Quizá no bastaba sólo con ese mundo
El miércoles por la mañana, cuando sonó el teléfono, Tengo dormía. No había conseguido conciliar el sueño hasta el amanecer y, en ese momento, por su cuerpo todavía corría algo del whisky que había bebido. Al levantarse de la cama se sorprendió al ver que, fuera, ya había luz.
—¿El señor Tengo Kawana? —dijo un hombre. Aquella voz no le sonaba.
—Sí —contestó Tengo. Por el tono calmo y formal de la voz, había supuesto que se trataría de algún trámite burocrático relacionado con la muerte de su padre. Pero el despertador marcaba un poco antes de las ocho de la mañana. No era hora para que lo telefoneasen del ayuntamiento o de la funeraria.
—Siento llamarlo tan temprano, pero tenía que darme prisa.
Un asunto urgente.
—¿Qué pasa? —Todavía estaba aturdido.
—¿Recuerda el apellido Aomame? —preguntó el hombre.
«¿Aomame?». La borrachera y el sueño desaparecieron. Su mente se activó a toda prisa, como cuando en un teatro se apagan las luces y, al volver a encenderse, el escenario ha cambiado. Tengo sujetó mejor el teléfono.
—Sí, lo recuerdo —respondió Tengo.
—Un apellido bastante singular.
—Fuimos al mismo colegio —dijo Tengo tras aclararse la voz.
El hombre hizo una breve pausa.
—Señor Kawana, dígame, ¿le interesa que hablemos ahora de la señora Aomame?
El hombre hablaba de una manera muy extraña. Tenía una dicción peculiar, y Tengo tuvo la impresión de estar escuchando a un personaje de una obra de teatro vanguardista traducida.
—Si no le interesase —prosiguió el hombre—, los dos estaríamos perdiendo el tiempo. Colgaría el teléfono de inmediato.
—Sí que me interesa —se apresuró a contestar—. Pero ¿podría decirme qué tiene usted que ver con ella?
—He de darle un mensaje de parte de la señora Aomame —dijo el hombre, ignorando la pregunta de Tengo—. Ella desea verlo. ¿Y usted? ¿Tiene intención de encontrarse con ella?
—Sí —contestó Tengo. Carraspeó para aclararse la garganta—. Hace mucho tiempo que quiero verla.
—Perfecto. Ella quiere verle. Y usted también desea encontrarse con ella.
De pronto, Tengo se dio cuenta de que el aire de la habitación era gélido. Cogió una chaqueta que tenía a mano y se la puso encima del pijama.
—Entonces, ¿qué debo hacer? —preguntó.
—¿Podría subir al tobogán cuando haya oscurecido? —dijo el hombre.
—¿Al tobogán? —dijo Tengo. «¿De qué narices está hablando?».
—Me dijo que usted lo entendería. Quiere que suba al tobogán. Yo me limito a transmitirle lo que Aomame me ha dicho.
Inconscientemente, Tengo se pasó la mano por el cabello; como acababa de levantarse, estaba alborotado y enmarañado. «El tobogán desde el que contemplé las lunas. ¡Claro! Es ese tobogán».
—Creo que sé a lo que se refiere —dijo Tengo con voz seca.
—Perfecto. También me dijo que, si desea llevar algo valioso consigo, lo haga. Para poder trasladarse lejos los dos.
—¿Algo valioso? —repitió Tengo, sorprendido.
—Algo que no quiera abandonar.
Tengo dio vueltas a lo que acababan de decirle.
—No le entiendo. «¿Trasladarse lejos?» ¿Quiere decir que nunca más volveré aquí?
—Eso yo no lo sé —dijo el hombre—. Como le he dicho, me limito a transmitirle el mensaje.
Tengo reflexionó mientras se pasaba los dedos por el cabello enredado. ¿Trasladarse lejos los dos?
—Puede que me lleve unos folios.
