Ir a un lugar desconocido y conocer a un desconocido
Mucha gente considera la mañana del domingo como un símbolo de descanso. Pero, en su infancia, Tengo no había tenido ni un sola mañana de domingo grata. Los domingos siempre lo apesadumbraban. Cuando llegaba el fin de semana, su cuerpo languidecía, perdía el apetito y le dolían diferentes partes del cuerpo. Para Tengo, los domingos eran como una luna deforme que siempre muestra su lado oscuro. De niño, a menudo pensaba en lo estupendo que sería si el domingo no llegara. En lo bien que lo pasaría si cada día hubiera colegio, si nunca descansara. También rezaba para que el domingo no viniera —aunque es obvio que sus plegarias quedaban desatendidas. Se hizo adulto y los domingos no volvieron a ser una amenaza real, pero, aun así, al despertarse la mañana del domingo sentía una aflicción absurda. Las articulaciones le crujían y sentía náuseas. Aquella reacción le calaba hondo. Probablemente hasta el profundo dominio de la inconsciencia.
Su padre, que trabajaba de cobrador para la NHK, se llevaba consigo todos los domingos a Tengo, que aún era pequeño, a cobrar. Desde la primera vez, antes de entrar en la escuela de párvulos, hasta que estuvo en quinto de primaria, Tengo lo acompañó todos los domingos, sin falta, excepto aquellos en que había alguna actividad especial del colegio. Al levantarse, a las siete de la mañana, su padre le lavaba la cara bien lavada con jabón, inspeccionaba a conciencia sus orejas y uñas, lo vestía de la forma más pulcra (pero discreta) posible y le hacía una promesa: «Anda, que luego te llevo a comer algo delicioso».
Tengo no sabía si los demás cobradores de la NHK también trabajaban en los días de descanso. Pero, por lo que recordaba, su padre trabajaba sin falta cada domingo. Trabajaba con más entusiasmo aún que de costumbre, porque los domingos podía encontrar en casa a aquellas personas que durante los días laborales estaban ausentes.
Había varios motivos para llevarse consigo al pequeño Tengo al trabajo. El primero era que no podía dejar a su hijo solo en casa. Durante la semana y los sábados, podía llevarlo a la guardería, el parvulario o la escuela, pero los domingos esos sitios cerraban por descanso. Luego, el otro motivo era que el padre necesitaba mostrarle a su hijo qué tipo de trabajo realizaba. Desde pequeño debía conocer de qué manera se ganaban la vida y qué significaba el trabajo. El propio padre se había criado, desde que tenía uso de razón, ayudando en las labores del campo, sin domingos ni nada. Durante los periodos en que estaban ocupados trabajando en el campo ni siquiera lo mandaban a la escuela. Para el padre aquel tipo de vida era algo natural.
El tercer y último motivo era, más bien, de orden económico y, por consiguiente, el que más hería a Tengo. Su padre era consciente de que ir acompañado de su hijo le facilitaba el cobro. Resultaba difícil estar frente a un cobrador que llevaba a un niño pequeño de la mano y decirle: «No voy a pagar, así que váyase». Cuando el niño se quedaba mirándolos fijamente, la mayoría de la gente que no tenía intención de pagar acababa pagando. Por eso su padre hacía muchas rutas por las casas más reacias a pagar justo los domingos. Tengo había entendido desde el primer momento cuál era el papel que se esperaba de él, y eso no lo soportaba. Pero, por otro lado, tenía que ingeniárselas e interpretar su papel para contentar a su padre. Era como uno de esos monos de los espectáculos ambulantes. Si contentaba a su padre, ese día Tengo era tratado con amabilidad.
La única salvación de Tengo era que la zona asignada a su padre quedaba bastante apartada del lugar donde residían. La casa de Tengo estaba en una urbanización en las afueras de Tokio, en Ichikawa, pero la zona de cobro del padre tenía su centro neurálgico en el centro de la ciudad. Tampoco coincidía con el distrito escolar. Por lo tanto, se ahorraba que cobrara por las casas de sus compañeros de parvulario y escuela. Sin embargo, de vez en cuando se había cruzado con compañeros de clase caminando por los centros comerciales de la ciudad. En esas ocasiones se escondía raudo a la sombra de su padre para pasar inadvertido.
