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TENGO

Algo que ningún lector ha visto en su vida

Komatsu y Tengo quedaron en el mismo sitio de siempre: una cafetería cerca de la estación de Shinjuku. El precio del café no era barato, pero entre unos asientos y otros había distancia suficiente para poder hablar sin tener que preocuparse de que los oyeran. El ambiente era bastante agradable y una música inocua sonaba a bajo volumen. Como de costumbre, Komatsu llegó veinte minutos tarde. El nunca llegaba en punto y Tengo nunca llegaba tarde. Era como una regla establecida. Komatsu llevaba un maletín de piel con documentos y vestía un polo azul marino y la chaqueta de tweed de siempre.

—Siento llegar tarde —se disculpó Komatsu, pero no daba impresión de que lo sintiera demasiado. Parecía de mejor humor que de costumbre y lucía una sonrisa de oreja a oreja, como una luna creciente al alba.

Tengo sólo asintió, sin decir nada.

—Siento haberte metido prisa. Supongo que habrás estado muy ocupado —le dijo Komatsu tras sentarse frente a él.

—Sin querer exagerar, han sido diez días en los que ni sabía si estaba muerto o vivo —replicó Tengo.

—Pero lo has hecho bien. Has conseguido la autorización del tutor de Fukaeri sin ningún problema y has reescrito la novela. ¡Buen trabajo! Para alguien como tú, alejado del mundanal ruido, lo has hecho muy bien. Te había subestimado.

A Tengo aquellos elogios le entraron por un oído y le salieron por el otro.

—¿Leyó esa especie de informe que escribí sobre la historia de Fukaeri? Era largo.

—Sí, lo he leído. Por supuesto. Lo leí con calma. Es una situación bastante complicada. Parece un fragmento de un novelón de trasfondo histórico. Y a propósito, nunca me hubiera imaginado que el profesor Ebisuno fuera el tutor de Fukaeri. El mundo es un pañuelo. ¿Qué te comentó el profesor de mí?

—¿De usted?

—Sí, de mí.

—No dijo nada en particular.

—¡Qué tipo más raro! —exclamó Komatsu, muy sorprendido—. El profesor y yo trabajamos juntos hace mucho tiempo. Alguna vez acudí al laboratorio de la universidad a buscar sus manuscritos. Fue hace mucho tiempo, cuando yo era un joven editor.

—Si fue hace tanto tiempo, quizá se haya olvidado, porque incluso me preguntó cómo era usted.

—¡Sí, hombre! —dijo Komatsu, sacudiendo la cabeza, todo serio—. No puede ser. Imposible. El profesor es de los que no se olvidan de nada. Tiene una memoria portentosa y en aquella época charlamos de muchísimas cosas… Pero, bueno, no pasa nada. Es un tipo con un carácter difícil. Y según tu informe, la situación que rodea a Fukaeri parece bastante complicada.

—No sólo bastante complicada. Es como si tuviéramos una bomba de relojería en las manos, literalmente. Fukaeri no es una chica normal y corriente, en ningún sentido. No se trata sólo de una chica guapa de diecisiete años. Tiene dislexia y ni siquiera es capaz de leer bien un libro. Todavía menos de escribir. Parece que sufre una especie de trauma y es como si, a causa de ello, hubiera perdido una parte de sus recuerdos. Se crió en una especie de comuna y apenas ha ido a la escuela. Su padre fue el líder de una organización revolucionaria de izquierdas y parece que está indirectamente vinculado con el tiroteo en el que participó Amanecer. El hogar que se ha ocupado de ella es el de un ex insigne antropólogo cultural. Si la novela alcanzara la fama, los medios de comunicación se apiñarían y desvelarían todos esos jugosos hechos. La situación es delicada.

—Sí, probablemente se armaría un jaleo infernal —añadió Komatsu. Sin embargo, la sonrisa no se había borrado de su cara.

—Entonces, ¿va a suspender el proyecto?

—¿Suspender el proyecto?

—El asunto se está complicando mucho. Es demasiado peligroso. ¿Por qué no devolvemos la obra a su lugar?