—No debería haber ningún problema —dijo el hombre—. Elija usted con toda libertad lo que quiera llevarse. Pero, en cuanto al equipaje, me ha dicho que no debería estorbarle, para poder utilizar libremente ambas manos.
—Algo que me permita utilizar libremente las manos… —dijo Tengo—. Es decir, que no puedo llevar una maleta, ¿no?
—Supongo que no.
No conseguía imaginarse la edad, el rostro ni la estatura de aquel hombre por su voz. Esta no le proporcionaba ninguna pista concreta. Tenía la impresión de que, en el instante en que colgase, olvidaría incluso esa voz. La personalidad y las emociones —si existían— se escondían muy al fondo.
—Eso es todo lo que tenía que comunicarle.
—¿Está bien Aomame? —preguntó Tengo.
El hombre midió sus palabras:
—Físicamente, está perfecta. Pero se encuentra en una situación un tanto acuciante. Debe prestar atención a cada movimiento que hace. Si cometiera el más pequeño error, podría sufrir algún daño.
—Sufrir algún daño —repitió Tengo mecánicamente.
—Será mejor que no acuda usted muy tarde —dijo el hombre—. El tiempo se ha convertido en un factor crucial.
«El tiempo se ha convertido en un factor crucial», repitió Tengo para sus adentros. «¿Le pasa algo a la manera de hablar de este hombre, o soy yo, que estoy demasiado nervioso?».
—Creo que podré estar allí a las siete —dijo Tengo—. Si por alguna razón no pudiera encontrarme con ella esta noche, iré mañana a la misma hora.
—Bien. Entonces ya sabe a qué tobogán se refiere.
—Creo que sí.
Tengo miró el reloj de pared. Todavía faltaban once horas para las siete.
—Por cierto, me he enterado de que su padre falleció el domingo. Lo acompaño en el sentimiento —dijo el hombre.
Tengo le dio las gracias casi maquinalmente. Luego pensó: «¿Cómo sabe eso?».
—¿No podría hablarme un poco más de Aomame? —dijo Tengo—. ¿Decirme, por ejemplo, dónde está, qué hace?
—Está soltera y trabaja de instructora en un gimnasio en Hiroo. Pese a ser una excelente instructora, ciertas circunstancias la han obligado a abandonar su trabajo. Y, desde hace algún tiempo, da la casualidad de que vive cerca de usted. El resto será mejor que se lo pregunte directamente a ella.
—¿En qué clase de «situación acuciante» está envuelta?
El otro no le contestó. A lo que no deseaba responder —o a lo que no consideraba necesario responder—, no respondía. Tengo se dijo que, últimamente, le rodeaban muchas personas como ese hombre.
—Entonces, hoy a las siete, encima del tobogán —dijo el hombre.
—Espere un momento —dijo rápidamente Tengo—, quiero preguntarle algo. Alguien me ha advertido de que me vigilan y que, por lo tanto, debo andar con cautela. ¿No será usted el que me vigila?
—No, no soy yo —respondió el hombre sin titubear—. Pero será mejor que vaya con cautela, tal como le han recomendado.
—¿Cree que existe alguna relación entre el hecho de que alguien me vigile y el que ella se encuentre en una situación bastante especial?
—Especial no, acuciante —corrigió el hombre—. Sí, seguramente, de algún modo, las dos cosas están relacionadas.
—¿Hay algún peligro?
El hombre hizo una pausa y eligió cuidadosamente sus palabras, como quien separa legumbres distintas que están mezcladas en un montón:
—Si considera un peligro la posibilidad de no volver a ver jamás a Aomame, sí, sí hay peligro.
Tengo intentó, a su modo, reordenar mentalmente aquellas palabras, aquel mensaje dicho con extraños circunloquios. Aunque no conseguía imaginar a qué situación se refería ni su trasfondo, comprendió que debía de ser una situación peligrosa.
—Si saliera mal, es posible que no volvamos a vernos nunca más.
—Eso es.
—Entiendo. Tendré cuidado —dijo Tengo.
—Siento haberlo llamado tan temprano. Lo habré despertado.
