15
AOMAME

Con firmeza, como si echara el ancla a un globo aerostático

Aomame prestaba atención a lo que comía cada día. La base de su alimentación diaria eran platos cocinados de verdura a los cuales añadía marisco y, sobre todo, pescado blanco. En cuanto a carne, de vez en cuando comía pollo. Sólo elegía ingredientes frescos y utilizaba condimentos en cantidades muy reducidas. Evitaba alimentos con mucha grasa y limitaba los hidratos de carbono a la dosis adecuada. Comía las ensaladas casi sin aderezarlas, tan sólo con aceite de oliva, sal y limón. No sólo comía muchas verduras crudas, sino que además se informaba detalladamente sobre sus nutrientes e intentaba alimentarse de manera equilibrada, combinando diversos tipos de hortalizas. Diseñaba sus propios menús y en el gimnasio ofrecía orientación a quien lo solicitaba. Su muletilla era «Olvídese de andar contando calorías». Si uno adquiría la sensibilidad para elegir los productos adecuados y comer en su justa medida, no hacía falta preocuparse por las cifras.

Pero tampoco se podía vivir aferrada únicamente a esos menús ascéticos. A veces, cuando le apetecía comer de verdad, se lanzaba a cualquier restaurante y pedía un buen bistec o unas chuletillas de cordero. En esas ocasiones, cuando le entraban esas ganas irreprimibles de comer, el cuerpo, por algún motivo, le pedía ese tipo de comida y ella lo consideraba como una señal. Entonces obedecía la llamada de la naturaleza.

Le gustaba el vino y el sake, pero para proteger el hígado y controlar los niveles de azúcar se abstenía de beber en exceso y marcaba tres días a la semana durante los cuales no bebía alcohol. El templo sagrado de Aomame era precisamente el cuerpo y siempre lo mantenía limpio. Impoluto e inmaculado. A qué lo consagraba era otro asunto. En eso ya pensaría luego.

De momento no tenía ni un solo michelín. Era todo músculo.

Cada día se ponía desnuda frente al espejo y confirmaba con cuidado que así era. Sin embargo, no se quedaba embelesada con su cuerpo. Más bien al contrario. El tamaño de su pecho era insuficiente y, peor aún, había una asimetría entre ambos lados. El vello púbico le crecía como un matorral pisoteado por una legión de infantería desfilando. Cada vez que contemplaba su cuerpo, no podía reprimir las ganas de fruncir el ceño. Pero, a pesar de todo, no tenía michelines. La carne que le sobraba no se podía pellizcar con los dedos.

Aomame llevaba una vida austera. Lo que más le preocupaba y en lo que más dinero gastaba era la alimentación. No escatimaba en alimentos y sólo bebía vinos de alta calidad. Las raras veces que iba a comer fuera elegía un local en el que cocinasen con esmero y prudencia. Pero por el resto de las cosas, apenas se preocupaba.

La ropa, los productos cosméticos y los complementos no le interesaban demasiado. Cuando iba al club de deportes, le bastaba con una vestimenta informal, como unos pantalones vaqueros y un jersey. Una vez dentro del club, se pasaba el día en chándal. Por supuesto, allí no podía llevar joyas ni complementos. Además, apenas tenía oportunidades de ponerse elegante para salir de casa. No tenía novio, ni nadie con quien citarse. Tras la boda de Tamaki Ōtsuka, se había quedado sin amigas con las que ir a comer. Para buscar a alguien con quien disfrutar de sexo esporádico, se maquillaba y se ponía elegante a su modo, pero era, a lo sumo, una vez al mes. No necesitaba demasiada ropa.

Si le hacía falta, se daba una vuelta por las boutiques de Aoyama y, comprándose un vestido nuevo «hecho para matar», uno o dos complementos a juego y un par de zapatos de tacón, se quedaba satisfecha. Normalmente calzaba zapatos planos y llevaba el cabello recogido en una coleta. Si se lavaba bien la cara con jabón y se aplicaba una crema de base, conseguía tener siempre un rostro encantador. Mientras su cuerpo estuviera limpio y sano, se daba por contenta.

Desde que era niña se había acostumbrado a una vida sencilla, sin atavíos. Le habían inculcado el estoicismo y la templanza desde que tenía uso de razón. En su hogar no había habido nada en exceso. La palabra más utilizada en su casa era «desperdicio». No tenían televisor, ni compraban el periódico. En su hogar la información era innecesaria. La carne y el pescado no abundaban en la mesa a la hora de comer y Aomame obtenía los nutrientes necesarios para su crecimiento básicamente a través del comedor escolar. A todos les parecía «asqueroso» y dejaban la comida en el plato, pero Aomame hasta quería que le dieran la ración de los demás.

La ropa que vestía siempre la heredaba de los demás. En su comunidad religiosa intercambiaban ropa usada. Por eso nunca le compraban ropa nueva, a excepción de las prendas para hacer gimnasia que el colegio indicaba, y no recordaba haber llevado nunca ropa o zapatos que fueran de su talla. Eran prendas desconjuntadas, de color y forma. Si se hubiera tratado de una familia pobre y se hubiera visto obligada a llevar tal vida, no habría nada que objetar. Pero la familia de Aomame no era pobre en absoluto. El padre trabajaba como ingeniero y poseía ingresos y ahorros decentes. Eran ellos los que habían elegido llevar una vida tan austera, conforme a sus principios.

