12
TENGO

Venga a nosotros tu reino

El profesor se volvió hacia Fukaeri:

—Eri, ¿podrías hacernos el favor de traernos un poco de té?

La chica se levantó y salió de la sala de visitas. La puerta se cerró quietamente a sus espaldas. El profesor esperó callado a que Tengo tomara aliento y se recompusiera. Se quitó las gafas de montura negra, limpió las lentes con un pañuelo que no parecía demasiado limpio y volvió a ponérselas. Una cosa pequeña de color negro pasó raudo al lado de la ventana. Sería un pájaro. O tal vez el espíritu arrebatado de alguien, vía al confín del universo.

—Lo siento —se disculpó Tengo—. Ya estoy bien. No ha sido nada. Continúe, por favor.

El profesor asintió y comenzó de nuevo.

—Como resultado de aquel violento tiroteo, la comuna escindida, Amanecer, desapareció en 1981. De eso hace tres años. El incidente ocurrió cuatro años después de la llegada de Fukaeri a esta casa. Pero, por ahora, el asunto de Amanecer no viene a cuento.

»Eri tenía diez años cuando se vino a vivir con nosotros. La Eri que apareció sin previo aviso en la puerta de la casa no era la Eri que yo había conocido. Siempre había sido una niña callada, que no hablaba con extraños. Sin embargo, desde pequeña, se había encariñado conmigo y me hablaba mucho. Pero en aquel momento se encontraba en tal estado que era incapaz de mantener una conversación. Parecía haber perdido la facultad de hablar. Cuando uno se dirigía a ella, sólo era capaz de asentir o negar con la cabeza.

La manera de hablar del profesor se había acelerado un poco y su voz era ahora más clara. Desde que Fukaeri se había levantado del asiento, la charla daba señales de haber avanzado en cierto grado.

—Llegar hasta la cima de la montaña debió de ser muy penoso. Tenía un poco de dinero y un papel en el que llevaba escrita nuestra dirección, pero hay que tener en cuenta que había sido criada en un entorno aislado y que, por encima de todo, era incapaz de decir una palabra. Aun así, utilizando los medios de transporte, con la nota en la mano, consiguió llegar hasta la puerta de nuestra casa.

»Supe a primera vista que le había pasado algo malo. Entre la empleada del hogar y Azami se ocuparon de ella. Varios días después, cuando Eri dio muestras de haberse calmado, llamé por teléfono a Vanguardia y les dije que quería hablar con Fukada, pero me respondieron que en ese momento no podía ponerse. Cuando les pregunté por qué, no me quisieron contestar. Entonces les pedí que me pusieran con su esposa. Me respondieron que ella tampoco podía ponerse. Al final no pude hablar con nadie.

—¿Le dijo a la persona que estaba al otro lado de la línea que estaba acogiendo a Eri en su casa?

El profesor sacudió la cabeza.

—No. Supuse que si no podía decírselo directamente a Fukada, sería mejor callarlo. Por supuesto, más tarde intenté ponerme en contacto con Fukada varias veces. Usé todos los medios, pero nada dio resultado.

Tengo frunció el ceño.

—¿Quiere decir que en estos siete años no ha logrado ponerse en contacto con ellos ni una sola vez?

El profesor asintió.

—Ni una noticia de ellos durante siete años.

—¿Y los padres de Eri no la han buscado durante todo este tiempo?

—Pues la verdad es que es incomprensible, porque, para el matrimonio Fukada, Eri era lo más valioso, lo que más querían en este mundo. Y si Eri estaba en algún lugar, tenía que ser necesariamente en mi casa. Ambos habían roto la relación con sus familias, y Eri no ha llegado a conocer a sus abuelos. Nosotros éramos los únicos en quienes podía confiar. Es más, ellos mismos me habían dicho que, si pasara algo, Eri acudiría a nosotros. Sin embargo, no se han puesto en contacto conmigo. Parece mentira.

—Hace un momento ha dicho que Vanguardia es una comuna transparente, ¿no? —preguntó Tengo.

—En efecto. Desde su creación, Vanguardia siempre funcionó como una comuna transparente. Pero poco antes de que Eri hubiera huido, Vanguardia empezó a romper progresivamente sus relaciones con el exterior. Me di cuenta de ello por primera vez cuando la comunicación con Fukada empezó a estancarse. A Fukada le gustaba mucho escribir cartas y siempre me enviaba largas misivas en las que me hablaba de lo que ocurría dentro de la comuna y de sus sentimientos íntimos. Pero a partir de cierto momento, eso se interrumpió. Si le enviaba yo una carta a él, no recibía respuesta. Lo llamaba por teléfono y casi nunca respondía. Cuando lo hacía, la conversación se terminaba enseguida. Además, Fukada hablaba con frialdad, como si supiera que alguien nos estaba escuchando a escondidas.

