5
AOMAME

Un trabajo que requiere destreza y formación especializada

Una vez que acabó el trabajo, y después de caminar durante un rato, Aomame cogió un taxi y se dirigió a un hotel en Akasaka. Antes de volver a su casa y dormir, necesitaba calmar los nervios con una copa. Y es que hacía tan sólo un rato había enviado al otro barrio a un hombre. Aunque fuera un hijo de puta que se merecía que lo mataran, una persona era una persona. Todavía le duraba la sensación que había tenido cuando con sus propias manos aniquiló aquella vida. El hombre exhaló su último suspiro, y el alma se separó del cuerpo. Aomame había ido varias veces al bar de aquel hotel. Estaba en la terraza de un rascacielos, con un panorama espléndido y una barra acogedora.

Pasaba un poco de las siete cuando entró en el bar. Un joven dúo de piano y guitarra interpretaba Sweet Lorraine. Era una copia de una vieja grabación de Nat King Cole, pero no estaba mal. Como de costumbre, se sentó a la barra y pidió un gin-tonic y un plato de pistachos. El bar aún no se había llenado. Se puso a contemplar el paisaje nocturno, una joven pareja que bebía cócteles, un grupo de cuatro personas que vestían traje que parecían hablar de negocios y un matrimonio extranjero de mediana edad con un vaso de Martini en la mano. Aomame bebía el gin-tonic con calma. No quería emborracharse demasiado rápido. La noche era joven.

Sacó un libro del bolso bandolera y se puso a leerlo. Trataba del ferrocarril de Manchuria en la década de 1930. El ferrocarril de Manchuria (Sociedad Ferroviaria del Sur de Manchuria) se creó al año siguiente del final de la guerra ruso-japonesa como una cesión por parte de Rusia de la red ferroviaria junto con sus derechos e intereses, y pronto fue aumentando de envergadura. Se convirtió en la avanzadilla de la invasión de China llevada a cabo por el Imperio japonés, y en 1945 fue desmantelado por el Ejército soviético. Hasta el inicio de la contienda entre alemanes y soviéticos en el frente de Europa Oriental, en 1941, se podía viajar desde Shimonoseki hasta París en trece días haciendo transbordo al transiberiano.

Aomame pensó que una chica sola en el bar de un hotel, absorta en la lectura de un libro (de tapa dura) sobre el ferrocarril de Manchuria, vestida con un traje de negocios y con un bolso bandolera grande al lado, debía de pasar sin duda por una prostituta de lujo eligiendo a sus clientes, a pesar de estar bebiendo alcohol. Pero Aomame desconocía qué aspecto tenían las verdaderas prostitutas de lujo. Si ella fuese una prostituta acompañando a un hombre de negocios acaudalado, para no intranquilizar a su cliente, o para que no la echaran del bar, quizás intentaría no aparentarlo. Por ejemplo, se pondría un traje de Junko Shimada, una blusa blanca y unos zapatos discretos, y además llevaría un bolso bandolera práctico y grande y tendría abierto un libro sobre el ferrocarril de Manchuria. Viéndolo así, realmente no había gran diferencia entre lo que estaba haciendo ella y lo que haría una prostituta a la espera de un cliente.

Con el paso del tiempo, el número de personas fue aumentando de forma progresiva. Sin darse cuenta, a su alrededor se había formado una algarabía de voces que charlaban. Pero no veía al tipo de cliente que estaba buscando. Aomame pidió un segundo gin-tonic y unos sticks de verdura (todavía no había cenado), y siguió leyendo. Al cabo de un rato un hombre se le acercó y se sentó a la barra. No iba acompañado. Estaba bastante bronceado y llevaba un elegante traje de confección de color gris azulado. La corbata tampoco era de mal gusto. Ni demasiado llamativa, ni demasiado sosa. Debía de tener, aproximadamente, unos cincuenta años. Tenía el pelo un poco ralo. No llevaba gafas. Se diría que había venido a Tokio en viaje de negocios, había despachado los asuntos que lo habían traído allí y quería tomarse una copa antes de irse a la cama. Igual que Aomame. Meter una cantidad moderada de alcohol en el cuerpo y templar los nervios.