Los padres de los compañeros de Tengo eran, en su mayoría, oficinistas que trabajaban en el centro de Tokio. Ellos consideraban Ichikawa como una parte de la prefectura de Tokio que, por algún motivo, había sido incorporada accidentalmente a la prefectura de Chiba. El lunes por la mañana, sus compañeros se contaban los unos a los otros, todos entusiasmados, qué habían hecho o adonde habían ido el domingo. Ellos iban al parque de atracciones, al parque zoológico y al estadio de béisbol. En verano iban a bañarse a Minami-Bōsō y, en invierno, iban a esquiar. Sus padres los llevaban de paseo en coche, mientras ellos agarraban el volante, o iban a la montaña. Hablaban entusiasmados de sus experiencias e intercambiaban información sobre diferentes lugares. Pero Tengo no tenía nada que contar. Él no había ido a ningún sitio turístico ni al parque de atracciones. Los domingos, desde la mañana hasta la noche, llamaba a los timbres de casas de desconocidos, junto con su padre, con la cabeza gacha, y recibía el dinero que les daba quien salía a la puerta. Cuando alguien se negaba a pagar, lo amenazaban o lo adulaban. Si alguien ponía excusas, se enzarzaban en una discusión. A veces también los insultaban, como a perros callejeros. Evidentemente no iba a exponer aquellas historias delante de sus compañeros.
En tercero de primaria, todo el mundo en clase supo que su padre era cobrador de la NHK. Quizá lo hubieran visto haciendo la ruta de cobro. Después de todo, cada domingo daba vueltas por la ciudad, detrás de su padre, desde la mañana hasta el anochecer. Era normal que lo hubieran visto (él ya estaba demasiado crecido para esconderse a la sombra de su padre). Es más, resultaba sorprendente que no lo hubieran descubierto antes.
Entonces empezaron a llamarlo por el mote de «NHK». En un círculo formado por hijos de oficinistas de clase media, él tenía que pertenecer a una especie de «raza diferente», ya que muchas de las cosas que a los demás niños les resultaban normales para Tengo no lo eran. Sacaba notas excelentes y, además, se le daba bien el deporte. Era corpulento y fuerte. Incluso los profesores le tenían estima. Por eso, a pesar de ser de una «raza diferente», no se convirtió en el paria de la clase. Al contrario, era respetado. Pero si lo invitaban a ir a alguna parte o a la casa de alguien el domingo, no podía contestar. Cuando le decía a su padre «El domingo que viene han quedado en casa de un amigo», sabía desde el principio que lo ignoraría. «Lo siento. El domingo me viene mal». No le quedaba más remedio que rehusar la invitación. A fuerza de rechazar una y otra vez, dejaron de invitarlo, naturalmente. Y de repente se dio cuenta de que siempre andaba solo, no pertenecía a ningún grupo.
Pasara lo que pasara, todos los domingos tenía que hacer con su padre la ruta de cobro desde la mañana hasta la noche. Era una regla inamovible, sin margen para excepciones o alteraciones. Aunque pillara un catarro y no parara de toser, tuviera mucha fiebre o estuviera mal del estómago, su padre nunca tenía clemencia. En esas ocasiones, mientras caminaba tambaleándose detrás de su padre, a menudo deseaba caerse allí mismo fulminado. Así, por lo menos, su padre reflexionaría un poco sobre su comportamiento. Sobre que quizás era demasiado duro con él. Pero, por suerte o por desgracia, Tengo había nacido con un cuerpo robusto. Tuviera fiebre, le doliera el vientre o se sintiera mareado, siempre recorría la larga ruta con su padre, sin caerse ni desmayarse. Sin un quejido siquiera.
Al terminar la guerra, el padre de Tengo regresó de Manchuria con los bolsillos vacíos. Había nacido el tercero en una familia de campesinos de Tōhoku y había cruzado el mar para ir a Manchuria con algunos de sus compañeros del pueblo, alistados en el Cuerpo de Explotación de la Región de Manchuria y de Mongolia interior. No era porque se hubieran tragado la propaganda del Gobierno, según la cual si iban a Manchuria, una especie de Arcadia de amplias y fértiles tierras, podrían llevar una vida de opulencia. Sabían bien desde el principio que las Arcadias no existían. Simplemente eran pobres y se morían de hambre. Si se quedaban en el campo, no podrían hacer otra cosa más que intentar sobrevivir a la muerte por inanición, y la terrible recesión que sacudía aquellos tiempos había dejado una plaga de parados. Trasladándose a la ciudad no habría esperanza de encontrar un empleo decente. En semejante situación, la única forma de sobrevivir era irse a Manchuria. Recibió formación básica para trabajar de campesino de explotación, con derecho a fusil en caso de necesidad; le dieron unas nociones sobre la situación de la agricultura en Manchuria, en el pueblo lo despidieron con vivas y fue llevado en tren de vapor desde Dalian hasta cerca de la frontera de Manchuria y Mongolia interior. Allí le asignaron tierras, aperos de labranza y un fusil, y se dedicó a la agricultura junto con sus compañeros. Eran tierras yermas, llenas de guijarros, y en invierno todo se congelaba. Como no tenían qué llevarse a la boca, hasta se comían perros vagabundos. A pesar de todo, los primeros años recibieron ayudas del Gobierno y pudieron subsistir a duras penas.
