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TENGO

Me marcho del «pueblo de los gatos»

Habían vestido su cadáver con el uniforme bien planchado de cobrador de la NHK y lo habían introducido en un modesto ataúd. Seguramente era el más barato que tenían; un ataúd anodino apenas más resistente que una caja de madera para bizcochos. Pese a la escasa estatura del difunto, no sobraba mucho espacio. Estaba hecho de contrachapado y carecía de adornos. Con cierto reparo, el hombre de la funeraria volvió a preguntarle: «¿Seguro que no le importa que sea este ataúd?». Tengo le contestó que no. Su propio padre lo había elegido de un catálogo y lo había pagado de su propio bolsillo. Si el muerto no tenía nada que objetar, Tengo aún menos.

Vestido con el uniforme de cobrador de la NHK dentro de aquel sencillo ataúd, no daba la impresión de estar muerto, sino de, por ejemplo, estar echando una siesta en un descanso del trabajo. Como si de un momento a otro fuera a levantarse, ponerse la gorra y seguir con su ruta. El uniforme con el logo de la NHK bordado parecía una segunda piel. Aquel hombre había nacido con el uniforme puesto e iba a ser incinerado con él. Al verlo, Tengo se dio cuenta de que su último atuendo sólo podía ser ése. Igual que los guerreros que, en las óperas de Wagner, son depositados en su pira funeraria con la armadura puesta.

El martes por la mañana, cerraron la tapa del ataúd y la clavaron delante de Tengo y Kumi Adachi. Luego lo cargaron en el coche fúnebre, que no era otro que la furgoneta Toyota que habían utilizado para transportar el cadáver de la clínica a la funeraria. En vez de camilla de ruedas, ahora transportaba un ataúd. Probablemente fuese el coche fúnebre más barato del que disponían. La solemnidad brillaba por su ausencia. Y, evidentemente, no se oyó El ocaso de los dioses por ninguna parte. Sin embargo, Tengo no vio motivos para quejarse por el aspecto del coche fúnebre. Tampoco a Kumi parecía importarle. No era más que un medio de transporte. Lo importante era que una persona había desaparecido de este mundo y los que seguían vivos debían grabar ese hecho en sus corazones. Los dos subieron a un taxi y siguieron a la furgoneta negra.

El crematorio estaba en un enclave un poco adentrado en las montañas, apartado de la carretera que bordeaba la costa. Era una construcción relativamente nueva pero impersonal, y más que un crematorio parecía una fábrica o un edificio del gobierno. Aunque el jardín era hermoso y estaba bien cuidado, la alta chimenea que se erguía, majestuosa, apuntando al cielo, indicaba que aquellas instalaciones tenían un fin muy especial. Ese día no debían de tener mucho ajetreo, ya que llevaron el ataúd directamente al incinerador, sin esperas. El féretro entró en silencio en el horno y la pesada tapa de éste se cerró como la escotilla de un submarino. El encargado, un hombre entrado en años y que llevaba guantes, presionó el botón de ignición tras hacer una reverencia hacia Tengo. Kumi Adachi juntó las manos para rezar mirando hacia la tapa cerrada y Tengo la imitó.

Durante la hora que duró la incineración, Tengo y Kumi se acomodaron en una sala acondicionada para ese fin. Kumi compró dos cafés calientes en una máquina expendedora y se los tomaron en silencio. Estaban sentados el uno al lado del otro en un banco frente a un gran ventanal. Fuera se extendía el césped marchito del jardín y se alzaban algunos árboles sin hojas. Dos pájaros negros se habían posado en una rama. Tengo desconocía qué clase de pájaros eran. Tenían la cola larga y, pese a ser pequeños, sus trinos eran estridentes y de tono agudo. Al gorjear, levantaban la cola. Sobre la arboleda se extendía un cielo azul de invierno, sin una nube. Kumi Adachi vestía una trenca de color crema sobre un corto vestido negro. Tengo, un jersey negro de cuello redondo y una chaqueta de espiguilla de color gris oscuro. Calzaba unos mocasines marrones. Eran las prendas más formales que tenía.