La mayoría de los empleados que venían a Tokio en viaje de negocios no se alojaban en hoteles de lujo. Iban a hoteles para hombres de negocios, donde se hospedaban por un precio más asequible. Estaban cerca de la estación, la cama ocupaba prácticamente todo el espacio de la habitación, desde la ventana sólo se veían los muros del edificio adyacente y no podían tomarse una ducha sin chocar veinte veces con el codo contra la pared. En los pasillos de cada planta había máquinas expendedoras de bebidas y artículos de aseo. O bien las dietas que recibían no les daban para otra cosa, o bien preferían hospedarse en un hotel barato y guardarse la dieta en el bolsillo. Esos empleados se bebían una cerveza en las izakaya[3] de la zona y se iban a acostar. Engullían sus desayunos en los restaurantes de gyûdon[4] que había al lado.

Sin embargo, quien se hospedara en aquel hotel debía de pertenecer a una clase de persona diferente. Los de esa clase, cuando viajaban a Tokio por trabajo, sólo se subían en los vagones verdes de primera clase del Shinkansen y sólo se alojaban en determinados hoteles de lujo. Una vez terminado el trabajo, bebían licores caros a voluntad en el bar del hotel. La mayoría eran personas empleadas en grandes empresas o que formaban parte de la directiva. Quizá también empresarios independientes o profesionales de la medicina y de la abogacía. Habían llegado a la plena madurez y no andaban cortos de dinero. Además, en mayor o menor medida, estaban acostumbrados a pasárselo bien. Ése era el tipo que Aomame tenía en mente.

Cuando Aomame todavía no había cumplido los veinte, por algún motivo que desconocía, empezó a sentirse atraída por los hombres de mediana edad cuyo pelo comenzaba a ralear. Prefería que les quedara un poco de pelo antes que estuvieran completamente calvos. Pero no bastaba con que el pelo les raleara. La forma de la cabeza debía ser la adecuada. Su calvicie ideal era la de Sean Connery. Era sexy, con una bella cabeza. Sólo de mirarlo, el corazón se le ponía a cien. La forma de la cabeza del hombre que se encontraba sentado a dos asientos de distancia de ella, en la barra del bar, no estaba nada mal. Por supuesto, no poseía los rasgos de Sean Connery, pero tenía cierto aire. La línea de nacimiento del cabello retrocedía al fondo de la frente, y el poco pelo que le quedaba hacía pensar en una pradera a finales de otoño cubierta de escarcha. Aomame alzó un poco la vista de las páginas del libro y apreció la forma de la cabeza del hombre durante un instante. No tenía unos rasgos particularmente impresionantes. No estaba gordo, pero la papada empezaba a caerle un poco. Bajo los ojos también tenía algo parecido a bolsas. Era un hombre de mediana edad en toda regla. Sin embargo, le gustaba la forma de aquella cabeza.

Cuando el barman le trajo el menú y una toallita húmeda, el hombre pidió un highball de whisky escocés sin mirar el menú. «¿Desea alguna marca en especial?», le preguntó el barman. «No tengo ninguna preferencia. Me vale cualquiera», dijo el hombre. Hablaba con un tono calmo y sereno. Se percibía cierto acento de la región de Kansai. De pronto, el hombre preguntó si tenían Cutty Sark. El barman le respondió que sí. «No está mal», pensó Aomame. Le causó buena impresión que no hubiera elegido un Chivas Regal o un refinado single malt. Aomame opinaba, personalmente, que quienes se paraban más de lo necesario a elegir el tipo de bebida en un bar por lo general eran Cándidos en el sexo. Desconocía el motivo.

A Aomame le gustaba el acento de Kansai. Sobre todo le gustaba el contraste un tanto desajustado que tenía lugar cuando alguien nacido y criado en la región de Kansai iba a Tokio e intentaba utilizar a la fuerza palabras propias de la capital. Aunque el vocabulario y la entonación no encajaban, resultaba estupendo. Aquel eco particular la sosegaba ligeramente. Se decidió a acercarse al hombre. Quería toquetear con los dedos, todo cuanto le viniera en gana, aquel cabello que había sobrevivido a la calvicie. Cuando el barman le trajo al hombre el highball de Cutty Sark, Aomame se dirigió al barman y le pidió, de tal forma que pudiera oírlo el hombre, «un Cutty Sark on the rocks». «Sí, señorita», respondió el barman inexpresivo.