El profesor juntó las manos sobre las rodillas.

—Visité Vanguardia en varias ocasiones. Necesitaba hablar con Fukada sobre Eri, y como el teléfono y las cartas habían fallado, no me quedó más remedio que plantarme allí sin más. Sin embargo, no me dejaron entrar en el terreno. Al llegar a la entrada, me echaban literalmente de allí. No me permitieron verlo bajo ninguna circunstancia. De repente, cercaron el terreno de Vanguardia con una reja alta y daban con la puerta en las narices a toda persona ajena.

«Fuera de allí, nadie tenía ni idea de qué ocurría en el interior de la comuna. Entendía que Amanecer, la facción a favor de la lucha armada, hubiera adoptado una postura secretista. Aspiraban a una revolución mediante la fuerza de las armas y, por lo tanto, tenían que esconderse. Pero en Vanguardia eran pacíficos; simplemente se dedicaban a la agricultura orgánica y siempre habían adoptado una postura amistosa frente al mundo exterior. Justo por eso los paisanos lo veían con buenos ojos. Sin embargo, por aquel entonces, la comuna era como una fortaleza. La actitud y el semblante de la gente que allí se encontraba también parecían haber cambiado. Las gentes de los alrededores estaban igual de perplejas que yo por la transformación de Vanguardia. Cuando pienso que podría haberle ocurrido algo al matrimonio Fukada, no puedo evitar preocuparme. Así han pasado estos siete años, sin una sola noticia.

—¿Ni siquiera sabe si están vivos? —preguntó Tengo.

—No, ni siquiera eso. No tengo ninguna pista. Intento no ponerme en el peor de los casos, pero no es normal que Fukada no se haya puesto en contacto conmigo ni una sola vez durante estos siete años. No puedo evitar pensar que les ha sucedido algo. —En ese punto, el profesor bajó el volumen de su voz—. Quizá los retengan a la fuerza en el interior. O quizá les haya ocurrido algo peor.

—¿Algo peor?

—Me refiero a que no podemos descartar la peor de las posibilidades. Vanguardia ya no es la pacífica comuna agrícola de antes

—¿Quiere decir que esa organización ha empezado a tomar un rumbo peligroso?

—Eso es lo que yo creo. Según la gente de la zona, parece ser que el número de personas que entra y sale de Vanguardia ha aumentado mucho. Incluso hay coches que entran y salen a menudo. Muchos de ellos con matrícula de Tokio. De vez en cuando se ven grandes coches de lujo, lo cual resulta extraño en una zona rural. Al parecer, el número de miembros de la comuna también ha aumentado de forma vertiginosa. Han construido más edificios e instalaciones y los han equipado. También están comprando activamente los terrenos colindantes a bajo coste y están metiendo tractores, excavadoras y hormigoneras. Continúan con las labores agrícolas, igual que antes, y eso debe de ser una valiosa fuente de ingresos. Las hortalizas de la marca Vanguardia son cada vez más conocidas y las envían directamente a los restaurantes y otros locales en donde se ofrecen productos frescos. También tienen contratos con supermercados de lujo. Supongo que los beneficios también deben de haber aumentado. Pero, al mismo tiempo, parece que algo más se está llevando a cabo allí dentro, aparte de la actividad agrícola. Por muchos productos del campo que vendan, es imposible obtener los fondos necesarios para cubrir los gastos derivados de tal ampliación. Y la gente de la zona sospecha que, si están llevando algo a cabo dentro de Vanguardia y lo mantienen con tanto secretismo, será porque se trata de algo que no quieren que la sociedad sepa.

—¿Se refiere a que se están involucrando de nuevo en política? —preguntó Tengo.

—No creo que se trate de política —contestó el profesor de inmediato—. Vanguardia funciona a otro nivel, distinto del de la política. Por eso mismo, en un momento dado, tuvieron que cortar las relaciones con Amanecer.

—Y después sucedió algo en Vanguardia y Fukaeri tuvo que huir.

—Sucedió algo —dijo el profesor—. Tuvo una experiencia traumática. Tanto como para abandonar a sus padres y escaparse ella sola. Pero Eri no nos ha contado nada.

—¿No será que tuvo un shock, que le han causado una herida en el corazón o que es incapaz de explicarlo con palabras?

