6
TENGO

¿Vamos a ir muy lejos?

El viernes por la mañana temprano, pasadas las cinco, recibió una llamada de Komatsu. En ese momento soñaba que cruzaba caminando un largo puente de piedra. Iba a recoger un documento importante que se había dejado olvidado en la otra orilla. Tengo atravesaba solo el puente. Había un río grande y hermoso, salpicado de bancos de arena. El agua fluía despacio y en los bancos de arena crecían sauces. Se podían ver graciosas siluetas de truchas. Hojas de color verde intenso pendían dulcemente sobre la superficie del agua. Se asemejaba a los paisajes de los platos de porcelana chinos. Entonces se despertó y, en medio de la oscuridad, miró el reloj que había en la cabecera. Obviamente, antes de contestar al teléfono, ya se hacía una idea de quién lo podría llamar a aquellas horas.

—Tengo, ¿dispones de procesador de textos? —le preguntó Komatsu.

Ni «Buenos días», ni «¿Estabas despierto?». El que estuviera despierto a esa hora quería decir que había pasado la noche en vela. No había madrugado porque le apeteciera ver la salida del sol. Antes de dormirse, se había acordado de algo que tenía que decirle a Tengo.

—Claro que no —dijo Tengo. A su alrededor todavía reinaba la oscuridad. Y él aún se encontraba en medio del largo puente. Era raro que Tengo tuviera un sueño tan nítido—. Me da vergüenza decirlo, pero yo no me puedo permitir comprarme algo así.

—¿Sabes usarlo?

—Sí. Si tuviera un ordenador con procesador de textos, sabría usarlos. En la academia tienen y lo utilizo a menudo en el trabajo.

—Pues entonces hoy mismo vete a mirar uno, el que tú quieras, y cómpratelo. Yo no entiendo de esos aparatos, así que dejo el fabricante y el modelo en tus manos. Después pídeme que te pague el importe. Quiero que lo utilices y empieces a corregir La crisálida de aire cuanto antes.

—Pues, ya que lo dice, uno me puede salir, como muy barato, por doscientos cincuenta mil yenes.

—No importa, mientras se sitúe alrededor de esa cantidad.

Tengo hizo un gesto de extrañeza ante el auricular.

—O sea, ¿que me va a comprar un ordenador?

—Sí. Voy a desempolvar mi modesta cartera. El trabajo requiere una pequeña inversión de fondos. No puedo andar tacañeando. Como ya sabes, la obra nos llegó escrita con procesador de textos y, si no se corrige con uno, va a quedar mal. A ser posible, utiliza un formato parecido al de la obra original. ¿Puedes empezar hoy mismo a reescribir?

Tengo lo consideró.

—Sí. Si ya hubiera un acuerdo, podría empezar de inmediato. Pero Fukaeri puso como condición para poder reescribirla que debía conocer a cierta persona, y todavía no la he conocido. Siempre existe la posibilidad de que, tras el encuentro, el trato se rompa y el gasto y el esfuerzo sean en vano.

—No importa. Nos las apañaremos. Empieza cuanto antes, sin pararte en detalles. Vamos a contrarreloj.

—¿Está seguro de que el encuentro con esa persona va a salir bien?

—Me lo dice el olfato —dijo Komatsu—. Tengo buen olfato para estas cosas. Parece que no poseo ningún talento, pero olfato tengo para dar y tomar. Aquí donde me ves, he sobrevivido gracias a él. Mira, Tengo, ¿sabes cuál es la principal diferencia entre el talento y el olfato?

—No lo sé.

—Por mucho talento con que hayas sido bendecido, no siempre podrás llenarte el buche, pero si estás dotado de un buen olfato, no tienes que preocuparte por quedarte sin comer.

—Lo recordaré —dijo Tengo.

—Así que no tienes por qué inquietarte. No pasa nada si empiezas el trabajo hoy mismo.

—Si usted lo dice. Simplemente no quería adelantarme a los acontecimientos, empezar y que luego todo fuera en vano.