El hombre se desabrochó el botón superior de la camisa y aflojó un poco la fina corbata azul marino con estampados. El traje también era azul marino. La camisa era azul claro con cuello normal. Aomame esperó leyendo a que le trajeran el Cutty Sark. Entretanto, se desabrochó con naturalidad un botón de la blusa. El grupo interpretaba It's Only a Paper Moon. El pianista sólo cantó un estribillo. Cuando le trajeron el on the rocks, Aomame se lo llevó a la boca y tomó un trago. Sintió que el hombre la estaba mirando de reojo. Alzó la vista del libro y la dirigió hacia el hombre. Sin aspavientos, como por casualidad. Sus ojos se encontraron y ella sonrió como si no pasara nada. Entonces volvió a mirar inmediatamente hacia delante y fingió contemplar el paisaje nocturno por la ventana.

Era el momento ideal para que él la abordara. Ella había creado aquella situación aposta. Pero el hombre no la abordaba. «¡Joder! ¿Pero qué hace?», pensó ella. Ya no era un chaval novato; tenía que entender una señal sutil como aquélla. «Quizá no tenga huevos», supuso. Le debía de preocupar que, al dirigirse a ella, él con cincuenta años y ella veinteañera, lo ignorara o que se riera de que era un viejo calvo. ¡Vaya! No se enteraba de nada.

Aomame cerró el libro y lo metió en el bolso. Luego abordó al hombre.

—¿Te gusta el Cutty Sark? —le preguntó.

El hombre la miró como sorprendido. En su rostro afloró una expresión de no haber entendido lo que le había preguntado. Después, borró ese gesto de su cara.

—¡Ah! Sí, Cutty Sark —dijo de repente—. Me gusta esa marca desde hace mucho tiempo, siempre la bebo; es que tiene un dibujo de un velero.

—Entonces te gustan los barcos.

—Sí. Me gustan los veleros.

Aomame alzó el vaso. El hombre también alzó un poco su highball. Como si fueran a brindar.

A continuación, Aomame se colgó al hombro el bolso bandolera, cogió el vaso de on the rocks, se deslizó dos asientos y se sentó junto al hombre. Él parecía un poco sorprendido, pero intentó que no se le notara en el gesto.

—He quedado con una antigua compañera de instituto, pero me parece que me ha dejado plantada —dijo Aomame mirando el reloj de pulsera—. Ni ha aparecido, ni me ha llamado.

—¿No se habrá confundido de día?

—Puede ser, porque siempre ha sido una chica bastante despistada —dijo Aomame—. Creo que la voy a esperar un poco más; mientras, ¿podría charlar un poco contigo? ¿O prefieres estar solo?

—No, claro que no. En absoluto —dijo con una voz un poco deshilvanada.

Frunció el ceño y miró a Aomame como si examinase una hipoteca. Parecía sospechar que podría tratarse de una prostituta en busca de clientes. Pero Aomame no era de ésas. No era una prostituta, de ninguna manera. Eso relajó el grado de tensión del hombre.

—¿Te alojas en este hotel? —preguntó el hombre.

Aomame negó con la cabeza.

—No, vivo en Tokio. Simplemente he quedado aquí con una amiga. ¿Y tú?

—Estoy de viaje por trabajo —dijo él—. Vengo de Osaka. Para una reunión. Es una reunión aburrida, pero como la sede de la empresa se encuentra en Osaka, decidieron que alguien de allí tenía que intervenir.

Aomame sonrió cortésmente. «¡Eh! Me importa una mierda tu trabajo», pensó para sus adentros. «A mí sólo me gusta la forma de tu cabeza». Pero no llegó a pronunciarlo, por supuesto.

—He terminado un trabajo y me apetecía tomarme una copa. Mañana por la mañana tengo que acabar otro trabajo y después regreso a Osaka.