—No. No tiene pinta de haber recibido un shock, de que le tenga miedo a algo o de que esté preocupada por haber dejado a sus padres y haberse quedado sola. Se trata de mera impasibilidad. Sin embargo, Eri se ha adaptado a la vida en nuestra casa sin ningún problema. Incluso se podría decir que con demasiada facilidad. —El profesor miró hacia la puerta de la sala de visitas. Luego volvió a mirar a Tengo a la cara—. Aunque a Eri le haya ocurrido algo, no ha querido forzar su corazón. Creo que lo que necesita es tiempo. Por eso he evitado hacerle preguntas y aparento despreocupación, aunque no hable. Eri siempre está con Azami. Cuando Azami vuelve del colegio, en cuanto comen, se encierran las dos en su habitación. No sé qué harán. Quizá charlen las dos sobre sus cosas. De todas formas, yo nunca he husmeado y siempre las he dejado a su aire. Aparte del hecho de que no hable, nunca hemos tenido ningún problema en el día a día. Es una chica inteligente que sabe escuchar lo que se le dice. Azami era su amiga del alma. Pero en aquella época Eri no iba a la escuela, porque una niña que no hablaba ni una palabra no podía ir al colegio.

—¿Hasta entonces, usted y Azami habían vivido los dos solos?

—Mi mujer falleció hace diez años —dijo el profesor. Luego hizo una breve pausa—. Tuvo un accidente de coche y se murió en el acto. Nos quedamos los dos solos. Una pariente lejana vive en este barrio y nos ayuda con las faenas de la casa. También se ocupa de las niñas. La muerte de mi esposa fue muy dura para mí y para Azami, porque ocurrió de golpe y no estábamos preparados. Por eso, la llegada de Eri y nuestra convivencia con ella supusieron un motivo de alegría para nosotros. Aunque no hablara, sólo el hecho de tenerla junto a nosotros ya hacía que nos sintiéramos, extrañamente, más tranquilos. Durante estos siete años, Eri ha ido recuperando el habla, aunque haya sido de forma paulatina. Su capacidad para hablar ha mejorado visiblemente respecto a cuando llegó a nuestra casa. Supongo que a los demás esa manera de hablar les parecerá anormal y extraña. Pero para nosotros ha hecho grandes progresos.

—¿Ahora no va al colegio?

—No, no va. En estos momentos sólo está matriculada. Realmente es imposible que continúe con la vida escolar; así que algunos alumnos que vienen a casa y yo somos los que le damos clases particulares cuando tenemos tiempo libre. Sin embargo, como al fin y al cabo no es más que un revoltijo, no se puede decir que se trate de una educación sistematizada. Como le costaba leer por sí sola, decidimos leerle en voz alta cuando se nos presentaba la ocasión. También le hemos comprado y puesto a su disposición casetes con historias leídas. Ésa es toda la educación que recibe. Pero sorprende lo inteligente que es esta chica. Todo lo que se propone aprender, lo aprende de manera eficiente en muy poco tiempo. Tiene una capacidad pasmosa. Sin embargo, lo que no le interesa, lo ignora por completo. La diferencia es muy grande.

La puerta de la sala de visitas todavía estaba cerrada. Hervir el agua y servir el té debía de llevar su tiempo.

—Entonces, ¿Eri le contó la historia de La crisálida de aire a Azami? —preguntó Tengo.

—Como te he dicho antes, Eri y Azami se encerraban juntas en su habitación hasta el anochecer. No sé qué hacían. Era su secreto. Pero parece que, a partir de cierto momento, el principal tema de conversación entre las dos era la historia que Eri narraba. Azami anotaba o grababa lo que Eri contaba y luego lo escribía en el ordenador que tengo en mi estudio. A partir de entonces, fue como si Eri recuperara paulatinamente los sentimientos. La indiferencia que la cubría entera, como una membrana, se rompió, su rostro volvió a tener cierta expresividad y empezó a parecerse más a la Eri de antes.

—¿Desde entonces empezó a recuperarse?

—No del todo. Sólo de manera parcial. Pero ha sucedido así. Seguramente empezara a recuperarse gracias al hecho de narrar esa historia.

Tengo reflexionó sobre ello. A continuación, cambió de tema.

—¿Ha hablado con la policía sobre la ausencia de noticias de los Fukada?

—Bueno, fui a la policía local. No les hablé de Eri, pero les dije que hacía tiempo que me era imposible ponerme en contacto con unos amigos que estaban dentro de la comuna y que me preguntaba si no los tendrían retenidos. Sin embargo, en aquel momento, la policía no podía hacer nada. El terreno de Vanguardia era propiedad privada y, sin pruebas de que estuviera cometiéndose un acto delictivo, no podían poner un pie en el interior. Por más que hablara con ellos, no iban a intervenir. Y en 1979 conseguir una orden de investigación era prácticamente imposible.