Su vida, en cualquier caso, era muy diferente a la de la mayoría de los niños a su alrededor, y por ese motivo no había sido capaz de hacer ni un solo amigo durante mucho tiempo. No tenía ropa para ir a dar una vuelta con los amigos, ni, en general, ocasión de hacerlo. No le daban paga y, si alguien la hubiera invitado a su fiesta de cumpleaños (por suerte o por desgracia, nunca le había sucedido), no habría podido comprar ni un pequeño regalo.

Por eso odiaba a sus padres y odiaba profundamente el mundo al que sus padres pertenecían. Ella quería una vida normal como la de todo el mundo. No deseaba lujos. Le bastaba con una vida humilde normal y corriente. «Si tan sólo tuviera eso, no necesitaría nada más», pensaba Aomame. Tan pronto como se hiciera adulta, quería separarse de sus padres y vivir sola como a ella le apeteciera. Quería comer sólo lo que se le antojara y utilizar con libertad el dinero que llevaba en la cartera. Vestir ropa nueva a su gusto, calzar zapatos de su talla e ir a donde quisiera. También hacer muchos amigos e intercambiar regalos con bellos envoltorios.

Pero la Aomame adulta descubrió que lo que más la satisfacía era llevar aquella vida de templanza y estoicismo. Lo que más necesitaba no era vestirse elegante e ir a dar una vuelta con alguien, sino ponerse el chándal y matar el tiempo a solas en su habitación.

Tras la muerte de Tamaki, Aomame abandonó la empresa de bebidas deportivas, se fue del edificio en el que había vivido y se mudó a un apartamento de alquiler situado en Jiyūgaoka, con habitación, sala de estar, comedor y cocina americana en un mismo ambiente. No era una vivienda demasiado grande, pero sin embargo resultaba amplia en apariencia. Aunque Aomame tenía sus propios utensilios de cocina sólo disponía de las cosas indispensables. Tenía pocas pertenencias. Le gustaba leer, pero una vez que leía un libro, lo vendía a una librería de segunda mano. También le gustaba escuchar música, aunque eso no significaba que coleccionara discos. Le resultaba un incordio ir acumulando delante de sus narices todas sus posesiones. Cada vez que compraba algo en una tienda le remordía la conciencia. Pensaba que, en realidad, no lo necesitaba. Al mirar la ropa y los zapatos impolutos y bien cuidados que tenía en el armario sentía punzadas en el pecho y se sofocaba. Aquella escena de libertad y abundancia, paradójicamente, le recordaba su niñez de pobreza y privaciones, durante la cual jamás le habían regalado nada.

Aomame se preguntaba a menudo qué significaba ser libre. ¿Significaría que, aunque uno escape de una jaula, se encontrará inevitablemente en otra diferente y mayor?

Cuando Aomame enviaba al más allá al hombre que le habían indicado, la señora de Azabu la remuneraba. Depositaban un fajo de billetes bien empaquetado con papel, sin nombre ni dirección del destinatario ni del remitente, en un apartado de correos. Tamaru le entregaba la llave del apartado de correos y ella sacaba el contenido y luego le devolvía la llave. El paquete todavía cerrado lo metía en una caja fuerte de alquiler en el banco, sin tocar su contenido. Tenía dos, como duros ladrillos.

Aomame era incapaz de gastarse todo el sueldo de cada mes. Además tenía sus ahorros, así que no necesitaba aquel dinero para nada. La primera vez que recibió la remuneración, la señora le habló:

—Esto sólo es una formalidad —dijo con voz serena, como para persuadirla—. Tómeselo como una rutina. Por eso tiene que cobrar. Si no le hace falta, guárdeselo y no lo use. O si eso también le molestara, puede donarlo anónimamente a una fundación. Es libre de hacer lo que usted desee. Pero si quiere mi consejo, le recomiendo que lo custodie en algún sitio y que no lo toque durante algún tiempo.

—Pero yo no quiero recibir dinero por hacer esto —dijo Aomame.

—Entiendo sus sentimientos. Pero gracias a que se ha desembarazado de esos cabrones, ha evitado complicadas demandas de divorcio, y disputas por la patria potestad. Ya no necesitan vivir preocupadas por que el marido se presente y les dé una paliza hasta deformarles la cara. Además cobrarán el seguro de vida y la pensión de viudedad. Considere este dinero que le entrego una forma de agradecimiento por parte de ellas. Usted hizo sin duda lo correcto. Pero no puede ser una acción desinteresada. ¿Entiende el motivo?

—No muy bien —le respondió Aomame, honesta.

—Pues porque usted no es ni un ángel, ni Dios. Sé perfectamente que sus actos proceden de sentimientos puros y por eso también comprendo que no quiera recibir dinero. Pero, en este caso, los sentimientos nobles son peligrosos. Para una persona de carne y hueso no es fácil vivir cargando con ellos. Por eso necesita amarrar esos sentimientos al suelo, con firmeza, como si echara el ancla a un globo aerostático. Ese es el motivo. Porque si bien esos sentimientos son correctos y puros, eso no significa que pueda hacer lo que quiera. ¿Lo entiende?

Aomame asintió después de pensárselo un rato.

—No acabo de entenderlo, pero, de todas formas, le doy la razón.

La señora sonrió. Luego se tomó un trago de infusión.

—No lo meta en una cuenta bancaria. Si la administración tributaria lo encontrara, levantaría sospechas. Déjelo guardado en efectivo en una caja fuerte del banco. Algún día le hará falta.