—Pero no es tan sencillo. Tu versión de La crisálida de aire ya ha sido entregada para componer y ya hay pruebas. Una vez que se hagan las copias, les llegará de inmediato a los editores, al presidente de la editorial y a los cuatro miembros del jurado. Será demasiado tarde para decirles: «Lo siento. Ha habido un error. Hagan el favor de no leerlo y devolverlo». —Tengo lanzó un suspiro—. Es irremediable. No podemos volver atrás en el tiempo —continuó diciendo Komatsu. Luego se llevó un Marlboro a la boca, entornó los ojos y lo encendió con una cerilla del local—. En el resto ya pienso yo. Tú no hace falta que pienses. Si la obra gana el premio, procuraré que Fukaeri no dé la cara. Podríamos sintetizarlo en una línea del estilo: «Escritora enigmática a la que no le gusta salir en público». Yo haré de portavoz, como editor responsable de la obra. Sé cómo manejar estas cosas, así que no te preocupes.

—No pongo en duda su capacidad, señor Komatsu, pero Fukaeri no es como cualquier chica normal y corriente. No es de las que obedecen sin rechistar lo que le dicen. Si está decidida a hacer algo, lo hará como ella quiera, por mucho que le digan. Ignora todo lo que no le place. No va a resultar tan fácil.

Komatsu, callado, daba vueltas en la mano a la caja de cerillas.

—Pero, Tengo, de todos modos, una vez llegados a este punto no nos queda más remedio que poner toda la carne en el asador. Para empezar, tu versión de La crisálida de aire es fabulosa. Supera con creces mis previsiones. Roza la perfección. Siendo así, no hay duda de que va a ganar el premio y va a hacerse famosa. Es demasiado tarde para correr un velo sobre ella. Si quieres mi opinión, sería un delito. Y como te dije hace un rato, el asunto ya está en marcha.

—¿Un delito? —le preguntó Tengo, mirándolo a la cara.

—Hay una frase que reza así —dijo Komatsu—: «Se considera que todo arte, todo anhelo, así como cualquier acto y búsqueda aspiran a alguna forma de bien. Por consiguiente, se puede determinar correctamente que el bien es aquello a lo que todas las cosas aspiran».

—¿Qué es eso?

—Aristóteles. Ética a Nicómaco. ¿Has leído algo de Aristóteles?

—Casi nada.

—Deberías hacerlo. Seguro que te gustaría. Yo, cuando no tengo nada que leer, leo filosofía griega. Nunca me canso. Siempre aprendes algo de ella.

—¿Y a cuento de qué viene esa cita?

—El resultado de todas las cosas es, dicho de otra manera, el bien. El bien es, a saber, el resultado de todo. Dejemos las dudas para mañana —contestó Komatsu—. Viene a cuento de eso.

—¿Qué diría Aristóteles sobre el Holocausto?

Komatsu agrandó aún más su sonrisa de luna creciente.

—Aristóteles se refiere principalmente al arte, las ciencias y la artesanía.

Su trato con Komatsu había sido frecuente. Durante todo ese tiempo, Tengo había visto el anverso y el reverso de su cara. Komatsu era un lobo solitario dentro de aquel sector y parecía vivir haciendo lo que le venía en gana. Mucha gente se dejaba engañar por su apariencia, pero si se consideraban las circunstancias que lo rodeaban y se observaba con atención, uno se daba cuenta de que sus actos habían sido calculados con frialdad. En una partida de shōgi, el ajedrez japonés, sería como adelantarse varios movimientos al adversario. Estaba claro que le gustaban las estrategias ingeniosas, pero siempre trazaba una línea en el lugar adecuado e intentaba no salirse de ella. Se podría decir que tenía un carácter más bien sensible. La mayoría de sus irreverencias no eran más que puro teatro.

Komatsu era precavido y se cubría las espaldas. Por ejemplo, una vez por semana escribía una columna literaria en la edición vespertina de cierto periódico. En ella loaba o denigraba a distintos autores. Los textos que escribía cuando denigraba eran bastante duros. Ese tipo de textos era su punto fuerte. Aunque era una columna anónima, la gente del sector sabía quién la escribía. Huelga decir que no a todo el mundo le gusta que hablen mal de uno en los periódicos, así que los autores procuraban, en la medida de lo posible, no quedar mal con Komatsu. Cuando les pedía un texto para una revista, intentaban no negarse. Al menos aceptaban una vez de varias. Si no, quién sabe lo que podría escribir de ellos en la columna.

A Tengo no le gustaba demasiado esa vertiente calculadora de Komatsu. Por un lado, se burlaba del mundo literario; y por el otro, se aprovechaba del sistema. Komatsu estaba dotado de un excelente olfato como editor y había ayudado a Tengo en repetidas ocasiones. Sus consejos sobre escribir novelas también habían resultado bastante valiosos. Pero Tengo trataba de mantener las distancias en su relación con Komatsu. Si se acercara demasiado a él y, por cometer la torpeza de implicarse demasiado, todo lo que había conseguido hasta entonces se desmoronara, no podría soportarlo. En ese sentido, Tengo también era una persona precavida.