—Yo me hago responsable de todo eso.

—Entendido. Por la tarde tengo una cita, pero el resto del día estoy libre. Me acercaré a la ciudad por la mañana y compraré un ordenador con procesador de textos.

—Hazlo, Tengo. Cuento contigo. Aunemos nuestras fuerzas y revolucionemos el mundo.

Pasadas las nueve, recibió una llamada de su novia casada. Acababa de llevar a su marido y a sus hijos en coche hasta la estación. En principio, aquella tarde visitaría a Tengo en su piso. El viernes era el día en que siempre quedaban.

—Estoy indispuesta —comentó ella—. Lo siento, pero hoy no voy a poder ir. Nos vemos la semana que viene, ¿vale?

Estar indispuesta era un eufemismo para decir que le había venido la regla. La habían educado para utilizar ese tipo de eufemismos refinados. En la cama no era tan refinada, ni utilizaba eufemismos, pero ése era otro tema. «¡Qué pena que no podamos vernos!», le dijo Tengo. Pero, siendo así, no había remedio.

Sin embargo, aquella semana en particular, no le daba tanta pena no verla. Le encantaba el sexo con ella, pero en ese momento Tengo ya estaba centrado en la revisión del libro. Su cabeza era un hervidero de ideas para la corrección, como un murmullo de gérmenes de vida en un océano prehistórico. «Igual que el señor Komatsu», pensó Tengo. Antes de que las cosas se hubieran determinado oficialmente, ya se sentía con ánimo de empezar enseguida.

A las diez fue a Shinjuku y compró un ordenador Fujitsu que pagó con tarjeta de crédito. Era un último modelo, más ligero en comparación con productos anteriores de la misma línea. Compró también folios y una cinta entintada de repuesto. Regresó al piso cargando con todo, lo dejó sobre el escritorio y conectó el cable. En el trabajo había utilizado un ordenador de gran tamaño de la marca Fujitsu y las funciones básicas eran, más o menos, las mismas que las del pequeño. A la vez que comprobaba la manejabilidad del aparato, Tengo comenzó a reescribir La crisálida de aire.

No tenía lo que se podría llamar un plan exacto sobre cómo reescribir la novela. Tan sólo se le habían ocurrido algunas ideas sobre detalles concretos. Tampoco iba a aplicar un método ni fijar unos criterios para corregirla. Tengo no estaba seguro de que una novela fantástica y sensible como La crisálida de aire pudiera corregirse de forma lógica. Como le había dicho Komatsu, estaba claro que había que corregir considerablemente el texto, y sin embargo tenía que intentar no dañar el espíritu y la calidad del original. ¿Acaso no era lo mismo que intentar darle un esqueleto a una mariposa? Cuando pensaba en ello, se sentía confuso y más inseguro. Pero el asunto ya estaba en marcha y el tiempo era limitado. No tenía margen para cruzarse de brazos y ponerse a pensar. No quedaba más remedio que ir despachando cada detalle, uno por uno. Ocupándose artesanalmente de los pormenores, quizás emergiera por sí misma una perspectiva global de la obra.

«Tengo, puedes hacerlo. Lo sé», había afirmado Komatsu, seguro de sí mismo. Y, sin saber por qué, Tengo creía a ciegas en las palabras de Komatsu. Era un personaje bastante problemático en su manera de comportarse, y básicamente sólo pensaba en sí mismo. No cabía duda de que, si fuera necesario, dejaría a Tengo en la estacada. Y era posible que ni siquiera volviera la cabeza. Pero como él mismo había dicho, poseía un olfato especial como editor. Komatsu nunca titubeaba. Siempre juzgaba, tomaba una decisión y pasaba a la acción al instante. No le importaba lo que dirían los demás. Tenía las cualidades necesarias para ser un comandante excelente al frente de la batalla. Y ésas eran cualidades de las que, claramente, Tengo carecía.