En agosto de 1945, cuando la vida por fin parecía empezar a estabilizarse, el Ejército soviético rompió el Pacto de Neutralidad e invadió todo el Manchukuo. El Ejército soviético, que había puesto fin al frente europeo, había desplazado una gran cantidad de tropas hasta el Extremo Oriente en el Transiberiano y las había desplegado, de forma paulatina, para traspasar la línea de la frontera. Su padre se había enterado de aquella noticia acuciante gracias a cierto funcionario con el que había trabado amistad por casualidad y estaba a la espera de la invasión del Ejército soviético. Como el debilitado Ejército de Kwantung no parecía que fuera a resistir durante mucho tiempo, el funcionario le recomendó que se preparase para huir solo. «Cuánto más rápido huyas, mejor». Por eso, en cuanto escuchó que el Ejército soviético había violado la frontera, galopó hasta la estación en un caballo del que se había provisto y subió en el penúltimo tren para Dalian. Él fue el único de sus compañeros que, durante aquellos años, regresó sano y salvo a Japón.
En la posguerra, el padre de Tengo se fue a Tokio, se dedicó al mercado negro y fue aprendiz de carpintero, pero nada se le dio bien. A duras penas podía sobrevivir. En el otoño de 1947, cuando trabajaba de distribuidor para una bodega en Asakusa, se topó en el camino con un viejo conocido de su época en Manchuria. Era el funcionario que lo había avisado de la inminencia de la Batalla de Manchuria. A él lo habían destinado a un puesto relacionado con el sistema postal en Manchukuo, pero ahora había regresado a Japón y trabajaba de nuevo para el Ministerio de Telecomunicaciones, en el que había estado empleado durante otra época. Como eran paisanos y sabía que era un trabajador infatigable, sentía simpatía por el padre de Tengo y lo invitó a comer.
Al enterarse de que el padre de Tengo había estado buscando sin resultado alguno un empleo decente, le propuso que probara a trabajar como cobrador para la NHK. Tenía a un conocido en el departamento, así que podía hablarle bien de él. «Se lo agradecería inmensamente», le dijo el padre de Tengo. No sabía cómo era trabajar para la NHK, pero tendría un empleo con un sueldo fijo y eso era mejor que nada. El funcionario le escribió una carta de presentación e incluso se prestó a hacer de garante. Gracias a él, el padre de Tengo consiguió fácilmente hacerse cobrador de la NHK. Recibió un curso, le dieron un uniforme y le asignaron una cantidad de trabajo. Los japoneses se sobreponían a duras penas al shock de la derrota y buscaban divertirse en medio de una vida de miseria. La música, las risas y el deporte de la radio eran la diversión más accesible y barata, y además el nivel de difusión de la radio por aquella época no podía ni compararse al que había antes de la guerra. La NHK necesitaba una gran cantidad de personas que recorrieran todos los lugares recolectando la tarifa de recepción.
El padre de Tengo realizaba su trabajo con gran entusiasmo. Sus puntos fuertes eran su vigor y su paciencia. Después de todo, desde que había nacido nunca había tenido la oportunidad de comer hasta saciarse. Para alguien como él, el trabajo de cobrador de la NHK no era arduo en absoluto. Aunque lo colmasen de insultos, a él no le importaba. Y a pesar de hallarse en la base de la jerarquía, se sentía completamente satisfecho de pertenecer a una enorme organización como aquélla. Trabajó durante un año a destajo como cobrador por encargo, sin garantías de mantener el puesto en el futuro, pero como su rendimiento y su actitud profesional eran excelentes lo contrataron como cobrador de plantilla de la NHK. Fue una elección excepcional, teniendo en cuenta las costumbres de la NHK. Era verdad que había obtenido un excelente rendimiento en zonas donde el cobro resultaba particularmente difícil, pero no cabía duda de que por detrás estaba la influencia del funcionario del Ministerio de Telecomunicaciones que actuaba como su garante. Recibía un salario base al cual se le añadían diferentes gratificaciones. Entró en una residencia oficial de la empresa y también pudo afiliarse a un seguro médico. No había ni punto de comparación con el trato que daban, en general, a los cobradores por encargo, casi como si fueran de usar y tirar. Aquél era el mayor golpe de suerte que había tenido en su vida. Al fin y al cabo, había podido establecerse en la base del tótem.