—Como acabo de decirte, tu corrección de La crisálida de aire roza la perfección. Es un gran trabajo —prosiguió Komatsu—. Pero hay una parte, sólo una parte, que me gustaría que volvieras a corregir, si es posible. No tiene por qué ser ahora mismo. Tiene nivel suficiente para ganar el premio. Se podría corregir otra vez después de llevarse el premio, durante la fase de preparación para la publicación en la revista.

—¿Qué parte?

—Cuando la Little People crea la crisálida de aire, hay dos lunas. La chica mira al cielo y ve dos lunas, una al lado de la otra. ¿Te acuerdas de esa parte?

—Claro que me acuerdo.

—A mí me parece que no se habla lo suficiente sobre las dos lunas. No basta. Quiero que las describas con mayor detalle. Es lo único que te pido que corrijas.

—La verdad es que sí, quizá la descripción sea un poco somera. Pero ya le he explicado que no quiero deformar el curso que sigue la obra original de Fukaeri.

Komatsu sujetó el cigarro entre los dedos y alzó la mano.

—Tengo, míralo de esta manera: si en el cielo hubiera una sola luna, al lector no le sorprendería. ¿No te parece? Pero no creo que haya visto nunca dos lunas flotando en el cielo. Cuando en una novela se incluye algo que ningún lector ha visto en su vida, es necesario describirlo con todo detalle y precisión. Lo que se puede obviar, o lo que se tiene que obviar, es la descripción de cosas que el lector está harto de ver.

—De acuerdo —admitió Tengo. Ciertamente, la observación de Komatsu tenía su lógica—. Voy a describir con mayor detalle esa parte en la que aparecen las dos lunas.

—Muy bien. Entonces será perfecta —dijo Komatsu. Y apagó el cigarrillo contra el cenicero—. No tengo nada más que decirte.

—Es una alegría que usted elogie lo que escribo, pero en esta ocasión, sinceramente, no me alegro —confesó Tengo.

—Estás madurando rápido —dijo Komatsu poco a poco, como si separara una palabra de la otra—. Como escritor y como autor. Deberías alegrarte. Supongo que habrás aprendido muchas cosas sobre la escritura al corregir La crisálida de aire. Seguramente te serán muy útiles la próxima vez que escribas tu propia obra.

—Ojalá haya una próxima vez.

Komatsu sonrió con sarcasmo.

—No te preocupes. Has hecho lo que debías hacer. Ahora es mi turno. Tú siéntate en el banquillo, relájate y observa el partido.

La camarera se acercó a ellos y les sirvió agua fría. Tengo se bebió medio vaso. Después de beber, se dio cuenta de que lo había hecho sin ganas.

—¿No fue Aristóteles quien dijo que el alma del ser humano está compuesta por raciocinio, voluntad y pasiones? —preguntó Tengo.

—Ése fue Platón. Aristóteles y Platón son, en comparación, como Mel Tormé y Bing Crosby. De todos modos, en el pasado las cosas eran más simples —dijo Komatsu—. ¿No te parece divertido imaginar el raciocinio, la voluntad y las pasiones discutiendo acaloradamente en una asamblea, alrededor de una mesa?

—Creo que me imagino cuál llevaría todas las de perder.

—Lo que más me gusta de ti —dijo Komatsu levantando el dedo índice en el aire— es ese sentido del humor.

«No es humor», pensó Tengo. Pero no dijo nada.

Tras despedirse de Komatsu, Tengo entró en una librería Kinokuniya, se compró varios libros y comenzó a leerlos en un bar cercano, mientras se tomaba una cerveza. No había nada más relajante que aquello: comprar varias novedades en una librería, entrar en algún bar de la zona y pasar las páginas con una bebida en la mano.

Sin embargo, aquella noche era incapaz de concentrarse en la lectura. La imagen de su madre que siempre le aparecía en las visiones surgió vagamente ante sus ojos y no desaparecía. Ella se desanudaba el lazo de la combinación blanca, se sacaba aquel bello pecho y hacía que un hombre le chupara los pezones. Aquel hombre no era su padre. Era más grande y joven, con un semblante bien proporcionado. En la cuna, Tengo dormía profundamente, con los ojos cerrados. Mientras el hombre le chupaba los pezones, el rostro de la madre tenía una expresión de éxtasis. Se parecía mucho a la expresión que su novia mayor tenía cuando se acercaba al orgasmo.

