Con sigilo, para no despertar a la mariposa
Pasada la una de la tarde del domingo, Aomame visitó la Villa de los Sauces. En aquella casa crecían varios sauces, enormes y vetustos, que asomaban la cabeza por encima de una cerca de piedra y, cuando soplaba el viento, se mecían silenciosamente, como un hato de espíritus errantes. Por eso, desde hacía mucho tiempo, la gente del barrio llamaba con naturalidad a aquella antigua mansión de estilo occidental «la Villa de los Sauces». Se encontraba en lo alto de una empinada cuesta en Azabu. En las ramas de la copa de los sauces se posaban ágiles pájaros. Un gato grande entornaba los ojos y se calentaba al sol en un charco de luz sobre el tejado. Las calles que rodeaban la mansión eran angostas y sinuosas, y los coches casi no podían pasar. Había numerosos árboles altos que, incluso de día, daban una impresión sombría. Cuando se pisaba aquel rincón, hasta parecía que el transcurso del tiempo se detuviera un poco. En el vecindario había varias embajadas, pero no eran muy frecuentadas. Por lo general reinaba el silencio, pero cuando llegaba el verano mudaban las tornas y el canto de las cigarras hacía daño en los oídos.
Aomame pulsó el timbre del portalón de entrada y dio su nombre por el telefonillo. Luego dirigió una leve sonrisa hacia la cámara situada sobre su cabeza. El portalón de hierro se abrió lentamente mediante una maniobra mecánica y, al entrar Aomame, se cerró. Atravesó el jardín andando, igual que siempre, y se dirigió a la entrada de la mansión. Como sabía que las cámaras de seguridad la estaban grabando, Aomame caminaba recto por el sendero, con la espalda erguida, como una modelo, y el mentón alzado. Aquel día, Aomame vestía de modo informal: un cortavientos azul marino oscuro, una sudadera gris y unos pantalones vaqueros. Además, llevaba unas zapatillas de deporte blancas y un bolso bandolera al hombro. Ese día no traía el picahielos. Cuando no le hacía falta, reposaba tranquilamente dentro de un cajón de un armario ropero.
Delante de la entrada había dispuestas unas cuantas sillas de jardín hechas de teca, y en una de ellas estaba sentado, con aire de sentirse incómodo, un hombre muy robusto. Aunque no era tan alto, de cintura para arriba parecía sorprendentemente desarrollado. Tendría alrededor de cuarenta años, llevaba la cabeza rapada y lucía un bigote bien cuidado. Traje ancho de hombros de color gris, camisa toda blanca y corbata de seda gris oscuro. Zapatos de cordobán completamente negros e impolutos. Piercing de plata en ambas orejas. No parecía ni empleado del departamento de contabilidad del ayuntamiento municipal, ni vendedor de seguros de coches. A primera vista parecía un guardaespaldas profesional y ésa era en realidad el área laboral en la que se había especializado. A veces también desempeñaba la función de chófer. Había alcanzado un dan muy alto en karate y, si era necesario, podía utilizar armas con eficacia. También sabía enseñar los colmillos bien afilados y ser más brutal que nadie. Pero normalmente era pacífico, sereno e incluso intelectual. Si lo mirabas a los ojos —en caso de que él permitiera tal cosa—, podías percibir una cálida luz.
En cuanto a su vida privada, sus aficiones consistían en crear todo tipo de máquinas y coleccionar discos de rock progresivo desde los años sesenta hasta los setenta, y vivía en un rincón de Azabu con su guapo y joven novio que era peluquero. Se llamaba Tamaru. No sabía si se trataba de su apellido o de su nombre. Tampoco sabía con qué ideogramas se escribía. Pero la gente lo llamaba Tamaru.
Sin levantarse de la silla, Tamaru miró a Aomame y asintió.
—Buenos días —dijo Aomame. Y se sentó frente al hombre.
—Parece ser que se ha muerto un hombre en un hotel de Shibuya —informó el hombre, mientras inspeccionaba el brillo de sus zapatos de cordobán.
—No lo sabía —dijo Aomame.
—Porque no es un caso que haya salido en los periódicos. Al parecer, fue un ataque cardiaco. El pobre apenas pasaba de los cuarenta.
—Hay que tener cuidado con el corazón.
Tamaru asintió.
—Los hábitos diarios son muy importantes. Una vida irregular, el estrés, la falta de sueño. Esas cosas matan a la gente.
—Tarde o temprano algo mata a la gente.
—En teoría, así es.
—¿Le habrán realizado una autopsia? —preguntó Aomame.