De repente, el profesor negó varias veces con la cabeza, como si se hubiera acordado de algo.

—¿Ocurrió algo en 1979? —preguntó Tengo.

—Ese año, Vanguardia obtuvo la autorización de comunidad religiosa con personalidad jurídica.

Tengo perdió el habla durante un instante.

—¿Comunidad religiosa con personalidad jurídica?

—La verdad es que resulta sorprendente —dijo el profesor—. De la noche a la mañana, Vanguardia se convirtió en «Vanguardia, comunidad religiosa con personalidad jurídica». El gobernador de la prefectura de Yamanashi les concedió una autorización oficial. Una vez que se tiene el título de comunidad religiosa con personalidad jurídica es muy difícil que la policía pueda entrar para investigar, porque amenazaría la libertad de credo garantizada por la Constitución. Además, parecía que Vanguardia había dejado a una persona encargada de los asuntos legales y estaba adoptando una posición defensiva bastante firme. La policía local no podía competir con ellos.

»Yo también me quedé pasmado cuando la policía me contó lo de la comunidad religiosa con personalidad jurídica. Al principio no me lo creí, fue como si me hubieran dado una bofetada, y aun después de que me hubieran enseñado los correspondientes documentos y de haber comprobado la realidad con mis propios ojos, me costó asumirlo. Mi amistad con Fukada venía de lejos. Conocía su personalidad y su forma de ser. Como me había dedicado a la antropología cultural, mi relación con la religión no era superficial. Pero él, a diferencia de mí, era un hombre político hasta la médula, un hombre que se regía por la lógica. Más bien sentía una aversión fisiológica hacia todas las corrientes religiosas. No admitiría una autorización de comunidad religiosa con personalidad jurídica, ni siquiera por motivos estratégicos.

—Además, supongo que conseguirla no resultaría nada fácil.

—No necesariamente —dijo el profesor—. Se realizan numerosas pruebas de calificación y, por supuesto, es necesario pasar por complicados trámites burocráticos, pero realizando maniobras políticas por detrás, superar ese tipo de obstáculos es bastante fácil. La línea que separa lo que es una religión propiamente dicha de una secta siempre ha sido ambigua. No hay una definición precisa y sólo queda la interpretación. Y cuando hay margen para la interpretación, siempre hay margen para la intervención de la política y el poder. Una vez obtenida la autorización de comunidad religiosa con personalidad jurídica se reciben ventajas fiscales y un cálido amparo legal.

—En fin, que Vanguardia dejó de ser una simple comuna agrícola para convertirse en una organización religiosa. Y una organización religiosa sumamente hermética.

—Un nuevo movimiento religioso. En otras palabras, una secta.

—Me cuesta entenderlo. Debía de haber un motivo importante para realizar semejante cambio.

El profesor se miró las manos. En el dorso le nacían numerosos pelos retorcidos de color gris.

—Desde luego. Está claro que hubo algo que propició esa transformación. Llevo mucho tiempo dándole vueltas. Se me han ocurrido diversas posibilidades, pero no tengo ni idea. ¿Cuál podría ser el motivo? Han adoptado un secretismo total y es imposible saber qué situación se vive ahí dentro. Además, el nombre de Fukada, que era el dirigente de Vanguardia, ha dejado de mencionarse públicamente.

—Y después del tiroteo que ocurrió hace tres años, Amanecer desapareció —dijo Tengo.

El profesor asintió.

—Vanguardia, que realmente se deshizo de Amanecer, ha sobrevivido y ha logrado desarrollarse como organización religiosa.

—Quiere decir, en definitiva, que el incidente del tiroteo no supuso ningún perjuicio para Vanguardia, ¿verdad?

—Eso es —dijo el profesor—. Al revés, incluso les sirvió de propaganda. Son unos tipos listos. Supieron sacar provecho de la situación. Pero, sin embargo, eso ocurrió después de que Eri hubiera abandonado Vanguardia. Como te dije antes, no creo que tenga una relación directa con ella.

Parecía necesario cambiar de tema.

—¿Ha leído La crisálida de aire? —le preguntó Tengo.

—Por supuesto.

—¿Qué le ha parecido?

—Es una historia interesantísima —contestó el profesor—. Absolutamente sugestiva. Pero, para serte franco, no entiendo qué sugiere. ¿Qué significa la cabra ciega? ¿Qué quieren decir la Little People y la crisálida de aire?

—¿No cree que la historia puede aludir a algo concreto que Eri haya vivido o de lo que Eri haya sido testigo en Vanguardia?