—Yo también he terminado un gran trabajo, de hecho he terminado hace un rato —dijo Aomame.

—¡Ah! ¿Qué tipo de trabajo?

—No tengo muchas ganas de hablar de ello, pero, bueno, se trata de algo profesional.

—Profesional —repitió el hombre—. Un trabajo que requiere destreza y formación especializada y que no podría realizar cualquiera.

«Eres una enciclopedia andante», pensó Aomame. Pero sólo sonrió, sin llegar a decirlo.

—Más o menos, sí.

El hombre dio otro trago al highball y picó frutos secos de un bol.

—Me gustaría saber qué tipo de trabajo es, pero no te apetece hablar de ello.

Ella sacudió la cabeza.

—Ahora mismo, no.

—¿No se tratará de un trabajo que tiene que ver con las palabras? Por ejemplo, sí, editora o investigadora universitaria.

—¿Qué te hace pensar eso?

El hombre se llevó la mano al nudo de la corbata y volvió a ajustárselo correctamente. También se abrochó el botón de la camisa.

—Nada. Como te vi concentrada en la lectura de ese libro tan grueso…

Aomame tocó ligeramente con las uñas el borde del vaso.

—Sólo lo leía porque me gusta. No tiene nada que ver con mi trabajo.

—Me rindo entonces. No tengo ni idea.

—Me lo imagino —dijo Aomame. «Ni la tendrás nunca», añadió para sus adentros. El hombre examinó el cuerpo de Aomame con naturalidad. Ella fingió que se le había caído algo, se agachó y dejó que él se recreara mirándole el escote. Se le debía de ver un poco la forma del pecho. Llevaba lencería blanca, con encajes de adorno. Luego irguió la cabeza y echó un trago al Cutty Sark on the rocks. Los grandes trozos de hielo redondeados tintinearon en el interior del vaso.

—¿Quieres otro? Yo también voy a pedir uno —dijo el hombre.

—Sí, por favor —dijo Aomame.

—Aguantas bien el alcohol, ¿verdad?

Aomame esbozó una sonrisa ambigua. Luego, de pronto, se puso seria.

—Es verdad, me acabo de acordar. Me gustaría preguntarte una cosa.

—¿El qué?

—¿Ha habido algún cambio, últimamente, en el uniforme de la policía? Y también en el tipo de arma que llevan.

—Con últimamente, ¿a cuándo te refieres?

—A la última semana, más o menos.

El hombre puso una cara un poco extraña.

—El uniforme y la pistola de la policía cambiaron, estoy seguro, pero de eso hace ya unos años. El viejo uniforme recio ahora es de estilo informal, como una cazadora, y la pistola pasó a un nuevo modelo automático. Pero creo que desde entonces no se ha producido ningún cambio importante.

—¿No llevaba la policía japonesa revólveres de los antiguos? Hace tan sólo una semana.

El hombre negó con la cabeza.

—No. Ya hace bastante tiempo que la policía lleva pistolas automáticas.

—¿Lo dices convencido?

El tono de la chica lo hizo titubear un poco. Frunció el ceño e hizo memoria.

—¡Oye! Si me lo preguntas tan ceremoniosamente, me desconciertas. Salió publicado en los periódicos que habían renovado todas las pistolas de la policía por otro modelo. En aquel entonces provocó cierto revuelo. Decían que las pistolas eran demasiado potentes y, como de costumbre, las asociaciones de ciudadanos se quejaron al Gobierno.

—¿Hace cuántos años de eso? —quiso saber Aomame.

El hombre llamó al barman, mayor que él, y le preguntó que cuándo había sido la renovación del uniforme y las pistolas de la policía.

—En la primavera de hace dos años —respondió sin pensárselo dos veces el barman.

—¡Mira! Los barman de los hoteles de lujo se las saben todas —dijo el hombre sonriendo.

El barman también sonrió.