Tamaru se inclinó y limpió del dorso de los zapatos un polvo casi imperceptible.
—La policía anda ocupada en otras cosas. El presupuesto también es limitado. No disponen de margen para diseccionar todos los cadáveres limpios, sin ninguna herida externa. No van a desmenuzar en vano a una persona que amaba a su familia y que murió en paz.
—Considerándolo desde el punto de vista de su mujer viuda…
Tamaru se calló durante un instante y después ofreció la mano derecha, gruesa como un guante, a la chica. Aomame la agarró. Se estrecharon las manos firmemente.
—Estarás agotada. Deberías descansar un poco —dijo él.
Aomame extendió un poco las comisuras de los labios hacia los laterales, como hace la gente normal cuando esboza una sonrisa, pero en verdad no llegó a sonreír. Sólo fue un indicio.
—¿Cómo está Bun? —preguntó.
—¡Ah! Está bien —respondió Tamaru. Bun era el pastor alemán hembra que criaban en la mansión. Era inteligente y tenía buen carácter. Sin embargo, había adquirido algunos hábitos un tanto extraños.
—¿Todavía come espinacas la perra esa? —preguntó Aomame.
—Muchísimas. Como el precio de las espinacas sigue caro, me fastidia un poco, porque el caso es que se las come en cantidades ingentes.
—En mi vida he visto un pastor alemán al que le gusten las espinacas.
—Es que no se considera a sí misma una perra.
—¿Qué se considera?
—Se debe de creer que es un ser especial por encima de ese orden de animales.
—¿Superdog?
—Quizás.
—¿Por eso le gustan las espinacas?
—El que le gusten las espinacas no tiene nada que ver. Es así desde que era un cachorro.
—Pero puede que, a raíz de ello, haya abrazado alguna ideología peligrosa.
—Podría ser —admitió Tamaru. Luego miró el reloj de pulsera—. Por cierto, la cita de hoy era a la una, ¿verdad?
Aomame asintió.
—Sí. Aún falta un poco.
Tamaru se levantó lentamente.
—Espera aquí un momento. Puede que sea un poco temprano. —Y desapareció por el vestíbulo.
Aomame esperó contemplando los fantásticos sauces. No soplaba el viento y las ramas colgaban en silencio hacia el suelo. Igual que una persona sumida en meditaciones deshilvanadas. Un poco después Tamaru regresó.
—Vamos por la parte de atrás. Hoy quiere que vayas al invernadero
Los dos dieron la vuelta al jardín, pasaron junto a los sauces y se dirigieron hacia el invernadero, que se encontraba en la parte de atrás del edificio principal. Alrededor no había árboles y estaba inundado de sol. Tamaru abrió ligeramente, con cuidado, la puerta de cristal, para que no salieran las mariposas que había dentro, y condujo a Aomame al interior. Luego, él mismo se deslizó adentro y cerró la puerta de inmediato. No era algo que una persona corpulenta pudiera realizar con agilidad, y sin embargo sus movimientos eran precisos y calculados. Sólo que no lo realizaba con agilidad.
La primavera había llegado por completo, sin reservas, a aquel invernadero de cristal. Flores de diversos tipos crecían con gran belleza. La mayoría de las plantas eran normales y corrientes. Macetas con flores de lo más común, como gladiolos, anémonas y margaritas, estaban dispuestas en filas sobre estantes. En medio se mezclaban flores que, a ojos de Aomame, no eran más que malas hierbas. Pero orquídeas de valor, rosas inusitadas, flores de colores primarios procedentes de la Polinesia, de esas cosas, precisamente, no se veían. Aomame no sentía especial interés por las plantas, sin embargo, aquel invernadero sin pretensiones le agradaba bastante.
En cambio, el invernadero estaba habitado por innumerables mariposas. La dueña, más que cultivar plantas extrañas, parecía tener un profundo interés por criar mariposas poco comunes dentro de aquella amplia sala de cristal. Las flores que allí había también eran abundantes fuentes del néctar que a las mariposas les gustaba. Criar mariposas en un invernadero requería una cantidad extraordinaria de cuidados, conocimientos y esfuerzos, pero Aomame no tenía ni idea de en qué consistían.
Excepto en pleno verano, la señora invitaba a Aomame al invernadero de vez en cuando, y las dos charlaban allí solas. Dentro del invernadero de cristal no cabía la posibilidad de que alguien las escuchara a hurtadillas. Por el tipo de conversaciones que entablaban, no podían hablar en voz alta en cualquier sitio. Además, estar rodeadas de flores y mariposas también le calmaba los nervios. Eso se veía en sus facciones. Dentro del invernadero hacía algo de calor, pero no era nada que Aomame no pudiera aguantar.