Su padre le había contado aquella historia hasta la saciedad. No le había cantado nanas, ni le había leído cuentos al lado de la cama. En cambio, le había hablado una y otra vez de las experiencias que había vivido en la realidad. La historia entera: que nació en una familia de arrendatarios pobres en Tōhoku y fue criado como un perro, a base de trabajo y tundas; luego se fue a Manchuria como miembro de un Cuerpo de Explotación, labró tierras yermas mientras espantaba a bandoleros y manadas de lobos con el rifle, en una tierra en donde la orina se congelaba cuando uno se ponía a mear; huyó para salvar el pellejo de las unidades de tanques del Ejército soviético, regresó sano y salvo a Japón sin que lo enviaran a los campos de refugiados de Siberia y sobrevivió al desbarajuste de la posguerra con el estómago vacío, hasta que, afortunadamente, se hizo cobrador fijo de la NHK gracias a una casualidad del destino. El puesto de cobrador de la NHK era el final feliz de la historia. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
Al padre se le daba bastante bien contarlo. No había forma de saber hasta qué punto era real, pero resultaba creíble. Y aunque tampoco fuera significativo, los detalles tenían vida y su manera de contar era rica en matices. Había partes alegres, partes conmovedoras y partes violentas. Partes fabulosas que dejaban a uno boquiabierto y partes incomprensibles, por muchas veces que las escuchara. Si la vida pudiera medirse por la variedad de sus episodios, podría decirse que la suya había sido considerablemente rica.
No obstante, después de ser contratado como empleado fijo de la NHK, de repente la historia de su padre, por algún motivo, perdía colorido. Lo que le había contado carecía de detalles y coherencia. Era como si para él fuera una simple anécdota que no merecía la pena contar. Conoció a cierta chica, se casó y tuvo un hijo —el cual no era otro que Tengo. Varios meses después de dar a luz a Tengo, la madre enfermó y falleció enseguida. Desde entonces, el padre no volvió a casarse; siguió trabajando diligentemente como cobrador para la NHK y crió solo a Tengo. Hasta el día de hoy. Fin.
Su padre apenas le había contado nada sobre las circunstancias en que había conocido a su madre y se habían casado, ni acerca de cómo era ella, por qué había fallecido (¿estaría su muerte relacionada con el nacimiento de Tengo?), y si había tenido una muerte relativamente apacible o si, por el contrario, había sufrido. Cuando Tengo le preguntaba, él se iba por la tangente y no contestaba. Muchas veces se ponía de mal humor y se quedaba callado. No había ni una sola fotografía de su madre. Ni siquiera fotografías de la boda. Su padre le había explicado que no se habían podido permitir celebrar la boda y que no tenían cámara de fotos.
Pero, básicamente, Tengo no se creía la historia de su padre. Ocultaba hechos y la alteraba. Su madre no podía haber muerto meses después de que Tengo hubiera nacido. En los recuerdos de Tengo, su madre vivió hasta que él tuvo un año de edad. Y, cerca de Tengo, mientras éste dormía, su madre se abrazaba e intimaba con un hombre que no era su padre.
Su madre se había quitado la blusa, había desanudado el lazo de la combinación blanca y daba el pecho a un hombre que no era su padre. Tengo dormía profundamente al lado. Pero, al mismo tiempo, Tengo no dormía. Miraba a su madre.
Esa era la fotografía de recuerdo que le había quedado de su madre. Esa imagen de apenas diez segundos había quedado grabada con precisión en su mente. Era la única información concreta que poseía sobre ella. Su consciencia lo llevaba a duras penas hasta su madre mediante aquella imagen. Un hipotético cordón umbilical los unía. Su mente flotaba en un líquido amniótico de la memoria y percibía un eco del pasado. Pero su padre no sabía que aquella imagen le había quedado marcada nítidamente en la cabeza. Él no sabía que Tengo rumiaba sin cesar los fragmentos de aquella escena, como una vaca en un prado, y que de ellos obtenía valiosos nutrientes. Padre e hijo escondían sus propios secretos, profundos y oscuros.
Era una agradable y despejada mañana de domingo. Sin embargo, el viento soplaba frío y mostraba que, a pesar de ser mediados de abril, la estación había hecho una regresión. Por encima de un fino jersey negro de cuello redondo, Tengo vestía una chaqueta de espiguilla que había llevado desde su época de universitario, junto con unos chinos beis, y calzaba unos Hush Puppies marrones. Eran unos zapatos relativamente nuevos. Iba lo más arreglado de que era capaz.
Cuando, en la estación de Shinjuku, Tengo llegó a la parte delantera del andén de la línea Chūō con dirección a Tachikawa, Fukaeri ya se encontraba allí. Estaba sentada sola en un banco, quieta, con los ojos entornados, mirando al aire. Vestía una gruesa chaqueta de invierno de color verde prado, por encima de un veraniego vestido de algodón estampado y calzaba unas zapatillas de deporte grises descoloridas, sin calcetines. Una combinación un tanto extraña para aquella época del año. El vestido era demasiado ligero y la chaqueta, demasiado gruesa. Pero el ir vestida así no parecía incomodarla. Tal vez manifestaba su particular visión del mundo mediante aquella contrariedad. No es que no lo pareciera, pero quizá simplemente había elegido la ropa al azar, sin pensárselo demasiado.