En realidad, Tengo empezó a reescribir a las doce y media del mediodía. Tecleó en el ordenador, tal y como estaban, las primeras páginas del original hasta un lugar adecuado donde parar. Primero se propuso corregir ese bloque hasta que quedase aceptable. El contenido de la historia no lo tocaba, sólo arreglaba de forma minuciosa el estilo. Era algo semejante a renovar las habitaciones de una casa. La estructura principal quedaba como estaba, porque en sí misma no tenía ningún problema. Tampoco cambiaba la posición de las cañerías. Pero todo lo demás, todo lo que se pudiera reemplazar —el revestimiento del suelo, el techo, las paredes y los tabiques— lo arrancaba y lo sustituía por material nuevo. «Soy el mañoso carpintero al que han encargado el trabajo», se repetía a sí mismo. No había un diseño fijo. Tenía que ingeniárselas valiéndose de su intuición y de su experiencia para cada caso.

A las partes que resultaban difíciles de entender leyéndolas una vez les añadía una explicación, y así facilitaba el flujo de lectura. Las partes sobrantes y expresiones reiterativas las eliminaba, y completaba partes insuficientes. De vez en cuando, cambiaba el orden de párrafos y oraciones. Como en el original los adjetivos y adverbios eran muy escasos, aun respetando esa característica, cuando notaba que hacía falta alguna frase adjetiva, la añadía escogiendo las palabras adecuadas. A pesar de que el texto de Fukaeri era, en general, infantil, las partes buenas podían diferenciarse fácilmente de las malas, por lo cual la elección de soluciones resultaba menos complicada de lo que había pensado. Había partes que, por ser infantiles, eran difíciles de entender y de leer, pero por otro lado había expresiones que, a pesar de ser infantiles, resultaban sorprendentemente originales. Las primeras las eliminaba sin pensárselo dos veces y las sustituía por otras diferentes; las segundas podía dejarlas tal cual.

Mientras avanzaba en su labor, Tengo pensaba a menudo que Fukaeri no había escrito aquella novela con la intención de dejar una obra literaria para la posteridad. Ella simplemente había dejado constancia, mediante el uso de palabras, de una historia que llevaba dentro de sí —que, según sus propias palabras, había vivido en la realidad. Las palabras en sí no eran especialmente importantes, pero no había encontrado otro medio más adecuado para expresarse. Eso es todo. Por consiguiente, nunca había tenido ambiciones literarias. Desde el momento en que no tenía intención de comercializar lo que había producido, no necesitaba prestar demasiada atención al aspecto formal. Comparándolo con una habitación, sería como considerar que con unas paredes y un techo para cobijarse de la lluvia y el viento es suficiente. Por eso a Fukaeri no le importaba que Tengo corrigiera su texto cuanto quisiera. Ella ya había conseguido su objetivo. Cuando le dijo «Corrígela como te parezca», seguramente había hablado con franqueza.

No obstante, a Tengo le daba la impresión de que a Fukaeri no le satisfacía el texto de La crisálida de aire si sólo podía entenderlo ella. Si el objetivo de Fukaeri hubiera sido dejar constancia de lo que había visto y de lo que le había pasado por la cabeza, le hubiera bastado con escribir unas notas. No era necesario pasar por el engorro de crear un libro. Aquél era, a todas luces, un texto escrito bajo la premisa de ser leído por otra persona. Por eso mismo, a pesar de que no había sido escrita con el objetivo de convertirse en una obra literaria, y a pesar de su infantilismo, poseía la capacidad de tocar el corazón de la gente. Sin embargo, esa otra persona parecía ser alguien distinto al «lector común» que se tiene en mente, como norma, en la literatura contemporánea. Al leerla, Tengo no podía evitar esa sensación.

«Entonces, ¿a qué tipo de lector se dirige?».

Él no lo sabía, por supuesto.

Solamente sabía que La crisálida de aire era una obra de ficción única, en la que grandes virtudes y grandes defectos se daban la mano, y que parecía poseer algún tipo de objetivo especial.