«Eso haré», dijo Aomame.

Cuando regresó del club de deportes y estaba preparando la cena, sonó el teléfono.

—Aomame —dijo una voz femenina. Una voz un tanto áspera. Era Ayumi.

Aomame le respondió con el auricular pegado a la oreja, mientras extendía la mano para bajar el gas.

—¿Qué? ¿Cómo va el trabajo de policía?

—Pongo multas a trochemoche y la gente me da la lata. Sin rastro de hombres y trabajando con ahínco.

—Mejor eso que nada.

—Oye, Aomame, ¿qué estás haciendo?

—Preparo la cena.

—¿Estás libre pasado mañana? Me refiero a por la noche.

—Sí, estoy libre, pero no me apetece hacer lo del otro día. Lo de ahí abajo quiere descansar un rato.

—Bien. El mío también dice que quiere descansar un poco. Pero si fuera posible, me gustaría que quedáramos y charláramos un rato.

Aomame se lo pensó un poco. Pero era incapaz de decidirse

—Escucha, ahora estoy friendo comida —dijo Aomame—. Debo echarle un ojo. ¿Podrías llamarme otra vez dentro de media hora?

—Sí, te llamo en media hora.

Aomame colgó el teléfono y terminó de freír. Luego preparó una sopa de miso con brotes de soja y se comió todo acompañado de arroz integral. Sólo se bebió media lata de cerveza y, el resto, lo echó por el fregadero. Lavó la vajilla, se sentó en el sofá y, mientras se tomaba un respiro, Ayumi volvió a telefonear.

—Me gustaría comer contigo, si es posible —dijo Ayumi—. Es que ya estoy harta de comer siempre sola.

—¿Siempre comes sola?

—Como estoy viviendo en una residencia con pensión completa, todo el mundo come siempre mientras está de cháchara. Pero de vez en cuando me apetece comer algo suculento con calma y tranquilidad. A ser posible, en un sitio elegante. Pero no quiero ir sola. Me entiendes, ¿no?

—Claro.

—Sin embargo, en esas ocasiones nunca tengo a nadie alrededor con quien ir a comer. Ni hombre, ni mujer. Es que todos son más de ir a un izakaya. Pero había pensado que contigo sí que podría ir. ¿Te supone una molestia?

—No es ninguna molestia —respondió Aomame—. Está bien. Vayamos a comer a un sitio elegante. La verdad es que ya hace tiempo que yo tampoco lo hago.

—¿De veras?—dijo Ayumi—. ¡Qué alegría me das!

—¿Qué te parece pasado mañana?

—Sí, al día siguiente libro. ¿Conoces algún buen restaurante?

Aomame le mencionó un restaurante francés en Nogizaka. Al oír el nombre, Ayumi se quedó sin aliento.

—Aomame, ¿ése no es el famosísimo restaurante? He leído en una revista que los precios son desorbitados y que hay que reservar con dos meses de antelación. Con mi sueldo, ni de broma.

—Tranquila. El chef y dueño del restaurante es cliente del gimnasio en el que trabajo y yo soy su entrenadora personal. También medio lo asesoro sobre el valor nutritivo de los menús; así que, si yo reservo, nos dará una mesa y nos hará un buen descuento. Eso sí, puede que la mesa no sea demasiado buena.

—Por mí, como si es dentro de un armario empotrado.

—Ponte lo más elegante que puedas —dijo Aomame.

Después de colgar, Aomame se sorprendió un poco al darse cuenta de que sentía una simpatía espontánea hacia aquella joven agente de policía. Era la primera vez, desde la muerte de Tamaki Ōtsuka, que sentía algo así por alguien. Aunque, por supuesto, no era en absoluto el mismo sentimiento que una vez había albergado hacia Tamaki. A pesar de ello, hacía mucho tiempo que no iba a comer, o que no le importaba ir a comer a solas con alguien. Y, para colmo, era precisamente con una agente de policía en servicio. Soltó un suspiro. El mundo era extraño.

Aomame se puso un vestido gris azulado de manga corta con una pequeña rebeca blanca sobre los hombros y se calzó unos zapatos de tacón de Ferragamo. Llevaba pendientes y una fina pulsera metálica. El bolso bandolera de siempre lo dejó en casa (el picahielos también, por supuesto) y se llevó un pequeño monedero de La Bagagerie. Ayumi vestía una sencilla chaqueta negra de Comme des Garςons, una gran camiseta marrón escotada, una falda acampanada de flores, el bolso de Gucci de la última vez, un pequeño piercing con una perla y unos zapatos marrones de tacón bajo. Estaba mucho más mona y parecía mucho más elegante que la vez anterior. No tenía aspecto de agente.

Se encontraron en el bar, tomaron rápido un cóctel mimosa y luego las condujeron a la mesa, que no estaba nada mal. El chef se pasó por allí y habló con Aomame. Después les dijo que al vino invitaba la casa.