Ni leía el periódico, ni un libro, ni escuchaba un walkman. Estaba allí sentada, simplemente, con aquellos grandes ojos negros mirando hacia delante. Era como si observara algo y como si no estuviera mirando absolutamente nada. Viéndola de lejos parecía una estatua realista hecha con materiales especiales.
—¿Llevas mucho tiempo esperando? —le preguntó Tengo.
Fukaeri lo miró a la cara y luego movió el cuello hacia los lados unos escasos centímetros. Aquellos ojos negros tenían un brillo intenso como la seda, pero sin embargo no mostraban la misma expresión que la última vez que se habían encontrado. En aquel momento parecía que no tenía demasiadas ganas de hablar con nadie, y por eso Tengo desistió de esforzarse por mantener la conversación y se sentó a su lado en el banco, sin decir nada.
Una vez que el tren llegó, Fukaeri se levantó en silencio. Ambos se subieron. Para ser un expreso con dirección a Takao en un día no laborable, los pasajeros eran escasos. Tengo y Fukaeri se sentaron uno al lado del otro y se quedaron en silencio, contemplando el paisaje de la ciudad que iba pasando por la ventanilla de enfrente. Como Fukaeri seguía sin abrir la boca, Tengo también guardaba silencio. Ella se aguantaba cerrado el cuello de la chaqueta, como si se preparara para un intenso frío que estaba por venir, y miraba hacia delante, con los labios completamente sellados.
Tengo tomó el libro que se había llevado y empezó a leer, pero, después de vacilar un instante, lo dejó. Se metió de nuevo el volumen en el bolsillo y, como para acompañar a Fukaeri, puso las manos sobre las rodillas y simplemente miró hacia delante, abstraído. Decidió pensar en algo, pero no se le ocurría nada. Como se había pasado un buen rato centrado en la corrección de La crisálida de aire, su mente parecía negarse a pensar en algo relevante. Tenía un bulto en los sesos semejante a un ovillo.
Tengo contemplaba el paisaje que se extendía al otro lado de la ventana y escuchaba el monótono traqueteo. La línea Chūō se extendía derecha hasta el infinito, como si hubieran trazado una recta en un mapa con una regla. Y el «como si» no era una forma de hablar, seguro que era así como la habían construido realmente en su época. En la planicie de Kantō no había ni un solo accidente geográfico digno de mención. Por lo tanto, habían construido la vía sin curvas ni altibajos que la gente pudiera percibir, sin puentes ni túneles. Una regla había sido suficiente. El tren corría por una línea recta hacia su destino.
A partir de cierto momento, el sueño pilló desprevenido a Tengo. Cuando se despertó, al sentir una vibración, el tren reducía de forma paulatina la velocidad y empezaba a detenerse en la estación de Ogikubo. Fue una breve siesta. Fukaeri miraba fijamente hacia delante, en la misma postura de antes. Sin embargo, Tengo no tenía ni idea de qué estaba mirando. A juzgar por su aspecto, como si estuviera concentrada en algo, no parecía tener aún intención de apearse.
—¿Qué libros lees normalmente? —le preguntó Tengo, una vez pasada la zona de Mitaka, incapaz de soportar el tedio durante más tiempo. Era algo que siempre había querido preguntarle.
Fukaeri lo miró de reojo y luego volvió la vista al frente. «No leo», le respondió concisa.
—¿Nada?
Fukaeri asintió con un ligero movimiento de cabeza.
—¿No te interesa leer? —inquirió Tengo.
—Necesito mucho tiempo para leer —dijo Fukaeri.
—¿No lees porque no tienes tiempo para leer? —repitió Tengo desconcertado.
Fukaeri se quedó mirando hacia delante, sin contestar. Con lo que parecía querer expresar que no lo negaba.
Ciertamente, en términos generales, leer un libro llevaba su tiempo. No era como ver la televisión o leer un tebeo. La lectura de un libro es una ocupación discontinua que se realiza dentro de un periodo relativamente largo. Pero la expresión de Fukaeri «necesito mucho tiempo» parecía contener un matiz un tanto diferente a la norma general.
—Con necesitar tiempo… ¿te refieres a que tardas mucho tiempo? —preguntó Tengo.
—Mucho —asintió Fukaeri.
—¿Mucho más que la mayoría de la gente?
Fukaeri asintió con un movimiento de cabeza.
—Pues debe de ser un problema en el colegio, ¿no?… Supongo que tendrás que leer varios libros para las clases. Si tardas tanto tiempo…
—Hago que los leo —dijo ella, sin inmutarse.