Como resultado de la corrección, el manuscrito original se duplicó aproximadamente por dos veces y media. Como las partes insuficientes habían sido mucho más numerosas que las partes sobrantes lo lógico era que, al corregirlo, el volumen total aumentara. Al principio todo iba como la seda. El estilo se convirtió en algo decente y razonable, el punto de vista se estabilizó y, además, la obra se leía con más agilidad. Sin embargo, el fluir del texto resultó un tanto denso. La lógica salió a la superficie en demasía y la ingeniosidad del original se debilitó.

La siguiente fase consistía en eliminar las «partes prescindibles» del original inflado. Iba eliminando toda la grasa sobrante. La operación de eliminar era mucho más sencilla que la de añadir. Como resultado, el volumen se redujo hasta alrededor del setenta por ciento. Era una especie de juego de ingenio. Había un tiempo determinado para añadir todo lo posible y, luego, un tiempo para eliminar lo máximo posible. Así, alternando continuamente esas dos operaciones, el margen de oscilación se reducía de forma paulatina y el volumen del texto se iba estabilizando hasta un estado natural. Llegaba a un punto en el que no podía aumentarse más y no podía eliminarse más. El ego era eliminado; los adornos superfluos, suprimidos, y la lógica transparente se retiraba al fondo de la habitación. A Tengo esa tarea se le daba bien por naturaleza. Era un experto nato. Tenía la aguda concentración del ave que revolotea por el cielo en busca de alimento, el empeño de una muía que porta agua, y era fiel hasta el fin a las normas del juego.

Contuvo el aliento y estuvo centrado en aquella tarea hasta que, al tomar un respiro y mirar el reloj de pared, vio que ya eran casi las tres. De hecho, todavía no había almorzado. Tengo fue a la cocina, puso agua a hervir en una tetera y, entre tanto, molió granos de café. Se comió unas cuantas galletas con queso, mordisqueó una manzana y, cuando el agua hirvió, preparó café. Mientras lo bebía en un tazón, se puso a pensar en sus relaciones sexuales con su novia mayor, para desconectar. Normalmente, eso sería lo que estaría haciendo justo en ese momento con ella. Y ¿qué haría él? ¿Qué haría ella? Cerró los ojos, mirando hacia el techo, y soltó un profundo suspiro preñado de sugerencias y posibilidades.

Luego regresó al escritorio, volvió a cambiar el chip y releyó en la pantalla del ordenador el bloque inicial de La crisálida de aire que había reescrito. Como cuando el general en la escena inicial de Senderos de gloria, de Stanley Kubrick, inspecciona las trincheras. Asentía ante lo que veía. No estaba mal. El texto había mejorado. Las cosas avanzaban. Pero, aun así, no era suficiente. Todavía había muchas cosas por hacer. Los sacos de tierra se desmoronaban aquí y allá. Había escasez de munición para las ametralladoras. En las alambradas de espino se detectaban partes poco protegidas.

Imprimió en papel el texto. Luego guardó el documento, apagó el ordenador y lo apartó hacia un lado de la mesa. Entonces se puso la copia que había imprimido delante y la releyó cuidadosamente con un lápiz en la mano. Aquellas partes que consideraba sobrantes las tachaba de nuevo y las que le parecían insuficientes las completaba y corregía hasta que quedaba convencido de que no había nada que desentonara con el resto. Ponía todo su cuidado en elegir las palabras que cada caso requería y probaba a encajarlas desde diferentes ángulos, como quien elige azulejos para cubrir pequeñas fisuras en un baño. Si no encajaban bien, modificaba la forma. Una ínfima diferencia de matices podía dar vida a un texto o echarlo a perder.

La impresión que producía un texto, aun siendo el mismo, al verlo en la pantalla del ordenador o impreso en folios era ligeramente diferente. El tacto de las palabras también cambiaba dependiendo de si estaban escritas con lápiz en papel o de si habían sido tecleadas en el ordenador. Era necesario inspeccionarlo desde las dos ópticas. Encendió el aparato e introdujo en la pantalla cada corrección realizada a lápiz en la copia impresa. Luego, volvió a leer el texto en la pantalla. «No está mal», pensó Tengo. Cada frase tenía el peso apropiado y, de ello, surgía un ritmo natural.