Inmediatamente después de decir esto, el hombre colgó. Tengo se quedó observando el auricular negro en sus manos. Era incapaz de recordar aquella voz, tal y como había previsto. Volvió a dirigir la mirada hacia el reloj. Las ocho y diez. ¿Cómo iba a matar el tiempo hasta las siete?
Para empezar, se dio una ducha y se lavó el pelo, para luego tratar de desenredárselo bien. A continuación se afeitó frente al espejo. Se cepilló cuidadosamente los dientes y hasta se pasó el hilo dental. Se tomó un zumo de tomate de la nevera, puso agua a hervir, molió café y preparó una tostada. Programó el temporizador y coció un huevo pasado por agua. Concentrarse en cada acción le llevó más tiempo que de costumbre. Con todo, cuando acabó aún eran las nueve y media.
«Esta noche voy a encontrarme con Aomame encima del tobogán».
Al pensar en ello sintió que su cuerpo se disgregaba en pedazos que se esparcían a los cuatro vientos. Brazos, piernas, rostro; cada parte salía despedida en distinta dirección. Era incapaz de fijar sus emociones en un mismo punto. Hiciera lo que hiciese, no conseguía concentrarse. No podía leer, y menos aún escribir. Tampoco permanecer sentado mucho rato en un mismo sitio. Sólo se veía capaz de lavar los platos en el fregadero, hacer la colada, ordenar los cajones de su cómoda y hacerse la cama. Sin embargo, cada cinco minutos se detenía para mirar el reloj de pared. Pero le parecía que, si pensaba en el tiempo, éste avanzaba aún más lentamente.
«Aomame lo sabe».
Estaba ante el fregadero, afilando un cuchillo al que no le hacía ninguna falta que lo afilaran. «Sabe que he ido varias veces al tobogán de ese parque infantil. Debió de verme mientras yo contemplaba el cielo subido al tobogán. No se me ocurre otra explicación». Volvió a verse en lo alto del tobogán, iluminado por la farola de mercurio. Nunca, en las ocasiones en que había ido al parque, se había sentido observado. ¿Dónde estaba ella, desde dónde lo había visto?
«Eso no importa. Me mirase desde donde me mirara, el caso es que me reconoció». Al pensar eso lo invadió la alegría. «Ella ha estado pensando en mí, al igual que yo no he dejado de pensar en ella». A Tengo le costaba creer que, en aquel mundo frenético semejante a un laberinto, los corazones de dos personas —los corazones de un niño y una niña— hubieran permanecido inalterados y unidos pese a haber transcurrido veinte años.
«¿Por qué no me llamó cuando me vio en el parque? Si lo hubiera hecho, todo habría sido más fácil. ¿Cómo se ha enterado de que vivo aquí? ¿Cómo ha conseguido ella, o ese hombre, mi número de teléfono?». No le gustaba que lo telefoneasen, así que su número no constaba en la guía telefónica. Ni siquiera se podía conseguir a través de un operador.
Seguía sin comprender muchas cosas. Y las líneas que componían la historia eran intrincadas. No discernía qué línea estaba unida a qué otra, qué hechos habían provocado que ocurrieran otros. Pero, si lo pensaba bien, desde la aparición de Fukaeri había vivido en un mismo lugar, un lugar donde había excesivas preguntas sin respuesta. Sin embargo, tenía la vaga sensación de que, poco a poco, aquel caos se dirigía hacia su desenlace.
«Esta tarde, a las siete, quizá se resuelvan algunos interrogantes. Nos encontraremos encima del tobogán. No como un niño y una niña de diez años, indefensos, sino como un hombre y una mujer adultos, libres e independientes. Como un profesor de matemáticas de una academia y una instructora de un club de deportes. No sé de qué hablaremos, pero el caso es que vamos a hablar. Tendremos que contarnos muchas cosas, llenar muchos vacíos. Y, usando la extraña expresión del hombre que me ha llamado, quizá nos “traslademos” a alguna parte. De modo que debo reunir todo aquello de valor que no quiera dejar atrás y meterlo en alguna bolsa que me deje las manos libres».