La señora era una mujer menuda de unos setenta y cinco años. Tenía un bello pelo cano, que llevaba corto. Vestía una camisa vaquera de trabajo, unos pantalones de algodón de color crema, y calzaba unas zapatillas de deporte sucias. Llevaba unos guantes de faena blancos y regaba una por una las macetas con una gran regadera de metal. La ropa que llevaba puesta le quedaba un poco grande, pero aun así le sentaba bien. Cada vez que Aomame veía la figura de la señora, no podía evitar sentir una especie de respeto frente a ese decoro natural, sin pretensiones.
Era hija del dueño de un conocido consorcio financiero y antes de la guerra había contraído matrimonio con un aristócrata; sin embargo, no daba muestras de ostentación o fragilidad. En la posguerra, al poco tiempo del fallecimiento de su marido, entró a formar parte de la administración de una pequeña compañía de inversiones que poseían unos parientes y mostró un prominente talento para el manejo de acciones. Como todo el mundo admitía, debía de ser un don innato. La compañía de inversiones creció rápidamente gracias a ella y la fortuna que había amasado también se infló. Con ese capital adquirió varios terrenos de primera clase en medio de Tokio que habían pertenecido a antiguas familias de la aristocracia y a miembros de la familia imperial. Hacía apenas diez años que se había jubilado, había vendido todos sus valores por un precio alto en el momento oportuno y había aumentado aún más su patrimonio. Como siempre había evitado, en la medida de lo posible, presentarse en público, su nombre apenas era conocido por la sociedad en general, pero dentro del mundo empresarial no había nadie que no la conociera. También se decía que poseía importantes conexiones en el mundo de la política. Sin embargo, desde un punto de vista personal, era una mujer campechana y avispada. Además, no conocía el miedo. Creía en su propia intuición y, una vez decidida, siempre llevaba a cabo las cosas hasta el final.
Cuando vio a Aomame, dejó la regadera en el suelo, le señaló unas pequeñas sillas metálicas de jardín próximas a la entrada y le hizo una seña para que se sentara. Una vez que Aomame se sentó en donde le había indicado, ella tomó asiento en la silla de enfrente. Hiciera lo que hiciese, apenas producía ruido. Como una zorra astuta atravesando el bosque.
—¿Le traigo algo de beber? —preguntó Tamaru.
—Una infusión de hierbas templada —dijo ella, y miró a Aomame—. ¿Y usted?
—Lo mismo —respondió Aomame.
Tamaru asintió ligeramente y se dirigió a la puerta del invernadero. Tras mirar a su alrededor y comprobar que no había ninguna mariposa cerca, la abrió un poco, salió deprisa y volvió a cerrarla. Como si diera unos pasos de bailes de salón.
La señora se quitó los guantes de algodón y los colocó cuidadosamente sobre la mesa, uno encima del otro, como si se tratase de unos guantes de seda para una velada. Entonces miró a Aomame de frente, con unos ojos negros que rebosaban luminosidad y que habían sido testigos de una infinidad de cosas. Aomame le devolvió la mirada sin llegar a resultar descortés.
—Parece que hemos sufrido una pérdida irreparable —dijo ella—. Por lo visto, se trataba de alguien bastante conocido en el mundo del petróleo. Todavía era joven, pero bastante influyente.
La señora siempre hablaba en voz baja. A un volumen suficiente para que lo apagara el viento si soplaba con un poco de fuerza. Por eso, el que la escuchaba siempre tenía que prestar especial atención. De vez en cuando, Aomame sentía el deseo de estirar la mano y girar hacia la derecha el control del volumen. Pero, obviamente, no había ningún control del volumen. Por eso no le quedaba más remedio que prestar la máxima atención.
—Pero, por lo visto, que haya desaparecido así de pronto no es ningún inconveniente. El mundo sigue girando —dijo Aomame.
La señora sonrió.
—En este mundo no hay nadie irreemplazable. Por muchos conocimientos o habilidades que se tengan, en general siempre hay un sucesor en alguna parte. Si el mundo estuviera repleto de gente insustituible, nosotras nos veríamos en apuros, ¿no? Por supuesto… —añadió ella. Luego alzó el dedo índice recto en el aire para enfatizar—. Aunque no se podría encontrar a nadie que sustituyera a una persona como tú.
—Aunque no me encontraran un sustituto, no creo que resultara tan difícil hallar un recurso suplente —indicó Aomame.
