un rato. La entonación no era exacta del todo, pero su pronunciación del alemán era clara y asombrosamente precisa.
—La pasión según San Mateo —reconoció Tengo—. Te has aprendido la letra.
—No la he aprendido —dijo la chica.
Tengo quería añadir algo, pero no le venían las palabras. No le quedó más remedio que mirar lo que había anotado y pasar a la siguiente pregunta.
—¿Tienes novio?
Fukaeri negó con la cabeza.
—¿Por qué no?
—Porque no me quiero quedar embarazada.
—Que tengas novio no quiere decir que te tengas que quedar embarazada.
Fukaeri no dijo nada. Sólo pestañeó unas cuantas veces en silencio.
—¿Por qué no te quieres quedar embarazada?
Como era de esperar, la chica permaneció inmóvil y callada. Tengo se dio cuenta de que le había hecho una pregunta muy estúpida.
—Dejémoslo aquí —dijo Tengo, y metió la lista de preguntas en el maletín—. La verdad es que no sé qué tipo de preguntas te van a hacer, así que contesta como mejor te parezca. Sé que puedes hacerlo.
—Muy bien —respondió Fukaeri, aliviada.
—Pensarás que preparar las respuestas de la entrevista no va a servir de nada.
Fukaeri encogió ligeramente los hombros.
—Yo soy de la misma opinión. No hago esto por placer, sino simplemente porque me lo pidió el señor Komatsu.
Fukaeri asintió.
—Sin embargo —dijo Tengo—, no quiero que le digas a nadie que yo he corregido La crisálida de aire. ¿Entendido?
Fukaeri asintió dos veces.
—La escribí yo sola.
—Pase lo que pase, La crisálida de aire es sólo tuya, y de nadie más. Eso estuvo claro desde el principio.
—La escribí yo sola —repitió Fukaeri.
—¿Has leído mi versión?
—Me la leyó Azami.
—¿Qué te ha parecido?
—Escribes muy bien.
—Entonces, ¿te ha gustado?
—Es como si la hubiera escrito yo —dijo Fukaeri.
Tengo la miró a la cara. Bebía chocolate, levantando la taza con las manos. Él tenía que esforzarse para no mirar la bella turgencia de su pecho.
—Me alegra oírlo —dijo Tengo—. He disfrutado muchísimo corrigiendo La crisálida de aire. Por eso es tan importante para mí que la obra final te haya gustado.
Fukaeri asintió en silencio. Luego se llevó la mano al pequeño y bien proporcionado lóbulo de una de sus orejas, como para comprobar algo.
La camarera se acercó y les llenó los vasos de agua fría. Tengo bebió un trago para saciar la sed. Luego reunió coraje y le transmitió una idea que llevaba en la cabeza desde hacía un rato.
—Tengo que pedirte un favor. Si a ti te parece bien, por supuesto.
—El qué.
—¿Podrías ir a la rueda de prensa vestida igual que hoy?
Fukaeri lo miró con cara de no entender nada. Luego observó todas las piezas de ropa que llevaba, una por una. Era como si no se hubiera dado cuenta hasta ese momento de qué llevaba puesto.
—Que lleve esta ropa —preguntó ella.
—Sí. Ir vestida así a la rueda de prensa.
—Por qué.
—Porque te sienta bien. O sea, te hace un pecho bonito y, quizá no sea más que un presentimiento mío, pero si, inadvertidamente, atrajeras la atención de los periodistas, quizá las preguntas no serían demasiado duras. Si no quieres, no pasa nada. No te pido que lo hagas a la fuerza.
—Es Azami quien elige toda la ropa —aclaró Fukaeri.
—¿No la eliges tú?
—A mí me da igual lo que visto.
—¿Lo que llevas hoy también lo ha elegido Azami?
—Sí.
—Pues te sienta muy bien.
—Me hace un pecho bonito —preguntó Fukaeri sin entonar.
—Sí. ¿Cómo podría decirlo…? Llama la atención.
—El jersey y el sujetador hacen juego.
Fukaeri lo miró fijamente a los ojos y Tengo sintió cómo las mejillas se le ruborizaban.
—No sé si hacen juego, pero…, de todas formas, creo que causan un buen efecto —dijo él.
Fukaeri volvió a clavarle la mirada en los ojos. Luego le hizo una pregunta, toda seria.
—Atrae tu atención.
—Sí, tengo que reconocerlo —contestó Tengo, eligiendo las palabras adecuadas.
Fukaeri estiró el cuello del jersey, metió la nariz y escudriñó en el interior. Seguramente para comprobar qué ropa interior se había puesto. A continuación, observó durante un instante la cara abochornada de Tengo, como si mirara algo inusual.
—Lo haré —dijo al cabo de un rato.
—Gracias —contestó Tengo. Y así acabaron los preparativos.