—¡Qué va! Lo que pasa es que, precisamente, mi hermano pequeño es policía y me acuerdo bien de aquello. Mi hermano se quejaba a menudo porque no le gustaba el nuevo uniforme. También decía que la pistola pesaba demasiado. Aún hoy se queja. La nueva pistola es una Beretta automática de nueve milímetros y puede convertirse en una semiautomática con sólo presionar un botón. Ahora mismo, dentro de Japón, es Mitsubishi quien ostenta la licencia de fabricación. Como en Japón apenas hay tiroteos, no se necesitan pistolas con tanta potencia. Lo que más preocupa es que las roben. Pero la política del Gobierno consiste en reforzar y mejorar el funcionamiento de la policía.

—¿Qué ha ocurrido con los viejos revólveres? —preguntó Aomame, reprimiendo todo lo posible el tono de voz.

—Deben de haberlos retirado y desguazado —dijo el barman—. Vi en la televisión cómo lo hacían. Desguazar tantas pistolas y desechar las balas da mucho trabajo.

—Podrían haberlas vendido al extranjero —dijo el empleado de empresa de cabello ralo.

—La Constitución prohíbe la exportación de armas —indicó el barman con modestia.

—¡Mira! Los barman de los hoteles de lujo…

—Entonces, desde hace dos años, la policía japonesa ya no utiliza revólveres. Así es, ¿no? —preguntó Aomame al barman, interrumpiendo las palabras del hombre.

—Por lo que yo sé, sí.

Aomame frunció ligeramente el ceño. «¿Me habré vuelto loca? Esta mañana he visto a un policía que llevaba un uniforme de los de antes y un revólver de los viejos. Ni siquiera me había enterado de que se hubieran deshecho de todas las pistolas antiguas. Pero no creo que el hombre de mediana edad y el barman estén equivocados o que me estén mintiendo, así que debo de haberme equivocado».

—Gracias. Me basta con saber eso —le dijo Aomame al barman. Éste esbozó una sonrisa profesional, como un signo de puntuación preciso, y volvió a su trabajo.

—¿Te interesa la policía? —preguntó el hombre de mediana edad.

—No se trata de eso —respondió Aomame, y se escabulló—. Es que no me acordaba.

Ambos dieron un trago a las bebidas que acababan de traerles, él al highball y ella al on the rocks. El hombre le habló de yates. Tenía uno pequeño fondeado en el puerto deportivo de Nishinomiya, en la prefectura de Hyogo. En vacaciones salía con él al mar. El hombre le contaba con pasión lo estupendo que era sentir el viento, solo, en medio del océano. Aomame no quería oír hablar de yates de mierda. Antes preferiría que le hablara sobre la historia del rodamiento de bolas o sobre la distribución de recursos minerales en Ucrania. Miró su reloj de pulsera.

—Ya se hace tarde y me gustaría hacerte una pregunta, francamente.

—De acuerdo.

—La verdad es que se trata de algo bastante personal.

—Mientras pueda responderte…

—¿La tienes grande?

El hombre se quedó boquiabierto, entrecerró los ojos y observó a Aomame un rato. Parecía incapaz de creerse lo que acababa de oír. Pero la expresión de la cara de Aomame era completamente seria. No le estaba gastando una broma. Lo supo al mirarla a los ojos.

—Pues —le respondió muy seriamente—, no sé, pero creo que debe de ser normal. Si me lo preguntas así, de pronto, no sé qué contestarte…

—¿Cuántos años tienes? —preguntó Aomame.

—Acabo de cumplir cincuenta y un años, el mes pasado —contestó el hombre con voz titubeante.

—Tienes una sesera común y corriente, has vivido más de cincuenta años, tienes un empleo como cualquier otro, hasta tienes un yate, ¿y no eres capaz de decirme si la tienes más grande o más pequeña que la media?

—Pues quizá sea un poco más grande de lo normal —dijo con titubeos tras pensárselo un poco.

—¿De veras?

—¿Por qué te preocupa eso?

—¿Preocuparme? ¿Quién ha dicho que me preocupe?

—No, nadie, pero… —dijo el hombre echándose un poco hacia atrás en el taburete—. Es que parece como si ahora eso fuera un problema.