La señora miró a Aomame con serenidad. Sus labios esbozaron una sonrisa de satisfacción.
—Tal vez —dijo ella—. Pero, en ese caso, ahora probablemente no estaríamos aquí las dos juntas, compartiendo este momento. Usted es usted y nadie más que usted. Le estoy muy agradecida. No puedo expresarlo con palabras.
La dueña de aquella mansión se inclinó, extendió la mano y la puso sobre el dorso de la mano de Aomame. La dejó así durante tan sólo diez segundos. Luego la retiró y, todavía con cara de satisfacción, arqueó la espalda. Una mariposa revoloteó sin rumbo fijo y se posó en el hombro de la camisa azul de la señora. Era una pequeña mariposa blanca con unas cuantas pintas de color escarlata. La mariposa se quedó allí dormida, como si no tuviera nada que temer.
—Quizá no hayas visto nunca esta mariposa —dijo la señora mirándose de reojo el hombro. En su voz se percibía una tenue presunción—. Ni en Okinawa es tan fácil encontrarla. Esta mariposa sólo se alimenta de una clase de flor. De una flor especial que florece únicamente en las montañas de Okinawa. Para criarla, primero tengo que traer esa flor y cultivarla. Lleva bastante trabajo y, por supuesto, también cuesta dinero.
—Parece que se ha encariñado con usted.
La señora sonrió.
—¿Cree que ella es amiga mía?
—¿Se puede ser amiga de una mariposa?
—Para ser amiga de una mariposa, tienes que convertirte en un elemento más de la naturaleza. Eliminar cualquier indicio de humanidad, permanecer quieta y convencerte de que eres los árboles, la hierba y las flores. Lleva tiempo, pero una vez que se fía de ti, os hacéis buenas amigas.
—¿Le ha puesto nombre?—preguntó Aomame por curiosidad—. Quiero decir, como si fuera un perro o un gato.
La señora negó ligeramente con la cabeza.
—No le he puesto nombre. Aunque no tengan nombre, puedo diferenciarlas una a una por los dibujos y la forma. Además, ponerles nombre es inútil, porque, de todos modos, se van a morir al cabo de poco tiempo. Son amigas pasajeras sin nombre. Yo vengo aquí todos los días, las veo, las saludo y hablamos de diferentes asuntos. Pero las mariposas, llegada la hora, se van desvaneciendo en silencio. Seguramente se mueren, pero nunca he encontrado sus cadáveres, por más que los haya buscado. Desaparecen sin dejar rastro, como si el aire se las tragara. Las mariposas son criaturas de una elegancia, ante todo, efímera. Nacen en algún sitio, buscan tranquilamente un número reducido de cosas y, poco después, van desapareciendo a escondidas para irse a algún lugar. Tal vez un mundo distinto de éste.
El aire en el interior del invernadero conservaba una humedad tibia y estaba impregnado de la fragancia de las plantas. Muchas de las mariposas jugaban a esconderse, aquí y allá, como signos de puntuación fugaces que delimitan el flujo de una conciencia sin principio ni fin. Cada vez que Aomame entraba en el invernadero se sentía como si hubiera perdido la percepción del tiempo.
Tamaru trajo una bandeja metálica con una bella tetera de porcelana de verdeceledón y un juego de dos tacitas. También había un plato pequeño con servilletas de tela y pastas. El aroma de la infusión de hierbas se mezcló con la fragancia de las flores a su alrededor.
—Gracias, Tamaru. Ya nos servimos nosotras —dijo la señora.
Tamaru posó la bandeja sobre la mesa de jardín, hizo una reverencia y se fue sin hacer ruido. Igual que antes, abrió la puerta con la misma serie de pasos ligeros, la cerró y se alejó del invernadero. La señora le quitó la tapa a la tetera, olió el aroma y, tras comprobar el aspecto de las hojas, sirvió el té lentamente en las dos tacitas, con cuidado de que ambos estuvieran igual de cargados.
—Quizá no sea de mi incumbencia, pero ¿por qué no instala una tela metálica en la entrada? —preguntó Aomame.
La señora alzó la cara y miró a Aomame.
—¿Una tela metálica?
—Sí, si pusiera una puerta de tela metálica en el interior y la puerta fuese, entonces, doble, cada vez que entrara o saliera no tendría por qué preocuparse de que las mariposas se escaparan.