Sentado en la silla, Tengo estiró la espalda, miró hacia el techo y lanzó un gran suspiro. Por supuesto, eso no quería decir que hubiera terminado. Si cada día lo releía, encontraría nuevas cosas que corregir. Pero de momento era suficiente. Ya no podía concentrarse más. Necesitaba un periodo para dejar enfriar las cosas. Las agujas del reloj se aproximaban a las cinco y, a su alrededor, empezaba a oscurecer. Al día siguiente corregiría el bloque siguiente. Corregir las primeras páginas le había llevado casi un día entero. Había sido más afanoso de lo que había pensado. Pero una vez encarrilado y una vez que el ritmo había surgido, el trabajo avanzaría con mayor celeridad. Además, la parte más difícil y trabajosa era la del principio. Una vez superada, el resto…

A continuación, Tengo recordó el rostro de Fukaeri y se preguntó qué impresión tendría ella si leyera la versión reescrita. Pero Tengo no podía hacerse una idea. Prácticamente no sabía nada de ella. Sólo que tenía diecisiete años, era estudiante de tercero en el instituto, pero no mostraba ningún interés por presentarse a los exámenes de ingreso en la universidad, tenía una manera de hablar estrafalaria, le gustaba el vino blanco y poseía unas bellas facciones, de las que perturban el corazón de la gente.

Sin embargo, a Tengo le daba la sensación, o algo semejante a una sensación, de que, más o menos, iba comprendiendo exactamente el mundo que Fukaeri describía (o del que dejaba constancia) en La crisálida de aire. Las escenas que Fukaeri detallaba mediante aquellas limitadas y singulares palabras resucitaban con más frescura y nitidez gracias a la corrección esmerada y cuidadosa de Tengo. De ello nacía una corriente. Tengo lo sabía. Él se limitaba a afianzar la obra desde un punto de vista técnico, pero el resultado era natural y armonioso, como si lo hubiera escrito él mismo desde un principio. El relato de La crisálida de aire estaba elevándose con energía.

No había nada que alegrara más a Tengo. Como se había pasado tanto tiempo centrado en la corrección de la obra, estaba físicamente exhausto, pero en el fondo se sentía pletórico. Apagó el ordenador e, incluso lejos del escritorio, durante un rato no pudo reprimir las ganas de seguir corrigiendo. Disfrutaba de verdad realizando aquella tarea. Si todo salía como hasta entonces, quizá no defraudaría a Fukaeri. No obstante, Tengo era incapaz de imaginarse a Fukaeri alegre o defraudada. Es más, ni siquiera podía imaginársela esbozando una sonrisa o con el rostro ligeramente entristecido. Su cara carecía de expresión. Tengo no sabía si era porque no poseía sentimientos ni capacidad de expresarlos, o, en caso de poseer sentimientos, porque no sabía manifestarlos. «En fin, es una chica extraña», pensó Tengo nuevamente.

La protagonista de La crisálida de aire era, seguramente, la propia Fukaeri en el pasado.

Con diez años, cuidaba de una cabra ciega en un tipo de comuna (o algo parecido a una comuna) en medio de las montañas. Le habían asignado ese trabajo. A todos los niños les asignaban su propio trabajo. La cabra estaba vieja, pero tenía un valor especial para la comunidad y era necesario vigilarla para que no sufriera ningún daño. No podía apartar la vista de ella ni un solo momento. Es lo que le habían mandado. Sin embargo, en un descuido, la perdió de vista y la cabra se murió. Como consecuencia, a ella la castigaron. La metieron en un viejo almacén de paredes revocadas junto a la cabra muerta. Durante diez días permaneció completamente aislada y no la dejaron salir al exterior. Tampoco le permitieron hablar con nadie.

La cabra servía de pasaje entre la Little People y este mundo. Ella no sabía si la Little People era buena o mala (Tengo tampoco). Al anochecer, la Little People venía a este mundo a través del cadáver de la cabra y, al alba, regresaba al otro lado. La niña podía hablar con la Little People. Ellos le enseñaron a crear una crisálida de aire.