Tengo oyó un ruido fatídico en alguna parte de su cabeza. Hubiera preferido no haberlo oído, pero era inevitable. Debía saber la verdad.
—¿Estás diciendo, en concreto, que tienes algo así como dislexia?
—Dislexia —repitió Fukaeri.
—Un trastorno de lectura.
—Eso me dijeron. Dis…
—¿Quién te lo dijo?
La chica encogió ligeramente los hombros.
—O sea… —Tengo buscó las palabras como a tientas—, que ha sido así desde que eras pequeña, ¿verdad?
Fukaeri asintió.
—Por eso apenas has leído novelas.
—Por mí misma —dijo Fukaeri.
Eso explicaba el hecho de que lo que había escrito no recibiera la influencia de ningún escritor. Era una explicación formidable y lógica.
—No has leído por ti misma —dijo Tengo.
—Alguien me ha leído —dijo Fukaeri.
—¿Tu padre o tu madre te han leído en voz alta?
Fukaeri no respondió.
—Pero a pesar de no leer, no tienes problemas para escribir, ¿no? —preguntó tímidamente Tengo.
Fukaeri negó con la cabeza.
—Escribir también me lleva tiempo.
—¿Te lleva mucho tiempo?
Fukaeri volvió a encoger los hombros. Significaba «sí».
Tengo se movió en el asiento y cambió de postura.
—¿Puede ser que no hayas sido tú misma la que ha escrito La crisálida de aire?
—Yo no la he escrito.
Tengo hizo una pausa durante unos cuantos segundos. Fue una pausa cargada de gravedad.
—Entonces, ¿quién la ha escrito?
—Azami —dijo Fukaeri.
—¿Quién es Azami?
—Tiene dos años menos que yo.
Volvió a hacerse un breve silencio.
—¿Esa chica ha escrito La crisálida de aire por ti?
Fukaeri asintió con toda naturalidad. Tengo puso a trabajar todos sus sesos.
—Es decir, tú le narraste la historia y ella la puso por escrito. ¿Es eso?
—La pasó al ordenador y la imprimió —dijo Fukaeri.
Tengo se mordió el labio, enumeró mentalmente algunos hechos y los puso en orden. Luego le habló a Fukaeri.
—Entonces, Azami presentó lo que imprimió al premio de jóvenes escritores de la revista, ¿no? Y seguramente le puso el título de La crisálida de aire sin decírtelo.
Fukaeri inclinó el cuello de forma que no se sabía si era un sí o un no. Sin embargo, no objetó nada. Más o menos, debía de haber acertado.
—¿Azami es amiga tuya?
—Vivimos juntas.
—¿Es tu hermana?
Fukaeri negó con la cabeza.
—Es la hija del profesor.
—El profesor —repitió Tengo—. ¿Ese profesor también vive contigo?
Fukaeri asintió con aire de cuestionarse por qué le preguntaba eso a esas alturas.
—Seguro que es a él a quien voy a conocer ahora, ¿verdad?
Fukaeri se volvió hacia Tengo y lo miró a la cara durante un buen rato, como si observara el recorrido de una nube lejana. O quizá como si pensara en la utilidad de un perro lento para aprender. Luego asintió.
—Vamos a ver al profesor —dijo ella, en un tono insulso.
La charla se terminó ahí. Tengo y Fukaeri volvieron a quedarse callados durante un tiempo, uno al lado del otro, mirando por la ventana. Una serie de edificios sin ningún rasgo distintivo se erguía incesantemente en un terreno llano y monótono. Numerosas antenas parabólicas se proyectaban hacia el cielo como si fueran antenas de insectos. ¿Pagaría la gente que allí vivía la tarifa de recepción de la NHK? Los domingos, Tengo siempre se acordaba de la tarifa de recepción. No tenía ganas de pensar en ello, pero no podía evitarlo.
Aquella soleada mañana de domingo de mediados de abril se revelaron ciertos hechos no demasiado agradables. En primer lugar, Fukaeri no había escrito por sí misma La crisálida de aire. Si se creía lo que le había dicho (y de momento no había ningún motivo para no hacerlo), Fukaeri sólo había contado la historia y la otra chica la había puesto por escrito. Era el mismo proceso que originaba la literatura oral, como el Kojiki o el Heike monogatari. A pesar de que era verdad que el sentimiento de culpabilidad de Tengo por corregir La crisálida de aire se había mitigado un tanto, el asunto en su conjunto se complicaba aún más —hablando en plata, se había convertido en un atolladero.