La señora alcanzó el plato con la mano izquierda, con la derecha asió la tacita, se la llevó a la boca y tomó un trago de té. Saboreó el aroma y asintió ligeramente. Luego devolvió la tacita al plato, y el plato a la bandeja. Tras apretar suavemente la servilleta contra sus labios, se la colocó sobre el regazo. Para realizar tan sólo esas acciones tardó, sin exagerar, aproximadamente el triple de tiempo que una persona normal. A Aomame le recordaba un hada que, en las profundidades del bosque, sorbía el tonificante relente de la mañana.
A continuación, la señora emitió un pequeño carraspeo.
—No me gustan las telas metálicas —dijo.
Aomame esperó en silencio a que siguiera hablando, pero no hubo continuación. La señora acabó de hablar sin dejar claro si el hecho de que no le gustaran las telas metálicas era una postura general frente a las cosas que restringían la libertad, si surgía de un punto de vista estético o si se trataba simplemente de un gusto fisiológico sin un motivo en particular. Sin embargo, de momento, aquello no resultaba un problema de especial importancia. Tan sólo se le había ocurrido y se lo había preguntado.
Aomame también asió el platillo con la tacita, igual que la señora, y bebió un trago sin hacer ruido. A ella no le gustaba tanto el té. Prefería el café caliente y cargado, como los demonios de medianoche. Pero seguramente no era una bebida apropiada para tomar en un invernadero a primera hora de la tarde. Por eso, siempre que iba allí pedía lo mismo que ella para beber. La señora le recomendó las pastas y Aomame se comió una. Eran de jengibre. Estaban recién horneadas y sabían a jengibre fresco. Aquella mujer había pasado una temporada en Inglaterra durante la preguerra. Aomame se acordó de ello. La señora también cogió una pasta y la mordisqueó poco a poco. Con sigilo, para no despertar a la excepcional mariposa que dormía sobre su hombro.
—Cuando regrese a casa, Tamaru le entregará la llave, como de costumbre —dijo ella—. Una vez que usted termine, envíela de vuelta por correo, como siempre.
—De acuerdo.
A continuación se produjo un silencio confortable durante un buen rato. Ningún sonido del mundo exterior llegaba al interior completamente cerrado del invernadero. Las mariposas seguían durmiendo en paz.
—Nosotras no hacemos nada erróneo —dijo la señora, mirando a Aomame a la cara. Aomame se mordió un poco el labio. Luego asintió.
—Lo sé.
—Mire el contenido de ese sobre, por favor —dijo la señora.
Aomame alcanzó el sobre que reposaba encima de la mesa y colocó las siete fotos de polaroid que contenía al lado de la exquisita tetera de verdeceledón. Parecían cartas fatídicas de Tarot. Mostraban de cerca cada parte del cuerpo desnudo de una mujer joven. La espalda, el pecho, las nalgas, los muslos. Incluso la planta de los pies. Tan sólo no había fotos de la cabeza. En distintos sitios habían quedado marcas de violencia en forma de cardenales y verdugones. Parecía que habían utilizado un cinturón. Tenía el pubis afeitado, con marcas de quemaduras de cigarro. Aomame frunció el ceño sin querer. Había visto fotos semejantes, pero nunca tan atroces.
—¿Es la primera vez que las ve? —preguntó la señora.
Aomame asintió sin palabras.
—Había oído lo que había ocurrido, pero es la primera vez que veo las fotos.
—Lo hizo ese hombre —dijo la señora—. Le han tratado las tres fracturas, pero presenta síntomas de sordera en un oído y quizá nunca se recupere. —Aunque no alzó la voz, sonaba más fría y severa que antes. Sorprendentemente, el cambio de voz despertó a la mariposa posada sobre el hombro de la señora, que abrió las alas y se echó a revolotear. La mujer continuó—: No se puede dejar en paz a quien se comporta así. Pase lo que pase.
Aomame ordenó las fotos y volvió a meterlas en el sobre.
—¿No está de acuerdo?
—Sí.
—Nosotras hacemos lo correcto —dijo la señora.
Se levantó de la silla y alzó la regadera que tenía al lado, probablemente para tranquilizarse. Era como si asiera un arma delicada. Tenía el rostro un poco pálido. Sus ojos se clavaron intensamente en un rincón del invernadero. Aomame siguió su mirada con la vista pero no encontró nada extraño. Sólo había una maceta de cardos.
—Gracias por haber venido. Buen trabajo —dijo ella, con la regadera vacía en la mano. Parecía que la entrevista se había acabado.
Aomame se levantó y recogió la bandolera.
—El té estaba delicioso.
—Se lo agradezco de nuevo —dijo la señora.
Aomame sonrió un poco.