—Lo siento, pero el corcho ya ha sido abierto y falta la cantidad de una cata. Ayer se quejaron del sabor y tuvimos que sacar otra botella, pero la verdad es que al sabor no le pasa nada. El cliente era cierto político insigne que va por el mundo dándoselas de entendido del vino, aunque, en realidad, no tiene ni puñetera idea. Sólo se queja para guardar las apariencias delante de otros. «¿No le parece que este Borgoña tiene un sabor un poco agrio?». Como el cliente era quien era, le dije lo que me pareció mejor: «Pues sí. Parece que tiene un sabor un tanto agrio. El control en la bodega del importador no debe de haber sido bueno. Le traeré otra botella de inmediato. Es usted un verdadero experto. Sabe muchísimo». Y le saqué otra botella. De ese modo, me evité problemas con el cliente. Bueno, no se puede decir en voz alta, pero además también puedo inflarle un poco la cuenta como a mí me parezca. Después de todo, a él se lo abonan luego con las dietas. De todas formas, en nuestro local no les sacamos a los clientes productos que han sido devueltos por quejas, desde luego.

—Pero si a nosotras no nos importa, en absoluto.

El chef cerró un ojo.

—¿De verdad que no os importa?

—Claro que no —dijo Aomame.

—Para nada —añadió Ayumi.

—¿Esta señorita tan guapa es tu hermana? —le preguntó el chef a Aomame.

—¿Te lo parece? —inquirió Aomame.

—En la cara no os parecéis, pero tenéis un aire —respondió el chef.

—Es una amiga —dijo Aomame—. Es agente de policía.

—¿En serio? —El chef volvió a mirar a Ayumi con cara de incredulidad—. ¿De las que llevan pistola y hacen patrullas?

—Aún no he disparado a nadie, pero… —dijo Ayumi.

—¿No habré metido la pata? —preguntó el chef. Ayumi negó con la cabeza.

—No, en absoluto.

El chef sonrió y juntó las manos delante del pecho.

—Es un reputado vino de Borgoña que puedo recomendar con toda confianza a quienquiera que sea el cliente. Procede de una bodega ilustre, es de una buena cosecha y normalmente cuesta un ojo de la cara.

El camarero se acercó y les sirvió dos copas de vino. Aomame y Ayumi hicieron un brindis. Al juntar ligeramente las copas sonó a lo lejos como una campanilla celestial.

—¡Ahí! Es la primera vez en mi vida que bebo un vino tan delicioso —dijo Ayumi, entornando los ojos, tras tomar un trago—. ¿Pero qué clase de capullo se puede atrever a quejarse de este vino?

—Hay quien se queja por todo —repuso Aomame.

Luego observaron con atención el menú. Ayumi se leyó dos veces lo que había escrito, de pe a pa, con una mirada penetrante, como cuando un abogado diestro lee un contrato importante. ¿No está pasando por alto nada significativo? ¿No hay ningún ingenioso resquicio oculto? Examinó mentalmente las diversas condiciones y cláusulas allí escritas y deliberó sobre su repercusión. Sopesó de forma minuciosa los beneficios y las pérdidas. Aomame miraba con atención sus ademanes, desde el asiento de enfrente.

—¿Te has decidido? —preguntó Aomame.

—Más o menos —dijo Ayumi.

—Entonces, ¿qué pides?

—Sopa de mejillones, una ensalada de tres clases de puerro y luego un estofado de sesos de ternera de Iwate al Burdeos. ¿Y tú?

—Yo sopa de lentejas, ensalada templada de primavera y rape a la papillote, acompañado de polenta. No pega demasiado con vino tinto, pero como invita la casa, no me puedo quejar.

—¿Te parece bien si intercambiamos un poco de cada?

—Por supuesto —dijo Aomame—. Y si quieres, pedimos unos langostinos rebozados de entrante para compartir.

—¡Estupendo! —exclamó Ayumi.

—Si ya has decidido lo que vas a pedir, es mejor que cierres la carta —dijo Aomame—. Si no, el camarero se va a eternizar.

—Tienes razón —dijo Ayumi.

Cerró el menú con pena y lo puso de nuevo sobre la mesa. El camarero vino de inmediato y les tomó el pedido.

—Cada vez que acabo de pedir en un restaurante, tengo la impresión de que me he equivocado en la elección —dijo Ayumi cuando el camarero se fue—. ¿Y tú?

—Aunque me haya equivocado, sólo es comida. Comparado con un error vital, tampoco es para tanto.

—Tienes razón, por supuesto —dijo Ayumi—. Pero para mí es muy importante. Ha sido así desde que era pequeña. Después de pedir algo, siempre me arrepentía. «¡Oh! Debí haber pedido croquetas de gamba y no filete ruso.» ¿Tú siempre has sido tan pasota?

—En la casa en que me crié, debido a diversas circunstancias, no solíamos comer fuera. Nunca. Desde que tengo uso de razón, nunca me llevaron a un sitio similar a un restaurante, y hasta muy grandecita nunca viví la experiencia de ver un menú y pedir la comida que me apeteciera. Día tras día, sólo comía lo que me ponían, sin rechistar. No podía quejarme por asqueroso o escaso que fuera, o aunque lo detestara. Aún hoy, a decir verdad, no me importa demasiado como esté la comida.

—¡Hmm! Vaya sorpresa. No sé por qué, pero no lo parece. Me daba la impresión de que estabas habituada a estos sitios desde niña.