—Tal vez, pero me resulta difícil discernir hasta dónde es realidad y hasta dónde ficción. Se puede leer como una especie de relato mitológico o como una ingeniosa alegoría.

—Eri me dijo que la Little People existía en la realidad.

Al escuchar aquello, el profesor se quedó un buen rato con cara de circunstancia.

—Es decir, ¿que crees que la historia narrada en La crisálida de aire ocurrió en la realidad?

Tengo sacudió la cabeza.

—Lo que quiero decir es que la historia está narrada con minuciosidad y con un nivel de detalle extremadamente realista y que, para una novela, eso es un punto fuerte.

—Y al reescribir la historia con tu propio estilo, siguiendo la línea del argumento, pretendes dar una forma más clara a ese algo sugerido. ¿Me equivoco?

—No, siempre que salga bien, claro.

—Mi especialidad es la antropología —dijo el profesor—. Ya no soy un estudioso, pero el espíritu de la disciplina siempre me acompaña. Uno de los objetivos de la antropología es relativizar las imágenes particulares que poseen los individuos, encontrar en ellas elementos comunes universales a todos los seres humanos y luego devolvérselos como feedback al individuo. De esta manera es posible que la persona obtenga una posición dentro de algo a lo que pertenece sin dejar de ser autónomo. ¿Entiendes a qué me refiero?

—Creo que sí.

—Probablemente sea la misma operación que se te pide a ti.

Tengo extendió las manos sobre las rodillas.

—Parece difícil.

—Pero vale la pena intentarlo.

—Yo ni siquiera sé si estoy capacitado para hacerlo.

El profesor lo miró a la cara. En sus ojos brillaba una luz especial.

—Lo que quiero saber es qué le ocurrió a Eri en Vanguardia. Y qué le ha deparado el destino al matrimonio Fukada. Durante los últimos siete años he hecho todo lo posible por esclarecerlo, pero al final no he encontrado ni una sola pista. El muro que me bloqueaba el camino era inexpugnable. Quizá la clave para resolver el misterio se esconda dentro de la historia de La crisálida de aire. Si existe esa posibilidad, por ínfima que sea, quiero jugármela por ella. No sé si estás capacitado o no, pero sientes una gran estima por la obra y estás metido hasta el fondo en ella. Puede que eso te capacite.

—Hay algo que quiero que, sin dudarlo, me confirme. Sí o no —dijo Tengo—. Para eso he venido hoy aquí. ¿Me da su permiso para que corrija La crisálida de aire?

El profesor asintió.

—A mí también me gustaría leer tu versión de La crisálida de aire. Eri parece confiar plenamente en ti. No tiene a nadie más como tú a excepción, por supuesto, de Azami y yo; así que puedes intentarlo. Dejo la obra en tus manos. Es decir, que la respuesta es sí.

Cuando cesó la conversación, un silencio plomizo invadió la sala, como si el destino lo hubiera querido así. Justo en ese instante, Fukaeri entró con el té, como si hubiera calculado el momento en que la charla se iba a acabar.

El camino de regreso lo hizo solo. Fukaeri salió a pasear al perro. Llamaron a un taxi para que llegara justo a la hora del tren, y él fue hasta Futamatao. Luego se cambió a la línea Chūō en Tachikawa.

En la estación de Mitaka, una madre y su hija se sentaron frente a él. Iban muy bien arregladas. La ropa que se habían puesto no era cara o recién comprada, en absoluto, pero estaba limpia y se veía cuidada con esmero. Las partes blancas eran de un blanco impoluto, y estaba bien planchada. La hija iría a segundo o tercero de primaria. Era una niña guapa de ojos grandes. La madre, delgada, llevaba el pelo recogido atrás, tenía unas gafas de montura negra y llevaba una bolsa descolorida de tela gruesa. La bolsa parecía repleta de algo. Ella también era bastante guapa, pero a ambos lados de los ojos afloraba un cansancio psicológico que la hacía parecer más vieja de lo que probablemente era. A pesar de ser tan sólo mediados de abril, llevaban un parasol. Estaba bien enrollado, como una vara reseca.

Ambas permanecieron calladas durante todo el trayecto, sin moverse del sitio. La madre parecía estar haciendo planes mentalmente. La hija, sentada a su lado, sin nada que hacer, miraba sus zapatos, miraba al suelo, miraba la publicidad colgada del techo o miraba de reojo a Tengo, que estaba sentado enfrente. Parecía sentir curiosidad por su corpulencia y sus orejas arrugadas. Los niños pequeños solían examinarlo con esa mirada. Como si observaran a un animal extraño pero inofensivo. La niña inspeccionaba distintas cosas a su alrededor, sin apenas girar el cuerpo o la cabeza, tan sólo moviendo animadamente los ojos.