—No se preocupe por nada —le dijo la señora. El tono de voz había vuelto, de repente, a la serenidad del principio. Una cálida luz se vislumbraba en sus ojos. Posó la mano suavemente sobre el brazo de Aomame—. Nosotras hemos hecho lo correcto.
Aomame asintió. Sus charlas siempre se acababan con la misma frase. A Aomame le pareció que seguramente lo repetía para convencerse a sí misma. Como si rezara un mantra. «No se preocupe por nada. Nosotras hemos hecho lo correcto».
Tras asegurarse de que no había ninguna mariposa alrededor, abrió ligeramente la puerta del invernadero, salió y la cerró. La dueña se quedó atrás, con la regadera en la mano. Al salir del invernadero, el frescor del aire la hizo estremecer. Olía a árboles y a césped. Aquél era el mundo real. El tiempo transcurría como de costumbre. Aomame se llenó los pulmones de aquel aire real.
Tamaru la esperaba en la entrada, sentado en la silla de teca, para entregarle la llave del apartado de correos.
—¿Ya habéis acabado? —preguntó él.
—Sí —dijo Aomame. Luego se sentó a su lado, recogió la llave y la guardó en un compartimento del bolso bandolera.
Los dos contemplaron un buen rato los pájaros que venían al jardín, sin decirse nada. El viento había cesado del todo y los sauces pendían serenamente. Los extremos de algunas ramas estaban a punto de rozar el suelo.
—¿Se encuentra bien la mujer? —quiso saber Aomame.
—¿Qué mujer?
—Me refiero a la esposa del hombre que sufrió el infarto en el hotel de Shibuya.
—De momento, no se puede decir que se encuentre muy bien —dijo Tamaru frunciendo el ceño—. Aún se resiente del shock que ha sufrido. No es capaz de hablar bien. Necesita tiempo.
—¿Cómo es ella?
—Treinta y pocos años. No tiene hijos. Es guapa y simpática. Con bastante estilo. Pero, desgraciadamente, este verano no se va a poner bañador. Quizás el próximo verano. ¿Has visto las polaroid?
—Las he visto hace un rato.
—Espantoso, ¿no te parece?
—Bastante —admitió Aomame.
—Es un patrón que se repite con frecuencia. El hombre suele ser alguien competente a nivel social. Con prestigio, de buena cuna y con un buen historial académico. De un estatus social elevado.
—Sin embargo, al volver a casa, se transforman súbitamente —prosiguió Aomame—. Sobre todo, se ponen violentos cuando beben alcohol. Aunque son el tipo de hombre que sólo utilizaría la fuerza bruta contra una mujer. Sólo pegan a sus esposas. Sólo son agradables fuera. En su entorno los consideran hombres de familia responsables y simpáticos. Aunque sus esposas explicaran y denunciaran la crueldad de que son objeto, nadie las creería. Como el hombre se da cuenta de ello, cuando ejerce la violencia busca sitios que los demás no puedan detectar. O lo hace intentando no dejar marcas. ¿No es así?
Tamaru asintió.
—Por lo general. No obstante, éste no bebía ni una gota de alcohol. Lo hacía abiertamente, de día, y sobrio. Tenía demasiado mal carácter. Ella quería divorciarse, pero el marido se negó de forma obstinada. Tal vez ella le gustara. O puede que no quisiera deshacerse de una víctima que tenía a su alcance. Puede que le gustara forzar y violar a su mujer. —Tamaru levantó ligeramente los pies y volvió a comprobar el brillo de sus zapatos de piel. A continuación, siguió hablando—. Si hubiera mostrado pruebas de violencia doméstica, se habría podido divorciar, pero eso lleva tiempo y dinero. En caso de que el hombre hubiera conseguido un buen abogado, ella se habría metido en un desagradable embrollo. El juzgado familiar está a rebosar y el número de jueces es escaso. Además, de haberse divorciado, los hombres que pagan a rajatabla la pensión compensatoria establecida como indemnización son pocos, porque pueden buscar cualquier excusa. En Japón apenas existen ex maridos encarcelados por no haber pagado indemnizaciones. Si muestran intención de pagar y abonan alguna cantidad a modo de señal, el juzgado ya hace la vista gorda. La sociedad japonesa aún es demasiado condescendiente con los hombres.
—Sin embargo, hace unos días, ese marido violento sufrió un oportuno infarto de corazón en la habitación de un hotel de Shibuya.