Tengo se lo había pedido varias veces por curiosidad:

—Eh, ¿podrías ponerte una combinación blanca un día de estos?

—Claro —le había dicho ella, entre risas—. La próxima vez la traigo. Si a ti te gusta… ¿Quieres pedirme algo más? Que no te dé reparo, sea lo que sea, yo te escucho.

—Si es posible, ponte también una blusa blanca. Cuanto más sencilla, mejor.

A la semana siguiente, ella vino vestida con una blusa y una combinación blancas. Él le quitó la blusa, le desanudó el lazo de la combinación y le chupó los pezones que se escondían debajo. Lo hizo de la misma manera y en la misma posición que el hombre que salía en sus visiones. En ese momento sintió un ligero mareo. Una neblina de confusión turbó su cabeza y las cosas se volvieron imprecisas. Tuvo una sensación de languidez en la mitad inferior del cuerpo y el miembro se le hinchó con rapidez. Cuando se dio cuenta, estaba estremeciéndose y eyaculando fuertemente.

—¡Eh! ¿Qué ha pasado? ¿Ya te has corrido? —preguntó ella sorprendida.

Tengo no sabía qué le había pasado, pero estaba eyaculando sobre la cintura de ella, por encima de la combinación.

—Lo siento —se disculpó Tengo—. No era mi intención, pero…

—No tienes que disculparte —lo animó la novia—. Esto lo limpio en un tris debajo del grifo. Es lo de siempre. Si echaras salsa de soja o vino tinto, ya sería más fastidioso de quitar.

Se quitó la combinación, fue al lavabo y lavó la parte manchada de semen frotándola. Luego la puso a secar sobre la vara de la cortina de la ducha.

—Debías de estar muy excitado —le dijo ella, y sonrió cariñosamente. Luego le acarició el abdomen despacio con la palma de la mano—. Te gustan las combinaciones blancas, ¿eh, Tengo?

—No, no es eso —respondió Tengo. Sin embargo, no pudo explicarle la razón verdadera por la cual se lo había pedido.

—Si alguna vez tienes una fantasía de este tipo, cuéntasela a tu chica, que ella va a colaborar. A mí también me gustan las fantasías. ¿Quién no ha tenido una fantasía alguna vez? ¿No crees? ¿Quieres que traiga la combinación blanca la próxima vez, entonces?

Tengo sacudió la cabeza.

—No es necesario. Con una vez basta. Gracias.

Tengo se preguntaba a menudo si el hombre joven que le chupaba los pezones a su madre en las visiones no sería su padre biológico. Porque la verdad era que su supuesto padre —el excelente cobrador de la NHK— no se parecía en nada a él. Tengo era alto, robusto, de frente ancha, nariz fina y orejas de forma redonda y arrugadas. Su padre era rechoncho, bajo y de apariencia humilde. Tenía la frente estrecha, la nariz chata y las orejas puntiagudas como las de un caballo. Podría decirse que la hechura de la cara del padre y la de la cara de Tengo eran opuestas. Comparadas con las facciones tranquilas y generosas de Tengo, el padre tenía un semblante crispado y ciertamente mezquino. Mucha gente, cuando los comparaba, decía que no parecían padre e hijo.

No obstante, más que sus facciones, lo que le desagradaba a Tengo de su padre eran sus cualidades e inclinaciones psicológicas. No se podía considerar a su padre como alguien intelectualmente curioso. Era verdad que no había recibido una educación satisfactoria. Había nacido en una casa pobre y no había tenido la oportunidad de aprender a pensar de forma independiente. En cierta medida, Tengo sentía lástima por esas circunstancias que le habían tocado vivir. Sin embargo, el deseo primario de obtener unos conocimientos a nivel general —Tengo consideraba que todas las personas, en mayor o menor medida, lo desean de manera natural— apenas existía en aquel hombre. Más o menos poseía el saber práctico que había adquirido con la experiencia, pero no daba ninguna muestra de querer superarse a sí mismo mediante el esfuerzo, de profundizar y tener una visión del mundo más amplia y abierta.

Su padre vivía oprimido en un mundo angosto, siguiendo unas normas intolerantes, pero esa estrechez y la pobre calidad del aire no parecían provocarle ningún sufrimiento. En casa, no lo había visto coger un libro ni una sola vez. Tampoco leía el periódico (decía que le bastaba con ver las noticias de la NHK). No le interesaban el cine ni la música. Ni siquiera había ido de viaje a ninguna parte. Lo único que parecía interesarle un poco eran las rutas de cobro de las que se encargaba. Hacía mapas de las zonas, los marcaba con bolígrafos de distintos colores y, cuando tenía tiempo libre, los estudiaba. Como un biólogo dividiendo cromosomas.