Tamaki Ōtsuka había sido la que la había iniciado en todo aquello: cómo debía comportarse cuando iba a un restaurante distinguido; que, eligiera el plato que eligiera, no tenían por qué mirarla mal, cómo pedir el vino, cómo llamar para que traigan el postre, cómo dirigirse al camarero, la manera formal de utilizar la cubertería… Tamaki conocía todo aquello y le enseñó cada cosa hasta el último detalle a Aomame. De ella había aprendido qué ropa y accesorios debía llevar y cómo debía maquillarse. Aomame descubría un mundo nuevo. Tamaki se había criado en una familia acaudalada de los barrios altos y su madre era una persona sociable, sumamente meticulosa en los modales y la vestimenta. Por eso, Tamaki había aprendido desde que estaba en el instituto cómo comportarse en sociedad. Podía entrar sin cohibirse en lugares frecuentados por adultos. Aomame había absorbido con avidez ese saber hacer. Si no hubiera conocido a una buena profesora como Tamaki, ahora Aomame sería una persona de diferente ralea. A veces tenía la impresión de que Tamaki todavía vivía y se escondía con sigilo a su lado.

Al principio, Ayumi estaba un poco nerviosa, pero a medida que bebía vino parecía ir calmándose.

—Oye, quería preguntarte una cosa —dijo Ayumi—. Si no quieres responder, no tienes por qué hacerlo. Pero me gustaría hacerte una pequeña pregunta. ¿No te enfadarás?

—No me enfado.

—Aunque sea una pregunta extraña, no va con mala intención. Que te quede claro, ¿eh? Sólo me pica la curiosidad. Pero es que a veces hay gente que se cabrea un montón por eso.

—¡Tranquila, mujer! Que no me cabreo.

—¿De veras? Mira que todos dicen lo mismo y luego se cabrean.

—Yo soy especial, así que no te preocupes.

—¿Alguna vez abusó de ti un hombre cuando eras niña?

Aomame negó con la cabeza.

—Creo que no. ¿Por qué?

—Era sólo por preguntar. No pasa nada —respondió Ayumi. Luego cambió de tema— Oye, ¿has tenido novio alguna vez? O sea, alguien con quien mantuvieras una relación seria.

—Nunca.

—¿Ni uno?

—No, ni uno —respondió Aomame. Después habló un poco confusa—. Para serte sincera, fui virgen hasta los veintiséis.

Ayumi perdió el habla durante un rato. Posó el cuchillo y el tenedor, se limpió los labios con la servilleta y luego se quedó mirándola fijamente a la cara, con los ojos entornados.

—¿Una chica estupenda como tú? No me lo puedo creer.

—Es que no tenía ningún interés.

—¿Me estás diciendo que no te interesaban los hombres?

—Sólo me he enamorado de una persona —dijo Aomame—. Me enamoré de él cuando tenía diez años y lo cogí de la mano.

—Te enamoraste de un niño a los diez años. ¿Eso es todo?

—Eso es todo.

Ayumi cogió cuchillo y tenedor y, mientras reflexionaba, hizo un pequeño corte en un langostino.

—¿Y qué hace ahora ese niño?

Aomame agitó la cabeza.

—No sé. Fue en mi clase durante tercero y cuarto de primaria en el colegio de Ichikawa, en la prefectura de Chiba, pero en quinto curso me trasladé a otro colegio en la capital y desde entonces no lo he vuelto a ver. Tampoco he oído hablar de él. Sólo sé que, si sigue con vida, ahora tendrá veintinueve años. Seguramente cumpla los treinta en otoño.

—¿Y no has pensado en investigar qué hace ahora ese chico? No creo que sea tan difícil enterarse.

Aomame volvió a negar tajantemente con la cabeza.

—Nunca tuve ganas de investigar.

—¡Qué raro! Si hubiera sido yo, seguro que habría movido todos los hilos para encontrar su paradero. Si tanto te gusta, deberías buscarlo y declararle cara a cara que estás enamorada de él.

—No quiero hacer eso —dijo Aomame—. Lo que deseo es encontrarlo un buen día, por casualidad. Cruzarnos en la calle, por ejemplo, o coincidir en el mismo autobús.

—Un encuentro del destino.

—Bueno, algo así —dijo Aomame y bebió un trago de vino—. En ese momento, le abriría mi corazón. «Eres el único al que he amado en toda mi vida».

—¡Me parece tan romántico!—exclamó Ayumi atónita—. Pero me da la impresión de que las probabilidades de que os encontréis son muy pocas. Además, lleváis veinte años sin haberos visto, así que tal vez su rostro haya cambiado. Si os cruzarais por la calle, quizá no os reconoceríais.

Aomame negó con la cabeza.

—Por mucho que le haya cambiado la cara, lo reconocería a primera vista. Sin lugar a dudas.

—¿De verdad?

—De verdad.

—Entonces, tú crees que ese encuentro fortuito va a ocurrir y únicamente esperas a que suceda.

—Por eso siempre estoy atenta cuando ando por la calle.

—¡Hmm! —dijo Ayumi—. Pero a pesar de que te gusta tanto, no tienes inconveniente en acostarte con otros hombres. Desde los veintiséis años, quiero decir.

Aomame pensó un poco y luego le respondió.

—Es que eso sólo es pasajero. Después no queda nada.

Se hizo un silencio durante el cual ambas se entregaron a la comida. Luego Ayumi volvió a hablar:

—No me quiero meter donde no me llaman, pero ¿te pasó algo a los veintiséis años?

Aomame asintió.

—Por aquel entonces me ocurrió algo que me cambió por completo. Pero ahora mismo no me apetece hablar de ello. Lo siento.

—No pasa nada —dijo Ayumi—. Igual da la impresión de que estoy curioseando, y te estoy incordiando.