No le apenaba demasiado marcharse de allí. Llevaba viviendo en ese piso siete años, durante los cuales había dado clases en la academia tres días por semana, pero nunca lo había considerado su hogar. Era algo provisional, como una isla flotante a merced de la corriente. Kyōko Yasuda, la mujer con la que solía verse allí, había desaparecido. Fukaeri, que se había instalado un tiempo en el piso, se había ido. Tengo no tenía ni idea de dónde estaban ahora ni qué había sido de ellas. El caso era que habían desaparecido en silencio de su vida. En cuanto a sus clases en la academia, no dudaba de que, si desapareciese, encontrarían a alguien que lo sustituyera. El mundo seguiría avanzando sin él. Si Aomame quería que se «trasladaran» juntos a alguna parte, la acompañaría sin titubear.
¿Qué tenía de valor que quisiera llevarse consigo? Cincuenta mil yenes en efectivo y una tarjeta de crédito: ésa era toda su fortuna. Tenía un millón de yenes en una cuenta corriente. No, había más: también estaba lo que le habían ingresado en concepto de derechos de autor de La crisálida de aire. Tenía la intención de devolvérselos a Komatsu, pero todavía no lo había hecho. Y no quería dejarse los folios impresos de la novela que había empezado a escribir. No tenían valor para otros, pero sí para él. Metió las hojas en una bolsa de papel y después puso ésta en el bolso bandolera de nailon rígido color granate que utilizaba cuando iba a la academia. El bolso ya pesaba lo suyo. Además, metió en los bolsillos de la cazadora de cuero algunos disquetes de ordenador. Puesto que no iba a llevarse éste, añadió al equipaje una libreta y una pluma. ¿Qué más?, se preguntó.
Recordó el sobre que el abogado le había entregado en Chikura, donde estaba la cartilla de ahorros y el sello legal de su padre, la copia del registro de familia y la misteriosa (supuesta) fotografía familiar que le había dejado su padre. Quizá debía llevarse el sobre. Sus diplomas y méritos académicos, así como las distinciones de la NHK de su padre, los dejaría. Decidió no llevarse mudas ni artículos de aseo. Además de que no cabían en el bolso bandolera, allá donde fueran podría comprarlos.
Cuando acabó de embutirlo todo en el bolso, no le quedaba nada más que hacer. Ningún utensilio de cocina por lavar, ninguna camisa que planchar. Volvió a mirar el reloj de pared: las diez y media. Pensó en telefonear al amigo que lo había sustituido en la academia, pero recordó que se ponía de mal humor si lo llamaban antes del mediodía.
Vestido, se tumbó en la cama y dio rienda suelta a sus pensamientos. La última vez que había visto a Aomame los dos tenían diez años. Ahora ambos tenían treinta. Durante todo ese tiempo los dos habían vivido sin duda muchas cosas, unas buenas y otras no tan buenas, y quizás más de estas últimas. Los dos debían de haber cambiado mucho. Ya no eran unos niños. ¿Sería esa Aomame la Aomame que él había estado buscando? ¿Y sería él el Tengo Kawana que buscaba Aomame? Pensó en el encuentro de esa noche sobre el tobogán: al acercarse el uno al otro, ambos podían llevarse un buen chasco. A lo mejor ni siquiera sabían de qué hablar. Sería muy lógico. De hecho, lo raro sería que no ocurriese así.
«Tal vez no deberíamos vernos», se dijo Tengo mirando al techo. «¿No sería mejor seguir separados hasta el final, sin perder la esperanza de encontramos algún día? Viviríamos siempre con esa ilusión. Esa esperanza sería una modesta pero valiosa fuente de calor que nos caldearía hasta lo más hondo. Una pequeña llama que protegeríamos del viento, rodeándola con la palma de las manos. Si ahora la azotase el viento impetuoso de la realidad, posiblemente se apagaría».