A Tengo le admiraba con qué detalle había descrito los hábitos y movimientos de la cabra invidente. Ese detallismo daba al conjunto una gran vivacidad. ¿Había criado realmente a una cabra invidente? ¿Y había vivido en la realidad en una comuna en las montañas como la que había descrito? Tengo supuso que quizá sí. Si no hubiera vivido esa experiencia, querría decir que Fukaeri era dueña de un inusitado don caído del cielo para contar historias.

Tengo decidió que, en la siguiente ocasión que se encontrara con Fukaeri (debería ser el domingo), le preguntaría por la cabra y la comuna. Por supuesto, no sabía si Fukaeri le contestaría. Recordando conversaciones anteriores, parecía responder sólo a aquellas preguntas a las que no le importaba hacerlo. Las preguntas que no quería contestar o las preguntas que no tenía intención de contestar, las ignoraba totalmente, como si no estuviera escuchando. Igual que Komatsu. En ese aspecto, se parecían. Tengo no era así. Cuando le preguntaban algo, él siempre ofrecía algún tipo de respuesta, como era debido, fuera cual fuera la pregunta. Debía de ser, seguramente, algo innato.

A las cinco y media, su novia mayor lo llamó por teléfono.

—¿Qué has hecho hoy? —le preguntó.

—He estado escribiendo todo el día —respondió Tengo. Era medio mentira, medio verdad, porque no había escrito su propia novela. Pero tampoco tenía por qué dar tantas explicaciones.

—¿Te ha rendido el trabajo?

—Más o menos.

—Siento lo de hoy. Podemos vernos la semana que viene.

—Lo estoy deseando —manifestó Tengo.

—Yo también —dijo ella.

Luego le habló de sus hijas. Ella le hablaba a menudo de sus hijas. Tenía dos niñas pequeñas. Tengo no tenía hermanos ni hijos, claro, por eso no entendía de niños pequeños. Pero ella siempre le hablaba de sus hijas, sin tomar en consideración ese aspecto. Tengo, en cambio, no hablaba mucho de sí mismo. Ante todo, le gustaba escuchar a los demás. Por eso prestaba atención, con interés, a lo que le contaba. Le comentó que, al parecer, en el colegio se habían metido con su hija mayor, que estaba en segundo de primaria. La niña no había dicho nada, pero ella se había enterado por la madre de una compañera del mismo curso. Tengo nunca había visto a la niña en persona, evidentemente. Una vez se la había enseñado en una fotografía. No se parecía mucho a la madre.

—¿Por qué se meten con ella? —preguntó Tengo.

—Como a veces le dan ataques de asma, no puede participar en diversas actividades con los demás. Debe de ser por eso. Es una niña obediente y no saca malas notas.

—No sé qué decirte —admitió Tengo—. A una niña con asma deberían protegerla, no acosarla.

—En el mundo de los niños, las cosas no son tan sencillas —explicó ella y suspiró—. Sólo por ser diferente a los demás, ya te excluyen. Se parece al mundo de los adultos, pero en el de los niños sucede de forma mucho más directa.

—¿A qué te refieres en concreto?

Ella enumeró algunos ejemplos concretos. Por sí solos no eran para tanto, pero, cuando se convertían en algo cotidiano, afectaban a la niña. Le escondían cosas. No le hablaban. La imitaban burlándose de ella.

—¿Alguna vez se metieron contigo cuando eras pequeño?

Tengo recordó su infancia.

—Creo que no. Quizá sí, pero no me daba cuenta.

—Si no te dabas cuenta, quiere decir que nunca se metieron contigo, porque el objetivo de meterse con alguien es que el otro sea consciente. No existe el acoso en el que la persona acosada no se dé cuenta.

Durante su infancia, Tengo fue un niño grandullón y fuerte. Todos lo respetaban. Quizá por eso no se habían metido con él. Pero, por aquella época, Tengo sufría otros problemas más graves que el acoso escolar.