—Lo de oportuno es un pelo directo —dijo Tamaru chasqueando ligeramente la lengua—. Yo prefiero decir que fue la Divina Providencia. De todos modos, ya que no hay nada sospechoso en la causa de su muerte, ni ninguna cantidad exorbitante de dinero asegurado que pueda atraer la atención de la gente, la compañía aseguradora no albergará dudas. Seguramente le pagarán a la mujer sin más. Aunque no sea una cantidad para tirar cohetes, con ese dinero podrá dar los primeros pasos hacia una nueva vida. Es más, podrá ahorrarse todo el tiempo y el dinero que le habría supuesto la demanda de divorcio. Ha evitado formalidades legales complejas y absurdas, y todo el sufrimiento psicológico que acarrean los problemas posteriores.
—Además, un tío peligroso como el de este caso ya no podrá andar suelto por la sociedad, ni encontrar a una nueva víctima.
—La Divina Providencia —dijo Tamaru—. Gracias al infarto, todo se ha solucionado. Bien está lo que bien acaba.
—Si las cosas se acaban de verdad —añadió Aomame.
Tamaru esbozó una especie de breve sonrisa sin apenas mover la boca.
—Tienen que acabarse necesariamente. Sólo que no llevan escrito: «Este es el fin». ¿Acaso en el escalón más alto de una escalera de mano está escrito «Éste es el último escalón. No suba más a partir de aquí»?
Aomame negó con la cabeza.
—Pues es lo mismo —dijo Tamaru.
—Si pones en marcha los sentidos y abres bien los ojos, el final se revela por sí solo —añadió Aomame.
Tamaru asintió.
—De todos modos, aunque no te des cuenta… —Dejó caer el dedo hacia abajo—. El final está ahí.
Durante un rato, los dos escucharon en silencio los trinos de los pájaros. Era una apacible tarde de abril. No se percibía ningún indicio de mezquindad o violencia.
—¿Cuántas mujeres residen aquí en este momento? —preguntó Aomame.
—Cuatro —respondió Tamaru de inmediato.
—¿Las cuatro están en la misma situación?
—Parecida, en general —contestó Tamaru, y frunció los labios—. Pero los otros tres casos no son tan graves. Los hombres con los que andaban no eran más que unos putos canallas, como es habitual, aunque no tan mezquinos como otros de los que nos hemos ocupado. Tan sólo son gentuza con los humos subidos. Nada por lo que tengas que molestarte. Podemos encargarnos nosotros.
—De manera legal.
—Más o menos de manera legal. Aunque tengamos que amenazarlos un poco. Por supuesto, el infarto también es una causa de muerte legal.
—Claro. —Aomame asintió con la cabeza.
Tamaru se quedó callado un instante, con las manos sobre las rodillas, observando cómo las ramas de los sauces colgaban en silencio. Tras vacilar un poco, Aomame fue al grano.
—Oye, Tamaru, me gustaría preguntarte algo.
—¿El qué?
—La renovación del uniforme y el arma de la policía fue hace unos años, ¿no?
Tamaru frunció ligeramente el ceño. En el tono de voz de ella parecía entremezclarse un eco que ponía en acción su sentido de la cautela.
—¿Por qué me preguntas esto de pronto?
—Por nada en especial. Sólo que me vino a la mente hace un rato.
Tamaru miro a Aomame a los ojos. Unos ojos totalmente neutrales, pero inexpresivos. Estaban abiertos a cualquier interpretación.
—A mediados de octubre de 1981 se produjo un tiroteo enorme entre la policía de Yamanashi y un grupo radical en las inmediaciones del lago Motosu, y al año siguiente hubo una gran reforma en la policía. Ocurrió hace dos años.
Aomame asintió sin cambiar el semblante. No recordaba en absoluto aquel incidente, pero no tenía más remedio que concordar.
—Fue un incidente sangriento. Revólveres de seis tiros de los antiguos frente a cinco fusiles Kaláshnikov AK-47. No tenían nada que hacer. Dejaron a tres pobres agentes hechos trizas, como si los hubieran pasado por una máquina de coser. Una brigada especial de paracaidistas de las Fuerzas Armadas de Autodefensa intervino de inmediato en helicóptero. Fue una deshonra para la policía. Poco después, el primer ministro Yasuhiro Nakasone se lo tomó muy en serio y decidió reforzar las fuerzas públicas. Hubo una reforma de gran envergadura, se creó un comando armado especial y se decidió que los agentes en general llevasen consigo una pistola automática de alta precisión. Una Beretta del modelo noventa y dos. ¿Has disparado alguna vez?
Aomame negó con la cabeza. Nunca. Ni siquiera había disparado una escopeta de aire comprimido.