Durante más o menos una hora, con la mirada fija en el techo, Tengo se debatió entre dos sentimientos encontrados. Por encima de todo, quería verla. Y, al mismo tiempo, le aterraba reunirse con ella. La fría desilusión y el silencio incómodo que podrían surgir paralizaban su cuerpo. Era como si éste fuera a partirse en dos. Por robusto que fuera, Tengo sabía que bastaba una fuerza aplicada en determinada dirección para revelar toda su fragilidad. Pero tenía que ver a Aomame. Su corazón lo había deseado intensamente durante veinte años. Aunque todo acabara en una decepción, ahora no iba a darle la espalda y huir.
Cansado de mirar al techo, se quedó dormido en la posición en que estaba. Durante tres cuartos de hora durmió apaciblemente y sin soñar. Durmió como uno duerme cuando le ha dado muchas vueltas a algo y se ha hartado de pensar. Lo cierto era que en los últimos días sólo había dormido a ratos y nunca profundamente. Hasta que oscureciera, necesitaba recuperarse de toda la fatiga acumulada. Cuando saliera del piso, debía dirigirse al parque infantil con energías renovadas. Su cuerpo le pedía descansar, relajarse.
Cuando el sueño empezaba a invadirlo, oyó, o le pareció oír, la voz de Kumi Adachi. «Debes irte de aquí cuando amanezca. Antes de que se cierre la salida».
Era la voz de Kumi Adachi y, a la vez, la del búho nocturno. En su memoria, ambas estaban indivisiblemente entreveradas. Necesitaba, ante todo, sabiduría. Esa sabiduría nocturna que hunde sus gruesas raíces en lo más hondo de la tierra. Algo que a buen seguro sólo encontraría si dormía profundamente.
A las seis y media, Tengo cogió el bolso bandolera y, cruzándoselo por delante del pecho, salió del piso. Iba vestido de la misma manera que la última vez que había visitado el tobogán: la sudadera gris y la vieja cazadora de cuero, vaqueros y botas marrones. Todas las prendas estaban gastadas, pero se amoldaban bien a su cuerpo. Parecían haberse convertido en una parte más de éste. Se dijo que tal vez no regresaría jamás a ese piso. Por si acaso, recogió la tarjeta con su apellido de la puerta y la plaquita del buzón. Más adelante ya pensaría en lo que ocurriría con todo lo que dejaba atrás.
Al llegar al portal miró atentamente a su alrededor. De creer a Fukaeri, alguien lo vigilaba. Pero, como la vez anterior, no detectó nada. Sólo veía el mismo panorama de siempre. Se había puesto el sol y en la calle no había un alma. Primero se dirigió lentamente hacia la estación. De vez en cuando se daba la vuelta para comprobar que nadie caminaba detrás de él. En ocasiones tomaba por callejuelas estrechas que lo desviaban ligeramente de su camino y se quedaba quieto para cerciorarse de que no le seguían. Aquel hombre le había dicho por teléfono que debía ser precavido. Por su propio bien y por el de Aomame, que se encontraba en una situación acuciante.
De pronto cayó en la cuenta: «¿Conocerá de verdad a Aomame el hombre que me ha llamado?». ¿Y si todo fuera una trampa bien urdida? Al considerar esa posibilidad, empezó a sentirse cada vez más desazonado. «Si es una trampa, lo más lógico sea pensar que me la ha tendido Vanguardia». Probablemente (o casi con toda seguridad), Tengo figuraba en su lista negra por su colaboración en La crisálida de aire. Eso explicaba el que aquel tipo raro llamado Ushikawa, emisario de la comunidad, se hubiera acercado a él para proponerle aquella misteriosa subvención. Para colmo, durante tres meses había alojado a Fukaeri en su piso y habían vivido juntos. Había motivos más que sobrados para que la comunidad estuviese disgustada con él.