Además, la chica padecía un trastorno de lectura y era incapaz de leer bien un libro. Tengo dio un repaso a sus conocimientos sobre la dislexia. Cuando hizo el curso de docencia en la universidad, había recibido una clase sobre la dislexia. Cuando se tiene dislexia, en principio se puede leer y escribir. No afecta al entendimiento. Sin embargo, hace que leer lleve tiempo. No impide leer un texto breve, pero a medida que el texto se acumula y se expande, la capacidad de procesar la información se queda atrás. La mente no empareja de forma correcta los caracteres con su significado. Ésos son los síntomas generales de la dislexia. La causa aún no se ha dilucidado por completo. Sin embargo, no sería de extrañar que en el colegio hubiera en cada clase uno o dos niños con dislexia. Einstein también la tuvo, así como Edison y Charlie Mingus.
Tengo no sabía si, cuando una persona con un trastorno de lectura escribía un texto, sentía las mismas dificultades que cuando leía. Pero, en el caso de Fukaeri, eso parecía. Ella presentaba las mismas dificultades para escribir que para leer.
¿Qué diría Komatsu cuando se enterara? Sin darse cuenta, Tengo soltó un suspiro. Aquella chica de diecisiete años padecía una dislexia congénita y difícilmente podía leer un libro o escribir un texto largo. Ni siquiera al hablar (caso de que no fuera algo intencionado) podía construir una oración. Convertirla en una novelista profesional era inadmisible, aunque sólo fuera fingido. Incluso si la obra ganara el premio, la publicaran y recibiera buenas críticas, no podrían seguir engañando a la sociedad por mucho tiempo. Al principio podría funcionar, pero estaba claro que, al cabo de poco tiempo, la gente empezaría a pensar que había algo raro. Si entonces se descubriera la verdad, juntarían a todos los implicados y los llevarían a la ruina. En ese mismo instante, la carrera de Tengo como novelista se vería cercenada de cuajo, sin haber despuntado siquiera.
Aquel plan lleno de deficiencias era insostenible. Desde el principio había creído que estaba andando sobre hielo quebradizo, pero a aquellas alturas la expresión se quedaba corta. Antes siquiera de haber puesto el pie, ya se oían los crujidos del hielo. En cuanto volviera a casa llamaría a Komatsu y le diría: «Lo siento, señor Komatsu, pero yo me retiro de este asunto. Es demasiado peligroso». Eso es lo que haría una persona cabal, en su sano juicio.
Sin embargo, al pensar en la obra La crisálida de aire, su corazón se sentía intensamente perturbado, dividido. A pesar del peligro que suponía el plan de Komatsu, en aquel momento Tengo parecía incapaz de abandonar la corrección de la obra. Si hubiera sido antes de empezar a reescribir, quizás habría podido. Pero ya era demasiado tarde. Estaba metido hasta el cuello en aquella obra. Respiraba el aire de aquel mundo, se había adaptado a su fuerza de gravedad. La esencia de la historia había calado hondo en él, hasta las entrañas. Tengo sentía que debía corregir aquella historia. No había nadie más que pudiera hacerlo, era algo que valía la pena y que tenía que hacer.
Tengo cerró los ojos e intentó tomar una decisión provisional ante aquella situación. Sin embargo, no pudo. A cualquier persona confusa y dividida le resultaría imposible tomar una decisión equilibrada.
—¿Azami escribía lo que le contabas tal y como lo contabas? —preguntó Tengo.
—Tal y como lo contaba —respondió Fukaeri.
—Tú hablabas y ella escribía —dijo Tengo.
—Pero tenía que hablar en voz baja.
—¿Por qué tenías que hablar en voz baja?
Fukaeri miró a su alrededor. Apenas había pasajeros. Sólo una madre con sus hijos pequeños, que estaban sentados en los asientos de enfrente, a cierta distancia. Los tres parecían haber salido para ir a divertirse a algún lugar. En el mundo existe gente así de feliz.
—Para que ellos no nos escucharan —dijo Fukaeri en voz baja.
—¿Ellos? —preguntó Tengo. Por la mirada perdida de la chica, supo que no se refería a la madre con sus hijos. Fukaeri estaba hablando de alguien en concreto, no presente, que ella conocía bien y que Tengo desconocía.
—¿Quiénes son ellos? —preguntó Tengo. Él también bajó un poco el volumen de su voz.
Fukaeri se quedó callada, y una pequeña arruga se le formó en el entrecejo. Tenía los labios sellados.
—¿La Little People? —inquirió Tengo.
Como cabía esperar, no hubo respuesta.
—Si la historia se llevara a la imprenta, se hiciera pública y diera de que hablar, ¿no se enfadarían tal vez esos ellos de los que hablas?
Fukaeri no contestó a la pregunta. Su mirada estaba ausente. Tras esperar un rato y comprobar que no iba a responder, Tengo le hizo otra pregunta.
—¿No puedes decirme nada sobre ese profesor? ¿Cómo es?