—A mi padre también lo incineraron aquí —dijo Kumi Adachi—. La gente que vino no paraba de fumar. Había tanto humo que en el techo parecía haberse formado una nube. Prácticamente todos eran pescadores que habían faenado con él.

Tengo se imaginó la escena: un grupo de hombres curtidos por el sol, torpes en sus trajes negros, todos fumando como carreteros. Y estaban allí en señal de duelo por un hombre que había fallecido de cáncer de pulmón. Pero ahora en la sala no había nadie más aparte de ellos dos. A su alrededor todo estaba quieto. Excepto el trino agudo que de vez en cuando se oía procedente de la arboleda, nada rompía el silencio. No se oía música ni voces. El sol vertía su apacible luz sobre la tierra. Los rayos invadían la sala a través del ventanal y creaban un silencioso charco de luz a los pies de ambos. El tiempo transcurría con parsimonia, como un río al aproximarse a su desembocadura.

—Gracias por acompañarme —dijo Tengo tras un prolongado silencio.

Kumi Adachi extendió su mano y la colocó sobre la de Tengo.

—Uno lo pasa peor si está solo. Es mejor tener a alguien a tu lado. Así son las cosas.

—Supongo que sí —reconoció Tengo.

—Me parece terrible que haya gente que muera sola, sea cual sea su circunstancia. En este mundo hay un gran agujero y debemos mostrarle respeto. Si no, el agujero nunca se cerrará.

Tengo asintió.

—No se puede dejar el agujero abierto —siguió Kumi Adachi—. Cualquiera podría caer en él.

—Pero, en algunos casos, los muertos guardan secretos —dijo Tengo—. Y si el agujero se cerrara, todos esos secretos se irían con él. No se revelarían nunca.

—Yo creo que también en esos casos hay que cerrar el agujero.

—¿Por qué?

—Si los muertos se marcharon con ellos, será porque son secretos que no pueden dejarse atrás.

—Pero ¿por qué no pueden dejarlos atrás?

Kumi Adachi le soltó la mano y lo miró a los ojos.

—Quizás, en esos secretos, haya algo que ni siquiera la persona que murió llegó a comprender del todo. Algo que no podía explicar ni transmitir, por más que lo intentara. Algo que irremediablemente debía llevarse consigo. Como un valioso equipaje de mano.

Callado, Tengo contemplaba el charco de luz a sus pies. El suelo de linóleo brillaba pálidamente. Ante sus ojos tenía sus mocasines desgastados y los sencillos zapatos de salón negros de Kumi Adachi. Aunque estaban muy cerca de él, le parecía un paisaje situado a kilómetros de distancia.

—Tú también tendrás cosas que te resultan difíciles de explicar, ¿o no?

—Creo que sí —dijo Tengo.

Kumi Adachi cruzó sus finas piernas envueltas en medias negras, sin decir nada.

—Aquella noche dijiste que habías muerto ya una vez, ¿no? —le recordó Tengo a Kumi.

—Sí. Una noche triste y solitaria de lluvia fría.

—¿Lo recuerdas?

—Sí, lo recuerdo. Y hace tiempo que sueño a menudo con eso. Siempre es exactamente el mismo sueño, muy realista. Estoy convencida de que tuvo que ocurrir.

—¿No será como una especie de metempsicosis?

—¿Metempsicosis?

—Volver a nacer. Reencarnación.

Kumi Adachi lo consideró.

—No sé. Quizá sí. O quizá no.

—¿A ti también te incineraron cuando moriste?

Kumi sacudió la cabeza.

—No lo recuerdo, porque eso sucedería después de muerta. Lo único que recuerdo es el momento de mi muerte. Alguien me estrangulaba. Un hombre desconocido al que nunca había visto.