En cambio, a Tengo lo habían considerado un genio de las matemáticas desde pequeño. Sus notas en aritmética eran sobresalientes. En tercero de primaria ya resolvía problemas de bachillerato. En el resto de las asignaturas sacaba muy buenas notas sin esforzarse demasiado. Y cuando tenía tiempo libre, devoraba libros. Era muy curioso y absorbía con gran eficiencia todos los conocimientos de diversos ámbitos que estaban a su alcance, como una excavadora que recoge tierra. Por eso mismo, cada vez que veía a su padre le resultaba imposible creer que los genes de un hombre tan estrecho de miras e inculto pudieran acaparar biológicamente la mitad, como mínimo, de su ser.

De joven había llegado a la conclusión de que su verdadero padre debía de estar en alguna parte. Debido a ciertas circunstancias, ese señor al que llamaba padre, pero con el que en realidad no tenía ningún vínculo sanguíneo, lo había criado. Igual que los niños desventurados que salen en las novelas de Dickens.

Para el joven Tengo, esa posibilidad suponía una pesadilla y, al mismo tiempo, una gran esperanza. Él leía a Dickens con avidez. Desde la primera vez, cuando leyó Oliver Twist, se quedó prendado de Dickens. Había devorado casi todas las obras de él que había en la biblioteca. Cuando recorría los mundos de sus historias, se abandonaba a la imaginación. Esa imaginación (o fantasía) crecía rápidamente en su mente y se hacía más compleja. De un solo patrón nacían infinitas variaciones. «Éste no es mi lugar», se decía Tengo a sí mismo. «Me han encerrado por error en la jaula equivocada. Un día el azar me conducirá hasta mis verdaderos padres. Me escaparé de esta fea y sofocante jaula y regresaré al lugar que me pertenece. Entonces pasaré unos bellos y tranquilos domingos en libertad».

El padre se alegraba de las excelentes notas que Tengo sacaba en el colegio. Incluso presumía de ello. Se pavoneaba delante de los vecinos. Pero al mismo tiempo se veía que, en algún lugar en su fuero interno, no le hacía gracia la inteligencia y el potencial del hijo. A veces, cuando Tengo estudiaba frente al escritorio, lo molestaba, seguramente a propósito. Le ordenaba que llevara a cabo tareas domésticas o buscaba cualquier minucia para regañarlo. Los motivos de la regañina siempre eran los mismos: que si él tenía que recorrer largas distancias todos los días y dejarse el pellejo trabajando, aguantando a veces el chaparrón de insultos que le caía; que si tú, en cambio, llevas una vida afortunada y placentera; que si cuando él tenía la edad de Tengo, en casa lo hacían trabajar muchísimo y su padre y su hermano lo molían a palos por cualquier cosa, no le daban suficiente comida y lo trataban igual que al ganado; que por sacar unas notas más o menos decentes, no se le debía subir a la cabeza. El padre le repetía aquello incansablemente.

A veces, Tengo pensaba que aquel hombre lo envidiaba. «Debe de sentir envidia por mi forma de ser o por la situación en la que me encuentro». Pero ¿era posible que un padre sintiera envidia de su hijo?

Obviamente, Tengo, todavía un niño, era incapaz de responder a tal pregunta; pero, en cambio, sí que sentía esa especie de mezquindad que rezumaba de los actos y palabras del padre, y le resultaba insoportable desde el punto de vista físico. No, no era sólo envidia. A veces Tengo sentía que aquel hombre odiaba algo que el hijo albergaba. No odiaba a Tengo en sí mismo. Odiaba algo que llevaba en su interior. Le daba la impresión de que al padre aquello le resultaba intolerable.

Para Tengo, las matemáticas eran un eficaz medio de evasión. Cuando huía al mundo de las fórmulas matemáticas, podía escapar de esa fastidiosa jaula que era la realidad. Desde pequeño se había dado cuenta de que, accionando un interruptor en su mente, podía trasladarse con facilidad a aquel mundo. Y cuando daba vueltas investigando aquel terreno de coherencia infinita, era totalmente libre. Avanzaba por los sinuosos pasillos de un edificio gigantesco, abriendo, una tras otra, puertas numeradas. Cada vez que un nuevo panorama se abría ante sus ojos, el abominable rastro que le había quedado del mundo real se debilitaba hasta extinguirse por completo. El mundo regido por las fórmulas matemáticas era para él un refugio legítimo y del todo seguro. Conocía mejor que nadie la geografía de ese planeta y podía elegir acertadamente las rutas correctas. Nadie podía darle alcance. Cuando se encontraba allí, era capaz de olvidar e ignorar las normas y las cargas que le imponían en el mundo real.