Madre e hija se apearon en la estación de Ogikubo. Cuando el tren disminuyó la velocidad, la madre agarró el parasol y se levantó del asiento sin decir nada. El parasol en la mano izquierda y la bolsa de tela en la derecha. La hija la siguió al instante. Se levantó deprisa y se bajó del tren detrás de la madre. Al erguirse, volvió a mirar a Tengo de reojo. Sus ojos albergaban una luz misteriosa que parecía pedir algo o denunciar algo. Aunque la luz era tenue, Tengo podía captarla. Sintió que la niña estaba emitiendo una señal. Pero, evidentemente, Tengo no podía hacer nada. Desconocía la situación, no tenía derecho a inmiscuirse. La niña se bajó del tren en la estación de Ogikubo con su madre, la puerta se cerró y Tengo siguió su camino hacia la siguiente estación sin levantarse del asiento. Tres estudiantes de secundaria que debían de volver de un examen ocuparon el lugar en que la niña había estado sentada y se pusieron a hablar bulliciosamente en voz alta. Sin embargo, la serena y accidental imagen de la niña permaneció durante un buen rato.

Los ojos de aquella niña le recordaron a otra. Una que había ido a su misma clase durante tercero y cuarto de primaria. Tenía la misma mirada que la niña de hace un momento. Observaba fijamente a Tengo con aquellos ojos. Entonces…

Los padres de aquella niña eran devotos de una comunidad religiosa conocida como «Asociación de los Testigos». Era una secta del cristianismo que hablaba sobre el fin del mundo, predicaba fervorosamente el Evangelio y obedecía al pie de la letra lo que decía la Biblia. Por ejemplo, no admitían las transfusiones de sangre; por tanto, si uno de los devotos sufría una herida grave en un accidente de tráfico, sus posibilidades de sobrevivir se reducían de forma drástica. Tampoco podían realizárseles grandes operaciones quirúrgicas. A cambio, cuando llegara el fin del mundo, sobrevivirían como el pueblo elegido por Dios y vivirían durante mil años en un mundo de beatitud.

Aquella niña, igual que la de hace un rato, tenía unos ojos grandes y hermosos. Eran impresionantes. También tenía las facciones bonitas. Pero su rostro siempre estaba cubierto con una especie de película opaca, para eliminar cualquier atisbo de emoción. No hablaba con nadie, a no ser que fuera estrictamente necesario. Tampoco dejaba que los sentimientos aflorasen a su rostro. Sus finos labios siempre permanecían cerrados.

Lo primero que le interesó a Tengo de ella era que los fines de semana acompañaba a su madre en la predicación del Evangelio. En las familias de la Asociación de los Testigos, tan pronto como un niño podía andar se le pedía que acompañara a sus padres en la evangelización. Desde los tres años de edad había caminado con su madre de casa en casa, distribuyendo un folleto llamado Ante el diluvio y explicando la doctrina de la Asociación de los Testigos. A Dios le llamaban «Señor». Naturalmente, en la mayoría de las casas las echaban. Les daban con la puerta en las narices. Su doctrina era demasiado intolerante y, por otro lado, se alejaba de la realidad —por lo menos, de la realidad que concebía la mayoría de la sociedad. No obstante, muy de vez en cuando había alguien que las escuchaba. En el mundo hay gente que busca a alguien con quien hablar, sea de lo que sea. Y, entre aquellas personas, aunque fuera en muy contadas ocasiones, también había quien pasaba a formar parte de la congregación. Ellas iban de casa en casa, tocando al timbre, en busca de esa posibilidad de cada mil. Les habían encomendado la misión sagrada de esforzarse sin cesar para conseguir el despertar del mundo, aunque fuera débilmente. Y cuanto más dura fuera su misión, cuanto más alto estuviera el umbral, mayor sería la dicha que obtendrían.

La niña daba vueltas con su madre, predicando. La madre llevaba en una mano una bolsa de tela llena de ejemplares de Ante el diluvio, y en la otra solía llevar un parasol. A unos cuantos pasos la seguía la hija. Ella siempre tenía los labios sellados, totalmente inexpresiva. Tengo se la había cruzado varias veces cuando había acompañado a su padre en las rutas de cobro de la tarifa de recepción de la NHK. Él la observaba y ella también lo observaba a él. Cada vez tenía la impresión de que algo brillaba furtivamente en su mirada. Pero nunca hablaron, claro. Ni siquiera se saludaban. El padre de Tengo estaba ocupado intentando mejorar el rendimiento de sus cobros, y la madre de ella estaba ocupada hablando sobre el fin del mundo que había de sobrevenir. Los dos chavales sólo se cruzaban de forma apresurada por las calles los domingos, arrastrados por sus padres, e intercambiaban miradas durante un instante.