Fukaeri miró a Tengo con cara de extrañada. En plan, «¿qué estará diciendo este tipo?». Luego habló.
—Lo vas a conocer ahora.
—Es cierto —admitió Tengo—. Tienes razón. Después de todo, voy a conocerlo ahora. Podré comprobarlo directamente cuando lo conozca.
En la estación de Kokubunji, un grupo de ancianos vestidos como para hacer escalada se subió al tren. Eran diez en total; la mitad hombres y la otra mitad mujeres. Parecían tener entre sesenta y cinco y setenta y cinco años de edad. Cada uno cargaba con una mochila a la espalda y llevaba un gorro puesto. Eran bulliciosos y parecían entusiasmados, como un grupo de alumnos de primaria que va de excursión. Las cantimploras las llevaban a la cintura o metidas en los bolsillos de las mochilas. Reflexionó sobre si él también se lo pasaría tan bien cuando envejeciera. Luego hizo un pequeño movimiento de negación con la cabeza. «No, seguramente no pueda». Tengo se imaginó a los viejos en la cumbre de una montaña, bebiendo agua de las cantimploras, todos orgullosos.
A pesar de sus cuerpos diminutos, la Little People bebía muchísima agua. Y no era el agua del grifo la que les gustaba, sino el agua de la lluvia y el agua de un arroyo cercano. Por eso, al mediodía, ella cogía un cubo de agua en el arroyo y se lo daba de beber a la Little People. Cuando llovía, ponía el cubo bajo el canalón y dejaba que se llenara, puesto que, aunque ambas procedían de la Naturaleza, la Little People prefería el agua de la lluvia al agua del arroyo. Ellos le agradecían aquel gesto de amabilidad a la chica.
Tengo advirtió que le costaba mantenerse consciente. No era un buen augurio. Quizá se debiera a que era domingo. En su interior empezaba a sentir una especie de confusión. Una funesta tormenta de arena estaba a punto de originarse en algún punto de la llanura de sus sentimientos. Era algo que le sucedía a veces los domingos.
—Qué pasa —le preguntó Fukaeri sin entonación interrogativa. Parecía poder captar el nerviosismo que sentía Tengo.
—¿Podré hacerlo? —dijo Tengo.
—¿El qué?
—¿Podré hablar correctamente?
—Hablar correctamente —preguntó Fukaeri. Parecía no entender bien lo que quería decir.
—Con el profesor —dijo Tengo.
—Si podrás hablar bien con el profesor —repitió Fukaeri.
Después de vacilar un instante, Tengo le reveló lo que sentía.
—Tengo la impresión de que, al final, la conversación va a ser infructuosa y todo saldrá mal.
Fukaeri cambió de postura y miró a Tengo directamente a la cara.
—Qué temes —preguntó ella.
—¿Que qué temo? —repitió Tengo con otras palabras.
Fukaeri asintió en silencio.
—Quizá tema conocer a alguien nuevo. Sobre todo, siendo un domingo por la mañana —respondió Tengo.
—Por qué domingo —preguntó Fukaeri.
A Tengo empezaron a sudarle las axilas. Sintió que el pecho se le constreñía. Conocer a alguien nuevo y que ocurriera algo nuevo que amenazara su existencia.
—Por qué domingo —volvió a preguntar Fukaeri.
Tengo recordó los domingos de su infancia. Al terminar de hacer la ruta de cobro prevista, durante todo el día, su padre lo llevaba a un restaurante enfrente de la estación y le decía que pidiera lo que le apeteciera. Era como una especie de recompensa. Para ellos dos, que llevaban una vida humilde, era prácticamente la única ocasión de comer fuera. En esos momentos, su padre pedía una cerveza, cosa insólita (casi nunca bebía alcohol). Pero, sin embargo, Tengo no tenía ningún apetito. Aunque por regla general siempre andaba con hambre, los domingos, por algún motivo, nada parecía saberle bien. Le resultaba penoso comerse todo lo que pedía, sin dejar nada —dejar comida era completamente inaceptable. A veces, sin querer, le daban arcadas. Así habían sido los domingos de su infancia.
Fukaeri lo miró a la cara. Buscaba algo en sus ojos. Luego extendió una mano y agarró la de Tengo. Él se sorprendió, pero se esforzó para que el asombro no se reflejara en su rostro.
Fukaeri estuvo sujetándole suavemente la mano hasta que el tren llegó a la estación de Kunitachi. La mano de la chica era más sólida y suave de lo que cabía pensar. Ni caliente ni fría. Aquella mano medía, más o menos, la mitad de la mano de Tengo.
—No hay nada que temer, porque éste no es un domingo como cualquier otro —le dijo ella, como si lo informase de algo por todos sabido.
Tengo pensó que aquélla debía de ser la primera vez que la chica pronunciaba más de dos frases seguidas.