Frente al magnífico edificio imaginario de las matemáticas, el mundo ficticio representado por Dickens era para Tengo como un denso bosque mágico. Las matemáticas se expandían hacia el cielo sin cesar y, en cambio, el bosque se extendía en silencio bajo sus ojos. Sus recias y oscuras raíces penetraban en las profundidades de la tierra. Allí no había mapas ni puertas numeradas.

Desde la primaria hasta la secundaria se sumergió en el mundo de las matemáticas, ya que su nitidez y libertad absoluta lo fascinaban y las necesitaba para seguir viviendo. Sin embargo, al entrar en la adolescencia, el sentimiento de que aquello no era suficiente creció poco a poco. Cuando visitaba el mundo matemático, no tenía ningún problema. Todo salía como estaba previsto. Nada le cortaba el paso. Pero, una vez que volvía a la realidad (no tenía más remedio que volver), seguía en la misma patética jaula de antes. La situación no había cambiado ni un ápice. Es más, los grilletes le resultaban todavía más pesados. Siendo así, ¿de qué demonios le servían las matemáticas? ¿Acaso no eran más que una evasión temporal? ¿Acaso no empeoraban aún más su situación real?

A medida que las dudas crecían, Tengo empezó a distanciarse de forma consciente del mundo de las matemáticas. Al mismo tiempo, empezó a sentirse cada vez más atraído por el bosque de la ficción. Leer novelas era, por supuesto, otro tipo de evasión. Cuando cerraba las páginas de un libro, tenía que regresar al mundo real. Sin embargo, un día se dio cuenta de que, cuando volvía a la realidad tras haber visitado el mundo de las novelas, no experimentaba esa dura frustración que sentía al volver del universo matemático. ¿A qué se debería? Reflexionó sobre ello y, en poco tiempo, llegó a una conclusión. En el bosque de la ficción, aunque las relaciones entre todas las cosas eran evidentes, nunca obtenía respuestas lógicas, a diferencia de lo que sucedía con las matemáticas. El papel de las historias de ficción era, grosso modo, presentar una cuestión bajo una forma distinta. Y dependiendo de las características y de la transformación que sufría aquella cuestión, la solución quedaba sugerida en la historia. Tengo atrapaba esa sugerencia y regresaba al mundo real. Era como un pedazo de papel en el que había escrito un conjuro incomprensible. Algunas veces resultaba incoherente y no tenía ninguna utilidad práctica inmediata. Pero albergaba una posibilidad. Quizás algún día pudiera descifrar el conjuro. Esa probabilidad lo iba reconfortando poco a poco, hasta lo más hondo del corazón.

Con el paso del tiempo, todo aquello que sugería la ficción había empezado a atraer más y más su interés. Las matemáticas seguían siendo para él un gran placer, incluso ahora que era un adulto. Cuando enseñaba matemáticas a los alumnos de la academia sentía, de manera natural, el mismo entusiasmo que había sentido de pequeño. Quería compartir con todos la alegría de esa libertad platónica. Era algo estupendo. Sin embargo, ahora a Tengo le resultaba imposible sumergirse en ese mundo regido por las fórmulas matemáticas sin ningún tipo de reserva, porque sabía que, por muy lejos que lo investigara, no encontraría las respuestas que en verdad buscaba.

Cuando Tengo estaba en quinto de primaria, después de pensárselo concienzudamente, le anunció algo a su padre: «No quiero volver contigo los domingos, como he estado haciendo hasta ahora, a cobrar la tarifa de la NHK. Quiero aprovechar ese tiempo para estudiar, leer o ir a jugar a algún sitio. Tú tienes tu trabajo y yo tengo mis cosas. Quiero llevar una vida normal, como el resto de mis compañeros».

Sólo le dijo eso. Fue breve pero razonable.