Todos los alumnos de la clase sabían que ella era devota de la Asociación de los Testigos. Debido a «motivos de fe» no participaba en las celebraciones navideñas, ni en las excursiones o viajes de estudios a templos sintoístas o budistas. Tampoco participaba en las competiciones deportivas ni cantaba el himno de la escuela, ni el himno nacional. Ese comportamiento, incomprensible y poco común, la aislaba cada vez más del resto de la clase. Al mediodía, antes del almuerzo en el colegio, tenía que rezar, sin falta, una oración especial. Debía hacerlo en voz alta, para que todos la oyeran bien. Por supuesto, al resto de los niños aquella oración les parecía espeluznante. Ella seguramente no quería hacerlo delante de todos, pero le habían inculcado que tenía que rezar la oración antes de comer y, aunque los demás devotos no la vieran, no podía descuidar su obligación, porque el «Señor» prestaba atención a todo desde los cielos.

«Padre nuestro, que estás en el cielo. Santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino. Perdona nuestras ofensas y bendice nuestro humilde caminar. Amén».

La memoria es algo extraño. Se acordaba perfectamente, a pesar de haber ocurrido veinte años atrás. Venga a nosotros tu reino. Cada vez que escuchaba esa oración, el Tengo estudiante de primaria se preguntaba: «¿Qué clase de reino será ése?». ¿Tendría NHK? Seguro que no. Y si no había NHK, lógicamente tampoco había cobro. Por lo tanto, sería mejor que ese reino llegara cuanto antes.

Tengo nunca se había dirigido a ella, ya que, aunque iban a la misma clase, no había tenido ninguna ocasión de hablarle directamente. Ella siempre estaba sola, apartada de los demás, y no hablaba con nadie a no ser que fuera necesario. No era el ambiente más propicio para acercarse a ella y dirigirle la palabra. Pero, en su corazón, Tengo la compadecía. Además, tenían en común que los días de fiesta debían ir con sus padres de puerta en puerta, llamando a los timbres. Pese a las diferencias entre la actividad evangelizadora y el negocio de cobrar, Tengo sabía cuánto podía herir a un niño que lo obligaran a realizar ese papel. Los domingos, los niños debían jugar cuanto quisieran con sus compañeros, y no amenazar a la gente para cobrar dinero o andar anunciando un final terrible para el mundo. Eso podían hacerlo los adultos —si lo consideraban necesario.

Solamente en una ocasión, debido a ciertas circunstancias, Tengo le echó una mano a la niña. Fue en el otoño de cuarto curso. Durante un experimento en la clase de ciencias, la compañera de mesa le lanzó palabras muy duras, porque se había confundido en los pasos de la prueba. Tengo no se acordaba exactamente de cuál fue el error. En ese momento, un niño se burló de ella porque predicaba el Evangelio para la Asociación de los Testigos. Porque iba de casa en casa repartiendo estúpidos panfletos. Entonces el niño la llamo «Señor». Aquello era algo inusual, puesto que normalmente, en vez de meterse con ella o burlarse, lo que hacían era tratarla como si no existiera o ignorarla por completo. Pero en actividades en grupo, como los experimentos de ciencias, no podían excluirla. Las palabras que le lanzaron en aquella ocasión eran igual que dardos cargados de veneno. Tengo, que estaba en el grupo de la mesa de al lado, fue incapaz de hacer oídos sordos. No sabía por qué, pero no podía quedarse así, sin hacer nada.

Fue hasta allí y le dijo que se pasara a su grupo. Lo hizo de manera casi impulsiva, sin reflexionar, sin titubear. Entonces le explicó amablemente el truco del experimento. Ella escuchó con atención lo que Tengo le decía, lo asimiló y no volvió a cometer el mismo error. Aquélla fue la primera (y la última) vez, después de dos años en la misma clase, que habló con ella. Tengo sacaba buenas notas y era grande y fuerte. Todos le respetaban. Por eso nadie se burló de que la hubiera protegido —al menos delante de él. Pero como había ayudado a «Señor», su valoración entre la clase pareció descender, calladamente, un punto en la escala. Debían de creer que, al haberse mezclado con aquella muchacha, le había contagiado un poco de su tiña.