—No hay ningún problema, para nada —afirmó Aomame de forma categórica—. Simplemente que a mí, en concreto, me gustan grandes. Por vistosidad. No estoy diciendo que si no son grandes no las sienta, ni nada parecido. Tampoco que baste sólo con que sean grandes. Sólo que las prefiero más bien grandes. ¿Te parece mal? Cada uno tiene sus gustos. Pero si son enormes, no me gustan porque duelen. ¿Lo entiendes?

—Entonces, si todo sale bien, puede que te plazca. Creo que es un poco más grande de lo normal, pero no llega a ser enorme, para nada. Es decir, razonable…

—¿No será mentira?

—No me serviría de nada mentirte sobre eso.

—¡Hmm! Pues enséñamela un poco.

—¿Aquí?

Aomame frunció el ceño, conteniéndose.

—¿Aquí? ¿Pero a ti qué te pasa? ¿En qué has estado pensando durante todos estos años? Llevas un traje de calidad, hasta te has puesto corbata… ¿Acaso no tienes conciencia social? ¿Cómo se te ocurre sacarte la polla en un sitio como éste? ¿Qué pensaría la gente a nuestro alrededor? Ahora nos vamos a tu habitación, te quitas los pantalones y me la enseñas. Los dos solitos, ¡por supuesto!

—Te la enseño, ¿y luego? —dijo el hombre preocupado.

—Me la enseñas, ¿y luego? —Aomame contuvo el aliento y frunció el ceño con bastante osadía—. Pues obviamente echaremos un polvo. ¿O qué demonios vamos a hacer? ¿Ir ex profeso hasta tu habitación, que me enseñes sólo el pito, que yo te diga «muchas gracias, siento la molestia, fue fantástico, buenas noches» e irme a casa? ¿A ti no te faltará algún tornillo?

El hombre tragó saliva ante la dramática transformación del rostro de Aomame. Cuando fruncía el ceño, la mayoría de los hombres se estremecían. Si fuera un niño pequeño, quizá se habría meado. Así de impactante era cuando fruncía el ceño. «Quizá me he pasado un poco», pensó Aomame. No podía asustarlo tanto, ya que antes tenía algo pendiente que hacer. Enseguida devolvió la cara a su estado normal y esbozó una sonrisa forzada. Luego volvió a hablarle para convencerlo.

—En fin, que nos vamos a tu habitación, nos metemos en la cama y hacemos el amor. Porque tú no serás gay ni impotente, ¿no?

—Mira, creo que te equivocas. Tengo dos hijos y además…

—Oye, nadie te ha preguntado cuántos hijos tienes. No estoy realizando un censo, así que, por favor, no hables más de lo necesario. Yo sólo te he preguntado si se te levanta cuando te vas a la cama con una mujer. Únicamente eso.

—Hasta hoy no ha habido ni una sola vez que me haya fallado en el momento clave —dijo el hombre—. Pero ¿tú eres una profesional?… Quiero decir, ¿te dedicas a esto?

—¡No! ¡No te pases! Yo no soy una profesional. Ni una pervertida. Tan sólo soy una ciudadana más. Una ciudadana más que desea, simple y francamente, mantener relaciones sexuales con una persona del sexo contrario. No se trata de nada especial, es algo muy normal. ¿Hay algo de malo en ello? He terminado un trabajo complicado, ha anochecido, me he tomado unas copas y me apetece liberarme echando un polvo con un extraño. Quiero relajarme. Lo necesito. Siendo un hombre, supongo que entiendes lo que siento.

—Claro que lo entiendo, pero…

—No hace falta que te gastes ni un duro. Si me dejas satisfecha, hasta te pago. Condones, ya los tengo yo, así que no tienes que preocuparte por ninguna enfermedad. ¿Vale?

—De acuerdo, pero…

—Parece que aquí hay algo que no marcha bien. ¿Acaso no te gusto?

—No, no es eso. Es que no sé. Eres joven y guapa, y yo podría tener casi la edad de tu padre…

—A ver, déjate de estupideces. Te lo pido por favor. Por mucha edad que nos separe, ni yo soy tu puta hija, ni tú eres mi puto padre. En eso estamos de acuerdo, ¿no? Me pone de los nervios que se hagan esas generalizaciones absurdas. A mí sólo me gusta tu cabeza calva. Me excita la forma que tiene. ¿Entendido?