—Para nada —dijo Aomame.

Cuando les trajeron la sopa, interrumpieron la conversación y se la tomaron con calma. Al acabar, posaron las cucharas y, después de que el camarero les retirara el plato, reanudaron la conversación.

—¿Pero no tienes miedo?

—¿De qué?

—Pues de que quizá no vuelvas a encontrarte con él jamás. Por supuesto que os podríais reencontrar por casualidad. ¡Ojalá! Espero que así sea. Pero, siendo realistas, las probabilidades de que eso no ocurra son grandes, ¿o no? Además, si os volvierais a encontrar, podría haberse casado con otra persona. Incluso podría tener hijos. ¿No es verdad? Si eso ocurriera, seguramente vivirías el resto de tu vida sola. ¿No te asusta pensar que nunca llegues a unirte con la única persona que amas en este mundo?

Aomame observó el vino tinto de la copa.

—Tal vez tenga miedo. Pero al menos amo a alguien.

—¿Y si a él no le gustaras?

—Aunque esté sola, mientras ame a alguien con el alma, habrá una salvación. Incluso si no puedo estar con esa persona.

Ayumi reflexionó un momento sobre lo que acababa de oír. El camarero se acercó y llenó las copas de vino. Aomame bebió un trago y luego pensó que Ayumi tenía razón: ¿qué clase de persona podía quejarse de un vino tan excelente?

—Eres increíble. ¡Te tomas las cosas con tal filosofía!

—No es que me tome las cosas con filosofía. Sólo es lo que pienso, francamente.

—Yo también estuve enamorada de alguien —le confesó Ayumi—. La persona con quien me acosté por primera vez, justo después de dejar el instituto. Era tres años mayor que yo. Pero al cabo de poco tiempo se juntó con otra chica. Me afectó bastante y me hizo mucho daño. Aunque ese hombre ya no significa nada para mí, aún no me he recuperado totalmente. Era un cabrón que jugaba a dos bandas. Caía bien a todos, eso sí. Pero, por hache o por be, acabé enamorándome de él.

Aomame asintió. Ayumi también cogió la copa de vino y bebió.

—Todavía hoy me llama por teléfono de vez en cuando. Me pregunta si quiero quedar. Por supuesto, lo único que le interesa es mi cuerpo. Me doy cuenta. Por eso no lo veo. Si quedara con él, volvería a sufrir. Pero aunque la cabeza lo sepa, el cuerpo responde a su modo. Arde en deseos por acostarse con él. Cuando el deseo acumulado es muy intenso, de cuando en cuando me entran ganas de desahogarme. ¿Comprendes lo que quiero decir?

—Sí, lo comprendo —dijo Aomame.

—Es un verdadero cabrón. Tiene un carácter despreciable y no era tan bueno en la cama, pero al menos no me temía y me mimaba mucho cuando salíamos juntos.

—Esos sentimientos no se eligen —dijo Aomame—. Es el otro quien nos los impone a su capricho. No es como escoger platos de un menú.

—Pero tiene un parecido con arrepentirse después de haber elegido.

Las dos se rieron.

—Pero aunque nos preocupemos por elegir menú, hombre o lo que sea, quizá no estemos eligiendo en realidad. Tal vez todo esté determinado desde un principio y sólo aparentemos estar eligiendo. A veces pienso que el libre albedrío es sólo una impresión subjetiva —dijo Aomame.

—En ese caso, la vida sería bastante triste.

—Supongo.

—Pero si pudiéramos amar a alguien con toda el alma, por horrible que fuera ese alguien, aunque no estuviera enamorado de nosotras, por lo menos la vida no sería un infierno. Incluso aunque resultara un tanto triste.

—Es cierto.

—Sin embargo, Aomame —dijo Ayumi—, creo que este mundo es absurdo y que le falta buena voluntad.

—Quizás —admitió Aomame—. Pero a estas alturas ya no se puede cambiar.

—El plazo válido de devolución ha caducado —dijo Ayumi.

—Y además han tirado la factura.

—¡Y que lo digas!

—Pero ¡qué bien! El mundo se va a acabar en cuanto menos lo pensemos —dijo Aomame.

—Lo estoy deseando.

—Entonces vendrá el Reino de los Cielos.

—Me muero de impaciencia —dijo Ayumi.

Las dos tomaron postre, se bebieron un espresso y pagaron la cuenta a medias (fue increíblemente barato). Luego se fueron a un bar de la zona y cada una pidió un cóctel.

—Oye, ese hombre de ahí ¿no es de los que te gustan?

Aomame dirigió la vista hacia donde estaba el tipo. Un hombre alto de mediana edad bebía un Martini, solo, en un extremo de la barra. El típico estudiante de instituto con buenas notas y aventajado para los deportes ya entrado en años. El cabello le empezaba a ralear, pero tenía un rostro jovial.

—Quizá, pero hoy no estoy para hombres —dijo Aomame, rotunda—. Además, éste es un bar elegante.

—Lo sé. Sólo era por decir.

—La próxima vez, ¿vale?

Ayumi miró a Aomame a la cara.

—¿Eso quiere decir que saldrás conmigo más veces? Me refiero a buscar hombres.

—Claro —dijo Aomame—. Hagámoslo juntas.

—Me alegro. Contigo tengo la impresión de que nada es imposible.

Aomame bebía un Daikiri. Ayumi, un Tom Collins.