Pero a Tengo le daba igual, porque sabía que ella era una niña normal y corriente. Si sus padres no hubieran pertenecido a la Asociación de los Testigos, habría crecido como cualquier otra niña normal y todos la habrían aceptado. Seguro que tendría buenos amigos. Pero por el simple hecho de que sus padres fueran miembros de esa comunidad, en la escuela la trataban como si fuera invisible. Nadie le dirigía la palabra. Ni siquiera la miraban. A Tengo le parecía sumamente injusto.

Después de aquello, Tengo y la niña no volvieron a hablarse. No les fue necesario hacerlo, ni tuvieron la ocasión. Sin embargo, cuando por un azar sus miradas se cruzaban, en la cara de la niña afloraba el color de cierto nerviosismo. Tengo se daba cuenta. Quizá le había molestado que se hubiera dirigido a ella durante aquel experimento de ciencias. Tal vez la había irritado y ella hubiera preferido que la dejara en paz. Tengo era incapaz de hacerse una idea al respecto. Todavía era un niño y no sabía leer la sutil actividad de la mente en el semblante de los demás.

Entonces, un buen día, ella lo agarró de la mano. Fue en una tarde despejada de principios de diciembre. Al otro lado de la ventana se veía el cielo claro y una nube blanca y recta. Casualmente, después de la limpieza del aula, al acabar las clases, ella y Tengo se habían quedado solos. No había nadie más. La niña atravesó el aula con paso ligero, como decidida a hacer algo, fue junto a Tengo y se quedó de pie a su lado. Luego le agarró la mano, sin titubear, y levantó la cabeza para mirarlo fijamente a la cara (Tengo era diez centímetros más alto que ella). El también la miró a ella, sorprendido. Sus miradas se encontraron. Tengo sintió en los ojos de ella una profundidad diáfana que nunca antes había visto. Ella lo tuvo agarrado de la mano, en silencio, durante un buen rato. Con fuerza, sin aflojar ni un solo instante. A continuación, lo soltó de golpe, agitó el bajo de la falda y salió corriendo a toda prisa del aula.

Tengo se quedó allí plantado durante un rato, desconcertado y sin habla. Lo primero que pensó fue que esperaba que nadie los hubiera visto. Si los hubieran visto, ni se imaginaba la que podría montarse. Miró a su alrededor y respiró aliviado. Luego sintió una profunda turbación.

La madre y la hija que habían viajado sentadas frente a él desde la estación de Mitaka hasta la de Ogikubo quizá fueran devotas de la Asociación de los Testigos. A lo mejor iban a predicar el Evangelio, como cada domingo. La bolsa de tela hinchada parecía estar llena de panfletos de Ante el diluvio. El parasol que llevaba la madre y la luz que chispeaba en los ojos de la niña le recordaban a la niña taciturna de su clase.

No, puede que no fueran fieles de la Asociación de los Testigos, sino, simplemente, una madre y una hija normales y corrientes, de camino a alguna clase. En la bolsa de tela llevarían partituras de piano, un set de caligrafía o algo por el estilo. «Soy yo, que ando demasiado sensible», pensó Tengo. Luego cerró los ojos y tomó aliento, poco a poco. Los domingos el tiempo transcurría de una manera extraña y todo a su alrededor se deformaba de una manera extraña.

De vuelta en casa se preparó una cena sencilla. Ahora que se acordaba, no había almorzado. Después de la cena pensó en llamar por teléfono a Komatsu. Seguro que estaba deseando oír cómo había ido el encuentro. Pero era domingo y no se hallaría en la empresa. Además, no sabía el número de teléfono de la casa de Komatsu. Bueno, si quería enterarse, ya llamaría él.

Cuando las agujas del reloj marcaron las diez, y Tengo ya pensaba irse a la cama, sonó el teléfono. Supuso que se trataría de Komatsu pero al coger el aparato, se escuchó la voz de su novia mayor.

—Oye, te prometo que no voy a quitarte mucho tiempo, pero ¿puedo ir a tu casa pasado mañana por la tarde, aunque sea un rato? —le dijo ella.

De fondo, sonaba flojito una música de piano. Su marido no debía de estar en casa. «Vale», le contestó Tengo. Si venía, tendría que interrumpir durante un rato la corrección de La crisálida de aire. Sin embargo, al escuchar su voz, Tengo se dio cuenta de que deseaba intensamente el cuerpo de ella. Colgó el teléfono, fue a la cocina, se sirvió un vaso de Wild Turkey y se lo bebió a pelo, de pie, delante del fregadero. A continuación, se metió en la cama, leyó unas cuantas páginas de un libro y se durmió.

El largo y extraño domingo de Tengo anunciaba así su fin.