—¿Recuerdas su rostro?

—Por supuesto. Lo he visto cientos de veces en el sueño. Si me lo encontrara por la calle, lo reconocería a primera vista.

—Si te lo encontraras de verdad, ¿qué harías?

Kumi Adachi se frotó la nariz con la yema del dedo. Como para comprobar que su nariz seguía allí.

—He pensado muchas veces en eso. ¿Qué haría si me lo encontrara? Tal vez echar a correr y escapar. O quizá seguirlo sin que me viera. Pero hasta que no me vea en esa situación, creo que no sabré cómo reaccionaré.

—Y si lo siguieses, ¿qué harías?

—No lo sé. Pero es como si ese hombre guardara un secreto importante sobre mí. Si todo saliese bien, quizás yo descubra ese secreto.

—¿Un secreto? ¿Qué clase de secreto?

—Por ejemplo, el motivo de por qué estoy aquí.

—Pero podría volver a matarte.

—Sí, es verdad. —Kumi frunció un poco los labios—. Sería arriesgado, lo sé. Supongo que lo mejor sería salir corriendo. Aun así, ese secreto me tiene fascinada. Es como los gatos: cuando ven un hueco oscuro, no pueden evitar asomarse a él.

Terminada la incineración, metieron en una pequeña urna las cenizas del padre y se la entregaron a Tengo. No sabía bien qué debía hacer ahora con ella, pero comprendió que debía cogerla él. Cargó con ella, y Kumi y él subieron al taxi.

—Del resto de los trámites ya me encargo yo —dijo Kumi Adachi. Al cabo de un rato añadió—: ¿Quieres que me ocupe también de enterrar las cenizas?

Tengo se sorprendió.

—¿Puedes hacerlo?

—¿Por qué no iba a poder? —dijo Kumi—. ¿Acaso no hay funerales a los que no asiste ningún miembro de la familia?

—La verdad es que te lo agradecería mucho —dijo Tengo. Entonces sintió cierto remordimiento, pero también alivio, y le entregó la urna a Kumi Adachi. «Nunca más volveré a ver estas cenizas», pensó en ese instante. «Sólo me quedarán recuerdos. Y esos recuerdos algún día acabarán desapareciendo convertidos en polvo».

—Soy vecina del pueblo, así que puedo encargarme de eso. Tú regresa pronto a Tokio. Nosotras te adoramos, ya lo sabes, pero no debes quedarte demasiado tiempo en este lugar.

«Me marcho del “pueblo de los gatos”», se dijo Tengo.

—Muchas gracias por todo —volvió a decirle Tengo.

—Escucha, Tengo…, me gustaría darte un consejo, si no te importa… Ya sé que no soy quién, pero…

—Claro que no me importa.

—Puede que tu padre se haya ido al otro mundo con un secreto. Y parece que eso te aturde un poco. En parte, te comprendo. Pero es mejor que no sigas asomándote por ese hueco oscuro. Hacerlo no te llevará a ninguna parte. En vez de eso, sería mejor que pensaras en el futuro.

—Debo cerrar el agujero —dijo Tengo.

—Eso es —convino Kumi Adachi—. El búho opina igual. ¿Te acuerdas del búho?

—Claro que sí.

«El búho es el dios tutelar del bosque, lo sabe todo, y nos ofrecerá la sabiduría de la noche».

—¿Sigue ululando allí, en medio del bosque?

—El búho no se va nunca a ninguna parte —dijo la enfermera—. Siempre está ahí.

Kumi Adachi hizo compañía a Tengo hasta que éste subió al tren que partía hacia Tateyama. Era como si necesitara comprobar con sus propios ojos que Tengo subía al tren y se marchaba de aquel pueblo. Se quedó en el andén, agitando la mano con fuerza, hasta que Tengo dejó de verla.