—¿Y contigo se metían? —preguntó Tengo.

—No —aseveró ella. Luego pareció vacilar—. Aunque yo sí que acosé a otros.

—¿Con los demás?

—Sí. Cuando estaba en quinto de primaria. Nos pusimos de acuerdo para no hablarle a un niño. No me acuerdo de por qué lo hacíamos. Debía de haber algún motivo, pero no logro acordarme, así que no debía de ser para tanto. De todos modos, ahora me arrepiento de haberlo hecho. Me parece vergonzoso. ¿Por qué lo hice? Ni yo lo sé.

Tengo recordó de repente algo relacionado con aquello. Había sucedido hacía mucho tiempo, pero aún entonces el recuerdo le venía a la mente de vez en cuando. No podía olvidarlo. Sin embargo, no lo sacó a colación. Se eternizaría contándolo. Además, era un tipo de acontecimiento que, expresado con palabras, perdería los matices más importantes. Nunca se lo había contado a nadie y seguramente nunca lo haría.

—Al fin y al cabo —dijo su novia mayor—, cuando pertenecemos al bando mayoritario de los que excluyen, todos estamos más tranquilos que cuando pertenecemos a la minoría de los excluidos. «¡Buf! Menos mal que ése no soy yo», pensamos. Básicamente, ocurre lo mismo en todas las épocas y en todas las sociedades; sólo que, cuando se está en un bando con mucha gente, acaba por no dársele demasiada importancia.

—Cuando se está en el bando de la minoría, no se puede evitar darle importancia.

—Es cierto —dijo ella, con voz apesadumbrada—. Pero, por lo menos, si te encuentras en esa situación, quizá puedas utilizar la cabeza por ti mismo.

—Quizás utilizas la cabeza para no dejar de pensar en el embrollo en el que estás metido.

—Eso es un problema.

—Es mejor no tomárselo demasiado a pecho —dijo Tengo—. Al final, tampoco será tan horrible. Seguro que habrá unos cuantos niños más en la clase que piensen por sí mismos.

—Sí —dijo ella. Luego se puso a cavilar sola durante un rato.

Tengo esperó pacientemente, con el teléfono pegado a la oreja, a que ella ordenara sus pensamientos.

—Gracias. Hablar contigo me ha aliviado un poco —dijo ella poco después. Como si se hubiera acordado de algo.

—A mí también me ha aliviado un poco —dijo él.

—¿Por qué?

—Porque he hablado contigo.

—Hasta el viernes que viene —dijo ella.

Tras colgar, Tengo salió de casa, se acercó al supermercado del barrio y compró comida. Volvió a su piso cargando con todo en una bolsa de papel, envolvió las verduras y el pescado, uno por uno, con film transparente y los metió en la nevera. Más tarde, mientras preparaba la cena escuchando música por la radio, sonó el teléfono. Que en un día lo llamasen cuatro veces era sumamente raro. Tales días podían contarse con los dedos de la mano en un año. Esa vez era Fukaeri.

—Lo del domingo que viene —dijo ella sin prolegómenos.

Al otro lado de la línea se oían sin cesar cláxones de coche. Los conductores parecían encolerizados por algo. Debía de llamar desde una cabina en alguna gran avenida.

—El domingo que viene, es decir, pasado mañana, nos vamos a ver y luego se supone que voy a conocer a alguien. —Tengo concretizó las palabras de la chica.

—A las nueve de la mañana, en la estación de Shinjuku, adelante de todo hacia Tachikawa —dijo ella. Había enunciado tres datos.

—¿Quieres decir que quedamos en el andén de la línea Chūō en dirección contraria a Tokio, en el primer vagón del tren?

—Eso.

—¿Para dónde compro el billete?

—El que sea.

—Compro el billete que me parezca y, en el sitio de llegada, liquido la tarifa —supuso Tengo. Era como corregir La crisálida de aire—. ¿Y vamos a ir muy lejos?