—Por cierto, cuando hablamos por teléfono me contaste que nos habíamos puesto en plan lésbico delante de aquellos dos —dijo Aomame—. ¿Y qué demonios hicimos?

—Ah, eso —dijo Ayumi—. Tampoco fue para tanto. Sólo fingimos que éramos lesbianas un poco para caldear el ambiente. ¿Pero no te acuerdas de nada? ¡Y eso que en aquel momento te excitaste un montón!

—No me acuerdo de nada. Absolutamente de nada —dijo Aomame.

—Pues nos desnudamos, nos tocamos un poco las tetas, nos besamos ahí abajo…

—¿Nos besamos ahí abajo? —preguntó Aomame, y después miró a su alrededor, aturdida, ya que su voz resonó en aquel silencioso bar más alto de lo debido. Afortunadamente, parecía que sus palabras no habían llegado a oídos de nadie.

—Pero si era todo teatro. No llegamos a usar la lengua.

—¡Buf! —Aomame se masajeó las sienes con los dedos y soltó un suspiro—. ¡Joder, vaya cosas que hemos hecho!

—Perdón —dijo Ayumi.

—No pasa nada. No tienes por qué preocuparte. No debí emborracharme hasta ese punto.

—Pero la verdad es que lo tenías muy lindo y limpio. Daba la sensación de que estaba como nuevo.

—Es que, ahora que lo dices, está realmente como nuevo —dijo Aomame.

—¿Sólo lo usas a veces?

Aomame asintió.

—Pues sí. Oye, ¿no tendrás cierta tendencia lésbica?

Ayumi negó con la cabeza.

—Era la primera vez que lo hacía. De verdad. Pero yo también estaba bastante borracha y, además, pensé que si lo hacía contigo tal vez no estuviera tan mal, y que, mientras fuera fingido, sería como un juego. Y tú, ¿qué?

—A mí tampoco me va. Pero una vez, cuando estaba en el instituto, lo hice con una buena amiga. Aunque no teníamos intención, nos dejamos arrastrar por las circunstancias.

—Eso pasa a veces. Y esa vez, ¿te corriste?

—Sí, creo que me corrí. —Se sinceró Aomame—. Pero fue la única vez. Pensé que aquello no funcionaba y no volví a hacerlo.

—¿Quieres decir que no funcionaba el lesbianismo?

—No. No me refiero a que el lesbianismo no funcionara o que me repugnara. Quiero decir que pensé que no podía mantener ese tipo de relación con aquella persona. No quería que una valiosa amistad se transformara en algo tan físico.

—Ya veo —dijo Ayumi—. Aomame, ¿podría quedarme en tu casa esta noche? No me apetece volver ahora a la residencia. Si regreso allí, este ambiente tan distinguido que se ha creado se iría al garete al instante.

Aomame tomó el último sorbo de Daikiri y dejó la copa sobre la barra.

—Te puedes quedar, pero sin cosas extrañas.

—Sí, de acuerdo, no es por eso. Sólo quiero estar un poco más contigo. Dormiré donde sea, que yo soy capaz de dormir en el suelo o en donde haga falta. Además, mañana no tengo trabajo, así que puedo descansar por la mañana.

Regresaron al apartamento de Jiyūgaoka en metro. El reloj marcaba las once menos algo. Ambas habían estado emborrachándose placenteramente, y tenían sueño. Aomame preparó el sofá y le prestó un pijama a Ayumi.

—¿Podemos dormir juntas un poco en la cama? Sólo quiero pegarme un poco a ti. No voy a hacer nada raro. Te lo prometo —dijo Ayumi.

—De acuerdo —dijo Aomame. Le sorprendió que una chica que hasta entonces había matado a tres hombres fuera a dormir en la misma cama con una agente de policía en activo. El mundo era extraño.

Ayumi se metió en la cama y rodeó con los brazos el cuerpo de Aomame. Sus recios pechos presionaban el brazo de Aomame. El aliento le olía a una mezcla de alcohol y pasta de dientes.

—Aomame, ¿crees que tengo las tetas demasiado grandes?

—Ni hablar. Tienen un aspecto genial.

—Pero, al tener las tetas grandes, da la impresión de que soy una cabeza hueca. Además, cuando corro se me bambolean, y me da vergüenza poner a secar en el tendedero los sujetadores, que parecen un par de cuencos de ensalada.

—Por lo visto a los hombres les gustan así.

—Y es que hasta los pezones los tengo demasiado grandes.

Ayumi se desabrochó los botones del pijama, se sacó un pecho y le enseñó el pezón a Aomame.

—¡Mira qué grande es! ¿No te parece extraño?

Aomame miró el pezón. Ciertamente, no era pequeño, pero no podía considerarse de un tamaño preocupante. Sólo eran un poco más grandes que los de Tamaki.

—Es lindo. ¿Quién te dijo que son demasiado grandes?

—Un hombre. Me dijo que en su vida había visto unos pezones tan enormes.

—Había visto pocos. Me parecen normales. Los míos sí que son demasiado pequeños.

—Pues a mí me gustan tus tetas. Dan una sensación de elegancia e inteligencia.

—¿Qué me dices? Son demasiado pequeñas y diferentes la una de la otra, lo cual es un incordio a la hora de escoger sujetador, porque la talla de la de la derecha es diferente a la de la izquierda.

—¿Ah, sí? Cada uno vive con sus preocupaciones.