Llegó al piso en Kōenji a las siete de la tarde del martes. Encendió la luz, se sentó en una silla del comedor y echó un vistazo al piso. Todo estaba tal como lo había dejado el día anterior. Las cortinas estaban echadas, sin ningún resquicio, y sobre el escritorio estaban apiladas las hojas impresas de la obra que estaba escribiendo. En el lapicero había seis lápices bien afilados. La vajilla lavada seguía en el escurreplatos, junto al fregadero de la cocina. El reloj marcaba la hora sin que se oyera el tictac y el calendario de pared indicaba que el año había entrado en su último mes. El piso parecía más silencioso que de costumbre. Una pizca demasiado silencioso. En esa quietud se percibía algo excesivo. Pero quizá sólo fuera impresión suya. Tal vez se debía a que acababa de vivir la desaparición de un ser humano. O tal vez porque el agujero que había en el mundo todavía no estaba bien tapado.

Tras beber un vaso de agua, se dio una ducha caliente. Se lavó bien la cabeza, se limpió los oídos con bastoncillos y se cortó las uñas. Luego se puso unos calzoncillos y una camiseta limpios que sacó de un cajón. Necesitaba eliminar todos los olores de los que se había impregnado su cuerpo, los olores del «pueblo de los gatos». «Nosotras te adoramos, ya lo sabes, pero no debes quedarte demasiado tiempo en este lugar», le había dicho Kumi Adachi.

No tenía hambre. No le apetecía trabajar, y tampoco abrir un libro. Ni siquiera tenía ganas de escuchar música. Se sentía agotado, pero también muy nervioso; no creía que pudiera dormir aunque se tumbase. En el silencio que lo rodeaba había algo artificial.

«Ojalá Fukaeri estuviese aquí», pensó Tengo. «No importaría lo que dijese. Cualquier cosa me valdría. Aunque hable siempre sin inflexiones y sin entonar las oraciones interrogativas como es debido». Tan sólo quería volver a oírla hablar. Sin embargo, Tengo sabía que Fukaeri jamás volvería a aquel piso. No se explicaba cómo lo sabía, pero ya nunca más volvería. Quizás.

Quería hablar con alguien, le daba igual con quién. Deseó poder hablar con Kyōko Yasuda, la mujer mayor que él, pero no podía llamarla. Además de no saber su número, el hombre que llamó le había dicho que se había perdido.

Telefoneó a la editorial, al número directo del despacho de Komatsu. Pero nadie atendió la llamada. Después de quince tonos, se resignó y colgó.

«¿A quién más podría llamar?», pensó Tengo. No se le ocurrió nadie. Pensó en telefonear a Kumi Adachi, pero cayó en la cuenta de que no tenía su número.

Luego pensó en ese agujero oscuro que seguía abierto en algún lugar del mundo. No era grande, pero sí profundo. «Si me asomase por él y gritase, ¿todavía podría conversar con mi padre? ¿Me contaría la verdad un muerto?».

«Hacerlo no te llevará a ninguna parte», le había dicho Kumi Adachi. «En vez de eso, sería mejor que pensaras en el futuro».

«Pero no estoy de acuerdo», pensó Tengo. «Porque no sólo se trata de eso. Saber el secreto quizá no me conduzca a ninguna parte, pero, aun así, debo descubrir por qué es así, por qué no puede conducirme a ningún lado. Quizás entonces, si supiese el motivo, podría ir a alguna parte.

»No importa si eras o no mi verdadero padre», dijo Tengo dirigiéndose al agujero oscuro. «Da igual. Sea como sea, has muerto y te has ido con una parte de mí; y yo sigo vivo y me he quedado con una parte de ti. Este hecho nunca cambiará, compartamos sangre o no. Ha transcurrido demasiado tiempo y el mundo ha ido avanzando».

Le pareció oír el ulular de un búho fuera, pero, a todas luces, sus oídos le engañaban.