—Yo sí —dijo Tamaru—. Una automática de quince tiros. Con balas Parabellum de nueve milímetros. Es un arma acreditada, que también utiliza el Ejército de Tierra de Estados Unidos. Aunque no es barata, no la venden tan cara como una SIG o una Glock. Sin embargo, no es una pistola que un principiante pueda manejar con facilidad. Aunque los revólveres de antes no pesaban más de cuatrocientos noventa gramos, ésta pesa ochocientos cincuenta gramos. Que la lleve un policía japonés sin suficiente entrenamiento no sirve de nada. Si se disparara un arma de alta precisión en un lugar tan poblado como éste, acabaría habiendo alguna víctima colateral entre los ciudadanos.
—¿Dónde has disparado esa cosa?
—Pues, la historia es larga. Un buen día, tras tocar el arpa a orillas de un manantial, se me apareció un duendecillo de la nada, me entregó una Beretta del modelo noventa y dos y me dijo que por qué no intentaba disparar, como prueba, a un conejo blanco que por ahí pasaba.
—No, en serio.
Tamaru frunció un poco los labios.
—Yo siempre hablo en serio —replicó—. En fin, el arma y el uniforme reglamentarios se renovaron en la primavera de hace dos años. Justo en esta época. ¿Te he respondido con eso a la pregunta?
—Hace dos años —repitió ella.
Tamaru volvió a dirigir una mirada penetrante hacia Aomame.
—Mira, si hay algo que te preocupa, deberías decírmelo. ¿Es algo relacionado con la policía?
—No, no es eso —dijo Aomame, y agitó un poco los dedos de ambas manos en el aire—. Sólo me preguntaba lo del uniforme. Cuándo se había cambiado.
A continuación reinó el silencio durante un rato y, luego, la charla entre los dos se acabó de forma natural. Tamaru volvió a extender la mano derecha.
—Me alegro de que todo haya salido bien —le dijo. Aomame le dio un apretón de manos. Aquel hombre sabía que, después de un trabajo duro relacionado con una vida humana, se necesitaba un aliento cálido y sereno que acompañara al contacto físico.
—Tómate un respiro —le dijo Tamaru—. A veces es necesario detenerse, respirar hondo y vaciar la cabeza. Te deberías ir con un novio a Guam o por ahí.
Aomame se levantó, se colgó el bolso bandolera del hombro y se puso la capucha de la sudadera. Tamaru también se levantó. Aunque no era nada alto, al levantarse era como si se erigiera un muro de piedra. Aquella textura compacta siempre la sorprendía.
Tamaru se quedó mirando fijamente cómo se iba. Mientras caminaba, Aomame podía sentir su mirada en la espalda. Por eso alzó el mentón, se enderezó y caminó con paso firme, siguiendo una línea recta. Pero al alejarse de su vista, se sintió confusa. Estaban ocurriendo sucesivamente cosas ajenas a ella, fuera de su responsabilidad. Hasta hacía un rato, tenía el mundo en sus manos. No existían ni fallos ni contradicciones. Pero ahora todo comenzaba a romperse en mil pedazos.
¿Un tiroteo en el lago Motosu? ¿Beretta del modelo 92?
Algo estaba sucediendo. A Aomame no podía habérsele pasado por alto una noticia tan importante. El sistema del mundo empezaba a enloquecer por alguna parte. Mientras caminaba, su cabeza seguía dando vueltas con rapidez. Hubiera ocurrido lo que hubiera ocurrido, tenía que recomponer otra vez su mundo en uno solo. Tenía que darle una lógica. Y rápido. Si no lo hacía, podría pasar algo absurdo.
Tamaru seguramente veía que Aomame se sentía confusa en su interior. Era un hombre precavido, de una intuición sobresaliente. Y también era un hombre peligroso. Tamaru sentía un profundo respeto hacia la señora y le rendía lealtad. Haría cualquier cosa para velar por su seguridad. Aomame y Tamaru se apreciaban y sentían simpatía el uno por el otro. O por lo menos algo semejante a simpatía. Pero si él juzgara que, por algún motivo, la existencia de Aomame representaba algún peligro para la señora, no dudaría en eliminarla y deshacerse de ella. De una manera muy práctica. Pero no podía reprochárselo, porque al fin y al cabo ésa era su obligación.
Cuando Aomame atravesó el jardín, el portalón estaba abierto. Ella sonrió con la mayor afabilidad posible hacia la cámara y agitó la mano. Como si nada sucediera. Al salir fuera de la cerca, la puerta se cerró despacio a sus espaldas. Mientras bajaba la empinada cuesta de Azabu, Aomame ordenó mentalmente todo lo que debía hacer y elaboró una lista. De manera detallada y eficiente.