Su padre, por supuesto, se puso como una fiera. «En la casa de los demás, que hagan lo que les dé la gana. En la nuestra, hay una manera de hacer las cosas», dijo el padre. «¿Qué es eso de una vida normal? ¡No digas estupideces! ¡Qué sabrás tú de lo que es una vida normal y corriente!». Tengo no le replicó. Tan sólo se quedó callado. Sabía desde un principio que, por mucho que le dijera, no lo haría entrar en razón. «Si así lo quieres, muy bien», le dijo el padre. «Alguien que no escucha a su padre, no merece que le den más de comer. ¡Vete de casa ahora mismo!».

Tengo hizo la maleta y se fue de casa, tal como le había ordenado. Ya había tomado la decisión y no se iba a acobardar aunque su padre se enfadara, le montara un escándalo o le levantara la mano (en realidad, no se la levantó). Es más, se sentía aliviado de que le hubiera dado permiso para irse de aquella jaula.

Sin embargo, un niño de diez años no podía sobrevivir solo. No tuvo más remedio que confesarle su situación a la tutora de la clase a la salida del colegio. «No tengo donde pasar la noche». Entonces le contó la carga que suponía para él tener que hacer todos los domingos la ruta de cobro con su padre. La tutora era una chica soltera que andaba por los treinta y cinco años. No era demasiado guapa y llevaba unas gafas gruesas y horribles, pero tenía un carácter justo y cariñoso. Era de pequeña estatura y, aunque normalmente se mostraba dulce y callada, también tenía, a pesar de las apariencias, su lado temperamental, y cuando la sacaban de sus casillas, se transformaba y nadie podía pararla. Aquel carácter desigual dejaba estupefactos a todos. Sin embargo, a Tengo le caía bien aquella profesora. Aunque se enfadara, Tengo no le tenía miedo.

La tutora escuchó a Tengo, comprendió sus sentimientos y se solidarizó con él. Aquella noche le permitió quedarse en su casa. Lo cubrió con una manta en el sofá del salón y lo dejó dormir. También le preparó el desayuno. Y al día siguiente por la noche fue a casa del padre, acompañada por Tengo, y discutieron largo y tendido.

Como le dijeron que los dejara solos, Tengo no supo qué tipo de conversación mantuvieron, pero, al fin y al cabo, a su padre no le quedaba más remedio que enterrar el hacha de guerra. Por muy enfadado que estuviera, no podía dejar a un niño de diez años solo en la calle. La Ley lo obligaba a mantenerlo.

Como resultado de la charla, se acordó que Tengo podría pasar los domingos de la manera que quisiera. Por la mañana tendría que hacerse cargo de las tareas domésticas, pero el resto del tiempo podría hacer lo que quisiera. Era el primer derecho formal que obtenía de su padre desde que había nacido. Su padre seguía enfadado y se pasó una temporada sin hablarle, pero a Tengo le traía sin cuidado. Ya había conseguido lo más importante. Aquél era el primer paso hacia la libertad y la independencia.

Al terminar la escuela primaria, Tengo pasó mucho tiempo sin volver a ver a aquella tutora. Podría haberla visto de vez en cuando si hubiera asistido a las reuniones de antiguos alumnos a las que lo invitaban, pero Tengo no tenía intención de acudir a ese tipo de actos. No guardaba ningún buen recuerdo de aquella escuela primaria. Sin embargo, a veces se acordaba de la profesora. Después de todo, lo había dejado pasar una noche en su casa y había convencido al cabezón supremo de su padre. No podía olvidarla así como así.

Fue en el segundo año de instituto cuando volvió a verla. Por aquel entonces, Tengo pertenecía al club de judo, pero se había hecho daño en la pantorrilla y durante dos meses no pudo participar en ninguna competición. En lugar de eso, lo metieron como percusionista provisional en la banda del instituto. Se aproximaba la fecha de un concurso, pero uno de los dos percusionistas se había cambiado de colegio de repente y el otro había cogido una gripe perniciosa. Como estaban tan desesperados que les valía cualquiera que pudiera sujetar dos baquetas, lo metieron en la banda. El profesor de música se había fijado en Tengo, que casualmente tenía la pierna mal y estaba ocioso, y lo metió en los ensayos de la banda con la condición de que le daría de comer en abundancia y le pasaría por alto el trabajo final.