—¡Pero si aún no estoy calvo! Es verdad que la línea del nacimiento del pelo está un poco…

—Cállate de una vez —ordenó Aomame, conteniendo las ganas de fruncir el ceño con todas sus fuerzas. Luego suavizó un poco el tono. No podía asustarlo más de la cuenta—. Eso me importa un bledo. Te lo pido por favor: deja de decir sandeces.

«Puede creer lo que quiera, pero no cabe duda de que está calvo», pensó Aomame. «Si se hiciera un censo de calvos, a ti te marcarían bien marcado. Si fueras al cielo, te irías al cielo de los calvos. Si fueras al infierno, lo harías al de los calvos. ¿Lo has entendido? Si lo has entendido, deja de dar la espalda a la realidad, por favor. Venga, vámonos. Luego te vas directo al cielo de los calvos».

El hombre pagó la cuenta y los dos se fueron a su habitación.

Su pene era, ciertamente, algo más grande que la media, pero tampoco demasiado grande. No se había equivocado en su autoevaluación.

Aomame se la toqueteó con picardía y se la puso dura. Se quitó la blusa y la falda.

—Te parece que tengo las tetas pequeñas, ¿no? —dijo con voz fría, mientras miraba al hombre desde arriba—. Seguro que te ríes de mí, porque tú tienes la polla grande y yo tengo las tetas pequeñas. Como si yo saliera perdiendo, ¿no?

—No, no me lo parece. No tienes el pecho tan pequeño. La forma es preciosa.

—¡Vaya!—dijo Aomame—. Mira, te aviso de que yo no llevo siempre sujetadores con encajes llamativos. Me lo puse porque no me quedaba más remedio, por el trabajo. Para enseñar un poco de chicha.

—¿Qué clase de trabajo era?

—¿Pero no te lo he dicho hace un rato? Ahora mismo no quiero hablar sobre el trabajo. De todas formas, fuera el trabajo que fuera, ser mujer es duro.

—Ser hombre y sobrevivir, también es duro.

—Pero si no te da la gana, no tienes por qué ponerte un sujetador con encajes.

—Sí, es verdad, sin embargo…

—Pues no hables como si lo entendieras. Ser mujer es mucho más duro que ser hombre. ¿Alguna vez has bajado unas escaleras de emergencia con unos zapatos de tacón? ¿Alguna vez has saltado una verja con una minifalda ceñida?

—Lo siento —el hombre se disculpó con sinceridad.

Ella se llevó las manos a la espalda, se desabrochó el sujetador y lo lanzó al suelo. Se quitó las medias desenrollándolas y también las tiró al suelo. Luego se acostó en la cama y empezó a toquetear de nuevo el pene del hombre.

—¡Eh! Cada vez se pone mejor. ¡Vaya, vaya! Tiene buena forma, se está acercando al tamaño ideal y además se está poniendo dura como una cepa.

—Te agradezco que me digas todo eso —dijo el hombre, aliviado.

—Escucha, esta chica te va a tratar con cariño a partir de ahora. Voy a hacer que te estremezcas de placer.

—¿No sería mejor que nos diéramos una ducha antes? Estoy sudando…

—¡Cállate! —dijo Aomame. Entonces le toqueteó con los dedos el testículo derecho, como advirtiéndole—. Mira, yo he venido aquí a echar un polvo. No he venido a ducharme. ¿Te queda claro? Primero follamos. Follamos a más no poder. Me importa una mierda el sudor. Yo no soy una tímida colegiala.

—Entendido —dijo el hombre.