Tengo acompañó a Fukaeri hasta la estación de Shinjuku. Mucha gente caminaba sin chaqueta por la calle. Se podía ver a varias mujeres en manga corta. El murmullo de voces humanas y el ruido del tráfico formaban el característico sonido de la ciudad. Una brisa fresca de principios de verano soplaba por las calles. «¿De dónde procederá este viento que trae a Shinjuku un olor tan maravilloso?», se preguntó Tengo, perplejo.
—¿Ahora vuelves a casa? —le preguntó a Fukaeri. El tren estaba lleno y llegar a casa le llevaría muchísimo tiempo.
Fukaeri sacudió la cabeza.
—Tenemos una habitación en Shinanomachi.
—¿Es ahí donde te quedas cuando se hace tarde?
—Es que Futamatao está demasiado lejos.
Mientras caminaban hasta la estación, Fukaeri tomó a Tengo de la mano izquierda, igual que la última vez. Era como una niña pequeña cogiendo la mano de un adulto. Sin embargo, cuando una chica guapa como ella lo agarraba de la mano, a Tengo se le aceleraba el corazón de manera natural.
Al llegar a la estación, Fukaeri le soltó la mano. Entonces, compró un billete para Shinanomachi en las máquinas de venta automática.
—No te preocupes por la rueda-de-prensa —le dijo Fukaeri.
—No me preocupo.
—Va a salir bien.
—Lo sé —dijo Tengo—. No me preocupo por nada. Claro que va a salir bien.
Sin decir nada más, Fukaeri desapareció entre la multitud que se agolpaba en la zona de los torniquetes.
Tras separarse de Fukaeri, Tengo pidió un gin-tonic en un pequeño bar cercano a la librería Kinokuniya. Le agradaba su aspecto anticuado y que no tenía música de fondo. Se estuvo contemplando la mano izquierda durante un rato, sin pensar, sentado solo junto a la barra. Era la mano que Fukaeri le había agarrado hacía un momento. Aún podía sentir el tacto de sus dedos. Luego le vino a la mente su pecho. Tenía el pecho bonito. Era tan hermoso y bien proporcionado que había perdido prácticamente toda su carga sexual.
Mientras pensaba en ello, sintió ganas de hablar por teléfono con su novia mayor. De qué, no importaba. De la lata de criar a los niños, del índice de popularidad del Gobierno de Yasuhiro Nakasone o de lo que fuera. Simplemente se moría de ganas de sentir su voz. Si fuera posible, le gustaría encontrarse con ella cuanto antes en cualquier parte y hacerle el amor. No obstante, no podía llamarla a casa. Podría contestar su marido o uno de sus hijos. No podía ser él el que llamara. Era una norma que regía la relación entre los dos.
Tengo pidió otro gin-tonic y, mientras esperaba a que se lo trajeran, se imaginó a sí mismo montado en un bote, descendiendo por un rápido. «Cuando caigamos por la cascada, hagámoslo juntos y a lo grande», le había dicho Komatsu por teléfono. Pero ¿podía confiar en sus argumentos? ¿Cómo sabía que al llegar al borde de la cascada, Komatsu no saltaría a una roca cercana y lo dejaría solo, diciéndole algo así como «Lo siento, Tengo. Recordé que tenía algo pendiente que hacer. Quedas al mando»? Entonces sería él solo, seguramente, el que caería a lo grande por la cascada, sin escapatoria posible. No era descabellado. No, podría suceder perfectamente.
Regresó a casa, se durmió y tuvo un sueño. Un sueño nítido como ya hacía tiempo que no tenía. En el sueño, él era una pieza minúscula en medio de un puzle gigantesco. Pero no una pieza fija, sino una que cambiaba de forma a cada instante, de modo que no encajaba en ningún sitio, naturalmente. Encima, además de la tarea de encontrar su sitio, tenía que recoger unas partituras para timbal en un tiempo determinado. Una fuerte ráfaga de viento se las había llevado y las había esparcido por todas partes. El iba recogiéndolas una a una. También debía comprobar los números de las páginas y ponerlas en orden. Mientras lo hacía, seguía transformándose, como si fuera una ameba. La situación estaba fuera de control. Al poco tiempo, Fukaeri apareció y lo agarró de la mano izquierda. Entonces, Tengo dejó de cambiar de forma. El viento cesó de repente y las partituras también dejaron de esparcirse. «Bien», pensó Tengo. Pero, mientras tanto, el tiempo dado se acercaba a su fin. «Se acabó», le comunicó Fukaeri en voz baja. Una sola oración, como de costumbre. El tiempo se detuvo y el mundo llegó a su fin. La Tierra dejó poco a poco de rotar y todos los sonidos y las luces se extinguieron.
Cuando se despertó al día siguiente, el mundo seguía intacto y las cosas ya habían empezado a moverse; como la rueda gigante de la mitología hindú, que va atropellando a todos los seres que antes existían.