No obstante, razonaba Tengo con la cabeza ladeada, extrañado, ¿por qué entonces se habían tomado la molestia de tenderle una trampa utilizando a Aomame como cebo? Ellos sabían dónde vivía. No tenía escapatoria. Si tenían alguna cuenta pendiente con él, bastaba con ir a buscarlo. No necesitaban engañarlo para que acudiera al tobogán del parque infantil. Por supuesto, también podía ser al contrario: que pretendieran atraer a Aomame utilizando a Tengo como señuelo.
Pero ¿por qué iban a querer atraer a Aomame?
No encontraba motivos. ¿Y si existiera alguna relación entre Vanguardia y Aomame? Sus suposiciones habían llegado a un punto muerto. No quedaba más remedio que preguntárselo a ella. Si conseguía verla, claro está.
Fuera como fuese, debía andarse con ojo, como le había recomendado aquel hombre por teléfono. Por si acaso, dio un rodeo más y se aseguró de que nadie lo seguía. Luego apretó el paso hacia el parque infantil.
Llegó a las siete menos siete minutos. Ya había anochecido y la farola derramaba su uniforme luz artificial sobre cada rincón del diminuto parquecillo. A pesar de que por la tarde había hecho calor, cuando el sol se puso la temperatura había bajado rápidamente y había empezado a soplar un viento frío. El veranillo de San Miguel, que se había prolongado durante unos días, había dado paso otra vez al invierno riguroso. Las puntas de las ramas del olmo de agua temblequeaban, como los dedos de un anciano que advertía de algo, con un ruido seco.
Algunas de las ventanas de los edificios que lo rodeaban estaban iluminadas. Pero en el parque no se veía a nadie. Bajo la cazadora de cuero, su corazón latía a un ritmo lento pero pesado. Se frotó las manos varias veces para comprobar que éstas sentían, percibían con normalidad. «Tranquilo, estás preparado. No tienes nada que temer». Tengo se armó de coraje y empezó a subir los peldaños del tobogán.
Una vez arriba, se sentó en la misma postura de la vez anterior. El tobogán estaba helado y húmedo. Con las manos metidas en los bolsillos de la cazadora y la espalda apoyada contra el pasamanos, miró al firmamento. Nubes de todos los tamaños, unas grandes y otras pequeñas, surcaban el cielo. Tengo entrecerró los ojos buscando las lunas. Pero de momento parecía que las ocultaban las nubes. Estas no eran gruesas ni densas, sino blancas, ligeras. Aun así, poseían suficiente espesor y volumen como para esconder las lunas de su vista. Se desplazaban lentamente de norte a sur. El viento que soplaba en lo alto de la atmósfera no parecía demasiado fuerte. O quizá las nubes estuviesen a más altura. El caso es que no tenían ninguna prisa por avanzar.
Tengo echó un vistazo al reloj de pulsera. Las agujas marcaban exactamente las siete y tres minutos. Aomame todavía no había aparecido. Durante unos minutos siguió el avance del segundero, como si estuviera observando algo excepcional. Luego cerró los ojos. Él, igual que las nubes que el viento arrastraba, tampoco tenía ninguna prisa. No le importaba que, a su alrededor, todo se lo tomara con calma. Dejó de pensar y se abandonó al fluir del tiempo. En ese momento, lo más importante era el transcurso uniforme y natural del tiempo.
Con los ojos cerrados, igual que si buscara una frecuencia en una radio, prestó atención a los sonidos que producía el mundo que lo rodeaba. Llegó a sus oídos el ruido de los coches que pasaban sin cesar por la circunvalación número siete. Se parecía al rumor del oleaje del Pacífico que se oía en la clínica de Chikura. Incluso tuvo la impresión de que escuchaba, lejano, los chillidos de las gaviotas. Durante un rato se oyó la breve señal intermitente que los tráileres emiten al dar marcha atrás. Un perro grande soltaba ladridos cortos e intensos, como advirtiendo de algo. Lejos, en alguna aparte, alguien llamaba a otra persona a gritos. No sabía de dónde procedía cada ruido. Al permanecer tanto tiempo con los ojos cerrados, le parecía que los sonidos habían perdido su sentido de la orientación y de la distancia. Pese a que de vez en cuando soplaba una racha de viento gélido, no tenía frío. Por un momento Tengo se había olvidado de sentir o reaccionar al frío —o a cualquier sensación.