Cuando acabaron de hacer el amor, mientras acariciaba con los dedos la nuca desnuda del hombre, que estaba tendido boca abajo, como si estuviera rendido, Aomame sintió un fuerte deseo de clavarle una aguja puntiaguda en aquel punto especial. Incluso llegó a pensar en hacerlo. Dentro del bolso bandolera llevaba el picahielos envuelto en un paño. En el extremo, que había conseguido aguzar con el tiempo, había clavado un corcho blando, fabricado especialmente. Si se lo propusiera, no le costaría nada. La palma de la mano derecha agarraría la empuñadura de madera y caería con un ruido seco. En un abrir y cerrar de ojos, el hombre estaría muerto. Casi no sentiría dolor. Determinarían muerte natural. Pero, por supuesto, renunció a la idea. No había ningún motivo para eliminarlo de la sociedad. Aparte de que Aomame tampoco tenía ningún motivo. Aomame agitó la cabeza hacia los lados y apartó ese pensamiento tan peligroso de su mente.

«Este hombre no es mala persona», se autoconvenció Aomame. Además, el polvo había estado bastante bien. Había tenido la delicadeza de no eyacular hasta hacerla correrse. Le gustaban bastante la forma de su cabeza y aquella calva. El tamaño del pene también estaba bien. Era cortés, tenía buen gusto en el vestir y no resultaba avasallador. Además era educado. Es verdad que cuando hablaba resultaba tremendamente aburrido y la irritaba. Pero no eran crímenes tan graves como para matarlo. Quizá.

—¿Puedo encender la televisión? —preguntó Aomame.

—Claro —dijo el hombre, todavía boca abajo.

Vio las noticias de las once enteras, desnuda dentro de la cama. En Oriente Medio, Irán e Iraq continuaban una guerra sangrienta. La contienda se había convertido en un atolladero y no se veía el camino para solucionarlo. En Iraq, a aquellos jóvenes que desertaban del Ejército los colgaban de los postes eléctricos para dar ejemplo. El Gobierno iraní reprobaba que Saddam Hussein utilizara gas nervioso y armas bacteriológicas. En Estados Unidos, Walter Móndale y Gary Hart se disputaban la candidatura del Partido Demócrata en las elecciones presidenciales. Ninguno de los dos parecía precisamente el más inteligente del mundo. Puesto que un presidente inteligente se convertía por lo general en blanco de un asesinato, tal vez procuraran por todos los medios que nadie más perspicaz de lo común saliera elegido como presidente.

La construcción de una base de observación permanente en la Luna avanzaba. Extrañamente, Estados Unidos y la URSS colaboraban en el proyecto. Igual que en el caso del observatorio en la Antártida. «¿Una base en la Luna?», caviló Aomame. No había oído hablar de ello. ¿Qué estaría pasando? Pero decidió no profundizar demasiado en aquello, porque había otros problemas inmediatos más importantes. Numerosas personas habían fallecido en el accidente de las minas de carbón en Kyūshū y el Gobierno investigaba la causa del desastre. A Aomame le asombraba más bien que, en una época en la que se construían bases en la Luna, todavía se extrajera carbón. Estados Unidos exigía la apertura del mercado financiero japonés. Morgan Stanley y Merrill Lynch instigaban al Gobierno y buscaban nuevas vías para ganar dinero. Luego presentaron un gato inteligente de la prefectura de Shimane. El gato abría la ventana por sí solo y salía, pero, una vez fuera, cerraba la ventana. Se lo había enseñado el dueño. Aomame miraba con admiración cómo el delgado gato negro se daba la vuelta, estiraba una pata y, con una mirada insinuante, cerraba despacio la ventana.

Ésas fueron todas las noticias. Sin embargo, no informaron de que se hubiera encontrado un cadáver en un hotel de Shibuya. Cuando el telediario se terminó, apagó la televisión con el mando. A su alrededor reinaba el silencio. Sólo se escuchaba la respiración débil del hombre de mediana edad, que dormía acostado a su lado.

Aquel tipo aún debía de estar boca abajo sobre el escritorio, en la misma postura. Seguramente parecería que estaba durmiendo. «Igual que el hombre a mi lado. Pero no se oye cómo respira. Ya no cabe la posibilidad de que ese hijo de puta se despierte y se levante». Aomame, mirando al techo, se imaginó al muerto. Agitó ligeramente la cabeza y frunció el ceño, sola. Luego salió de la cama y recogió, prenda por prenda, la ropa que había tirado al suelo.