—Qué estabas haciendo ahora —inquirió Fukaeri, ignorando su pregunta.

—Preparaba la cena.

—¿El qué?

—Como sólo soy yo, poca cosa. Barracuda seca frita con rábano daikon rallado por encima. Una sopa de miso con puerro y almejas, que voy a comer acompañada de tofu. Pepino y alga wakame en vinagre. Y luego, arroz y col china en salmuera. Eso es todo.

—Tiene buena pinta.

—Bueno, no es nada particularmente delicioso. Casi siempre como las mismas cosas —dijo Tengo.

Fukaeri se quedó callada. A ella no parecía importarle quedarse callada durante largo tiempo. Pero a Tengo sí.

—¡Es verdad! Hoy he empezado a corregir La crisálida de aire —le informó Tengo—. Todavía no he recibido tu autorización definitiva, pero no tenemos muchos días y pensé que, si no empezaba ya, no nos daría tiempo.

—El señor Komatsu te dijo que lo hicieras.

—Sí. Él me dijo que empezara a corregir.

—Te llevas bien con el señor Komatsu.

—Pues sí. Creo que nos llevamos bien. —Seguramente no existía nadie en el mundo que pudiera llevarse bien con Komatsu, pero contárselo haría que la conversación se eternizara.

—Todo va bien con la corrección.

—De momento sí, más o menos.

—Me alegro —dijo ella. No parecía, en absoluto, que lo dijera de boquilla. Sonaba como si estuviera bastante contenta de que la tarea de corrección progresara debidamente, aunque aquella expresión tan limitada de sus sentimientos no sugería tanto.

—Espero que te guste —dijo él.

—No te preocupes —le tranquilizó Fukaeri de inmediato.

—¿Por qué? —preguntó Tengo.

Fukaeri no le contestó a eso. Simplemente se quedó callada al aparato. Parecía una especie de silencio intencionado. Es posible que para hacerle pensar. Pero, por más que se estrujara el cerebro, Tengo no tenía ni idea de por qué estaba tan convencida.

Tengo habló para quebrar el silencio.

—Oye, te quería preguntar una cosa: ¿Has vivido realmente en una especie de comuna y has criado una cabra? Las descripciones que has hecho resultan muy naturales, por lo que me gustaría saber si lo que cuentas ha ocurrido en realidad o no.

Fukaeri carraspeó.

—No voy a hablar de lo de la cabra.

—Está bien —dijo Tengo—. Si no quieres hablar, no tienes por qué hacerlo. Sólo te preguntaba. No te preocupes. La obra lo es todo para un autor. No hace falta dar explicaciones innecesarias. Nos vemos el domingo. Y, cuando conozca a esa persona, ¿debo prestar atención a algo en especial?

—No sé.

—Me refiero a… ¿Debería ir bien vestido? ¿Le llevo algún detalle? Como no tengo ni idea de quién se trata…

Fukaeri volvió a quedarse callada. Pero esta vez no era un silencio intencionado. Simplemente no entendía el objetivo de la pregunta de Tengo, la idea a la que remitía. La pregunta no llegó a tomar tierra en el terreno de su percepción. Parecía superar los límites de lo significativo y perderse para siempre en el interior de un vacío. Como un solitario cohete de exploración espacial pasando de largo al lado de Plutón.

—Da igual, no importa —dijo Tengo rindiéndose. Se había equivocado al hacerle semejante pregunta a Fukaeri. Bueno, ya compraría fruta[5] o algo por el estilo—. Hasta el domingo a las nueve, entonces —se despidió Tengo.

Fukaeri colgó sin responder, tras una pausa de unos segundos. Ni «adiós», ni «hasta el domingo». Simplemente colgó el teléfono.

Quizás había asentido con la cabeza antes de colgar el aparato. Pero, por desgracia, en la mayoría de los casos el lenguaje corporal resultaba ineficaz a través del teléfono. Tengo devolvió el auricular a su sitio, respiró hondo dos veces, adaptó sus sentidos a un estado más real y luego prosiguió con la preparación de su humilde cena.