De pronto, una persona estaba a su lado y le sujetaba la mano derecha. Aquella mano se había introducido en el bolsillo de su cazadora de cuero y agarraba la manaza de Tengo igual que una pequeña criatura en busca de calor. Cuando se dio cuenta, ya todo había ocurrido, como si se hubiera producido un salto en el tiempo. Una situación había dado paso a la siguiente, sin previo aviso. «¡Qué extraño!», pensó Tengo aún con los ojos cerrados. «¿Por qué sucede esto?». Hasta ese momento el tiempo había fluido con exasperante lentitud y, de pronto, se precipitaba hacia delante.
Esa persona apretó un poco más su ancha mano, como asegurándose de que él realmente estaba allí. Dedos largos y suaves, con una fuerza latente.
«Aomame», pensó Tengo. Pero no dijo nada. Tampoco abrió los ojos. Se limitó a agarrar a su vez la mano de ella. Recordaba aquella mano. En veinte años nunca había olvidado su tacto. Ésta no era la mano de una niña de diez años. Sin duda, durante aquellos veinte años, esa mano había tocado numerosas cosas, había levantado y sujetado objetos de las más diversas clases y formas. Y se había hecho fuerte. Pero Tengo sabía que era la misma mano. Se la sujetaba del mismo modo e intentaba transmitirle el mismo sentimiento.
En un instante, esos veinte años se fundieron en el interior de Tengo y, mezclándose, formaron un remolino. Entretanto, todas las escenas que él había vivido, todas las palabras que había pronunciado y todos los valores que había defendido y le habían guiado se unieron y formaron en su corazón un grueso pilar cuyo núcleo giraba como propulsado por un torno de alfarero. Tengo, en silencio, observó aquella imagen como quien presencia la destrucción y el resurgimiento de un planeta.
Aomame también guardaba silencio. Ambos, callados, se agarraban de la mano encima del tobogán. Habían vuelto a ser niños de diez años. Un niño solitario y una niña solitaria. En un aula una vez acabadas las clases, a principios de invierno. En aquel entonces ninguno de los dos tenía la fuerza ni los conocimientos para saber qué ofrecerle al otro, qué buscar en el otro. Nunca nadie los había amado y nunca habían amado a nadie. No habían abrazado a nadie, nadie los había abrazado. Ni siquiera sabían adonde los iba a conducir aquello. Se habían adentrado en una habitación sin puertas. No podían salir de allí, aunque, por esa misma razón, nadie más podía entrar. En ese momento ellos lo ignoraban, pero se hallaban en el único lugar completo del mundo. Un lugar que, pese a estar del todo aislado, no estaba teñido por la soledad.
¿Cuánto tiempo transcurrió? Quizá cinco minutos, quizás una hora. O un día entero. O tal vez el tiempo se había detenido. ¿Qué sabía Tengo del tiempo? El sólo sabía que podía permanecer así eternamente: los dos subidos al tobogán del parque infantil, cogidos de la mano en silencio. Así había sido cuando tenía diez años, y veinte años después sentía lo mismo.
Sabía también que necesitaba tiempo para habituarse a aquel mundo recién venido, tan nuevo. En adelante debía ajustar y reaprender su manera de pensar, de observar, de elegir las palabras, de respirar y moverse. Para ello, debía reunir todo el tiempo de ese mundo. Aunque no, quizá no bastaba sólo con ese mundo.
—Tengo —le susurró Aomame al oído con voz ni muy baja ni muy alta. Una voz que le prometía algo—. Abre los ojos.
Tengo abrió los ojos. Y el tiempo volvió a fluir en el mundo.
—Se ven las lunas —dijo Aomame.