—Efectivamente —dijo Aomame—. Así que ahora duérmete.

Ayumi alargó una mano bajo las sábanas e intentó meter los dedos dentro del pijama de Aomame. Ésta le agarró la mano y se la apretó.

—Ni se te ocurra. Hace un rato me prometiste que no harías nada extraño.

—Lo siento —dijo Ayumi, y retiró la mano—. Sí, es verdad que te lo he prometido hace un rato. Estoy borrachísima. Pero es que te admiro, igual que una estudiante de instituto sin gracia.

Aomame se quedó callada.

—Oye, seguro que estás atesorando lo que más aprecias para ese chico, ¿no? —murmuró Ayumi en voz baja—. ¡Qué envidia! Tener alguien para quien poder guardarse.

«Quizá», pensó Aomame. «Pero ¿qué es lo que yo más aprecio?».

—¿Quieres dormirte de una vez?—dijo Aomame—. Te dejo que me abraces hasta quedarte dormida.

—Gracias —le respondió Ayumi—. Perdona que sea una pesada.

—No tienes por qué disculparte —dijo Aomame—. No estás siendo pesada.

Aomame sentía el cálido aliento de Ayumi en la axila. A lo lejos ladraba un perro y alguien cerró una ventana de golpe. Durante un buen rato estuvo acariciando el pelo de Ayumi.

Aomame dejó a Ayumi allí dormida y salió de la cama. Parecía que aquella noche tendría que dormir en el sofá. Sacó agua mineral de la nevera y se bebió dos vasos. Luego salió al angosto balcón, se sentó en una silla de aluminio y contempló las calles. Era una tranquila noche de primavera. La brisa traía un ruido, como un rumor artificial de oleaje, procedente de una carretera lejana. Pasó la medianoche y el fulgor de las luces de neón disminuyó un tanto.

«Ciertamente, siento algo semejante a afecto por esta chica llamada Ayumi. Si es posible, me gustaría cuidarla. Tras tu muerte he vivido durante mucho tiempo decidida a no mantener ninguna relación profunda con nadie. No he pensado en que quería nuevos amigos. Pero a Ayumi, no sé por qué, puedo abrirle mi corazón. Hasta cierto punto, puedo revelarle sentimientos, con sinceridad. Aunque ella es completamente diferente a ti, por supuesto», comenzó a contarle Aomame en su interior a Tamaki. «Tú eres alguien especial. He crecido contigo. No puedo compararte con nadie más».

Aomame miró hacia arriba echando el cuello hacia atrás. Mientras sus ojos contemplaban el cielo, sus sentidos deambulaban por recuerdos remotos. El tiempo que había pasado con Tamaki, las cosas de las que habían hablado. Y cuando se habían tocado mutuamente… Pero, entre tanto, se dio cuenta de que el cielo nocturno que estaba viendo se diferenciaba en algo del cielo nocturno habitual. Tenía algo distinto al cielo de siempre. Había algo extraño, tenue pero difícil de negar.

Transcurrió un buen rato hasta que encontró dónde residía la diferencia. Y, además, una vez encontrada, le costó bastante aceptar la realidad. Sus sentidos eran incapaces de ratificar lo que su visión captaba.

Dos lunas flotaban en el cielo. Una luna pequeña y otra grande. Ambas se alineaban en el cielo. La grande era a la que estaba acostumbrada. Próxima al plenilunio, amarilla. Pero a su lado había otra luna diferente. Una luna de forma desconocida. Un tanto deforme y ligeramente verdosa, como si estuviera cubierta de musgo. Eso era lo que su visión captaba.

Aomame entornó los ojos y contempló fijamente las dos lunas. Luego cerró los ojos, dejó pasar un tiempo, respiró hondo y volvió a abrirlos. Esperaba que todo volviera a la normalidad y sólo hubiera una luna. Pero la situación era completamente diferente. No era un efecto óptico, ni se le había nublado la vista. Dos lunas flotaban en el cielo, bien alineadas, sin lugar a dudas o a errores de visión. Una luna amarilla y otra verde.

Aomame pensó en despertar a Ayumi para preguntarle si en verdad había dos lunas. Pero se lo pensó mejor y desistió. «Naturalmente. Desde el año pasado hay dos lunas», le diría, quizás, Ayumi. O tal vez: «¿Pero qué estás diciendo, Aomame? Sólo veo una luna. ¿Te ha pasado algo en los ojos?». «En cualquier caso, no me solucionaría el problema. Sólo lo empeoraría».

Aomame se cubrió la mitad inferior de la cara con ambas manos. Luego se quedó contemplando fijamente las dos lunas. «No hay duda de que algo está sucediendo», pensó. Los latidos del corazón se le aceleraron. «O al mundo le pasa algo, o me lo pasa a mí; una de dos. ¿El problema reside en la botella o en el tapón?».

Volvió a su habitación, cerró la puerta de cristal con llave y echó la cortina. Tomó una botella de coñac de la alacena y se sirvió una copa. Ayumi dormía plácidamente sobre la cama. Mientras la observaba, Aomame se bebió a sorbos el coñac. Se acodó en la mesa de la cocina, haciendo un esfuerzo para no pensar en lo que había visto tras la cortina.

«¿Y si el mundo estuviera realmente a punto de acabarse?».

—Entonces vendrá el Reino de los Cielos —dijo Aomame en voz baja.

—Me muero de impaciencia —dijo alguien en algún lugar.