Hasta entonces, Tengo nunca había probado a tocar un instrumento ni había sentido interés. Cuando lo intentó, vio que aquello se amoldaba sorprendentemente bien a la naturaleza de su intelecto. Sintió un placer espontáneo al dividir el tiempo en pequeños fragmentos, volver a ensamblarlos e ir transformándolos en eficaces series tonales. Todos los sonidos fluctuaban visualmente en su cabeza en forma de diagramas. Entonces comprendió el sistema de diversos instrumentos de percusión, como una esponja que absorbe agua. Fue a ver a un percusionista que el profesor de música le había presentado, y que trabajaba en una orquesta sinfónica, y se inició en la ejecución del timbal. Al cabo de unas horas de clase había aprendido, más o menos, el mecanismo y la manera de tocar el instrumento. Como las partituras se parecían a fórmulas matemáticas, no le resultó difícil aprender a leerlas.

El profesor de música se quedó impresionado al descubrir las excelentes dotes musicales de Tengo. «Parece que estás dotado de un sentido innato para los ritmos complejos. Tienes un oído fabuloso, además. Si estudiaras para especializarte, podrías llegar a ser un profesional», le dijo el profesor.

El timbal era un instrumento difícil pero tenía una profundidad y un encanto peculiares y escondía infinitas posibilidades en lo que a combinación de sonidos se refiere. En aquel instante estaban aprendiendo varios movimientos extraídos de la Sinfonietta de Janáček, arreglados para banda. Iban a interpretarla en el concurso de bandas de instituto como «pieza de libre elección». La Sinfonietta de Janáček era una obra complicada para una banda de instituto. Y en la parte de la fanfarria inicial, el timbal campaba a sus anchas. El profesor de música, que era el director de la banda, había elegido aquella pieza a sabiendas de que contaba con excelentes percusionistas; pero como, por el motivo anteriormente mencionado, se había quedado sin ellos, estaba inquieto. Por supuesto, el papel de sustituto de Tengo era fundamental. Sin embargo, Tengo no sentía ninguna presión y disfrutaba enormemente tocando.

Una vez que la interpretación para el concurso terminó sin ningún incidente (no ganaron, pero quedaron entre los mejores puestos), la ex profesora del colegio se le acercó y le dijo que había sido un concierto maravilloso.

—Supe que eras tú en cuanto te vi —le dijo aquella mujer menuda (Tengo no se acordaba de su nombre) —. Me dije que el timbalero tocaba muy bien y, al mirarte a la cara… ¡Pero si eras tú! Has crecido desde la última vez que nos vimos, pero te he reconocido enseguida. ¿Desde cuándo tocas?

Tengo se lo explicó brevemente. Ella se quedó admirada.

—Tienes muchos talentos.

—Aunque me sentía más cómodo con el judo —confesó Tengo, sonriendo.

—Por cierto, ¿qué tal está tu padre? —preguntó ella.

—Está bien —contestó Tengo. En realidad era por decir algo. El que su padre estuviera bien o mal era una cuestión que no le concernía y en la que no le apetecía demasiado pensar. Por aquel entonces, Tengo se había ido de casa para vivir en una residencia de estudiantes, y hacía bastante tiempo que su padre no había vuelto a hablar con él.

—¿Qué hace usted por aquí? —le preguntó Tengo.

—Mi sobrina toca el clarinete en una banda de otro instituto y, como interpreta un solo, me dijo que viniera a escucharla —respondió ella—. ¿Vas a seguir tocando de aquí en adelante?

—En cuanto se me cure la pierna volveré al judo. Es que practicando judo no paso hambre. En nuestro instituto se fomenta el judo. Puedo vivir en la residencia y con los bonos del comedor me dan tres comidas al día. En la banda, las cosas no funcionan así.

—No quieres ser una carga para tu padre, ¿eh?

—Porque él es como es —dijo Tengo.

La profesora sonrió.

—Pues es una lástima. Rebosas talento.

Tengo volvió a mirar a la pequeña profesora. Luego se acordó de que le había dejado quedarse en su piso. Recordó la práctica y acogedora habitacioncilla en la que vivía. Las cortinas de encaje y unas cuantas macetas. Una tabla de planchar y libros empezados. Un pequeño vestido de color rosa colgado de la pared. El olor del sofá en el que había dormido. Entonces, Tengo se dio cuenta de que, en ese momento, ella estaba de pie, frente a él, nerviosa como una chica joven. Se dio cuenta de que ya no era un niño indefenso de diez años, sino un joven corpulento de diecisiete. El pecho se le había robustecido, le había salido barba y tenía un enorme apetito sexual, que era superior a sus fuerzas. Y al estar con una chica mayor que él, se sentía extrañamente sosegado.

—Me alegra haberte visto de nuevo —dijo la profesora.

—A mí también —dijo Tengo. Aquel sentimiento era real. Pero, aun así, no logró acordarse de su nombre.